26
Aquello sería duro. Adrianne seguía haciendo el equipaje mientras Yasmin se paseaba por la habitación, deteniéndose aquí para aspirar el perfume de un frasco, allí para jugar con los pétalos de una flor que se estaba marchitando. La luz del sol entraba por la ventana e iluminaba las vivas listas de la falda de Yasmin, el oro que llevaba en las muñecas, los dedos y las orejas. Adrianne habría querido culpar al sol de las lágrimas que afloraban en sus ojos. Había sufrido al abandonar Jaquir antes, pero lo había superado.
Esta vez se marcharía con el collar, pero dejaría atrás algo que ni siquiera había imaginado.
—Podrías quedarte un poco más, otro día… —dijo Yasmin mientras observaba cómo doblaba una falda larga y la metía en una maleta. No le parecía justo que le hubieran traído a casa a una hermana tan fascinante para arrebatársela enseguida. Las demás le parecían aburridas, tal vez porque las había visto durante toda su vida.
—Lo siento, pero no puedo. —Todo habría sido más fácil de no haber descubierto lo sencillo que era amar. Recogió un estuche con una doble pulsera de oro batido, regalo de Rahman. El muchacho quería ser ingeniero, para mayor gloria de Alá. Era curioso, o cuestión de destino, que el muchacho tuviera en mente lo mismo que ella de niña. Sacó otra vez el estuche que había guardado y volvió a ponerse la pulsera. Prendió luego en la solapa de su traje sastre una pantera hecha con piedras preciosas—. Philip tiene que ocuparse de sus negocios. Ya ha pasado mucho tiempo fuera. —Lo mismo le había ocurrido a ella. Cerró la maleta. Le habría encantado arrojar al mar todo su contenido, las largas faldas, las blusas abrochadas hasta arriba, por una ventanilla del avión—. Cuando te permitan ir a América, irás a mi casa.
—¿Y me enseñarás aquel sitio del que me hablaste…? ¿Radio City?
Adrianne no tuvo más remedio que reír, a pesar de que se estaba colocando el abaaya.
—Eso y muchas cosas más.
—Bloomerdale’s.
—Bloomingdale’s —rectificó Adrianne, cubriéndose la cabeza con el pañuelo.
—¿Es verdad que son más grandes que el zoco?
No le había costado mucho captar los centros de interés de Yasmin.
—Toda la ropa que puedas imaginarte en un solo establecimiento. Y mostradores y más mostradores rebosantes de perfumes y cremas.
—Y podré llevarme lo que quiera si tengo una tarjeta de plástico.
Adrianne cogió el velo mientras iba asintiendo.
—Las dependientas estarán encantadas contigo. —Tenía que creer que algún día su hermana iría a verla.
—Y también quiero ver el metro y la Trump Tower.
—Los Trump tendrán mucho gusto en saludarte.
—Está bien tener algo en que pensar cuando te hayas ido. Pero volverás a Jaquir, ¿verdad?
Podía haberle mentido. Había aprendido a hacerlo. Sin embargo, miró a la pequeña sentada sobre los cojines de una butaca y no se atrevió.
—No, Yasmin, no volveré a Jaquir.
—¿No te dejará tu marido?
—Philip me dejaría si a mí me apeteciera.
Yasmin se apartó de los cojines.
—No quieres volver a verme.
Con aire abrumado, Adrianne se sentó en la cama y tomó la mano de su hermana.
—Cuando vine a Jaquir no te conocía a ti ni conocía a Rahman; Fahid seguía siendo un niño en mi recuerdo. No pensaba que tan poco tiempo podía afectarme tanto. Ahora me hace sufrir pensar que voy a dejaros.
—Pues quédate. Dicen que América es un lugar horrible, con hombres que no creen en Dios y mujeres deshonradas. —Le resultó cómodo olvidar Bloomingdale’s y Radio City—. Sería mejor que te quedaras aquí, con mi padre, que es sabio y generoso.
Ojalá lo sea contigo, pensó Adrianne.
—América no es mejor ni peor que muchos otros lugares. Allí vive gente buena y gente mala. Pero es mi país, como Jaquir es el tuyo. Dejé mi corazón allí, Yasmin, igual que voy a dejar un poco de él aquí contigo. —Se quitó un anillo, una aguamarina sencilla, cuadrada, montada en oro fino—. Este anillo era de mi abuela materna. Te lo regalo para que te acuerdes de mí.
Yasmin hizo girar la piedra para que le diera de lleno la luz. Su avezada vista le dijo que no tenía un gran valor, pero le pareció bonita y, como ya se había hecho mujer, apreció su valor sentimental. Con un gesto impulsivo, se quitó los gruesos aros que colgaban de sus orejas.
—Así tú también te acordarás de mí. ¿Me escribirás?
—Sí. —Tal vez interceptaran el correo, pero sin duda podía contar con su abuela para establecer el contacto. Para verla contenta, se quitó los pendientes de perlas que llevaba y se puso los aros—. Y algún día te enseñaré todos los lugares de los que te hablaré en las cartas.
Yasmin alegró la cara. A pesar de todo, seguía siendo una niña y para ella lo de «algún día» era algo tan intangible como cualquier producto de su imaginación.
—Tenías razón con el vestido —dijo—. Con él me sentí especial.
Adrianne la besó de nuevo, preguntándose si la vida de Yasmin sería siempre algo tan simple como la cuestión de escoger el vestido adecuado. Lo más probable era que no volviera a ver a su hermana hasta que fuera una mujer hecha y derecha, madre de familia.
—Cuando piense en ti, te veré con aquel vestido. ¡Y ahora vámonos, que tengo que despedirme de Jiddah!
No quería llorar. No quería vivir aquella desgarradora separación, pero cuando se arrodilló a los pies de su abuela, no pudo contener las lágrimas. Le habían devuelto una parte de su infancia, que a partir de aquel día se desvanecería para siempre.
—Una recién casada no debe llorar.
—Te echaré de menos, abuela, pero nunca te olvidaré.
Jiddah contrajo los dedos sobre las palmas de las manos de Adrianne mientras la besaba en las mejillas. Conocía a su hijo tanto como a sí misma. El corazón de aquel hombre nunca se abriría lo suficiente para aceptar a Adrianne.
—Te quiero como quiero a todos mis nietos. Volveremos a vernos, si no en esta vida, en la otra.
—Si tengo hijos, les contaré los cuentos que me contaste tú.
—Tendrás hijos. Inshallah. Y ahora vete con tu marido.
Tuvo que despedirse de más gente antes de cruzar la verja del jardín. Más de una mujer envidió su libertad de poder partir. Y también más de una la compadeció por perder la protección del harén. Abrazó a Leiha, luego a Sara, dos mujeres cuya vida estaba atada a Jaquir. No volvería a verlas, ni conocería a los hijos que pudieran engendrar. Al apartarse de ellas, Adrianne se preguntó si alguna vez en su vida sentiría de nuevo aquel fuerte lazo de unión.
Dejó atrás el harén, con todos sus aromas, sus símbolos. Al alejarse del jardín oía el sonido del agua en las fuentes. Atrás quedaba también el palacio y los recuerdos que encerraba.
El coche la esperaba. En el asiento de atrás vio a Philip y a sus dos hermanos.
—Deseo que seas feliz. —Fahid le dio un par de besos—. Y que tengas una larga y fecunda vida. Siempre te he querido.
—Lo sé. —Le acarició la mejilla—. Si vas a Estados Unidos, encontrarás las puertas de mi casa abiertas. Y lo estarán siempre para los dos —añadió antes de meterse en el coche.
No dijo nada durante el camino hacia el aeropuerto. Philip respetó su silencio, consciente de que sus pensamientos no estaban centrados en el collar que se encontraba embalado, camino de Occidente, sino en las personas que dejaba. No volvió la vista hacia un lado u otro al cruzar la ciudad, ni la cabeza hacia atrás para echar una última ojeada al palacio, que iba haciéndose más y más pequeño.
—¿Estás bien?
Adrianne siguió mirando al frente, pero apoyó una mano en la de él.
—Enseguida estaré mejor.
En el aeropuerto, Philip se las compuso para quitarse de encima a los dicharacheros maleteros turcos, que arrebataban a todo el mundo los bultos de las manos, con su consentimiento o sin él, para llevarlos hacia los taxis o a las puertas de embarque. Con gestos y alguna amenaza los mantuvo a raya, y entre él y el chófer trasladaron sus equipajes de mano hasta el avión que los esperaba. El piloto se encontraba al pie de la escalerilla para recibirlos en la rampa.
—Buenas tardes, señor, señora. Espero que tengan un agradable vuelo.
Philip sintió un ardiente deseo de estampar un beso en la boca de aquel hombre por la simple razón de haberle ofrecido aquel estupendo acento británico.
—¿Qué tiempo tenemos en Londres, Harry?
—Horrible, señor Chamberlain, horrible.
—Alabado sea Dios.
—Tiene usted reservada la habitación en París. Permítame felicitarle por su boda.
—Gracias. —Volvió la cabeza para echar una última ojeada a Jaquir—. Llévenos lejos de aquí tan deprisa como pueda, Harry.
Cuando Philip entró en el avión, Adrianne se había quitado ya el abaaya. Bajo él llevaba un traje chaqueta de color rojo. Se había descubierto también el cabello y se lo había recogido en moño estilo Grace Kelly. Philip se preguntó si era consciente de que todo aquello le daba un aire aún más exótico.
—¿Ya te sientes mejor?
Los dos coincidieron en mirar los símbolos de los que acababa de despojarse: el abaaya, el pañuelo y el velo.
—Un poco mejor. ¿Cuánto tiempo tardaremos en despegar?
—En cuanto nos den la autorización. ¿Te apetece tomar algo?
Adrianne había visto ya el champán en el cubo. Sonrió.
—Me encantaría. —Iba a sentarse, pero consciente de que estaba muy inquieta, se puso a andar—. No sé por qué estoy más nerviosa que cuando llegué.
—Es normal, Addy.
—¿En serio? —Empezó a juguetear con el broche que llevaba en la solapa—. A ti te veo tan tranquilo…
—Porque no dejo nada atrás.
Se olvidó del broche y entrelazó los dedos. No estaba segura de si le gustaba o la contrariaba que él leyera sus pensamientos.
—Nos espera mucho trabajo, Philip. Entre otras cosas, habrá que decidir qué hacemos con el cargamento de regalos de la boda.
Philip pensaba que si ella no quería abordar de entrada la auténtica razón de su nerviosismo, él podía esperar. Abrió la botella amortiguando el sonido del tapón. El líquido subió hasta el borde de la botella para retroceder al instante.
—Creía que los habías mandado a Nueva York para camuflar el collar.
—Exactamente. Pero no podemos quedárnoslos.
Philip le dirigió una cariñosa mirada mientras servía el champán.
—Se diría que eres una ladrona con una conciencia fuera de lo corriente.
—Robar no tiene nada que ver con aceptar regalos por una falacia.
Tomó la copa. Él brindó con la suya, observándola minuciosamente.
—¿No fue legal la ceremonia?
—Sí, supongo que podría considerarse legal, pero la intención, no.
Él sabía exactamente cuál había sido su intención, por eso sonrió.
—Yo creo que sería más adecuado centrarse en el Sol y la Luna que en unos juegos de sábanas y toallas. —Se fijó en el gesto de ella ante aquel desprecio de una pequeña fortuna en regalos—. Hay que ir paso a paso, Addy.
—Vale. Por el momento el collar está a buen recaudo en el compartimiento secreto de la cajita regalo de Celeste.
—Sobre todo porque está revestida de plomo.
—No resulta tan emocionante como llevarlo al cuello, pero sí más práctico. —Se esforzó por sonreír—. No creo que los funcionarios de aduanas metan mucho la mano en los regalos de boda de la princesa Adrianne. Además, como activé de nuevo las alarmas, pueden pasar semanas antes de que Abdu se percate de la desaparición.
—¿Te preocupa?
—¿Cómo? —Luchaba por dejar atrás el pasado—. No. No, tal vez habría preferido enfrentarme a él en esta visita, pero habría sido una estupidez provocarlo en su terreno. —Ahora se trataba de pensar en el futuro—. Será él quien acuda a mí.
—Pues cuando lo haga, nos lo plantearemos.
Sonó el interfono.
—Tenemos la autorización para el despegue, señor Chamberlain. Les agradeceré que se sienten y se abrochen los cinturones.
El pequeño avión aceleró en la pista. Adrianne notó el instante preciso en el que las ruedas perdían contacto con el suelo, contacto con Jaquir. La inclinación del aparato la obligó a apoyarse en el respaldo. Cerró los ojos. Pensó en su madre y en otra época.
—La última vez que salí de Jaquir también fue para ir a París. Estaba tan emocionada, tan nerviosa… Nunca había salido del país. Pensaba en los vestidos que mi madre me había prometido y en los restaurantes a los que podríamos ir allí. —Aquello le hizo pensar en Yasmin y procuró quitárselo de la cabeza—. Mamá había decidido huir y supongo que estaba aterrorizada. Pero mientras volábamos por encima del mar reía y me mostraba un libro con imágenes de la torre Eiffel y de Notre Dame. No llegamos a subir a la torre Eiffel.
—Iremos ahora, si quieres.
—Me gustaría. —Agotada, se frotó los ojos. Los cerró y así vio el efecto del collar cuando lo guardó al amanecer. Un rayo de sol había dado en aquella joya. El hielo en competición con el fuego, en una lucha que nunca se había resuelto, ni se resolvería jamás—. Mamá lo dejó. Mamá lo dejó todo menos a mí. Hasta que estuvimos a salvo en Nueva York no me di cuenta de que había arriesgado su vida por sacarme de allí.
—Estoy tan en deuda con ella como tú. —Philip tomó sus manos y se las acercó a los labios. En ellas notó los latidos y la fuerza que se agitaba en su interior—. Era una mujer extraordinaria —añadió—. Tan extraordinaria como su hija, y como el collar que has recuperado por ella. Nunca olvidaré tu expresión cuando lo tuviste en tus manos. Pero creo que estabas equivocada. El collar es para ti.
Adrianne recordó el peso de la joya, su esplendor, pero también experimentó la aflicción.
—Hazme el amor, Philip.
Él desabrochó su cinturón de seguridad, luego el de Adrianne. La tomó de la mano y los dos se levantaron. De pie en el estrecho pasillo, se quitó la americana y la dejó caer. Al acercar su boca a la de ella, notó los nervios con los que ella había estado lidiando todo el tiempo. Saboreó sus labios suaves, entreabiertos, dispuestos. Sus dedos, normalmente tan firmes, temblaban al desabrocharle los botones de la camisa.
—¡Qué tonta! —exclamó ella, abandonando la tarea—. Como si fuera la primera vez…
—En cierto sentido, lo es. En la vida hay muchos puntos cruciales, Addy —dijo él, quitándole la blusa y soltando la cremallera de su falda, de modo que Adrianne quedó con una fina camiseta y los anillos que él le había regalado.
Despacio, con la necesidad de prolongar aquel instante, le fue quitando las horquillas del cabello y dejó que la melena se extendiera por encima de sus senos. Ella se acercó un poco más y pegó su cuerpo al de él.
Philip procedía sin prisas, y lo hacía tanto por él como por ella. Lentos besos, suaves caricias. Un murmullo. Un suspiro. El avión estaba cruzando el mar y ellos se echaron en el sofá, arropándose mutuamente.
Cuánta fuerza encerraba aquel cuerpo. Una fuerza que Adrianne iba descubriendo paso a paso. Aquel no era el típico hombre que ofrecía a una mujer rosas y champán a la luz de la luna. Tampoco era el ladrón que se encarama por las ventanas en la oscuridad. Era un hombre que iba a mantener su palabra, si ella se lo permitía. Un hombre que le ofrecería sorpresas y, curiosamente, estabilidad.
Adrianne no habría sabido precisar en qué momento había superado sus propios límites y se había enamorado de él. No sabía por qué había ocurrido con lo decidida que estaba a evitarlo. ¿Habría sido aquella primera noche que habían coincidido, como desconocidos, en la niebla de Londres? Lo que sí sabía era en qué momento lo admitía por fin: entonces.
Philip notó el cambio, pero no comprendió a qué respondía. Sintió su cuerpo más cálido, más suave, su piel como el champán bajo sus manos. Su corazón, una especie de traca. Adrianne lo estrechó con más fuerza, con la boca abierta contra la de él. Ahí estaba el sabor de la pasión, aunque salpicado con algo más oscuro, más profundo. Su piel estaba húmeda y su temperatura iba subiendo grado a grado con las caricias de Philip, en los senos, en la cintura, en los muslos. Y sin embargo temblaba. Cuando él levantó la cabeza vio que también tenía los ojos anegados.
—Addy…
—No. —Acercó un dedo a sus labios—. Ámame. Te necesito.
Sus ojos se ensombrecieron ante aquello, se encendieron, a punto de perder los estribos, de deseo. Pero su boca se acercó a la de ella con todo el cariño al reprimir el ansia de atacar con fiereza lo que ella le estaba ofreciendo.
—Dímelo otra vez.
Sin darle tiempo a hablar, la acomodó contra su cuerpo para que ella pudiera sujetar sus hombros y se deslizó en su interior: carne húmeda con carne húmeda. La pasión de Adrianne se desató, un alud en las manos de él, y la dejó casi sin respiración, aunque no vacía, ni mucho menos. Philip contemplaba aquellos ojos que se agrandaban, se vidriaban mientras todo el cuerpo se contraía y se relajaba bajo el suyo. Adrianne recuperaba el aliento para cabalgar de nuevo. Sus pensamientos solo tenían un norte: él. Su cuerpo, como el agua, fluía, se ondulaba, llegaba a la cima. La luz inundaba la cabina y ella la sentía como una roja bruma bajo sus párpados cerrados.
Cambió de postura, deseosa de proporcionarle el mismo placer. Aquel cuerpo era una delicia, musculoso, magro, la piel blanca en comparación con la suya. Iba dejando en ella sus húmedos besos. Notaba en los labios cada uno de sus latidos, que sabía acelerar con las yemas de sus dedos. Su comportamiento tenía mucho de instintivo, a pesar de alguna insinuación de él. En definitiva, Philip pensaba que era imposible superar aquella experiencia.
Adrianne notó los dedos que se deslizaban por sus brazos. Sus manos coincidieron. Abrió los ojos y vio que Philip la observaba. Sus dedos se juntaron, se agarraron con fuerza, como una promesa.
Ella se estremeció cuando él acabó colmándola. Los dos se movieron al unísono, latido a latido.
El avión pegó una sacudida al pasar entre las nubes. Aquellos dos cuerpos fundidos no notaron más turbulencia que las suyas. París era una neblina distante. Ella pronunció su nombre comunicándole con ello lo único que le interesaba saber.
—Mañana salimos para Nueva York —dijo Philip llevándose el teléfono hacia la ventana con vistas sobre París. Caía aguanieve; el cielo tenía un tono plomizo. Por enésima vez se arrepintió de haber dejado salir a Adrianne sola.
—Dichosos los oídos…
Philip hizo como que no oía el sarcasmo.
—Un hombre tiene derecho a un poco de intimidad en su luna de miel.
—Por cierto… —refunfuñó Spencer con la pipa en la boca—. Felicidades.
—Gracias.
—Pero podías haber avisado.
—Fue… un flechazo. Lo que no significa que te vayas a librar del regalo, amigo mío. Que sea algo delicado, por lo que haya que pagar su precio.
—¿Te parece poco regalo no abrirte un expediente? Desaparecer sin avisar para ir a parar a un país dejado de la mano de Dios mientras estamos inmersos en el caso.
—El amor nos lleva a hacer cosas raras, Stuart, tú mismo puedes acordarte. En cuanto al caso —añadió mientras Spencer iba carraspeando—, en realidad no lo he abandonado del todo. Según mis ex socios, nuestro hombre se ha retirado. De momento ha abandonado el continente.
—¡Maldita sea!
—Exactamente. Pero creo que podré resarcirte.
—¿Cómo?
—¿Recuerdas un Rubens que robaron de la colección Van Wyes hace unos cuatro años?
—Tres y medio… Un Rubens, junto con dos Corot, un Wyeth y un bosquejo a pluma y tinta de Beardsley.
—¡Valiente memoria, capitán! Pero solo podré echarte una mano con el Rubens.
—¿En qué sentido?
—Tengo una pista. —Sonrió al recordar la luz de su linterna sobre la pintura en la cámara de Abdu. En efecto, existían mil formas de venganza—. Es posible que el Rubens nos lleve al resto.
—Quiero que estés mañana en Londres, Philip, con un informe completo.
—Lo siento, pero no podrá ser. De todas formas —siguió antes de que Spencer empezara a gritar—, estaré dispuesto a contarte todo lo que sé, que no es poco, en unos días. Siempre que consigamos llegar a un acuerdo.
—¿Cómo que un acuerdo? Si dispones de información sobre una pintura robada, es tu deber informarme.
Philip oyó que se abría la puerta. Dibujó una amplia sonrisa al ver que Adrianne entraba. Llevaba el cabello empapado por el aguanieve. El simple gesto de observarla mientras se quitaba los guantes le produjo un enorme placer.
—Sé cuáles son mis deberes, capitán. —Cogió a Adrianne por la cintura y le dio un beso en la frente—. Tendremos una larga charla. Procura hacerte un hueco para ir a Nueva York. Me gustaría presentarte a mi mujer.
Colgó para poder besar a Adrianne con más libertad.
—Tienes frío. —Friccionó las manos de ella entre las suyas.
—¿Era tu capitán Spencer?
—Nos ha felicitado.
—Seguro. —Dejó la bolsa de la compra—. ¿Está muy enfadado?
—Bastante. Pero tengo algo que puede levantarle la moral. ¿Traes algo para mí?
—Pues sí. He ido a Hermés a comprar un fular para Celeste y he visto esto. —Sacó un jersey de cachemir del color de los ojos de Philip—. En tu equipaje no tuviste en cuenta el invierno de París. Aunque supongo que en casa tendrás un montón.
Le pareció un poco tonto emocionarse, pero no pudo evitarlo.
—Pero ninguno que me hayas regalado tú. ¿Por eso no has querido que te acompañara?
—No. —Mientras él se lo probaba, Adrianne jugaba con el canalé del jersey—. Necesitaba estar un rato a solas, reflexionar. He llamado a Celeste. Ha llegado todo a mi piso. Ha abierto la caja china.
—¿Y el collar?
—Estaba donde yo lo había dejado. Le he dicho que lo dejara allí. Prefiero ocuparme del asunto yo misma cuando lleguemos.
—Parece que lo tienes todo controlado. —Philip le levantó un poco el mentón con un dedo—. Y ahora, ¿por qué no me dices lo que pasa realmente por tu cabeza?
Adrianne suspiró profundamente.
—He mandado una carta a mi padre, Philip. Le he dicho que tengo el Sol y la Luna.