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La Chica sin Edad

A MARCO no le gustaba Venezia, le asqueaba la contemplación de cómo los turistas enterraban a sus habitantes. Cuando la niebla se fluidificaba se veían nubes moradas de violencia contenida. Le agobiaba la sensación de estar atrapado causada por la ausencia de coches. Estaba acostumbrado a la libertad unida a la posesión de un vehículo propio y carreteras ante sus pies. Miraba con expresión de fastidio a los repartidores dejando las barcazas y trasegando las mercancías hasta el carretillo de mano y después hasta callejones estrechos, y a los basureros, portadores de inmundicias durante caminatas. Había contemplado la posibilidad de vivir en Mestre o en alguna de las islas periféricas pero él mejor que nadie conocía los retrasos del vaporetto durante la marea alta y el cuello de botella que se formaba en los dos aparcamientos, principalmente en el Tronchetto. No quería perder tiempo de trabajo en transportes que no estaban pensados para horarios fijos. Supeditó la elección de la zona al trabajo y alquiló un apartamento cerca de Piazzale Roma, donde Venezia dejaba de ser la del folleto y no podía encontrarse con atractivos gondolieris persuadiendo a parejas embriagadas.

Desde su llegada, al principio del verano, los días se le iban trabajando. Había estudiado Ingeniería Hidráulica en la prestigiosa Universidad de Padova, de donde era y donde seguían viviendo sus padres. Se consideraba afortunado por haber pasado los años de universidad en familia. Nunca había echado en falta mayor autonomía pues tenía toda la que necesitaba. Sacaba muy buenas notas, así que tenía plena libertad. Cuando terminó los estudios de postgrado había trabajado en una empresa de ingeniería de Padova. Su proyecto más ambicioso había sido la renovación de la red alcantarillado de la ciudad. Justo después había ganado una beca para realizar la tesis en el “Centro de experimentación hidráulica”, perteneciente al “Magistrado para el agua de Venezia”. La ciudad se hundía sin remedio y los ingenieros cargaron sobre sí mismos la misión de preservar los pequeños pedazos de tierra sobre la laguna del Adriático. Habían zonificado las calles con mapas de colores con los que guiaban a todos para sortear el agua invasora. Los llenaban de flechas y calculaban los calados de inundación de cada zona para encargar la construcción de tablones elevados y otros útiles adecuados. A esas les llamaban medidas correctoras. Pero las más importantes, las que iluminaban el futuro, eran las medidas preventivas. El proyecto Moisés recogía éstas. Pretendía la construcción de una serie de diques que resguardasen el corazón de la ciudad de las mareas, del oleaje y sus molestias. En aquel momento el más importante estaba en fase de diseño. Había muchos modos de disponerle y podía adoptar distintas formas.

Marco había sido contratado por el “Magistrado para el agua de Venezia” para el proyecto de diseño de uno de los diques. El proyecto iba a suponer la tesis doctoral para el joven. Al principio había pasado dieciocho meses en el Centro experimental para modelos hidráulicos de Voltabarozzo, en Padova. Cuando el proyecto estaba lo suficientemente avanzado le habían desplazado a Venecia para pulir los últimos detalles en un laboratorio más pequeño, destinado exclusivamente al proyecto que se había montado allí. El laboratorio tenía maquetas de la ciudad a distintas escalas: uno a sesenta para los trabajos previos y uno a diez para la ingeniería de detalle. La maqueta en la que Marco trabajaba tenía un ingenioso circuito que, por medio de bombas, reproducía las mareas con calados de inundación que conservaban la misma escala que el conjunto. El efecto era real y ayudaba a predecir lo que los venecianos harían al día siguiente, como iban a proteger sus negocios o la forma en la que los turistas escaparían de la plaza San Marcos. La tesis doctoral de Marco consistía en disponer distintas soluciones de los diques de contención y probar el alcance de su efecto beneficioso en los canales, calles, campos y campiellis, en los portales y hoteles, para turistas y paisanos.

Trabajaba prácticamente todo el día, encerrado en el laboratorio, como si fuera un esclavo incansable al servicio de una tesis que prometía darle prestigio en toda la comunidad de ingenieros. Entre cálculos de calados y velocidades de ascenso del agua, daba la espalda a la realidad de la ciudad. Se afanaba sin descanso simulando con modelos físicos y numéricos, maquetas y programas matemáticos. A finales del verano se le complicó el ajuste de los parámetros de uno de los modelos matemáticos que usaban para contrastar con las maquetas del modelo físico. Por las tardes necesitaba salir del laboratorio, despejarse.

Dejó el “Centro de experimentación hidráulica” y se sumergió en las calles. Aún era verano, de acuerdo con fechas teóricas, pero ya una bruma invadía Venezia; sus calles y sotoportegos, los canales y las rías. La tarde tenía un color púrpura. Antes de abandonar el laboratorio cogió tres planos de una de las carpetas de su despacho y se enfrentó a la humedad tintineante de la ciudad. Eran planos de zonificación territorial de la ciudad con la previsión de las mareas del mes marcadas en líneas de colores. La leyenda del plano, situada sobre el cajetín, abajo, y a la derecha, indicaba la correspondencia entre los colores y los días y horas más señalados del mes. Caminó con ellos delante, con un bolígrafo sujeto entre su oreja morena y la gorra, roja aquel día.

Llevaba siempre vaqueros y deportivas, también en el laboratorio. Todos los demás llevaban trajes italianos bajo batas blancas pero él priorizaba su comodidad a supeditarse a rígidos protocolos que no compartía. Había encajado bien entre ellos por su capacidad de trabajo incansable. Se sacaba las camisetas por fuera del vaquero y cubría los brazos, tostados durante todo el año, con sudaderas holgadas. Y no era habitual que se quitase la gorra, que hacía sombra a su barba de dos días. Era moreno de piel y pelo. Cuando sonreía los dientes le brillaban en contraste con los iris negros.

Miraba constantemente los planos y a veces chocaba. El laboratorio estaba situado en el lado norte de la isla, junto al hospital de San Giovanni e Paolo. Caminó en dirección Suroeste, hacia el centro turístico de la ciudad. El cielo iba haciéndose más púrpura. La marea había subido al atardecer, lamía los embarcaderos junto al puente de Rialto, cercana a los lugares que salían en los pies de fotos continuamente. Mientras caminaba, sus ojos saltaban intermitentes de los planos a la realidad, comparándolos entre sí.

En su teléfono móvil, que era también un pequeño ordenador, iba tomando notas de todo lo interesante que veía y de pequeñas imperfecciones en los planos. Se dio cuenta de que necesitaba cargar la batería y recordó que su tarjeta de empleado le daba acceso a las instalaciones del Servicio de Información, también perteneciente al “Magistrado para el agua de Venezia”, en el Campo Santo Estefano. Estaba muy cerca de allí y al mismo tiempo aprovecharía para copiar unos planos que debería haber cogido de la oficina. Cuando estaba llegando le llamó la atención una zona junto al Campo San Gallo en la que las líneas de inundación presentaban una discontinuidad de los regímenes hidráulicos. Era apenas un puntito en los planos, pero siempre de otro color. Lo comprobó en los tres planos que había tomado y le entró curiosidad. Llevaba los de la época de marea alta, que se correspondía con las cotas máximas de inundación alcanzadas. La marea alta era el fin último, el objetivo supremo de todos los esfuerzos para salvar la ciudad. Aquel punto históricamente jamás había sido inundado. Había algún punto singular más, pero aquel por estar en el centro de la vorágine atrapó su atención. En el minúsculo ordenador tenía almacenado la cartografía de base, localizó las coordenadas y registró el punto. Se le estaba acabando la batería pero prefirió dirigirse hacia el recodo en vez de a la oficina de información para cargarla. Resultó ser un callejón sin salida en el que solo había una tienda de moda y otra de máscaras.

Marco se detuvo al inicio del recodo. La esquina que lo separaba de la calle principal tenía una forma poliédrica; muchas aristas en lugar de una sola. Marco tocó la pared. Pertenecía al primero de los locales, una tienda de moda que se le antojó un tanto rancia. Solo le resultaron aceptables algunas cazadoras. Los pantalones eran grises de lana y llevaban la raya planchada delante. Marco anotó los detalles que veía. En hidráulica una singularidad de ese tipo constituía una pérdida de carga localizada; se denominaba así a las geometrías singulares como escalones o recodos que hicieran al agua cambiar de dirección. Así, el líquido perdía presión, flaqueaba. La marea se extendía para invadir la ciudad, pero la forma en la que lo hacía dependía de la disposición y la geometría de las calles, de su anchura o estrechez, del sistema de alcantarillado. También del material del lecho de las calles; éstas eran las pérdidas de carga continuas. Era un problema en el que influían muchas variables y no podía calcularse con una mera fórmula. Había que resolver ecuaciones complejas y solo se llegaba a una solución si se iteraba en los dos miembros de la igualdad. Por ello lo resolvían con programas informáticos o con los modelos físicos a escala.

Marco evaluó esas características mirando hacia la calle principal una y otra vez. Imaginaba cómo el agua pasaba de la calle al callejón y se hacía menos dañina, perdía cota. Pero a pesar de todos sus conocimientos teóricos, el comportamiento de aquella singularidad se le antojó extraña. La pared de la tienda tenía pegotes de cemento grisáceo. Marco lo rozó con las yemas de los dedos. El rozamiento del agua con el material sobre el que fluía proporcionaba un valor característico llamado coeficiente de rugosidad. Durante toda su vida laboral, Marco había intentado desarrollar la habilidad de estimar el coeficiente de rugosidad con la vista y, sobre todo, con el tacto de las yemas de los dedos. Después calculaba el número en el laboratorio con una precisión de diezmilésima, pero era útil y ahorraba tiempo tener una buena estimación previa. Marco veía como sus valoraciones se aproximaban cada vez más a los cálculos finales y eso le enorgullecía. Se agachó y acarició todo el recodo con parsimonia. Cobijaba la mirada al amparo de su gorra y a veces cerraba los ojos para concentrase y potenciar el sentido del tacto. Estaba ensimismado y no se percató de que alguien le observaba. Marco avanzó por el recodo palpando las paredes. En la parte de dentro, anexa a la tienda de moda, había un local de cemento más blanquecino. Era un negocio de máscaras: “Las máscaras de Giulia”. A Marco le repelía ver tantas máscaras pero le llamaron la atención los escalones de la entrada del local. Había que subir tres para alcanzar la puerta. Aquel lugar tenía una defensa para la marea alta en forma de escalera. Se levantó despacio arrastrando los dedos para seguir ascendiendo con su exploración. Entonces vio a una chica que le miraba con curiosidad. Cuando reparó en ella, Serafina sonrió mostrándole unos dientes muy separados entre sí. Marco observó a la joven. Le intrigó la expresión de picardía de su sonrisa. Pero lo que más le perturbó fue su incapacidad de calcularle la edad. Él, que estimaba coeficientes de rugosidad de precisión casi diezmilésima. Se fijó en el pelo largo y greñoso de ella como una cascada sobre los hombros, con ondas que no alcanzaban a ser rizos. Marco pensó que aquél debía de ser un pelo siempre enredado. Se tocó la gorra, un toque corto y seco para despejar la mirada. Levantó el brazo, con la mano extendida, y saludó.

—Hola.

Serafina hizo un gesto y se sumergió en su jersey de cuello alto y ancho. Era de un tono grisáceo a juego con su piel. Bajó un peldaño de su escalera y Marco se acercó. Estuvo tentado a preguntar la edad porque a pesar de que la piel era semejante a la de una adolescente le pareció que los ojos, mitad grises y mitad verdosos, miraban desde muy lejos.

—Creo que no tengo ninguna máscara que te encaje. Tendría que pensar —arqueó una ceja.

—No, no. Si yo no buscaba ninguna máscara.

—¡Claro, claro! Ya lo sé. Tú no eres un turista. Primero tendría que pensar cual sería la buena para ti.

—No, no. Si no venía para comprar.

Serafina asintió como si ya lo supiese. Había colado las manos bajo las mangas enormes el jersey de lana y movía la diminuta nariz. Marco la miraba con la gorra calada, elevando la barbilla.

—He entrado en este callejón porque verás, trabajo en el Instituto hidráulico, en el proyecto Moisés. ¿Has oído hablar de él? Es que según los planos de inundación que tenemos, este recodo no se inunda. Vamos, que se inunda muchísimo menos que todos los alrededores. ¿Es verdad?

—¡Cierto! Mi tienda nunca se ha inundado. Nunca. Guido sí ha tenido problemas, pero muy pocas veces. Nada en comparación con la calle principal. Pero con estas escaleras, la marea no se atreve —subió la ceja y se llevó el dedo pequeño a la boca para morderse la uña.

—Creo que con el recodo de ahí hay una pérdida de carga localizada brutal. Eso contribuye, pero incluso así es demasiado. Tengo que estudiarlo, lo modelizaré en el laboratorio. Tenemos un ordenador muy potente que predice las mareas y su efecto en la ciudad.

—Suena fascinante. ¡Qué trabajo tan interesante! Me encantaría ver el lugar en el que se lucha para que Venezia no desaparezca.

—O sea que nunca se te han inundado las máscaras —sonrió—. Pero, ¿cuánto tiempo llevas trabajando aquí? ¿Has vivido la marea alta? —Marco subió el escalón y trató de mirar más allá de ella.

—Puedes pasar si quieres —ella entró—. Ya llevo algún tiempo aquí. Cuando vuelvas en noviembre verás que sigue seca y confortable. La tienda era de mi abuela y estaba orgullosa de que nunca se inundara. A veces me lo decía; que era la mejor tienda de toda Venezia.

Serafina se encogió en un escalofrío de responsabilidad y añoranza. Marco la siguió.

—Ten cuidado con el último escalón de dentro. Es un poco más alto. Mucha gente se tropieza. Siempre tengo que advertirlo.

—Pues es una suerte no tener que estar pendiente de las noticias para ver qué día va a subir la marea en tu zona. Lo malo es que está un poco apartada, ¿no? Muchos turistas no encontrarán este rincón. Perderás clientes.

—¡Cierto! Pero así es mejor. Es su encanto. Nunca aglomeraciones. Nunca ahogos. La masa que abruma.

Marco se movió por la tienda. Había pequeñas estanterías y muebles de madera vieja y oscura salpicados de máscaras, solo unas pocas, y le agradó lo poco recargado del ambiente. Se fijó en la barandilla del piso superior, de celosías entramadas. La segunda altura solo disponía de la mitad de la superficie del local. Tras el mostrador que protegía a Serafina había un biombo con el mismo entramado de la barandilla que ocultaba el segundo piso. Ella le dejó que curioseara unos minutos.

—Tienes una tienda preciosa. A mí me agobia tanta tienda de máscaras. Pero esta es distinta. ¿Dónde consigues tus máscaras?

—Yo hago todas mis máscaras —puso muy juntos los ojos.

Extendió las manos hacia la cara de Marco y la exploró sin llegar a tocarle, tomando las dimensiones. Marco trató de retroceder, intimidado. Consideraba que tenía mucho desparpajo con las chicas pero Serafina le desconcertaba, se sentía incómodo. De nuevo quiso preguntarle la edad, clasificarla de algún modo.

—Puedo hacerte un boceto esta misma noche.

El asintió mudo. Entró una pareja joven. Serafina gritó una advertencia sobre el escalón. Les habló en un español fluido y adivinó que era su viaje de recién casados. Sacó una máscara de detrás del biombo, del color del cielo y blanca. La chica exclamó con aprobación y miró a Serafina maravillada por su acierto. Mientras el chico pagaba la máscara entró una señora voluminosa. Marco estuvo a punto de aprovechar el momento de ajetreo para irse. Hubiera bastado una despedida cortés, un adiós para siempre, pero se detuvo en seco cuando oyó como Serafina atendía la señora en un alemán correcto. Intuyó como parte del lugar la compresión que la chica tenía de idiomas y gustos, de los caprichos puntuales de turistas cuando ni ellos mismos sabían qué buscaban. Después volvieron a quedarse solos. Fuera, la atmósfera era cada vez más añil, pero no llovía.

—¿Cuántos idiomas sabes?

Serafina contó con sus dedos finos y pálidos, deslucidos.

—Cinco. Español, francés, inglés, alemán y un poco ruso.

—Entonces seis, con el italiano.

—¡Claro, claro! —cantó.

—¿Cómo aprendiste? ¿En la universidad? ¿Becas de intercambio? ¿Has estado en todos esos países?

—No, la escuela. Y claro, la abuela. Aquí en la tienda vienen personas de todos los lugares.

No se mostró orgullosa ni satisfecha en exceso ante los halagos.

—Increíble —y tuvo que reprimirse para no preguntarle por su edad. Se distrajo dos segundos en su nariz; tenía unas diminutas pecas, pero solo allí, no le habían colonizado los carrillos.

—¿Puedes quitarte la gorra? —Serafina le miró con detenimiento.

—¿Para qué? —se la quitó no muy convencido. Ella volvió a palparle la cara sin rozarle.

—¿Por qué no te gusta Venezia?

—¿Cómo sabes que no me gusta? Pues... no sé. Es el ambiente, es un estereotipo. Tanto turismo, las masas, la humedad y esas góndolas horteras... No hay ni una pizca de originalidad, ni de diferencia. Anochece mucho antes que en Padova, que está aquí al lado.

Los ojos de Serafina se apagaron un poco, menos profundos. El volvió a ponerse la gorra.

—Es porque no sabes mirarla. La miras como un turista pero no lo eres y no sabes nada de ella. ¿Has ido al mercado del pescado al amanecer cuando los visitantes duermen todavía?

—La verdad es que no. Trabajo mucho toda la semana. Todo el día, casi. Y los fines de semana me voy a Padova.

—Es tu casa.

—Sí, donde está mi familia y mis amigos de siempre. Mis cosas. Es una ciudad tranquila, puedes pensar mientras caminas.

—Padova tiene un buen mercado. Antes iba allí a veces. La fruta del mercado y de las galerías que separan las dos plazas es la mejor de todo el Véneto. Mejor que Venezia. Está madura, justo a punto, cuando solo faltan dos días para que esté blanda. Pero no es tan buena en pescados como esta ciudad.

—¿Te gusta Padova? —se giró la gorra y le mostró el rostro anguloso y moreno, esta vez sin reservas. La barba de unos días, los labios gruesos y los ojos castaños y enormes.

Ella asintió.

—Pero una vez me robaron allí.

—Sí, en los mercados hay que andar con cuidado. Pero, ¿te gustó?

—Sí, es hermosa. Pero también Venezia lo es al amanecer. El mercado de pescado y las calles solitarias cuando todos los visitantes duermen. Parece privilegio de unos pocos.

—¿Tú vas mucho? Me gustaría verlo. A ver si vas a tener razón —rió.

—Casi todos los días. Tengo que comprar comida.

—Pues si vas a ir mañana me escaparé antes de ir al trabajo. Yo entro a trabajar antes de las ocho. ¿A las siete es demasiado pronto?

—No, a las siete está bien. Puede que esté allí antes. Te esperaré en la bajada del puente. Al otro lado, ¿sí?

—Yo iré con gorra —rió y volvió a girarla.

—Te enseñaré algunos trucos del mercado. ¿A cambio me enseñarías tu laboratorio un día que no haya nadie?

—Bueno, lo intentaré. Esta prohibido llevar visitas pero creo que podremos arreglarlo. Incluso accionaré el mecanismo para que veas como se mueve el agua por las maquetas.

—¿De verdad? Te cojo la palabra.

—Y luego tú me enseñas a mi cómo haces una de tus máscaras.

—Uhmmm. No acepto esa parte. El artesano siempre guarda sus secretos. Pero haré una máscara para ti. Distinta a todas. Pensada para que encaje contigo. Te gustará.

—Vale. Vendré a buscarla —se le escapó una sonrisa—. ¿Te das cuenta del montón de planes que hemos hecho en un momento? Y ni siquiera me has dicho como te llamas. Giulia, ¿no? Yo soy Marco.

Ella movió la cabeza con una triste lentitud.

—Giulia era mi abuela. Mi nombre es Serafina.

—Te veo mañana —caminó marcha atrás.

—¡Cuidado con el escalón diferente!

—¡Es verdad! —rieron los dos.

La risa de ella fluyó a través de las cuencas de los ojos de las máscaras dispersas por la tienda. Marco salió corriendo. Imaginó a Serafina comprando pescado, flotante entre la bruma del gran canal que se colaba bajo el pescado. Aunque le costó separarla de los turistas japoneses disparando flashes estridentes. Corrió para que se le evaporara un poco la adrenalina generada y no reparó en que el teléfono estaba apagado. La batería se había acabado de consumir durante su estancia en la tienda.

Serafina cerró la tienda tras Marco. Subió a la segunda altura, donde ella vivía, y se rodeó de sus libros de arte favoritos. Buscaba inspiración para poder hacer la máscara perfecta para aquel chico que hacía planes tan rápido. Que quedaba, se comprometía y no había dicho te llamo o te doy un toque para quedar. Porque estaba segura de que Marco volvería para buscar su máscara.

En el Este del mundo se había hecho de noche.

Marco escrutó el escaparate de la tienda de máscaras. Aún era noche cerrada y una lluvia tan fina que atravesaba incluso las costuras de su gorra se deslizaba en la opacidad previa al amanecer. Tenía que marcharse de inmediato si quería estar en el aeropuerto a tiempo. La noche anterior, cuando conectó de nuevo el móvil vio que su jefe le había estado llamando. Se había adelantado la reunión en Roma que tenían programada para la semana siguiente. El cambio vino impuesto por el experto romano al que iban a consultar. Para Marco había supuesto un contratiempo enterarse con tan poco tiempo de antelación. No sabía cómo avisar a la chica de la tienda de máscaras de que no acudiría a su cita de las siete en el mercado de Rialto.

Se arrepintió mil veces de su estupidez por no haberle pedido el móvil. Hubiera sido lo lógico, lo que siempre hacía cuando conocía a una chica. Pero después de irse se dio cuenta de que no hubo nada normal en la conversación que tuvo con ella la tarde anterior. Se habían dado tres citas nada más conocerse y en ese momento le pareció lo más natural del mundo. Como si no hubiera podido hacer otra cosa que hacer planes allí saltándose las medias tintas del “te llamo y quedamos” ó “mándame un mensaje cuando puedas quedar”. Y reconocía que era la chica menos guapa con la que había salido en años. Era rara, cambiante; no parecía siempre igual.

Cuando Marco no exprimía las oportunidades que brindaban las nuevas tecnologías se sentía absurdo, falto de velocidad mental. Le pasaba cuando compraba algo en una tienda y después lo descubría más barato a través de Internet o cuando tenía que hacer cola para comprar entradas en un concierto por no haberlas comprado on-line. Se giró la gorra hacia atrás. La lluvia mojaba sin hacer ni un sonido. Las gotas en la ventana de la tienda y un leve empañamiento le dificultaban la visión. Buscaba un indicio de que la chica viviese allí o de que estuviera dentro, pero todo estaba oscuro. Se puso en el extremo de la ventana más alejado de la puerta para ganar la diagonal a la visual. Le pareció advertir un destello de una barra plateada. Vio la silueta de una bicicleta de paseo y la idea de que Serafina vivía en el piso superior de la tienda cobró más fuerza. Elevó la vista y le llovieron unas ganas intensas de subir, de ver aquel piso superior. Su propio vaho había empañado el cristal y se retiró fastidiado. Eran casi las seis y media y no había luz alguna. Se acercó a la puerta y levantó el puño dispuesto a cargar contra la vieja verja oxidada. Pensó que si tenía allí una bicicleta era probable que la encontrase dentro. Después dudó. Tal vez solo tuviese la bicicleta para trayectos largos. Rialto estaba cerca y las escaleras del puente no parecían invitarte a usar bicicleta. Dejó de elucubrar en torno a la bici y golpeó la verja. Nada. Se movió, nervioso, al darse cuenta de que estaba parado en medio de un callejón solitario y mientras la lluvia caía se le agotaba el tiempo que tenía para llegar al aeropuerto. Agitó la verja, las bacterias del óxido habían anaranjado el gris del metal. El chirrido se propagó. Contuvo la respiración. No le agradaba la imagen de Serafina, mujer sin edad, mojándose en la espera, con los ojos grises sorbiendo la decepción cada vez que no le encontrara con la mirada. Nada. Ni un sonido, ni un destello. Todo seguía oscuro, incluso el escaparate y sus máscaras. Le pareció que una le acusaba a través de sus cuencas vacías y encajó el veredicto. Allí no había nadie. Buscó un papel en su mochila de viaje. No acostumbraba a llevar encima más que artilugios electrónicos. Punteaba con el pequeño lapicero sobre la pantalla táctil más deprisa de lo que lograba deslizar una pluma. Buscó en la abultada mochila donde albergaba el equipaje para los próximos días. Tras la reunión en Roma volvería directo a Padova para pasar el fin de semana. Las visitas semanales a Padua eran vitales y consideraba una suerte su cercanía con Venezia. Cada vez que salía de Venezia la sensación de estar atrapado descargaba por las válvulas del motor de su coche. Le angustiaba la ausencia de coches que hacia todo más lento, que encorchaba la realidad. La asfixia que le producía la ciudad se quemaba en simultaneidad con la gasolina de su coche. En uno de los apartados pequeños de la mochila encontró un sobre del banco. Cortó su solapa y siguió buscando un bolígrafo. Cuando estaba a punto de marchase apremiado por la hora, encontró un rotulador rojo de puta fina. Elevó su rodilla derecha, apoyando el papel sobre ella, con los músculos tensos para asegurar el equilibrio de la intrincada postura. Garabateo unas letras: “Serafina, siento no haber podido ir a nuestro encuentro en el mercado. Me ha surgido un viaje de trabajo a Roma y no sabía cómo avisarte. Perdona, espero que no sea demasiado tarde. Te veo la próxima semana. Marco”

Escribió rápido. Cerró deprisa la mochila y empujó la nota por debajo de la puerta. No había ningún hueco bajo esta y el pedazo de sobre no pasó al otro lado. Dio una vuelta rápida en torno a sí mismo buscando dónde colocar la nota. El escaparate tenía un marco verdoso. Encajó el papel entre el marco y el cristal, castigándolo con sus yemas. Cogió la mochila y echó a correr. La lluvia se hizo más gruesa mientras él tomaba el autobús para el aeropuerto.

El pedazo de papel se agitó y el agua lo envolvió colándose por el cristal. Se humedeció y las letras se difuminaron en un todo rosa. El papel perdió consistencia y se arrancó de la ventana.