CAPÍTULO 18
Debería haber preservado mucho mejor mi corazón, mamá. Ahora tengo que pagar el precio.
Rayne evitó por el momento reflexionar sobre el futuro de su matrimonio, puesto que tenía otros asuntos más inmediatos que resolver, a saber, reunir a Gerard Ellis con su joven esposa y convencer a Ackerby para que no procediera a emitir cargos criminales contra él. Sin embargo, su conciencia le estaba remordiendo despiadadamente.
No sólo Madeline le había dicho la verdad, no sólo habían sido sus motivos totalmente inocentes, sino que en lugar de traicionarle había estado realmente intentando protegerle. Protegerle a él y a su familia del escándalo, evitando que su hermano llevase a cabo sus intrigas idealistas de profundo enamorado.
Mientras su carruaje rodaba lentamente por una carretera rural hacia la granja donde se ocultaba la esposa de Ellis, se preguntaba cómo podía haber sido tan ciego ante su auténtica naturaleza. ¿Cómo podía haber juzgado tan mal a Madeline?, ¿tan intencionadamente mal?
Ahora la estaba observando sentada frente a él, junto a su hermano, escuchando cómo Ellis relataba los detalles de su reciente fuga y se extendía acerca de su vida de recién casado. Los ánimos de su hermano eran comprensiblemente altos desde que veía el final de su terrible experiencia.
Sin embargo, Madeline estaba insólitamente silenciosa, y Rayne sabía a la perfección que él era la causa.
Se dedicó una muda invectiva mientras observaba con adusta expresión su mejilla herida. Se sentía profundamente aliviado de que sus sospechas sobre ella hubieran resultado infundadas, aunque su alivio pugnaba con otros sentimientos aún más profundos de culpabilidad y remordimiento.
Por lo menos, tratar con Ackerby sería más sencillo que resolver los problemas que él mismo había generado en su matrimonio. Una vez que los prisioneros habían recobrado el conocimiento, Rayne les había sonsacado rápidamente la información que buscaba, comenzando por la forma en que habían descubierto la pista de Ellis.
Cuando el ama de llaves se negó a revelar la localización de su patrono, pese a haber sido sometida a coacción física, Ackerby había interrogado al vizconde y la vizcondesa de Vasse acerca de cómo encontrar a su hija. Al enterarse de que su reciente yerno era tildado de ladrón, estuvieron dispuestos a confesarlo para así salvar a Lynette del procesamiento.
De resultas de ello, el día anterior, Ackerby había enviado a cuatro hombres en avanzadilla a Maidstone para capturar a Ellis en la casa de campo de Claude Dubonet. Sin embargo, al llegar allí a última hora de la tarde, no encontraron a nadie en la casa. La vigilaron durante la noche y hasta aquella mañana, en que el hambre había impulsado a tres de ellos a acudir a la posada en busca de comida, donde se encontraron con su presa por simple casualidad. Su plan había consistido en conducir a Ellis a la casa de campo para aguardar instrucciones, puesto que se esperaba que «lord Ackerby» llegase allí aquella tarde.
Para mantener el elemento de sorpresa, Rayne se proponía dirigirse él mismo a la casa de campo y enfrentarse allí a Ackerby en cuanto recogieran a Lynette.
Entretanto, James entregaría a los tres rufianes a la prisión de Maidstone, utilizando el vehículo alquilado por Madeline, con lo que ella se quedaba sin ningún medio de transporte y necesitaba viajar en el carruaje de Rayne.
No obstante, no tenía deseo alguno de estar a solas con él. Cuando por fin el vehículo se detuvo en el patio de una granja y su hermano se apeó de un salto, Madeline hizo lo mismo.
—Ayudaré a Lynette a recoger sus pertenencias —murmuró, apresurándose a seguir a Gerard.
Rayne observó cómo los dos hermanos entraban juntos en la granja. Luego, demasiado inquieto para aguardar pasivamente, descendió del carruaje y avanzó a unos doce pasos de distancia, donde un espacio existente entre los edificios de la granja ofrecía una perspectiva del ondulante paisaje rural de Kent.
Un soplo de otoño perfumaba el fresco viento que le azotaba mientras que grises nubes se deslizaban rápidas y siniestras por el cielo, sobre su cabeza. Sin embargo, con la mente asaltada por tan preocupantes pensamientos, Rayne apenas reparó en el tiempo amenazador. En lugar de ello, seguía recordando la magulladura que ensombrecía la encantadora mejilla de Madeline.
La imagen de su rostro golpeado amontonaba carbones encendidos sobre su ya culpable conciencia.
No cabía la menor duda de que él pagaría el precio que fuese necesario para adquirir el collar. El coste no le preocupaba, aunque a Madeline le irritase tener que aceptar su caridad, porque sólo cuando su hermano se hallase fuera de peligro podría ella quedarse tranquila. Reconocía que se lo debía cumplidamente, tras las infundadas acusaciones de que había sido objeto.
Cierto era que Madeline debería haber recurrido a él ante el primer indicio de problema. Sin duda, su desmesurado orgullo y fiera independencia habían contribuido a su determinación de encargarse por sí misma del escándalo que se fraguaba. Pero Rayne sabía que sólo debía censurarse a él mismo por imaginar que le traicionaba.
Al enterarse del viaje clandestino de Madeline, él había dejado que sus sospechas alcanzaran un punto de ebullición. Pensar que ella se estaba permitiendo el adulterio despertaba algo sombrío y peligroso en él.
No obstante, no era disculpable que su pasado le hubiera hecho desconfiar de las mujeres seductoras. Estaba equivocado al permitir que su obsesión con una anterior relación amorosa nublase tan gravemente su juicio.
Había comprendido la absoluta idiotez de su error al enfrentarse aquel día con Madeline, al ver en su rostro su profunda honestidad y vulnerabilidad cuando confesaba sus razones para marcharse precipitadamente a Maidstone.
Cuando él la acusó de tener un amante secreto, ella pareció turbadísima, y consternada porque hubiese cuestionado su integridad y honor tan gravemente. Y cuando le dio a entender que podía estar manteniendo a una amante, Madeline reaccionó como si la hubiese golpeado.
Poco rato después, al regresar a la habitación tras hablar con James, Rayne comprendió que ella había estado llorando, aun antes de distinguir aquella reveladora vibración en su respiración.
No podía olvidar la expresión desesperada de sus ojos. Odiaba haberla visto tan disgustada, odiaba haber sido él el causante de que sus ojos brillaran y ardieran de lágrimas contenidas.
Luego, después de la pelea, cuando había reparado en su magulladura y había tratado de acariciarla para consolarla, Madeline había retrocedido, apartándose de él.
Entonces, Rayne hubiera deseado auto-flagelarse.
En aquel mismo instante se había prometido que ayudaría a rescatar a su hermano de su locura. Pero, a decir verdad, él nunca había conocido a una mujer menos necesitada de ayuda que Madeline. A Rayne le cabían pocas dudas de que ella habría encontrado un modo de derrotar a los esbirros de Ackerby por sí sola si hubiera sido necesario. Madeline tenía un valor notable, innegable arrojo e ingenuidad.
Y había comprendido perfectamente su temor al ver que atacaban a su hermano. Aun así, él mismo había sentido un escalofriante temor viéndola luchar contra un bruto que la duplicaba en volumen.
Al mismo tiempo, había experimentado un fiero sentido protector, diferente a todo cuanto había sentido antes. Aquello, y admiración. Madeline había luchado contra el atacante de Gerard con la ferocidad de una tigresa.
A decir verdad, en todo momento, sus acciones habían estado motivadas por el amor a su hermano. Ella había defendido a Gerard y había luchado por él con inquebrantable lealtad.
Contempló, sombrío, el distante paisaje rural. Deseaba para sí mismo aquella preciosa lealtad de Madeline. No obstante, sabía que tendría que ganársela.
Tal vez podría comenzar instaurando más honradez en su matrimonio. Madeline tenía razón: él le había estado ocultando innumerables secretos, una situación que pensaba rectificar en cuanto pudiera disponer de cierta intimidad.
Pensó que deseaba llevarla a su casa de Riverwood no sólo para comenzar a reparar el daño que había causado, sino para cuidar de ella tras los tiempos difíciles que había pasado. Sin embargo, precisamente ahora, sus apremiantes deberes con la corona tenían prioridad sobre sus asuntos personales. Además, compartir sus secretos apenas enmendaría su imperdonable conducta.
Por otra parte, tenía pocas oportunidades de mejorar su relación con Madeline, a menos que fuese totalmente honrado consigo mismo; a menos que reconociera el torbellino de emociones que había gobernado todas sus respuestas desde que se casó con ella.
«Los celos salvajes que te habían dominado ante la posibilidad de que tuviera un amante. La abrasadora oleada de ira que sentiste al enterarte de que Ackerby había intentado chantajearla. La ira asesina que te invadió al ver que la golpeaba aquel bruto. Y tu más desconcertante reacción de todas...»
¿Por qué la perspectiva de la traición de Madeline había sido mucho más dolorosa que la de Camille? Reconocía que entonces era un joven inexperto; ahora, en cambio, era un hombre maduro, con necesidades y perspectivas distintas.
Sin embargo, aquello aún no explicaba la ferocidad de sus respuestas.
Concedió que sólo podía extraerse una conclusión: hacía días que se había estado engañando acerca de sus sentimientos con respecto a su esposa.
Se había esforzado resueltamente a mantenerse distanciado de Madeline, a guardar un frío aislamiento. Había tratado de convencerse a sí mismo de que ninguno de sus sentimientos por ella profundizaran demasiado. Sin embargo, evidentemente, ella había despertado emociones largo tiempo enterradas en él.
Hacía poco que había conocido a Madeline, pero ella se había infiltrado bajo su piel.
Y ahora, siempre que ella le miraba con sus encantadores ojos, los tenía ensombrecidos de dolor.
«Así pues, ¿qué diablos debes hacer ahora?»
Deseaba aliviar su pesar, el pesar que le había causado. Pero aún más...
Deseaba... ¿Qué?
Sentada junto a Rayne camino de la casa de campo de Claude Dubonet, Madeline se esforzaba todo lo posible por arrinconar en su mente sus penas conyugales, pero persistían bullendo a fuego lento bajo la superficie, junto con una profusión de deprimentes emociones. No obstante, por el momento, su principal sentimiento era la ansiedad, puesto que el desuno de Gerard aún estaba inseguro.
¿Habría llegado ya el barón Ackerby de Essex? Y de ser así, ¿le encontrarían en la casa de campo? Y lo más decisivo, ¿accedería Ackerby a vender el collar y a renunciar a su amenaza de castigo?
Gerard sostenía que Claude Dubonet no estaría en casa para recibirles, puesto que estaba empleado como profesor de francés para la alta burguesía local y se habría presentado a su trabajo diario aquella mañana. Recientemente, Claude había pasado las noches en la misma granja que Gerard y Lynette, que pertenecía a un amigo, por temor a que los hombres de Ackerby pudieran asaltarle como habían hecho con el ama de llaves de los Ellis.
Parecía que Gerard no estaba tan preocupado por su futuro como Madeline, a juzgar por su esperanzada sonrisa mientras sostenía la mano de su ruborizada esposa. Lynette era linda, chiquita y tímida, pero adoraba a Gerard, lo cual, según sospechaba Madeline, constituía la mayor parte de su atractivo. Tras años de ser criado por una hermana mayor, Gerard se sentía dichoso de tener a alguien que le admirase a él.
Por otra parte, quizá su hermano simplemente estuviera exhibiendo una expresión optimista, una muestra de bravuconería o tal vez había depositado toda su fe en Rayne.
En cuanto a ella misma, Madeline estaba contenta, contentísima, de que Rayne hubiese asumido el mando para enfrentarse a Ackerby, aunque ello la situase en deuda con él y reforzase su creciente certeza de que Rayne nunca llegaría a amarla.
Al cabo de unos momentos, Gerard dijo algo de repente, mientras miraba por la ventanilla del vehículo:
—Mirad, ahí adelante está la casa de campo de Claude, la que tiene las persianas verdes. Y aquél —añadió más sombrío— es el carruaje de lord Ackerby, que está detenido enfrente.
A Madeline se le formó un nudo en el estómago al distinguir el vehículo. Realmente, el barón estaba esperando a su hermano.
Entonces, Rayne tomó el mando y se dirigió en primer lugar a Madeline:
—Sería mejor que, por el momento, te quedases aquí con Lynette. Tú, Ellis, me acompañarás.
—Sí —accedió Gerard, preparándose visiblemente para un inminente enfrentamiento.
Madeline deseaba acompañarles, pero Lynette parecía bastante asustada y necesitada de consuelo. Además, cuando los dos caballeros se apearon, la puerta de la casa de campo se abrió violentamente y el vizconde de Vasse salió por ella seguido de la vizcondesa.
—¡Papá! ¡Mamá! —exclamó Lynette, desconcertada, claramente sorprendida de ver a sus padres a tan larga distancia de su casa.
Madeline también se quedó atónita ante su inesperada aparición, y aún más cuando el vizconde se encaminó directamente hacia Gerard con la furia reflejada en sus rasgos. Al ver que el aristócrata francés asía con fuerza a su hermano por las solapas, Madeline salió con rapidez del carruaje, confiando en evitar más violencia. Era evidente que Lynette pensaba lo mismo porque le siguió los talones de inmediato.
Por fortuna, intervino Rayne, separando a los dos hombres. Al mismo tiempo, la madre de Lynette reparó en ella y lanzó una exclamación de alegría, corriendo a abrazar a su incorregible hija.
Pero Lynette parecía más preocupada por su esposo. Vasse estaba maldiciendo a Gerard en francés, calificándole de endemoniado canalla, entre otras invectivas.
—¡No, papá! —gritó la muchacha, liberándose de las atenciones maternas para correr junto a Gerard—. No puedes decir esas cosas espantosas.
Su padre dirigió su ira hacia ella.
- Ma petite, ¿cómo has podido herir a tu madre de ese modo? ¡Este hombre es un ladrón!
—¡No, no lo comprendes...!
—Lo comprendo perfectamente. ¡No sólo me robó a mi única hija y mancilló su nombre, sino que ha puesto en peligro tu propia vida!
—Eso no es cierto, papá.
—¡Ciertamente que lo es, Lynette! Como cómplice de Ellis serás encerrada en prisión con él.
Madeline se apresuró a intervenir:
—No llegaremos a eso, monsieur.
Vasse la miró, vaciló, pero luego agitó la cabeza, furioso.
—No me arriesgaré a ello. Hemos venido para llevarnos a casa a nuestra hija.
Gerard apretó los dientes con similar determinación.
—Lynette es ahora mi esposa, señor. No tiene ningún derecho a darle órdenes.
—No se entrometa en esto, canaille.
—Por favor, Lynette —rogó la vizcondesa, sollozando ya abiertamente—. Lord Ackerby nos ha dado la oportunidad de hacerte entrar en razón. Hemos viajado hasta aquí con él en su carruaje. Pero su paciencia no durará mucho. Por tu propia seguridad debes regresar a casa con nosotros.
—Le aconsejaría firmemente que hiciera caso a sus padres, mademoiselle Lynette —sugirió una nueva voz masculina.
Madeline comprendió que se trataba del barón Ackerby, que había salido de la casa de campo flanqueado por un tipo fornido, que, según sospechó, debería de ser su cuarto esbirro.
—Pienso hacer arrestar a Ellis por robo —anunció Ackerby al grupo en general.
Como protesta, Madeline avanzó un paso hacia su hermano para protegerle, pero Rayne le puso la mano en el hombro, firme y tranquilizador, mientras volvía a intervenir:
—Creo que tendrá que reconsiderar su posición, dadas las circunstancias, Ackerby.
El barón no pareció en absoluto complacido por la presencia de Rayne.
—¿Qué diablos está haciendo usted aquí, Haviland?
—He venido a resolver la cuestión de la reliquia familiar extraviada. Sus otros lacayos han sufrido un desdichado contratiempo cuando atacaron a Ellis hoy temprano, pero confío en que usted y yo podamos resolver esta disputa de un modo más civilizado que a base de puñetazos.
Ackerby contrajo sus rasgos; luego se puso en tensión, mientras digería la revelación de Rayne.
—No tengo ninguna idea acerca de lo que me está diciendo.
—No, pero la tendrá. Si podemos cambiar unas palabras en privado, le haré una proposición que le valdrá la pena considerar.
Ante el apremio de Rayne, ambos se apartaron a un lado, lejos del alcance del oído de los demás. Madeline sabía que él estaba informando a Ackerby acerca del ataque sufrido por su hermano y utilizando su influencia para comprar el collar porque pudo distinguir el rostro del barón, primero enrojecido de ira y luego aún más enfurecido.
Sin embargo, el vizconde de Vasse estaba claramente frustrado por no haber sido informado.
—¿Qué están diciendo, Lynette? ¿Qué sucede?
—Ya lo verás, papá —repuso ella con creciente confianza,
Madeline contenía el aliento mientras observaba la tensa discusión entre los dos nobles.
Por fin, pareció imponerse Rayne. Se volvió mirando al grupo y llamó a Gerard.
—Hemos llegado a un acuerdo, Ellis. ¿Puede molestarse tu amigo Dubonet si utilizamos artículos de escritorio?
—Desde luego que no, milord —repuso Gerard, entusiasmado.
Los tres hombres desaparecieron dentro de la casa de campo, dejando a Madeline sola con Lynette y sus padres. Cuando salieron varios minutos después, Ackerby se encaminó directamente a su carruaje y gritó una seca orden a su cochero, diciéndole que lo trasladase al punto a Londres. Una vez que se hubo instalado apresuradamente en el interior, el cuarto matón apenas tuvo tiempo de saltar a la plataforma posterior antes de que el vehículo se pusiera en movimiento dando bandazos.
Cuando Ackerby hubo partido, Rayne le hizo una seña a Gerard, que emitió una tenue sonrisa de gratitud y se sacó del bolsillo de la chaqueta una bolsita de terciopelo. Gerard cogió a Lynette de la mano y se dirigió a la vizcondesa:
—Esto le pertenece, madame.
Con una cautelosa mirada a su marido, la noble dama cogió la bolsita, pero se emocionó al abrirla y observar su contenido.
- Mon Dieu! —exclamó. Le temblaban las manos al extraer de ella un magnífico collar de rubíes realzado por pequeños diamantes y una filigrana de oro—. Pensé que nunca más volvería a verlo.
—El collar es legítimamente suyo, madame —dijo Gerard con dulzura—, puesto que le fue robado hace muchos años.
—Sí, mamá —le secundó Lynette—. Gerard ha arriesgado su vida por recuperarlo para ti. Deberías estarle agradecida.
Lynette estaba enmascarando los hechos a favor de su amado, omitiendo totalmente la participación de Rayne en la recuperación, pero Madeline sabía que no era el momento oportuno para intervenir tontamente.
—No sé qué decir —murmuró la vizcondesa, por cuyas mejillas corrían lágrimas de asombro y sobrecogimiento.
El cejo del vizconde había desaparecido mientras examinaba el rostro maltratado de Gerard, pero su voz se tornó sospechosamente ronca al añadir con evidente gratitud:
—Este collar es mi único legado de nuestra vida anterior.
Madeline comprendía que fuese un momento tan emotivo para ambos aristócratas. Por lo menos ella tenía un hogar y un país al que pertenecer, puesto que su padre inglés se había casado con su madre francesa y le había evitado a Jacqueline la miserable vida de una emigrada. Pero los nobles padres de Lynette habían llevado una existencia mucho más dura.
Por fin, la vizcondesa recuperó lo suficiente la compostura como para acercarse a abrazar a Gerard y besarle en las mejillas.
—Mi querido muchacho, ha sido muy amable por tu parte..., en extremo.
—Ha sido un placer, madame —repuso Gerard con la debida humildad—. Deseaba compensarla en cierta medida por haber tenido el honor de casarme con su hermosa hija.
Ante la alusión a la fuga, el vizconde volvió a fruncir el cejo. Pero en lugar de proferir nuevas invectivas, le rechinaron los dientes y se aclaró la garganta en un evidente esfuerzo por mostrarse indulgente.
Rayne fue junto a su esposa y se expresó quedamente:
—Te sugiero que dejes que esta buena gente resuelva sus diferencias, Y tú, Ellis, ¿cuentas con algún transporte para llevar a tu esposa y sus padres a Chelmsford?
—Sí, milord. Mi carruaje se halla en un establo vecino. Nunca se lo agradeceré lo suficiente, lord Haviland —añadió Gerard.
—Como te he dicho, antes debes agradecérselo a tu hermana.
Gerard soltó la mano de su joven esposa, se adelantó hasta Madeline y la estrechó en un fuerte abrazo.
—Mis eternas gracias, Madeline —le susurró al oído—. Eres la mejor de las hermanas.
Madeline, sintiendo el dolor de las lágrimas en la garganta, le abrazó, efusiva.
—Sólo prométeme que por lo menos no te meterás en líos durante algún tiempo.
Gerard la soltó y retrocedió unos pasos, sonriente.
—Me esforzaré todo lo posible; lo juro.
Madeline dejó a su hermano sonriendo, radiante de alivio y felicidad, y se dejó conducir por Rayne a su carruaje. Al sentarse junto a él, se sentía esperanzada de que los padres de Lynette pudieran llegar a perdonar a Gerard por robarles a su hija.
De pronto, cuando el coche partía ya de la casa de campo, se volvió hacia Rayne.
—Deduzco que Ackerby ha accedido a venderte el collar.
—Sí. No tienes que preocuparte por él nunca más, Madeline. Piensa olvidarse totalmente del asunto.
—No parecía muy satisfecho.
—No lo estaba —repuso secamente Rayne—, sobre todo porque le advertí que si se atrevía a volver a amenazaros a ti o a tu hermano no vacilaría en meterle un balazo. Pero le entregué un pagaré que hará efectivo en cuanto regrese a Londres.
—¿Cuánto le ofreciste?
—Diez mil libras.
Sofocando una exclamación, Madeline lo miró pesarosa. Había pagado un precio escandalosamente exorbitante para que Gerard pudiese conseguir la aprobación de su matrimonio.
—¡Ojalá no te hubiera costado tanto!
—Valía la pena para liberar a tu hermano de sus dificultades. Y antes de que protestes por ver aumentada tu deuda conmigo, debes saber que considero el collar nuestro regalo de boda a Gerard.
Sintió una oleada de gratitud hacia Rayne. Ella había deseado darle una oportunidad de felicidad a su hermano, pero Rayne lo había hecho posible. Si no se hubiera enamorado antes de él, con su generosidad se habría ganado su corazón de manera irrevocable.
Aun así, sabía que su única oportunidad de felicidad se había vuelto depresivamente más sombría. Por el momento, no lograba distinguir una sola emoción en el rostro de Rayne, pero no podía olvidar sus desagradables sospechas acerca de ella. Sin que existiera entre ambos siquiera una confianza básica, dudaba de que él le correspondiera alguna vez.
Sin embargo, el tono de Rayne fue bastante tranquilo cuando volvió a tomar la palabra:
—Te sugiero que regresemos a la posada para pagar tu cuenta y recoger tus ropas. Y he de tener unas palabras con James antes de que volvamos a Londres.
Madeline lo interrogó con la mirada.
—¿Los dos?
—Sí —replicó Rayne—. Despediré el carruaje que has alquilado, por lo que podrás viajar conmigo. Tengo asuntos urgentes que atender en Londres, así que debo ponerme en camino lo antes posible.
Ella se sintió incómoda ante su plan. Con su matrimonio sobre bases tan precarias, no sabía si podría soportar tantas horas encerrada en un vehículo con Rayne. Pero después de todo lo que había hecho por ella, no tenía ningún derecho a discutir.
Cuando llegaron a El Jabalí Azul, Madeline subió obediente la escalera para recoger su equipaje. Luego, mientras Rayne atendía los restantes asuntos a que se había referido, regresó a su carruaje para esperarle.
Estaba sumida en sus desagradables pensamientos cuando apareció la señora Pilling por el patio. Llevaba una gran cesta y se la tendió a Madeline desde el exterior.
—Milord me ha encargado víveres para ustedes, milady, y algunos ladrillos calientes para sus pies.
Madeline reconoció que era muy considerado por parte de Rayne pensar en su comodidad, aunque tal consideración fuese más bien impulsada por simple cortesía y su particular tendencia a la caballerosidad hacia el sexo débil que por el deseo de asistirla a ella en particular.
Los ladrillos fueron muy bien recibidos, considerando cuánto frío sentía. Pero aquello también era una muestra de su descorazonamiento, puesto que sospechaba que sus estremecimientos no sólo eran causados por el tiempo fresco.
Cuando por fin Rayne se instaló a su lado sobre los cojines de terciopelo, los puntos femeninos de su cuerpo reaccionaron como siempre lo hacían ante su proximidad, con ansia y calor. Sin embargo, otras partes de ella —en especial, su estómago— respondieron tensándose. Aquél era el momento que ella había estado temiendo. Sería incapaz de enfrentarse a más condenatorias acusaciones por parte de Rayne entonces, con las defensas tan frágiles.
Cuando comenzó a moverse el carruaje, se miraron el uno al otro durante un tiempo prolongado. La tensión era palpable.
Entonces, Rayne la sorprendió entregándole su pistola.
—James te agradece que le permitieras usarla.
Para su sorpresa, Rayne torció la boca de un modo parecido a como lo hacía con su antiguo humor, mientras ella ponía a buen recaudo el arma en su bolsa.
—¿No fue así como nos conocimos? ¿En una posada y devolviéndote yo tu pistola después de que me hubieras encañonado con ella?
Madeline no podía llegar a sonreír ante el recuerdo ni argumentar que ella realmente no le había encañonado con el arma. Precisamente entonces sólo podía lamentar su inesperado primer encuentro con Rayne. De no haber sido por ello, nunca hubiese acabado enamorándose precipitadamente de él ni se hubiera vuelto tan patéticamente vulnerable a tan abrumadora congoja.
Al ver que guardaba silencio, Rayne señaló la cesta que estaba en el suelo.
—¿Por qué no miras lo que la señora Pilling ha preparado? Tienes que comer.
Ella no estaba especialmente hambrienta, pese al hecho de que había pasado el peligro de su hermano. Pero comer la distraería de su conflicto con Rayne, por lo que inspeccionó el contenido de la cesta y descubrió en ella pan, queso y fiambres, una botella de vino y una petaca de té caliente.
Madeline probó los alimentos sin entusiasmo y Rayne se conformó con un vaso de vino. Por fin, él rompió el silencio:
—Soy plenamente consciente de que te debo una disculpa, Madeline. En realidad, varias.
Ante su admisión, ella se quedó inmóvil, sin apenas dar crédito a sus oídos. Dirigió una mirada a su rostro y la fijó en él mientras proseguía.
—Deberías haber recurrido a mí la primera vez que supiste que tu hermano se hallaba en peligro, pues yo habría aceptado mejor tus razones. Lamento las acusaciones que te he hecho, querida. Debería haber sabido que tú no estabas citándote con un amante.
Madeline se mordió el labio inferior. ¿Estaba Rayne diciendo que ella era la clase de mujer que no podía atraer a un amante o que creía sus protestas de inocencia?
Él parecía sincero, quizá incluso arrepentido. ¿O era que simplemente ella deseaba creerlo?
—Estabas en lo cierto —añadió Rayne en el mismo tono solemne—. Te he guardado secretos.
Fijó su escrutadora mirada en sus ojos azules mientras se le formaba un nudo en el estómago. Ante aquella mención, de pronto se sintió segura de que Rayne se proponía confesarle que tenía una aventura adúltera.
No obstante, sus siguientes palabras disiparon sus peores temores:
—Mi ausencia de Riverwood esta semana pasada no tiene nada que ver con una amante, Madeline. No tengo ninguna. El ministro de Interior me ha encargado que investigue un complot para asesinar al príncipe regente.
—¿Un complot? —repitió ella al cabo de un momento, temiendo sentirse aliviada.
—Sí. ¿Recuerdas que me reuní con mi amigo Will Stokes? Él ha asumido hoy mis deberes durante mi ausencia, pero los acontecimientos están llegando a un punto crítico, por lo que debo regresar inmediatamente a Londres.
—Desde luego —murmuró Madeline, y su deprimente desesperación reapareció con violencia,
Rayne había abandonado importantes asuntos de Estado en un momento crucial, con el fin de precipitarse hacia Maidstone para enfrentarse a sus problemas, y ahora estaba claramente impaciente por volver a asumir sus responsabilidades.
—Tal vez sería mejor que esta noche regresaras a Chiswick —le sugirió él—. Precisamente ahora el personal que tengo allí puede cuidar de ti mejor que yo mismo. Como también tus amistades.
Madeline se estremeció con intensidad, aunque comprendía por qué Rayne deseaba verse libre de ella. Ella sólo serviría de distracción cuando necesitaba concentrarse en frustrar el complot. A Rayne le resultaría difícil perdonarse a sí mismo —o a ella— si mataran al regente mientras él se hallaba ausente.
—Sí —accedió, acogiéndose a la primera excusa que se le ocurrió—, será lo mejor. Está previsto que mañana dé una clase en la academia, y ya las he descuidado bastante.
A juzgar por su expresión, no era la respuesta que él esperaba. Aunque no la presionó.
—Muy bien. Mi carruaje te trasladará a Riverwood cuando me haya dejado a mí en Londres.
Madeline asintió y devolvió los restos de su comida a la cesta. Luego, cruzando los brazos protectoramente sobre el pecho, desvió la mirada hacia la ventanilla del vehículo. El vacío de su interior era cada vez mayor mientras la acosaban infinitas recriminaciones.
Pensó que había sido una necia. Había tratado de convertirse en una femme fatal, permitiendo que Rayne se apoderara de su corazón tan por completo que se había transformado en una criatura tan diferente que ni ella misma apenas se reconocía.
Debía de haber sabido que seducirle nunca funcionaría, que ganarse su amor sería imposible. Se culpaba a sí misma principalmente, pero también había sido culpa de Rayne por todas las cosas que él le había hecho esperar, ansiar.
Ahora deseaba haberse protegido mejor contra la esperanza. Si lo hubiese hecho, no estaría sintiendo aquel dolor desesperado en el corazón.
Se prometió que tendría que protegerse mejor.
Obrando de acuerdo con la resolución se apartó de Rayne, del calor de su grande y musculoso cuerpo.
—Creo que ahora preferiría tratar de descansar —dijo con voz apagada—. La pasada noche he dormido poco.
Él vaciló un momento, como si quisiera decir algo, pero de nuevo no la presionó.
—Como gustes.
Algo ominoso y pesado le agobiaba el pecho a Madeline mientras se acurrucaba en la alejada esquina opuesta, frente a Rayne.
Sin embargo, aunque simulara dormir, permaneció despierta todo el rato, con los ojos secos y ardiendo. El rítmico zarandeo y balanceo del coche se veía interrumpido a intervalos cuando cambiaban los tiros.
Varias horas después, cuando ya había caído la oscuridad, creyó sentir un ligero toque de Rayne en su nuca.
—Ya hemos llegado.
Madeline se incorporó en el asiento mientras el carruaje se detenía.
Un lacayo abrió la puerta del vehículo, y Rayne le dirigió una larga y silenciosa mirada antes de apearse.
Luego, se volvió y dijo quedamente:
—Mis disculpas eran sinceras, Madeline. Pero hablaremos de ello cuando todo haya acabado.
Sólo entonces Madeline comprendió que lo que Rayne estaba haciendo podía ser sumamente peligroso.
—Por favor, ve con cuidado —le apremió con una vocecita.
—Lo haré, amor.
Amor. Seguro que no quería decir una palabra cariñosa, comprendió Madeline mientras él cerraba la puerta. Simplemente era una forma de expresarse.
El coche se puso de nuevo en marcha, dejándola sola con sus insoportables pensamientos. Era tan grande y profundo el vacío de su interior que temía que nunca podría desaparecer.
«¿Cómo puede uno sobrevivir a la congoja, mamá?», pensó Madeline con melancolía, aunque no le sorprendió que su madre no le respondiera.