21: El portal está abierto
21
El portal está abierto
von Pfaltzen posó una mirada de incomprensión sobre Scharnholt, y luego se desplomó, mientras un chorro de sangre le manaba del cuello. A esa señal, todos los seguidores de Scharnholt y algunos hombres de otras compañías se volvieron contra los que tenían al lado. Por toda la cámara estallaron gritos de sorpresa y dolor. Entonces, mientras los hombres de las compañías intentaban desesperadamente defenderse de quienes habían pensado que eran sus camaradas, también Danziger alzó la voz.
—¡Seguidores de Slaanesh! ¡Haced otro tanto! —gritó—. ¡Coged la piedra y Talabheim caerá! ¡Toda la gloria para nuestro delicioso amo!
Sus hombres cayeron sobre los que ya luchaban contra los adoradores de Tzeentch. Ante los ojos de Reiner, los Corazones Negros y Teclis, una cuarta parte de las compañías fue asesinada antes de que se recobraran lo suficiente para reagruparse y defenderse. También murieron muchos adoradores del Caos, pero mientras caían resonaron gritos sedientos de sangre por la cámara, y desde el túnel principal entró una turba de enmascarados que agitaban espadas, hachas y lanzas. La mitad llevaban ropón azul y dorado, mientras que el de los otros era púrpura y rojo.
Teclis suspiró y se puso de pie.
—Si no fuera una cuestión que afectara a la estabilidad del mundo, dejaría morir a la ciudad.
Las compañías retrocedieron ante el torrente de adoradores del Caos, y se apiñaron a la derecha de la entrada principal. Scharnholt, Danziger y sus hombres corrieron a unirse a los camaradas enmascarados.
—Ayudadme a llegar hasta Valdenheim —pidió Teclis.
—Sí, señor.
Reiner y los otros lo llevaron a través de la confusión hasta el sitio en que Manfred se encontraba con Boellengen, Schott, Raichskell y el señor comandante cazador Keinholtz, conferenciando con el mago Nichtladen. El padre Totkrieg había muerto. Los soldados estaban al borde del pánico. Los compañeros se habían vuelto contra ellos. La batalla que habían creído ganada tenía que volver a librarse, ahora contra enemigos más peligrosos.
Y las cosas no hacían más que empeorar. Unos hechiceros se pusieron a salmodiar detrás de los adoradores del Caos, que cargaron contra las compañías. El aire que los rodeaba comenzó a deformarse y rielar.
—¡Mago! —le gritó Manfred a Nichtladen—. ¡Protegednos!
El mago les gritó órdenes a los pocos iniciados que quedaban y que empezaron a entonar hechizos protectores. Parecía que tenían dificultades. Tartamudeaban las invocaciones; las manos se les movían espasmódicamente. De repente, uno de ellos gritó. Le estallaron los ojos y cayó; la sangre le manaba por la boca. Otro comenzó a arrancarse trozos de cara con los dedos. El aire causaba escozor. Surgieron llamas en torno a los pies de los pistoleros de Boellengen, que gritaron de miedo y retrocedieron. Los adoradores del Caos avanzaron.
Teclis se estremeció al reunir fuerzas.
—La piedra de disformidad aumenta los poderes de los adoradores del Caos —dijo, y luego dijo una sola palabra y separó las manos.
De inmediato, se apagaron las llamas que rodeaban a los pistoleros. Los magos restantes se recobraron.
Teclis estaba a punto de desplomarse.
—Vuestros hombres y magos deben matar a los hechiceros —dijo con voz cansada—. Yo sólo tengo fuerza suficiente para contenerlos. —Se tocó el pecho donde lo había herido la flecha de Valaris—. Puede ser que los de Naggaroth me hayan matado, después de todo.
—Sí, señor Teclis —respondió Manfred.
Pero justo en el momento en que se giraba para darles la orden a sus hombres, entre los adoradores de Slaanesh y Tzeentch comenzaron a alzarse columnas de humo.
—De prisa —dijo Teclis con voz quebrada—. ¡Atacadlos! ¡Interrumpid la ceremonia!
Los soldados avanzaron y los magos comenzaron sus hechizos, pero ya era demasiado tarde. Dentro de las columnas de humo se movía algo, y la cámara se inundó de extraños olores sofocantes. Del lado de Tzeentch manaba un olor parecido al de la leche agriada, y del de Slaanesh, un perfume embriagador. Luego, salieron seres del interior de las columnas de humo. Los ojos de Reiner eran repelidos por uno y atraídos hacia el otro.
El ser conjurado por los adoradores de Tzeentch causaba literalmente dolor al mirarlo. Era una masa rosada e informe que cambiaba continuamente. Cuernos, extremidades y bocas babeantes le brotaban de la piel y volvían a hundirse como cabezas de pescado que el hervor empujara hasta la superficie de una sopa. Exudaba pus, y se movía excretando una pierna hacia adelante y retrayendo la posterior. Reiner tenía ganas de salir corriendo, de arrancarse los ojos.
El ser invocado por los de Slaanesh, por otro lado, era tan atractivo que Reiner descubrió que estaba incómodamente excitado: una belleza de piel color espliego, con labios carnosos y gráciles cuernos. Sus perfectos pechos desnudos se mecían hipnóticamente con cada provocativo paso, y sus ojos almendrados no parecían mirar a nadie más que a Reiner. Dio un paso hacia ella mientras se abría el jubón.
—Es hermoso —dijo Franka. También ella avanzaba con los ojos vidriosos de lujuria.
—¿Hermoso? —preguntó Reiner, con voz monótona.
Por un breve instante, Reiner vio algo diferente del lascivo ser púrpura…, que aún era púrpura, pero ahora duro y quitinoso. Lo que había tomado por labios rojos era una boca como la de una remora. Los ojos almendrados eran agujeros negros. Luego, la bella visión volvió a imponerse, pero ahora pudo luchar contra ella.
Las compañías estaban reaccionando como lo había hecho él; retrocedían ante la pesadilla de Tzeentch y avanzaban hacia la seductora criatura de Slaanesh. Los adoradores del Caos mataban tanto a los aterrorizados como a los fascinados.
Teclis gimió, y entonces redobló la salmodia. La influencia de los demonios disminuyó de inmediato. Manfred se recuperó y avanzó con la espada en alto.
—¡Resistid, mis hombres de Reikland! ¡Resistid, hombres de Talabheim! —gritó—. ¡Acorazad vuestras mentes! ¿Acaso no hemos luchado antes contra estas criaturas y las hemos vencido? ¿Acaso no las hemos devuelto una y otra vez, junto con sus inmundos parientes, a los Desiertos del Caos? ¡No temáis! ¡El poderoso Teclis nos protegerá! ¡Matad a los hombres y los horrores huirán! ¡Luchad!
Los hombres volvieron a trabarse en combate.
Por la izquierda, Keinholtz y los de Talabheim cargaron y se adentraron entre los adoradores de Slaanesh con renovado vigor.
—¡Por von Pfaltzen y la condesa! —rugieron.
A la derecha, Schott, Boellengen y Raichskell condujeron a sus hombres contra los adoradores de Tzeentch.
—¡Karl-Franz! ¡Karl-Franz! —gritaron.
Incluso Reiner, que sabía que Manfred tenía menos honor que un vulgar proxeneta, se sintió conmovido por sus palabras. «Aparte de cualquier otra cosa que sea —pensó—, ese viejo bribón es un líder».
Pero a pesar de lo inspirados que estaban los hombres, eran lastimosamente pocos y acababan de librar una terrible batalla, mientras que los adoradores del Caos estaban descansados. Y los demonios, aunque su influencia mental había quedado menoscabada por las protecciones de Teclis, mataban a todos los que encontraban ante sí con las garras, los dientes y los tentáculos.
—No podré protegerlos durante mucho tiempo —jadeó Teclis—. Si no podéis matar a los hechiceros, estamos acabados.
Manfred se volvió a mirar a Reiner.
—¡Hetzau! Sumad a vuestros hombres a la línea de batalla. ¡Atravesad hasta las columnas!
—No, mi señor —negó Reiner—. Tengo una idea mejor. Por aquí, muchachos.
Mientras Manfred les chillaba, Reiner condujo a los Corazones Negros hacia la izquierda, en dirección al agrupamiento de chozas que corría a lo largo de la pared de la cámara, y cogió a Darius por un codo.
—Escuchadme, erudito —dijo mientras corrían—. Ésta es vuestra oportunidad. Ahora demostraréis vuestra valía.
Darius tragó.
—¿Qué…, qué queréis que haga?
Los Corazones Negros se escabulleron entre las chozas para dar un rodeo en torno al flanco de los adoradores de Slaanesh.
—Lanzadles un hechizo a los tipos que invocaron a la cosa con muchas bocas —respondió Reiner—. No importa qué sea, mientras se den cuenta de que los atacan. Algo con muchos destellos y humo.
—¡Que no soy un brujo, maldito! —gimoteó Darius—. Os lo he dicho mil veces.
—Y mil veces no os he creído —replicó Reiner.
Ahora se encontraban detrás de los ejércitos de adoradores de Tzeentch y Slaanesh, a los que miraban entre las chozas. Habían cerrado el círculo y el número de soldados de las compañías mermaba con rapidez. La belleza púrpura alzó a un hombre ensartado en la punta de una pata en forma de sable, y lo lanzó contra los espadones de Schott. Cayeron dos soldados, y los adoradores del Caos los cortaron en pedazos antes de que pudieran levantarse. El horror rosado estaba tragándose a tres hombres con tres bocas diferentes.
—Pero es la verdad —insistió Darius—. Soy un erudito. Sólo conozco la teoría, no la práctica.
Reiner lo zarandeó.
—¡Mentiroso! Manfred os escogió por alguna razón. Podría haber encontrado a un cirujano mejor que vos en cualquier parte. Simplemente sois demasiado cobarde como para hacer lo que os ordenó, ¿no es cierto?
—Yo… ¡No, no puedo! ¡No me atrevo!
—¡Así que sabéis algo! —gritó Reiner, triunfante—. ¡Lo sabía! ¡Ponedlo en práctica! ¡Daos prisa!
—¡No! ¡No puedo!
—¡Maldito seáis! ¡Hablad! —siseó Reiner—. ¿Qué es? ¿Qué podéis hacer?
—Nada. Es algo inútil: puedo hacer que las plantas crezcan más de prisa. Se lo dije, pero no quiso escucharme…
—Y no me extrañaría que llevarais plantas dentro del zurrón, aunque os ordené que las tirarais —dijo Reiner—. Hacedlas crecer.
—¡No me atrevo!
—¡Estúpido! ¿Aún tenéis miedo de que os despreciemos? ¡Necesitamos vuestras habilidades!
—¡No es por eso! —dijo Darius con desdicha—. ¡Es algo a lo que le tengo miedo! Casi…, casi me perdí la última vez. Así es como me atraparon. Me encontró la casera, sin conocimiento, en medio de mis círculos y braseros, y…
—¿Así que le tenéis miedo a la muerte? —preguntó Reiner.
Darius soltó un lamento.
—Por supuesto que yo…
—Bien. —Reiner le puso una daga en la garganta—. Porque os mataré si no obedecéis esta orden. Y esto no es un juego como el de Augustus. Podéis arriesgaros a morir y salvar una ciudad, o podéis morir ahora mismo. ¿Qué escogéis?
Darius se acobardó ante el arma.
—Lo…, lo haré. —Tenía lágrimas en los ojos—. ¡Ojalá Manfred no me hubiese encontrado nunca!
—En ese caso, te habrían ahorcado hace semanas —dijo Hals—, y nos habrían ahorrado un montón de gimoteos.
—Silencio, piquero —intervino Reiner—. Ahora, escuchad. Esto es lo que haremos.
Momentos más tarde, Reiner y Darius se arrastraron por el suelo hasta acercarse a los adoradores de Slaanesh tanto como se atrevían a hacerlo. Los de Tzeentch estaban a la izquierda. Reiner miró más allá de estos últimos y vio que Franka y Gert ocupaban posiciones en las sombras. Reiner esperaba que la estratagema no llegara demasiado tarde. Daba la impresión de que las líneas de los de Reikland y Talabheim se romperían de un momento a otro.
—¿Preparado? —susurró.
Darius se encogió de hombros con rostro inexpresivo.
—¡Entonces, adelante!
Darius se sentó y sacó un puñado de esquejes de plantas del zurrón. Murmuró sobre ellas al mismo tiempo que realizaba complicados movimientos con las manos. Al principio, no sucedió nada, pero luego Reiner oyó una ligerísima detonación y vio, asombrado, cómo los esquejes comenzaban a crecer y les nacían brotes. Las palabras de Darius se hicieron más guturales, y las plantas se ennegrecieron y retorcieron. El joven se mecía como si estuviera mareado. Las palabras eran más duras y ásperas.
—¿Ahora? —preguntó Reiner.
Darius asintió con la cabeza y se levantó, tambaleante, para lanzar con todas sus fuerzas, hacia los adoradores de Tzeentch, las plantas en rápido crecimiento.
—¡Venid, plantas! —gritó Reiner a pleno pulmón—. Obedeced las órdenes de vuestro amo Slaanesh. ¡Acabad con estos traicioneros herejes de Tzeentch!
«Por supuesto —pensó Reiner mientras tiraba de Darius hacia abajo, y ambos se escondían—, todo el plan se desmoronará si los esquejes crecen hasta transformarse en narcisos y coles». No tenía por qué preocuparse. Los esquejes habían sido cortados de las plantas dementes del barrio de los Árboles del Sebo y, bajo la influencia del hechizo de Darius y en presencia de tanta piedra de disformidad, estallaron en una cascada de vegetación mutante que crecía a gran velocidad: plantas rastreras que ondularon por el suelo como serpientes hacia los adoradores de Tzeentch, y de ellas brotaron zarcillos que palpaban el entorno y espinas grandes como dagas; raíces que se hundieron en el suelo duro y se transformaron en árboles a los que en un abrir y cerrar de ojos les nacieron del tronco ramas de las que pendían frutos malsanos.
Plantas jadeantes que babeaban savia al olfatear a los adoradores del Caos y enredaderas que se envolvían alrededor de los tobillos: los hombres eran estrujados en verdes abrazos y ensartados por espinas de treinta centímetros. Los que caían se veían inmediatamente cubiertos por flores jadeantes que les chupaban la sangre como sanguijuelas.
Los adoradores de Tzeentch cortaban las enredaderas y buscaban al culpable. Los que habían oído la invocación de Reiner señalaron con dedos coléricos a los partidarios de Slaanesh. Entonces, una flecha salió volando desde detrás de los de Tzeentch y se clavó en el cuello de uno de los de Slaanesh.
—¡Matad a la escoria de Slaanesh! —bramó una voz que se parecía sospechosamente a la de Gert—. ¿Veis cómo se han vuelto contra nosotros? ¡Traidores!
Cayó otro adorador de Slaanesh que se aferraba una flecha que tenía clavada en un brazo. Sus compañeros se volvieron a mirar a los partidarios de Tzeentch, que corrían hacia ellos agitando las armas. Los miembros de ambos cultos se lanzaron unos sobre otros, y la pendencia se propagó. Al observar que abandonaban el combate contra las compañías para luchar contra los rivales, Reiner se sintió gratificado. Un adorador de Tzeentch armado con un hacha cargó contra el círculo de hechiceros de Slaanesh. No logró atravesar las defensas, pero los hechiceros se volvieron a mirarlo, confusos. Los brujos de Tzeentch también se dieron la vuelta, y el ser que habían invocado comenzó a palidecer. Una cuerda de fuego salió disparada desde los partidarios de Slaanesh hacia los de Tzeentch y quemó todo lo que tocó. Los de Tzeentch respondieron con una nube amarilla que hacía que los hombres se atragantaran y cayeran. Los círculos de invocación se rompieron a causa de la confusión y, con un restallido de aire desplazado, el horror rosado y la belleza púrpura desaparecieron.
Los de Talabheim y Reikland lanzaron aclamaciones y renovaron los ataques contra los adoradores del Caos, que peleaban entre sí.
—¡Bien hecho, erudito! —gritó Reiner—. Lo hemos logrado. Marchémonos.
Darius yacía, gimoteando, en el suelo, y se miraba las manos como si no las hubiera visto antes. Le manaba sangre de la nariz y los oídos.
—¡Muchacho!
Darius no reaccionó. Reiner lo cogió por debajo de un brazo. El erudito se puso de pie como un sonámbulo. Lo condujo de vuelta a las chozas, donde se reunió con Gert y Franka, que también se retiraban sigilosamente.
—¡Buen trabajo! —les dijo.
—¡Hetzau! —gritó una voz detrás de ellos—. ¡Tendría que haberlo sabido!
Reiner se volvió. Danziger lo miraba con ferocidad desde detrás de un montón de basura, donde él y sus hombres se habían refugiado.
—¡Deteneos! —gritó hacia la batalla—. ¡Dejad de luchar! ¡Los perros de Manfred nos han embaucado!
Nadie lo oyó. Había demasiado ruido, y los adoradores del Caos luchaban contra las plantas y entre sí con demasiada ferocidad.
Danziger maldijo.
—¡Bueno, al menos yo podré vengarme! ¡A por ellos! —Cargó hacia Reiner, seguido por sus hombres.
Reiner giró para correr con Franka y Gert, pero Darius estaba de rodillas, mirándose las manos otra vez.
—¡Maldito muchacho! —Cogió al erudito por un brazo.
Darius le dio un empujón y se puso a chillar.
Reiner cayó, sorprendido, y la espada se alejó patinando por el suelo. Danziger y sus hombres ya casi estaban sobre él.
—¡Reiner! —gritó Franka.
Regresó para cubrirlo. Gert la siguió, maldiciendo. Reiner gateó hacia la espada y se cortó la palma al cogerla por la hoja. El resto de los Corazones Negros corrían a toda velocidad hacia él desde las chozas, pero estaban demasiado lejos.
Franka se lanzó hacia Danziger, pero uno de sus hombres le dirigió un tajo a la cabeza, y ella se lanzó al suelo. Reiner manoteó para encontrar el extremo correcto de la espada. Danziger lo acometió, y no logró apartarse a tiempo.
—¡Capitán! —gritó Gert.
Saltó ante Reiner y atacó a Danziger con el destral. El noble se agachó y le clavó una estocada en la entrepierna. Otro adorador del Caos lo hirió en un costado. Gert se fue contra Reiner, aferrándose la entrepierna. Reiner lanzó una estocada por encima de un hombro del corpulento compañero, y le atravesó la garganta a Danziger. El noble chilló y sacudió la cabeza para intentar escapar de la espada, que le salió por un costado del cuello. Al caer, comenzó a manarle una fuente de sangre.
Gert se desplomó cuando Franka se ponía en pie de un salto, y con Reiner se situaron junto a él, espalda con espalda, en el centro del círculo formado por los seis hombres de Danziger que quedaban. Las espadas intentaban estocarlos desde todas partes. Reiner paró dos y se giró de modo que una tercera le diera en el hombro en lugar de atravesarle el corazón. Franka esquivó una espada, desvió otra a un lado de un golpe, y le hizo una herida superficial a un hombre en el pecho con una estocada, aunque recibió el tajo de respuesta en el antebrazo.
Pero en ese momento los adoradores del Caos se volvieron al oír la atronadora carrera de los Corazones Negros, y cayeron como paja segada ante la espada de Jergen y las lanzas de Pavel, Hals y Augustus.
Reiner miró hacia la batalla para asegurarse de que nadie más iba a por ellos, y se acuclilló junto a Gert. El ballestero tenía los calzones teñidos de rojo hasta las botas, y pegados a las piernas.
—¿Estás bien, muchacho? —preguntó, aunque conocía la respuesta.
—Es grave, creo —dijo Gert. Tenía la cara blanca como el papel—. Capitán, yo…
—Aquí no —dijo Reiner—. Estamos demasiado expuestos. Jergen, Augustus, llevadlo hasta las chozas.
Augustus y Jergen pusieron a Gert de pie y se pasaron sus brazos por encima de los hombros. Parecía que al corpulento ballestero le hubieran sacado el relleno. Tenía las mejillas colgando y gemía a cada paso.
Reiner tocó a Darius en un hombro. Aún se contemplaba las manos.
—Erudito. —Darius no alzó la mirada, pero dejó que se lo llevara.
Acababan de llegar a las chozas cuando oyeron que Scharnholt gritaba detrás de ellos.
—¡Detenedlos!
Reiner se volvió, maldiciendo, pero se sorprendió al ver que Scharnholt no los señalaba a ellos, sino a un grupo de figuras con hábito gris que se escabullía rodeando la cámara hacia el puente que atravesaba la grieta. Dos iban en cabeza, y los otros llevaban el ataúd de la piedra conductora.
—Vaya, y ahora, ¿quiénes son ésos? —gimió Reiner.
Los ladrones entraron en el puente. Franka les disparó una flecha, que se clavó en la parte superior de un brazo del más bajo de los dos que iban delante. La figura dio un traspié y gritó con una voz que Reiner creyó reconocer, pero la procesión no ralentizó la marcha.
La voz de Scharnholt se alzaba para gritar palabras extrañas. Lanzó hacia adelante las manos, de las que salió disparada una columna de fuego y fue a estallar sobre el puente. Los ladrones quedaron envueltos en una bola de llamas.
Al disiparse, Reiner y los otros vieron que los portadores de la piedra, maltrechos y ardiendo, se precipitaban al vacío mientras los dos de delante corrían al interior de un oscuro túnel situado al otro lado del puente, con los hábitos humeando. También estaba en llamas el ataúd, que se balanceaba al borde del puente.
Un grito ahogado de horror colectivo inundó la cámara. Los hombres de Tzeentch, Slaanesh y el Imperio corrieron todos hacia el puente, pero antes de que hubieran dado cinco pasos el ataúd en llamas se inclinó como un barco que se hunde y se deslizó al vacío. Se produjo un silencio absoluto entre los combatientes cuando el objeto de la batalla desapareció en las profundidades.
—¡Por Sigmar! —dijo Hals, en voz baja.
El cuadro vivo se rompió cuando una luz blanca salió disparada desde las filas del Imperio, y Scharnholt gritó. Estaba encerrado en una parpadeante penumbra, con la espalda arqueada de dolor. El esqueleto le brillaba a través de la piel como si fuera fosforescente, cada vez más fulgente, y luego, con un destello cegador y un trueno, desapareció. Los soldados del Imperio rugieron, triunfantes, y todos cayeron sobre los desmoralizados adoradores del Caos.
Augustus y Jergen tendieron a Gert entre las chozas. Apenas estaba consciente. De las botas le chorreaba sangre. Los demás se reunieron en torno a él.
—¡Erudito! —gritó Reiner—. ¡Darius! ¡Curadle las heridas!
—No conozco ningún hechizo —murmuró Darius.
—No os estoy pidiendo hechizos —respondió Reiner—. ¡Ocupaos de curarlo, maldito!
—No conozco ningún hechizo —repitió Darius.
—Olvídalo, capitán —dijo Gert con voz quebrada—; es demasiado tarde. Escucha…
—Nada de eso —insistió Reiner, que se arrodilló y le abrió la hebilla del cinturón de la espada—. Tenemos que hacerle un torniquete en la pierna. Ayudadme.
Los otros también se arrodillaron, pero Gert agitó débilmente una mano.
—¡No! ¡Escúchame, Hetzau, maldito seas! —Sus ojos se encendieron—. ¡Déjame hablar!
Reiner volvió los ojos hacia él, sorprendido de que un soldado raso lo llamara por su apellido.
Gert lo miró con ferocidad, gris y sudoroso.
—Estabas en lo cierto. Manfred tenía un… espía. —Se dio unos golpecitos en el pecho—. No se fiaba de ti. Esperaba que intentaras traicionarlo.
El corazón de Reiner latía con violencia, sacudido por decenas de emociones diferentes. Los Corazones Negros intercambiaron miradas.
—Yo pensaba que estaba vigilando a un villano. —Gert negó débilmente con la cabeza—. Eres menos villano que él, aunque una vez fue mi camarada. —Volvió a darse unos golpecitos en el pecho—. Capitán Steingesser. Hubo un tiempo en que habría muerto por él, pero ha cambiado. Ahora, yo… —rió entre dientes y alzó los ojos hacia Reiner—. Bueno, parece que he muerto por ti, ¿no?
A Reiner se le contrajo la garganta.
—Gert, si simplemente te hubieras callado la boca, podrías no…
—¿Cómo mataste a Halstieg? —preguntó Hals a bocajarro—. No eres un hechicero. Nunca hiciste ningún sortilegio.
—Callad —dijo Augustus—. Dejad que el hombre muera en paz.
—Tú no estabas allí —respondió Pavel—. No lo viste. Todos podríamos haber muerto así.
Gert hizo una mueca. Tenía las encías blancas.
—Amuletos —dijo—, hechos por el mago de Manfred. Los llevo en el zurrón. Arrojad uno al fuego y… —Intentó chasquear los dedos, pero apenas logró levantar la mano.
A Reiner se le heló la sangre al pensar en los riesgos corridos por Gert mientras llevaba el zurrón. Pero no dijo nada, sólo le cogió la mano.
—Gracias, capitán. ¡Que Sigmar te acoja! Nos has dado… tranquilidad mental.
Cuando soltó la mano de Gert, ésta cayó junto a él. El ballestero, capitán, espía o lo que hubiera sido, había muerto. Reiner no estaba seguro del momento en que había fallecido.
Hals y Pavel hicieron la señal del martillo. Augustus murmuró una plegaria a Taal. Franka hizo la señal de la lanza de Myrmidia. Reiner le cerró los ojos a Gert, cogió el zurrón y lo abrió. En el fondo, encontró un trozo de cuero con nueve bolsillos cosidos. Dentro de cada uno había un frasco de vidrio etiquetado con florida escritura. Reiner sacó el que llevaba su propio nombre mientras los otros lo observaban. Dentro flotaba un mechón de pelo en un líquido rojo. El mechón estaba rodeado por una tira de pergamino que tenía inscritos símbolos arcanos. Se estremeció y volvió a meter el frasco en el bolsillo, para luego devolver el rollo de cuero al zurrón.
—Ten cuidado con eso, capitán —dijo Pavel.
—Ya lo creo que lo tendré —respondió Reiner.
Miró más allá de las chozas. La batalla había terminado. Las compañías perseguían a los últimos adoradores del Caos y degollaban a los heridos.
—Venga, llevemos de vuelta a Manfred a este viejo compañero suyo. Pero no le haremos saber que estamos enterados del asunto, ¿de acuerdo?
Los otros asintieron con la cabeza, pero cuando Hals y Pavel comenzaban a construir una camilla, Darius le tiró de una manga a Reiner.
—Capitán —dijo—, capitán. —Hablaba con febril intensidad.
—¿Habéis vuelto con nosotros, erudito? —preguntó Reiner.
—El portal deja entrar y salir —replicó Darius.
—¿Qué?
—No puedo cerrarlo. No puedo cerrar el portal. El viento. —Alzó la voz—. Aúlla dentro de mí. Susurra a través de mi cráneo. Susurra. Capitán, los susurros. Los susurros, capitán. —Había lágrimas en sus ojos fijos.
Los otros lo observaban con incomodidad.
—Estoy aquí, muchacho.
Darius apretó con fuerza la muñeca de Reiner.
—Matadme, capitán. Os lo imploro. Matadme antes de que me ponga a escuchar.
—Vamos, muchacho —dijo Reiner, a quien se le cayó el alma a los pies—. ¿Tan malo es?
No quería creer que Darius se había vuelto loco…, no quería creer que había sido culpa suya.
—Capitán, por favor —dijo Darius, y le tendió las manos en un gesto de súplica.
Reiner retrocedió involuntariamente. En el centro de cada una de las palmas de Darius había una boca, como un tajo vertical, llena de afilados dientes. Era «tan malo». Reiner gimió y se maldijo por haber pensado alguna vez que podía ser un líder de hombres. Había obligado al muchacho. Lo había obligado.
—Por favor, capitán —dijeron las tres bocas de Darius—. El portal está abierto. No puedo cerrarlo. No puedo.
—Capitán —dijo Jergen, que desenfundó la larga espada—, déjame a mí.
Reiner negó con la cabeza, aunque deseaba delegar esa responsabilidad más que ninguna otra cosa en el mundo.
—No. Yo causé esto. —Desenvainó la espada—. Inclinad la cabeza, erudito. Yo detendré el viento.
Las bocas de las manos de Darius le farfullaban, le decían que huyera, que atacara, que bebiera la sangre de Reiner, pero, con un gran esfuerzo, Darius cerró los puños y bajó la cabeza para ofrecer el cuello.
Reiner alzó la espada por encima de la cabeza con ambas manos, mientras rezaba para hacerlo limpiamente. Franka apartó la mirada. Reiner descargó el tajo, sintió el golpe al chocar la hoja contra la columna de Darius, y luego la atravesó y el cuerpo de Darius cayó hacia adelante, sobre la cabeza.
—Buen golpe —dijo Jergen.
Reiner le volvió la espalda para ocultar el rostro.
—Bien. Dejadlo. Los sacerdotes no lo enterrarán con esas manos. Vámonos.
Mientras Hals, Pavel, Jergen y Augustus transportaban el cuerpo de Gert de vuelta a la zona en que se encontraban las compañías, Hals intentaba mirar a Reiner a los ojos.
—Hiciste lo que debías, capitán.
—¿De verdad? —preguntó Reiner, colérico—. ¿Había realmente necesidad de ese hechizo? Lo mismo podríamos haber logrado con flechas y pistolas.
—O quizá no —dijo Hals.
Reiner se adelantó. No quería hablar del tema.
Quedaban menos de cincuenta hombres de Talabheim y Reikland. En el centro, Manfred, Boellengen, Schott y Keinholtz rodeaban a Teclis, que se apoyaba contra la pared de la cueva como si no pudiera mantenerse en pie de otro modo. Eran los únicos comandantes supervivientes.
—Podríamos hacer bajar hombres a la grieta —estaba diciendo Keinholtz cuando los Corazones Negros se acercaron—. Luego, atar con cuerdas la piedra y subirla.
—Si no está partida —añadió Boellengen.
Teclis alzó la cabeza.
—La piedra conductora no se parte.
—Pero desconocemos la profundidad de la grieta y lo que podría haber ahí abajo —intervino Schott—. Podría haber un río, o un lago de fuego.
—En ese caso, tendremos que organizar otra expedición —dijo Manfred con un suspiro de cansancio.
—Debemos regresar a la superficie antes de cualquier nueva aventura —intervino Teclis—. Tengo que restablecerme.
Manfred gimió.
—Días, si no semanas. —Vio a los Corazones Negros que dejaban el cuerpo de Gert en el suelo, y se volvió hacia ellos—. ¿Está…, está muerto?
—Sí —respondió Reiner con indiferencia—, al igual que vuestro brujo. —Sonrió para sí al ver que Manfred buscaba con los ojos el zurrón de Gert.
—¿Tenía…? —comenzó a decir Manfred, y luego lo pensó mejor—. Bueno, lamento oír eso.
—Al igual que yo —dijo Reiner—. Detuvo la espada destinada a mí.
—¿Eso hizo? —Manfred parecía incómodo—. Bueno…
—¡Silencio! —dijo Teclis, que volvió bruscamente la cabeza—. Escuchad.
Manfred, Reiner y los otros prestaron atención. Al principio, Reiner no oyó nada. Luego, sintió una vibración en el suelo y un sonido parecido al de la lluvia lejana. Se acercó cada vez más hasta que Reiner lo reconoció como el estruendo de un ejército en marcha.
Manfred, Schott y Boellengen les gritaron a sus soldados que formaran. Los Corazones Negros se pusieron en guardia con el resto, mirando de un túnel a otro para ver por dónde saldría esa nueva amenaza.
Salió de todos ellos: tres columnas de hombres rata con justillos verde grisáceo, armados con lanzas, espadas y fusiles, y que se desplegaron como una silenciosa marea que llenó la caverna de pared a pared. Los había a miles. Los cincuenta hombres se apiñaron, todos mirando hacia fuera. Los hombres rata los rodeaban por completo y los contemplaban fijamente con vidriosos ojos negros.