Capítulo 3
La nave Allegiance era una bestia gigantesca que se bamboleaba sobre las aguas: más de ciento veinte metros de eslora y, en proporción, curiosamente estrecha, salvo por la enorme cubierta para dragones que sobresalía de la parte delantera del barco y se extendía desde la proa hasta el trinquete. Tenía una forma muy rara, casi de abanico, vista desde arriba, pero el casco se estrechaba rápidamente bajo el amplio borde de la cubierta de dragones. La quilla estaba fabricada en acero en vez de madera de olmo y cubierta con una gruesa capa de pintura para evitar el óxido; la larga tira blanca que atravesaba la nave por debajo le confería un aspecto casi divertido.
Poseía un calado de casi siete metros para brindarle la estabilidad que se requería ante las tormentas, lo que la hacía demasiado grande para entrar en el puerto propiamente dicho. Tenía que ser amarrada a unos enormes pilares hundidos en aguas más profundas, y otros barcos más pequeños le traían y llevaban suministros, como una gran dama rodeada por atareados sirvientes. Éste no era el primer transporte en el que Laurence y Temerario habían viajado, pero sería su primer buque transoceánico de verdad. El pequeño barco para tres dragones que hacía la travesía de Gibraltar a Plymouth, equipado con unos cuantos tablones para incrementar su anchura, no ofrecía comparación posible.
—Está muy bien. Me encuentro más a gusto incluso que en mi propio claro —aprobó Temerario, que podía contemplar toda la actividad del navío sin entorpecerla desde su lugar de gloria solitaria. Los hornos de la cocina estaban situados justo bajo la cubierta de dragones, lo que mantenía caliente la superficie—. No tendrás frío, ¿verdad, Laurence? —preguntó, quizá por tercera vez al tiempo que agachaba la cabeza para observarle más de cerca.
—No, para nada —respondió Laurence con brevedad.
Estaba un poco harto de tanto exceso de preocupación. Aunque los mareos y el dolor de cabeza habían remitido junto con el chichón, la pierna herida seguía empeñándose en ceder en momentos inoportunos y enviar palpitaciones de dolor casi constantes. Le habían subido a bordo en una guindola, algo muy ofensivo para la percepción que tenía de sus propias capacidades, y después le habían sentado directamente en un sillón y le habían llevado hasta la cubierta de dragones, envuelto en mantas como un inválido; y ahora tenía a Temerario enroscado a su alrededor con todo cuidado para protegerle del viento.
Había dos escaleras que subían hasta la plataforma, una a cada lado del trinquete, y la zona de la cubierta de proa que se extendía desde la parte inferior de dichas escaleras hasta mitad de camino hacia el palo mayor estaba, por costumbre, asignada a los aviadores, mientras que el resto del espacio hasta el palo mayor pertenecía a los gavieros. El equipo de Temerario había tomado posesión ya de sus legítimos dominios, empujando con toda intención varios rollos de maroma hasta la invisible línea divisoria. El suelo de su zona estaba lleno de fardos con arneses de cuero y cestas llenas de anillas y mosquetones para demostrar a los marineros que los aviadores eran gente a la que había que respetar. Los hombres que no estaban ocupados en quitarse el equipo se habían colocado a lo largo de dicha línea en diversas actitudes de descanso o de trabajo fingido. Los alféreces habían enviado allí a jugar a la joven Roland y los otros dos cadetes mensajeros, Morgan y Dyer, y les habían asignado como misión defender los derechos de la Fuerza Aérea. Como eran tan pequeños, podían caminar con facilidad por la barandilla del barco y no hacían más que correr arriba y abajo en una buena exhibición de temeridad.
Laurence los miró con preocupación. Aún no seguía muy conforme con la idea de traer a Roland.
—¿Por qué ibas a dejarla? ¿Es que se ha portado mal? —fue todo lo que le preguntó Jane cuando le consultó la cuestión. Mirándola a la cara, le resultaba tan embarazoso explicarle sus preocupaciones que no lo había conseguido. Evidentemente, tenía cierta lógica llevarse a la chica por joven que fuese: tendría que enfrentarse a todas las demandas de los oficiales masculinos cuando su madre se jubilara y ella se convirtiera en capitana de Excidium. Ser demasiado blando con ella ahora sólo haría que no estuviera preparada y no le supondría ningún favor.
Aun así, ahora que estaba a bordo se arrepentía. Esto no era una base secreta, y Laurence ya había visto que, como sucedía con cualquier tripulación de un barco, había entre ellos algunos tipos desagradables, muy desagradables: borrachos, rufianes, criminales. Sentía sobre sí todo el peso de la responsabilidad de vigilar a una chica joven entre hombres de esa calaña; por no mencionar que prefería que el secreto de que había mujeres sirviendo en la Fuerza Aérea no saliera a la luz aquí y se organizara un escándalo.
No pretendía ordenar a Roland que mintiese, de ninguna manera, y por supuesto no le había encargado tareas diferentes que a los demás; pero en privado rezaba con fervor para que la verdad siguiera escondida. Roland sólo tenía once años, y un vistazo superficial no bastaría para descubrir que era una chica vestida con pantalones y una chaquetilla; él mismo la había confundido al principio con un chico, pero Laurence también deseaba que las relaciones entre aviadores y marineros fueran amigables, o que al menos no fuesen hostiles, y alguien que trabara más amistad no tardaría demasiado tiempo en descubrir el verdadero sexo de Roland.
Por el momento era más probable que sus oraciones tuvieran respuesta en el caso de Roland que en el general. Los marineros, atareados con la estiba del barco, estaban hablando, y no precisamente en susurros, sobre los tipos que no tenían nada mejor que hacer que estar sentados como si fueran pasajeros. Un par de hombres efectuaron comentarios en voz alta sobre la forma en que habían dejado los cabos tirados de cualquier manera, y se dedicaron a enrollarlos de nuevo aunque no hacía falta. Laurence meneó la cabeza y guardó silencio. Sus propios hombres estaban en su derecho, y no podía reprender a los de Riley, algo que además no serviría de nada bueno.
Sin embargo, Temerario también lo había notado. Soltó un bufido y su cresta se enderezó un poco.
—Me parece que ese cable está perfectamente —dijo—. Mi tripulación ha tenido mucho cuidado al moverlo.
—No pasa nada, amigo mío. Enrollar de nuevo un cable no tiene nada de malo —se apresuró a decir Laurence.
No era demasiado sorprendente que Temerario empezara a extender sus instintos de protección y posesión también sobre la tripulación dado que ya llevaban con él varios meses, pero el momento que había elegido ahora era de lo más inapropiado: para empezar, los marineros ya estarían nerviosos por la presencia de un dragón, y si Temerario se involucraba en alguna disputa y tomaba partido por su equipo eso sólo iba a agravar las tensiones a bordo.
—Por favor, no te ofendas —añadió Laurence mientras acariciaba el flanco de Temerario para llamar su atención—. El arranque de un viaje es muy importante. Nos interesa ser buenos camaradas de barco y no acicatear ningún tipo de rivalidad entre los hombres.
—Mmm, supongo que sí —dijo Temerario, cediendo—, pero nosotros no hemos hecho nada malo. Es muy desagradable por su parte quejarse así.
—Pronto emprenderemos el viaje —dijo Laurence para distraerlo—. La marea ha cambiado, y creo que ya están embarcando los últimos fardos del equipaje de la embajada.
En caso de apuro, la Allegiance podía llevar hasta diez dragones de medio tonelaje. Temerario solo apenas era carga para ella, y realmente a bordo había una asombrosa cantidad de espacio para almacenar cosas. Sin embargo, empezaban a tener la impresión de que la exagerada cantidad de equipaje de la legación china podía poner a prueba incluso la enorme capacidad del barco. Era algo muy chocante para Laurence, que estaba acostumbrado a viajar con poco más que un baúl, y le parecía desproporcionado al tamaño de la comitiva, que ya de por sí era muy grande.
Había unos quince soldados y no menos de tres médicos: uno para el propio príncipe, un segundo para los otros dos enviados y un tercero para el resto de la embajada, cada uno con sus ayudantes. Después de éstos y del intérprete, venían además un par de cocineros con sus pinches, tal vez una docena de ayudas de cámara y un número equivalente de personas que no parecían desempeñar ninguna función concreta, incluyendo un caballero al que les habían presentado como poeta; aunque Laurence no creía que aquello fuera una traducción adecuada, lo más probable era que aquel hombre fuera algún tipo de funcionario.
Sólo el guardarropa del príncipe requería unos veinte baúles, cada uno de ellos elaboradamente tallado y provisto de cerrojos y bisagras de oro. El látigo del contramaestre tuvo que restallar más de una vez cuando los marineros más emprendedores trataron de huronear en ellos. También había que subir a bordo los incontables sacos de comida, que, al haber venido ya una vez desde China, empezaban a estar desgastados. Un enorme saco de arroz de casi cuarenta kilos se rajó entero cuando lo estaban acarreando sobre la cubierta, para alegría y placer de las gaviotas que sobrevolaban el barco; a partir de ese momento, los marineros tenían que ahuyentar cada pocos minutos a las frenéticas bandadas de aves para poder continuar con su trabajo.
Antes ya se había producido un gran alboroto a la hora de embarcar. Los ayudantes de Yongxing habían exigido, de entrada, una pasarela desde el embarcadero hasta la nave: aun en el remoto caso de que hubiesen podido acercar lo suficiente al muelle la Allegiance como para fabricar una plancha de tamaño practicable, la altura de sus cubiertas lo hacía del todo imposible. El pobre Hammond se había pasado casi una hora intentando convencerlos de que ser izados hasta la nave no suponía ningún peligro ni deshonor, y señalando hacia el propio barco en sus intervalos de frustración a modo de argumento mudo.
Desesperado, Hammond había terminado diciéndole:
—Capitán, ¿esto es mar abierto? ¿Hay algún peligro?
Una pregunta absurda, con una marejada de menos de metro y medio, aunque cuando hacía más viento la barcaza de espera se balanceaba de vez en cuando contra las sogas que la amarraban al muelle; sin embargo, ni siquiera la estupefacta negativa de Laurence había satisfecho a los ayudantes. Habían llegado a creer que nunca embarcarían, pero al final el propio Yongxing se había cansado de esperar y había finalizado la discusión saliendo de entre los pesados cortinajes de su sedán y montando en la lancha, sin hacer caso ni del nervioso ajetreo de su comitiva ni de las manos que se apresuraron a tenderle los tripulantes de la barcaza.
Los pasajeros chinos que habían tenido que esperar a la segunda lancha aún estaban embarcando por estribor, para ser recibidos por una docena de infantes de marina estirados y elegantes, amén de los marineros que tenían un aspecto algo más respetable, intercalados en una hilera a lo largo del lado interior de la crujía, muy decorativos los primeros con sus brillantes casacas rojas, y los segundos con sus pantalones blancos y sus chaquetillas azules.
Sun Kai, el más joven de los embajadores, saltó con facilidad desde la guindola y se quedó unos instantes contemplando con aire pensativo el trajín de la cubierta. Laurence se preguntó si tal vez desaprobaba el bullicio y el desorden que reinaban allí, pero no; al parecer sólo estaba intentando mantener el equilibrio. Probó dando unos cuantos pasos adelante y atrás, y después decidió arriesgarse un poco más recorriendo toda la longitud de la galería ida y vuelta con paso más seguro, mientras llevaba las manos entrelazadas detrás de la espalda y contemplaba con ceño fruncido y gesto de concentración el aparejo. Era obvio que trataba de seguir aquel laberinto de cuerdas desde su origen hasta su conclusión.
Esto complació mucho a los hombres que estaban de exposición, ya que al fin podían observar a los demás a cambio de ser observados. El príncipe Yongxing los había decepcionado a todos, pues casi al instante se había esfumado a los alojamientos privados que le habían preparado a popa. Sun Kai, alto e impasible con su larga coleta negra y su frente afeitada, vestido con un espléndido traje azul bordado en rojo y naranja, era un espectáculo casi igual de bueno, y no mostraba ningún interés por buscar sus propios aposentos.
Enseguida pudieron gozar de una diversión mejor. De abajo empezaron a llegar exclamaciones y gritos, y Sun Kai se acercó a la barandilla para asomarse. Laurence se incorporó y vio que Hammond corría hacia la borda, pálido de terror, ya que se había oído un sonoro chapoteo, pero momentos después, el embajador más veterano apareció finalmente sobre la borda, chorreando agua por la parte inferior de sus ropas. Pese a su desventura, el hombre de barba gris bajó a cubierta riéndose a carcajadas de lo que le había pasado y desechando con un gesto lo que parecían ser las urgentes disculpas de Hammond. Se palmeó la abultada panza con expresión afligida y después se alejó para reunirse con Sun Kai.
—Ha escapado por poco —comentó Laurence, recostándose de nuevo en su asiento—. Si se hubiera caído de verdad, esas ropas le habrían arrastrado hasta el fondo en cuestión de segundos.
—Lo que siento es que no se hayan caído todos —murmuró Temerario con voz discreta para un dragón de veinte toneladas. Es decir, no muy discreta. Hubo risitas en cubierta, y Hammond miró a su alrededor con gesto nervioso.
El resto de la comitiva fue izado a bordo sin más incidentes y distribuido por el barco casi con tanta rapidez como su equipaje. Cuando la operación quedó ultimada por fin, Hammond pareció muy aliviado, usó el dorso de la mano para secarse la frente, que estaba empapada pese a que el aire era frío y cortante, y se dejó caer sobre una taquilla que había en la galería, para enojo de la tripulación. Con él en medio no podían subir de nuevo la lancha a bordo, y sin embargo también era un pasajero y miembro de la embajada, demasiado importante para decirle sin más que se apartara.
Compadecido de todos ellos, Laurence buscó a sus mensajeros. Les habían dicho a Roland, Morgan y Dyer que se quedaran tranquilos en la cubierta de dragones y no estorbaran, de modo que estaban sentados en fila al borde de la plataforma, balanceando los pies en el vacío.
—¡Morgan! —dijo Laurence, y el chaval de pelo oscuro se puso en pie y corrió hacia él—. Ve a ver al señor Hammond e invítale a que se siente aquí conmigo, si no le importa.
El rostro de Hammond se iluminó al recibir la invitación, y acudió a la cubierta al instante. Ni siquiera se percató de que detrás de él los hombres empezaban inmediatamente a aparejar las poleas para izar a bordo la lancha.
—Gracias, señor. Gracias, es muy amable —dijo. Se sentó en otro cajón que Morgan y Roland le trajeron empujándolo por el suelo y aceptó con más gratitud aún la oferta de una copa de brandy—. Si Liu Bao llega a ahogarse, no tengo ni idea de cómo habría arreglado la situación.
—¿Es así como se llama ese caballero? —preguntó Laurence. Todo lo que recordaba del embajador más viejo en la reunión del Almirantazgo eran sus ronquidos más bien silbantes—. Habría sido un inicio poco propicio para el viaje, pero no creo que Yongxing pudiera echarle la culpa a usted por el traspiés del otro.
—No, en eso se equivoca usted —dijo Hammond—. Es un príncipe: puede culpar a cualquiera y por cualquier cosa.
Laurence pensó al principio que aquello era un chiste, pero Hammond lo dijo en tono serio y abatido. Tras beberse la mayor parte del brandy en lo que a Laurence, pese a que lo conocía de hacía poco, le pareció un silencio poco habitual en él, Hammond añadió de repente:
—Y, perdóneme, por favor… Debo mencionar lo perjudiciales que pueden ser ciertos comentarios… Las consecuencias de una ofensa pronunciada en un momento y sin pensar…
Laurence tardó un rato en darse cuenta de que Hammond se refería al rencoroso comentario pronunciado por Temerario. El dragón fue más rápido y contestó por sí mismo:
—No me importa si no les caigo bien —repuso—. A lo mejor así me dejan en paz, y no tengo que quedarme en China —al ocurrírsele aquella idea, enderezó la cabeza con repentino entusiasmo—. Si fuera muy grosero con ellos, ¿cree usted que se irían ahora mismo? —y añadió—: Laurence, ¿qué puede ser especialmente ofensivo?
Hammond parecía Pandora cuando abrió la caja y dejó que todos los males se diseminaran por el mundo. Laurence estuvo a punto de soltar la carcajada, pero se contuvo por simpatía. Hammond era joven para su trabajo y, por muy brillante que fuese su talento, sin duda era consciente de su falta de experiencia. En nada ayudaría volverle aún más aprensivo.
—No, amigo mío, eso no sirve —dijo Laurence—. Seguro que nos culpan por enseñarte malos modales y se deciden aún más a quedarse contigo.
—Oh… —desconsolado, Temerario hundió la cabeza entre las patas delanteras—. Bueno, supongo que tampoco está tan mal ir, excepto porque todos los demás van a combatir sin mí —dijo con resignación—. No obstante, el viaje será muy interesante, y creo que me va a gustar ver China, pero van a intentar quitarme a Laurence otra vez, de eso estoy seguro, y no pienso consentirlo.
Prudentemente, Hammond no opinó sobre aquel asunto. En vez de eso se apresuró a decir:
—Todo esto del embarque ha tardado mucho. Me imagino que no suele ocurrir, ¿verdad? Estaba convencido de que a mediodía habríamos recorrido ya la mitad del Canal, y aquí estamos, ni siquiera nos hemos hecho a la mar.
—Creo que ya casi han terminado —dijo Laurence.
El último de aquellos inmensos baúles ya estaba siendo izado con la ayuda de cuerdas y poleas hasta las manos de los marineros que lo esperaban a bordo. Los hombres parecían cansados e irritables, lo que era comprensible, ya que para subir a un solo hombre y todo su vestuario habían tardado tanto como para embarcar a diez dragones; además, su turno de cena llevaba ya media hora de retraso.
Cuando el baúl desapareció de la vista, el capitán Riley subió las escaleras del alcázar para unirse a ellos y se quitó el sombrero un momento para secarse el sudor de la frente.
—No tengo la menor idea de cómo consiguieron llegar a Inglaterra con todas esas cosas. Supongo que no lo hicieron en un transporte…
—No, o seguramente volveríamos en su barco —respondió Laurence. Hasta ese momento no había pensado en ello, y sólo ahora se dio cuenta de que no tenía la menor idea de cómo había viajado la embajada china—. Tal vez vinieron por tierra.
Hammond frunció el ceño y no dijo nada: obviamente, se estaba haciendo la misma pregunta.
—Debe de ser un viaje muy interesante, con muchos lugares diferentes que visitar —comentó Temerario—. No quiero decir que no me guste ir por mar, para nada —se apresuró a añadir, bajando la mirada para comprobar que no había ofendido a Riley—. ¿Es más rápido ir en barco?
—No, en absoluto —le contestó Laurence—. He oído hablar de un correo que llegó de Londres a Bombay en dos meses, y nosotros con suerte llegaremos a Cantón en siete, pero no hay ninguna ruta terrestre que sea segura. Francia está en medio, por desgracia, y además hay muchos bandoleros, por no hablar de las montañas o de cruzar el desierto de Taklamakán.
—Yo apostaría por lo menos por ocho meses —dijo Riley—. A juzgar por el cuaderno de bitácora, si conseguimos hacer seis nudos con viento que no sea directo de popa, será más de lo que espero —abajo y arriba había mucho ajetreo; todos se aprestaban a levar anclas y hacerse a la mar. La marea baja acariciaba suavemente el costado de barlovento—. Bien, es hora de ponerse en marcha. Laurence, esta noche la pasaré en cubierta para acostumbrarme a la nave, pero espero que cene conmigo mañana. Y, por supuesto, usted también, señor Hammond.
—Capitán —dijo Hammond—, no estoy familiarizado con la vida cotidiana de un barco. Espero que sea indulgente conmigo, pero ¿sería apropiado invitar a los miembros de la embajada?
—¿Cómo ha…? —dijo Riley, atónito. Laurence no pudo culparle por esa reacción, ya que invitar a gente a la mesa de otra persona era pasarse, pero Riley recobró la compostura y añadió en tono más educado—: Seguramente, señor, deba ser el príncipe Yongxing el primero en plantear esa invitación.
—Dado el estado presente de nuestras relaciones, estaremos en Cantón antes de que eso suceda —dijo Hammond—. No, debemos hacer cambios para ganárnoslos de alguna forma.
Riley ofreció algo más de resistencia, pero Hammond ya tenía la presa entre los dientes y se las arregló, mediante una hábil mezcla de persuasión y oídos sordos a las indirectas, para llevarse el gato al agua. Riley podría haber peleado más tiempo, pero los hombres esperaban impacientes la orden de levar anclas, la marea bajaba por momentos, y finalmente Hammond acabó diciendo:
—Gracias por su comprensión, señor. Ahora, caballeros, les ruego que me disculpen. En tierra tengo buena caligrafía con la escritura china, pero me imagino que a bordo de la nave voy a necesitar más tiempo para redactar una invitación aceptable.
Con esto, se levantó y escapó antes de que Riley pudiera retractarse de una rendición que no había llegado a presentar.
—Bien —dijo en tono lúgubre—, antes de que ése termine de escribir la nota, voy a ver si consigo que nos adentremos todo lo posible en alta mar. Si los chinos se indignan por mi insolencia, al menos con este viento les puedo decir sin faltar a la verdad que ya no podemos volver a puerto para que me echen del barco a patadas, y quizá se les haya pasado el enfado para cuando lleguemos a Madeira.
Bajó al alcázar y dio la orden. Al momento, los hombres que operaban los enormes cabrestantes cuádruples pusieron manos a la obra, y sus gritos y gruñidos llegaron desde las cubiertas inferiores mientras el cable subía por la serviola de hierro. El anclote más pequeño de la Allegiance era tan grande como el ancla mayor de proa de cualquier otro barco, y la envergadura de sus brazos superaba la altura de un hombre.
Para alivio de los marineros, Riley no dio orden de tirar de la nave con la soga del anclote. Un puñado de hombres la apartó de los pilotes empujando con pértigas de hierro, y ni siquiera esto hacía falta: el viento soplaba del noroeste, perpendicular a estribor, y con eso y la marea el barco se alejaba fácilmente del puerto. Llevaba sólo las gavias, pero Riley dio orden de desplegar los juanetes y los foques tan pronto como soltaron amarras. Pese a sus comentarios pesimistas, pronto se deslizaban por las aguas a un ritmo respetable. La nave no tenía mucha deriva con aquella quilla tan larga y profunda, y empezó a descender por el Canal de forma majestuosa.
Temerario había girado la cabeza hacia delante para disfrutar del viento de su avance: parecía el mascarón de un antiguo barco vikingo. Laurence sonrió ante la idea. Al ver su expresión, Temerario le dio un empujón afectuoso.
—¿Me lees? —le preguntó ilusionado—. Sólo nos quedan dos horas de luz.
—Será un placer —repuso Laurence, y se incorporó en el asiento para buscar a uno de sus mensajeros—. ¡Morgan! —llamó—. ¿Serías tan amable de ir abajo y traer el libro que hay encima de mi arcón? El de Gibbon. Vamos por el segundo volumen.
Habían reconvertido a toda prisa el camarote del gran almirante, a popa, en una especie de suite para el príncipe Yongxing; mientras que el del capitán, que estaba bajo la cubierta de popa, había sido dividido para los otros dos embajadores principales. Junto a ellos había otros dormitorios más pequeños que se habían distribuido entre la multitud de guardias y sirvientes, desplazando no sólo al propio Riley, sino también al primer oficial del barco, Lord Purbeck, al cirujano, al sobrecargo y a varios oficiales más. Por suerte, los alojamientos de proa, que habitualmente se reservaban para los aviadores de más alta graduación, estaban casi vacíos, ya que Temerario era el único dragón a bordo. Aun después de repartirlos entre todos no había escasez de sitio; y, para la ocasión, los carpinteros de la nave habían derribado los mamparos de sus camarotes creando así un gran comedor.
Demasiado grande, al principio Hammond había objetado:
—No puede parecer que tenemos más sitio que el príncipe —explicó, y así hubo que desplazar los mamparos casi dos metros, con lo que las mesas quedaron bastante apretadas.
Riley había obtenido casi tanto beneficio de la enorme recompensa conseguida tras la captura del huevo de Temerario como el propio Laurence: por suerte para él, podía permitirse mantener una mesa provista de buenos manjares y para muchos comensales. Ciertamente, la ocasión exigía recurrir a cualquier mueble que pudiera encontrarse a bordo. Una vez que se hubo recuperado de la conmoción de que su invitación fuera aceptada, aunque sólo en parte, Riley invitó también a los miembros más veteranos de la sala de suboficiales, a los propios tenientes de Laurence y a cualquier otra persona presuntamente capaz de mantener una conversación civilizada.
—Pero el príncipe Yongxing no va a acudir —dijo Hammond—, y entre todos los demás no saben ni una docena de palabras en inglés. Salvo el traductor, y sólo es uno.
—Entonces al menos podemos armar suficiente barullo entre nosotros mismos como para no cenar incómodos por culpa del silencio —dijo Riley.
Pero su esperanza resultó vana: en el momento en que llegaron los invitados se hizo un silencio paralizante, que parecía probable que continuara durante toda la cena. Aunque les acompañaba el intérprete, al principio ninguno de los chinos habló. El embajador más viejo, Liu Bao, tampoco había acudido, dejando a Sun Kai como representante de más rango. Pero incluso él hizo sólo un saludo escueto y formal al llegar, y después guardó un silencio sereno y digno, aunque no dejaba de mirar con atención la columna gruesa como un barril del mástil de proa, pintado con franjas amarillas, que bajaba por el techo y atravesaba el centro de la mesa; y llegó hasta el punto de mirar debajo del mantel para comprobar si el mástil seguía su camino hasta la cubierta inferior.
Riley había reservado la parte derecha de la mesa para sus huéspedes chinos y les enseñó cuáles eran sus sitios; pero ellos no se movieron para sentarse cuando él y sus oficiales lo hicieron, lo cual provocó confusión entre los ingleses: algunos hombres ya estaban a medio sentar y se quedaron suspendidos en el aire. Desconcertado, Riley indicó a los chinos que ocuparan sus asientos, pero tuvo que pedírselo varias veces hasta que al fin lo hicieron. No fue un buen auspicio para empezar, y tampoco sirvió para animar la conversación.
Los oficiales empezaron refugiándose en sus platos, pero ni siquiera esa apariencia de buenos modales duró demasiado. Los chinos no comían con cuchillo y tenedor, sino con palillos lacados que habían traído consigo. De alguna manera se las ingeniaban para llevarse la comida a la boca con ellos, y pronto los comensales británicos estaban contemplándolos con una fascinación a la vez grosera e inevitable, pues cada nuevo plato que les presentaban brindaba una oportunidad de estudiar su técnica. Los invitados se quedaron perplejos un instante ante una bandeja de pierna de cordero cortada en grandes rodajas, pero pasados unos segundos uno de los sirvientes más jóvenes procedió a enrollar con todo cuidado una de ellas usando sólo los palillos, la cogió y se la comió en tres bocados, abriendo el camino para los demás.
Para entonces, el guardiamarina más joven de Riley, un chico feo y rollizo de doce años que estaba a bordo porque su familia tenía tres votos en el Parlamento, y al que habían invitado para su propia educación más que por su compañía, estaba intentando imitar subrepticiamente su estilo. Para ello utilizaba a modo de palillos el cuchillo y el tenedor puestos al revés, pero sus esfuerzos no obtuvieron demasiada recompensa, salvo una mancha en los pantalones, que hasta entonces habían estado limpios. Como se encontraba en el extremo más alejado de la mesa las miradas de reproche no le llegaban, y en cuanto a los hombres que le rodeaban estaban demasiado entretenidos mirando a los chinos como para reparar en él.
Sun Kai tenía el puesto de honor, junto a Riley. Éste, desesperado por apartar su atención de las payasadas del chico, levantó una copa, miró a Hammond con el rabillo del ojo y dijo:
—A su salud, señor.
Hammond musitó una rápida traducción a través de la mesa. Sun Kai asintió, levantó su propia copa y dio un sorbo con cortesía, aunque no bebió demasiado: era un Madeira potente y reforzado con brandy, escogido para sobrevivir a mares tormentosos. Por un momento pareció que aquello iba a salvar la situación. El resto de los oficiales recordaron con retraso su deber de caballeros y empezaron a brindar con el resto de los invitados. La pantomima de las copas levantadas se comprendía de sobra sin necesidad de traducción, y llevaba con naturalidad a romper el hielo. Empezaron a verse sonrisas y cabeceos a ambos lados de la mesa, y Laurence oyó cómo Hammond, que estaba a su lado, exhalaba un suspiro casi inaudible, y vio que al fin probaba la comida.
El propio Laurence sabía que no estaba cumpliendo con su parte, pero tenía la rodilla apretada contra un caballete de la mesa, lo que le impedía estirar la pierna dolorida, y su cabeza seguía embotada a pesar de que había bebido sólo el mínimo que requería la educación. A estas alturas únicamente esperaba evitar situaciones embarazosas y se había resignado a pedir disculpas a Riley después de cenar por ser tan aburrido.
El teniente tercero de Riley, un tal Franks, había pasado los tres primeros brindis en silencio, sentado como una estaca y limitándose a alzar la copa con una muda sonrisa, pero el vino acabó por soltarle la lengua. Había servido en las Indias Orientales cuando era muy joven, durante la paz, y evidentemente había aprendido a balbucear algunas palabras de chino. Ahora intentó usar las menos obscenas con el caballero sentado frente a él: un hombre joven y bien afeitado llamado Ye Bing, más bien flacucho bajo el camuflaje de sus finos ropajes. Al chino se le iluminó el gesto y empezó a responder con su propio puñado de términos ingleses.
—Un muy… un mucho… —dijo, y se quedó clavado, incapaz de encontrar el resto del cumplido que quería hacer y meneando la cabeza ante las opciones que Franks le iba ofreciendo por parecerle más naturales: viento, noche, cena… Al final Ye Bing le hizo una seña al traductor, que acudió en su ayuda:
—Enhorabuena por su nave: está diseñada de forma muy inteligente.
Una alabanza así era una buena manera de llegar al corazón de un marino. Riley, que la había oído, interrumpió su deslavazada conversación bilingüe con Hammond y Sun Kai, que probablemente iba a acabar muriendo sola, y llamó al intérprete:
—Por favor, dé las gracias al caballero por sus amables palabras, señor. Y dígale que espero que todos ustedes se encuentren lo más cómodos posible.
Ye Bing hizo una inclinación de cabeza y dijo a través del traductor:
—Gracias, señor. Ya lo estamos mucho más que en nuestro viaje de ida. Para traernos hicieron falta cuatro barcos, y uno de ellos resultó ser desgraciadamente lento.
—Capitán Riley, supongo que ya habrá doblado usted el cabo de Buena Esperanza… —le interrumpió Hammond. Laurence le miró, sorprendido de su falta de modales.
Aunque Riley también parecía perplejo, se volvió para responderle con toda cortesía, pero Franks, que había pasado la mayor parte de los últimos dos días encerrado en la maloliente bodega para supervisar la estiba del equipaje, dijo con cierta irreverencia propia del alcohol:
—¿Sólo cuatro barcos? Me sorprende que no tomaran seis. Debieron de venir como sardinas en un barril.
Ye Bing asintió y dijo:
—Los barcos eran pequeños para un viaje tan largo, pero cuando se sirve al emperador toda incomodidad es un placer; y, en cualquier caso, eran los barcos más grandes que teníais en Cantón en ese momento.
—¡Oh! ¿Así que fletaron ustedes barcos de la Compañía de las Indias Orientales? —preguntó Macready. Era teniente de infantería de marina, un hombre enjuto y nervudo, y lucía unas gafas poco acordes con su rostro surcado de cicatrices. No había malicia, pero sí un innegable tono de superioridad en su pregunta y en las sonrisas que intercambiaron los hombres de la Armada. Los arquetipos repetidos una y otra vez en el servicio eran que los franceses sabían construir barcos pero no manejarlos, que los españoles eran violentos e indisciplinados y que los chinos no poseían una flota digna de tal nombre; verlos confirmados siempre era agradable y alentador.
—Cuatro barcos en el puerto de Cantón, y ustedes llenaron sus bodegas de equipaje en vez de porcelana y seda: debieron de cobrarles un ojo de la cara —añadió Franks.
—Qué extraño que diga eso —respondió Ye Bing—. Aunque navegábamos bajo el sello del emperador, cierto es, un capitán intentó exigir un pago, y después incluso intentó marcharse sin permiso. Algún espíritu maligno debió de apoderarse de él y le hizo actuar de una forma tan insensata, pero creo que los oficiales de su Compañía consiguieron encontrar a un doctor que le tratara, y se le permitió pedir disculpas.
Franks, como era de esperar, se le quedó mirando de hito en hito.
—Pero entones, ¿por qué les trajeron si ustedes no les pagaron?
Ye Bing le devolvió la mirada, sorprendido a su vez por la pregunta.
—Los barcos fueron confiscados por un edicto imperial. ¿Qué otra cosa podrían haber hecho? —se encogió de hombros, como para zanjar el asunto, y volvió su atención a los platos. Por lo visto, aquella ración de información le parecía menos significativa que las tartaletas de mermelada que el cocinero de Riley había preparado con el último plato.
Laurence dejó caer el cuchillo y el tenedor. Había tenido poco apetito desde el primer momento, y ahora acababa de perderlo por completo. Que pudieran hablar como si tal cosa de la incautación de naves y propiedades inglesas, de la servidumbre obligatoria de unos marinos británicos a un trono extranjero… Por unos instantes casi se convenció a sí mismo de que lo había malinterpretado: todos los periódicos del país deberían haber puesto el grito en el cielo ante tal incidente, y sin duda el gobierno habría elevado una propuesta formal. Después miró a Hammond. El diplomático estaba pálido y alarmado, pero no sorprendido. Y todas las dudas de Laurence se disiparon en cuanto recordó la patética y casi rastrera conducta de Barham, y los intentos de Hammond por cambiar el rumbo de la conversación.
El resto de los ingleses no tardó mucho más en comprender lo que pasaba, y los oficiales empezaron a murmurar y susurrar entre sí a lo largo de la mesa. Riley, que llevaba todo ese rato respondiendo a Hammond, empezó a hablar más despacio y al fin se detuvo. Para animarle a que siguiera hablando, Hammond se apresuró a preguntarle:
—¿Y fue dura la travesía del cabo? Espero que no tengamos que temer mal tiempo durante el viaje…
Pero su pregunta llegó demasiado tarde. Un silencio absoluto se hizo en el comedor, salvo por los ruidos que hacía el joven Tripp al masticar.
Garnett, el sobrecargo, le dio un codazo, e incluso este sonido se apagó. Sun Kai dejó la copa de vino y miró con el ceño fruncido a lo largo de la mesa. Había percibido el cambio en la atmósfera, como si se cerniera una tormenta. Aunque sólo estaban a mitad de la cena, ya se había bebido en grandes cantidades, y muchos de los oficiales eran hombres jóvenes que empezaban a enrojecer de mortificación y rabia. Más de un hombre de la Armada, que se quedaba en dique seco durante un periodo de paz o por falta de influencias, había servido en los barcos de la Compañía de las Indias Orientales. Los lazos entre la Armada inglesa y su Marina mercante eran fuertes, lo que hacía que sintieran aún más aquella ofensa.
El intérprete se estaba apartando de las sillas con gesto nervioso, pero la mayoría de los demás asistentes chinos no se habían dado cuenta todavía. Uno se rió en voz alta por algún comentario de su vecino de mesa, y su carcajada sonó solitaria y extraña en la sala.
—¡Por Dios! —exclamó Franks de repente—, creo que voy a…
Sus compañeros de mesa se apresuraron a agarrarle de los brazos y le obligaron a quedarse en la silla, tratando de hacerle callar con miradas ansiosas hacia los oficiales principales, pero había más susurros que iban subiendo de volumen. Un hombre estaba diciendo: «¡… y sentados a nuestra mesa!», entre vehementes exclamaciones de asentimiento. En cualquier momento podía producirse un estallido de consecuencias desastrosas. Hammond estaba intentando hablar, pero nadie le hacía caso.
—Capitán Riley —dijo Laurence, en tono áspero y voz muy alta, acallando los susurros de indignación—, ¿sería tan amable de explicarnos cuál será el rumbo del viaje? Creo que el señor Granby tenía curiosidad por conocer la ruta que vamos a seguir.
Granby, sentado a unas sillas de distancia, con la piel pálida bajo las quemaduras del sol, dio un respingo. Después, pasado un momento, dijo asintiendo hacia Riley:
—Sí, claro. Me haría un gran favor con ello, señor.
—Cómo no —respondió Riley, aunque un tanto envarado. Se inclinó sobre la gaveta que había detrás de él, donde tenía los mapas. Llevó uno a la mesa y trazó el curso, hablando un poco más alto de lo normal—. Una vez que salgamos del Canal, debemos buscar un camino para sortear Francia y España. Después nos acercaremos un poco más a tierra y seguiremos la costa de África lo mejor que podamos. Haremos escala en el Cabo hasta que empiece el monzón de verano, entre una semana y tres dependiendo de nuestra velocidad, y después aprovecharemos el viento todo el camino hasta el mar de la China Meridional.
Aquello rompió el peor momento de aquel lúgubre silencio, y poco a poco empezaron de nuevo las tímidas conversaciones protocolarias, pero nadie dijo una palabra a los invitados chinos, salvo Hammond, que se dirigía de vez en cuando a Sun Kai, y bajo el peso de las miradas de desaprobación incluso él flaqueó y acabó callado. Riley recurrió a pedir la tarta, y la cena se arrastró hasta un final desastroso, mucho más temprano de lo habitual.
Los marineros e infantes de marina apostados tras las sillas de los oficiales para actuar de asistentes ya empezaban a murmurar entre ellos. Cuando Laurence volvió a cubierta, izándose por la escalerilla más por la fuerza de los brazos que propiamente subiéndola, ya habían salido, y las noticias habían corrido de un extremo a otro del puente: incluso los aviadores estaban hablando con los marineros a través de la línea de separación.
Hammond salió a cubierta, se quedó mirando a los corrillos que murmuraban entre sí y se mordió los labios hasta que se le quedaron sin sangre. La ansiedad pintada en su cara le hacía parecer extrañamente viejo y demacrado. Laurence no sentía ninguna lástima por él, sólo indignación: no cabía ninguna duda de que Hammond había intentado de forma deliberada ocultar aquel vergonzoso asunto.
Riley estaba a su lado, sin probar la taza de café que tenía en la mano. Por el olor había hervido, si es que no se había quemado.
—Señor Hammond —dijo en tono muy quedo pero con autoridad, más autoridad de la que Laurence le había oído utilizar nunca desde que tenían relación, ya que le había conocido la mayor parte del tiempo como subordinado. Una autoridad que borró de golpe cualquier traza de su humor habitualmente relajado—. Por favor, comunique a los chinos que es esencial que permanezcan abajo. Me importa un rábano qué excusa quiera darles, pero no doy un penique por sus vidas si salen a cubierta ahora. Capitán —añadió, dirigiéndose a Laurence—, le ruego que mande a sus hombres a la cama ahora mismo. No me gusta cómo están los ánimos.
—Sí —respondió Laurence, que estaba completamente de acuerdo. Los hombres tan alterados podían comportarse de forma violenta, y de ahí al motín sólo había un paso. Y para entonces, el motivo originario del motín ya no tenía por qué importar. Le hizo una seña a Granby—. John, envíe a los muchachos abajo, y hable con los oficiales para que mantengan tranquilos a los hombres. No queremos que se produzca ningún alboroto.
Granby asintió.
—Por Dios, aunque… —dijo, con la mirada fría debido a su propia ira, pero se detuvo cuando Laurence meneó la cabeza, y se fue.
Los aviadores rompieron los corrillos y bajaron en silencio. El ejemplo debió de servir de algo, porque los marineros no montaron ningún altercado cuando se les ordenó hacer lo mismo. Además, sabían muy bien que en este caso los oficiales no eran sus enemigos. La furia era una criatura viva en cada pecho, un sentimiento compartido que los unía a todos, y hubo poco más que murmullos cuando Lord Purbeck, el primer teniente, subió a cubierta y, caminando entre ellos, les ordenó con su deje lento y afectado:
—Prosiga, Jenkins. Prosiga, Harvey.
Temerario estaba esperando en la cubierta de dragones, con la cabeza levantada y los ojos brillantes. Había escuchado lo suficiente como para estar en ascuas por la curiosidad. Al oír el resto de la historia, soltó un bufido y dijo:
—Si sus propios barcos no podían traerlos, sería mucho mejor que se hubiesen quedado en casa.
En su caso, sin embargo, se trataba más de simple antipatía que de indignación por la ofensa, y no era proclive a sentir gran rencor. Como la mayoría de los dragones, tenía un punto de vista sobre la propiedad muy informal; salvo, por supuesto, las joyas y el oro que le pertenecían. De hecho, mientras hablaba se dedicaba a sacarle brillo al enorme colgante de zafiros que Laurence le había regalado y que nunca se quitaba salvo para ese propósito.
—Es un insulto a la Corona —dijo Laurence, frotándose la pierna con la mano y dándose en ella puñetazos breves. La herida le dolía, y se moría por poder caminar. Hammond estaba de pie junto a la barandilla del alcázar de popa, fumándose un puro. El tenue resplandor rojo de las cenizas se avivaba con sus caladas e iluminaba su semblante pálido y empapado de sudor. Laurence le miró con amargura desde el otro lado de la cubierta casi vacía.
—Me maravilla ese hombre. Él y Barham. ¡¿Cómo se han tragado un ultraje así sin montar ningún escándalo?! Es algo que no se puede tolerar.
Temerario le miró y parpadeó.
—Pero yo creía que teníamos que evitar la guerra con China a cualquier coste —dijo en tono muy razonable, ya que llevaban semanas aleccionándolo sin parar sobre ese asunto, incluso el propio Laurence.
—Si hubiera que elegir el mal menor, preferiría llegar a un acuerdo con Bonaparte —repuso Laurence, demasiado furioso por el momento para meditar sobre aquello de forma racional—. Al menos, él tuvo la decencia de declarar la guerra antes de capturar a nuestros ciudadanos, en vez de esta forma tan arrogante y despreocupada de insultarnos a la cara, como si no nos atreviéramos a responderlos. Claro, no es que el gobierno les haya dado razón alguna para pensar de otro modo: son un hatajo de puñeteros chuchos, revolcándose en el suelo para que les rasquen la tripa. Y pensar —añadió, calentándose cada vez más— que esa sabandija me estaba intentando convencer para que hiciera el kowtow, sabiendo que eso iba después de…
Temerario resopló, sorprendido de tanta vehemencia, y le dio un suave empujón con la nariz.
—Por favor, no te enfades tanto. No puede ser bueno para ti.
Laurence meneó la cabeza, aunque no en señal de desacuerdo, se recostó contra Temerario y se calló. No, no podía ser bueno ventilar su furia de ese modo, cuando algunos de los hombres que quedaban en cubierta podían oír por casualidad sus palabras y tomárselas como estímulo para algún acto violento, y tampoco quería preocupar a Temerario, pero de pronto comprendía muchas cosas: después de tragarse tamaño insulto, era evidente que el gobierno no tenía el menor problema en entregar un simple dragón. Probablemente, todos en el Ministerio estarían contentos de librarse de un recordatorio tan desagradable y echar tierra sobre todo aquel asunto.
Acarició el costado de Temerario para tranquilizarlo.
—¿Te quedas un rato conmigo en cubierta? —le preguntó Temerario, zalamero—. Será mucho mejor si te sientas y descansas, y no te preocupas tanto.
Lo cierto era que Laurence no quería alejarse de él. Qué curioso, podía sentir cómo recuperaba la calma perdida bajo la influencia de aquel latido regular bajo sus dedos. De momento, el viento no soplaba muy fuerte, y tampoco podían enviar abajo a toda la guardia nocturna. Un oficial extra en el puente no les vendría mal.
—Sí, me quedo. En cualquier caso, no me gusta dejar solo a Riley cuando los ánimos están así en el barco —respondió, y se acercó cojeando a coger ropa de abrigo.