3 PRESENTACIÓN ANTE EL CÉSAR

La llegada a una población de África occidental obliga al europeo a una serie de «formalidades» que, de ser descuidadas, representan para él un grave riesgo e implican una curiosa mezcla de vanidad y auto humillación. El visitante corriente se asombraría de que las autoridades se tomaran ningún interés por su presencia en tan hermosa localidad. Pero, si no cumpliera con las normas, probablemente se «descubriría» que era un espía o algo peor. Así pues, hay que hacer un recorrido bastante deprimente con objeto de ir anunciando la presencia de uno, de modo parecido a como en otra época los europeos dejaban sus tarjetas de visita en lugares estratégicas.

Inevitablemente, la primera visita había de dedicarla al jefe de policía, armado con todos los documentos pertinentes.

Al emprender el camino hacia la ciudad, me encontré con muchos rostros conocidos, algunos doowayo, otros, habitantes de la ciudad de ascendencia fulani o sureña. Educadamente, se interesaron por el bienestar de mis esposas y mi cosecha de mijo. Yo hice lo mismo.

Cuando visité África por primera vez me sorprendió muchísimo mi incapacidad para reconocer a los africanos individualmente, abrumado como estaba por las diferencias superficiales. Es similar a lo que suele ocurrir ante una galería de retratos de caballeros tocados con pelucas empolvadas. Cuando se llega al tercero, los anteriores han desaparecido de la memoria. Ahora me complacía poder recordar los nombres de la gente a quien no veía desde hacía cierto tiempo, hasta que llegué a un hombre que evidentemente me conocía pero que a mí me dejaba totalmente indiferente. Avergonzado, me di cuenta de que el problema era que se había cambiado de camisa. La mayoría de los doowayo poseen una sola camisa de diario, de modo que inevitablemente siempre visten la misma. Aunque por lo general se asean en el camino de regreso a casa desde el campo, casi nunca se lavan la ropa; simplemente la usan hasta que alcanza el estado de desintegración, y a veces más allá. El principiante aprende a reconocer a la gente por su ropa en lugar de por sus rasgos.

En el puesto de policía había dos o tres alegres jóvenes que vestían holgados uniformes color caqui y haraganeaban con las botas quitadas para estar más cómodos. Se estaban enseñando las diversas cicatrices y heridas de los dedos y talones, recordando pasadas lesiones o aventuras.

Aquí es donde me picó una serpiente. Todo el mundo se sorprendió de que no muriera.

— Esto es de cuando me caí de la moto en los entrenamientos. El dolor era horrible.

África es muy dura con los pies.

Un solitario preso tarareaba en voz baja mientras pintaba las piedras blancas que rodeaban el mástil. Sobre su cabeza, la bandera pendía fláccida en el aire inmóvil.

Me saludó uno de los reclutas, al que conocía de mi anterior visita, un cristiano ferviente que hacía un curso de francés por correspondencia.

Bienvenido. Ha regresado. ¿Cómo se llama en francés el que tiene un molino?

Estaba mordisqueando un lápiz y parecía preocupado.

Por un costado apareció un cabo, claramente menos jovial que los holgazanes. Su primera acción fue advertirme que estaba en propiedad gubernamental y no debía sacar fotografías. Puesto que no llevaba cámara, se trataba de una advertencia superflua, pero la acepté con la debida sumisión. Procedimos a la inspección de mi pasaporte, frunciendo el entrecejo con suspicacia y alzando los sellos a la luz. Era una lástima que el jefe se hubiera marchado a Garoua en una importante y delicada misión. Sólo él podía tomar la decisión de permitirme firmar en el libro destinado a los extranjeros. ¿Cuánto tiempo estaría fuera? Debía esperar? No podía preverlo, pero llamaría a la Jefatura de Policía de Garoua para comprobar si había salido ya. Sacaron una gran radio de dentro de un armario y el cabo empezó a gritarle entre silbidos y descargas de electricidad estática. Se oía una voz tenue, como de un ahogado, que repetía algo con gran insistencia. Luego de una breve pausa, se oyó que decía muy claramente: «¿Qué quiere?» A lo cual el cabo contestó: «Quién?» Y la electricidad estática volvió a envolvernos como si de niebla se tratara.

Condiciones meteorológicas adversas — anunció e cabo concluyentemente, plegando la antena.

Ambos miramos el cielo perfectamente azul que se extendía sobre los montes. Me pareció poco atinado decir nada más, de modo que me dispuse a marcharme.

En ese momento, rodeado por una nube de polvo, llegó un Land Rover algo destartalado. Su cubierta de lona verde había sido sustituida por otra azul celeste de fabricación casera que le confería un aspecto de campamento de vacaciones. De él bajó el jefe, algo acalorado y polvoriento, pero con el aire del que acaba de hacer un buen trabajo.

— Ahora me es imposible hablar con usted — declaró —. Vengo de buscar provisiones urgentes. Vuelva mañana a las once.

Mientras me alejaba, eché un vistazo a la trasera del automóvil. Tal como me había imaginado, estaba lleno de cerveza. Posteriores investigaciones revelaron el rumor de que el vehículo se utilizaba para transportar cerveza a las aldeas del río Faro, situadas a unos cuantos kilómetros de allí, que no tienen otro medio de obtener bebida, y donde, según se decía, se vendía a precios astronómicos.

Si era cierto, se trataba de una de las funciones más caritativas del jefe, y sin duda se merecía los pequeños beneficios que tan arriesgadamente obtenía.

En el otro extremo de la ciudad, el húmedo y deprimente despacho del sois-préfet que yo recordaba había sido engalanado con la aplicación de una capa de cal. Unas figuras con aire de oficinista, cubiertas con túnicas blancas, arrastraban unos pies calzados con sandalias de una habitación a otra cargando manojos de papeles. Si bien hay que admitir que sus andares no eran precisamente ágiles, era la primera vez que se veía a alguien en movimiento en ese edificio. El empleado encargado de la recepción me dijo que el sous-préfet no estaba visible. Sin embargo, como era doowayo, insinuó que tal vez lo encontraría si pasaba por casa del jefe municipal.

Cuando llegaron las fuerzas coloniales, en muchos lugares de Camerún encontraron un sistema según el cual los jefes fulani gobernaban a los pueblos paganos, y consideraron conveniente generalizar tal sistema a las zonas donde no habían llegado los invasores fulani, como Poli. Ahora hay en la ciudad un jefe fulani, que preside el tribunal nativo y reclama jurisdicción sobre la zona. Los doowayo indígenas se sienten muy agraviados por ello y procuran tener el menor trato posible con él. A su modo de ver, jamás fueron derrotados por los fulani, y el jefe no sería bien recibido en sus aldeas.

En mi visita anterior, no se había precisamente congraciado conmigo. Como propietario del furgón del correo, poseía virtualmente el monopolio del transporte entre Poli y las grandes ciudades. Puesto que era íntimo del sous-préfet anterior, se había esforzado por conseguir que no se autorizara ningún servicio de autobuses, no se vendiera gasolina y no se permitiera a nadie más transportar pasajeros. Puesto que la presencia de un extranjero había de atraer la atención de la policía sobre su camión siempre sobrecargado hasta la ilegalidad, indefectiblemente me ponía todas las trabas posibles para viajar en su vehículo, llegando incluso a cambiar los lugares de recogida de pasajeros o los días de salida cuando yo estaba fuera. Otra fuente de fricción fueron sus decididos intentos de hacerme miembro del único partido político autorizado en Camerún, operación por la cual recibía comisión.

No obstante, puesto que el tiempo había mitigado nuestra antipatía, decidí ir a buscar al sous-préfet en su cubil, aunque mucho me temía que en los montes ya se debía de estar llevando a cabo el rito de la circuncisión en tanto yo perdía el tiempo en la ciudad.

Tras mucho dar palmas ante la casa del jefe, apareció un niño que se escurrió en seguida a anunciar mi llegada. Cuando llegó el momento, me condujeron a un cuartito con el suelo cubierto de grava. Las paredes estaban pintadas con motivos geométricos fulani y la sensación general era de una vivienda limpia y agradable. Encontré al jefe y al sous-préfet tendidos en el suelo sobre alfombras escuchando música árabe procedente de la radio. Al entrar yo, el jefe escondió hábilmente entre sus ropajes una botella de whisky. Me pareció un movimiento perfeccionado por muchos años de práctica.

El sous-préfet se levantó a saludarme. Sonrió y dirigió unas palabras en fulani al jefe municipal, que frunció el ceño, sacó la botella y me sirvió una pequeña cantidad en un vaso en el que se leía «Recuerdo de Cannes». Nos aposentamos, y el sous-préfet se lanzó a una perorata en francés perfecto sobre sus planes para la ciudad. Sus ojos centelleaban de entusiasmo tras las gafas mientras hablaba de agua corriente y de nuevas instalaciones eléctricas (comodidad que se había dejado echar a perder desde la marcha de los franceses).

Estaba decidido a tener teléfono antes de que transcurrieran dos años,

— Mi trabajo es animar — informó —. Ya le he explicado a mi amigo aquí presente — dijo señalando al jefe que tal vez sea necesario derribar su casa para construir la centralita telefónica. — Soltó una risita perversa a la que el jefe contestó con una lánguida media sonrisa —. Estoy decidido a volver activos a los doowayo. Usted, por favor, me suministrará información pertinente.

La ética de la antropología no es sencilla. Normalmente, el antropólogo trata de influir lo menos posible en el pueblo que está estudiando, aunque sabe que tiene algún efecto. En el mejor de los casos, tal vez devuelva a un pueblo desmoralizado y marginal cierto sentido de su propia valía y del mérito de su propia cultura. Pero, por el mero acto de redactar la monografía de rigor sobre cualquier pueblo, los presenta con una imagen de si mismos coloreada mediante sus propios prejuicios e ideas preconcebidas, puesto que no existe una realidad objetiva sobre un pueblo extranjero. El uso que hagan de su imagen es imprevisible. Pueden rechazarla y reaccionar contra ella. También pueden cambiar para ajustarse mejor a ella y convertirse en actores fosilizados de sí mismos. De cualquier modo, la inocencia, la sensación de que algo se hace porque las cosas no pueden ser de otro modo, se pierde.

Durante la era colonial, los antropólogos siempre tenían una relación difícil con las autoridades, que deseaban usarlos para cambiar a los pueblos. Ahora, al parecer, me pasaba a mi.

— ¿Por qué son tan perezosos los doowayo? — me preguntó.

¿Y por qué está usted tan lleno de energía? repliqué yo.

Se echó a reír y, blandiendo un ejemplar de un libro de la señora Gandhi, añadió:

— He leído este libro de la hija de Gandhi. Dice muchas cosas buenas de los males del colonialismo.

Le dije que la señora Gandhi en realidad no era hija de Gandhi. Se quedó pasmado.

— Pero ¿cómo es posible? Es una falta de honradez. ¿Está usted seguro?

A partir de entonces, casi cada vez que nos encontrábamos me preguntaba si la señora Gandhi era o no hija de Gandhi. Yo mismo empecé a dudar; mi anterior certeza quedó debilitada por sus ansiosas preguntas. Parecía que la respuesta era crucial para el valor del libro. Cuando regresé a Inglaterra y me encontré con los amigos que venían a recibirme al aeropuerto, debió de parecerles raro que lo primero que les preguntara fuera: ¿Os acordáis de la señora Gandhi? ¿Es de verdad hija...?»

Le mencioné al sous-préfet que acababa de ir a ver al jefe de policía y me preguntaba si estaba al corriente del subrepticio negocio que estaba haciendo con la cerveza. Se echó a reír y dijo:

— Una vez le hizo sudar a usted un poco.

Se refería a una ocasión en que me perdí en el campo de noche y, al dirigirme a la luz más próxima, me encontré detrás de la casa de su ayudante. El jefe de policía quedó inmediatamente convencido de que estaba espiando y me hizo pasar uno o dos momentos de desasosiego mientras me interrogaba.

Es buen hombre — dijo el sous-préfet; quizá en ocasiones excesivamente entusiasta. — Sonrió, se inclinó hacia adelante y me aguijoneó con el compendio de sabiduría de la señora Gandhi. Lo tenía bajo control, ¿sabe? No hubiera permitido que le ocurriera nada a usted.

Le di las gracias profusamente y me retiré; ahora le tenía incluso más simpatía que antes y me alegraba de que hubiera confundido a todos aquellos que estaban convencidos de que la persistente obstinación de Poli y sus habitantes quebraría rápidamente su optimismo. El jefe municipal no había dicho una palabra y me estrechó las manos de mala gana cuando me marché.

En la calle, habían empezado a caer las primeras lluvias, unas gotazas rodaban sobre la superficie de la tierra como si de hierro ardiente se tratara. Eché a andar penosamente por el espeso polvo de la estación seca; de pronto, la calle se llenó de niños que gritaban y corrían alborozados, extendiendo sus túnicas por el mero placer de sentirse mojados y frescos.

Cuando llegué al puente de la misión, el río se había convertido en un torrente furioso y no había posibilidad de cruzarlo. La fuerza del agua era tal que, sencillamente, podría haberme arrancado las piernas de debajo del cuerpo. Además, no me apetecía nada meter mis purísimos pies, que había limpiado de parásitos en Inglaterra («Mira, aquí es donde tuve lombrices de río, aquí es donde me quitaron las niguas»), en aquella inundación, la primera del año. Evidentemente, se trataba de la avenida que se llevaba río abajo toda la suciedad y contaminación acumuladas durante el año entero.

Cuando por fin llegué a la misión estaba oscureciendo, La única ropa seca que encontré fueron unas largas túnicas fulani que Jon y Jeannie habían comprado como recuerdo. Marcel y Rubén se pusieron histéricos de risa en cuanto me vieron, y empezaron a seguirme despiadadamente llamándome «¡Lamido, lamido!» (¡Jefe, jefe!»).