Capítulo 5

La barba lo sacaba de quicio. Y Camilla, más aún. Las costillas le producían un malestar constante y sordo. Y la libido, también.

El trabajo disminuía la fuerza de aquellas distracciones insidiosas y no buscadas. Él siempre había sido capaz de olvidarse de todo trabajando. De hecho, creía que quien no podía hacerlo había errado su vocación.

En realidad, Camilla no suponía ninguna molestia cuando lo ayudaba a transcribir y organizar sus notas. A decir verdad, era tan eficiente que Del no dejaba de preguntarse cómo demonios se las arreglaría cuando se marchara.

Había pensado en apelar a su gratitud y sacarle un par de semanas más. Pero entonces se distraía absurdamente contemplando cómo brillaba la luz en su pelo mientras permanecía sentada ante el teclado. O en la forma en que sus ojos se iluminaban cuando lo miraba dispuesta a hacerle una pregunta o un comentario.

Además, había empezado a pensar seriamente en ella. En quién era y de dónde venía. En por qué rayos estaba sentada en su cocina. Hablaba francés como una nativa, cocinaba a las mil maravillas. Y, por encima de todo, poseía una reluciente pátina de elegancia.

Del odiaba hacer preguntas personales. Sobre todo, porque la gente solía contestarlas por ampliamente. Pero tenía un montón de preguntas sobre Camilla.

Empezó a cavilar cómo podía obtener alguna información sin parecer entrometido. Ella era muy lista, pensó mientras Camilla ordenaba y clasificaba meticulosamente las fotografías del yacimiento y él fingía revisar unas notas. Y, además, poseía una excelente educación. Seguramente había estudiado en colegios privados desde pequeña. Y, a juzgar por su leve acento francés, Del estaba dispuesto a apostar que había acabado el bachillerato en algún internado suizo.

En cualquier caso, con independencia de donde hubiera estudiado, era lo bastante inteligente como para no volver a mencionar su pequeño incidente erótico. Se había limitado a asentir con la cabeza cuando él le dijo que estaban en paz, y luego le había hecho unas crepés deliciosas. Del admiraba su actitud, su saber aceptar lo que había pasado y seguir con sus asuntos como si nada.

Camilla era rica, o lo había sido. Tenía un costoso reloj suizo y una bata de seda. De seda de verdad. Del todavía podía sentir el suave roce de la tela sobre su piel desnuda cuando ella se arrojó en sus brazos.

Maldita fuera.

Sin embargo, a pesar de su aparente riqueza, no le hacía ascos al trabajo. Parecía que le gustaba cocinar, lo cual a él le resultaba de todo punto incomprensible. Además, podía permanecer sentada frente al teclado durante horas sin quejarse. Tecleaba con rapidez y eficiencia, con una postura perfecta. Y tenía unas manos tan elegantes como las de una reina.

Clase, se dijo. Aquella mujer tenía clase. De esa que daba dignidad y sentido del decoro.

Y, por otra parte, tenía una boca realmente increíble.

Pero ¿cómo se conjugaba todo aquello?

Del se sorprendió rascándose la barba de nuevo y, de pronto, se le ocurrió una idea.

—Debería afeitarme —dijo como si tal cosa, y aguardó a que ella lo mirara.

—¿Perdón?

—Digo que debería afeitarme —repitió él.

Pensando que aquello significaba un acercamiento amistoso, ella sonrió.

—¿Puedes arreglártelas solo o quieres que te ayude?

Él frunció el ceño, fingiéndose receloso.

—¿Has afeitado a un nombre alguna vez?

—No —ella frunció los labios y ladeó la cabeza—. Pero he visto afeitarse a mi padre y mis hermanos. No parece difícil.

—¿A tus hermanos?

—Sí, tengo dos —pensativa, Camilla se acercó a él y se inclinó un poco para estudiar su cara. Muchos ángulos, pensó. Hoyuelos y facciones marcadas. No era, ciertamente, una cara plana y simple, pero ello solo hacía que el reto fuera aún más interesante—. No sé por qué no podría hacerlo.

—Mi carne y mi sangre están en juego, hermana — aun así, alzó una mano y se frotó la barba, irritado—. Venga, hagámoslo.

Camilla se tomó en serio la tarea. Después de ciertas deliberaciones, llegó a la conclusión de que el mejor lugar para tal acontecimiento era el porche delantero. Así les daría un poco el aire, y ella podría maniobrar trazando círculos de trescientos sesenta grados alrededor de la silla de Del, lo cual resultaba imposible en el diminuto cuarto de baño del piso alto.

Sacó una mesita y preparó los útiles. Una jofaina ancha y poco profunda, llena de agua caliente. La lata de espuma de afeitar, las toallas, la cuchilla. En parte, deseaba que hubiera sido una navaja, en vez de una cuchilla. Hubiera sido divertido afilarla.

Cuando Del se sentó, le ató una toalla alrededor del cuello.

—Podría cortarte el pelo, ya que estoy en ello.

—Deja en paz mi pelo.

A Camilla no le extraño su respuesta. Al fin y al cabo, tenía una hermosa mata de pelo, maravillosamente colorida y agreste. Y, en cualquier caso, su único intento de cortar pelo, el suyo, había dejado claro que no tenía talento para ello.

—Bueno, ahora relájate —le cubrió la cara con una toalla húmeda y caliente—. Esto lo he visto en las películas. Creo que es para suavizar la barba.

Cuando él soltó un gruñido y pareció relajarse, Camilla contempló el bosque. Era tan verde y tan denso, moteado de luces y sombras... Camilla escuchó un momento el canto de los pájaros y vio pasar volando un cardenal como un destello, como una bala roja impactando en una verde diana.

Entre aquellas sombras no había ningún fotógrafo apostado, vigilándola para ganarse el sueldo. Y tampoco había estoicos guardias listos para protegerla.

Tanta paz era como un bálsamo.

—Se está bien aquí fuera —apoyó distraídamente una mano sobre su hombro. Deseaba compartir con alguien aquella deliciosa sensación de libertad—. En verano, aquí todo parece verde y azul. Hace calor, pero no bochorno. En Virginia, en esta época estaríamos calados hasta los huesos de tanta humedad.

¡Aja! Del ya había notado que su voz poseía un ligero acento sureño.

—¿Quién hay en Virginia?

—Oh, mi familia —al menos, parte de ella, pensó—. Tenemos una granja allí.

Mientras ella le retiraba la toalla de la cara, Del la miró con sorna a tos ojos.

—No me digas que eres hija de un granjero, porque no me lo trago.

—Tenemos una granja —vagamente irritada, ella tomó la espuma de afeitar. Dos granjas, pensó. Una en cada uno de sus países—. Mi padre cultiva soja, maíz y cosas así. Y cría vacas y caballos.

—Tú con esas manos nunca has tocado un azadón, niña.

Ella alzó las cejas, sorprendida, mientras le aplicaba la espuma.

—Hoy día disponemos de un invento maravilloso llamado tractor. Y te aseguro que he conducido uno más de una vez —añadió con cierta aspereza.

—No te imagino haciendo de labradora.

—La verdad es que no le dedico mucho tiempo al trabajo en el campo, pero sé distinguir una coliflor de una patata —frunciendo el ceño, le alzó la barbilla y dio una primera y cuidadosa pasada con la cuchilla—. Mis padres querían que sus hijos se dedicaran a algo útil y productivo, que hicieran algo por los demás. Mi hermana trabaja con niños sin recursos.

—Dijiste que tenías hermanos.

—Tengo una hermana y dos hermanos. Somos cuatro —aclaró la cuchilla en la jofaina y volvió a pasarla cuidadosamente, retirando espuma y barba.

—¿Y tú qué haces en la granja?

—Muchísimas cosas —musitó ella, calculando desde qué ángulo acometería la unión entre mandíbula y garganta.

—¿Es eso de lo que andas huyendo? ¡Eh!

Camilla enjugó la gota de sangre que brotó del pequeño corte.

—Es solo un arañazo. Y no te lo habría hecho si dejaras de hablar. Te pasas horas y horas sin decir palabra, y ahora no cierras la boca.

Divertido y también intrigado pues le parecía haber puesto el dedo en la llaga, él encogió el lado bueno de los hombros y dijo:

—Puede que esté nervioso. Nunca se me había acercado una mujer con un objeto cortante.

—Me extraña, teniendo en cuenta tu carácter.

—A mí me extraña que tú seas granjera, teniendo en cuenta el tuyo. Si creciste en Virginia, ¿cómo es que chapurreas francés?

Ella alzó de nuevo las cejas, asombrada y divertida.

—Mi madre es de origen francés —contestó, intentando ignorar la leve punzada de remordimiento que le causaba no ser del todo sincera con él—. Pasamos parte del año en Europa. Allí también tenemos una pequeña granja. Haz esto —le dijo, estirando el labio superior sobre los dientes.

Él no pudo evitar sonreír.

—¿A ver? Hazlo otra vez.

—Muy gracioso —dijo ella, pero se echó a reír. Luego, se colocó entre sus piernas, se inclinó y le afeitó muy despacio la zona entre la nariz y la boca.

Del deseó tocarla, acariciar alguna parte de su cuerpo. Cualquier parte. De pronto se dio cuenta de que deseaba besarla otra vez. Fuera quien fuese.

Camilla le rozó la boca con el pulgar, le sujetó un momento el labio y luego se apartó. Pero su mirada siguió un instante fija en su boca antes de alzarse hasta los ojos de Del.

Y entonces se dio cuenta de que él la deseaba, de que sus ojos brillaban peligrosamente. Y sintió que su mirada penetraba en su carne como el filo incandescente de una espada.

—¿Tú a qué crees que se debe esto? —murmuró.

Él no fingió que no la entendía. No le gustaba mentir.

—No tengo ni la más remota idea. Aparte de que eres todo un festín para la vista.

Ella estuvo a punto de sonreír, y se giró para aclarar de nuevo la cuchilla.

—Pero incluso en la atracción física debe haber algo más. Y ni siquiera estoy segura de que nos gustemos mucho mutuamente.

—A mí no me desagradas particularmente.

—Vaya, Delaney, qué amable eres —Camilla se echó a reír para aliviar en parte la tensión que sentía por dentro—. No hay mujer que pueda resistirse a tanta poesía, a semejante derroche de encanto.

—Si quieres poesía, lee un libro.

—Creo que me gustas —reflexionó mientras se inclinaba para apurar el afeitado—. En cierta extraña manera, me gusta que seas tan irascible.

—Los viejos son irascibles. Soy todavía joven, así que soy simplemente antipático.

—Exacto. Pero también tienes una mente peculiar, y eso me atrae. Me intriga tu trabajo —le hizo girar la cara hacia un lado y se inclinó de nuevo sobre él—. Y me gusta la pasión que sientes por lo que haces. Yo andaba en busca de pasión. No de pasión sexual, sino de pasión emocional, o quizá intelectual. Es extraño que la haya encontrado aquí, entre viejos huesos y cacharros rotos.

—Mi trabajo requiere algo más que inteligencia y pasión.

—Sí, lo sé. Requiere esfuerzo, sacrificio, sudor y quizá incluso algo de sangre —ladeó la cabeza—. Si crees que esas cosas me son ajenas, estás muy equivocado.

—A decir verdad, pareces bastante trabajadora.

Ella sonrió de nuevo.

—¡Vaya, me has hecho un cumplido! Se me ha acelerado el corazón.

—Y, además, eres ingeniosa, hermana. Puede que, en cierta extraña manera, me guste tu ironía.

—Me alegra saberlo. Pero ¿por qué nunca me llamas por mi nombre? —dio un paso atrás y, tomando una toalla limpia, le quitó los restos de jabón—. Me llamo Camilla —dijo suavemente. A mí madre le gustan las flores y como en la granja de mi padre había camelias la primera vez que la llevó...

Así que solo me mentiste acerca de tu apellido

Si le pasó tentativamente los dedos por las mejillas. Creo que he hecho un buen trabajo tienes una cara bonita, aunque un tanto complicada. Y estas mucho mejor sin la barba se acerco a la mesa y se lavo las manos—. Solo quiero unas cuantas semanas para mí sola — murmuró—. Unas cuantas semanas para ser yo misma sin restricciones, responsabilidad, exigencias y expectativas. ¿Tú nunca has necesitado un respiro?

—Sí —y algo en su tono de voz y en sus ojos lo convenció de que le estaba diciendo la verdad—. En fin, por aquí hay muchísimo aire libre — se tocó la cara y se frotó la barbilla recién afeitada—. Tu coche estará listo dentro de un par de días. Seguramente. Entonces podrás marcharte o quedarte una semana o dos, si quieres, en las mismas condiciones que ahora.

Sin saber por qué, Camilla notó el escozor de las lágrimas en los ojos.

—Puede que me quede unos días más. Gracias. Me gustaría saber más sobre tu proyecto. Y sobre ti.

—Dejemos las cosas como están. Hasta que cambien. Buen afeitado... Camilla.

Ella sonrió para sí mientras la puerta mosquitera se cerraba tras Del.

Para demostrarle su gratitud, Camilla procuró no estorbarlo. Durante un día y medio, al menos. Dejó la cabaña limpia como una patena y clasificó y archivó sus fotografías. Las páginas pulcramente mecanografiadas a partir de sus notas y dictados formaban ya dos gruesos montones.

Pero, después de día y medio, decidió que ya era hora de cambiar de rutina.

—Hay que ir a comprar comida —le dijo.

—Pero si acabo de hacer la compra.

—La hiciste hace días y, además, necesitamos cosas frescas. No hay fruta y casi no queda verdura. Y necesito limones. Voy a hacer limonada. Bebes demasiado café.

—Si no bebo café, entro en coma.

—Pues tampoco queda casi café, así que, a menos que quieras entrar en estado comatoso, tenemos que ir a comprar al pueblo.

Él la miró por primera vez, quitándose las gafas de leer.

—¿Tenemos?

—Sí. Quiero ir a ver qué tal va mi coche, porque ese tal Carl no hace más que rezongar cuando lo llamo por teléfono —comenzó a revisar el contenido de su bolso y sacó unas gafas de sol—. Bueno, venga, vamos.

—Quiero acabar esta sección.

—La acabaremos cuando volvamos. No me importa conducir, si te molesta el hombro.

A decir verdad, el hombro apenas lo molestaba en ese momento. Había dedicado las largas horas que por la noche pasaba en vela en su cuarto para ejercitarlo con mucho cuidado. Las costillas aún le dolían, pero por lo demás estaba casi listo para quitarse el cabestrillo.

—Faltaría más. Como ya me has demostrado lo buena conductora que eres, te dejaré que conduzcas mi camioneta.

—Conduzco muy bien. Sí ese ciervo no se hubiera...

—Ya, ya, pero olvídate de conducir mi camioneta, nena. Yo conduciré, pero tú harás la compra.

Al ver que Del se quedaba parado, frunciendo el ceño, Camilla ladeó la cabeza.

—Por si no te acuerdas de dónde están las llaves, te recuerdo que siguen en el contacto de tu preciosa camioneta, donde las dejaste.

—Ya lo sabía —masculló él, y salió—. ¿Nos vamos o no?

Ella se apresuró tras él, tan contenta como si la hubiera invitado a pasar una noche en la ciudad.

—¿Hay algún centro comercia) en el pueblo? Me vendría bien un...

—Espera un momento — Del se detuvo en seco al llegar a la puerta trasera, de modo que Camilla se tropezó con su espalda—. No, no hay ningún centro comercial, y no te hagas ilusiones, porque no vamos de excursión. Quieres limones, así que iremos a comprar los malditos limones, pero no permitiré que me arrastres a uno de esos safaris femeninos en busca de zapatos, pendientes o Dios sabe qué.

Camilla tenía una pequeña e inofensiva debilidad por los pendientes. Su boca se frunció en una especie de mohín.

—Solo quiero una crema de ojos.

Él le bajó las gafas sobre el puente de la nariz y le miró los ojos con el ceño fruncido.

—Tus ojos están perfectamente bien.

Mientras Del echaba a andar hacia la camioneta, Camilla levantó los ojos al cielo, exasperada. Pero al fin prefirió no insistir. Hasta que llegaran a la ciudad. De momento, lo mejor sería intentar distraerlo.

—Me pregunto —dijo montándose en la camioneta— si podrías explicarme cómo funciona la datación por carbono catorce.

—Si quieres saberlo...

—Sí, ya sé: apúntate a un curso. Pero podrías hacerme un pequeño resumen. Trabajaré mejor si entiendo lo que dicen tus notas.

Él dejó escapar un largo suspiro de resignación mientras la camioneta bajaba zarandeándose hacia la carretera principal.

—El carbono está presente en la atmósfera. Hay trillones de átomos de carbono por cada átomo de carbono catorce radioactivo. Las plantas absorben el carbono catorce y los animales también gracias a que...

—A que comen plantas —concluyó ella, muy satisfecha de sí misma.

El lanzó una mirada de reojo.

—Plantas y también otros anímales. Después de su absorción, el carbono empieza a desintegrarse, Pero vuelve a absorberse a través de la atmósfera o de la alimentación. Hasta que el organismo que lo absorbe muere. En una planta o en un animal, se desintegra a una velocidad de unos quince radios por minuto, radios que pueden detectarse con un contador Geiger. El resto es pura matemática. El organismo muerto pierde radiactividad a razón de... ¿Se puede saber por qué no me escuchas?

—¿Qué? —preguntó ella, volviendo a fijar su atención en él—. Lo siento. Es que esto es precioso. Con la tormenta, apenas pude ver nada. Es todo tan verde y tan bonito... La verdad es que se parece un poco a Irlanda, con todas esas colinas —de pronto vio un destello que solo podía proceder de una extensión de agua—. ¡Hasta hay un lago! Y mira cuántos árboles. Hay tanta paz y tanto silencio...

—Por eso a la gente le guste vivir aquí, en esta parte de Vermont. A los de aquí no nos gusta el ruido, ni las multitudes. Si a uno le gustan esas cosas, no debe venir al RNE, sino largarse al oeste del lago Champlain.

—¿El RNE?

—El Reino del Noreste.

Camilla sonrió. Así que, pensó, se había escapado temporalmente de un principado y había aterrizado en un reino.

—¿Siempre has vivido aquí? !

—Intermitentemente.

Ella dejó escapar un leve grito de emoción al ver que se acercaban a un puente cubierto.

—¡Qué bonito!

—No es más que un puente —dijo Del secamente, pero el entusiasmo de Camilla era contagioso.

A veces, Del se olvidaba de mirar a su alrededor y de disfrutar de la belleza de aquel rincón del mundo del que a menudo hacía su hogar.

Cruzaron el puente y pusieron rumbo a los altos campanarios blancos que sobresalían entre los árboles. Para Camilla, todo aquello parecía salido de un libro, de una hermosa narración profundamente americana. Las suaves y verdes colinas, las iglesias blancas y las pulcras casitas con sus pulcras praderas de césped. El pueblo mismo se extendía tan ordenadamente como un damero, con sus calles rectas, su parquecillo y sus recios edificios de ladrillo revestidos con tablas de chilla descolorida.

Camilla deseaba pasear por aquellas calles, recorrer las tiendas, observar a la gente en sus quehaceres cotidianos. Quizá almorzar en alguno de los pequeños restaurantes del pueblo. O, mejor aún, dar un paseo con un helado de cucurucho en la mano.

Del detuvo el coche en un aparcamiento.

—Ahí está la tienda —dijo, sacando su cartera y poniéndole varios billetes en la mano—. Compra lo que necesites. Yo iré a ver cómo va tu coche. Tienes media hora.

—Oh, pero ¿no podríamos...?

—Y compra galletas o algo así —añadió él, dándole un suave empujón.

Camilla achicó los ojos tras las gafas de sol, se bajó de la camioneta y se quedó parada con los brazos en jarras mientras él salía del aparcamiento. Aquel hombre era un bruto. Le daba órdenes, la empujaba y la interrumpía antes de que acabara una frase. En toda su vida la habían tratado con tan poca educación.

Lo que no entendía era por qué le gustaba tanto.

Dijera Del lo que dijera, ella no volvería a encerrarse una semana más en la cueva sin haber visto antes el pueblo. Cuadrando los hombros, emprendió su exploración.

En aquel blanquísimo y pragmático pueblo de Nueva Inglaterra no había casa de empeños, pero Camilla localizó una bonita joyería con una selección de artículos. Los pendientes eran realmente tentadores. Sin embargo, se refrenó y decidió recordar la tienda por si se veía en la necesidad de vender el reloj.

Entró en una droguería. No tenían la crema de ojos que solía usar, así que tuvo que conformarse con lo que había y compró además unas cuantas velas perfumadas y unas bolsitas de popurrí.

La pequeña tienda de antigüedades del pueblo resultó todo un hallazgo. Le costó gran esfuerzo no comprar un tintero de cristal y alpaca que le habría encantado a su tío Alex. Pero su precio superaba con creces el presupuesto con el que contaba, a menos que se arriesgara a usar la tarjeta de crédito.

Sin embargo, encontró unas bonitas botellas antiguas a precio razonable y decidió llevárselas. Eran perfectas para poner flores silvestres o ramas, y mejorarían considerablemente el aspecto de la cabaña.

La dependienta era más o menos de su edad. Tenía el pelo rubio oscuro recogido en una fina coleta y unos ojos azules y penetrantes a los que no les había pasado desapercibido el interés de Camilla por el tintero.

La mujer sonrió mientras envolvía las botellas.

—Ese tintero es del siglo XIX. Es una bonita pieza para un coleccionista. Y a muy buen precio.

—Sí, es precioso. Tienen ustedes una tienda muy bonita.

—La verdad es que nos sentimos orgullosos de ella. ¿Está visitando la región? —Sí.

—Sí se aloja usted en una de las pensiones del pueblo, ofrecemos un diez por ciento de descuento por compra superior a cien dólares.

—Ah, bueno, no... No, no me alojo aquí — volvió a mirar el tintero colocado en una mesa, a su espalda. Solo faltaban tres meses para el cumpleaños de su tío—. Me preguntaba si aceptaría usted una pequeña señal para reservármelo.

La dependienta se quedó pensando un momento, observando a Camilla fijamente.

—Podría darme veinte dólares. Se lo guardaré dos semanas.

—Gracias —Camilla sacó el billete de su monedero.

—De nada —la dependienta comenzó a hacerle un recibo por la señal—. ¿Su nombre?

—¿Mi...? Breen.

—Le pondré el cartel de «reservado», señorita Breen. Puede venir cualquier día de las próximas dos semanas a recogerlo, con el resto del dinero, claro.

Camilla miró su reloj y se quedó boquiabierta al ver qué hora era.

—Llego tarde. Delaney se pondrá furioso.

—¿Delaney? ¿Delaney Caine?

—Sí, se suponía que tenía que encontrarme con él hace cinco minutos —Camilla recogió sus bolsas y corrió hacia la puerta.

—¡Señorita! ¡Espere! —la dependienta salió tras ella—. ¡El recibo!

—Oh, perdone. Es que tiene tan mal carácter...

—Sí, lo sé —los ojos de la mujer se iluminaron con una mezcla de curiosidad y sorna—. Salimos junios una o dos veces.

Ah. Pues no sé si felicitarla o darle el pésame —dijo Camilla, sonriendo—. Yo estoy trabajando para él temporalmente.

—¿En la cabaña? Entonces soy yo quien debe darle el pésame. Dígale que Sarah Lattimer le manda recuerdos.

—Lo haré. Tengo que irme, o tendré que volver a la cabaña andando.

«Tienes toda la razón», se dijo Sarah mientras miraba a Camilla correr calle abajo. Del no era precisamente célebre por su paciencia. Sin embargo, pensó dejando escapar un leve suspiro, a los veinte años ella había estado a punto de convencerse de que podría cambiar a Delaney Caine. Incluso de que podría domarlo.

Sacudió negativamente la cabeza al pensarlo y regresó a la tienda para ponerle el cartel de «reservado» al tintero. Le deseaba toda la suerte del mundo a la pelirroja. Qué extraño, pensó de repente. No sabía por qué, pero su cara le resultaba familiar. Como la de una estrella de cine o una celebridad.

Sarah se encogió de hombros. Sabía que no descansaría hasta saber quién era la nueva secretaria de Del. Pero, al final, lo averiguaría.

Camilla llegó al parking corriendo a toda velocidad y agitando las bolsas. Hizo una mueca de fastidio al ver la camioneta y, sin perder un instante, abrió la puerta y tiró dentro las bolsas.

—Tengo que comprar unas cuantas cosas más —dijo alegremente—. Enseguida vuelvo.

Antes de que Del pudiera abrir la boca, seguramente para gruñir, Camilla entró corriendo en el autoservicio.

Agarró un carro y se dirigió a la frutería a paso rápido. Pero el proceso de elegir fruta y verduras frescas llevaba su tiempo. Escogió con parsimonia los limones, palpó delicadamente los tomates y frunció los labios al mirar las endibias.

Comprar en un supermercado era una experiencia tan novedosa para ella que se entretuvo más de lo que esperaba observando el pescado y los productos de bollería. Le gustaban los colores, los aromas, las texturas. Los grandes y llamativos carteles que anunciaban las ofertas, y la espantosa música enlatada que difundían los altavoces, interrumpida de vez en cuando por las voces de los dependientes.

Se estremeció de frío en la sección de congelados y decidió que las probabilidades de convencer a Del para que fueran a tomar un helado eran prácticamente nulas. Así que compró los ingredientes necesarios para prepararlo en casa. Encantada por la variedad de cosas que encontraba, llenó el carro y se encaminó a la caja.

Si fuera un ama de casa, pensó, haría aquello cada semana. Pero seguramente no sería tan divertido. Sería sencillamente una obligación más, lo cual era una lástima.

Volvió abruptamente a la realidad cuando, al avanzar en la fila de la caja, vio su cara en la portada de una revista. «La princesa Camilla, con el corazón roto».

Vaya, pensó con creciente irritación, según decía la revista, se hallaba postrada y recluida por culpa de un romance malogrado con un actor francés ¡al que ni siquiera conocía! «Imbéciles! Menteurs!», pensó. ¿Qué derecho tenían a contar mentiras sobre su vida privada? ¿No les bastaba con vigilar cada uno de sus movimientos, con usar teleobjetivos para fotografiarla de día y de noche?

Se disponía a tomar la revista por el mero placer de romperla en pedazos cuando oyó la voz de Del.

—¿Qué demonios haces aquí?

Ella saltó como un ladrón pillado in fraganti e instintivamente se dio la vuelta para tapar la revista con su cuerpo. De pronto, sintió un nudo en el estómago.

Si la descubrían, todo se habría acabado. Todos se abalanzarían sobre ella y la mirarían como si fuera un bicho raro. Y la prensa seguiría su olor como una jauría de sabuesos el rastro de una liebre.

—Estoy... haciendo cola para pagar.

—¿Qué es todo esto?

—Comida —logró componer una sonrisa, pero empezó a notar que un sudor frío le corría por la espalda.

—¿Para qué ejército?

Ella miró el carro y parpadeó.

—Tal vez me haya pasado un poco. Puedo dejar algunas cosas. ¿Por qué no sales y...?

—Venga, anda, avanza —Del dio un paso adelante. Pero, convencida de que vería la revista, ella se quedó clavada al suelo.

—No vuelvas a empujarme.

—No te estoy empujando a ü. Estoy empujando el maldito carro.

Cuando Del pasó junto al expositor de las revistas sin mirarlo siquiera, Camilla estuvo a punto de desmayarse de alivio.

—Eh, Del, no esperaba verte de nuevo por aquí tan pronto —la cajera comenzó a pasar por el lector óptico los productos que Del iba poniendo sobre la cinta transportadora.

—Yo tampoco.

La mujer, una rolliza morena que, según rezaba la chapa que llevaba en la pechera, se llamaba Joyce, le guiñó un ojo a Camilla.

—No deje que la asuste, tesoro. Ladra mucho, pero no muerde.

—No sé yo —masculló ella, y vio con alivio que desde donde estaba Del no podía ver la revista con su fotografía. Aun así, se puso las gafas de sol antes de mirar a la cajera—. Pero de todos modos no me asusta.

—Me alegra saberlo. Este siempre ha necesitado una mujer con arrestos, que esté a su altura. Me alegro de que por fin la hayas encontrado, Del.

—Trabaja para mí, nada más.

—Ya, ya —Joyce volvió a guiñarle el ojo a Camilla—. ¿Has hablado con tu madre últimamente? —le preguntó a Del

—Hace un par de semanas. Está bien.

—Dale recuerdos de mi parte. Y dile que estoy vigilando a su chico —sacó el ticket y se lo entregó a Camilla.

Esta volvió a parpadear, asombrada.

—Creo que voy a necesitar un poco más de dinero.

—Me van a salir caros los limones —resignado, Del le dio unos cuantos billetes más.

Ella lo ayudó a guardar las bolsas en la camioneta y luego se sentó con las manos plegadas sobre el regazo. Había reaccionado exageradamente al ver la revista, se dijo. Aun así, su arrebato de furia inicial había resultado liberador. Y, en todo caso, había conseguido sobreponerse con mucha mayor rapidez que si aquello le hubiera ocurrido una o dos semanas antes. Ello significaba que ahora era más fuerte, más serena. ¿Y no era eso prueba de que estaba haciendo lo correcto?

Pero, fuera como fuese, tenía que olvidarse de aquel asunto y afrontar el momento presente.

—Siento haber tardado tanto, pero no me parece tan descabellado querer dar una vuelta por el pueblo antes de volver a la cabaña.

—Tu coche estará listo mañana. O tal vez pasado, a juzgar por lo mucho que refunfuña Carl. La próxima vez que quieras hacer de turista, hazlo en tu tiempo libre.

—Lo haré, no te preocupes. Sarah Lattimer, la chica de la tienda de antigüedades, me ha dado recuerdos para ti. Me pregunto cómo es posible que una mujer tan educada y agradable saliera con alguien como tú.

—En aquel tiempo era joven y estúpida.

—Por suerte para ella, ha madurado y se ha hecho más sabia.

—Tienes toda la razón —dijo él, y Camilla se echó a reír—. ¿De qué te ríes?

—Resulta difícil insultarte si me das la razón. La verdad es que me gustas.

—Eso te convierte en joven y estúpida, ¿no crees?

Ella sonrió, divertida, y luego se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Eso parece.