Estaba muy orgulloso de su animal.
Cuando el burro terminó, se puso a aplaudir, y los demás le imitaron.
Se lanzó la segunda piedra y también hubo aplausos, pero más moderados. Después todos se abalanzaron sobre los pasteles.
Es comprensible, ver cómo una catapulta tira piedras a un bosque tampoco es tan divertido.
Lo encontró el señor Moroni.
El asesino le había pegado un tiro en la sien.
Poppi había caído al suelo, muerto.
Estaba ahí tendido, con las patas tiesas, las orejas tiesas y la cola tiesa, junto a la cerca de las tierras de Contarello.
—Contarello, hijo de la gran puta, te mato, esta vez te mato de verdad —musitó el señor Moroni arrodillado junto al cadáver de Poppi.
Si no hubiese tenido las glándulas lagrimales más secas que el desierto de Kalahari, el señor Moroni se habría echado a llorar.
La guerra con Contarello ya duraba mucho tiempo. Empezó con una disputa que nadie entendía sobre un par de metros de pasto, que ambos consideraban suyos. Siguió con insultos, amenazas de muerte, desaires y burlas.
A ninguno de los dos se le pasó por la cabeza mirar los planos del catastro.
El señor Moroni se puso a dar patadas al barro, puñetazos a los árboles.
—Contarello, no tenías que haber hecho esto... No tenías que haberlo hecho.
Y luego lanzó un grito al cielo. Agarró las patas de Poppi y, con la fuerza de la rabia, se echó el cadáver a la espalda. El pobre Poppi pesaría sus ciento cincuenta kilos, pero ese hombrecillo que pesaba sesenta y bebía como una esponja avanzó por el prado, con las piernas separadas, tambaleándose a izquierda y derecha. La cara, por el esfuerzo, se le había transformado en un montón de bultos y hoyos.
—Ahora verás, Contarello —dijo, rechinando los dientes.
Llegó delante de su casa y dejó a Poppi en el suelo. Luego ató una cuerda al tractor y armó la catapulta.
Sabía exactamente dónde se encontraba la casa de Contarello.
Cuentan en el pueblo que Contarello y su familia estaban en el comedor de su casa viendo Carmmba, che sorpresa! cuando llegó.
La Carrá había conseguido reunir a dos gemelos de Macerata separados al nacer, y ellos se abrazaban y lloraban y los Contarello también se sorbían los mocos, emocionados. Era una escena lacrimógena.
Pero de repente fue como si todo estallara sobre sus cabezas. Algo cayó sobre la casa y la sacudió hasta los cimientos.
El televisor se apagó, junto con el resto de las luces.
—Dios mío, ¿qué ha pasado? —gritaba la abuela Ottavia abrazándose a su hija.
—¡Un meteorito! —gritaba Contarello—. Nos ha caído encima un puñetero meteorito. Ya lo decía Quark, joder. A veces pasa.
Volvió la luz. Se miraron unos a otros, aterrorizados, y levantaron la cabeza. Una viga del techo estaba rajada, y habían caído pedazos de yeso.
La familia subió las escaleras, muerta de miedo.
En el piso de arriba todo parecía normal.
Contarello abrió la puerta del dormitorio y cayó de rodillas. Manos en la boca.
No había techo.
Las paredes estaban rojas. El suelo estaba rojo. La colcha que había hecho a mano la abuela Ottavia estaba roja. Los cristales de las ventanas estaba rojos. Todo estaba rojo.
Por toda la habitación había pedazos de Poppi (tripas y huesos y mierda y pelo), junto con cascotes y tejas.
No había nadie por la calle cuando el señor Moroni lanzó el cadáver con la catapulta, pero si hubiese habido alguien habría visto un burro surcar el cielo, trazar una parábola perfecta, dejando atrás el alcornocal, el riachuelo y la viña, para ir a caer como un misil Scud sobre el tejado de la casa de Contarello.
Esta broma le salió cara al señor Moroni.
Le denunciaron, le procesaron, le obligaron a pagar los daños, y solo porque estaba limpio se libró de ir a la cárcel por homicidio frustrado. Pero echó a perder el certificado de antecedentes penales.
Ah, y también le obligaron a desmontar la catapulta.
69
Es muy difícil no pensar en nada.
Y es lo primero que debes aprender cuando empiezas a hacer yoga.
Lo intentas, te exprimes los sesos y te pones a pensar que no debes pensar en nada y ya la has fastidiado, porque es un pensamiento.
No, no es fácil.
Pero a Graziano Biglia le salía sin dificultad.
Se puso en la posición del loto, en el centro de su habitación, e hizo el vacío en su mente durante media hora. Luego se dio un buen baño caliente, se vistió y llamó por teléfono a Roscio para decirle que se mantenía lo de Saturnia pero no podría ir a cenar con ellos. Se verían directamente en las cascadas a eso de las diez y media u once.
En conjunto, su primer día de separación no había ido tan mal. Encerrado en casa, viendo el tenis por la tele y comiendo en la cama. La depresión había zumbado a su alrededor como un tábano, dispuesta a clavarle el aguijón en el pecho, pero Graziano había sido pragmático, había dormido, comido y visto los deportes con una suerte de apatía bovina impasible a las alteraciones del alma.
Ahora estaba listo para ir a ver a la profesora.
Se miró por última vez al espejo. Había decidido que el aspecto de gentleman rural no le iba bien. Además la camisa y la chaqueta estaban manchadas de vómito. Optó por algo informal y elegante al mismo tiempo. Spandau Ballet de los primeros tiempos, para entendernos.
Camisa de raso negra con cuello en punta. Chaleco rojo. Chaqueta de terciopelo negro con tres botones. Vaqueros. Botas de pitón. Bufanda ocre. Diadema negra.
Ah, importante: bajo los pantalones, un traje de baño Speedo violeta.
Estaba poniéndose el abrigo cuando su madre salió de la cocina gruñendo algo. Sin intentar entender lo que quería, le dijo: No, mamá, esta noche no ceno en casa. Volveré tarde.
Abrió la puerta y salió.
70
El baño siempre era una cosa complicada.
Flora Palmieri tenía la impresión de que a su madre no le hacía ninguna gracia. Se lo veía en los ojos. («Flora, cariño, ¿por qué tengo que bañarme? No me gusta...»)
—Lo sé, mamá, es una lata, pero de vez en cuando hay que hacerlo.
Era una operación delicada.
Si no tenía cuidado su madre podía meter la cabeza en el agua y ahogarse. Había que encender la estufa por lo menos una hora antes, pues de lo contrario podía resfriarse, y entonces sí que se complicaban las cosas. Con la nariz taponada no podía respirar.
—Ya casi hemos acabado...
Flora, de rodillas, terminó de enjabonarla y empezó a aclarar con la ducha el cuerpecillo blanco y agarrotado que se encogía en un rincón de la bañera.
—Un poquito más... y te llevo a la cama.
El neurólogo había dicho que el cerebro de su madre era un ordenador parado. Bastaba con pulsar una tecla para que la pantalla se iluminara y el disco duro se pusiera en marcha. El problema era que su madre no estaba conectada con ninguna tecla, y no había manera de reactivarla.
—No puede oírla. En absoluto. Su madre está ausente. No lo olvide. Encefalograma plano —había dicho el neurólogo, con la típica sensibilidad de los de su clase.
Flora pensaba que el señor neurólogo no entendía nada. Su madre estaba presente, vaya si lo estaba. Una barrera la separaba del mundo, pero sus palabras podían traspasar esa barrera. Lo notaba en multitud de detalles que un extraño, o un médico que solo se basaba en encefalogramas, TAC, resonancias y otras artimañas científicas, eran incapaces de percibir. Un movimiento de una ceja, un fruncimiento de labios, una mirada menos opaca que de costumbre, una vibración.
Ese era su modo imperceptible de expresarse.
Flora estaba convencida de que sus palabras eran lo que la mantenía viva.
Durante un período, la salud de su madre había sido muy precaria. Necesitaba un cuidado constante, día y noche. Llegó un momento en que Flora no pudo más y, aconsejada por el médico, contrató a una enfermera, que trataba a su madre como si fuese un maniquí. No le hablaba nunca, no la acariciaba, y la salud de su madre, en vez de mejorar, fue de mal en peor. Flora despidió a la enfermera y volvió a cuidarla ella. Su madre mejoró visiblemente.
Y otra cosa. Flora tenía la impresión de que su madre lograba comunicarse con ella mentalmente. De vez en cuando oía su voz irrumpiendo en sus pensamientos. No estaba loca ni esquizofrénica, solo que al ser su hija sabía exactamente lo que habría dicho su madre en cada ocasión, sabía lo que le gustaba, lo que le molestaba, el consejo que le daría cuando tenía que tomar una decisión.
—Ya está, hemos terminado.
La sacó de la bañera y la llevó, chorreando, a su cuarto, donde había preparado la toalla.
Empezó a frotarla vigorosamente, y estaba espolvoréandola con talco cuando sonó el telefonillo.
—¿Quién puede ser...?
«¡La cita!»
La cita que había concertado esa mañana en el Station Bar con el hijo de la mercera.
—Vaya, mamá, me olvidé por completo. Qué cabeza la mía. Un tipo me ha pedido que le ayude a escribir un currículum.
Vio que su madre fruncía la boca.
—No te preocupes, en una hora me lo quito de encima. Ya lo sé, es un rollo, pero qué le voy a hacer, está aquí.
La arropó en la cama.
El telefonillo volvió a sonar.
—¡Ya voy! Un momento.
Salió de la habitación, se quitó el mandil que usaba cuando lavaba a su madre, se miró fugazmente en el espejo...
«¿Por qué te miras?»
... y contestó.
71
La profesora le estaba esperando en la puerta.
Y no se había cambiado.
«¿Querrá decir que no le da importancia a este encuentro?», se preguntó Graziano, y luego le alargó la botella de whisky
—Le he traído un detalle.
Flora le dio la vuelta en las manos.
—No tenía que haberse molestado, gracias.
—No es nada, no hay de qué.
—Pase.
Le acompañó al cuarto de estar.
—¿Me puede esperar un momento? Enseguida vuelvo. Póngase cómodo —dijo Flora, apurada, y desapareció en el pasillo oscuro.
Graziano se quedó solo.
Se miró en el reflejo de la ventana. Se colocó el cuello de la camisa. Y con paso lento y mesurado, con las manos a la espalda, recorrió la habitación examinándola.
Era una sala cuadrada, con dos ventanas que daban al campo. Por una se entreveía un trocito de mar. Había una pequeña chimenea donde ardía un fuego lento. Un sofá pequeño tapizado en azul con florecitas rojas. Una butaca vieja de cuero. Un taburete. Una estantería, pequeña pero repleta de libros. Una alfombra persa. Una mesa redonda en la que había papeles y libros ordenados. Un televisor pequeño en una mesita. Dos acuarelas en las paredes. Una era un mar embravecido. La otra una vista de una playa con un tronco grande traído por el mar. Parecía la playa de Castrone. Eran sencillas y no muy logradas, pero con unos colores suaves y sobrios que producían añoranza. Varias fotos colocadas en orden sobre la chimenea. Fotos en blanco y negro. Una mujer parecida a Flora sentada en un muro, con el golfo de Mergellina al fondo. Otra de unos recién casados a la salida de la iglesia. Y otros recuerdos de familia.
«Esta es su madriguera. Aquí es donde pasa sus noches solitarias...»
En esa habitación había una atmósfera especial.
«Serán las luces bajas y cálidas. Se ve que es una mujer con muy buen gusto...»
72
La mujer con muy buen gusto estaba en el cuarto de su madre y parloteaba.
—Mamaíta, no sabes lo emperifollado que ha venido. Con una camisa... Y unos pantalones ajustados... Qué estúpida soy, no tenía que haberle citado aquí.
Estiró la manta de la cama.
—Bueno. Vamos allá. Me voy, a ver si termino pronto con él.
Cogió unas hojas de papel del mueble del pasillo, respiró hondo y volvió al cuarto de estar.
—Haremos un borrador, luego usted lo pasará a limpio. Sentémonos aquí.
Hizo sitio en la mesa de los papeles y colocó dos sillas, una frente a otra.
—¿Las ha pintado usted? —Graziano señaló las acuarelas.
—Sí... —murmuró Flora.
—Son muy bonitas. De verdad... tiene arte.
—Gracias —contestó ella ruborizándose.
73
No era guapa.
Por la mañana le había parecido más guapa, al menos.
Si te fijabas en cada parte de la cara por separado, la nariz aguileña, la boca grande, la barbilla hundida, los ojos descoloridos, era un desastre, pero luego, si lo juntabas todo, el resultado era extrañamente magnético, de una belleza inarmónica.
Sí, la profesora Palmieri le gustaba.
Señor Biglia, ¿me está escuchando?
—Claro...
Se había distraído.
—Le decía que nunca he escrito un currículum, pero he visto algunos y creo que hay que empezar por el principio, por la fecha de nacimiento, y luego seguir tratando de encontrar datos que puedan interesar a los propietarios de ese lugar al que quiere ir.
—Bien, pues empecemos... Nací en Ischiano el...
Se lanzó.
La primera bola fue la fecha de nacimiento. Se quitó cuatro años.
«Qué buena idea he tenido con lo del currículum.»
Así podría contarle su vida aventurera, fascinarla con miles de anécdotas interesantes de sus andanzas por esos mundos, explicarle su pasión por la música y todo lo demás.
74
Flora miró el reloj.
Había pasado más de media hora desde que ese hombre empezara a largar, y aún no había escrito nada. La había aturdido con tal cantidad de palabras, que la cabeza le daba vueltas.
Era un fantasmón. Con creencias a cuál más peregrina. Tan pagado de sí mismo, tan convencido de lo que había hecho... parecía el primer hombre en pisar la Luna, o Reinhold Messner.
Lo más irritante era que embellecía e inflaba sus hazañas como pincha en un local neoyorquino, como comparsa de un grupo peruano en gira por Argentina, como copiloto de rally en Mauritania, como grumete en un yate que había atravesado el Atlántico con mar de fuerza nueve, como voluntario en un lazareto, como huésped en un monasterio tibetano con una filosofía postiza y de segunda mano. Una mezcla de new age, principios de budismo de andar por casa, cultura on the road chabacana, ecos de la Beat Generation, imágenes de postal y cultura juvenil de discoteca. En definitiva, dejando a un lado las empresas heroicas, lo que a ese hombre le interesaba era tumbarse en una playa tropical y tocar esa dichosa música española al claro de luna.
Nada de eso servía para un currículum.
«Si no le interrumpo es capaz de seguir así toda la noche.» Flora quería acabar de una vez y despedirle.
La presencia de ese hombre en su casa la ponía nerviosa. La miraba de un modo que le alteraba la sangre. Tenía una sensualidad que la perturbaba.
Estaba cansada. Gatta le había hecho pasar un día de perros, y tenía la sensación de que su madre necesitaba su presencia.
—Bueno, yo dejaría lo de la repoblación de ciervos en Cerdeña y trataría de concentrarme en algo más concreto. Antes ha hablado de ese Paco de Lucía. Podríamos poner que ha tocado con él. ¿Es un artista importante?
Graziano dio un bote en la silla.
—¿Que si es importante Paco de Lucía? ¡Es importantísimo! Paco es un genio. Ha dado a conocer el flamenco por todo el mundo. Es como Ravi Shankar para la música india... Seamos serios.
—Muy bien. Entonces, señor Biglia, podríamos añadirlo... Intentó escribir, pero él le tocó el brazo.
Flora se puso rígida.
—Profesora, ¿puedo pedirle un favor?
—Usted dirá.
—No me llame señor Biglia. Para usted soy Graziano a secas. Y por favor, hablémonos de tú.
Flora le miró exasperada.
—De acuerdo, Graziano. Entonces Paco...
—¿Y tú cómo te llamas? ¿Me lo dices?
—Flora —susurró después de una breve vacilación.
—Flora...
Graziano cerró los ojos con gesto extasiado.
—Qué nombre tan bonito... Si tuviese una hija me gustaría llamarla así.
75
Era un hueso duro de roer.
Graziano Biglia no pensaba que tendría que habérselas con el general Patton en persona.
Todas las historias que le había contado le habían resbalado.
Y sin embargo había dado lo mejor de sí mismo, había estado creativo, imaginativo, convincente. Con eso en Riccione habrían caído como moscas a sus pies. Cuando vio que con el repertorio de costumbre no era suficiente, empezó a soltar tal cantidad de majaderías que, si hubiese hecho solo la mitad de las cosas que decía, pasaría feliz el resto de sus días.
Pero no había manera.
La profe era una jodida escalada de sexto grado.
Miró el reloj.
El tiempo corría, y la posibilidad de llevarla a Saturnia le pareció ya remota, inalcanzable. No había conseguido crear el ambiente adecuado. Flora se había tomado el currículum demasiado en serio.
«Si ahora le pido que venga a bañarse a Saturnia, me manda a freír espárragos...»
¿Qué podía hacer?
¿Debía recurrir a la técnica Zonin-Lenci (dos amigos suyos de Riccione), es decir, echarse encima de ella? ¿Así, por las buenas, sin tanta charla inútil?
Te acercas y, con arrancada de cobra, antes de que se haya dado cuenta le has metido la lengua en la boca. Podía ser un camino, pero la técnica Zonin-Lenci tenía una serie de contraindicaciones. Para que funcionase la presa tenía que estar desbravada, acostumbrada a escaramuzas de cierta intensidad, si no te arriesgas a una denuncia por intento de violación; además, esta técnica es de las de todo o nada.
«Y con esta, nada. Lo único que puedo hacer es ser más explícito, pero sin espantarla.»
—Flora, me gustaría que probaras el whisky que te he traído. Es especial. Me lo han mandado de Escocia.
E inició un lento, casi invisible pero inexorable desplazamiento de la silla hacia la zona del general Patton.
76
Ese era el problema de Flora, que nunca conseguía imponerse. Dar su opinión. Hacerse respetar. Si hubiese tenido un poco más de nervio, como el resto del género humano, le habría dicho: «Graziano (cómo le costaba tutearle), perdona, se hace tarde, deberías marcharte».
Pero en cambio le estaba sirviendo una copa. Volvió de la cocina con la botella y dos vasos en una bandeja.
Graziano, en su ausencia, se había levantado y se había sentado en el sofá.
—Aquí tienes. Perdona, vuelvo enseguida. Para mí poquísimo. Los licores no me gustan mucho. De vez en cuando pruebo el de limón.
Lo dejó en la mesita, junto al sofá, y se fue corriendo a darse una tregua con mamaíta.
77
«¡Las nueve menos cuarto!»
Ya no quedaba tiempo para cortejos delicados.
«Ha llegado el momento de aplicar la técnica Salmonete», se dijo Graziano sacudiendo la cabeza, contrariado. No le hacía gracia, pero tampoco veía otra posibilidad.
El Salmonete era otro amigo suyo, un drogota de Cittá di Castello, al que le llamaban así por su parecido con el pez bigotudo.
Ambos tenían ojos redondos y rojos como cerezas.
Una vez el Salmonete, en un arrebato de locuacidad, le había explicado:
—Verás, es muy sencillo. Imagínate que hay una tía con la que te lo quieres montar, y está bebiendo su gin-tonic u otra bebida alcohólica. Tú te pones a su lado y en cuanto ella deja de mirar al vaso o se vuelve le echas una pastilla que yo me sé y no hay más que hablar. En media hora está colocada, y te la puedes tirar.
La técnica del Salmonete era poco deportiva, desde luego. El la había usado muy pocas veces, y en casos de extrema gravedad. En los concursos estaba terminantemente prohibida y si te pillaban suponía descalificación fulminante.
Pero como suele decirse, a grandes males grandes remedios.
Graziano sacó la cartera de la chaqueta.
«A ver qué tenemos aquí...»
La abrió y sacó tres pastillas azules de un bolsillo interior.
—Spiderman... —murmuró satisfecho como un viejo alquimista que tocara la piedra filosofal.
El Spiderman es una pastilla de aspecto vulgar y corriente, con su color azul y la ranura en el centro podría pasar fácilmente por una píldora contra el dolor de cabeza o la acidez de estómago, pero nada de eso. Ni muchísimo menos.
Dentro de esos sesenta miligramos hay más moléculas de acción psicotrópica que en toda una farmacia. La sintetizaron en Goa a principios de los noventa unos jóvenes neurobiólogos californianos expulsados del MIT por comportamiento bioéticamente incorrecto, en colaboración con un grupo de chamanes de la península de Yucatán y un equipo de psiquiatras conductistas alemanes.
Los ratones con los que probaron la droga, al cuarto de hora, eran capaces de hacer el pino, sostenerse sobre una pata y dar vueltas como los bailarines de break dance.
La llamaban Spiderman porque uno de los muchos efectos que produce es que te parece estar andando por las paredes, y otro que si después de tomarla te llevan al registro civil y te ponen en una cola interminable y te dicen «Saca el certificado de nacimiento de Agapito», y tú no tienes la menor idea de quién es, lo haces de mil amores, y cuando lo recuerdas en los años siguientes sigues pensando que aquella fue la experiencia más divertida de tu vida.
Eso fue lo que Graziano Biglia echó en el vaso de whisky de la profesora Palmieri. Luego, para asegurarse, echó otra pastilla. La suya se la metió en la boca y la echó para dentro con un trago de licor.
—Y ahora veamos si se resiste.
Se desabrochó un par de botones de la camisa, se atusó el pelo y esperó a que llegara su presa.
78
Flora cogió el vaso que le alcanzaba Graziano, cerró los ojos y lo apuró. No se percató del sabor desagradable que había en el fondo, pues nunca bebía whisky, no le gustaba.
—Está muy rico, gracias.
Apretó los dientes y se sentó de nuevo a la mesa. Se puso las gafas y examinó lo que había escrito.
Pasó los diez minutos siguientes poniendo en orden todas esas patrañas, esas historias sin pies ni cabeza, tratando de destacar lo más importante: idiomas, estudios, uso del ordenador, experiencias de trabajo, etcétera, etcétera.
—Creo que ya hay bastantes cosas. Con lo que hemos puesto puede ser suficiente. Seguramente le contr... te contratarán.
Graziano se había quedado en el sofá.
—Creo que sí. Hay un par de cosillas más que podrían impresionar a los organizadores de la urbanización. Verá, ellos procuran que todos se diviertan... que estén a gusto... que la gente se relacione...
—¿En qué sentido? —preguntó Flora quitándose las gafas.
—Verá, yo...
Parecía apocado.
Le vio revolverse en el sofá como si de repente les hubieran salido espinas a los cojines. Graziano se levantó y se sentó junto a la mesa.
—Yo gané un trofeo...
«¿Qué me dirá ahora? ¿Que ha ganado la vuelta a Italia?» Flora hizo un gesto de fastidio.
—En Riccione. La Copa Pichabrava.
—¿Qué clase de trofeo?
—Digamos que batí el récord del casquete estival. Quedé el primero.
—¿Cómo?
¡Casquete! ¡Caliqueño!
A Graziano le parecía la evidencia misma.
Flora no acababa de entender. ¿Qué intentaba decirle? ¿Casquete? ¿Trabajaba de albañil, quizá?
—¿Casquete? —repitió, intrigada.
—De acostarse con mujeres —logró decir Graziano con un aire culpable y a la vez complacido.
Flora por fin lo entendió.
«¡No es posible! Este hombre es un monstruo.»
Hacía concursos a ver quién se acostaba con más mujeres. Había un sitio donde se hacían concursos de quién se llevaba a más mujeres a la cama.
«Desde luego, hay gente para todo.»
—¿Hay un torneo, algo así como un campeonato? ¿Como la liga de fútbol? —preguntó, y se dio cuenta de que hablaba en un tono extrañamente ligero.
—Sí, ya es oficial, participa gente de todo el mundo. Al principio éramos pocos. Una peña de amigos que nos reuníamos en el Aurora. Pero fue ganando importancia y ahora hay puntos, una federación, jueces, y al final del verano se hace la entrega de premios en la discoteca. Es una fiesta muy bonita —explicó Graziano, la mar de serio.
—¿Y a cuántas... a cuántas se ha... te has trajinado? ¿Se dice así?
No podía creerlo. El tío, en verano, hacía concursos de casquetes.
—A trescientas. A trescientas tres, para ser exactos. Pero los cabrones de los jueces no me convalidaron a tres de ellas. Porque estaban en Cattolica —contestó Graziano con sonrisa burlona.
—¿Trescientas? —Flora estaba atónita—. No puede ser verdad. ¿Trescientas? Júralo.
Graziano asintió con la cabeza.
—Lo juro por Dios. Tengo la copa en casa.
Flora empezó a reír. Y no podía parar.
«¿Qué demonios me pasa?»
Seguía riendo como una tonta. ¿Un vasito de whisky y ya estaba borracha? Sabía que no tenía mucho aguante, pero solo había tomado dos dedos. En su vida solo se había emborrachado dos veces. Una con un bote de cerezas en aguardiente que le había regalado la madre de un alumno, y otra cuando fue a comer una pizza con su clase y bebió una cerveza de más. Volvió a casa muy achispada y jacarandosa. Pero nunca se había emborrachado como ahora.
Claro que la historia de los casquetes era muy divertida. Le entraron ganas de hacerle una pregunta, era un poco vulgar, «no, cómo voy a decirle eso, aunque al fin y al cabo, ¿qué más da?», se dijo, «se lo preguntaré».
—¿Cómo se ganan los puntos?
Graziano sonrió.
—Hay que tener una relación sexual completa.
—¿Hacerlo todo?
—Eso es.
—¿Todo todo?
—Todo todo.
«(¿Te has vuelto loca?)»
Una voz le retumbó en la cabeza.
Flora estaba segura de que era la de su madre.
«(¿A qué viene esa risita? ¿Es que no te das cuenta? Estás borracha perdida.)»
«No, no me doy cuenta. ¿Qué estoy haciendo?»
«(La puta. Eso estás haciendo.)»
«Calla, por favor. Calla, por favor. No me llames eso. No me gusta que me llames eso y ahora, por favor, tengo que hacer un cálculo. Veamos... Este hombre ha conseguido trescientos puntos, ¿verdad? Es decir, que ha metido su órgano sexual masculino en trescientos órganos sexuales femeninos. Si con cada una lo ha metido y sacado, digamos, un promedio de... ¿cuántas veces? Doscientas veces con cada una, más o menos, así a bulto habrá hecho, pongamos, seiscientas, no, seiscientas no, trescientas. Vamos a ver: trescientas por doscientas son seiscientas. No, no es así, espera. Es más.»
Ya no entendía nada.
Un viento de imágenes, luces, pensamientos fragmentarios, números y palabras sin sentido se había desatado en su cabeza, y a pesar de todo se sentía extrañamente alegre y risueña.
—Tu whisky se las trae —dijo, dando un puñetazo en la mesa.
Le miró un momento.
De repente le entraron unos deseos absurdos.
«(¿Te has vuelto loca? ¡No se te ocurra decírselo! Noo, no se le ocurra...)»
«¿Y por qué no?»
Quiso confesarle una cosa, una cosa secreta, secretísima, una cosa que no le había dicho a nadie y no tenía intención de decir a nadie en los diez mil años siguientes. En un instante Flora sintió todo el peso de ese secreto de uranio y le entraron deseos de deshacerse de él, de vomitárselo precisamente a él, a ese hombre, a ese desconocido, a míster Trescientos Puntos que por sus facultades de ligón de playa había ganado la Copa Pichabrava.
«¿Qué cara pondría?»
¿Cómo se lo tomaría? ¿Se echaría a reír? ¿Le diría que no se lo creía?
«Sin embargo es así, lo creas o no. ¿Quieres saber una cosa, mi querido Seductor, quieres saber cuántos puntos he ganado en toda mi vida?»
«¡Cero!»
«¡Cero patatero!»
«Ni siquiera un puntito de nada. Una vez, hace mucho tiempo, mi tío intentó ganar un punto conmigo pero no lo consiguió, ese cerdo asqueroso.
«¿Tú cuántos puntos habrás sumado en tu vida? ¿Diez mil?
Y yo ni siquiera medio, a la tierna edad de treinta y dos años ni siquiera he ganado medio punto.»
«¿Te parece imposible? Pues así es.»
Quién sabe, si Flora le hubiese hecho esta revelación a Graziano esta historia habría tomado un cariz distinto. Tal vez Graziano, a pesar del Spiderman y esa primitiva determinación de varano que le dominaba y hacía que su vida fuese una mera secuencia de metas a alcanzar, habría desistido como un caballero, se habría levantado, habría cogido su currículum y se habría marchado. Eso, ¿quién puede decirlo? Pero Flora, con su reserva natural fortalecida por los desengaños y el dolor, resistía como un soldado en la trinchera el bombardeo de esas moléculas traicioneras capaces de quitarte el sentido, soltarte la lengua y hacerte confesar lo inconfesable.
Volvió a reír y en cambio admitió:
—Madre mía, qué borracha estoy.
Se dio cuenta de que Graziano se le había acercado.
—¿Qué haces, te acercas?
Se quitó las gafas y le miró un momento, balanceándose en la silla.
—¿Puedo decirte una cosa? Pero si te la digo, ¿me juras que no vas a ofenderte?
—No me ofenderé, te juro que no me ofenderé.
Graziano se puso la mano en el corazón y luego se besó los índices.
—Ese pelo así no te sienta nada bien. ¿Puedo decírtelo? Te sienta mal. No es que estuvieras mucho mejor antes. ¿Cómo era? ¿Negro? ¿Corto por arriba y largo a los lados? No, tampoco te sentaba muy bien. Yo en tu lugar, ¿sabes lo que haría? —Permaneció un momento sin hablar y luego añadió—: Me lo dejaría normal. Estarías muy guapo.
—¿Normal, cómo?
Graziano estaba muy interesado. Cuando le hablaban de su aspecto siempre estaba muy interesado.
—Normal. Me lo cortaría y no me lo teñiría y dejaría que creciera así, normal.
—¿Sabes cuál es el problema, Flora? Empiezo a tener canas —explicó Graziano con el tono de quien está confesando un gran secreto.
Flora abrió los brazos.
—¿Y qué? ¿Cuál es el problema?
—¿Dices que no debería preocuparme?
—Yo no me preocuparía.
—¿Me lo dejo como George Clooney, entrefino?
Flora no se pudo aguantar, se derrumbó sobre la mesa desternillándose de risa.
—No me quedaría bien, ¿verdad? —Graziano sonrió, pero estaba un poco ofendido.
—¡No se dice entrefino! ¡Esos son los fideos! Se dice entrecano.
Flora apoyó la frente en la mesa y se secó las lágrimas con los dedos.
—Ah, claro, tienes razón. Entrecano.
79
Cómo le pegaba el Spiderman.
Graziano estaba más cocido que una patata.
No pensaba que la pastilla fuera tan potente.
«Joder con el Salmonete, joder.»
«(Imagínate cómo estará la pobrecilla.)»
«Le he puesto dos. Creo que me he pasado.»
En efecto, la profesora tenía la cabeza sobre la mesa y no paraba de reír.
Había llegado el momento de mover el culo.
Miró el reloj.
«¡Las nueve y media!»
—Es muy tarde.
Se levantó y respiró hondo para ver si se aclaraba las ideas.
—¿Te vas? —preguntó Flora levantando un poco la cabeza—. Haces bien. Yo apenas me tengo en pie. Estoy preocupada, porque no puedo parar de reír. Pienso en una cosa seria y me entran ganas de reír. Será mejor que te vayas. Yo en tu lugar me pondría a pasar a limpio el currículum y añadiría la historia de la repoblación de ciervos en Cerdeña.
Y se echó a reír.
«Por lo menos le ha dado alegre», pensó Graziano.
—Flora, ¿por qué no vamos a comer algo? Te llevo a un restaurante que hay cerca de aquí. ¿Qué dices?
Flora sacudió la cabeza.
—No, gracias. No puedo.
—¿Por qué?
—Porque no me tengo en pie. Y además no puedo.
—¿Por qué?
—Nunca salgo por la noche.
—Venga, que te traigo temprano.
80
—No, ve tú al restaurante. Yo no tengo hambre, me voy a acostar, que será lo mejor.
Flora intentaba ponerse seria, pero se echó a reír.
—Venga, anímate —dijo Graziano con voz suplicante.
Un poco sí que la tentaba la idea de salir.
Sentía una extraña ansiedad. Ganas de correr, de bailar.
Estaría bien salir un poco. Pero ese hombre era peligroso, no olvidemos que había ganado un campeonato. Seguro que intentaría ganar un punto con ella también.
«No, no puede ser.»
Pero si iban al restaurante, ¿qué podía pasar? Además, tomar un poco el aire le sentaría bien. Le despejaría la cabeza.
«Mamá se ha bañado y ha comido, está atendida. Mañana no tengo que ir al colegio. No salgo nunca, ¿qué tiene de malo que salga una noche? Tarzán me invita a cenar fuera, y yo seré Jane por una noche montada en una calabaza tirada por caballos, o mejor ciervos, ciervos sardos y perderé los zapatos y así los siete enanitos tendrán que buscarlos.»
Esperaba una respuesta negativa de su madre, pero no llegó.
—¿Volveremos temprano?
—Tempranísimo.
—Júralo.
—Lo juro. Fíate de mí.
«Venga, Flora, una escapadita de nada. Te lleva al restaurante y enseguida estás en casa otra vez.»
—De acuerdo, vamos.
Flora se puso de pie y le faltó poco para caerse.
Graziano la agarró por el brazo.
—¿Serás capaz?
—No sé...
—Te ayudo yo.
—Gracias.
81
Estaba en el coche. Con el cinturón puesto. Agarrada al asidero. Una corriente de aire caliente le calentaba los pies. Y esa música española no estaba nada mal, debía reconocerlo.
De vez en cuando Flora intentaba cerrar los ojos, pero tenía que abrirlos enseguida porque todo le daba vueltas y tenía la impresión de que se hundía en la silla, entre muelles y gomaespuma.
Llovía fuerte.
El ruido de la lluvia que tamborileaba en el techo se combinaba a la perfección con la música. Los limpiaparabrisas se movían a una velocidad increíble. El morro del coche se tragaba, insaciable, la carretera oscura y llena de curvas. Las luces largas sacaban brillos al asfalto azotado por la lluvia. Parecía que los árboles de los lados querían agarrarles con sus ramas largas y negras.
De vez en cuando la carretera se abría, atravesaban la oscuridad, y luego empezaban otra vez los árboles.
Era absurdo, pero Flora se sentía segura.
Nada podría detenerles. Si de repente se les hubiera cruzado una vaca, la habrían atravesado por las buenas, dejándola ilesa.
Por lo general, cuando conducían otros, tenía miedo, pero le parecía que Graziano conducía muy bien.
«Por algo ha corrido en el rally de... no me acuerdo.»
No iba despacio, eso no, forzaba las marchas y el motor bramaba, pero el coche, como por arte de magia, no se despegaba del centro de la calzada.
«¿Adonde me llevará?»
¿Cuánto tiempo llevaban en el coche? No sabría decirlo. Lo mismo podían ser diez minutos que una hora.
—¿Qué tal? —le preguntó Graziano.
Flora se volvió hacia él.
—Bien. ¿Cuándo llegamos?
—Dentro de poco. ¿Te gusta esta música?
—Mucho.
—Son los Gipsy Kings. Es su mejor álbum. ¿Quieres?
Graziano sacó una cajetilla de Camel.
—No.
—¿Te importa que fume?
—No...
A Flora le costaba mantener la conversación. Callar no sería de buena educación, pero le daba igual. Si permanecía callada, mirando fijamente a la carretera, se sentía increíblemente bien. Podría quedarse así para siempre, en esa cajita, mientras fuera se desataban los elementos. Debería estar angustiada, con un desconocido que la llevaba a no se sabe dónde, pero no. Además le parecía que se le estaba pasando la borrachera y cada vez se sentía más serena.
Miró a Graziano. Con el pitillo en la boca, concentrado en la conducción, estaba guapo. Tenía un perfil vigoroso, griego. La nariz era grande pero se adaptaba perfectamente al resto de la cara. Si se cortara el pelo y se vistiera normal podría ser interesante, un hombre guapo y sexy.
«¿Sexy? Qué palabra... sexy. Pero para acostarse con trescientas mujeres en un verano hay que tener algo, ¿no? ¿Qué tendrá? ¿Qué puede tener? ¿Qué hará?»
(«Vale ya, tonta.»)
En un momento dado oyó el tictac del intermitente, el coche redujo la velocidad y se detuvo en una explanada, delante de una casita rodeada de oscuridad. Sobre la puerta había un letrero luminoso. Bar restaurante.
—¿Ya hemos llegado?
El la miró. Los ojos le brillaban como la mica.
—¿Tienes hambre?
No. Nada. Solo de pensar que se metía algo en la boca le daban náuseas.
—No mucha, la verdad.
—Yo tampoco. Podríamos tomar una copa.
—No me apetece salir de aquí. Ve tú, te espero en el coche.
No salir de la caja mágica. La idea de entrar en ese lugar lleno de luz y de gente le producía una angustia terrible.
—¿Estás segura?
—Sí.
Mientras él estaba en el bar, echaría una cabezadita. Le sentaría bien.
—De acuerdo. Enseguida vuelvo.
Abrió la portezuela y salió.
Flora vio cómo se alejaba.
Le gustaban sus andares.
82
Graciano entró en el bar, sacó el teléfono móvil e intentó llamar a Erica.
El contestador.
Colgó.
Durante el viaje había empezado a sentirse mal, debía de ser ese puñetero Spiderman. Odiaba las drogas sintéticas. Había empezado a pensar en Erica, en la última noche que habían pasado juntos, en la mamada, y nada, la cabeza había empezado a darle vueltas. Le habían entrado unas ganas tremendas de hablar con ella, era una estupidez como una casa, tenía un deseo desesperado de hablar con ella.
De entender.
Le bastaría con entender por qué le había dicho que quería casarse con él, por qué coño le había dicho que quería casarse con él y luego se había largado con Mantovani. Si le diese una explicación racional, lo entendería y se quedaría tranquilo.
Solo el jodido contestador.
Y luego estaba la otra en el coche.
No es que no le gustara o que la situación no le excitara, pero con la Zorra metida en la cabeza todo le parecía más triste y modesto.
La verdad es que había tenido que colocarla con Spiderman para que se fuera con él.
Ese no era su estilo.
Y encima llovía a cántaros.
Y hacía un frío del carajo.
Le pidió un whisky al camarero menor de edad que veía la tele. El chico se levantó de mala gana. El local era triste, desolado y frío como una cámara frigorífica.
—Dame una entera, venga.
Graziano cogió la botella y ya iba a pagar cuando se acordó:
—¿Tenéis licor de limón?
El menor, sin mediar palabra, cogió una silla, se subió, miró la fila de licores que había sobre el frigorífico y sacó una botella fina, alargada, de un amarillo fosforescente. Le quitó un poco el polvo con la mano y se la dio.
Graziano pagó y le quitó el tapón.
—¡Deja de atormentarte!
Salió, echó un trago de licor de limón e hizo una mueca de disgusto.
—¡Joder, qué asco!
Sí, la botella le vendría bien.
83
Los koalas plateados con sus alicates le estaban cortando las uñas de los pies. Pero con sus patitas no se daban mucha maña, y se ponían nerviosos. Flora, sentada en la camilla, intentaba calmarlos.
—Cuidado, chicos. Tened cuidado, que me vas a... ¡Cuidado! ¡Mira lo que has hecho!
Un koala le había cortado de raíz el dedo meñique. Flora veía cómo brotaba la sangre roja del muñón, pero qué cosa más rara, no dol...
—¡Flora! ¡Flora! ¡Despierta!
Abrió los ojos.
El mundo empezó a doblarse a derecha e izquierda. Todo bailaba, y Flora se sentía desentonada y el ruido de la lluvia en el lecho y hacía frío y ¿dónde estaba?
Vio a Graziano. Estaba sentado a su lado.
—Me había dormido... ¿Ya te has tomado una copa? ¿Volvemos a casa?
—Mira lo que he comprado.
Graziano le enseñó la botella de licor de limón, echó un trago y se la pasó.
—La he traído para ti. Dijiste que te gustaba.
Flora miró la botella. ¿Debía beber? ¡En ese estado!
—¿Tienes frío?
—Un poco.
Tiritaba.
—Pues bebe, te calentará.
Flora cogió la botella.
«Qué dulce. Demasiado dulce.»
¿Mejor?
—Sí.
El licor de limón se había extendido por las paredes del estómago devolviendo un poco de calor.
—Espera.
Graziano puso la calefacción al máximo, cogió el abrigo del asiento de atrás y se lo pasó.
Flora iba a decir que no, que no le hacía falta, cuando él se le acercó y empezó a arroparla como con una manta y ella contuvo el aliento y él se le acercaba más y ella se echaba a un lado y se pegaba a la puerta esperando que se abriese y él alargaba una mano y se la ponía en la nuca y ella sentía que le echaba la cabeza hacia delante y notaba el olor a licor de limón, tabaco, perfume, menta y cerraba los ojos y de repente...
Su boca tocó la de Graziano.
«Horror, me está besando.»
La estaba besando. La estaba besando. La estaba besando. La estaba...
Abrió los ojos. Y él estaba ahí con los ojos cerrados, a tres centímetros, esa enorme cara bronceada.
Intentó apartarlo, pero fue inútil, era un pulpo pegado a su boca.
Respiró por la nariz.
«¡Te está besando! Te la ha jugado.»
Cerró los ojos. Los labios de Graziano en los suyos. Eran suaves, increíblemente suaves, y ese olor bueno a licor de limón y cigarrillo y menta ahora era sabor en la boca de Graziano y la suya. La lengua de Graziano empujaba para entrar en su boca y entonces Flora la abrió un poco, lo suficiente para dejar que esa cosa viscosa entrase, y luego notó que tocaba la suya y un estremecimiento le recorrió la espalda y era bonito, muy bonito, y entonces la abrió del todo y la larga lengua empezó a explorar la boca y a jugar con la suya. Flora respiró hondo y él la atrajo violentamente hacia sí y ella dejó que la abrazase y las manos, sin que se lo hubiese dicho, se enredaron en el pelo de Graziano, le despeinaron.
«Es... así... Es... así... Es así... como hay... que hacer... Es así... como se... disfruta... de la vida... Be... sándose... Es... lo más fácil... que hay. Porque be... sarse está bien... Porque en... la vida hay... que besarse...Ya mí... me gusta besar... Y... no es verdad... que no de... ba hacerse... De... be hacerse porque es... bonito... Es lo más... bonito que hay... Y... hay que hacerlo.»
Flora se rindió, sintió que las piernas se le aflojaban y los pies le abrasaban y las manos le cosquilleaban y la respiración se le cortaba como si alguien le hubiera dado un puñetazo en la barriga. Sintió que se derretía y se encogió despacito, como un títere, para acabar con la cara sobre el pecho de Graziano y en su olor.
84
A varios kilómetros de las termas de Saturnia la atmósfera ya cambia.
El viajero que pasa por esa carretera sin saber que hay fuentes termales se queda desconcertado, como mínimo.
De repente terminan el descenso y las curvas, el encinar desaparece, la carretera se vuelve llana y hasta donde alcanza la vista se extienden campos verdes, de un verde irlandés, con todos sus matices y variaciones. Quizá sea ese calor benéfico, el agua y la mezcla de elementos químicos que sale de las profundidades de la tierra lo que hace crecer la hierba tan lozana. Pero si al viajero distraído no le basta con esto para sorprenderse, el vapor que sube de las acequias paralelas a la carretera debería excitar su curiosidad. De vez en cuando estos gases se elevan desde las acequias formando bancos deshilachados de apenas medio metro de altura que atraviesan la calzada e invaden como un mar de nata los campos, haciendo que parezcan nubes vistas desde arriba. En lo blanco sobresale un árbol frutal, un corral, media oveja. Es como si alguien hubiera pasado con una de esas máquinas que hacen niebla en los estudios de cine.
Pero aunque no bastara con esto, siempre queda el olor. El viajero, por distraído que esté, tiene que notarlo. Necesariamente. «¡Qué peste!» Arrugaría la nariz. Miraría acusadoramente a su mujer. «Ya te dije que no comieras potaje de puerros, que luego no lo digieres bien», pero ella le miraría a él con ojos igual de acusadores y el viajero distraído diría: «No me mires, que yo no he sido». Entonces ambos mirarían a Zeus, el bóxer acostado en el asiento de atrás. «¡Zeus, qué guarro eres! ¿Qué has comido?» Si Zeus pudiera hablar sin duda se defendería, diría que no le mirasen a él, pero el Altísimo, con su infinita sabiduría, ha decidido que los animales no deben poseer esta facultad (excepto los loros y los mirlos indios que repiten palabras como loros, es decir, sin entenderlas), de modo que el pobre Zeus se limitaría a menear el rabo, alegrándose de que sus amos le prestaran esa atención inesperada.
Pero de repente la niebla se elevaría, se espesaría e invadiría el bosque circundante, como si ahí estuviera la fuente de la niebla, y entre los gases aparecería una esquina de una vieja construcción de piedra.
Entonces la mujer podría decir: «Habrá una fábrica de abonos o estarán quemando algo químico». Y nada. Pero cuando se recortase ante ellos el cartel que dice, con letras muy grandes, «BIENVENIDOS A LAS TERMAS DE SATURNIA», entonces por fin lo entenderían y proseguirían su viaje más tranquilos.
85
Por la noche los vapores sulfurosos dan a la zona un aspecto más espectral e inquietante que la ciénaga de Baskerville. Si además, como esa noche, el viento arrecia, los lobos aúllan, la lluvia cae con violencia en el campo y los rayos se abaten a izquierda y derecha, parece que has llegado a las puertas de los mismísimos infiernos.
Graziano redujo la velocidad, apagó la música y se desvió por un camino de tierra que atravesaba el bosque hasta el valle y la cascada.
Flora dormía arrebujada en su asiento.
El camino se había convertido en un lodazal lleno de charcos y piedras. Graziano avanzaba con prudencia. No hay nada peor para la suspensión y el cárter. Frenaba, pero el coche proseguía su lento e inexorable descenso cuesta abajo. Los faros hacían relumbrar la niebla como el gas de un tubo de neón. Había una curva difícil, pero después estaba el aparcamiento, junto a la cascada. Graziano redujo la marcha y giró, pero el coche siguió avanzando «(Si nos salimos estamos listos)» para acabar deteniéndose justo al borde del camino.
Dio marcha atrás y, sin saber cómo, se encontró mirando a la explanada.
La niebla, ahí abajo, se teñía de rojo, verde y azul, y de vez en cuando se recortaban en ella siluetas oscuras en movimiento.
Era como si hubiera surgido una discoteca en pleno bosque.
«Está lleno de gente.»
Siguió bajando en primera. La explanada, en cuesta, estaba llena de coches aparcados en desorden unos junto a otros.
Bocinas. Música. Voces.
A un lado había dos grandes autocares turísticos.
«¿Qué demonios es esto? ¿Habrá una fiesta?»
Graziano, que llevaba mucho tiempo sin ir por allí, no sabía que ese lugar estaba siempre así, como el resto de los parajes pintorescos de nuestra bella península.
Aparcó como pudo detrás de un autocar con matrícula de Siena. Se desnudó y se quedó en bañador.
Ya solo tenía que despertar a Flora.
La llamó, sin resultado. Parecía muerta. La sacudió y por fin consiguió que farfullase unas palabras.
—Flora, te he traído a un sitio precioso. Una sorpresa. Mira dijo Graziano con el tono más animado que le salió.
Flora levantó penosamente la cabeza, miró todo ese resplandor de colorines y volvió a derrumbarse.
—Muy bonito... ¿Dónde estamos?
—En Saturnia. Vamos a bañarnos.
—No... No... Tengo frío.
—El agua está caliente.
—No tengo traje de baño. Ve tú. Yo me quedo en el coche.
Le cogió de la mano, le atrajo hacia sí, le dio un beso un poco torpe y volvió a quedar inconsciente.
—Vamos, anímate, ya verás como te gusta. Si sales te sentirás mejor.
Nada.
«Vale, entiendo.»
Encendió la luz interior y empezó a desnudarla. Le quitó el abrigo. Luego los zapatos. Parecía como si se tratara de un niño ion un sueño demasiado pesado que no colabora cuando su mamá le pone el pijama. La sentó bien y, después de un momento de duda, le quitó la falda y las medias. Debajo llevaba unas sencillas bragas de algodón.
Sus piernas eran largas y esbeltas. Muy bonitas. Piernas perfectas para tacones altos y liguero.
A Graziano el juego empezó a gustarle, y su respiración se volvió más afanosa.
Le quitó el jersey. Debajo llevaba una blusa de seda de color perla, abotonada hasta arriba.
«Vamos...»
Los desabrochó uno a uno, empezando por abajo. Flora farfulló algo, evidentemente contrariada, pero luego su cabeza volvió a colgar inerte. El vientre estaba plano, sin una gota de grasa, blanco como la leche. Cuando llegó al pecho las pulsaciones se habían acelerado y sentía que la sangre le zumbaba en las orejas. Respiró hondo y desabrochó el último botón, abriendo la blusa.
Lo que vio le dejó sin respiración.
Tenía dos tetazas bestiales, comprimidas a duras penas en el sujetador. Un par de domingas redondas e incitantes. Por un momento estuvo tentado de sacárselas para verlas en todo su esplendor, para estrujarlas, para chuparles los pezones. Pero se contuvo. Era extraño, pero en él, escondido en alguna parte, había un hombre decente (con su particular sentido de la decencia) que asomaba de vez en cuando.
Para terminar le soltó el pelo que, como había sospechado, era una cascada rojiza.
La miró.
Estaba ahí, en bragas y sujetador, dormida, y era increíblemente hermosa.
«Puede que hasta más que Erica.»
Era como una mata de rosal silvestre que hubiera crecido espontáneamente en un pedregal sin que nadie se preocupara por él, sin un jardinero que lo regara, lo fertilizara y le rociara antiparasitarios.
La propia Flora no era consciente del valor de su cuerpo, y si lo era, lo castigaba por culpas nunca cometidas.
El cuerpo de Erica, al contrario, parecía perfectamente adaptado a los parámetros estéticos que estaban de moda (cintura estrecha, tetas redondas, culo respingón), un cuerpo que si hubiese vivido a principios de siglo probablemente sería regordete y torneado, como gustaba entonces, un cuerpo mantenido a base de gimnasio, cremas y masajes, vigilado constantemente, comparado con el de otras mujeres, un cuerpo que era como un estandarte para ser exhibido siempre y en todas partes.
En cambio, Flora era muy guapa y Graziano estaba feliz.
86
Hacia frío.
Mucho frío.
Demasiado frío.
Y caminar era un suplicio. Las piedras cortantes se le clavaban en los pies.
Y llovía. La lluvia helada le calaba hasta los huesos y Flora tiritaba y castañeteaba los dientes.
Y había una peste horrible.
Menos mal que Graziano la llevaba de la mano.
Eso le daba mucha seguridad.
¿Adonde iban? ¿Al infierno?
«Muy bien. Vamos al infierno. ¿Cómo se dice? Sí... Te seguiré hasta el infierno.»
Bueno, en su estado ya le daba igual, aunque fuera el infierno.
Se daba cuenta de que estaba desnuda «(No estás desnuda, llevas sujetador y bragas)». No, no estaba desnuda, pero aunque lo hubiera estado, no le habría importado.
Avanzaba con los ojos cerrados y se buscaba en la boca el sabor de los besos.
«Nos hemos besado en el coche, de eso sí que me acuerdo.»
Entornó los ojos y miró a su alrededor.
¿Dónde estaba?
En medio de la niebla.
Y había un olor espantoso a huevos podridos, el mismo que sentía en clase cuando algún imbécil tiraba una bomba fétida.
También había muchos coches. Unos estaban a oscuras. Otros iluminados, pero con las ventanillas empañadas, y no se veía lo que había dentro. Y de alguno salía una música toda de bajos.
De pronto vio a unos chicos en traje de baño que corrían gritando y dándose empellones entre los automóviles.
Graziano tiraba de ella.
Flora hacía lo posible por seguirle, pero tenía las piernas entumecidas por el frío. Se le plantó delante una figura, un hombre con albornoz, que se la quedó mirando. A la izquierda, en un alto, había un viejo caserío deshabitado con el techo hundido. En las paredes, pintadas con spray. A través de las ventanas sin cristales entrevió el resplandor de una hoguera y figuras negras alrededor. Más música. Italiana, esta vez. Y un llanto desesperado de niño. Y un grupo de gente refugiada bajo las sombrillas de la playa.
Un trueno retumbó en la noche.
Flora dio un respingo.
Graziano se le acercó y le rodeó la cintura.
—Ya casi hemos llegado.
Quería preguntarle adonde, pero los dientes le castañeteaban demasiado para hablar.
Avanzaron entre toldos empapados, sacos de basura y restos de comida hechos una sopa.
De repente sintió algo estupendo, que le cortó la respiración. ¡El agua! El agua, bajo sus pies, ya no estaba helada, sino tibia, y a medida que avanzaba estaba más caliente y ese calor reconfortante le subía por las piernas.
—¡Qué gusto! —murmuró.
Ahora el ruido de la cascada era fuerte y había mucha gente, unos con impermeables y otros desnudos, y Graziano y ella tenían que abrirse paso entre los cuerpos. Veía que la miraban pero no le importaba, sentía que la rozaban al pasar pero no se preocupaba.
Lo único importante era no separarse de Graziano.
«Que no me pierda...»
Ahora el agua que corría entre sus pies estaba bien caliente, tenía la misma temperatura que la de su bañera. Cruzaron la última barrera. Alemanes, por la forma de hablar.
Y se encontraron frente a una pequeña cascada y bajo una serie de charcas, unas más grandes que otras, que se escalonaban como rellanos hacia abajo y al fondo se ensanchaban en un lago oscuro. Un foco de luz intensa, sujeto a la pared del caserío, teñía el vapor de amarillo. Al principio a Flora le pareció que no había nadie en las charcas, pero no era así, si miraba con atención podía distinguir una infinidad de cabezas negras asomando del agua.
—Cuidado, que resbala.
La roca estaba cubierta de una suave moqueta de algas.
—Ahora empieza lo bueno... —gritaba Graziano para hacerse oír sobre el ruido de la cascada.
Flora metió el pie en la primera charca. Luego el otro. Era fantástico. Hizo un intento de acuclillarse en esa especie de bañera natural, pero Graziano tiró de ella.
—Vamos más allá. Las hay más profundas, lejos de este barullo.
Flora quería decir que esa misma era estupenda, pero le siguió. Entraron en una más grande, pero estaba llena de gente que reía y se echaba barro por la cara y el pelo, y de parejas que se abrazaban. Notaba piernas, barrigas, manos que la rozaban. Entraron en otra lo bastante profunda como para poder nadar, pero también esa estaba llena de gente (de hombres) y cantaban: «Nos gustan los pollos, el cordero y las gallinas porque no tienen espinas y no son como el bacalao».
—Esto está lleno de maricones —dijo Graziano, molesto.
«Ah, también hay maricones...»
En el aire, además del azufre y el vapor, había una extraña euforia, una sensualidad impúdica y carnal y Flora la percibía y por un lado le daba miedo, por otro casi la excitaba, como una perrita faldera en medio de una jauría de perros de caza.
En una de las bañeras vio por fin mujeres rubias, quizá alemanas, que salían del agua y volvían a tirarse, desnudas como su madre las trajo al mundo, y cada vez que lo hacían se oían aclamaciones de estadio y clamor de aplausos. Era un grupo de jóvenes con el bañador en la cabeza a modo de sombrero.
—Ven, no pares. Por aquí.
Empezaron una lenta y difícil subida a un lado de la cascada.
Los pedruscos, enormes, resbaladizos y traicioneros, se sucedían uno tras otro y Flora tenía que trepar con manos y pies. El ruido del agua era ensordecedor. La cabeza seguía dándole vueltas, y cada paso que daba la aterrorizaba. Se encontró ante una pendiente lisa por la que corría el agua.
No podía seguir.
«¿Por qué?»
«¿Por qué la llevaba tan arriba?»
«De sobra lo sabes.)»
Una parte de su cerebro, que hasta entonces había estado callada pero permanecía lúcida, activa y capaz de desentrañar los misterios del universo y de su vida, se lo explicó.
«Porque quiere follarte.»
Lo del currículum era una excusa.
Ella lo había entendido sin querer entenderlo, enseguida, al verle llegar con esa botella de whisky en la mano.
«Pues nada, a follar...» Le daban ganas de reír.
Ni en sus fantasías más locas había imaginado que sucedería así, en un lugar como ese y con un tipo como Graziano.
Siempre había sabido que debía dar ese paso. Lo antes posible. Antes de que su virginidad se volviese crónica y la condenase a una soltería paralizante y amarga. Antes de que la cabeza se dedicase a gastarle bromas pesadas. Antes de que empezase a tener miedo.
Pero había soñado con un príncipe azul muy distinto. Y con una escena romántica, con un hombre sensible (del tipo de Harrison Ford) que la embelesaría, le diría cosas preciosas y le juraría amor eterno entre besos.
Y mira con quién había ido a caer, con un ligón de playa, míster Pichabrava, con el pelo oxigenado y pendientes, el gigoló de los complejos turísticos Valtur.
Sabía que ella no significaba nada para Graziano. Un nombre más en su lista interminable. Una bandejita de comida preparada, que se tira vacía junto a la carretera.
Pero no le importaba.
No, no le importaba.
«Siempre le querré por lo que ha hecho.»
La había incluido en la lista. Como a otras muchas (guapas, feas, tontas, listas) que se habían prestado a pasar la noche con él, que habían permitido que el miembro de este hombre entrara en su cuerpo. Mujeres que practicaban el sexo como quien come o se cepilla los dientes. Mujeres que vivían.
Mujeres normales.
«Porque el sexo es normalidad.»
«(¿Y no tienes miedo?)»
«Sí. Claro. Mucho. Me tiemblan las piernas y soy incapaz de trepar.»
Pero estaba convencida de que ese paso la devolvería al mundo transformada.
¿En qué?
En otra cosa. Sin duda alguna, en algo distinto de lo que era entonces,
«(¿Qué eres ahora?)»
«Algo que no funciona.»
en algo que la igualaba a las demás.
Y si no había romanticismo, no había amor, paciencia. Valía lo mismo.
«Sí, hay que trepar.»
Se armó de valor, puso el pie en un saliente y se levantó, pero un fuerte chorro de agua caliente le dio en la cara y por un momento perdió el agarre y estaba a punto de resbalar (si hubiese resbalado se habría hecho mucho daño) cuando, como por arte de magia, Graziano la agarró por la muñeca y la levantó, como una marioneta, sobre la cascada.
Se encontró en una especie de estanque hirviente. Los árboles formaban una cúpula de follaje por la que se filtraba la luz del foco.
No había nadie.
Era bastante profundo y había corriente, pero a los lados asomaban unas piedras a las que se agarró.
—Sabía que aquí íbamos a estar tranquilos... —dijo Graziano muy contento, y cogiéndola de la mano la llevó a una ensenada, una playita de cieno donde el agua estaba tranquila.
—¿Te gusta?
—Mucho.
Los gritos de los bañistas habían desaparecido, apagados por el fragor de la cascada.
Por fin Flora pudo sumergirse completamente en el agua y calentarse. Graziano se le acercó, le rodeó la cintura y empezó a besarle el cuello. Unos estremecimientos de placer le treparon a la nuca. Le cogió los brazos y vio que tenía un tatuaje en el bíceps derecho. Un dibujo geométrico. Era musculoso y fuerte, con el pelo largo y mojado, pegado a la cabeza, y el fango que lo cubría, parecía un salvaje de Nueva Guinea.
«Es tan guapo...»
Tiró de él, le empujó, le abofeteó, le clavó las uñas en la piel y le buscó la boca con avidez y le clavó los dientes en los labios, con la lengua le encontró la lengua, el paladar, la sacó y luego le lamió y después se acostó en la playa, ya lista.
87
¿Y Graziano?
Graziano también estaba listo. Vaya si lo estaba.
Había buscado a Roscio y a los demás en las charcas de abajo, pero no les había visto en medio de ese barullo. Tal vez ni siquiera estaban ahí.
«En realidad me da lo mismo. Incluso es mejor así. Lo habrían echado todo a perder.»
No dejaba de pensar en la estupidez que había hecho dándole el Spiderman. Si no se lo hubiese dado, sería más auténtico, más bonito. La habría llevado de todos modos a Saturnia, aun sin esa pastilla. Flora le había seguido por las charcas sin rechistar, sin oponerse, sin decir nada, como un perrito a su amo.
La abrazó, le puso la boca junto a la oreja y empezó a cantar bajito:
—O minha macona, o minha maloca, o minha belezza, o minha vagabunda, o... —Le quitó el sujetador y le cogió los pechos—... minha galera, o minha capoeira, o minha cashueira, o minha menina.
Se los lamió y le mordió los pezones, hundió la cara entre ellos sintiendo el olor del fango impregnado de azufre.
Se quitó el bañador y la llevó donde el agua estaba más profunda, se agacharon sobre unas piedras sumergidas.
Le cogió la mano y se la puso en el rabo.
88
Lo tenía en la mano.
Era duro y grande y con la piel suave.
Le gustaba tocarlo. Era como tener una anguila entre los dedos. Lo acarició y la piel se bajó descubriendo la punta.
«¿Qué estoy haciendo...?»
Pero no quiso pensar.
Le tocó los testículos, jugó un poco con ellos y luego decidió que ya estaba bien, que había llegado el momento, se moría de ganas, había que hacerlo ya.
Se quitó las bragas y las tiró sobre una piedra. Le estrechó con fuerza sintiendo la erección que le apretaba el vientre, y le susurró al oído:
—Graziano, por favor, suave, que no lo he hecho nunca.
89
Era evidente.
¿Cómo no lo había entendido?
¡Qué bruto! Era virgen y él no lo había entendido. El, que se había trajinado a tantas mujeres, no había sido capaz de entenderlo. Esos besos apasionados y al mismo tiempo torpes... Creyó que era a causa del Spiderman, pero no, es que no había besado a nadie.
Se puso más cachondo que un babuino.
La rodeó con un brazo y la arrastró hasta la playita.
La tumbó.
Desvirgarla era una operación delicada. Había que hacerlo a conciencia.
La miró a los ojos y vio en ellos una inquietud y un temor que no había visto nunca en los de las ligonas que solía follarse en la riviera romagnola.
«Esto sí que es follar...»
—Tranquila, tú tran... —le salió entrecortado, se echó el pelo hacia atrás y se arrodilló frente a ella.
—No te haré daño.
La abrió de piernas, se cogió la polla con la derecha y con la izquierda le palpó el coño, le separó los labios (estaba chorreando) y con un movimiento rápido y certero le metió un cuarto.
90
Se había colado dentro.
Flora contenía la respiración.
Hundió las manos en el cieno.
Pero el dolor, el terrible, mítico y lacerante dolor tan temido no llegó.
No. No hacía daño. Flora, con la boca abierta, no respiraba.
El intruso seguía avanzando en su interior.
—Voy a seguir... dime si te hago daño.
Flora jadeaba y el pecho le subía y bajaba como un fuelle. Jadeaba esperando el dolor que no llegaba. Se sentía llena, eso sí, y ese palo de carne la apretaba, pero sin hacerle daño.
Estaba tan preocupada por el dolor que se había olvidado completamente del placer.
Lo vio en los ojos de Graziano.
Parecía poseído por el demonio y suspiraba y se movía adelante y atrás cada vez más deprisa y con más fuerza y la agarraba por los costados y estaba encima y Flora estaba debajo con ese chisme dentro. Cerró los ojos. Se abrazó con fuerza a su espalda como un cachorro de mono y levantó las piernas para que pudiera entrar mejor.
Un jadeo entrecortado en su oreja.
El se hundió en su interior. Hasta el fondo.
Flora lo sintió. Una punzada de placer que le atrancó la carótida y le produjo un hormigueo en la nuca. Luego otra. Y otra. Y si se abandonaba, si se relajaba, sentía que era constante, como un elemento radiactivo que pulsaba placer en sus entrañas y sus piernas y le recorría la columna vertebral y terminaba en la garganta.
—¿Te gus... ta? —le preguntó Graziano, metiéndole los dedos en el pelo, cogiéndole el cuello.
—Sí... sí...
—¿No duele?
—Nooo...
El rodó sobre un costado y ella, con ese palo dentro, fue levantada y se encontró sentada encima de él. Ahora le tocaba a ella moverse. Pero no sabía si sería capaz. Era demasiado gordo y estaba todo dentro. Lo sentía en el vientre. Graziano le puso las manos en las tetas, pero no le cupieron y las apretó con fuerza.
Otra punzada de placer que la dejó sin aliento.
El quería que permaneciese así, encima, en esa posición turbadora, pero ella se le echó encima y le abrazaba y le besaba en el cuello y le mordía una oreja.
Sentía que el jadeo de Graziano aumentaba y aumentaba y aumentaba y
«y no puede. No puede hacerlo dentro. Yo no llevo nada.»
Tenía que decírselo. Pero no quería que cesara esa furia desatada. No quería que se la sacara.
—Graziano, ten cuidado. Yo...
El se dio media vuelta otra vez. Cuando buscaba una posición nueva, Flora intentaba seguirle, pero no sabía cómo tenía que moverse, qué tenía que hacer.
—Gra...
La había puesto de rodillas. Con las manos en el cieno. La cara en el cieno. Las tetas en la boca. La lluvia en la espalda.
«Como una perra.»
El le hundía los dedos de una mano en una nalga y con la otra intentaba agarrarle un pecho que se le escurría y se la hincaba como si quisiera metérsela hasta la garganta. Y...
«No puede sacarla ahora.»
Se la había sacado y quizá estaba a punto de correrse y Flora sintió una frustración tremenda. Jadeó. Pero una ráfaga explosiva de calor le envolvió el cuello, subió por la mandíbula y se desparramó por las sienes, la nariz, las orejas.
—Aaah...
Le estaba tocando allí, en la punta de la vagina, comprendió que todo lo que había sentido hasta entonces era una broma. Un juego de niños. Una nadería. Ese dedo, en ese sitio, era capaz de hacerle perder el sentido, de volverla loca.
Luego él le estiró las piernas y ella las estiró más y quizá, «eso espero», quería volver a metérsela.
91
Y entonces Graziano cometió un error.
Como lo había cometido con Erica al pedirle que se casara con él, como lo había cometido contándoselo a todos sus amigos, como lo había cometido al darle el Spiderman a Flora, como lo había cometido prácticamente todos los días desde hacía cuarenta y cuatro años, y no es verdad lo que dicen de que se aprende con los errores, qué va a ser verdad, hay personas que no aprenden nunca con los errores, al contrario, siguen cometiéndolos y convencidas de que hacen lo adecuado (o sin darse cuenta de lo que hacen) y con la gente que es así la vida, por lo general, se porta mal, pero esto tampoco significa nada, porque estas personas sobreviven a sus errores y viven y crecen y aman y echan al mundo otros seres humanos y envejecen y siguen cometiendo errores.
Ese es su maldito destino.
El destino de nuestro triste semental.
Cualquiera sabe lo que le pasó por la cabeza, lo que pensó y cómo se formó en su cerebro esa idea descabellada.
Graziano quería más. Quería cerrar el círculo, quería el oro y el moro, quería estar en misa y repicando, quería las duras y las maduras, quería atar los perros con longaniza, a saber qué coño quería, quería desvirgarla por delante y por detrás.
Quería el culo de Flora Palmieri.
Le separó las nalgas, escupió en esa estrella contraída y atacó.
92
Fue como cuando te cae una teja en la cabeza.
Sin aviso previo.
El dolor era tan fulminante como un calambre eléctrico y tan afilado como un cristal roto. Y no era allí donde debía estar, era...
«¡Nooo! ¡Me está...!»
Se echó a la derecha y al mismo tiempo estiró la pierna izquierda golpeando a Graziano Biglia en la nuez con el talón.
93
Graziano volaba hacia atrás. Con los brazos abiertos. Con la boca abierta. De espaldas.
Un vuelo interminable.
Luego caía en esa sopa caliente. Se golpeaba la cabeza con una piedra. Y salía a flote.
Paralizado.
Estaba envuelto en una capa negra iluminada por súbitas descargas de luces de colores.
«¿Por qué me ha golpeado?»
La corriente le arrastraba hacia el centro de la ensenada. Resbalaba sobre las rocas cubiertas de algas como una balsa a la deriva. Arrastraba los talones por el fondo fangoso.
Debía de haberle golpeado en uno de esos puntos especiales, de esos puntos que convierten a un hombre en un pelele, de esos puntos que solo deberían conocer los maestros japoneses de artes marciales.
«Qué raro...»
Podía pensar pero no podía moverse. Por ejemplo, sentía la lluvia fría en la cara y se daba cuenta de que la corriente tibia le arrastraba hacia la cascada.
94
Flora se agachó junto a una roca.
El tío Armando flotaba en el centro del río. No podía ser él. El tío Armando vivía en Nápoles. Ese era Graziano. Pero seguía viendo la barriga del tío Armando sobresaliendo como un islote entre los ríos de azufre y su nariz cortando el agua como una alela de tiburón.
Ahora el río se llevaría al tío Armando o quienquiera que fuese.
El tío Armando/Graziano levantó a duras penas un brazo.
—Flora... Flora... Ayúdame...
«No, no te ayudo... No, no te ayudo...»
«(Flora, ese no es el tío Armando.)» Por fin volvía a hablarle su madre.
«Es un cerdo. Ha intentado...»
—Flora, no puedo mov...
«(Va derecho a la cascada.)»
—Socorro, socorro.
«(Date prisa. Déjate de bobadas. Vamos.)»
Flora se metió en el agua a cuatro patas. Se agarraba a las ramas de los árboles para no caerse. Pero una rama se le quedó en la mano y ella fue a parar a donde cubría y se puso a bracear y a escupir llevada por la corriente. Intentaba volver a la orilla, pero era inútil. Se volvió y vio el cuerpo de Graziano flotando a dos metros de la cascada. Había encallado en una piedra, pero tarde o temprano la corriente se lo llevaría y le arrojaría al abismo.
—¿Flora? ¿Flora? ¿Dónde estás?
Graziano parecía un ciego extraviado. Preocupado, pero no aterrorizado.
—¿Flora?
—Ya voy...
Tragó dos litros de esa agua asquerosa. Tosió y se tiró de nuevo hacia el centro, agitando los brazos, pasó entre dos rocas puntiagudas y se agarró a un escollo.
Graziano estaba a un metro. La cascada a tres.
Flora estiró el brazo todo lo que pudo y faltaba, maldita sea, faltaba, faltaban diez centímetros para que pudiera coger el dedo gordo del pie de Graziano que asomaba en el agua.
«No puedo perderle...»
—¡Graziano! Graziano, estira el pie. No llego —chilló para hacerse oír sobre el fragor de la cascada.
No contestaba «(¡Está muerto! No puede estar muerto)», pero luego:
—¿Flora?
—¡Sí! ¡Estoy aquí! ¿Cómo estás?
—Bastante bien. Parece que me he dado un hostión en la cabeza.
—Perdona. Lo siento. ¡No quería hacerte daño! Lo siento muchísimo.
—No, perdóname tú. No debí hacer eso...
Estaban al borde de una cascada, con una corriente impetuosa, y se disculpaban como dos viejas señoras que han olvidado mandarse felicitaciones de Navidad.
—Graziano, estira el pie.
—Lo intentaré.
Flora estiró el brazo. Y Graziano el pie.
—¡Ya te tengo! ¡Ya te tengo! ¡Graziano, lo he cogido! —gritó Flora, y le entraban ganas de reír y chillar de alegría.
Le había cogido el dedo gordo del pie y no lo soltaría por nada del mundo. Se apoyó mejor en la roca y tiró de él y le acercó arrancándoselo a la corriente y, cuando por fin lo tuvo a su lado, le abrazó y él la abrazó.
Y empezaron los besos.
11 DE DICIEMBRE
95
En las primeras horas del 11 de diciembre, la situación meteorológica mejoró.
La perturbación siberiana que se había instalado en la cuenca mediterránea arrojando frío, viento y lluvia sobre nuestra península y sobre Ischiano Scalo fue arrastrada por un frente de altas presiones procedente de Africa que dejó el cielo despejado y listo para recibir de nuevo al sol, que para entonces ya se daba por perdido.
96
A las ocho y cuarto de la mañana, Italo Miele salió del hospital.
Con esa nariz vendada y esos cercos violetas alrededor de los ojos parecía un viejo boxeador que hubiera recibido una buena tunda antes de caer a la lona.
Fueron a buscarle su hijo y su mujer, le metieron en el 131 y se lo llevaron a casa.
97
Más o menos a la misma hora, Alima estaba sentada en una gran sala del aeropuerto de Fiumicino junto con un centenar de nigerianos. Estaba en un banco, con los brazos cruzados, intentando conciliar el sueño.
No tenía la menor idea de cuándo saldría. Nadie se toma la molestia de informar a los sin papeles del horario de su repatriación. Pero tarde o temprano la meterían en un avión.
Le entraron ganas de beber leche caliente. Pero delante de la máquina había una cola kilométrica.
Regresaría a su aldea y vería a sus tres hijos, ese era su único consuelo.
«¿Y luego?»
Luego, no quería saberlo.
98
Lucia Palmieri estaba en su cama. Sana y salva.
Flora suspiró aliviada.
—¿Qué tal, mamaíta?
Esa noche había vuelto a soñar con los koalas plateados. Cargaban con el cadáver de su madre por una Aurelia completamente desierta. A ambos lados había piedras, cactus, coyotes y serpientes de cascabel.
Flora se había despertado convencida de que su mamá estaba muerta. Había saltado de la cama y había corrido al cuartito, había encendido la luz y...
—Mamaíta... Perdona. Lo sé, es muy tarde... Tienes hambre, ¿verdad? Enseguida te doy de comer.
La había abandonado. Por una noche su madre no había sido sil principal preocupación.
Le preparó el biberón. Se lo dio. Le vació las bolsas. La peinó.
Y la besó.
Después se duchó.
La piel y el pelo se habían impregnado de azufre. Tuvo que aclararse varias veces hasta que se quitó de encima ese olor desagradable. Al final se secó y se miró al espejo.
Tenía la cara pálida. Y ojeras. Pero los ojos le brillaban como nunca. No sentía el cansancio, a pesar de que apenas había dormido un par de horas. La borrachera se le había pasado sin dejarle ninguna resaca. Se untó crema hidratante por todo el cuerpo y descubrió que en las piernas y la espalda tenía arañazos y cardenales que le dolían. Debió de ser cuando la corriente la arrastró entre las piedras de la cascada. También tenía los pezones enrojecidos. Y las yemas de los dedos doloridas.
Se sentó en un taburete.
Abrió las piernas y se observó. Todo estaba normal, aunque un poco irritado.
Permaneció así, sentada en el cuarto de baño saturado de vapor, mirándose en el espejo empañado.
Su mente proyectaba en sesión continua una película X: Sexo en las termas.
Las charcas. El calor. Graziano. El estanque. El frío. La gente. La música. El sexo. El olor. El sexo. El río. El sexo. La patada. El miedo. La cascada. El sexo. El calor. Los besos.
Los recuerdos y las emociones se atropellaban en su mente, y al detenerse en ciertas escenas se le erizaba el vello de los brazos.
«¿Qué fue lo que me dio?»
Pero su cuerpo había reaccionado bien. No se había resquebrajado. No se había roto en mil pedazos. No se había transformado en un capullo de oruga.
Se tocó los pechos, las piernas, el vientre. A pesar de los arañazos y los cardenales, parecía más firme, más lleno, y los dolores musculares demostraban que estaba vivo y reaccionaba bien a ciertos estímulos.
Era un cuerpo adecuado para practicar el sexo.
En los últimos años se había preguntado infinidad de veces si a la hora de la verdad habría sido capaz de mantener una relación sexual, si ya no sería demasiado tarde y su cuerpo y su mente sabrían aceptar esa intrusión o la rechazarían, y si sus manos sabrían agarrarse a una espalda y sus labios besar una boca extraña.
Lo había logrado.
Estaba contenta consigo misma.
En un universo paralelo, Flora Palmieri, con el mismo cuerpo y un cerebro distinto, habría podido ser otra persona. Habría podido tener la primera relación a los trece años, habría podido aficionarse a los placeres de la carne y tener una vida sexual promiscua, atraer a un sinfín de hombres, usar su cuerpo para ganar dinero, exhibir sus tetas en las portadas de las revistas, ser una famosa estrella porno.
Daría cualquier cosa por tener el vídeo de su escaramuza sexual con Graziano para ponerlo una y otra vez. Para ver todas las posturas. Para observar las expresiones de su cara...
«Basta ya.»
Rechazó esas imágenes.
Se cepilló los dientes, se secó el pelo y se vistió. Se puso unos vaqueros negros (los de pasear por la playa), unas zapatillas de deporte, una camiseta blanca de algodón y un jersey negro. Empezó a ponerse horquillas en el pelo pero luego se lo pensó mejor y se lo dejó suelto.
Fue a la cocina. Levantó la persiana y una lámina de sol entró en la habitación calentándole el cuello y los hombros. Era un día hermoso y frío. El cielo estaba más azul que nunca, y una brisa ligera agitaba las ramas del eucalipto del patio. Unas gaviotas estaban acurrucadas como gallinas entre los terrones de un campo arado, al otro lado del camino. Los pinzones y los gorriones piaban en los árboles.
Preparó el café, calentó la leche y entró de puntillas en la penumbra del cuarto de estar, llevando una bandeja con el desayuno.
Graziano dormía encogido en el sofá. La manta de rombos blancos y negros le envolvía como un saco. En el suelo, tiradas en desorden, las botas y la ropa.
Flora se sentó en la butaca.
99
«Fausto Coppi era el mejor ciclista del mundo. El más rápido. Pero sobre todo el más resistente. No se cansaba nunca. Era un fenómeno. Y no se rendía.»
«Nunca.»
«Tú eres Fausto Coppi.»
Pietro pedaleaba, pedaleaba, pedaleaba. Con la boca abierta, la cara desencajada por el esfuerzo. El corazón bombeando sangre en las arterias. Pintas en los ojos. Fuego en los pulmones.
«Ya vienen.»
El zumbido insoportable del silenciador vaciado.
¿Ganaban terreno?
«Sí. Seguro que sí.»
Ya estaban más cerca.
Quería volver la cabeza para ver. Pero no podía. Si lo hacía perdería el equilibrio, y para un ciclista el equilibrio lo es todo, con equilibrio y la posición adecuada no te cansas nunca; en cambio, si se volvía ahora, perdería el equilibrio y reduciría la marcha y sería el fin. De modo que pedaleaba esperando que no le alcanzasen.
«(No les hagas caso. Limítate a correr. Estás corriendo para batir el récord humano. No estás corriendo con ellos. Estás corriendo contra el viento. Eres el conejo de madera perseguido por los galgos. Los dos que llevas detrás solo te sirven para ir más deprisa. Eres el niño más veloz del mundo.)» Eso le decía el gran Coppi.
100
—¿Qué cacharro es este? ¡Acelera! ¡Acelera, coño! —gritaba Federico Pierini agarrándose a Fiamma.
—¡Voy a tope! —gritaba Fiamma, agarrado a su vez al manillar del Ciao—. Ahora le alcanzamos. En cuanto afloje un poco está jodido.
Fiamma tenía razón, en cuanto el Capullo aflojara le alcanzarían. No tenía escapatoria. La carretera seguía en línea recta por los sembrados durante más de cinco kilómetros.
—Si lo llego a saber, cojo el Vespino trucado de mi primo. Entonces sí que se iba a enterar, coño —se lamentó Fiamma.
—¿Y la pistola? ¿Has traído la pistola?
—No, no la he traído.
—Eres un cagueta. Ahora podríamos disparar contra él. ¿Te imaginas qué escándalo?
Pierini se echó a reír.
101
Se estaban acercando.
Y Pietro empezaba a estar cansado.
Intentaba mantener la respiración constante, seguir concentrado y empujar los pedales con ritmo, para transformarse en un motor humano, fundirse con la bicicleta y evolucionar en un ser perfecto hecho de carne y corazón y músculos y tubos y radios y ruedas. Intentaba no pensar en nada. Hacer un vacío en la cabeza. Ser pura coordinación y voluntad, pero...
Las malditas piernas se estaban poniendo rígidas, y el cerebro se llenaba de imágenes sombrías.
«Eres Fausto Coppi. No puedes aflojar.»
Aceleró un poco, y el ruido del ciclomotor se debilitó.
Era una carrera sin sentido. Por una carretera que no terminaba nunca. En medio de los campos cultivados. Contra un ciclomotor. Cuando le dieran alcance ni siquiera tendría fuerzas para mantenerse en pie.
«(Da igual que corra o que me pare...)»
«Los ciclistas pierden porque creen que la victoria tiene sentido. La victoria no tiene sentido. La meta no es la victoria. La meta es pedalear.» Fausto Coppi le estaba hablando. «Pedalea hasta que revientes.»
El ruido detrás de él volvía a aumentar.
Se estaban acercando.
102
En el viaje de vuelta de Saturnia condujo Flora.
Graziano no se sentía capaz. El chichón era muy grande y le dolía la cabeza. Le puso la mano en el muslo y se quedó dormido.
Y Flora, con el pelo mojado y la ropa mojada, se puso al volante, recorrió el camino resbaladizo de barro y condujo hasta Ischiano Scalo.
En silencio.
Un viaje largo y plagado de pensamientos.
«¿Qué va a pasar ahora?»
Era la pregunta del millón que se debatía en su mente mientras cambiaba, aceleraba, giraba y frenaba subiendo lomas, cortando praderas, atravesando bosques y pueblos dormidos.
«¿Qué puede pasar ahora?»
Había muchas respuestas. Iban surgiendo una tras otra, espontáneamente. Eran peligrosas y no merecían ser tomadas en consideración (viajes, islas lejanas, casas en el campo, iglesias, niñ...).
Para contestar racionalmente a esta pregunta, se dijo Flora, había que ver quién era Graziano y quién era ella.
Con lucidez.
Flora, a las tres de la madrugada, después de lo sucedido, se sentía lúcida y lógica.
Miró a Graziano, que dormía apoyado en la ventanilla, y sacudió la cabeza.
«No.»
Eran demasiado distintos para tener un futuro juntos. Graziano no tardaría en marcharse al complejo turístico Valtur, y después viajaría a cualquier país exótico y correría muchas aventuras y se olvidaría de ella. Ella, en cambio, seguiría haciendo la vida de siempre e iría al colegio y cuidaría a su madre y por la noche vería la televisión y se acostaría temprano.
Así estaban las cosas y
«(Olvídate de que este hombre cambie por ti...)»
era evidente que no tenían futuro juntos.
«Ha sido algo sin importancia... la aventura de una noche. Entiéndelo así, que será mejor. Un asunto de sexo.»
Dolía, pero era así. Cuando trepó por esas rocas, a pesar de estar colocada y no entender nada, se lo había repetido «(Eres una más en la lista... y date con un canto en los dientes)», de modo que ahora no podía fantasear como una muchachita inexperta.
«Pero yo soy inexperta.»
Era peligroso fantasear. Flora se había endurecido para resistir los golpes de la vida, pero sospechaba que era frágil en ciertas situaciones.
Graziano había servido para hacerla mujer.
Eso era todo.
«Tengo que ser fuerte. Como he sido siempre.»
«(No tienes que volver a verle.)»
«Lo sé, no tengo que volver a verle.»
«(Nunca más.)»
Pero cuando llegaron a Ischiano Scalo y la noche era menos noche, Flora aparcó el coche delante de la mercería y estaba a punto de despertar a Graziano y decirle que volvería a casa andando, pero no fue capaz.
Permaneció un cuarto de hora sentada en el coche y alargaba la mano hacia Graziano y luego la retiraba y al final arrancó y se lo llevó a casa.
Le dejó durmiendo en el sofá.
Así, si sentía dolor, le podría cuidar.
«Es lo que se me da mejor.»
No, no podía terminar con él así.
Habría sido de muy mal gusto. Tenía que hablar con él por última vez, explicarle lo importante que había sido esa noche para ella, y luego se separarían para siempre.
Como en las películas.
103
La expulsión temporal es una cosa extraña.
Es el castigo más grave de todos, y en vez de encerrarte en el colegio día y noche a pan y agua, te regalan una semana de vacaciones.
Aunque tampoco son unas vacaciones fantásticas, sobre todo sí tu padre te dice que no piensa ir a hablar con los profesores.
Pietro pasó toda la noche devanándose los sesos para resolver el problema. Era inútil que se lo pidiera a su madre. Zagor le prestaría más atención. ¿Y si al final no iba nadie?
La subdirectora llamaría a casa, y papá tendría uno de esos días en que se le hinchaban... mejor no pensarlo; en cambio, si el teléfono lo cogía mamá, diría a todo que sí, juraría por sus hijos que al día siguiente iría al colegio, y luego no lo haría.
Y volverían esos dos.
En un Peugeot 205 verde matrícula de Roma.
Los asistentes sociales (un nombre que no significaba nada, pero a Pietro le daba mucho más miedo que el de traficante o bruja mala).
Esos dos.
El hombre, alto y enjuto, con loden, zapatos Clark, barbita gris y pelo engominado con mechones en la frente y unos labios finos en los que parecía que se había echado brillo.
La mujer, menuda, con medias bordadas y zapatos con lazo y gafas de culo de botella y pelo fino como telaraña y teñido de rubio y tan tirante en las sienes que la piel de la frente acabaría rajándose como la funda de una butaca vieja.
Esos que aparecieron después del asunto de la catapulta, Poppi, el tejado de Contarello y el juzgado.
Esos tipos sonrientes que le llamaron a la sala de profesores mientras sus compañeros estaban en el recreo y le hicieron sentarse en una silla y le ofrecieron regalices, con lo que él los odiaba, y estúpidos tebeos del ratón Mickey.
Esos que hacían un montón de preguntas.
¿Te encuentras a gusto en tu clase? ¿Te gusta estudiar? ¿Te lo pasas bien? ¿Tienes amigos? ¿Qué haces después del colegio? ¿Juegas con tu papá? ¿Y con tu mamá? ¿Tu mamá está triste? ¿Cómo te llevas con tu hermano? ¿Tu padre se enfada contigo? ¿Discute con tu mamá? ¿La quiere? ¿Por la noche te da un beso antes de acostarte? ¿Le gusta beber vino? ¿Te ayuda a desnudarte? ¿No hace nada raro? ¿Tu hermano duerme en la misma habitación que tú? ¿Os lo pasáis bien juntos?
Esos.
Esos que querían llevárselo. A un centro.
Pietro lo sabía. Se lo había explicado Mimmo: «Ten cuidado, que te cogen y te llevan a un centro con los paralíticos y los hijos de los drogatas». Y Pietro había dicho que su familia era la mejor del mundo y que por las noches jugaban juntos a las cartas y veían películas en la tele y los domingos iban a pasear por el bosque y también estaba Zagor y mamá era buena y papá era bueno y no bebía y su hermano le llevaba en la moto y que él ya era lo bastante mayor como para desnudarse y lavarse solito «(¿Qué preguntas son esas?)».
Le había resultado fácil contestar. Mientras hablaba pensaba en la casa de la pradera.
Se habían ido.
Esos.
Gloria había llamado a las ocho de la mañana y le había dicho a Pietro que si él no iba al colegio ella tampoco iría.
Los padres de Gloria se habían marchado. Pasarían la mañana juntos, y ya se les ocurriría algo para convencer al señor Moroni de que debía ir al colegio.
Pietro había montado en la bici y se había dirigido a la casa de los Celani. Zagor le había escoltado durante un kilómetro, y luego se había vuelto a casa. Pietro había tirado por la carretera de Ischiano y el sol estaba ahí y el aire estaba caliente y después de tanta lluvia daba gusto pedalear despacio con esos rayos de sol que te calientan la espalda.
Pero de repente, sin previo aviso, un Ciao rojo se había materializado detrás de él.
Y Pietro había empezado a pedalear con fuerza.
104
Sentada en la butaca del cuarto de estar, Flora miraba a Graziano, que dormía.
Tenía los labios entreabiertos. Un hilillo de saliva se escurría por la comisura. Roncaba bajo. El cojín le había marcado unas liras rojas en la frente.
Qué cosa más rara. En menos de veinticuatro horas su actitud hacia Graziano había cambiado por completo. El día anterior, cuando le había visto en el Station Bar, le había parecido insignificante y vulgar. Ahora cuanto más le miraba más guapo le veía, nunca había visto a un hombre tan atractivo.
Graziano abrió los ojos y le sonrió.
Flora le sonrió a su vez.
—¿Qué tal estás?
—Bien, creo. Aunque no estoy muy seguro.
Graziano se palpó la nuca.
—Tengo un buen chichón. ¿Qué haces ahí, en la oscuridad?
—Te he preparado el desayuno. Pero ya se ha enfriado.
Graziano alargó la mano hacia ella.
—Ven.
Flora dejó la bandeja en el suelo y se acercó con expresión tímida.
—Siéntate.
Le dejó un poco de espacio en el sofá. Flora se sentó, muy formal. El le cogió la mano.
—Bueno, ¿qué?
Flora esbozó una sonrisa. «(Díselo.)»
—¿Qué? —repitió Graziano.
—¿Qué de qué? —murmuró Flora estrechándole la mano.
—¿Estás contenta?
—Sí...
«(Díselo.)»
—Te sienta bien el pelo suelto... Estás mucho mejor. ¿Por qué no te lo dejas siempre así?
«Graziano, tenemos que hablar...»
—No lo sé.
—¿Qué pasa? Te veo rara...
—Nada...
«Graziano, no podemos seguir viéndonos. Lo siento.»
—¿Tienes hambre?
—Un poco. Anoche al final no cenamos. Tengo un vacío en el estómago.
Flora se levantó, cogió la bandeja y se dirigió a la cocina.
—¿Adonde vas?
—A calentarte el café.
—No. Lo tomaré así.
Graziano se incorporó, se sentó y se estiró.
Flora le sirvió el café y la leche y le miró mientras bebía y mojaba las galletas y comprendió que le quería.
Esa noche, sin saberlo, se había roto una presa en su interior.
Y el cariño que llevaba mucho tiempo recluido en un oscuro recoveco de su ser se había derramado y le había invadido la cabeza, el corazón, todo.
Le faltaba aire, y un nudo le subía despacio pero implacablemente por la garganta.
Él terminó de desayunar.
—Gracias. —Miró el reloj—. Vaya, tengo que salir corriendo. Mi madre estará como loca —dijo con tono alarmado, se vistió a toda prisa y se puso las botas.
Flora, en el sofá, le observaba en silencio.
Graziano se miró un momento en el espejo y sacudió la cabeza insatisfecho.
—Vaya pinta, tengo que ducharme.
Se puso el abrigo.
«Se va.»
Y todo lo que Flora había pensado en el coche era verdad y no había nada que decir, no había nada que explicar porque ahora él se iba, y era normal y justo, había conseguido lo que quería y no había nada que discutir y nada que añadir y muchas gracias y ya nos veremos y era horrible, no, era mejor así, mucho mejor así.
«Vete. Vete, que es mejor.»
105
El Capullo iba a toda leche.
Tenía aguante, no cabía duda. Pero no le serviría de nada. Tarde o temprano tendría que detenerse.
«¿Adonde crees que vas?»
El Capullo era un chivato y debía ser castigado. Pierini se lo había advertido, pero él ni caso, había largado, y ahora tenía que sufrir las atroces consecuencias.
«Así de sencillo.»
En realidad, Pierini no estaba tan seguro de que el chivato fuese Moroni. También podía haber sido esa cabrona de la Palmieri. Pero en el fondo daba igual. Había que convencer a Morini de que se comportase mejor en el futuro. Debía meterse en la cabeza que las palabras de Pierini hay que tomárselas muy, pero que muy en serio.
De la Palmieri ya se ocuparía después. Con calma.
«Querida profe, qué lástima, su flamante Y10.»
—Está aflojando... No puede más. Tiene la pájara —chilló Fiamma excitado.
—Acércate. Así le doy una patada y le tiro.
106
Flora estaba muy fría. Parecía otra. Como si se hubiese tragado un pedazo de hielo para desayunar. Graziano tenía la impresión de que su presencia le molestaba. De que todo había terminado.
«Anoche hice demasiadas tonterías.»
Sí, tenía que irse.
Pero seguía dando vueltas por la habitación.
«Se lo pido y ya está. El no ya lo tengo. No cuesta nada intentarlo.»
Se sentó junto a Flora un poco separado, la miró y le rozó la boca con un beso.
—Bueno, yo me voy.
—De acuerdo.
—Pues nada, adiós.
—Adiós.
Pero en vez de dirigirse hacia la puerta y desaparecer, encendió nerviosamente un pitillo y se puso a caminar de un lado a otro como un padre en espera del parto. De repente se detuvo, en el centro del cuarto, se armó de valor y soltó:
—¿Y si nos vemos esta noche?
107
«No puedo más.»
Pietro les vio con el rabillo del ojo. Estaban a diez metros.
«Voy a parar. Me doy media vuelta y salgo zumbando.»
Era una idea tonta. Pero no se le ocurría ninguna mejor.
Piltrafas de corazón seguían contrayéndose en su pecho. El incendio de los pulmones se había extendido a la garganta y le laceraba la faringe.
«No puedo más, no puedo más.»
—¡Capullo, párate! —gritaba Pierini.
«Ya están aquí.»
A la izquierda. A tres metros.
«¿Y si me metiera en los campos?»
Otro error.
A los lados de la carretera había dos zanjas profundas: ni siquiera con la bicicleta de ET lograría cruzarlas. Se rompería la crisma.
Pietro vio a Fausto Coppi pedaleando a su lado y sacudiendo la cabeza con ademán decepcionado.
«¿Qué pasa?»
«(Así no. Vamos a ver: tú eres más rápido que ese Ciao destartalado. Ellos solo pueden alcanzarte si aflojas la marcha. Pero si aceleras, si pones diez metros de distancia y no aflojas, nunca podrán alcanzarte.)»
—Capullo, solo quiero hablar contigo. No voy a hacerte nada, lo juro por Dios. Solo quiero explicarte una cosa.
«(Pero si aceleras, si pones diez metros de distancia y no aflojas, nunca podrán alcanzarte.)»
Vio la cara de Fiamma. Horrible. Fruncía la boca en una mueca que quería ser una sonrisa.
«Voy a frenar.»
«(Si frenas estás listo.)»
Fiamma estiró una pierna kilométrica terminada en una bota militar.
«Me quieren tirar al suelo.»
Coppi seguía sacudiendo la cabeza con desaprobación.
«(Estás razonando como un perdedor, si yo hubiese razonado como tú nunca habría llegado a ser el más grande, y probablemente estaría muerto. Cuando yo tenía tu edad era el mozo del carnicero y en el pueblo todos se burlaban de mí y decían que era jorobado y que daba risa cuando me montaba en esa bici y los pies no me llegaban al suelo, pero un día, era durante la guerra, les estaba llevando unos filetes a los partisanos hambrientos que estaban escondidos en un caserío de montaña...)»
Pietro fue proyectado violentamente a la izquierda por una patada de Fiamma. Echó el cuerpo a la derecha y consiguió ponerse derecho. Volvió a pedalear como un desesperado.
«(... y dos nazis con su sidecar que es mucho más rápido que un Ciao salieron a perseguirme y yo pedaleé con todas mis fuerzas y los alemanes estaban a punto de alcanzarme pero entonces yo me puse a pedalear cada vez más deprisa y los alemanes se iban quedando atrás y Fausto Coppi y Fausto Coppi y Fausto Coppi...)»
108
Pierini no se lo podía creer.
—Se está alejando... Mira, se está alejando... ¡Joder, que nos deja atrás! Tú y tu Ciao de mierda.
El Capullo se había acoplado a la bicicleta y, como si un fantasma le hubiese metido un cohete en el culo, estaba acelerando.
Pierini empezó a dar puñetazos a Fiamma en el costado, mientras le gritaba:
—¡Frena! ¡Frena, me cago en la leche! Quiero bajar.
El ciclomotor derrapó con un chirrido de frenos y neumáticos. Cuando se detuvo, Pierini se apeó de un salto.
—¡Baja!
Fiamma le miró perplejo.
—¿Es que no te das cuenta? Los dos no le pillaremos nunca. ¡Baja, rápido!
—Pero es que... —intentó replicar Fiamma, pero vio la cara de su amigo deformada por la rabia y comprendió que lo mejor era obedecer.
Pierini se montó, giró el manillar y partió con la cabeza gacha y gritando:
—Espérame aquí. Le doy una paliza y vuelvo enseguida.
109
La Aurelia era una estela ininterrumpida de coches y camiones que pasaban a toda velocidad en ambos sentidos. Y estaba a doscientos metros.
Pietro siguió pedaleando y miró hacia atrás, jadeando y aspirando el aire abrasador.
Les había dejado atrás, pero solo un poco. Debían de haber parado.
«Ya vienen.»
Estaba reventado.
«Tienes que hacer algo, tienes que inventar algo...»
Pero ¿qué? ¿Qué demonios podía hacer?
Al final se le ocurrió una idea. Una idea grande y heroica, en cierto sentido. Una idea que no era lo mejor de lo mejor y que seguramente Gloria y Mimmo y Fausto Coppi (a propósito, ¿dónde se había metido Fausto Coppi? ¿Ya no tenía más consejos que darle?) y cualquiera con dos dedos de frente le habría desaconsejado vivamente, pero que en ese momento le pareció la única posibilidad de salvarse o de...
«No lo pienses.»
Esto es lo que hizo Pietro.
Sencillamente no redujo la marcha, al contrario, gastando las últimas fuerzas que le quedaban pisó con rabia los pedales y se lanzó como una furia hacia la Aurelia con la descabellada intención de atravesarla.
110
El Capullo estaba completamente loco. Había decidido acabar con su vida.
«Vale.» Federico Pierini no tenía nada que objetar.
Si Moroni había tomado esa decisión era porque había comprendido que era lo más sensato que podía hacer alguien como él, matarse.
Pierini frenó y se puso a aplaudir con entusiasmo.
—¡Muy bien, muy bien! ¡Bravo!
Le iban a tener que recoger con cucharilla.
Un trocito aquí, otro allá. ¿La cabeza? ¿Dónde está la cabeza? ¿Y el pie derecho?
—¡Mátate! ¡Así me gusta! Muy bien —gritaba mientras seguía aplaudiendo alegremente.
Qué bonito es ver a alguien matarse porque te tiene miedo.
111
Pietro no frenó. Solo guiñó un poco los ojos y se mordió el labio.
Si se moría quería decir que le había llegado la hora, y si no le había llegado pasaría entre los coches sin hacerse daño.
Muy sencillo.
Vida o muerte.
Blanco o negro.
Todo o nada.
A lo kamikaze.
Pietro no tenía en cuenta los matices de gris comprendidos entre ambos extremos: la parálisis, el coma, el sufrimiento, la silla de ruedas, el dolor interminable y las lamentaciones (siempre que le quedara la posibilidad de lamentarse) durante el resto de su vida.
Estaba demasiado ocupado teniendo miedo como para pensar en las consecuencias. Ni siquiera cuando faltaban unas decenas de metros para el cruce y tuvo delante el vistoso cartel con luz amarilla parpadeante que decía «REDUZCA LA VELOCIDAD, CRUCE PELIGROSO», se le ocurrió echar el freno, dejar de pedalear, mirar a derecha e izquierda. Se limitó a atravesar la Aurelia como si no existiese.
Y Fabio Pasquali, llamado en clave Rambo 26, el pobre camionero que le vio materializarse delante de él como una pesadilla, tocó la bocina y pisó el freno y en un instante comprendió que a partir de entonces su vida iba a cambiar a peor y que en los años sucesivos tendría que enfrentarse al sentimiento de culpa (el velocímetro marcaba ciento diez y en ese tramo la velocidad máxima era de noventa), a la ley, a los abogados y a su mujer, que llevaba siglos repitiéndole que dejara ese trabajo agotador y lamentó no haber aceptado el trabajo de pastelero que le había ofrecido su yerno y suspiró aliviado cuando ese niño en bicicleta desapareció como había aparecido, sin ruidos de huesos y hierros, y comprendió que había sido indultado y no le había matado y se puso a gritar de alegría y de rabia al mismo tiempo.
Pietro, dejando atrás el TIR, se encontró en la mediana, y en sentido contrario avanzaba un Rover rojo tocando la bocina. Si frenaba le atropellaría, y si aceleraba también, pero el Rover dio un volantazo a la izquierda y le pasó por detrás, a dos centímetros, y el desplazamiento del aire le empujó primero a la derecha y luego a la izquierda y, cuando llegó al otro lado, en la desviación de Ischiano Scalo, estaba completamente desequilibrado, frenó en la gravilla pero la rueda delantera perdió adherencia y Pietro cayó raspándose una pierna y una mano.
Estaba vivo.
112
Graziano Biglia salió del chalet de Flora Palmieri, dio varios pasos por el patio y luego se detuvo cautivado por la belleza de ese día.
El cielo estaba muy despejado y el aire tan claro que más allá de los cipreses de la carretera y de las colinas se veían incluso las cumbres aserradas de los Apeninos.
Cerró los ojos y, como una vieja iguana, volvió la cabeza hacia el cálido sol. Respiró hondo y sus terminales olfativos percibieron el olor de los excrementos de caballo que llenaban la carretera.
—Qué olor tan rico —murmuró satisfecho.
El aroma le trajo recuerdos de cuando, a los dieciséis años, había trabajado en el picadero de Persichetti.
—Ya sé lo que tengo que hacer.
Tenía que comprar un caballo. Un buen caballo bayo. Así, cuando se afincase definitivamente en Ischiano («Pronto, muy pronto»), los días buenos como este podría montar a caballo. Hacer largas excursiones por el bosque de Acquasparta. Con su caballo podría cazar jabalíes. Pero no con escopeta. No le gustaban las armas de fuego, eran poco deportivas. Con ballesta. Una ballesta de fibra de carbono y aleación de titanio, como las que usan en Canadá para cazar osos pardos. ¿Cuánto podía costar un arma de esas? Bastante, pero era un gasto necesario.
Hizo tres flexiones sobre las rodillas y un par de torsiones de cuello para desentumecerse. El rafting involuntario en el rápido y el golpe contra las rocas le habían dejado molido. Tenía la sensación de que le habían quitado las vértebras una a una y, después de mezclarlas en una caja, se las habían vuelto a poner en desorden.
Pero aunque tenía el cuerpo destrozado, de su humor no se podía decir lo mismo. Su humor estaba tan radiante como el sol.
Todo gracias a Flora Palmieri. A esa mujer magnífica que había conocido y que le había barrido a Erica del corazón.
Flora le había salvado la vida. Sí, porque de no haber sido por ella seguramente se habría caído por la cascada y se habría roto todos los huesos en las rocas y adiós muy buenas.
Tenía que estarle agradecido el resto de sus días. Y como dicen los monjes chinos, si alguien te salva la vida tendrá que ocuparse de ti el resto de sus días. Estaban unidos para siempre.
La verdad era que eso de intentar metérsela por el culo había sido una estupidez. ¿Qué mosca le había picado? ¿A qué venía esa voracidad sexual?
«(Lo que pasa es que, con un culo así, te sale del alma.)»
«Basta. De modo que te dice que es virgen, te dice que vayas con cuidado, y a los cinco minutos no se te ocurre otra cosa que metérsela por el culo. Deberías avergonzarte.»
El sentimiento de culpa le paralizaba el diafragma.
113
Pierini estaba esperando a que la carretera se despejase cuando Fiamma le alcanzó.
—¿Adonde vas? —le preguntó su amigo jadeando por la larga carrera.
—Monta. Está en el otro lado. Se ha caído.
Fiamma no se lo hizo repetir dos veces y se subió al sillín.
Pierini esperó a que no pasaran coches y atravesó el cruce.
El Capullo estaba acuclillado en la cuneta y se frotaba el muslo. La bici tenía la horquilla torcida.
Pierini se le acercó y apoyó los codos en el manillar del Ciao.
—Por poco te dejas el pellejo y provocas un accidente mortal. Ahora estás aquí con la bicicleta rota y encima te vas a llevar una somanta de palos. Hoy no es tu día.
114
Graziano, en su Uno turbo, avanzaba por la Aurelia estrujándose los sesos.
Tenía que disculparse con Flora. Tenía que demostrarle que no era un maníaco sexual, sino solo un hombre desinhibido, y que estaba loco por ella.
—La única forma es hacerle un regalo. Un buen regalo que la deje con la boca abierta.
Cuando iba en coche solía hablar solo.
—Pero ¿qué? ¿Un anillo? No. Demasiado pronto. ¿Un libro de Hermann Hesse? No. Demasiado poco. ¿Y si... y si le regalaba un caballo? ¿Por qué no...?
Era una idea estupenda. Un regalo original, inesperado e importante al mismo tiempo. Así ella comprendería que esa noche no había sido una cosa normal y corriente, y que él iba en serio.
—Sí. Un buen potro pura sangre —concluyó, dando un puñetazo en el salpicadero.
«Siento que estoy enamorado.»
Era pronto para decirlo. Pero si uno siente algo, ¿qué le va a hacer?
Flora lo tenía todo. Era guapa, inteligente, refinada. Con un bagaje cultural importante. Pintaba. Leía. Era una mujer adulta, capaz de apreciar un paseo a caballo, un flamenco gitano y una velada tranquila delante de una chimenea encendida leyendo un buen libro.
Qué distinta de una analfabeta como Erica Trettel. Todo lo que tenía Erica de egocéntrica, egoísta y vanidosa, lo tenía Flora de mujer sensible, generosa y discreta.
No cabía duda, todo indicaba que la profesora Palmieri era la compañera ideal para el nuevo Graziano Biglia.
«A lo mejor hasta sabe cocinar...»
Con una mujer así a su lado podría hacer realidad todos sus proyectos. Abrir la tienda vaquera y también una librería, y encontrar un caserío junto al bosque para tener los caballos y ella le cuidaría con una sonrisa en los labios y tendrían...
«(¿Por qué no?)»
... hijos.
Se sentía preparado para eso. Una niña («¡Imagínate lo guapa que puede salir!») y luego un niño. Una familia perfecta.
¿Cómo se le había podido ocurrir que una tía como Erica Trettel, una puta histérica y mimada, la última de las azafatas televisivas, era la indicada para acompañarle en los años de la vejez? Flora Palmieri era el alma gemela que necesitaba.
Lo único que no acertaba a comprender era por qué una mujer como ella había permanecido virgen tanto tiempo. ¿Qué la había hecho apartarse de los hombres? Desde luego, tenía problemas con el sexo. Debía descubrir qué clase de problemas, indagar con discreción. Pero a fin de cuentas no suponía ninguna contrariedad. Ya le enseñaría él todo lo que hay que saber. Estaba en el buen camino. La convertiría en la mejor de las amantes.
Sintió que sus siete chakras por fin se habían armonizado, equilibrándole el aura y dejándole en paz con el alma universal. La ansiedad y el miedo habían desaparecido, se sentía ligero como un globo y con ganas de hacer muchísimas cosas.
¡Qué maravillas puede hacer ese extraño sentimiento llamado amor en un alma sensible!
«Tengo que ver enseguida a mi madre.»
Debía contarle que había roto con Erica y luego hablarle de su nuevo amor. Así por lo menos acabaría con esa farsa del voto, aunque por otro lado en versión muda tampoco estaba tan mal.
Luego iría a un criadero de caballos y, ya que estaba, podía pasar por una tienda de caza y pesca para preguntar el precio de la ballesta.
—Y esta noche cenita romántica con la profe... —concluyó la mar de contento, y puso música.
Ottmart Liebert y los Luna Negra interpretaron una versión flamenca de «Gloria» de Umberto Tozzi.
Graziano puso el intermitente y tomó la desviación de Ischiano Scalo.
—Pero ¿qué coñ...?
Junto a la carretera había dos niños, uno de unos catorce años y el otro más grande y corpulento con cara de retrasado mental, que estaban pegando a un chavalín. Y no bromeaban. El chavalín estaba en el suelo, acurrucado como un erizo, y los otros le pateaban.
Probablemente, en otra ocasión, Graziano Biglia habría pasado de largo, ateniéndose a la ley: ocúpate de tus asuntos. Pero esa mañana, ya lo hemos visto, se sentía ligero como un globo y con ganas de hacer muchísimas cosas entre las que se incluía defender a los débiles de los fuertes de modo que frenó en el arcén, bajó la ventanilla y gritó:
—¡Eh, vosotros! ¡Sí, vosotros dos!
Ellos se volvieron y le observaron, perplejos.
¿Qué quería ese gilipollas?
—¡Dejadle en paz!
El mayor miró a su compinche y dijo:
—¡Que te den por culo!
Graziano permaneció un momento boquiabierto y luego reaccionó, hecho una furia:
—¿Qué me has dicho?
¿Cómo ese subnormal ignorante se atrevía a insultarle de ese modo?
—Eso a mí no me lo dices, crío de mierda, ¿has oído? —ladró, sacando la mano abierta por la ventanilla.
El otro, un moreno enjuto y malencarado con un mechón blanco en el flequillo, esbozó una sonrisa despectiva y, sin inmutarse lo más mínimo, replicó:
—Pues si no te lo puede decir él, te lo digo yo: ¡que te den por culo!
Graziano sacudió la cabeza disgustado.
No lo habían entendido.
No habían aprendido nada en la vida.
No sabían con quién se la estaban jugando.
No sabían que Graziano Biglia había sido durante tres años el mejor amigo de Tony Snake Ceccherini, campeón de Italia de capoeira, el arte marcial brasileño. Y Snake le había enseñado un par de golpes mortales.
Si no dejaban inmediatamente de golpear a ese pobre y pedían humildemente perdón, experimentarían esos golpes en sus frágiles cuerpecillos.
—¡Ahora mismo vais a pedir perdón!
—Lárgate —le dijo el flaco por toda respuesta, y para dejarlo bien claro le dio otra patada al niño, que seguía acurrucado en el suelo.
—Os vais a enterar.
Abrió la portezuela y salió del coche.
Se había declarado la guerra, y Graziano Biglia se sintió feliz, porque cuando ya no pudiera darles su merecido a dos pequeños rufianes como esos, habría llegado el momento de meterse en un asilo.
—Os vais a enterar de lo que es bueno.
Se les acercó con sus mejores andares de orangután y le dio un empujón a Pierini, que cayó de culo. Luego se atusó el pelo.
—¡Pide perdón, cabroncete!
Pierini se levantó hecho una furia y le lanzó una mirada tan llena de hiel y desprecio que Graziano, por un momento, se quedó desconcertado.
—Qué valientes, dos contra...
Nuestro paladín no consiguió terminar la frase, porque oyó un «¡Aaaaah!» a su espalda y antes de que pudiera girarse el retrasado le agarró el cuello para estrangularlo. Apretaba más que una boa constrictor. Graziano intentó quitarse a ese extraterrestre de encima, pero no pudo. Era fuerte. El flaco se le plantó delante y sin pensárselo dos veces le dio un puñetazo en el estómago.
Graziano expulsó todo el aire que tenía en los pulmones y empezó a toser y a escupir. Una explosión de colores le ofuscó la vista y tuvo que hacer fuerza con las piernas para no caer al suelo como un títere con los hilos cortados.
¿Qué diablos estaba pasando?
Niños
Una vez, más o menos siete años antes de esto, Graziano estaba en Río de Janeiro en una gira con los Radio Bengala, un grupo world con el que había estado tocando unos meses. Estaban los cinco en una furgoneta llena de instrumentos, amplificadores y altavoces. Eran las nueve de la noche y tenían que tocar a las diez en un local de jazz al norte de la ciudad, pero se habían perdido.
Esa maldita metrópoli era más grande que Los Ángeles y más mugrienta que Calcuta.
Miraban el plano sin aclararse. ¿Adonde habían ido a parar?
Se habían salido de la circunvalación y habían entrado en una favela aparentemente deshabitada. Chabolas de chapa. Riachuelos de aguas pestilentes que corrían en medio de la calle de tierra. Montones de basura carbonizada.
El clásico lugar apestoso.
Boliwar Ram, el flautista indio, estaba discutiendo con Hassan Chemirani, el percusionista iraní, cuando de las casuchas salió un grupo de unos veinte niños. El más pequeño tendría nueve años y el mayor trece. Estaban medio desnudos y descalzos. Graziano bajó la ventanilla para preguntarles cómo se podía salir de allí, pero la volvió a subir enseguida.
Parecían una manada de zombis.
Las miradas no tenían expresión, perdidas en alguna parte, la cara demacrada, las mejillas ajadas, los labios lívidos y agrietados como si tuviesen ochenta años. En una mano empuñaban cuchillos oxidados, y en la otra naranjas cortadas por la mitad e impregnadas de disolvente. Se las ponían bajo la nariz y aspiraban. Y todos por igual cerraban los ojos, parecían a punto de desplomarse, pero luego se reponían y volvían a avanzar lentamente.
—Vámonos. Deprisa. No me gustan nada—dijo Yvan Ledoux, el teclista francés que estaba al volante. Y empezó una difícil maniobra para dar media vuelta con la furgoneta.
Mientras tanto los niños avanzaban sin apresurarse.
—¡Deprisa, deprisa! —insistía Graziano con un ataque de pánico.
—¡No puedo, joder! —gritaba el teclista.
Tres niños se habían situado delante de la furgoneta y se agarraban al limpiaparabrisas y a la rejilla del radiador.
—¿Es que no lo ves? Si avanzo les atropello.
—Pues entonces da marcha atrás.
Yvan miró por el retrovisor.
—También se han puesto detrás. No sé qué hacer.
Roselyne Gasparian, la cantante armenia, una chica menuda con la cabeza llena de trencitas de colores, gritaba abrazándose a Graziano.
Los niños de fuera golpeaban rítmicamente con las manos la chapa y las ventanillas. A los de dentro les parecía que estaban en un tambor.
Los Radio Bengala chillaban aterrorizados.
La ventanilla del conductor reventó. Una piedra enorme y millones de cubitos transparentes le cayeron encima al francés hiriéndole la cara, y una docena de bracitos se metieron y le agarraron. Yvan gritaba enloquecido, intentando soltarse. Graziano procuraba golpear esos tentáculos con el pie de un micrófono, pero en cuanto se retiraba uno aparecía otro, y uno más largo que el resto cogió las llaves.
El motor se apagó.
Y desaparecieron.
Ya no estaban. Ni delante, ni a los lados. En ninguna parte.
Los músicos se apretaban unos contra otros esperando algo.
La famosa fusión multiétnica que tanto habían buscado durante los conciertos sin conseguirla del todo estaba ahora más presente que nunca.
Luego hubo un ruido metálico.
La manilla del portón lateral se movió. El portón empezó a deslizarse lentamente por su raíl. A medida que el espacio se ensanchaba, se veían cuerpecitos flacos de niños teñidos de blanco por la luna llena y ojos oscuros y decididos a obtener lo que buscaban. Cuando el portón quedó abierto del todo, ante ellos había un corro de niños cuchillo en mano, observándoles en silencio. Uno de los más pequeños, de nueve, diez años como mucho, con una órbita vacía y negra, les hizo una señal para que salieran. La mierda que se metía por la nariz le había secado más que a una momia egipcia.
Los músicos salieron con los brazos en alto. Graziano ayudó a Yvan, que se vendaba la ceja con la camiseta.
El tuerto les indicó el camino.
Y los Radio Bengala echaron a andar, en la noche brasileña, sin mirar atrás.
La policía, al día siguiente, les dijo que habían tenido suerte.
115
Pero Graziano, ahora, no estaba en Río de Janeiro.
«Estoy en Ischiano Scalo, coño.»
Un pueblo de personas decentes y temerosas de Dios. Donde los niños van al colegio y juegan al fútbol en la plaza XXV Aprile. Por lo menos era lo que creía hasta ese momento.
Al ver la mirada aviesa de ese muchacho que volvía a la carga con intención de golpearle otra vez, ya no estuvo tan seguro.
—Ya está bien.
Levantó la pierna y le dio con el tacón de la bota bajo el esternón. El pequeño rufián se levantó en el aire y, tieso como un Big Jim, cayó de espaldas en el prado mojado. Permaneció un momento boquiabierto y paralizado, luego se dio media vuelta, se puso de rodillas con las manos en el vientre y devolvió algo rojo.
«¡Coño, sangre! ¡Hemorragia!», pensó Graziano, preocupado y al mismo tiempo extasiado por la fuerza de su golpe mortífero. «¿Quiénes son? ¿Quiénes son? Apenas le he tocado con un disparo a balón parado.»
Gracias a Dios lo que el flaco estaba vomitando no era sangre, sino tomate. También había pedazos de pizza a medio digerir. El mozalbete, antes de hacerse el duro, había comido pizza con tomate.
—¡Te matoooo! ¡Te matoooo! —le chillaba mientras tanto al oído el retrasado mental.
Se le había subido a los hombros e intentaba ahogarle y tirarle al suelo.
Tenía un aliento muy desagradable. Olía a cebolla y pescado.
«Este en cambio se habrá tragado una buena porción de pizza con cebolla y anchoas.»
Fue ese céfiro asfixiante lo que le dio la fuerza necesaria para sacudírselo de encima. Graziano se dobló, le agarró del pelo y tiró de él hacia delante como si fuera una mochila pesadísima. La mula parda dio una voltereta en el aire y cayó cuan largo era. Graziano no le dio tiempo a moverse. Le pateó en el costado,
—Toma. Para que veas lo que duele.
La mula parda se puso a chillar.
—Duele, ¿eh? Largo de aquí.
Los dos rufianes, como el gato y el zorro después de que Comefuego les diera una tunda, se levantaron y, con el rabo entre las piernas, cojearon hasta el Ciao.
El subnormal lo puso en marcha y el flaco se sentó detrás, pero antes de partir amenazó a Graziano.
—Andate con ojo. No te las des. No eres nadie.
Luego se dirigió al pequeño, que se había puesto de pie.
—Y contigo no he terminado aún. Esta vez ha habido potra, pero la próxima no.
116
Había salido de la nada.
Como el bueno de la película del Oeste, o el hombre que llegó del Este o, mejor aún, como Mad Max.
La portezuela del coche negro se había abierto y el justiciero había bajado, vestido de negro y con gafas de sol y con los faldones del abrigo al viento y la camisa de seda roja y les había dado su merecido.
Un par de llaves de karate y Pierini y Fiamma estaban liquidados.
Pietro sabía quién era. «El Biglia.» El que se había enrollado con la actriz famosa y también había estado en el show de Maurizio Costanzo.
«Probablemente volvía del Maurizio Costanzo, ha parado y me ha salvado.»
Se acercó cojeando a su héroe, que estaba en medio del prado intentando limpiarse con la mano las botas embarradas.
—Gracias, señor. —Pietro le tendió la mano.
—No es nada. Solo me he manchado las botas —dijo Biglia estrechándosela—, ¿Te han hecho daño?
—Un poco. Pero ya me había hecho daño al caerme de la bicicleta.
En realidad el costado donde le habían pateado le dolía mucho y tenía la impresión de que las próximas horas sería peor.
—¿Por qué te pegaban?
Pietro apretó los labios e intentó buscar una respuesta que impresionara positivamente a su salvador. Pero no se le ocurrió ninguna y no tuvo más remedio que decir:
—Por chivato.
—¿Cómo? ¿Te has chivado?
—Sí... en el colegio. Pero me obligó la subdirectora, si no me suspendía. Hice una trastada, pero yo no quería.
—Entiendo.
Biglia se miró el abrigo para ver si se había manchado.
En realidad no parecía haber entendido nada, ni que le interesara mucho saber más. Pietro se sintió aliviado. Era una historia larga y fea.
Graziano se agachó poniéndose a su altura.
—Escucha. Será mejor que te apartes de tipos como esos. Si un día llegas a viajar un poco por el mundo, como he hecho yo, te encontrarás con otros parecidos pero mucho peores que esos canallas. Mantente alejado de ellos, porque o quieren hacerte daño o quieren que seas como ellos. Y tú vales mil veces más que ellos, eso debes tenerlo claro siempre. Y sobre todo, si alguien te pega, no debes tirarte al suelo como un saco de patatas, eso es lo peor que puedes hacer. Y no es de hombres. Tienes que quedarte de pie y enfrentarte a ellos, dando la cara. —Le puso las manos en los hombros—. Tienes que mirarles a los ojos. Aunque te estés cagando de miedo, ten por seguro que ellos también, solo que lo disimulan mejor que tú. Si estás seguro de ti mismo no pueden hacerte nada. Además, perdona, pero estás muy escuchimizado, ¿es que no comes suficiente?
Pietro negó con la cabeza.
—Grábate en la cabeza la primera ley y respétala: trata a tu cuerpo como un templo. ¿Entendido?
Pietro asintió con la cabeza.
—¿Está claro?
—Sí, señor.
—¿Serás capaz de volver a casa?
—Sí.
—¿No quieres que te acompañe? La bicicleta está rota.
—No se preocupe... Gracias. Puedo ir solo. Muchas gracias...
Pietro se acercó a la bicicleta. Se la echó a la espalda y se puso en camino.
Le había salvado Biglia. No había entendido muy bien eso del cuerpo y el templo, pero no importaba porque cuando fuera mayor sería igual que él. Alguien que no se equivoca nunca, que mira a los malos a los ojos y les da su merecido. Cuando fuera como Biglia también él ayudaría a los niños más débiles.
Porque eso es lo que hacen los héroes.
117
Graziano vio cómo se alejaba el niño con la bicicleta a la espalda. «Ni siquiera le he preguntado cómo se llama.»
La racha de buen humor que le había hinchado el alma como una vela había cesado, dejándole triste y jodido. Se sintió terriblemente deprimido.
Los ojos de ese niño le habían cambiado el humor. Resignación, eso era lo que había visto en ellos. Y si había algo que Graziano Biglia detestaba con todas sus fuerzas era la resignación.
«Parecía un viejo. Un viejo que ha comprendido que no hay nada que hacer, que la guerra está perdida, y sus esfuerzos no van a cambiar nada. ¿Qué actitud es esa? Tiene toda la vida por delante.»
Guillermo Tell o algún otro había dicho que cada cual se labra su destino.
Para Graziano Biglia esa era otra gran verdad.
«Yo, llegado el momento, lo hice. Dejé una vida de pringado, le dije a mamá que ya estaba bien de riñoncitos, y carretera y manta. He corrido mundo, he conocido a gente rara, a los monjes tibetanos, a los surfistas australianos y a los rastas jamaicanos. He comido sopa de yak con mantequilla, zarigüeya asada y huevos de ornitorrinco duros, y tengo que decirte, querida mamaíta, que son mil veces mejores que tus riñoncitos al ajillo. No te lo digo por no herirte. Y si estoy en Ischiano es porque quiero. Porque tengo que echar raíces en mi tierra. Nadie me ha obligado. Y si ese niño fuera mi hijo, esos dos no le habrían pegado, porque le habría enseñado a defenderse, le habría enseñado a crecer, le habría... Le habría... Le...»
De los abismos insondables de su conciencia surgió una entidad oscura, un atávico sentimiento de culpa unido a nuestra vida gregaria, que se mantenía en una aparente placidez pero, cuando las condiciones fueran favorables (situaciones económicas precarias, dificultades en la relación de pareja, poca confianza en los propios recursos, etcétera), levantaba cabeza para proclamar a los cuatro vientos verdades new age, axiomas tibetanos, fe en el poder regenerador del flamenco, Guillermo Tell, ballestas y potros, haciendo una simple pregunta.
«Tú, concretamente, ¿qué has hecho en la vida?»
Y respuestas positivas, por doloroso que fuera admitirlo, no había.
Graziano caminó lentamente hacia el coche, con la cabeza gacha, apesadumbrado.
Era indiscutible, había hecho infinidad de cosas en la vida. Pero lo había hecho porque al nacer le había picado la tarántula, porque había venido al mundo con el baile de San Vito, con una inquietud que no se le quitaba nunca y le obligaba a moverse en busca de una felicidad oscura e inalcanzable.
No había un proyecto.
No había una meta.
Entró en el coche. Se sentó. Apagó la música, acallando los zangarreos de los Gipsy Kings.
La verdad era que durante cuarenta y cuatro años se había llenado la cabeza de gilipolleces. De películas. De publicidad de Amaro Taverna. Películas en las que él era el tuareg y domaba en un oasis tunecino a Erica Trettel, la potranca española.
«Yo tranquilo, responsable, con una buena mujer, caballos, tienda vaquera, niños. ¿De verdad? Ahora me toca jugar a la familia. Soy capaz de tirarme a trescientas mujeres en un verano, pero no soy capaz de mantener una relación amorosa con ninguna, estoy mal hecho.»
«Soy como un perro.»
Un dolor difuso le brotó en el estómago y le hizo abrir la boca y suspirar con desánimo. Se sintió débil y alicaído y abatido y sin una lira y manirroto. En una palabra, fracasado.
«(¿Qué puede hacer Flora con alguien como tú?)»
«Nada.»
Afortunadamente, estas consideraciones pesimistas y existenciales le atravesaban como neutrinos, esas entidades elementales sin peso y sin energía que atraviesan la creación a la velocidad de la luz dejándola como está.
Graziano Biglia, ya lo hemos visto, era inmune a la depresión. Estos momentos de lucidez eran pasajeros y después volvía a ser ciego como un topo y a intentarlo una y otra vez. Porque sabía que la puñetera paz le acabaría llegando a él también.
Se volvió, cogió la guitarra del asiento de atrás, se puso a tocar una melodía suave y acabó cantando:
—Ya verás, ya verás, ya verás que cambiará, quizá no será mañana, pero un buen día cambiará. Ya verás, ya verás, no estoy acabado, sabes, sabes. No sé decirte cómo ni cuándo, pero ya verás que cambiará.
118
Gloria Celani estaba en la cama.
Estaba viendo el vídeo de El silencio de los corderos, su película preferida, en el televisor pequeño. A un lado había una bandeja con el desayuno. Un cruasán mordisqueado. Una servilleta mojada de café con leche vertido.
Sus padres habían ido al salón náutico de Pescara y no volverían hasta el día siguiente. De modo que estaba sola en casa, exceptuando a Francesco, el viejo jardinero.
Cuando Pietro entró la encontró refugiada en un rincón, tapada hasta los ojos con la manta.
—¡Uyuyuy, qué miedo! No puedo verlo. Ven, ponte aquí —dio un golpe al colchón—. Has tardado mucho. Creía que ya no venías...
«¿Cuántas veces la ha visto?», se preguntó Pietro desconsolado. «Cien, por lo menos, y sigue pasando el mismo miedo que la primera vez.»
Se quitó el anorak y lo dejó en una butaquita cubierta con una alegre tela de rayas amarillas y azules que también revestía todas las paredes del cuarto.
La habitación la había decorado una conocida decoradora romana (como el resto de la casa y, oh maravilla, había salido en AD, y a la señora Celani por poco le da un soponcio). Parecía una bombonera pequeña y cursi, con sus muebles rosa de tiradores verdes, sus cortinas con vacas dibujadas y la moqueta gris azulada.
Gloria la detestaba. Le entraban ganas de prenderle fuego. Pietro, más tolerante como de costumbre, no la encontraba tan mal. Desde luego esas cortinas no molaban mucho, pero la moqueta suave y espesa como el pelaje de un mapache no le desagradaba.
Se sentó en la cama, procurando no apretar la herida.
Gloria, a pesar de estar pendiente de la tele, vio con el rabillo del ojo que hacía una mueca de dolor.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Me caí.
—¿Cómo?
—Con la bici.
¿Se lo contaba? Sí, claro que se lo contaría. Si no le cuentas tus desventuras a tu mejor amiga, ¿a quién se las vas a contar?
Le contó lo de la persecución del Ciao, lo de la Aurelia, lo de la caída, lo de la paliza y lo de la intervención providencial del Biglia.
—¿Biglia? ¿El que estaba enrollado con la actriz...? ¿Cómo se llama? —Gloria estaba emocionada—, ¿Y dices que les pegó a esos imbéciles?
—No les pegó, les machacó. Saltaron encima de él, pero se los quitó de encima como si fuesen mosquitos. Con un par de llaves de kung-fu. Toma esto, y esto. Los dos tuvieron que largarse.
Pietro estaba entusiasmado.
—Ese Graziano Biglia es un fenómeno, ¡le quiero! No le conozco, pero da igual, si le veo le doy un beso, lo juro. Cómo me hubiera gustado estar allí.
Gloria se puso de pie en la cama y empezó a hacer movimientos de karate y a lanzar gritos chinos.
Llevaba puesto un microscópico top de algodón violeta que le dejaba fuera la barriga y el ombligo y si mirabas más abajo... unas braguitas blancas bordadas. Las piernas largas, el pompis saltón, el cuello largo, los pechitos que empujaban la tela del top.
Y el pelo rubio, corto y rizado.
Para quedarse bobo.
Gloria era lo más bonito que había visto Pietro en toda su vida. Estaba seguro. Tuvo que bajar la mirada, porque tenía miedo de que le leyera en la cabeza lo que estaba pensando.
Gloria se sentó con las piernas cruzadas a su lado y, súbitamente preocupada, le preguntó:
—¿Te has hecho daño?
—Un poco. No mucho —mintió Pietro, tratando de poner la cara impasible del héroe.
—No es verdad. Te conozco. Déjame ver.
Gloria le agarró el cinturón.
Pietro se echó hacia atrás.
—Deja, solo es un arañazo. No es nada.
—Qué tonto eres, tienes vergüenza... Entonces, en la playa, ¿qué?
Claro que tenía vergüenza, aquí era muy distinto. Estaban solos, en una cama, y ella... Bueno, otra cosa y ya está. Pero en cambio dijo:
—No, no tengo vergüenza.
—Entonces enséñamelo.
Le abrió la hebilla.
Cuando Gloria decidía una cosa, no había nada que hacer. Muy a su pesar, Pietro tuvo que bajarse los pantalones.
—Mira lo que te has hecho... Habrá que desinfectar. Quítate los pantalones.
Lo dijo con un tono serio, de mamá, que Pietro no le había oído nunca.
En efecto, hacía falta un poco de agua oxigenada. La parte de fuera de la pierna derecha estaba toda arañada y cubierta de sangre y ampollitas de suero. Le latía ligeramente. También se había desollado la pantorrilla, la mano, y le dolía el costado que había recibido las patadas.
«Estoy hecho una pena...» Pero a pesar de todo estaba contento, sin saber exactamente por qué. Quizá porque Gloria le estaba cuidando, quizá porque esos dos cabrones habían recibido su merecido, quizá solo porque estaba en ese cuartito de muñecas, en una cama con sábanas que olían bien.
Gloria fue a la cocina en busca de desinfectante y algodón.
¡Cómo le gustaba hacer de enfermera! Le curó mientras Pietro le decía, quejándose, que era una sádica, que le estaba echando mucho más desinfectante del necesario. Le vendó como buenamente pudo, le dio un pijama viejo y le metió en la cama, luego cerró los postigos, se metió en la cama ella también y puso en marcha el vídeo.
—Vamos a ver el final de la película. Luego, a hacer pis y a papear. ¿Te gustan los tortellini con nata?
—Sí —dijo Pietro, esperando que el paraíso fuese justamente así.
Todo igual.
Una cama calentita. Una cinta de vídeo. La pierna de la chica más guapa del mundo rozándote. Y tortellini con nata.
Se acurrucó bajo el edredón y a los cinco minutos estaba dormido.
119
Quien viera a Mimmo Moroni desde lejos, sobre la colina verde, sentado bajo una encina de largas ramas y con el rebaño pastando a su lado y ese crepúsculo rosa y azul celeste que doraba las hojas del bosque, pensaría que se había metido en un cuadro de Juan Ortega da Fuente. Pero si se acercaba, descubriría que el pastorcillo estaba vestido como el cantante de Metallica y lloraba y comisqueaba bizcochos de Mulino Bianco.
Pietro le encontró así.
—¿Qué te pasa? —le preguntó temiéndose la respuesta.
—Nada... Me siento mal.
—¿Has roto con Patti?
—No, me... ha... dejado... —gimió Mimmo, y se metió en la boca otro bizcocho con relleno suave y rico envuelto en pastaflora que se desmenuzaba.
Pietro refunfuñó:
—¿Otra vez?
—Pero esta vez es en serio.
Patrizia le dejaba un par de veces al mes, aproximadamente.
—¿Por qué?
—¡Pues ahí está, que no lo sé! No tengo ni idea. Esta mañana me ha llamado y me ha dejado sin más explicaciones. Probablemente ya no me quiere, o ha encontrado a otro. No lo sé...
Se sorbió los mocos y le hincó el diente a otro bizcocho.
Había un motivo. Y no era que Patrizia no le quisiera, ni menos aún la llegada de un competidor que le hubiera robado el cetro a Mimmo.
Por alguna razón, cuando nuestra pareja nos deja plantados, estas son las primeras explicaciones que nos vienen a la mente. Ya no me quiere. Ha encontrado a alguien mejor que yo.
Si nuestro Mimmo hubiese analizado con más atención el encuentro del día anterior con su novia, quizá, y digo quizá, habría encontrado el motivo.
120
Mimmo había salido de casa a eso de las cinco de la tarde, había montado en la moto y había ido en busca de Patti.
Tenía que acompañarla a Orbano a hacer unas compras: unas medias y una crema para la cara.
Cuando Patrizia le vio en la moto empezó a despotricar.
¿Cómo era posible que de todas sus amigas ella fuera la única que tenía un novio sin coche? Peor aún, coche sí que tenía, pero el impresentable de su padre no se lo quería dejar.
¡Y además llovía!
Pero Mimmo estaba tranquilo. Esa mañana había ido al mercado de Ischiano y había comprado unos monos impermeables militares. Le aseguraron que con ellos no pasaba ni una gota de lluvia. Patrizia se puso el casco de mala gana y se montó en ese cacharro alto como un caballo, apestoso como una refinería, peligroso como una ruleta rusa y ruidoso como... ¿qué puede haber más ruidoso que una moto de cross con el silenciador agujereado? Nada.
Podían haber llegado a Orbano secos, porque los monos hacían su sucio trabajo, pero Mimmo no podía evitarlo y se metía acelerando a tope en todos los charcos que encontraba.
Bajaron de la moto completamente calados. Patrizia estaba de un humor de perros. Echaron a andar por el paseo, pero Mimmo, a los cien metros, se quedó pasmado delante de una tienda de caza y pesca. En el escaparate había una ballesta de titanio y fibra de carbono: para volverse majara. A pesar de las protestas de su novia, entró en la tienda para pedir información y preguntar por sus características técnicas. Costaba un ojo de la cara. Pero entre todos esos arcos, escopetas y cañas de pescar, algo habría que pudiera comprar. No iba a salir con las manos vacías, era una cuestión de principios.
Vio una pistola de aire comprimido en oferta especial.
Estuvo un buen rato mirándola, otro buen rato decidiendo si la compraba o no, y con eso les cerraron las tiendas.
Patrizia echaba humo.
En vista de que no habían ido de compras (aunque Mimmo, al final, se había comprado la pistola), decidieron comer una buena pizza y luego ir al cine a ver El valor de llamarse Melisa, el drama de una mujer escandinava obligada a vivir en un poblado de pigmeos.
Se sentaron en la pizzería y Mimmo puso los pies sobre una silla para contemplar sus botas militares. Estaba contentísimo con la compra que había hecho esa mañana en el mercado, además de los monos. Le empezó a explicar a Patti que esas botas eran el último grito tecnológico, idénticas a las usadas por los norteamericanos en la operación Tormenta del Desierto, y si pesaban tanto era porque, teóricamente, podían resistir las minas antipersona. Mientras su novia hojeaba aburrida el menú, para demostrar que no estaba diciendo ninguna tontería, Mimmo sacó la pistola, le metió un perdigón y se disparó en el pie.
Dio un grito espantoso.
El perdigón había atravesado la empella y el calcetín y se le había incrustado en el empeine, demostrando que a veces hay discrepancia entre teoría y práctica.
Tuvieron que correr (cojear) hasta una casa de socorro, donde el médico se lo extrajo y le dio dos puntos.
La pizza también se jodió.
Llegaron al cine en el último momento, y tuvieron que conformarse con dos butacas de primera fila, a dos palmos de la pantalla.
Patti ya no decía nada.
Empezó la película y Mimmo hizo un intento de aproximación cogiéndole la mano, pero ella le rechazó como si tuviera sarna. Procuró concentrarse en la película, pero era un petardo. Tenía hambre. Se comió las palomitas haciendo un ruido de mil demonios. Patrizia se las confiscó, y entonces él se sacó el as de la manga: un flamante paquete de chicles de fresa. Se metió tres en la boca y empezó a hacer globos. Una mirada asesina de Patti le obligó a abrir la boca y escupir esa bola enorme y pegajosa de chicle.
Después de la película montaron en la moto (bajo el diluvio) y volvieron a casa. Patti se bajó y entró en el portal sin siquiera darle un beso de buenas noches.
A la mañana siguiente le llamó y, sin demasiados rodeos, le comunicó que podía considerarse soltero, y colgó.
Quizá para muchas novias hubiera bastado con todo eso para terminar una relación, pero no para Patti. Su amor por Mimmo era a prueba de bomba, y el mal humor se le habría pasado por la noche. Pero la gota que colmó el vaso fue que el chicle escupido por Mimmo en el cine fue a parar al casco de ella. Cuando la pobre chica se lo puso, el chicle se fundió para siempre con su larga y sedosa melena tratada con reestructuradores y extractos de placenta porcina.
El peluquero se vio obligado a hacerle un corte deportivo, según su eufemística expresión.
Gorilas en la niebla
Pero también esta vez Patti, como siempre, dejaría pasar una semana y al final perdonaría al pobre Mimmo.
Patrizia Ciarnó, en este sentido, era una seguridad. Si te elegía ya no te soltaba. Porque a los quince años había tenido una mala experiencia sentimental, de la que aún no se había repuesto por completo.
A esa edad Patrizia ya estaba muy desarrollada. Sus gónadas y sus caracteres sexuales secundarios habían sufrido un bombardeo hormonal masivo, y la pobre Patrizia era toda tetas, muslos, culo, caderas, acné y puntos negros. Se había hecho novia de Bruno Miele, el policía, que entonces tenía veintidós años y no quería ser policía sino entrar en la legión y convertirse en un Rambo del carajo que echase humo por las pelotas.
Patrizia le quería muchísimo, le gustaban los chicos decididos, pero había un problema. Bruno iba a buscarla con su Al 12, la llevaba al bosque de Acquasparta, allí se la trajinaba y en cuanto terminaban la llevaba a casa y adiós muy buenas.
Un día Patrizia ya no pudo más y estalló:
—¿Qué te has creído? Los novios de mis amigas las llevan los sábados por la tarde a Roma a ver escaparates, y tú en cambio solo me llevas al bosque. Así no me gusta, ¿sabes?
Miele, que ya entonces daba muestras de una sensibilidad fuera de lo normal, le propuso un trato.
—Está bien. Hagamos esto: el sábado te llevo a Civitavecchia, pero tú, cuando follemos, te pondrás esto.
Abrió el cajón del salpicadero y sacó una máscara de gorila. De esas de látex con peluca, que se llevan en Carnaval.
Patrizia la miró y la remiró, y luego, sumida en el mayor de los desconciertos, le preguntó por qué.
A ver cómo le iba a explicar el pobre Miele que si veía el cuerpazo de Patrizia, con esa melena larga y lisa y esos pechos de mármol, se le ponía dura como la pata de una mesa, pero si por desgracia su mirada se detenía en esa cara devastada por el acné, de inmediato se le quedaba floja como una lombriz...
—Porqueee... porqueee... —No se le ocurrió nada mejor—: Me excita. Verás, no te lo había dicho, pero es que soy sadomasoquista.
—¿Qué es sadomasoquista?
—Es cuando te gusta hacer guarradas un poco bestias. Por ejemplo, que te den latigazos...
—¿Quieres que te dé latigazos?
—¡No! ¿Quién ha dicho eso? Lo que me excita es que te pongas la máscara —trató de explicarle, por decirlo así, Bruno.
—¿Te excita hacerlo con monos? —Patrizia estaba desolada.
—¡No! ¡Sí! ¡No! ¡Tú ponte esta máscara y no hagas tantas preguntas!
Bruno perdió la paciencia.
Patrizia se lo pensó, en general no le hacían mucha gracia las extravagancias sexuales. Pero luego recordó lo que le había contado su prima Pamela: su chico, Emanuele Zampacosta, Manu para los amigos, un cajero de la cooperativa de Giovignano, se excitaba si le orinaban encima, y a pesar de todo tenían una relación excelente y se iban a casar en marzo. De modo que la perversión de Bruno le pareció más bien inocente. Y valía la pena pues a cambio la llevaría a Civitavecchia, y además le quería muchísimo y por amor se hace cualquier cosa.
De modo que aceptó. Cuando iban al bosque de Acquasparta Patrizia se ponía la máscara y se revolcaban (un día que había mucha niebla acertó a pasar por allí Rossano Quaranta, de sesenta y ocho años, jubilado y cazador furtivo, y encontró un coche escondido entre las encinas y como era un poco mirón se acercó con sigilo y vio una cosa increíble. Dentro del coche había un joven y un gran mono. Se echó la escopeta al hombro, dispuesto a intervenir, pero la bajó al darse cuenta de que ese cerdo se estaba follando al gorila. Se alejó de allí sacudiendo la cabeza y pensando que la gente ya no sabe qué cochinadas inventar) .
Pero Bruno Miele no cumplió lo pactado.
Fueron a Civitavecchia una sola vez, luego empezó a sacarse excusas de la manga y al final la llevó a verle jugar al fútbol. Y por si fuera poco, allí fingía que no la conocía.
Patrizia, desesperada, le escribió una larga y sentida carta a la doctora María Rossi-Barenghi, la psicóloga de la revista Confidenze amaróse, contándole lo mal que estaban las cosas entre Bruno y ella (pasó por alto lo de la máscara) y diciendo que pese a todo quería muchísimo a su novio, pero se sentía tratada como una cualquiera.
Con enorme sorpresa de Patrizia, la doctora Rossi-Barenghi le contestó.