VI

Me despertó un enfermo que gritaba. Era por la tarde, lo sabía por el apagado resplandor amarillento de la luz y por el calor agobiante que me envolvía. Se trataba de una mujer vieja, la más vieja que yo hubiera visto nunca, ¡y mira que había viejos en Mapou! Esta estaba hundida en la cama, y de lejos podría parecer que esa cama estaba vacía, a no ser porque su brazo raquítico se alzaba de vez en cuando. En el momento en que aparecieron las enfermeras, pegó un salto. Incluso yo, que asistía a la escena desde detrás de la mosquitera y a seis camas de distancia —las había contado—, me sobresalté. La mujer tenía el rostro como aplastado por algo, chafado y lleno de arrugas. La piel de alrededor de los ojos había sido aspirada hacia el interior, lo cual daba la impresión de que las órbitas iban a empezar a tambalearse en su cabeza de un momento a otro. La vieja agarró del cuello a una enfermera y todo el mundo gritó, yo incluido. Es curioso, no me di cuenta de inmediato de que hablaban en un idioma que yo desconocía. Apareció un médico, e hicieron falta tres adultos para dominar a la vieja señora. La ataron a la cama con sábanas y luego los tres adultos, altos y fuertes, se apoyaron contra la cama de hierro, resoplando como si vinieran de correr por el bosque.

Una enfermera me vio, apoyado en los codos, y se acercó a mí. Me miró con sus ojos azules, y eso me impresionó sobremanera. Me puso la mano en la frente, sacó un termómetro del bolsillo, me lo colocó bajo la lengua un momento y me dijo, en francés:

—Ya no tienes fiebre. Pronto podrás volver a casa.

Se quedó al pie de la cama un ratito, con las manos en los bolsillos, como si quisiera decirme algo, y luego me arregló la mosquitera que rodeaba la cama y se fue. Mientras atravesaba la sala, de las camas se alzaban brazos suplicantes, implorando, pero ella caminaba lentamente, con la cabeza baja, sola en el mundo. Al llegar a la salida, se dio la vuelta e hizo una señal amplia y lenta con la mano para barrer la sala, y todos los brazos cayeron. Me dije que, a lo mejor, en su idioma, esa era una manera de tranquilizar, de pedir un poco más de paciencia.

Pensaba en todo eso cuando David se acercó a mi cama. Le oí, claro está, pues menudo ruido hacía, caminaba algo desarticulado y con cada uno de sus pasos golpeaba el suelo, era como si tuviera trozos de hierro en los pies.

No sé cómo explicar lo que sentí cuando se puso ante mí, con su cabello rubio, sus ojos verdes, sus mejillas hundidas, la sonrisita que tenía —eso que hacía de levantar sólo una comisura, a eso se le llamaría hoy día una sonrisa displicente, pero no era nada de eso, no tenía nada, nada que ver con la ironía, él no era en absoluto capaz de algo así, no, David no, era como el esbozo de una sonrisa, el comienzo de algo mejor, de algo hermoso que te llevaría a quedarte ahí, esperando con impaciencia la continuación—, su camisa vieja como la mía, un trozo de su cadena de oro que le recorría el cuello, caía en el hueco de la clavícula, remontaba el hueso saledizo para desaparecer bajo ese tejido gris, la manera dubitativa que tuvo de apartar la mosquitera y mirarme con la misma benevolencia que la vez anterior, cuando lloramos juntos… ¡Estaba tan contento de volverlo a ver y, sobre todo, me sentía tan tranquilo al saber que existía realmente!

Al principio me habló muy bajito, en ese idioma extraño y susurrante. Eso no me preocupó, y él se puso a murmurar durante un buen rato. Se había inclinado sobre mí, y para mis orejas su discurso era un largo silbido que me tranquilizaba sobremanera, como si se tratara de una oración que alguien me soplara al oído. A fin de cuentas, puede que fuera una oración. Lamenté no entender lo que me decía, lo que le salía del corazón y quería compartir conmigo antes incluso de saber cómo me llamaba, pero le escuché sin quitarle ojo de encima y me sentí bien, rodeado de su presencia y de sus palabras. Cuando terminó, se incorporó y se me quedó mirando. Tuve la impresión de que esperaba que yo hablara, así que le dije, como lo había aprendido en el colegio, separando las sílabas mientras, en la cabeza, tenía la imagen de esta frase escrita por una mano imaginaria a medida que yo la iba pronunciando:

—Me llamo Raj y vivo en Beau-Bassin.

David me miró y dijo, con la misma lentitud:

—Me llamo David y vivo aquí. Antes vivía en Praga.

Yo no tenía la menor duda de que Praga estaba aquí, en este país, en alguna parte, algo perdido, algo olvidado, como Mapou. Recuerdo que en la escuela, en la pared, había un mapa de nuestra isla, pero Mapou no figuraba y yo se lo había dicho a la señorita Elsa. Ella me enseñó Pamplemousses, luego otra ciudad cuyo nombre he olvidado, y me dijo que estaba por ahí, moviendo los dedos, y me sonrió mientras me decía que lo sentía mucho pero que en un mapa sólo salían las ciudades importantes y las grandes poblaciones. Esa tarde, cuando David me dijo que antes vivía en Praga, yo pensé, evidentemente, que eso andaba por allí, perdido entre dos ciudades importantes, porque era un simple pueblo, demasiado insignificante como para destacar en un mapa.

—¿Por qué estás en la cárcel?

—No lo sé. ¿Y tú?

—No lo sé.

—¿Eres judío?

—No.

—¿Tu mamá está aquí?

—No, está en casa. ¿Y la tuya?

—Está muerta. Mi padre también está muerto. ¿Tienes hermanos y hermanas?

—No, estoy solo.

—Yo también.

Creo que fue así como sucedió. Después de todos estos años, rasco y rebusco en mis recuerdos y pido disculpas, pues a veces me resulta más difícil de lo previsto. Es posible que no fuera ese el orden en que me dijo las cosas, es probable que mi mente arregle un poco los recuerdos, pero lo que sé con seguridad es que hablamos muy despacio, durante horas, a la luz declinante de la tarde. Las palabras en esa lengua francesa nos resultaban extrañas a los dos, esa lengua que a partir de entonces había que adaptar a nuestra manera de ser, a lo que queríamos decir, en vez de, como hacíamos en la escuela, contentarnos con descodificarla y repetirla. Hacíamos el mismo esfuerzo para comunicarnos, y lo hacíamos con lentitud, pacientemente, y tal vez gracias a eso pudimos decirnos, con mucha rapidez, cosas importantes como: estoy solo. Yo también.

Esa noche, la enfermera de ojos azules nos deseó un buen año. Separó las manos y batió palmas varias veces. Era como un aplauso en cámara lenta y resultaba muy extraño. Nadie movió un dedo. Yo tenía la cara contra la pared, pensaba en mi madre, confiaba en que me esperara en casa y me decía que tenía nueve años. Mi madre me había dicho que el primero de enero yo cumplía un año más. Pronto sería tan alto como Anil. Pensé en la ropa que habíamos recibido en Mapou, esas prendas que nos hacían sentir tan importantes y con las que habían muerto mis hermanos.

Avanzada la noche, David vino a despertarme. Yo dormía a medias, como la mayoría de los pacientes de la sala, y descubría que la enfermedad no es algo silencioso. Le seguí en la oscuridad, su camisa blanca me servía de guía, eso me recordó a Anil y el día del diluvio, pero seguí tras él, lentamente, paso a paso. David me hacía reír con su manera de andar, él sabía que hacía ruido y trataba de mejorar, pero era en vano. Parecía el chaval más ingrávido de la tierra, lleno de gracia, y en efecto todo empezaba bien: levantaba la rodilla, la alzaba bien alto y lentamente, muy lentamente, ponía la pierna delante de él, pero en vez de posar con suavidad el pie en el suelo, lo dejaba caer de golpe como si se fatigara de repente y no pudiera controlar sus movimientos. Con cada ¡plac! se quedaba quieto, y yo, en la oscuridad, imaginaba que su cabello rubio se le ponía de punta; pero nadie nos prestaba atención, ni siquiera la enfermera de guardia, quien, a no ser que fuera sorda, tendría que habernos oído. Creo que desde que David estaba en el hospital salía tal cual todas las noches, pues era su única manera de ser un niño, y todos los enfermos de ese dormitorio sucio, atestado y trufado de quejas y gemidos lo habían entendido y le dejaban andar a su aire.

Yo aún tenía el cuerpo dolorido, la nariz hinchada, los labios encerrados en una costra frágil que amenazaba con quebrarse en cualquier momento y soltar un hilillo de sangre. David tenía accesos de fiebre, a causa de la malaria, y pasaba la mitad del tiempo evacuando en las letrinas o metido en la cama, alimentado con suero, pero todo eso resultaba irrisorio comparado con la excitación que sentimos esa noche mientras nos deslizábamos hacia el exterior, como auténticos lAdrOnEs.

El hospital estaba encajado al fondo de la prisión, al norte, en una zona que yo no podía ver desde mi escondite. En el interior de la cárcel había otro muro que separaba el área de los hombres de la de las mujeres, y el hospital se hallaba en la parte reservada a estas. Fue David quien me lo explicó durante nuestros jueguecitos vespertinos.

David no necesitaba luz cuando nos escapábamos del hospital, se lo conocía todo de memoria. Durante tres noches, hicimos siempre lo mismo; como todos los niños del mundo, instauramos una rutina, un ritual. Esperábamos hasta el final de la cena, el apagado de luces, las quejas que la noche fomentaba entre los enfermos y los desdichados; y entonces, finalmente, disponíamos de unas horas sin agitación, de una penumbra con la que podíamos contar como si fuera un amigo fiel que nunca te falla. Yo le seguía, le escuchaba, olvidaba Mapou durante unas horas, a mi madre, a mis hermanos, a mi padre, y ni una sola vez me asustó la inmensidad de la noche ni me entraron ganas de buscar un agujero en el que meterme. Podíamos convencernos de que disponíamos de un enorme patio de recreo. Durante el día eso resultaba imposible de creer, pues los muros eran negros, el alambre de espino te saltaba a la cara, había un policía con porra en cada esquina, el sol servía como proyector, no había donde esconderse, no se podía jugar a nada. Y, de todas maneras, a mí no se me permitía abandonar el dormitorio de los enfermos.

Los juegos eran nuestro idioma fraternal. Escuchar nuestros pasos, a menudo ahogados por la hierba que anunciaba el muro de separación, seguir sus cabellos y no perder de vista ni un segundo esa aureola rubia, recurría a todas mis fuerzas para ello, para no perderle, oír cómo se acercaba el viento que hacía temblar las hojas secas del eucalipto de la izquierda, cerca del campamento de las mujeres, atrapar con el pañuelo los insectos que revoloteaban en torno a las lámparas de petróleo junto al hospital, reír al oír al policía de guardia canturreando y haciendo mmm, mmm, mmm en tono muy agudo, morirse de risa sin hacer ni un solo ruido, limitarse a dejar temblar de alegría a nuestros cuerpos hasta que nos doliera la tripa. Enseñarle cómo dejar caer el pie sin hacer ruido, a pegar los brazos al cuerpo para colarse mejor entre dos árboles, a caminar sobre una línea imaginaria sin desviarse jamás —cerrar los ojos e imaginar que estábamos en un puente sobre un río crecido— y, por primera vez, a hacer el avión.

David saltaba sobre mí y se estiraba horizontalmente en mis brazos, con el cuerpo tieso y las manos extendidas, dispuesto a echar a volar. Tenía un año más que yo, pero por una vez yo era el más fuerte. Con su peso pluma, ese peso imperceptible en los brazos, yo giraba, giraba y giraba en la noche. Sentíamos cómo el viento nos golpeaba en la cara mientras la penumbra se convertía en un torbellino negro, y necesitábamos toda nuestra voluntad para hacer entrar en nuestros vientres esa extraña felicidad y no gritar de gozo. Cuando nos deslizábamos de nuevo en la cama, yo experimentaba esa excitación y ese orgullo de no haber sido descubierto, me costaba calmar a mi corazón batiente y me decía que éramos muy buenos en ese juego. Como es lógico, sólo éramos unos críos que se creían libres porque era de noche y no veían el muro y las alambradas. Hoy día, estoy convencido de que las enfermeras, los pacientes, los médicos y hasta el policía de guardia sabían que David y yo jugábamos cuando se hacía de noche, pero esos adultos eran conscientes de que no había escapatoria, de que, a fin de cuentas, no podíamos llegar muy lejos.

Durante el día, yo me quedaba en la cama y dormía mucho. Soñaba con mis hermanos y con mi madre, soñaba con la escuela y me mantenía lo más discreto y silencioso posible. Quería que se olvidaran de mí, que llegara la noche para encontrarme con David. Había muchas idas y venidas, muchos sollozos, incluso por parte de las enfermeras. A veces también había cólera, los enfermos lanzaban las bandejas contra las paredes y gritaban, supongo, el odio que sentían hacia esa prisión, hacia esa isla.

Todos los pacientes hablaban de barcos, esa era su obsesión permanente. En cuanto aparecía un médico por la mañana, tan pronto como un policía venía a hacer su ronda, preguntaban sin parar cuándo salía el barco para Eretz. Durante mi estancia en el hospital de la cárcel, yo había comprendido que no eran gente de nuestra isla, y eso me había parecido muy extraño. ¿Por eso estaban encerrados?, me preguntaba.

Una mañana, antes incluso de abrir los ojos, noté un cambio en la atmósfera del dormitorio. Habitualmente, siempre estaba muy tranquilo por la mañana, parecía que a los enfermos les costara despertarse, que necesitaran tiempo para darse cuenta de dónde estaban realmente, y es posible que de noche soñaran con su país, con su Eretz, y que cuando se hacía de día se agarraran a sus sueños, y que eso fuera lo que le daba ese extraño ambiente de esperanza al dormitorio cuando amanecía. Ese día, por el contrario, yo noté un temblor, y cuando abrí los ojos casi todos los pacientes estaban sentados en la cama y cuchicheaban en todas direcciones. Cuando crucé la mirada con algunos de ellos, me sonrieron y, por primera vez, algunos hasta me saludaron discretamente con la mano. Las enfermeras se habían agrupado y charlaban de buen humor. Luego apareció un policía y dijo en voz alta que, a pesar de los rumores, esa tarde no habría barco para Haifa y que la guerra no había terminado. Nunca he olvidado esa frase. Para mí carecía de sentido en esa época, y, sin embargo, adivinaba que tenía un significado terrible. No hubo gritos ni protestas, como si no fuera la primera vez que alguien barría sus esperanzas. Los enfermos se acostaron de nuevo, las enfermeras se fueron y el dormitorio volvió a ser triste y gris.

David me había dicho que sus padres estaban muertos. Cuando hablábamos, nos ayudábamos con muchos gestos, mucha mímica, un poco como los sordos. Cuando me contó eso, David había cerrado los ojos e inclinado la cabeza a un lado de golpe para que quedara claro que estaban muertos. Iban a Eretz. ¿Está muy lejos Eretz?, me había preguntado. Yo no tenía ni idea, pero le prometí que se lo preguntaría a mi maestra de escuela, que lo sabía todo.

Le dije que yo también había viajado antes de llegar allí, pues así era como yo veía las cosas por aquel entonces, kilómetros y océanos carecían de importancia, David y yo habíamos dejado el lugar en que nacimos y habíamos seguido a nuestros padres hacia un destino extraño, misterioso y ligeramente aterrador en el que pensábamos poder escapar de la desgracia.

No sé si debo avergonzarme de decirlo, pero eso es lo que hay: yo ignoraba que había una guerra mundial que duraba desde hacía cuatro años; cuando David me preguntó, en el hospital, si era judío, no sabía qué quería decir eso, le dije que no porque tenía la vaga impresión de que ser judío era una enfermedad, pues por algo estábamos en un hospital; nunca había oído hablar de Alemania, aunque la verdad es que mi desconocimiento era enorme. Había encontrado a David, un amigo inesperado, un regalo caído del cielo, y en esos comienzos de 1945 eso era lo único que me importaba.

Para decirle que mis hermanos habían muerto, le imité, cerré los ojos y moví la cabeza hacia un lado. Pero entonces, claro está, se me hizo un nudo en el estómago que empezó a subir, subir y subir. Estábamos sentados detrás del hospital, bajo el tejadillo, y a cinco pasos de nosotros se hallaba el muro del recinto. Caía una lluvia fina pero copiosa y era mi última noche allí, aunque yo aún no lo sabía. David, huérfano, exiliado, deportado, encarcelado, afectado de malaria y de disentería, me reconfortó. Acercó su cabeza a la mía, y todavía hoy, en la parte derecha de mi rostro, me parece sentir sus suaves rizos. Es posible que haya olvidado muchas cosas de esos días pasados en el hospital, pero sus rizos dorados y su tacto sedoso me pertenecen eternamente.

La enfermera de ojos azules me despertó esa mañana. Recogió la mosquitera haciendo un gran nudo. Antes incluso de que dijera nada o de que hiciese un gesto para indicarme que tenía que salir de la cama, lo supe. No tenía más opción que seguirla. David estaba sentado en su cama y me miró sin moverse. Le saludé levemente con la mano, pero no me contestó. Me dio pena porque era como si no me conociera, como si mirara a través de mí, como si ya me hubiese olvidado. Caminé despacio, con la cabeza baja, con un paso pesado, con todo el peso de mi cuerpo concentrado en la planta de los pies. De repente, a mi espalda, escuché una especie de castañeteo. Me di la vuelta. David andaba como un cangrejo, se torcía a izquierda y derecha, movía las manos para pedirme que le esperara. Me detuve y sonreí, estaba contento, me había equivocado, claro que me conocía, hacía un momento estaba demasiado sorprendido, no sabía qué hacer, por eso tenía los ojos vacíos. Mi corazón pasó de golpe, cual prenda del revés, del abatimiento a la alegría, todo mi cuerpo se irguió como por arte de magia, mis pies ya no eran de plomo y estaba preparado para lanzarme hacia él, para hacer el avión, para saltar, jugar y charlar.

Pero no fue eso lo que sucedió. La enfermera me alzó en vilo y, como un paquete, me lanzó a los brazos duros y peludos de un policía. Oí cómo David me llamaba y luego gritaba cosas en su idioma, pero no me resistí, no chillé, no me sentía capaz de ello. Una piedra enorme se me caía encima y lo aplastaba todo, la garganta, el corazón, el estómago, el vientre. Cruzamos de una zona de sol a una zona de sombra y el policía me pasó a mi padre. Dijeron cosas que no recuerdo. Mi padre me había dejado en el suelo y mantenía la mano contra mi nuca. Tenía la palma húmeda y caliente. De lejos podía parecer un gesto de ternura, pero no lo era. Me tenía pillado, esa era la verdad, preparado para zarandearme por la piel del cogote como si fuera un perro. En un momento dado, se echó a reír y se tapó la boca con los dedos. Eso era algo que nunca hacía en casa.

Se abrió la verja, mi padre me empujó hacia fuera y poco después estaba yo en brazos de mi madre. Me tuvo pegado a ella durante todo el camino, y corría, mi pobre madre, con prisa por alejarse de esa cárcel. Yo tenía la cabeza apoyada contra su hombro y vi cómo desaparecían los muros por detrás de los árboles. Mi madre lloraba y hablaba a la vez. Lo hacía a menudo. Me contaba lo que había hecho en mi ausencia, cada mañana se plantaba ante la verja de la prisión esperando verme; cada noche le había suplicado al policía de guardia que me diera el pote de leche que había comprado, pero él no había cedido nunca; mi madre se había hincado de rodillas ante mi padre para que él me lo trajera, pero tampoco había cedido. Antes, el amor de mi madre me habría inundado de emociones, pero ahora, mientras nos internábamos en el bosque, yo sólo pensaba en una cosa: volver a ver a David.