DOCE

Escribí a mi madre. Se iba a llevar una sorpresa. Sólo le había contado que Jake y yo nos habíamos separado, pero ni siquiera había mencionado a Adam. Escribí a Jake, intentando encontrar las palabras adecuadas. No quería que se enterara a través de otra persona. Conocí a otros amigos y colegas de Adam (gente con la que había escalado, gente con la que había compartido tiendas, con la que había cagado y con la que se había jugado la vida), y en todas partes adonde íbamos notaba la mirada de Adam evaluándome, y se me ponía la piel de gallina. Iba a trabajar y me sentaba a mi mesa, embelesada por el placer que recordaba y el que aguardaba, y pasaba papeles de una mesa a otra y asistía a reuniones. Quería llamar a Sylvie, y a Clive, e incluso a Pauline, pero siempre lo acababa aplazando. Ahora recibíamos aquellas misteriosas llamadas telefónicas casi a diario. Me acostumbré a sujetar el auricular manteniéndolo un poco apartado de mi oreja; escuchaba el ruido áspero de la respiración, y luego colgaba. Un día alguien metió hojas húmedas y tierra en nuestro buzón, pero tampoco le dimos importancia. A veces sentía cierta ansiedad, pero esa ansiedad la apagaban otras turbulentas emociones.

Me enteré de que Adam preparaba unos currys excelentes. Que la televisión lo aburría. Que caminaba muy deprisa. Que arreglaba la poca ropa que tenía con gran esmero. Que le gustaban el whisky de malta, el vino tinto y la cerveza de trigo, y que no soportaba las judías en salsa de tomate, el pescado con espinas ni el puré de patatas. Que su padre todavía vivía. Que nunca leía novelas. Que hablaba español y francés con fluidez, el muy cerdo. Que sabía hacer nudos con una mano. Que antes le daban miedo los espacios cerrados, y que se curó cuando tuvo que pasar seis días dentro de una tienda en un saliente de medio metro de profundidad, en la ladera del Anna purna. Que no necesitaba muchas horas de sueño. Que a veces todavía le dolía el pie que se le había congelado. Que le gustaban los gatos y las aves de presa. Que siempre tenía las manos calientes, por mucho frío que hiciera. Que no había llorado desde la muerte de su madre, cuando tenía doce años, hasta el día que le dije que quería casarme con él. Que no le gustaba que los demás dejaran los tarros destapados y las tapas por ahí, ni los cajones abiertos. Que se duchaba al menos dos veces al día, y que se cortaba las uñas varias veces por semana. Que siempre llevaba pañuelos de papel en el bolsillo. Que podía inmovilizarme con una mano. Que casi nunca sonreía, ni reía. Cuando me despertaba lo encontraba a mi lado, contemplándome.

Dejaba que me fotografiara. Dejaba que me mirara en la bañera, en el váter, poniéndome el maquillaje. Dejaba que me atara. Al final tenía la impresión de que me habían vuelto del revés y dejado a la vista todo mi paisaje interno privado, todo lo que hasta entonces había sido únicamente mío. Creo que era muy feliz; pero, sí aquello era la felicidad, hasta entonces nunca había sido feliz.

* * *

El jueves, cuatro días después de que Adam me pidiera que me casara con él y tres días después de ir al juzgado de paz a presentar las amonestaciones, los formularios y las tasas, Clive me llamó a la oficina. No lo había visto ni había hablado con él desde el día de la bolera, el día que dejé a Jake. Estuvo educado y algo frío, pero me preguntó si Adam y yo queríamos ir a la fiesta de cumpleaños de Gail. Se celebraba el día siguiente, viernes, a las nueve; habría cena y baile.

Vacilé un poco.

—¿Irá Jake?

—Sí, claro.

—¿Y Pauline?

—Sí.

—¿Saben que me has invitado?

—No te habría llamado sin comentárselo a ellos antes.

Inspiré hondo.

—Dame la dirección.

No creía que Adam quisiera ir, pero me llevé una sorpresa.

—Claro que sí. Para ti es importante —dijo con tono despreocupado.

Me puse el vestido que me había comprado Adam, de terciopelo marrón oscuro, con las mangas largas, el cuello escotado y la falda amplia y al bies. Era la primera vez que me arreglaba desde hacía varias semanas. Me di cuenta de que desde que vivía con Adam le prestaba muy poca atención a la ropa que me ponía y a mi aspecto. Estaba más delgada que antes, y pálida. Me hacía falta un corte de pelo, y tenía ojeras. Sin embargo, aquella noche, al mirarme en el espejo antes de salir, me encontré guapa, aunque diferente. O quizá estuviera enferma, o loca.

* * *

El piso de Gail estaba en una casa enorme y desvencijada de Finsbury Park. Cuando llegamos allí, vimos todas las ventanas iluminadas. Ya desde la calle se oían la música y las risas, y se veían siluetas a través de las ventanas. Me aferré al brazo de Adam.

—¿Crees que es una buena idea? Quizá no deberíamos haber venido.

—Entremos un rato. Ves a quien tengas que ver, y luego nos vamos a cenar.

Gail nos abrió la puerta.

—¡Alice!

Me besó con entusiasmo en ambas mejillas, como si fuéramos viejas amigas, y luego miró inquisitivamente a Adam, esperando a que se lo presentara, como si no tuviera ni idea de quién era.

—Adam, te presento a Gail. Gail, éste es Adam.

Adam no dijo nada, pero le cogió la mano y la sostuvo un momento. Ella lo miró, y dijo:

—Sylvie tenía razón.

Soltó una risita tonta. Comprendí que ya debía de estar bastante borracha.

—Felicidades, Gail —dije fríamente, y ella volvió a mirarme a mí.

El salón rebosaba de gente con copas de vino y latas de cerveza. Había un grupo de músicos con sus instrumentos en un rincón, pero no estaban tocando. La música que sonaba era la del equipo de música. Cogí dos copas de la mesa y serví un poco de vino para Adam y para mí; luego miré alrededor. Vi a Jake de pie junto a una ventana, hablando con una mujer alta que llevaba una falda de piel increíblemente corta. No me había visto entrar, o fingía que no me había visto.

—Alice.

Me di la vuelta.

—Hola, Pauline. Me alegro de verte.

La besé en la mejilla, pero ella no me devolvió el beso. Le presenté a Adam, con cierta torpeza.

—Ya me lo imaginaba —dijo ella.

Adam la cogió por el codo y dijo, con una voz clara y convincente:

—Pauline, la vida es demasiado corta para perder a un amigo.

Ella pareció desconcertada, pero al menos no se quedó sin habla. Me alejé de ellos y fui hacia donde estaba Jake. Tenía que hacerlo. Jake ya me había visto. Seguía hablando con aquella mujer, pero miraba hacia mí de vez en cuando.

—Hola, Jake —dije cuando llegué a su lado.

—Hola, Alice.

—¿Recibiste mi carta?

La mujer se dio la vuelta y nos dejó solos. Jake me sonrió y dijo:

—Dios mío, no podía sacármela de encima. No es fácil volver a ser soltero. Sí, recibí tu carta. Al menos no decías que esperabas que pudiéramos seguir siendo amigos.

Vi a Adam hablando con Sylvie y con Clive, en el otro extremo del salón. Pauline seguía a su lado, y él aún le sujetaba el brazo. Me di cuenta de que todas las mujeres lo miraban, de que intentaban acercarse a él, y sentí celos. Pero entonces él levantó la cabeza, nuestras miradas se encontraron, y Adam esbozó una graciosa sonrisa.

A Jake no se le escapó aquella mirada.

—Ahora entiendo por qué de pronto te interesaban tanto los libros de alpinismo —comentó con una sonrisa amarga. No dije nada—. Me siento tan estúpido... Lo tenía delante de mis narices y no me daba cuenta de nada. Ah, y felicidades.

—¿Qué?

—¿Qué día es la boda?

—Ah. Dentro de un par de semanas. —Jake hizo una mueca de dolor—. Sí, bueno... ¿Para qué esperar más? —Me interrumpí. Mi voz sonaba demasiado alegre—. ¿Estás bien, Jake?

Vi que Adam hablaba con Sylvie. Él estaba de espaldas a mí, pero ella lo miraba fijamente, embelesada, con una expresión que yo conocía demasiado bien.

—Eso ya no tiene que preocuparte —repuso Jake, con voz ligeramente temblorosa—. ¿Te importa decirme una cosa?

Vi que se le habían llenado los ojos de lágrimas. Era como si, al salir yo de su vida, hubiera aparecido un nuevo Jake, uno que había perdido su apacible jovialidad y su ironía; uno que lloraba fácilmente.

—¿Qué?

Caí en la cuenta de que Jake estaba un poco borracho. Se me acercó un poco más, hasta que noté su aliento en la mejilla.

—De no haber sido por él, ¿habrías seguido conmigo y...?

—Tenemos que irnos, Alice.

Adam se acercó a mí por detrás, me rodeó la cintura con el brazo y apoyó la cabeza sobre mi cabello. Me sujetaba tan fuerte que yo apenas podía respirar.

—Adam, te presento a Jake.

No se dijeron nada. Adam me soltó y le tendió la mano. Al principio Jake no se movió; luego, un tanto confundido, le dio la mano. Adam asintió con la cabeza. De hombre a hombre. Me dieron ganas de reír, pero me contuve.

—Adiós, Jake —dije.

Estuve a punto de darle un beso en la mejilla, pero Adam tiró de mí.

—Vamos, cariño —dijo, arrastrándome hacia la puerta. Le dije adiós con la mano a Pauline y nos marchamos.

En la calle, Adam se detuvo y me hizo mirarlo.

—¿Estás satisfecha? —me preguntó, y me besó con furia.

Metí los brazos bajo su chaqueta y su camisa y me abracé a él. Cuando me aparté, vi a Jake, que seguía junto a la ventana, mirando hacia la calle. Nuestras miradas se encontraron, pero no hicimos ningún gesto.