XV
¡Sed, pues, alegre y merecedora
de vuestra belleza!
CASANOVA
Al amanecer, Volnay entró en París. Antes de nada debía prevenir al monje. Era, junto con el pájaro, el único por el que sentía afecto en este bajo mundo. Para evitar alguna posible patrulla de vigilancia, fue por las calles estrechas y sucias del Faubourg Saint-Antoine. El tufo a orina lo obligó a taparse la nariz con un pañuelo mientras avanzaba entre la muchedumbre miserable vestida con andrajos mugrientos. Dejó el caballo en una taberna a fin de mezclarse con los transeúntes en las calles y comprobar si su casa estaba vigilada. Fue entonces cuando vio a los dos jinetes inmóviles, con el sombrero encasquetado, la capa echada sobre el hombro y la espada en el costado. Era a él a quien esperaban. El monje o bien estaba muerto o bien había huido. Lentamente, giró sobre sus talones, esforzándose en no ceder a un súbito impulso de correr. Una mano se posó en su hombro. Al volverse, se encontró frente a tres arqueros de la patrulla que vestían casacas grises con galones rojos.
—¿Caballero de Volnay? Se ha decretado vuestra captura. ¡Tened la bondad de acompañarnos!
Lo condujeron hasta un carruaje tirado por cuatro caballos al que le ordenaron subir. Dentro del coche, Sartine le dirigió una mirada glacial.
—¡Más vale tarde que nunca, señor comisario de las muertes extrañas!
Un arquero de la patrulla lo obligó a sentarse y luego bajó del coche.
—Los jinetes son míos —prosiguió Sartine—. En cuanto me enteré de lo que había sucedido en la residencia del Maestro, mandé registrar vuestra casa y la del monje. ¡No encontramos nada ni en la vuestra ni tampoco en la de vuestro extraño colaborador, aparte de sus alambiques y sus malditos hornillos para sus experimentos sacrílegos! —Una sonrisa fría iluminó su rostro sin llegar a los ojos—. Al menos el monje ha tenido la prudencia de desaparecer. Y tanto vos como yo sabemos lo bien que es capaz de esconderse en París y de adoptar cualquier aspecto. ¡Pero os tengo a vos! ¡Asesino de todos los ocupantes de una casa!
—¡No he sido yo!
Sartine dirigió hacia él unos ojos sin vida.
—¡El problema no es tanto saber si sois vos el asesino como si podéis demostrar que no lo sois!
Dio un golpe en la portezuela para ordenar al cochero que se pusiera en marcha.
—¿Adónde me lleváis?
—Al Châtelet. ¡Alegraos de ir en un coche tan cómodo!
Volnay echó un vistazo al exterior. Los jinetes se habían colocado uno a cada lado del carruaje.
—Ni se os ocurra —dijo Sartine, como si le leyera el pensamiento—. Os abatirían en el acto, y tengo a otro hombre armado junto al cochero con las mismas órdenes.
¡No tenía escapatoria! Volnay notó de pronto que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—¡Ha sido el conde de Saint-Germain quien ha mandado matar a todas esas personas! —gritó.
—¡Como no me digáis otra cosa! —Sartine le lanzó una mirada irónica y prosiguió—: Al rey le gusta la compañía del conde. Escucha fascinado sus relatos de viajes a través de África y Asia, así como sus anécdotas sobre las cortes de Rusia, de Austria e incluso de los sultanes. No me veo presentándome ante el rey para contarle que, según la declaración de un comisario de policía detenido por asesinato, su amigo el conde tiene afinidades con una peligrosa Hermandad.
—¿Una Hermandad?
El señor de Sartine se quitó la peluca en un súbito acceso de ira.
—¿Me tomáis por tonto? ¿Pensáis que, porque os habían encargado esta investigación, otras personas no continuaban trabajando en la sombra para mí?
Volnay suspiró, pensando en las decenas de espías que habrían revoloteado a su alrededor desde el comienzo de la investigación.
—Lo suponía —acabó por musitar como para sí mismo.
El lugarteniente criminal lo miraba ahora con una expresión despreciativa.
—En cuanto a las personas que han muerto en esa casa, ¿no pertenecían acaso a una hermandad secreta de la que vos fuisteis miembro en el pasado? Os hicisteis policía y, gracias a un golpe de suerte extraordinario, a menos que fuera algo organizado, conseguisteis que el rey se fijara en vos y obtuvisteis el cargo que sabemos. Me informé entonces sobre vos y Dios sabe de cuántas cosas me enteré. Habría podido hacer que revocaran vuestro nombramiento o encarcelaros, pero me abstuve. Me gustaba saber que mi comisario de las muertes extrañas tenía un pasado mucho más extraño que los casos que investigaba. Eso me daría poder sobre vos en caso necesario. Ahora eso ya no me es de ninguna utilidad. ¡Ya no tenéis ningún futuro!
Volnay meneó la cabeza con amargura.
—¿Sabíais que había pertenecido a la Hermandad de la Serpiente? O sea que, en realidad, erais como el Cíclope del viaje de Ulises: ¡el favor que me hacíais era devorarme al final!
—Os gusta crisparlo todo —contestó Sartine.
Volnay echó un vistazo al exterior. Estaban cruzando el Pont-Neuf, abarrotado de gente. A lo lejos se perfilaba como un ave de presa la silueta inquietante del Châtelet. Se oía al cochero renegar, tirando de las riendas de los caballos a izquierda o derecha.
—¿Qué sabéis de la Hermandad? —preguntó tranquilamente Volnay.
Deseaba sobre todo ocupar la mente de Sartine a fin de que relajara su atención. El lugarteniente de policía soltó una carcajada breve. Le gustaba exhibir su vasto conocimiento de las cosas y en especial de las que deberían ser secretas.
—¡La Hermandad de la Serpiente! ¡Una organización conspiradora que actúa en la sombra del poder real y cuyo objetivo es derrocar a este para sustituirlo por un gobierno salido del pueblo! Su consigna actual es Lillias pedibus destrue, «¡Aplasta la flor de lis con el pie!». Su organización es piramidal, los novicios deben pasar por un periodo de prueba de cinco años antes de ser iniciados en el primero de los doce niveles de conocimiento. Tienen signos secretos y palabras sagradas que les permiten comunicarse a espaldas de todos. Dicen que la Hermandad de la Serpiente sobrevivió a la caída de la civilización sumeria fundiéndose con las escuelas de los misterios egipcios antes de implantarse en Europa a través de la cristiandad. —Se interrumpió para alisar su peluca con gesto amoroso—. Novus ordo seclorum es su divisa, «Nuevo orden por los siglos». Recientemente ha adoptado otra: Annuit coeptis, «Nuestro proyecto será coronado por el éxito».
Sartine recitaba esto como un alumno aplicado su lección. Continuó con el mismo tono de voz neutro:
—Las nuevas incorporaciones, sin embargo, se limitan al ámbito de Francia, Italia y algunas tierras alemanas. La Hermandad de la Serpiente no ha aceptado integrarse en el gran movimiento de la francmasonería, pues este tiene concepciones diferentes de las suyas. El artífice de este intento de aproximación era vuestro Maestro, el que ha sido asesinado. Al parecer, deseaba demostrar que una facción violenta, de la que probablemente vos formáis parte, ha tomado el control y quiere conservar su libertad de acción, incluido el uso de la fuerza.
—Estáis muy bien informado —dijo Volnay, aparentemente con la misma serenidad.
Antes de haber terminado la frase, saltaba al suelo por la portezuela del vehículo, escurriéndose entre los dedos de Sartine y espantando a los caballos de los oficiales de la policía, y corría hacia el parapeto del puente. Lo vieron arrojarse al Sena y desaparecer mientras los primeros disparos sonaban a su espalda.
Había permanecido oculto en un almacén hasta el anochecer, tiritando con la ropa mojada. Cuando salió, esta estaba casi seca, pero su lamentable aspecto dejaba mucho que desear. Y lo que era aún peor, tosía y había perdido la bolsa en el Sena. Tambaleándose por efecto del cansancio, vagó sin rumbo por las calles ruidosas y animadas, en medio de transeúntes apresurados y mendigos que miraban con envidia los puestos donde los pasteleros vendían pasteles calientes y empanadas de carne cocidas bajo las brasas. Al apartarse para dejar pasar un carruaje, vio de pronto un perfil conocido y se abalanzó hacia la portezuela.
—¡No te acerques al coche de mi señor, villano!
El látigo lo azotó en plena cara y gritó de dolor. Casanova asomó la cabeza por la ventanilla del coche.
—¿Se puede saber qué ocurre?
—¡Este bribón nos cierra el paso, monseñor!
Volnay intentó de nuevo acercarse. El látigo restalló en el aire.
—¡Caballero de Seingalt! —dijo, antes de caer de rodillas—. ¡Chiara! —gritó, sin saber por qué.
—¡Un momento! —dijo Casanova—. ¡No está bien pegarle así a la gente! Además, ¿quién es este personaje que conoce mi título y el nombre de mi amiga? —Bajó prudentemente del coche y se acercó con circunspección—. ¡Caballero de Volnay! —exclamó—. ¿Sois realmente vos, amigo mío? ¡En qué estado os halláis! ¿Qué os ha pasado?
El policía se levantó con dificultad; le ardía la mejilla.
—No puedo más, os pido asilo.
El veneciano lo cogió con cuidado de un brazo y, tras haber lanzado una breve mirada a uno y otro lado de la calle, le hizo subir a su carruaje, que reanudó la marcha.
—Os habéis puesto, mi joven amigo, en una situación muy complicada —murmuró Casanova en un tono conmovido—. ¡Os buscan por haber matado a todos los ocupantes de una casa al sur de París!
—¿Cómo?
El caballero de Seingalt asintió con la cabeza.
—Conociendo un poco vuestro carácter íntegro, me cuesta creer que seáis el autor de todas esas villanías, pero los rumores… —Le dirigió una sonrisa irónica—. Los rumores, señor comisario, ¡ahora comprenderéis lo que pueden sentir sus víctimas!
Volnay no dijo nada. Encontrarse entre las manos del hombre que le había quitado a Chiara le resultaba insoportable, pedirle disculpas era superior a sus fuerzas.
—Amigo mío —prosiguió Casanova tras haberlo observado brevemente—, no puedo llevaros a mi casa. Mi cochero es un hombre seguro hasta que le desatan la lengua con una bolsa, y los soplones abundan en París. Aunque en las altas instancias no establecerán forzosamente el vínculo entre vos y yo, el hecho es que soy un hombre que está en primer plano y, por ello, la policía del rey me espía y vigila constantemente. —Frunció el ceño y miró a Volnay con una mezcla sorprendente de humanidad y gravedad—. Esto es lo que vamos a hacer: bajaremos del coche dentro de un momento, le ordenaré a mi cochero que me espere y os llevaré a una casa donde os tratarán bien y donde incluso podréis divertiros. En fin, con discreción, por supuesto. Una joven, Sylvia, vive allí con su madre. Las dos reciben raramente a domicilio, pues trabajan en una casa como mandan los cánones. Estas mujeres están en deuda conmigo porque les he hecho algunos pequeños favores. Añadiré que, cuando las visito, las honro a las dos a la vez y en la misma cama. Ninguna está, pues, celosa de la otra. ¡Bueno, ya lo sabéis todo!
La calle era un ir y venir incesante de coches, jinetes, vendedores de fruta, aguadores y transeúntes. Casanova y Volnay se perdieron rápidamente entre la multitud caminando deprisa. Llegaron a una calle con tenderetes desordenados donde vendían especias y donde algunos sacamuelas causaban estragos. Casanova lo condujo sin vacilar a una casa de planta baja y un piso con pilastras de un gris claro que sostenían un balcón florido. Llamó a la puerta dando varios golpes muy seguidos y luego otros más espaciados. Enseguida se oyó un ruido de pasos y les abrieron.
—¡Caballero!
Una mujer alta había aparecido en el hueco de la puerta. No debía de tener más de cuarenta años, pero su rostro parecía ya una flor marchita. Pese a sus facciones regulares y bastante agradables, irradiaba cierta sequedad que, al tiempo que le daba autoridad, podía también gustar a los que aprecian a las mujeres severas y resueltas.
—Señora, ¿podemos entrar? Mi compañero está muerto de cansancio y debe descansar.
En ese momento, a Volnay le dio un acceso de tos terrible y un estremecimiento lo recorrió de la cabeza a los pies.
—¿Está enfermo? —preguntó la mujer, inquieta, frunciendo el entrecejo.
—Tanto como se puede estar cuando se ha pasado el día con la ropa empapada y después de haber recibido dos o tres golpes de espada —se apresuró a explicar Casanova—. El desdichado tuvo que meterse en un estanque para escapar de un marido celoso que volvió demasiado pronto a su casa. Y después no le ha quedado más remedio que pasarse el día tiritando dentro de una gruta de vegetación, antes de poder marcharse discretamente. Yo lo he recogido en este triste estado. Por supuesto, podría haberlo llevado a mi casa, donde residía, pero el marido celoso en cuestión conoce nuestra amistad y no sería de extrañar que me hiciera una visita. Así que, si vos pudierais alojarlo con toda discreción unos días, os estaría muy agradecido.
El caballero de Seingalt hablaba con tal convicción que hacía desaparecer todas las inverosimilitudes del relato, y además en su mano acababa de surgir, como por arte de magia, una bonita bolsa de paredes bien redondeadas. La puerta se cerró tras ellos. En cuanto estuvo seguro, Volnay se sintió desfallecer. Todas las emociones del día anterior, el asesinato del Maestro y de sus sirvientes, la huida al bosque, el encuentro con el lobo, el regreso de noche a París y, por último, su espectacular evasión del carruaje del señor de Sartine, lo invadieron de golpe y se tambaleó.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Se encuentra mal! —exclamó la mujer.
Casanova lo sujetó y, ayudado por la robusta mujer, lo llevó a una habitación limpia donde un buen colchón lo esperaba. Volnay abrió los ojos y vio el vestido de la mujer tensarse bajo el peso de sus pechos al inclinarse sobre él.
—Necesitáis descansar —dijo con voz un poco ronca.
Notó que le quitaban las botas. Una fina sábana lo cubrió como un sudario y no tardó en sumirse en el sueño como un niño agotado.
La señora de la casa dispensaba a Volnay un trato casi maternal, esforzándose en mantener alejada de él a Sylvia, su hija, una joven a decir verdad particularmente graciosa. Unos cabellos castaños de vaporosa ligereza enmarcaban un bello rostro ovalado de facciones regulares. Tenía la nariz ligeramente aguileña y unos ojos de color avellana velados por largas pestañas negras. Tan solo su mirada, ligeramente interesada, podía dejar entrever a una mujer de vida alegre con alguna experiencia del mundo.
La madre cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Acababa de llevarle al policía un caldo de pollo, vino, queso y una buena rebanada de pan blanco. Este devoró la comida y se durmió de inmediato. Un ruido ligero lo despertó unas horas después. Entreabrió los ojos. Las persianas bajadas y los postigos cerrados no dejaban entrar en la habitación más que una débil luz, pero vio que unos ojos brillaban en la semipenumbra del dormitorio.
—Dios mío, ¿qué hacéis vos en un sitio como este?
—¡Chiara!
Sintió una oleada de felicidad y de sufrimiento que no tenía nada que ver con la sensación simplemente placentera del beso de unos días antes.
La joven le cogió las manos.
—El caballero de Seingalt me ha avisado. Está aquí para ayudaros. Está acostumbrado a situaciones… complicadas.
Él miró su mano fina y blanca de venas azuladas y la cubrió con la suya. Chiara dio un respingo y su mirada se clavó en la de Volnay. Permanecieron así, mirándose a los ojos, durante unos segundos, y de este modo muchas cosas fueron dichas sin serlo realmente. Luego, sus lenguas se soltaron y se pusieron a hablar. Volnay contó su visita al Maestro y los acontecimientos que se habían desarrollado a continuación. Chiara lo escuchó con toda la atención que se presta a un enfermo y se aclaró la garganta antes de tomar la palabra:
—Voy a ir a ver a la marquesa de Pompadour. En este punto, solo ella puede ayudaros y salvaros de ese malvado Sartine, así como de la Hermandad.
La chica se levantó.
—Chiara, yo…
Una lágrima brilló en el rabillo de uno de los ojos de la joven.
—Sí, lo sé.
Él no estaba seguro de querer hablar de lo mismo que ella, pero se calló porque percibía intensamente sus sentimientos. Por un instante, sintió deseos de levantarse para recoger esa lágrima con la yema de los dedos, llevársela a los labios y probar su sabor. ¿Tenía quizá el sabor de la felicidad?
—El caballero de Seingalt me espera —añadió ella en un tono más firme.
—Ese Casanova…
—¡Os ha salvado y tratado como a un amigo, no lo olvidéis! Ahora debo irme, pero volveré con buenas noticias.
Abrió la puerta y se volvió una última vez, pero Volnay yacía como aniquilado en la cama. Asociar en sus pensamientos a Chiara y Casanova era simplemente superior a sus fuerzas. Oyó el paso ligero de la joven en la escalera y, como había hecho aquella noche terrible en casa del Maestro, su curiosidad y también su desesperación fueron más fuertes. Salió del dormitorio y se quedó inmóvil en el pasillo. Una escalera de caracol comunicaba la planta baja con el piso superior. Se asomó para oír mejor.
Abajo, Casanova esperaba a Chiara.
—¿Y bien? —preguntó.
—Necesita ayuda, voy a casa de la marquesa.
—Es lo más sensato, en efecto…
El dedo del veneciano encontró el surco que había dejado la lágrima de Chiara.
—La alegría, señorita, es patrimonio de los bienaventurados y la tristeza es la imagen horrible de los espíritus condenados a las penas eternas. ¡Sed, pues, alegre y merecedora de vuestra belleza!
Quiso abrazarla, pero ella lo rechazó.
—Aquí no…
—Un beso…
—No sé, más tarde quizá. Volnay está aquí…
—Está en su habitación.
Hubo un revuelo de faldas, un suspiro femenino sofocado y luego:
—¡Os digo que no! ¡Aquí no!
Volnay, destrozado, volvió a la cama. No oyó el resto de su conversación en el umbral.
—Chiara…
—¡Os digo que no! ¡No me tendréis nunca más si insistís! ¡No quiero que vuestras manos me sigan tocando!
—¿Y mi boca?
La había cogido con cierta brutalidad y había puesto a la fuerza los labios sobre los suyos. Por un instante, los sentidos de Chiara se abandonaron al placer de ese beso, pero enseguida se desasió, temblando.
—¡Señor, estáis traspasando los límites! ¡Atreveos de nuevo y mandaré a mis lacayos que os azoten!
—Chiara, vamos…
—¡No hay nada más que añadir, caballero! ¡Mi cuerpo no os pertenecerá más que mi corazón! ¡Ah, otra cosa! ¡Sois viejo, señor, y cuando me habéis besado, he notado que no os olía muy bien la boca!
Se percataron entonces de que la joven que les había abierto la puerta se encontraba en el umbral de la cocina y los observaba con atención. Llevaba un vestido de colores claros que realzaba sus finas caderas. Sus pechos estaban audazmente elevados, a duras penas disimulados por un delicioso remate de encaje en el escote.
—Vayámonos —murmuró Chiara, incómoda.
Sylvia los vio alejarse con una sonrisa incipiente en los labios. Subió después al dormitorio de Volnay y le preguntó ingenuamente:
—¿Quién es ese señor que acompañaba a la joven? Parecía muy prendado de ella… —Miró al policía a hurtadillas. Este, con la mirada perdida, no decía nada—. Aunque también ella —encadenó rápidamente— lo besaba con pasión en el umbral.
Sylvia comprobó con satisfacción que una palidez mortal invadía su rostro. Se acercó a él y sus manos vacilaron un poco antes de acabar posándose sobre sus bonitos cabellos negros, entre los que se perdieron.
—Tenéis un pelo muy rebelde —susurró.
No vio hasta después las lágrimas en sus ojos.
El mendigo parpadeó mientras observaba la entrada de la casa.
—¿Es aquí? —le preguntó al cochero que lo acompañaba.
—Sí, bajé del carruaje por curiosidad y los seguí con la mirada por la calle. Los vi entrar ahí. Ahora dadme la otra moneda.
Una sonrisa fría iluminó el rostro del monje con su atuendo de mendigo.
—Aquí la tienes y que Dios te perdone, pues, habiendo traicionado a tu señor el caballero de Seingalt, no has demostrado ser un buen cristiano.
—No lo habría traicionado, como vos decís —replicó agriamente el otro—, si además no me hubierais prometido revelarme cómo hacer siempre vigorosamente los honores a mi mujer cuando cumplo mis deberes conyugales.
—A ella o a otras —se burló el monje.
—¡Cumplid vuestra promesa!
El monje suspiró.
—¡De acuerdo! No tienes más que orinar tres veces dentro del anillo conyugal, recitando In nomine Patris. Si has perdido el anillo, puedes sustituirlo por la cerradura de una iglesia.
—¿Eso es todo? —preguntó el hombre, desconfiado.
—Sí —respondió el monje con la mayor seriedad—. Si no, también puedes comerte un picamaderos asado, sazonado con sal bendecida, antes del acto. Tiene el mismo resultado.
—Bien…
El monje suspiró mirándolo alejarse.
—En nuestros días, la gente se cree a pie juntillas todo lo que les dices.