¿Cuánto tiempo debió de transcurrir? No mucho, creo. Pero a mí se me hizo eterno. El tiempo me
acorraló hasta el fin del mundo. Pronto volví en mí. El paisaje que me rodeaba recobró el colorido.
Escondí a mis espaldas los paños ensangrentados, cogí en brazos a Nakata, caído por el suelo. Lo
estreché con fuerza contra mi pecho, le pedí perdón. «Lo siento mucho. Perdóname», le dije. Él
todavía parecía encontrarse en estado de shock. Su mirada estaba vacía, mis palabras no
parecían llegar a sus oídos. Con el niño en brazos me dirigí a los demás y les dije que continuaran
buscando setas. Y el os reemprendieron la actividad como si nada hubiera ocurrido. Creo que no habían
comprendido nada. Todo había sido demasiado extraño, demasiado repentino.
Permanecí unos instantes abrazando con fuerza a Nakata. Hubiera deseado morirme.
Desaparecer. En el mundo inmediato proseguía una guerra cruel, devastadora, millones de personas
seguían muriendo. Y yo había dejado de comprender qué era lo correcto, qué no lo era. ¿Era
verdaderamente real el paisaje que estaba mirando? ¿Era verdaderamente real el colorido que tenía
ante mis ojos? ¿Era verdaderamente real el canto de los pájaros que l egaba a mis oídos?... Y yo estaba
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en el corazón del bosque, sola, conmocionada, con una gran cantidad de sangre manando de mi útero
sin parar. Hundida en la ira, el miedo, la vergüenza. Y lloré. Lloré y lloré sin alzar la voz, en silencio.
Y entonces los niños empezaron a perder el sentido.
Como usted comprenderá, yo no podía hablar abiertamente de todo eso delante de los militares.
Estábamos en guerra y, en aquella época, todos debíamos guardar las apariencias. Así pues, omití lo
referente a la menstruación, omití lo referente a que Nakata me había traído los paños manchados de
sangre, omití lo referente a que yo le había pegado. Y, tal como le he dicho antes, temo que este hecho
haya representado un obstáculo en su investigación del incidente y en sus trabajos. Me siento muy
aliviada al poder contárselo, finalmente, sin tapujos.
Cosa extraña, ninguno de los niños recordó esos acontecimientos. Nadie se acordaba ni de los paños
manchados de sangre ni de que yo hubiese pegado a Nakata. Se había borrado de sus mentes. Poco
después del incidente, también yo los interrogué a todos a título personal. Posiblemente la pérdida
de conciencia colectiva ya hubiera empezado en aquel momento.
Hay algunos aspectos de Nakata que, como profesora tutora, me llamaron la atención y de los que me
gustaría hablarle. No sé qué fue del niño después del incidente. El oficial norteamericano que me entrevistó después de la guerra me contó que se lo habían l evado a un hospital militar, que había
permanecido al í largo tiempo en estado de coma hasta que, finalmente, había recobrado el sentido.
Pero no me dio más detalles. Imagino que usted, señor profesor, sabrá algo más sobre la evolución
del caso.
Nakata, como usted sabe, era uno de los cinco niños evacuados de Tokio y, de entre el os, era el que
mejores notas sacaba, el más inteligente. Además era guapo e iba siempre muy bien vestido. Con
todo, era de carácter tranquilo y nunca se entrometía en nada. En clase jamás levantaba la mano. Pero,
cuando le preguntaba, me respondía correctamente y, cuando le pedía su parecer, me daba una opinión
razonada. Comprendía rápido fuera cual fuese la materia que explicara. En todas las clases hay un niño
de estas características. Uno de esos niños que, aunque los dejes solos, continúan estudiando por sí
mismos, que pasan a las mejores escuelas y universidades y que, cuando empiezan a trabajar,
consiguen colocarse bien. Son buenos por naturaleza.
Sólo que había algo en Nakata que a mí, como maestra, me preocupaba. Y era la resignación que a
veces mostraba. Por más complicado que fuera el problema que le planteara, no mostraba el menor
júbilo al resolverlo. Tampoco bufaba exasperado ante el esfuerzo, ni se agobiaba al tener que repetir
una y otra vez un ejercicio hasta lograr hacerlo bien. Ni suspiros ni sonrisas. Siempre con aire de
hacer las cosas sólo porque tenía que hacerlas. Como un obrero que, plantado ante la cinta
transportadora, llave inglesa en mano, va apretando la tuerca de las piezas que se le van poniendo
delante. Se limitaba a despachar con habilidad lo que le venía de frente. Supongo que la raíz del
problema se hallaba en su entorno familiar. Lo cierto es que jamás vi a sus padres, que
permanecieron en Tokio, y no puedo afirmarlo categóricamente. Pero a lo largo de mi carrera docente
me he encontrado con varios casos semejantes. Con niños que tienen talento y, justamente porque lo
tienen, los adultos que los rodean les van poniendo el listón cada vez más alto. Y suele pasar que esos
niños, agobiados por los problemas reales que les plantean, vayan perdiendo gradualmente el
entusiasmo y la alegría lógicos ante la meta superada. Los niños que se encuentran en esos ámbitos
pronto acaban encerrándose en sí mismos, escondiendo sus emociones genuinas. Y hace falta mucho
tiempo y esfuerzo para lograr abrir de nuevo sus corazones. La mente de los niños es muy
maleable y se puede moldear de muchas maneras. Pero una vez que se ha moldeado y endurecido
cuesta mucho volver atrás. En la mayoría de los casos es imposible. Sin embargo, señor profesor, ésta
es su especialidad y yo tengo muy poco que decir al respecto.
Además, no pude por menos de detectar la sombra de la violencia en el comportamiento del niño. En
tres ocasiones pude observar en su rostro o en sus actos una leve expresión de pánico. Una reacción
espontánea producto de un estado de violencia sufrido por el niño durante un largo periodo de
tiempo. El grado que había alcanzado esa violencia, yo no lo sé. Nakata era un niño con un fuerte
control sobre sí mismo y, ante mí, lograba esconder ese miedo. Pero lo que no podía ocultar era
una ligera crispación de sus músculos cuando algo ocurría. Y yo comprendí que en su hogar estaba
presente, en mayor o menor medida, la violencia. Cuando pasas tanto tiempo con niños, acabas
dándote cuenta de esas cosas.
Las familias rurales son muy violentas. Casi todos los padres son campesinos. Todos logran a duras
penas sobrevivir. Están exhaustos por trabajar de sol a sol, acaban bebiendo y, cuando se enfadan,
son más dados a pegar que a hablar. No es ningún secreto. Pero los niños no lo viven como algo
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ominoso, no guardan ningún resentimiento y esos golpes no dejan ninguna huel a en su corazón. Pero
el padre de Nakata era profesor de universidad, y su madre, según pude apreciar por sus cartas, era
una mujer que había recibido una educación esmerada. Es decir, que pertenecían a la elite de la
gran ciudad. Y si en su hogar estaba presente la violencia, forzosamente tenía que ser muy diferente a
la violencia cotidiana de los niños del pueblo. Debía de ser una violencia más íntima, compuesta de
elementos más complejos. Un tipo de violencia capaz de dejar huella en el corazón de un niño.
Por eso lamento tanto haberle pegado aquel día en la montaña y por eso me arrepiento de todo
corazón de haberlo hecho, por más que fuera un acto inconsciente. Porque era lo último que debería haber hecho. Le habían separado medio a la fuerza de su familia con las evacuaciones infantiles
colectivas, le habían introducido en un nuevo entorno y, a raíz de el o, estaba empezando a abrirme su
corazón.
Con el uso de la violencia, eché a perder para siempre aquel espacio intocado que quedaba en
su interior. Decidí tratar de reparar mi error, poco a poco, con paciencia. Pero luego ocurrió el
incidente y ya no pude llevar a cabo mis deseos. Nakata fue trasladado al hospital de Tokio sin
haber recobrado el conocimiento y yo jamás volví a verlo. Todo aquello lo tengo clavado como una
espina en el corazón. Aún recuerdo la expresión de su rostro cuando le pegué. El profundo pánico y la
resignación que se leían en él aún permanecen vivamente ante mis ojos.
Le he escrito una carta larga, pero déjeme añadir algo más. Cuando mi marido murió en las
Filipinas, poco antes del fin de la guerra, no recibí una conmoción tan grande. Lo único que sentí fue
una gran impotencia. Ni desesperación ni rabia. No derramé una sola lágrima. Porque yo ya sabía que mi
marido moriría joven en el frente. Porque desde el año anterior, cuando en sueños hice el amor tan
apasionadamente con él, desde que subí con los niños a la montaña y me empezó la menstruación
fuera de tiempo y, presa de la rabia y la confusión, pegué a Nakata y los niños cayeron en el
estado de letargo colectivo, desde entonces yo ya sabía que su muerte era algo decidido de
antemano, algo predestinado. El anuncio de la muerte de mi marido no hizo más que confirmarme lo
que ya sabía. Parte de mi alma aún permanece en aquel bosque. Porque lo que allí ocurrió ha
sobrepasado mi vida entera.
Me despido de usted deseándole que prosiga sus investigaciones. Cuídese mucho.
Atentamente.
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Pasado mediodía, estoy almorzando y contemplando el jardín cuando se me acerca Óshima y
se sienta a mi lado. No hay nadie aparte de mí en la sala de lectura. Como lo mismo de siempre, el
bentó más barato del quiosco de la estación. Intercambiamos unas palabras. Óshima me ofrece la
mitad de sus emparedados. Me dice que ha hecho más de la cuenta pensando en mí.
−No te lo tomes a mal, pero siempre te quedas con cara de hambre.
−Es que estoy reduciendo el estómago -le explico.
−¿A propósito? -me pregunta él con interés.
Asiento.
−¿Y es por razones económicas?
Vuelvo a asentir.
−Comprendo tus intenciones. Pero a tu edad hay que comer bien. Así que cuando puedas comer,
come. Estás en una edad en que necesitas una buena nutrición, y en todos los sentidos.
Los emparedados que me ofrece tienen una pinta exquisita. Le doy las gracias, los cojo y les hinco
el diente. Pan blanco tierno con salmón ahumado, berro y lechuga. La corteza del pan está crujiente.
Rábanos y mantequilla.
-¿Te los haces tú mismo?
-No tengo a nadie que me los haga -dice.
Vierte el café negro del termo en un tazón y bebe un sorbo; yo abro el tetra-brik de leche que
he traído y bebo un poco. -¿Y qué libro estás devorando ahora?
−Estoy leyendo una antología de Natsume Sóseki -digo-. Me quedaban algunas de sus obras
por leer, y como ahora tengo la ocasión, he 'decidido leérmelas todas de corrido.
-¿Tanto te gusta Natsume Sóseki como para leerte entera toda su obra?
Asiento.
De la taza que Oshima sostiene en la mano se alza un vapor blanco. El cielo sigue cubierto de
nubarrones negros, pero ha dejado de l over.
—¿Qué has leído desde que estás aquí?
—Ahora estoy con Gubijinsó, y acabo de leer El minero.
—¿El minero? —preguntó Oshima como si hurgara en la memoria—. ¿Es la que va de un estudiante
universitario de Tokio que, no sé por qué razón, empieza a trabajar en una mina, sufre un montón de
experiencias durísimas allí abajo y, al final, regresa al mundo exterior? Es ésa, ¿verdad? Una novela
no muy larga. La leí hace muchísimo tiempo. La temática no es muy propia de Natsume Sóseki, el
estilo es poco depurado y, por lo general, se la considera una de las obras más flojas de Sóseki...
¿Qué le encuentras tú de particular?
Intento traducir en palabras mis impresiones sobre la obra. Pero para ello necesito la ayuda del
joven llamado Cuervo. Éste aparece salido de alguna parte, con sus grandes alas desplegadas, y
busca las palabras por mí. Yo hablo:
—El protagonista es el hijo de una familia adinerada. A causa de una desgraciada historia de amor
empieza a detestar todo lo que le rodea y se escapa de casa. Va andando sin rumbo y se encuentra a
un tipo sospechoso que le propone trabajar en una mina y él lo sigue sin pensárselo dos veces. Y
acaba en las minas de cobre de Ashio. Allí, en las entrañas de la tierra, pasa por unas experiencias
que él antes ni siquiera habría podido imaginar. Es la historia de un señorito incauto que se ve
arrastrado hasta los estratos más bajos de la sociedad.
Mientras tomo otro trago de leche, busco las palabras para proseguir. El joven l amado Cuervo tarda
un poco en volver. Pero Oshima espera paciente.
—Unas vivencias de vida o muerte. Logra escapar de al í y regresa al mundo de la superficie. Pero si
el protagonista ha aprendido algo de sus experiencias, o si a raíz de ellas su modo de vida ha
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cambiado, o si ha reflexionado sobre la vida humana, o si se ha cuestionado algún aspecto de la
sociedad, de todo eso nada queda recogido en el libro. Tampoco da la sensación de que él haya
madurado. Y, al acabar de leerlo, te quedas con una sensación extraña. Con un «¿y qué diablos
querrá decir esta novela?». Pero ¿sabes?, ¿cómo te lo diría?, ese «no sé adónde quiere ir a parar»
se te queda grabado en la mente. Es extraño. ¡Ay, no sé! No sé explicarme mejor.
—Lo que tú quieres decir es que El minero no es una obra pedagógica moderna como puede serlo
Sanshiró, ¿verdad?
—No sé. Todo esto es muy complicado. Pero quizá tengas razón. Sanshiró va haciéndose un hombre a
lo largo del relato. Se da de cabeza contra la pared, reflexiona seriamente sobre ello, intenta superarse
a sí mismo. Pero el protagonista de El minero es muy distinto. Él se limita a contemplar de forma
pasiva lo que se le pone delante, lo acepta tal como viene. Alguna impresión sí que le queda, claro,
pero ninguna remarcable. Lo que lo reconcome de verdad es su historia de amor. Y, al menos en
apariencia, sale al exterior en un estado casi idéntico al que tenía al entrar en el agujero. O sea, que
él ni ha juzgado nada ni ha elegido nada. Es, ¿cómo te diría?, un ser terriblemente pasivo. Pero lo
que yo me pregunto es si en verdad le es tan fácil al ser humano poder elegir algo por sí mismo.
—¿Entonces crees que te pareces al protagonista de El minero? Sacudo la cabeza en ademán
negativo.
—No. Eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.
—Pero el ser humano necesita vivir aferrado a algo —dice Oshima—. Es inevitable. Tú mismo debes de
hacerlo sin darte cuenta. Tal como dice Goethe: «Todas las cosas de este mundo son una metáfora».
Reflexiono sobre el o.
Oshima toma un sorbo de café y dice:
—Sea como sea, tus opiniones sobre El minero de Sóseki son muy interesantes. Y en boca de un chico
que de verdad se ha escapado de casa son más convincentes aún. Me han entrado ganas de releer el
libro.
Me acabo los emparedados que Oshima me ha preparado. Aplasto el tetra brik de leche vacío y lo
tiro a la papelera.
—Oye, Oshima. Tengo un problema y tú eres la única persona a quien puedo recurrir —le suelto
con decisión.
Él abre las manos con ademán de decir: «iAdelante!».
—Es una historia un poco larga, pero el hecho es que no tengo donde pasar la noche. Llevo un
saco de dormir, no necesito ni Putón ni cama. Me basta con un techo. Cualquier sitio me va bien.
¿No conoces ninguno por aquí cerca?
—Por lo que veo, no te planteas ir a un hotel o a una pensión. Niego con la cabeza.
—También está lo del dinero, pero es que no quiero que la gente se fije en mí.
—Especialmente los policías del Departamento de Menores, ¿verdad?
−Tal vez.
Oshima reflexiona unos instantes.
−Podrías quedarte aquí -dice.
− ¿En la biblioteca?
−Sí. Techo, lo tiene. Y también hay una habitación libre. Por la noche no la utiliza nadie.
-¿Puedo de verdad?
-Claro que tendría que consultarlo. Pero es posible. Me refiero a que no es imposible. Creo que
puedo hacer algo por ti.
-¿Cómo?
-Lees buenos libros, eres capaz de pensar por ti mismo. Al parecer, eres fuerte, tienes una
personalidad independiente. Llevas una vida ordenada, incluso eres capaz de reducirte el
estómago de manera voluntaria. Hablaré con la señora Saeki sobre la posibilidad de que seas mi
ayudante y de que permita que te alojes en la habitación libre de la biblioteca.
-¿Ser tu ayudante?
−Bueno, no tendrías que hacer gran cosa. Sólo ayudarme a abrir y cerrar la biblioteca. De la limpieza a
fondo se encargan periódicamente unos profesionales, y de los ordenadores, unos técnicos
especializados. Y poco más hay que hacer. Y luego podrás leer tanto como quieras. No está mal,
¿verdad?
−No, qué va -digo. No sé qué diablos decir-. Pero dudo que la señora Saeki lo permita. Tengo
quince años y me he escapado de casa, no sabe nada de mí.
−Es que la señora Saeki, cómo te diría... -empieza a explicarme Oshima, y luego, cosa extraña en él,
se queda titubeando. Busca las palabras-: El a no es una persona ordinaria.
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-¿No es una persona ordinaria?
-Me refiero a que el a, para expresarlo en cuatro palabras, no es una persona que se rija por criterios
ordinarios.
Asiento. Aunque no tengo la menor idea de qué significa en concreto no regirse por criterios
ordinarios.
-Es decir, que es una persona singular.
Oshima niega con la cabeza.
−No, no es eso. Para singular, yo. Ella es una persona que no es esclava de los
convencionalismos.
Yo aún no conozco la diferencia entre no ser una persona ordinaria y ser una persona singular.
Pero me da la sensación de que es mejor no seguir preguntando. Al menos de momento. Óshima
hace una pausa y luego añade:
-Claro que quizá no sea posible que te quedes aquí esta noche, así de pronto. Voy a llevarte a
otro lugar mientras se arregla lo tuyo. Tal vez tengas que permanecer allí dos o tres días. ¿Te
importa? Está un poco lejos.
-No me importa -digo.
-La biblioteca cierra a las cinco -dice Óshima-. Ordeno un poco y, a las cinco y media, ya estaré a
punto para salir. Te llevaré a ese sitio en mi coche. Ahora no hay nadie y dormirás bajo techado.
−Gracias.
-Las gracias ya me las darás cuando l eguemos. Es posible que sea muy distinto a lo que te imaginas.
Vuelvo a la sala de lectura y sigo leyendo Gubijinsó. Yo no soy, en principio, una persona que lea
deprisa. Soy de los que se toman su tiempo en ir resiguiendo línea tras línea. Saboreo el estilo. Si
éste no me hace disfrutar, dejo el libro a medias. Poco antes de las cinco acabo de leer la novela, la
devuelvo a la estantería, me siento en el sofá, cierro los ojos y dejo que los hechos de la noche
anterior acudan a mi cabeza. Pienso en Sakura. En su apartamento. Pienso en lo que me hizo. Las
cosas han cambiado y siguen su curso.
A las cinco y media espero en el vestíbulo de la biblioteca a que Óshima salga. Él me conduce hasta
el aparcamiento, detrás del edificio, y me invita a ocupar el asiento del copiloto de un coche deportivo de color verde. Es un Mazda Road Star. La capota está subida. Mi mochila no cabe en el
maletero de este elegante descapotable y la tenemos que atar atrás, en el portaequipajes con una
cuerda.
-Tardaremos un poco en llegar, pero a medio camino podemos parar a comer algo -dice Oshima.
Luego da la vuelta a la l ave de contacto y el motor se pone en marcha.
-¿Adónde vamos?
-A Kóchi -dice-. ¿Has estado alguna vez al í?
Niego con la cabeza.
−¿Queda muy lejos?
-Pues para llegar adonde vamos tardaremos unas dos horas y media. Cruzaremos la montaña y
luego seguiremos hacia el sur. -¿Y no te importa desplazarte hasta tan lejos?
-En absoluto. La carretera nos lleva directamente hasta allí, aún es de día, tengo el depósito de
gasolina l eno.
Cruzamos la ciudad bañada por el sol del ocaso y, desde el principio, tomamos la autopista del oeste.
Oshima va cambiando de carril, sorteando los coches con destreza. Cambia de marcha, una y otra vez,
con la palma de la mano izquierda. Alterna las marchas cortas y largas con suavidad. Cada vez que
cambia de marcha, las revoluciones del motor varían sutilmente. Pone una marcha corta, pisa el pedal
hasta el fondo, acelera hasta los ciento cuarenta kilómetros por hora.
-El motor está ajustado para que el coche tenga una buena aceleración. Este coche no se
parece en nada a otros Road Star. ¿Entiendes de coches?
Niego con la cabeza. No sé nada de automóviles.
−¿Te gusta conducir?
−El médico me tiene prohibido hacer deportes peligrosos. Así que, a cambio, conduzco. Una
especie de compensación.
−¿Te pasa algo?
−El término médico es muy largo, pero, simplificando, se trata de un tipo de hemofilia -explica Oshima
con ligereza-. ¿Sabes qué es la hemofilia?
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−Más o menos -respondo. Lo aprendí en clase de biología-. A la que empiezas a sangrar no puedes
detener la hemorragia. Es algo genético, la sangre no coagula.
-Exacto. Hay muchas clases de hemofilia y la mía es de un tipo muy poco frecuente. No es que
sea especialmente grave, pero, con todo, debo andarme con cuidado para no lastimarme. A la
que empieza la hemorragia tengo que correr al hospital. Además, como tú ya debes de saber, a veces
hay problemas con los bancos de sangre de los hospitales. Y coger el sida e ir muriéndome poco a
poco no entra dentro de mis opciones vitales. En la ciudad tengo un enchufe para conseguir
sangre segura. Por eso no viajo. Aparte de unas visitas periódicas al hospital de la Universidad de
Hiroshima apenas salgo de la ciudad. iBah! En fin. Lo cierto es que nunca me ha entusiasmado
viajar, y tampoco hacer deporte, así que no me resulta muy duro. Claro que, por lo que respecta
a la cocina, sí es un inconveniente. Es muy triste no poder cocinar en serio con un buen cuchil o
en la mano.
-Pero yo diría que conducir es un deporte bastante peligroso, ¿no
crees? -pregunto yo.
-Sí, pero es un tipo de peligrosidad distinto. Cuando conduzco, yo corro tanto como puedo. Y si
tuviera un accidente a esa velocidad, la cosa no acabaría con un cortecito en el dedo. En caso de
una gran hemorragia, las condiciones de supervivencia son las mismas para un hemofílico que
para una persona que no lo es. Estamos en una posición equitativa. Y podría disponerme a morir
tranquilo sin preocuparme de temas tan complejos como si coagulo o no.
-Comprendo.
Oshima sonríe.
-Pero tranquilo. No es fácil que tengamos un accidente. Aunque no lo parezca, conduzco con
precaución. Soy una persona muy sensata. Y el coche lo mantengo siempre en condiciones óptimas.
Además, por lo que respecta a morir, me gustaría hacerlo solo, con tranquilidad.
-O sea, que arrastrar a alguien contigo a la muerte no entra dentro de tus opciones vitales.
−Exacto.
Entramos en un restaurante de un área de servicio y cenamos. Yo tomo pollo y ensalada; él, curry con
gambas. Una comida para llenar el estómago. Él paga la cuenta. Luego volvemos a montar en el coche.
Ya es noche cerrada. Al pisar el acelerador, la aguja del velocímetro se dispara.
−¿Te importa que ponga música? -pregunta Oshima.
Le respondo que no.
Aprieta el botón del reproductor de discos compactos. Empieza a sonar música clásica de piano.
Escucho con atención durante unos instantes. Más o menos puedo adivinar de qué se trata. No
es Beethoven, ni tampoco Schumann. Se sitúa en una época intermedia.
-¿ Schubert? -pregunto.
−Sí -dice. Me echa una mirada rápida, tiene ambas manos sobre el volante en posición de las
diez y diez-. ¿Te gusta Schubert? Le digo que no mucho.
Oshima asiente.
-Suelo escuchar sus sonatas de piano a todo volumen mientras conduzco. ¿Sabes por qué?
-No -respondo.
-Porque tocar a la perfección las sonatas de piano de Franz Schubert es una de las cosas más
difíciles del mundo. Especialmente la sonata en re mayor. No hay quien pueda con el a. Tomando uno o
dos movimientos por separado, hay pianistas que lo logran. Pero yo no conozco a ninguno que sea
capaz de tocar los cuatro movimientos de corrido y que suenen como una unidad. Hasta hoy,
muchos pianistas de renombre han intentado medir sus fuerzas con esta pieza, pero en todas sus
interpretaciones hay defectos evidentes. Todavía no existe ninguna que se pueda tomar como referencia.
¿Y eso a qué crees que se debe?
-No lo sé -digo yo.
-Pues a que la obra es en sí misma imperfecta. Robert Schumann, gran conocedor de la música de
Schubert, calificó esta obra de «redundancia celestial».
-Y si esta pieza es tan imperfecta, ¿cómo es que tantos pianistas famosos quieren medir sus fuerzas
con el a?
-Buena pregunta -dice Oshima. Y hace una pausa. La música llena el silencio-. No puedo
responderte a eso. Pero sí puedo decirte una cosa. Y es que hay obras que poseen cierto tipo de
imperfección que cautiva el corazón de las personas justamente por eso, por ser imperfectas... Bueno,
como mínimo el corazón de cierto tipo de personas. Tú, sin ir más lejos, te has sentido fascinado por
El minero. Y eso se debe a que esa obra posee un poder de atracción del que carecen otras obras
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perfectas como Kokoro o Sanshiró. Tú has descubierto esa obra. O, dicho de otra manera, esa obra te
ha descubierto a ti. Y lo mismo ocurre con la sonata en re mayor de Schubert. Esta pieza posee
una capacidad muy peculiar de ir tirando del hilo de los sentimientos.
−Entonces -digo-, volviendo a mi primera pregunta, ¿por qué escuchas las sonatas de Schubert, en
particular mientras conduces?
Las sonatas de Schubert, especialmente la sonata en re mayor, interpretadas con esa facilidad no
l egan a la categoría de arte. Tal como observó Schumann, esta pieza es demasiado pastoral,
excesivamente larga, posee una técnica demasiado simple. Y si la tocas ciñéndote fielmente a el a,
acabas convirtiéndola en algo frío, insípido, en una simple antigual a. Por eso los pianistas se esmeran.
Idean diversos artificios. Observa, por ejemplo, cómo remarca éste la articulación. Otros añaden rubato.
O aceleran el ritmo. O añaden modulación. Porque es la única manera que tienen de conseguir el
intervalo preciso. Pero si no lo hacen con una atención extrema, todos esos artificios acaban echando a
perder la distinción de la pieza. Y deja de ser música de Schubert. Y todos los pianistas que tocan
esta sonata, todos sin excepción, se debaten dentro de esta antinomia. -Oshima escucha la
música con gran atención. Tararea la melodía. Luego prosigue-. Por eso la escucho mientras
conduzco. Tal como te he dicho antes, la mayoría de las interpretaciones son fal idas por una u otra
razón. Y una imperfección rebosante de calidad estimula la conciencia, mantiene alerta. Si condujera
escuchando la interpretación perfecta de una música perfecta, tal vez acabaría cerrando los ojos y me
entrarían ganas de morir sin volver a abrirlos. Pero, al escuchar la sonata en re mayor, puedo
percibir en ella las limitaciones de la vida humana. Puedo descubrir que cierto tipo de perfección
sólo puede conseguirse a través de una imperfección sin límites. Y me estimula. ¿Entiendes lo que
quiero decir?
-Más o menos.
−Lo siento -se disculpa Oshima-. A la que empiezo a hablar de esto me dejo l evar por el
entusiasmo.
−Pero con respecto a la imperfección, existen diferentes clases, diversos grados, ¿no?
−Claro.
-Aunque sólo sea en comparación, ¿cuál de las interpretaciones que has oído de la Sonata en Re
Mayor crees que es la mejor?
−Es una pregunta difícil -dice.
Reflexiona unos instantes. Pone una marcha más corta, sobrepasa la línea discontinua, adelanta
con celeridad un enorme camión frigorífico de una compañía de transportes, pone una marcha
más larga, vuelve a su carril.
−No pretendo asustarte, pero los Road Star de color verde son uno de los coches más difíciles de
distinguir de noche por la autopista. Es un coche bajo, el color verde se confunde con la oscuridad.
Resulta especialmente difícil de ver desde el asiento del conductor de un trailer. Si no tienes
cuidado, es muy peligroso. Sobre todo, dentro de los túneles. La verdad es que todos los coches
deportivos deberían tener la carrocería de color rojo. Por eso hay tantos Ferrari de ese color. Pero a mí
me gusta más el verde. Lo prefiero aunque sea peligroso. El verde es el color de los bosques. Y el
rojo es el color de la sangre.
Mira su reloj de pulsera. Luego vuelve a tararear al compás de la música.
-Se suele decir que las interpretaciones que logran que la melodía tome una forma más definida
son las de Brendel y Ashkenazy. Pero, a decir verdad, a mí no me emocionan. Si me preguntas, te
diré que la música de Schubert es para desafiar las maneras y desgarrarse. Ésta es la esencia del
romanticismo, y la música de Schubert está, en este sentido, en la flor del romanticismo. -Escucha
con atención la sonata de Schubert-. ¿Qué? Aburrida, ¿no? -comenta.
−Pues sí, la verdad -le digo con franqueza.
−Para entender la música de Schubert es necesario cierto aprendizaje. A mí también me pareció
aburrida la primera vez que la escuché. Y a tu edad es normal que así sea. Pero pronto aprenderás
a apreciarla. En este mundo, las personas enseguida nos cansamos de las cosas que no son
aburridas, y las cosas de las que no nos hartamos suelen ser aburridas. Así son las cosas. En mi
vida hay espacio para el aburrimiento, pero no lo hay para el hastío. La mayoría de la gente no sabe
discernir entre ambas cosas.
-Cuando hace un rato has dicho que eras una «persona especial», ¿te referías a la hemofilia?
-También a eso -me mira y sonríe. Su sonrisa tiene algo de diabólico-. Pero no sólo a eso. Hay
algo más.
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Al acabar la larga sonata celestial de Schubert no escuchamos nada más. Ambos enmudecemos
de manera espontánea y nos abandonamos a pensamientos deshilvanados en silencio. Contemplo
distraído los postes indicadores que aparecen de tanto en tanto. Al torcer en una encrucijada hacia el
sur, la carretera se adentra en la montaña y empiezan a sucederse largos túneles. Óshima se
concentra en las maniobras de adelantamiento. En la carretera son muchos los vehículos de gran
tonelaje que circulan a poca velocidad y nosotros vamos dejándolos atrás, uno tras otro. Al adelantar
un vehículo grande se oye un silbido en el aire. Como si le arrancáramos el alma a algo. De vez en
cuando me vuelvo hacia atrás y compruebo que mi mochila sigue amarrada atrás.
-El lugar adonde nos dirigimos se encuentra en el corazón de las montañas y no puede decirse que
sea un sitio cómodo para vivir. Mientras estés allí, posiblemente no veas a nadie. Tampoco hay
radio, ni televisión, ni teléfono -dice Óshima-. ¿Te importa?
Le respondo que no me importa.
-Tú estás acostumbrado a la soledad -concluye Óshima. Asiento.
-Sin embargo, hay diferentes tipos de soledad. Y la que te vas a encontrar allí tal vez sea un tipo de
soledad insospechada. -¿En qué sentido?
Óshima empuja hacia atrás el puente de sus gafas.
-No puedo decirte nada. Eso lo interpretarás tú a tú manera.
Dejamos la autopista, tomamos una carretera nacional. Un poco más allá de la salida de la
autopista hay un pueblo bordeando el camino, tiene una tienda que abre las veinticuatro horas.
Óshima detiene el coche, compra tanta comida que apenas puede acarrear las bolsas él solo.
Verdura y fruta, gal etas, leche y agua, latas de conserva, pan, comida precocinada y envasada al
vacío. Únicamente alimentos cómodos de preparar, que no hay que cocinar apenas. Vuelve a pagar la
cuenta. Cuando yo hago ademán de sacar dinero, él niega en silencio con un movimiento de
cabeza.
Volvemos a montar en el coche, seguimos por la carretera. Sentado en el asiento del copiloto,
abrazo las bolsas de comida que no han cabido en el portaequipajes. Al dejar el pueblo atrás, negras
tinieblas cubren la carretera. Las casas desaparecen, cada vez nos cruzamos con menos coches. La
carretera se vuelve tan estrecha que por momentos se hace más dificultoso cruzarse con un coche
que venga de frente. Pero Óshima pone las luces largas y avanza sin reducir apenas la velocidad. Su
mano pasa del freno al acelerador sin parar. De su rostro se borra toda expresión. Toda su atención
se concentra en conducir. Los labios apretados, los ojos clavados en algún punto de las tinieblas
que se extienden frente a él. La mano derecha en el volante, la izquierda en el pomo de la palanca corta
del cambio de marchas.
Poco después, el lado derecho de la carretera queda delimitado por un barranco. Por lo vistos al
fondo discurre un riachuelo. Las curvas son cada vez más cerradas, la calzada menos segura. El coche
resbala entre gemidos estridentes. Pero yo ya he decidido dejar de pensar en el peligro. Tener un
accidente en este lugar no debe de contarse entre sus opciones vitales.
Las agujas del reloj señalan casi las nueve. Entreabro la ventanilla. Entra aire fresco. A mi
alrededor, los ecos también son distintos. Nos hallamos en plena montaña, adentrándonos en un
lugar recóndito. Finalmente, el camino se aparta del precipicio (cosa que me tranquiliza un poco) y
se interna en el bosque. Altos árboles se yerguen a nuestro paso, hechiceros. Los faros del coche
iluminan, uno tras otro, los gruesos troncos como si los lamieran. Ya hace rato que el pavimento ha
desaparecido, los neumáticos levantan piedrecillas que se estrellan contra la carrocería con un ruido
seco. La suspensión del coche oscila sin cesar al compás del abrupto camino. No se ven ni estrel as
ni la luna. De vez en cuando una l uvia menuda azota el parabrisas.
−¿Vienes por aquí a menudo? -pregunto.
-Hace tiempo sí venía. Pero ahora trabajo y ya no puedo desplazarme tan a menudo. Mi hermano
mayor es surfista, vive en la costa de Kóchi. Tiene una tienda de artículos de surf y construye tablas. Y a
veces se pasa por aquí. ¿Tú haces surf?
Le respondo que no lo he probado nunca.
−Si tienes ocasión, pídele a mi hermano que te enseñe. Es muy bueno -dice Óshima-. Y, si lo
ves, ya te darás cuenta, pero no se parece en nada a mí. Él es corpulento, cal ado, poco sociable,
está muy bronceado, le gusta la cerveza, no distingue a Schubert de Wagner. Pero nos l evamos
muy bien.
Avanzamos por el camino de montaña, cruzamos un bosque tras otro y al fin llegamos a nuestro
destino. Óshima detiene el coche, se apea dejando el motor encendido, abre el candado de una
especie de val a metálica, la empuja y abre. Luego se adentra con el coche en el terreno vallado y,
durante un tiempo, sigue por el camino pedregoso. Poco después aparece ante nuestros ojos un
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pequeño claro. El camino muere allí. Óshima detiene el coche y, todavía sentado en su asiento,
exhala un profundo suspiro, se echa el flequillo para atrás con ambas manos, luego da la vuelta a la
llave y apaga el motor. Echa el freno de mano.
Al detenerse el motor nos invade un pesado silencio. El ventilador de refrigeración gira y el motor,
recalentado por el prolongado esfuerzo, se contrae expuesto al aire externo. Un ligero vaho blanco flota
sobre el capó. Al parecer, un riachuelo fluye por las cercanías: me llega el murmullo del agua. El
viento sopla a ráfagas sobre mi cabeza con un silbido simbólico. Abro la portezuela del coche y me
apeo. El aire frío se concentra a rachas aquí y al á. Me subo hasta arriba la cremal era de la chaqueta
que l evo sobre la camiseta.
Tengo ante mis ojos un edificio pequeño. Parece una cabaña, pero está demasiado oscuro para que
pueda apreciar bien los detalles. Sólo los contornos, que se recortan contra el bosque a sus espaldas.
Óshima, que ha dejado los faros del coche encendidos, avanza despacio con una pequeña linterna
en la mano, sube los peldaños del porche, saca una l ave del bolsillo y abre la puerta. Entra, raspa una
ceril a, enciende una lámpara. De pie en el porche que antecede la puerta levanta la lámpara y dice:
-Bienvenido a mi casa.
Su figura me recuerda una ilustración de algún cuento antiguo. Subo los peldaños del porche,
entro en el edificio. Óshima enciende una lámpara grande que cuelga del techo.
El edificio se compone de una sola habitación, grande como una caja. En un rincón hay una cama
pequeña. Una mesa para comer y sil as de madera. Un sofá desvencijado. Una alfombra fatalmente
decolorada por el sol. Un conjunto de muebles desechados, al parecer, de varios hogares y reunidos
al azar. Hay una librería hecha con recias tablas de madera puestas sobre ladrillos y un montón de
libros alineados en sus estantes. Los lomos de todos los libros se ven viejos, gastados tras múltiples
lecturas. Hay un armario ropero de líneas anticuadas. Una cocina sencilla. Un mostrador y una
cocina pequeña de gas, un fregadero sin grifo. En su lugar, un depósito de aluminio. En la alacena se
alinean las ol as y una tetera. De la pared cuelga una sartén. En el centro de la habitación se yergue
una estufa de hierro para quemar leña.
-Esta cabaña la construyó mi hermano mayor. Era una simple cabaña de leñador y él la transformó
por completo. Mi hermano tiene muy buenas manos. Yo entonces era todavía muy pequeño, pero lo
ayudé en lo que pude, claro, con cuidado de no herirme. No es que intente presumir de ello, pero es
una cabaña muy primitiva. Tal como te he dicho antes, no hay luz eléctrica, ni agua, ni siquiera lavabo.
El único vestigio de civilización es el gas propano.
Óshima cogió la tetera y, tras limpiarla por dentro con agua mineral, puso agua a calentar.
-Esta montaña perteneció a mi abuelo. Era de Kóchi, muy rico, poseía muchas tierras. Cuando murió,
hace unos diez años, mi hermano y yo heredamos esta montaña. Casi toda la montaña, entera, vamos.
Ningún pariente la quiso. Está lejos, apenas tiene valor alguno. Para explotar los bosques se tendría que
reunir a muchas personas que los cuidaran. Y para eso haría falta mucho dinero.
Abro la cortina de la ventana. Al otro lado se extiende, como si fuera un muro, una profunda oscuridad.
—Cuando tenía tu edad —dice Óshima metiendo un sobrecito de manzanilla dentro de la tetera—,
me venía a vivir aquí solo muchas veces. Entonces no veía a nadie, no hablaba con nadie. Mi
hermano me medio forzaba a hacerlo. No era muy normal que lo hiciera, teniendo en cuenta la
enfermedad que sufro. Era peligroso que me dejara aquí solo. Pero a mi hermano eso no le
preocupaba. —Apoyado en el mostrador de la cocina, espera a que hierva el agua—. No es que mi
hermano quisiera endurecerme sometiéndome a una disciplina férrea ni nada por el estilo.
Simplemente pensaba que eso era lo que me convenía en aquel momento. Y fue algo positivo.
Para mí, vivir aquí fue una experiencia llena de sentido. Pude leer mucho, pude pensar con calma.
A decir verdad, en aquella época apenas iba a la escuela. A mí no me gustaba la escuela, y a la
escuela yo tampoco le gustaba demasiado. Es que yo, ¿cómo te diría?, yo era diferente a los demás.
El bachillerato me lo aprobaron casi por caridad, pero luego me apañé yo solo. Como tú ahora. ¿Te he
hablado ya de el o?
Hago un movimiento negativo con la cabeza.
—¿Por eso eres tan amable conmigo?
—Eso también cuenta —dice. Hace una pausa—. Pero no es ésa la única razón.
Óshima me tiende una taza de manzanil a, él bebe de otra. La manzanil a caliente serena mis nervios
sobreexcitados por el largo viaje. Óshima mira el reloj.
—Tengo que irme ya, así que voy a explicarte cuatro cosas. Por aquí cerca hay un riachuelo de
agua pura, así que el agua puedes cogerla directamente de allí. El agua brota allí mismo, puedes
beberla tal cual. Es mucho mejor que el agua mineral de allá. Hay leña apilada detrás de la casa,
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por lo tanto, si tienes frío, enciende la estufa. Aquí hace frío. Yo mismo he encendido a veces la estufa
en agosto. También puedes utilizarla para cocinar comidas sencillas. Aparte de esto, en una caseta
que hay detrás encontrarás herramientas diversas, así que, en caso de que necesites algo, lo
buscas allí. Dentro del armario está la ropa de mi hermano, coge lo que quieras. No es de los que
se preocupan por quién se ha puesto su ropa. —Con ambas manos en la cintura, Óshima lanza
una mirada a todo el interior de la cabaña—. Como puedes ver, esta cabaña no se hizo con finalidades
románticas. Pero para vivir no es un mal sitio. ¡Ah! Un consejo. Es mejor que no te adentres
demasiado en el bosque. Es un bosque muy, muy profundo y no hay senderos. Cuando te adentres en el
bosque, no pierdas nunca de vista la cabaña. Si te metes más adentro, existe el riesgo de que te
extravíes y, una vez te pierdes, es muy difícil volver a hallar el camino. Yo también tuve una mala
experiencia. Me pasé medio día dando vueltas a unos escasos cientos de metros de aquí. Quizá
pienses que Japón es un país pequeño y que no existe el peligro de perderse en el interior de un
bosque. Pero, una vez te extravías, el bosque se extiende hasta el infinito.
Tomo nota mental de su consejo.
-Y luego, a no ser que se trate de una emergencia, es mejor que no intentes bajar de la montaña.
Los lugares habitados están demasiado lejos. Si me esperas aquí, yo pasaré a recogerte. Creo que
podré venir dentro de unos dos o tres días. Dispones de suficiente comida hasta entonces. ¡Ah! Por
cierto, ¿tienes teléfono móvil?
Digo que sí. Le señalo mi mochila.
Él sonríe.
—Pues puedes dejarlo ahí dentro. Aquí no se pueden utilizar los teléfonos móviles. No hay cobertura.
Y tampoco se puede escuchar la radio, claro. Es decir, estarás completamente aislado, separado del
mundo. Podrás leer muchos libros.
Se me ocurre de repente una pregunta realista.
—Si no hay lavabo, ¿dónde puedo hacer mis necesidades? Óshima extiende los dos brazos.
—Este bosque grande y profundo es todo tuyo. A ti te toca decidir dónde está el lavabo, ¿no te
parece?
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—Nakata fue varios días seguidos al solar circundado por la valla. Sólo l ovió en una ocasión,
desde por la mañana, y ese día Nakata lo empleó en hacer unos sencillos trabajos de madera en
su casa; pero los otros días permaneció sentado entre la maleza del solar desde la mañana hasta la
noche, esperando a que viniera la gatita a rayas blancas, negras y marrones o a que apareciese el
hombre del extraño sombrero. Pero fue en balde.
—Al anochecer, Nakata se pasó por la casa de quien le había encargado la búsqueda del
gato y le informó de cómo habían ido las pesquisas de la jornada. Qué información había
obtenido, adónde había ido y qué había hecho para encontrar a la gatita desaparecida. Como
muestra de agradecimiento por los desvelos del día recibió tres mil yenes. Ése era el pago
estipulado. En realidad, no es que alguien lo hubiera fijado, pero la reputación de Nakata como
«maestro en la búsqueda de gatos» había corrido de boca en boca por el lugar y, de forma
automática, la cuantía del estipendio quedó fijada en tres mil yenes diarios. Con todo, a Nakata
no le daban sólo dinero, siempre recibía algo más. O comida o ropa. Además, cuando lograba
encontrar un gato, estaba estipulado ofrecerle una recompensa de diez mil yenes.
Como a Nakata. no le pedían continuamente que buscara gatos, esa suma, contabilizada como
ingresos mensuales, no suponía gran cosa. Era su hermano menor quien administraba la herencia
que le habían dejado a Nakata sus padres (que no ascendía a mucho), además de sus pequeños
ahorros. Corría también con todos los gastos del gas, la electricidad y otras tarifas varias. Y Nakata
contaba, por fin, con el subsidio vitalicio de invalidez del ayuntamiento de Tokio. Así que el estipendio
que recibía por buscar gatos era un dinero que podía utilizar a su antojo, y a Nakata eso le parecía
una fortuna. A decir ver dad, aparte de comer anguila, a veces no se le ocurría en qué gastarlo. Y el
dinero que le sobraba iba escondiéndolo debajo del tatami de su habitación. Porque Nakata, que
no sabía ni leer ni escribir, no podía ir al banco ni a Correos. Porque allí, para cualquier cosa que
quieras hacer, debes escribir en un papel tu nombre y dirección.
Que podía hablar con los gatos, eso era algo que Nakata mantenía en un secreto absoluto.
Aparte de los gatos, él era el único que lo sabía. Si se lo contara a alguien, ese alguien creería que
Nakata había perdido el juicio. Que Nakata era tonto era de dominio público, por supuesto. Pero una
cosa es ser tonto y, algo muy distinto, estar loco.
Alguna vez le había sucedido que, al pasar, la gente lo había visto conversando animadamente con
algún gato a un lado del camino, pero nadie le había concedido a ese hecho la menor importancia.
Tampoco era tan extraño que un anciano como él se dirigiera a los gatos como si de seres
humanos se tratara. Y todos pensaban con admiración: «¿Cómo puede ser que Nakata conozca tan
bien las costumbres y la mentalidad de los gatos? ¡Ni que pudiera hablar con el os!», pero él se limitaba
a sonreír sin decir palabra. Como Nakata era una persona seria, educada y con una sonrisa siempre
en los labios, tenía muy buena fama entre las señoras del barrio. También influía en el o su pulcritud en
el vestir. Nakata era pobre, pero le encantaba bañarse y hacer la colada, y, además, como
recompensa por lo de los gatos, aparte de dinero solían regalarle ropa nueva que no necesitaban. Tal
vez no pudiera decirse que le sentara divinamente el conjunto de golf de color rosa salmón marca
Jack Nicklaus, pero eso a él le traía sin cuidado.
Ante el portal de la casa, Nakata informó detalladamente, aunque con voz balbuceante, sobre la
marcha de la investigación a la señora Koizumi, la mujer que le había pedido que buscara a la gatita.
-Por fin he obtenido información sobre Goma. Un tal señor Kawamura me ha dicho que hace unos
días vio a una gatita a rayas blancas, negras y marrones, que podría ser Goma, en un gran solar
rodeado por una valla que se encuentra en 2-chóme. De aquí a ese solar sólo hay dos calles
grandes, pero tanto la edad como el pelaje y el collar coinciden con los de Goma. Nakata va a tener
el solar bajo estrecha vigilancia. Nakata se llevará la comida, permanecerá sentado al í de la
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mañana a la noche. ¡Oh, no! No se preocupe. Nakata no tiene nada que hacer durante todo el día. A
no ser que llueva a cántaros, no hay ningún problema. Pero si usted cree que no es preciso que
Nakata vigile más, dígamelo. Y Nakata dejará de hacerlo inmediatamente.
No mencionó que Kawamura no era una persona sino un gato a rayas de color marrón. Porque,
si lo hubiera hecho, la historia se hubiera complicado.
La señora Koizumi le dio las gracias a Nakata. Sus dos hijas pequeñas, que adoraban a Goma,
estaban terriblemente deprimidas desde la desaparición de la gatita. Tanto que apenas comían.
-Es que los gatos son así, desaparecen sin más.
Desde luego, eso no se les puede decir a unas niñas para consolarlas. Pero la señora no tenía
tiempo de ir rondando en busca de la gata. Era de agradecer que alguien la buscara con ahínco un
día tras otro por sólo tres mil yenes. Se trataba de un anciano extraño, con una manera de hablar
muy peculiar, pero tenía muy buena reputación como «buscador de gatos», tampoco parecía mala
persona. Se le podría calificar de honesto, aunque lo cierto era que, con las pocas luces que tenía,
difícilmente hubiese podido engañar a alguien. Ella le entregó, metido dentro de un sobre, el
estipendio del día y también un tupperware con arroz variado recién hecho y batata cocida.
Nakata lo tomó con reverencia, lo olisqueó y dio las gracias.
-Muchas gracias. La batata cocida es uno de mis platos favoritos.
-Espero que le guste -dijo la señora Koizumi.
Hacía una semana que Nakata había empezado a vigilar el solar. Durante ese tiempo, Nakata vio a
muchos gatos por el descampado. Kawamura, el gato a rayas de color marrón, iba varias veces al día, se
acercaba a Nakata y le dirigía amablemente la palabra. Nakata le devolvía el saludo. Le hablaba del
tiempo y le hablaba del subsidio del ayuntamiento. Pero lo que Kawamura le decía, eso Nakata seguía
sin comprenderlo.
-Tieso, en la acera, Kawa'ra, qué hago, no sé -decía Kawamura. Por lo visto quería, a toda costa,
comunicarle algo a Nakata. Pero Nakata no era capaz de entender una sola palabra.
-No le comprendo -le confesó con honestidad. Kawamura puso cara de cierto apuro y
(probablemente) intentó decirle lo mismo con otras palabras.
-Kawa'ra grita, ata, ata.
Pero eso Nakata aún lo entendió menos.
«¡Ojalá estuviese aquí la señorita Mimí!», pensó Nakata. Mimí, sin duda, le daría a Kawamura unos
cachetes en las mejil as y lograría que hablase de una manera más fácil de entender. Y el a le desvelaría
el significado de lo que decía, se lo traduciría. Era una gata muy inteligente. Pero Mimí no se
encontraba allí. Porque había decidido no poner los pies en el solar. Odiaba que los demás gatos le
pegaran las pulgas.
Tras pasarse un rato encadenando palabras incomprensibles a los oídos de Nakata, Kawamura se
marchó sonriente.
Por el solar fueron apareciendo otros gatos. Al principio todos se ponían en guardia al ver a Nakata y
lo contemplaban desde lejos con ojos molestos, pero a la que se dieron cuenta de que se limitaba a
permanecer sentado sin hacer nada decidieron, por lo visto, hacer caso omiso de su presencia.
Nakata les dirigía amablemente la palabra. Los saludaba, se presentaba. Sin embargo, casi todos los
gatos lo ignoraban y no le devolvían el saludo. Fingían no verlo, fingían no oírlo. Y aquellos gatos
sabían muy bien cómo fingir. «Seguro que todos ellos han tenido experiencias horribles con seres
humanos», pensó Nakata. En todo caso, Nakata no les reprochaba lo poco sociables que eran. Al fin
y al cabo, en la sociedad gatuna él no era más que un extraño. No estaba en situación de exigirles
nada.
Sólo hubo un gato que, lleno de curiosidad, optó por devolverle un sencil o saludo a Nakata.
-iVaya! Así que tú sabes hablar -le dijo, tras pensárselo un poco, un gato moteado, blanco y negro,
con una oreja desgarrada, lanzando una mirada a su alrededor. Su manera de hablar era brusca, pero
no parecía tener mal carácter.
−Sí, pero sólo un poco -admitió Nakata.
-¡Pues, aunque sólo sea un poco, no veas! -exclamó el moteado. -Me llamo Nakata -se presentó
Nakata-. ¿Podría decirme cuál es su nombre?
−Yo eso no tengo -le espetó el moteado.
−En tal caso, ¿qué le parece el nombre de Okawa? ¿Le importaría que lo l amara a usted así?
-Llámame como quieras.
−Pues, entonces, señor Okawa -dijo Nakata-, ¿le apetecen unas sardinitas secas para celebrar nuestro
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encuentro?
-¡Vaya! ¡No te diré que no! i Con lo que a mí me gustan las sardinitas secas!
Nakata se sacó de la bolsa unas sardinitas envueltas en celofán transparente y se las entregó a Okawa.
Nakata siempre l evaba preparados unos cuantos paquetitos de sardinitas secas dentro de la bolsa.
Ókawa se las comió con gran deleite. Luego se lavó la cara.
-¡Gracias! -dijo Okawa-. Te debo una. ¿Quieres que te lama en alguna parte?
-¡Oh, no! Estoy muy contento de que le hayan gustado. En este preciso momento no necesito
que me lama usted. Muchas gracias. Claro que..., ¿sabe usted, señor Okawa? Estoy buscando a
un gato. Me han pedido que lo busque y lo estoy buscando. Se trata de una gatita a rayas blancas,
negras y marrones que se l ama Goma.
Nakata sacó de la bolsa una fotografía en color de Goma y se la mostró a Okawa.
-Me informaron de que la habían visto por aquí. Por eso he venido. Nakata, ¿sabe?, ha
permanecido varios días sentado aquí, esperando a que apareciera Goma. ¿No la habrá visto por
casualidad, señor Okawa?
Okawa lanzó una ojeada a la fotografía y su rostro se ensombreció. Una arruga se le dibujó en el
entrecejo y parpadeó varias veces.
−Oye, te estoy muy agradecido por las sardinas. Y no te miento. Pero de eso yo no puedo hablar. Si
abriera la boca me las cargaría.
«¿Que si abriera la boca se las cargaría? ¿Se cargaría el qué?», Nakata se sintió completamente
desconcertado ante esas palabras.
−Es un peligro. Mal asunto. Oye, ¿quieres un consejo? A ese gato mejor que lo olvides. Y harías
mejor no acercándote más por aquí. Te doy este consejo de corazón. Me sabe mal no haber
podido ayudarte, pero toma el consejo a cambio de las sardinas.
Tras pronunciar estas palabras, Okawa se levantó, echó un vistazo a su alrededor y desapareció
entre la maleza.
Nakata exhaló un suspiro, sacó el termo de la bolsa y se bebió el té despacio, con parsimonia.
«Peligroso», había dicho Ókawa. Sin embargo, a Nakata no se le ocurría qué peligro podía acecharlo
en aquel solar. Él solamente estaba buscando a una gatita a rayas blancas, negras y marrones que se
había extraviado. ¿Qué había de peligroso en el o? ¿Era acaso aquel cazador de gatos de extraño
sombrero, de quien le había hablado Kawamura, lo que era peligroso? Pero Nakata era un ser humano.
No era un gato. Y no hay ninguna razón por la cual un ser humano deba temer a un cazador de gatos.
Pero en el mundo había muchas cosas que Nakata no podía imaginar siquiera, y en el as se
ocultaban innumerables razones que Nakata era incapaz de comprender. Así que dejó de reflexionar.
Porque, teniendo tan pocas luces como tenía, lo único que conseguía pensando en exceso era que
le doliera la cabeza. Y Nakata se tomó con reverencia el último sorbito de té, tapó el termo y lo guardó
dentro de la bolsa.
Después de que Ókawa hubiera desaparecido entre la maleza, durante largo tiempo no apareció
ningún gato. Sólo las mariposas revolotearon en silencio por encima de la hierba. Los gorriones se
acercaron en bandada, se dispersaron por el solar y, luego, volvieron a agruparse, levantaron el
vuelo y se marcharon. Nakata se adormeció repetidas veces, y en cada ocasión se despertó
sobresaltado. Sabía la hora por la posición del sol.
Ya casi anochecía cuando el perro aquel se plantó ante Nakata. El perro surgió de la maleza como por
ensalmo. Apareció despacio, sin hacer ruido. Un perrazo enorme de color negro. Desde donde estaba
sentado Nakata, más que un perro parecía un ternero. Tenía las patas largas; el pelo, corto. Los
músculos, forjados en acero. Las orejas, puntiagudas como el filo de una daga. No l evaba col ar. Nakata
no conocía las distintas razas de perros. Pero de una ojeada comprendió que aquél era un perro
feroz... o, al menos, que podía llegar a serlo si la ocasión lo requería. Se trataba del tipo de perro
que suelen usar en el ejército.
Su mirada era acerada e inexpresiva, alrededor de la boca, la carne estaba vuelta hacia fuera,
colgaba, y tras ella asomaban unos afilados colmillos blancos. En los dientes se veían rastros rojos
de sangre, y alrededor de la boca tenía adheridos pequeños jirones de carne pegajosa. La lengua,
rojísima, asomaba entre los dientes como una l ama temblorosa. No apartaba los ojos de Nakata.
Durante largo tiempo, el perro no exhaló ni un sonido, no hizo un solo movimiento. Tampoco Nakata
dijo nada. Él no podía hablar con los perros. Los gatos eran los únicos animales con los que podía
mantener una conversación. Los ojos del perro se veían turbios como el agua de una charca, fríos
como bolas de cristal.
Nakata aspiraba breves y silenciosas bocanadas de aire. No es que sintiera ningún miedo en particular.
Era consciente, claro está, de que en aquel instante estaba expuesto a un peligro. Comprendía más o
menos (aunque no supiera por qué) que frente a él había un animal hostil l eno de agresividad.
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Pero eso no quería decir que Nakata llegara a comprender que ese peligro pudiera materializarse y
caer sobre él. La idea de la muerte era algo que trascendía los límites de su imaginación. Y del dolor,
hasta el momento de experimentarlo, tampoco tenía conciencia. El concepto abstracto del dolor era
algo que Nakata no podía comprender. Por lo cual, pese a tener aquel perro ante sí, Nakata no
experimentaba temor alguno. Simplemente se sentía un poco confuso.
—iLevántate! —exclamó el perro.
Nakata tragó saliva. El perro le estaba hablando. Sin embargo, en realidad no parecía que lo estuviera
haciendo. No movía la boca. Se limitaba a transmitirle a Nakata un mensaje valiéndose de un método
distinto al oral.
—iLevántate y sígueme! —le ordenó el perro.
Nakata se levantó del suelo, tal como le decía. Pensó en saludar al perro, pero se lo pensó dos
veces y acabó desistiendo. Aun suponiendo que pudiera hablar con aquel perro, dudaba que eso le
fuera de alguna utilidad. En primer lugar, a Nakata no le apetecía en absoluto hablar con él. Ni
siquiera le apetecía darle un nombre. Dudaba que, por mucho tiempo que pasara, l egase a hacerse
jamás amigo de aquel perrazo.
De repente se le ocurrió que tal vez aquel perro pudiera tener algo que ver con el gobernador. Que
tal vez el señor gobernador se hubiese enterado de que Nakata recibía estipendios por buscar
gatos y que le hubiese enviado a aquel perro para notificarle que le retiraba la subvención.
Tratándose del gobernador, no sería de extrañar que tuviera un perro como aquél. Y, si aquel o se
confirmaba, Nakata se hal aría en una situación muy comprometida.
Cuando Nakata se levantó, el perro empezó a andar despacio. Nakata se colgó la bolsa al hombro
y lo siguió. El perro tenía el rabo corto y, debajo de éste, le colgaban un par de grandes testículos.
El perro cruzó el solar en línea recta y se escurrió a través de la val a. Nakata salió detrás de él. El
perro no se volvió una sola vez. En realidad no tenía ninguna necesidad de hacerlo: por el ruido de
los pasos sabía que Nakata lo estaba siguiendo. Conducido por el perro, Nakata recorrió las cal es.
Conforme se acercaban al barrio comercial iba aumentando el número de transeúntes. La mayoría, amas
de casa del vecindario que habían salido a hacer la compra. El perro avanzaba con aire amenazador,
la cabeza alta, la vista clavada ante sí. La gente que venía de cara, al ver aquel perrazo negro de
aspecto tan agresivo se apartaba precipitadamente. Había incluso quien se apeaba de la bicicleta y
cambiaba de acera.
Como iba andando en pos del perro, Nakata se sentía como si fuera a él a quien rehuía la
gente. Quizá pensaran que había sacado a pasear a aquel perrazo sin atarlo siquiera. Lo cierto es que
había personas que le lanzaban miradas hostiles a Nakata, llenas de reprobación. Y eso a él lo
llenaba de tristeza. «Esto yo no lo hago por gusto, ¿saben?», hubiera querido explicarles. Era el perro
quien lo estaba conduciendo a él, ésa era la verdad. Porque Nakata no era fuerte. Nakata, en realidad,
era un ser débil.
Precediendo a Nakata, el perro recorrió un largo camino. Cruzó varias encrucijadas, atravesó
diversos barrios comerciales. En los cruces, el perro hacía caso omiso de los semáforos. Como no eran
cal es muy anchas y los coches no circulaban a gran velocidad, cruzar con el semáforo en rojo no
representaba un gran peligro. Al ver el perrazo, todos los conductores pisaban raudo el pedal del
freno. Y el perro les mostraba los dientes, les lanzaba miradas hostiles y cruzaba despacio, con aire
de desafio, los semáforos en rojo. Y a Nakata no le quedaba otro remedio que hacer lo propio. El
perro conocía perfectamente el significado de los semáforos. Se limitaba a ignorarlos. Nakata se dio
cuenta de ello. El perro parecía estar acostumbrado a hacer lo que le viniera en gana.
Nakata ya no sabía dónde estaba. Hasta medio camino habían recorrido la zona residencial del distrito
de Nakano, que le era muy familiar, pero a partir del instante en que doblaron una esquina, Nakata
dejó de saber, de repente, dónde se encontraba. Lo invadió la inquietud. ¿Qué sería de él si se
extraviaba y no sabía cómo volver a casa? Quizá ya no se encontraba en Nakano. Nakata miró a su
alrededor, pero no descubrió por la zona nada que le resultase familiar.
Libre de toda preocupación, el perro seguía avanzando al mismo paso, con idénticos movimientos.
La mirada alta, las orejas erguidas, los testículos balanceándose suavemente como péndulos,
avanzaba a una velocidad a la que Nakata pudiera seguirlo sin problemas.
-¿Oiga, todavía estamos en Nakano? -se decidió a preguntarle Nakata.
El perro no respondió. Ni siquiera se dio la vuelta.
-¿Tiene usted alguna relación con el gobernador?
No hubo respuesta, como era de esperar.
-Nakata sólo estaba buscando a un gato. A una gatita a rayas blancas, negras y marrones. Se l ama
Goma.
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Silencio.
Nakata desistió. A aquel perro era inútil dirigirle la palabra.
Era un rincón de algún tranquilo barrio residencial. Los grandes edificios se alineaban uno al lado del
otro. No se veía ningún transeúnte. El perro se metió en una de las casas. Un muro de piedra de
estilo antiguo, un espléndido portal de dos batientes muy poco común hoy en día. Uno de los
batientes está abierto de par en par. En el porche hay estacionado un gran coche. Tan negro como el
perro, bruñido y reluciente, sin mácula. La puerta del recibidor también está abierta de par en par. Y el
perro entra sin dudarlo, sin detenerse un instante. Nakata se quita las viejas zapatillas de deporte,
las encara juntas al revés, hacia el interior de la casa," se quita la gorra de alpinista de la cabeza, la
mete en la bolsa y, tras sacudirse las briznas de hierba de los pantalones, se adentra en la casa. El
perro, que se había detenido esperando a que Nakata estuviera listo, lo conduce, a través de un pasil o
de tablas pulidas, hacia la sala de visitas o el estudio que está al fondo.
En el interior de la estancia reina la oscuridad. El sol se está poniendo y, además, la gruesa cortina
de la ventana que da al jardín está corrida. No hay una sola luz encendida. En el fondo de la
habitación se ve un gran escritorio y, al parecer, hay alguien sentado al lado. Pero los ojos de Nakata
todavía no se han acostumbrado a la oscuridad y no puede distinguir bien de qué se trata. Sólo la negra
silueta de una persona perfilándose en la oscuridad, como si fuera un dibujo recortado. Al entrar
Nakata, la silueta cambia despacio de ángulo. Quien se encuentra allí, al parecer, se ha vuelto hacia
Nakata haciendo rodar una sil a giratoria. El perro se ha detenido, se ha sentado en el suelo y ha
cerrado los ojos. Como indicando que al í concluye su cometido.
-Buenas tardes saluda Nakata dirigiéndose a la silueta de oscuros contornos.
El otro guarda silencio.
−Me l amo Nakata. Con su permiso. No he entrado con malas intenciones.
No hay respuesta.
−Nakata ha venido porque el perro le dijo que lo siguiera y lo ha traído hasta aquí. Así que me he
tomado la libertad de entrar en su casa sin permiso. Le ruego que me disculpe. Y, si usted no tiene
inconveniente, me iré ahora mismo...
−-Siéntate en ese sil ón -dijo el hombre. En voz baja pero incisiva.
-Sí, sí -dijo Nakata. Y se sentó en un sillón que se encontraba allí. Justo a su lado, el negro
perrazo permanecía sentado, inmóvil, como si fuera una estatua-. ¿Es usted el señor gobernador?
−Algo parecido -contestó el otro hablando desde las tinieblas-. Si pensar eso hace que las cosas te
sean más fáciles de entender, pues lo piensas y en paz. Tanto da.
El hombre se volvió, extendió un brazo, tiró de una cadenita y encendió una lámpara de pie.
Era una pálida luz amarillenta de tonalidad antigua, pero alcanzaba a iluminar toda la estancia.
Y allí había un hombre alto y delgado que llevaba un sombrero negro de copa. Estaba sentado
en una silla giratoria de cuero y mantenía las piernas cruzadas frente a él. Vestía una estrecha
levita de manga larga de color rojo intenso, un chaleco negro debajo, y calzaba unas botas altas
negras. Los pantalones eran blancos como la nieve y ceñidísimos. Parecían unos calzoncillos
largos. Alzó una mano y se la l evó al ala del sombrero. Como cuando se saluda a una dama. Con la
mano izquierda sostenía un bastón negro con un puño redondo de oro. Por la forma del sombrero
debía de ser el «cazador de gatos» de quien hablaba Kawamura.
La fisonomía del hombre no era tan peculiar como su atuendo. No era joven, pero tampoco viejo.
No era ni guapo ni feo. Las cejas, gruesas y bien delineadas. Las mejil as mostraban un saludable color
rosado. Tenía la cara extrañamente tersa, sin barba ni bigote. Los ojos rasgados, y en sus labios
flotaba una sonrisa sardónica. Una cara difícil de recordar. Más que sus facciones, lo que captaba la
atención al instante era su extraña indumentaria. De haber vestido otras ropas, es probable que resultara
difícil reconocerlo.
-Supongo que sabes cómo me l amo.
-No, no lo sé -dijo Nakata.
Una ligera decepción se pintó en el rostro del hombre.
-¿No lo sabes?
-No. Tendría que habérselo mencionado ya, pero Nakata no es muy inteligente, ¿sabe?
-Pero esta imagen te suena, ¿no? -dijo el hombre, se levantó y se puso de perfil, con las piernas
flexionadas como si estuviese andando-. ¿Ni siquiera ahora?
-No, lo siento mucho. No recuerdo haberlo visto nunca.
-¡Vaya! Tú no debes de beber whisky, ¿verdad? -dedujo el hombre. -No. Nakata no bebe. Ni fuma.
Nakata es tan pobre que necesita la subvención del ayuntamiento y esas cosas no puede permitírselas.
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El hombre volvió a tomar asiento y cruzó las piernas. Cogió un vaso de encima de la mesa y
bebió un sorbo de whisky. El hielo tintineó dentro del vaso.
-Pues yo sí voy a permitirme beber. Con tu permiso, claro.
-Sí, a Nakata no le importa lo más mínimo. Beba usted a su gusto.
−Gracias -dijo el hombre. Después clavó de nuevo la mirada en Nakata-. ¿Entonces no sabes cómo me
l amo?
−Pues, no. Mil perdones, pero a usted no lo conozco.
El hombre torció levemente los labios. Durante un breve lapso de tiempo, la fría sonrisa se desdibujó
-como cuando un rizo turba la superficie del agua-, se borró y, luego, volvió a brotar.
-Un bebedor de whisky me habría reconocido al primer golpe de vista. ¡En fin! ¡Qué más da! Mi
nombre es Johnnie Walken. Johnnie Walken. La mayor parte de las personas de este mundo sabe quién
soy. No es para presumir, pero mi nombre es famoso en toda la faz de la Tierra. Tanto que puede
llamárseme icono. No hace falta que te diga que no soy el auténtico Johnnie Walken. No tengo
relación alguna con la destilería de la Gran Bretaña. Me he limitado a tomar prestados, por las
buenas, el nombre y la imagen de la etiqueta. Porque las necesitaba, tanto una cosa como la otra.
El silencio cae sobre la habitación. Nakata no entiende una sola palabra de lo que le está diciendo su
interlocutor. Lo único que ha comprendido es que éste se l ama Johnnie Walken.
-¿Es usted extranjero, señor Johnnie Walken?
Johnnie Walken ladeó ligeramente la cabeza.
-Bueno, si pensarlo hace que las cosas te sean más fáciles de entender, pues piénsalo. Tanto da
una cosa como otra. Y tan cierta es una como la otra.
Definitivamente, Nakata es incapaz de comprender lo que le está diciendo su interlocutor. Igual que
cuando habla con Kawamura, el gato.
-Que es usted extranjero y que, a la vez, no lo es. ¿Se trata de eso? -Pues sí.
Nakata renuncia a seguir con aquel galimatías.
−¿Y, entonces, señor Johnnie Walken, usted le ha ordenado a este perro que me conduzca hasta
aquí?
−Exacto -responde lacónicamente Johnnie Walken.
−¿O sea que... usted, señor Johnnie Walken, tiene algo que decirme?
−Yo diría más bien que eres tú quien tiene algo que contarme a mí -aclaró Johnnie Walken. Y tomó
otro sorbo de whisky con hielo-. Por lo que sé, te has pasado muchos días en el descampado
esperando a que yo apareciera.
−Sí. Es cierto. Lo había olvidado por completo. Es que Nakata es tonto y lo olvida todo enseguida.
Pero sí, es exactamente tal como usted dice. Yo lo esperaba a usted en el descampado para
preguntarle algo acerca de un gato.
Johnnie Walken dio un golpe seco con el bastón negro en la caña de las botas. Fue un pequeño
golpe, pero el chasquido resonó por toda la estancia. El perro levantó un poco las orejas.
El día l ega a su fin, la marea sube. Vamos a intentar avanzar un poco más en nuestro asunto -dijo
Johnnie Walken-. Lo que tú querías preguntarme, en definitiva, era sobre una gatita a rayas blancas,
negras y marrones que se l ama Goma, ¿correcto?
−Sí, así es. A petición de la señora Koizumi, Nakata lleva unos diez días buscando a Goma, la
gatita a rayas blancas, negras y marrones. ¿Conoce usted, señor Johnnie Walken, a Goma?
-Conozco muy bien a ese gato.
−¿Y sabe usted también dónde se encuentra?
−Sé también dónde se encuentra.
Con la boca entreabierta, Nakata tenía la vista clavada en la cara de Johnnie Walken. Por unos
instantes, sus ojos se posaron en el sombrero de copa y, luego, volvieron a fijarse en su rostro. Los
finos labios de Johnnie Walken estaban firmemente apretados.
−¿Y está cerca?
Johnnie Walken asiente varias veces con la cabeza.
-Muy cerca.
Nakata barrió la estancia con la mirada. Pero allí no se veía ningún gato. Sólo hay un escritorio,
la silla giratoria donde estaba sentado aquel hombre, el sillón donde estaba sentado Nakata, un par
de sil as más, una lámpara de pie y un mesil a baja de café.
-Entonces -pregunta Nakata-, ¿podré llevarme a Goma? -Eso depende de ti.
-¿Depende de Nakata?
-Sí. Depende de ti por completo -dijo Johnnie Walken arqueando levemente una ceja-. Basta con
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que tomes una decisión para poder llevarte a Goma. Y tanto la señora Koizumi como sus hijas se
pondrán muy contentas. O tal vez no puedas l evártela bajo ningún concepto. Y, entonces, todos se
sentirán decepcionados. ¿Y tú no querrás decepcionarlos a todos, verdad?
-No. Nakata no quiere decepcionar a nadie.
-Igual que yo. Yo tampoco quiero decepcionar a nadie. Es natural.
-¿Y qué tendría que hacer yo entonces?
Johnnie Walken dio vueltas al bastón con una mano.
−Quiero pedirte algo.
−¿Y está en mis manos hacerlo?
-Yo no pido nunca a la gente que haga cosas que no son capaces de l evar a cabo. Porque pedirlo
sería una pérdida de tiempo. ¿No te parece?
Nakata reflexionó unos instantes.
-Supongo que debe de tener usted razón.
−Lo que significa que lo que te estoy pidiendo que hagas es algo que tú puedes l evar a cabo, ¿no
es así?
Nakata reflexiona de nuevo.
-Sí, posiblemente sea así.
−Ante todo, una teoría general. Y es que toda hipótesis necesita una prueba que la refute.
−¿Pe-perdón? -dijo Nakata.
−Si no hay pruebas que refuten una teoría no existe avance en la ciencia -aclaró Johnnie Walken
dando un golpe con el bastón en la caña de las botas. De una manera extremadamente agresiva. El
perro volvió a levantar las orejas-. Bajo ningún concepto.
Nákata permanecía en silencio.
-A decir verdad hace mucho tiempo que estaba buscando a alguien como tú -dijo Johnnie Walken-.
Pero jamás lo había encontrado. Sin embargo, por casualidad, el otro día te descubrí hablando con
los gatos. Y pensé: «¡Caramba! Éste es justo el hombre que ando buscando». Así que he tenido el
atrevimiento de hacerte venir. Te ruego que me disculpes por la forma en que te he invitado.
—¡Oh, no! No se preocupe usted. Nakata no tiene nada que hacer en todo el día —le dijo Nakata.
—He formulado varias hipótesis sobre ti —dijo Johnnie Walken—. Por supuesto, también tengo
preparadas las correspondientes pruebas que las refutan. Es una especie de juego. Un juego mental
que se juega en solitario. Pero todo juego debe tener un ganador y un perdedor. Y, en este
caso, se trata de demostrar si las hipótesis son ciertas o no.
Nakata cal aba, con la cabeza inclinada.
Johnnie Walken dio dos golpes con el bastón en la caña de sus botas. Ante esa señal, el perro se
levantó.
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Óshima monta en el Road Star y enciende los faros. Al pisar el acelerador, una miríada de piedrecitas
choca contra los bajos del coche. El vehículo va marcha atrás, luego enfila hacia el camino. Oshima me
hace un gesto de despedida con la mano. Yo levanto la mía. La luz de los faros traseros del coche es
absorbida por las tinieblas, el ruido del motor se aleja: al fin se apaga por completo y la paz del
bosque l ena su vacío.
Entro en la cabaña, atranco la puerta. Al quedarme solo, el silencio se ciñe a mi cuerpo como si
hubiese estado aguardando la oportunidad. El aire nocturno es tan frío que se me hace difícil creer
que estemos a principios del verano, pero es demasiado tarde para encender la estufa. Esta noche, lo
único que puedo hacer es meterme dentro del saco y dormir. Tengo la cabeza embotada de sueño y
todos los músculos me duelen a causa del largo viaje en coche. Doy la vuelta al interruptor y bajo la
intensidad de la luz. La habitación queda sumida en las tinieblas, las sombras que reinan en los
rincones parecen más negras. Como me da pereza desnudarme, me meto en el saco de dormir tal
como voy, con los tejanos y la chaqueta puestos.
Cierro los ojos e intento dormir, pero no puedo. Todo mi cuerpo reclama el sueño con insistencia,
pero mi conciencia permanece fría y despierta. De vez en cuando, el agudo grito de alguna ave
nocturna rasga el silencio. Se oyen diversos ruidos de naturaleza desconocida. El crujido de unas
hojas que yacen en el suelo al ser pisadas por algo. El quejido de las ramas de los árboles
combándose bajo algún peso. El jadeo de algo. Todo ello resuena muy cerca de la cabaña. De vez en
cuando rechina de manera siniestra el suelo de madera del porche. Me siento cercado por una legión
de seres desconocidos..., por seres vivos que pueblan las tinieblas.
Me siento observado por alguien. Siento el escozor de su mirada en mi piel. Mi corazón late con un
ruido seco. Entreabro los ojos y embutido aún dentro del saco, barro con la mirada la estancia
iluminada por la tenue luz de la lámpara, me cercioro una y otra vez de que allí no hay nadie. La
puerta de entrada está cerrada con una gruesa tranca, las espesas cortinas de las ventanas están
corridas a cal y canto. «¡Tranquilo! Dentro de la habitación no hay nadie más, nadie me está
mirando.»
Sin embargo, la sensación de «estar siendo observado por alguien» no desaparece. De vez en
cuando se me corta la respiración de manera angustiosa, se me seca la garganta. Quiero beber
agua. Pero, si lo hago, seguro que me entrarán ganas de orinar, y en una noche como ésta lo último
que quiero es tener que salir afuera a orinar. Me aguantaré hasta mañana. Encogido dentro del saco
de dormir, escondo un poco más la cabeza.
—¡Pero vamos! ¿Esto qué es? Temblando de miedo ante el silencio y la oscuridad. Como una
niñita tímida. ¿Ése es tu verdadero yo? —me dice burlón el joven llamado Cuervo—. Tú siempre
has creído que eras fuerte. Pero, por lo que se ve, de eso nada. Pero si parece que vayas a
echarte a llorar de un momento a otro. ¡Mira que...! Espero que no te acabes meando en la cama.
Ignoro sus pullas. Cierro los ojos con fuerza, me subo la cremallera del saco de dormir hasta la
nariz y alejo cualquier pensamiento de mi mente. Y aunque un búho dibuje en el espacio las
palabras de la noche, aunque en la lejanía se oiga el sonido de algo pesado al caer, aunque en la
habitación haya signos de que algo se está moviendo, yo no abro los ojos. «Me están poniendo a
prueba», pienso. Óshima, a mi edad, también pasó unos días aquí. Seguro que él también sintió el
pánico que yo estoy experimentando ahora. Por eso me dijo: «Hay diferentes tipos de soledad». Qué
tipo de sensaciones iban a embargarme aquí en plena noche, eso Óshima ya debía de saberlo.
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Porque eran las mismas sensaciones que él había experimentado antes. Al pensar en ello, mi
cuerpo se relaja un poco. Voy a ser capaz de reseguir con el dedo las sombras del pasado que
trascienden el tiempo. Voy a lograr sobreponer mi figura a esas sombras. Respiro hondo. Y, sin darme
cuenta, me quedo dormido.
Me despierto a las seis de la mañana pasadas. El canto de los pájaros se vierte como un chorro de
vitalidad sobre los alrededores. Los pájaros van saltando de rama en rama, l amándose con trinos
penetrantes. En su mensaje no resuena aquel eco lleno de significados ocultos del ulular de las aves
nocturnas.
Salgo del saco de dormir, abro las cortinas y compruebo que no queda ni un jirón de las tinieblas
que anoche acechaban la cabaña. Todo brilla con una fresca tonalidad dorada recién estrenada.
Prendo un fósforo, enciendo el fuego, pongo agua mineral a calentar, me tomo una manzanilla.
Saco gal etas saladas de la bolsa de papel de la comida, me como unas cuantas galletas con queso.
Luego me dirijo al fregadero, me lavo los dientes, me lavo la cara.
Me pongo una sudadera encima de la chaqueta y salgo afuera. El sol de la mañana penetra a
través de los altos árboles en el espacio abierto que hay delante del porche. Se levantan columnas de
luz por doquier y la bruma matutina flota entre el as como un espíritu recién nacido. Respiro hondo y una
bocanada de aire purísimo aturde mis pulmones. Me siento en un escalón del porche, contemplo los
pájaros que revolotean de árbol en árbol, aguzo el oído a su canto. La mayor parte de los pájaros
va de dos en dos. A cada instante localizan con la mirada a su pareja y la l aman con sus trinos.
El arroyuelo se encuentra en un bosquecillo, cerca de la cabaña. Lo descubro enseguida por el
sonido del agua. Hay una especie de estanque rodeado de piedras; el agua que brota se detiene
ahí formando unos complicados remolinos, y luego cobra brío y reemprende su camino fluyendo
hacia abajo. El agua se ve limpia y pura. Tomo un poco en la palma de la mano y la pruebo: está
dulce y fría. Permanezco unos instantes con las manos sumergidas.
De vuelta en la cabaña alcanzo la sartén y me preparo unos huevos con jamón; hago tostadas en la
parril a, como. Caliento leche en un cazo y me la bebo. Luego saco una sil a al porche, me siento, apoyo los
pies en la barandil a y decido pasarme la mañana leyendo apaciblemente. Las estanterías de Óshima
están atiborradas de cientos de libros. Hay pocos títulos de ficción, y las que hay son únicamente obras
clásicas muy conocidas. La mayoría son libros de filosofía, sociología, historia, psicología, geografía,
ciencias naturales, economía..., ese tipo de libros. Posiblemente aquél era el resultado de los esfuerzos
de Óshima, que apenas había recibido educación académica, por adquirir él solo, a través de la lectura,
los conocimientos generales necesarios. Aquel os libros cubren un terreno de materias amplísimo y,
según como lo mires, inconexo.
Escojo un libro que trata sobre el juicio a Adolf Eichmann. Su nombre me sonaba, como criminal
de guerra nazi, pero no tenía un interés especial por el tema. Sólo que, casualmente, el libro me
saltó a la vista y acabé cogiéndolo. Al leerlo, descubrí qué brillante ejecutor había sido aquel
teniente coronel de las SS con gafas de montura dorada y pelo ralo. Poco después de estallar la
guerra, la cúpula nazi le asignó la ejecución de la solución final —en otras palabras, de la matanza a
gran escala— de los judíos y él estudió detal adamente cómo llevarla a cabo. Y elaboró un plan. La
duda sobre si la ejecución de ese plan era moralmente correcta o no apenas se le cruzó por la
conciencia. Lo que ocupaba su mente era cómo deshacerse de los judíos en un corto periodo de
tiempo y con el menor coste posible. Según sus cálculos, la cifra de judíos de toda Europa ascendía a
once mil ones.
¿Cuántos trenes de mercancías necesitaría y cuántos judíos cabrían en cada vagón? De éstos, ¿qué
porcentaje perdería la vida de forma natural durante el transporte? ¿Cómo conseguiría desempeñar
esa labor con el menor número posible de hombres? ¿Cuál era la manera más barata de deshacerse
de los cadáveres? ¿Quemarlos? ¿Enterrarlos? ¿Fundirlos? Sentado ante su escritorio, calcula sin
descanso. Sus planes se l evaron a la práctica casi con la efectividad que él había previsto. Antes de
acabar la guerra se habían deshecho de unos seis mil ones de judíos (más de la mitad de lo previsto)
siguiendo sus planes. Pero él no se siente en absoluto culpable. En el Tribunal de Justicia de Tel Aviv,
sentado en el banquil o de los acusados, tras el cristal antibalas, Eichmann, cabizbajo, parece estar
preguntándose por qué se le está sometiendo a un juicio de tanta envergadura y por qué los ojos del
mundo entero no apartan de él la mirada. Si él sólo era un técnico que había desempeñado con la
mayor eficacia posible la tarea que se le había asignado. ¿Acaso no hacía exactamente lo mismo
cualquier otro concienzudo burócrata del mundo? ¿Por qué sólo lo acusaban a él?
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Aquella mañana apacible, en el bosque, escuchando el canto de los pájaros, leo la historia del
«ejecutor». En la solapa de atrás hay una nota a lápiz de Óshima. Sé que la ha escrito él, porque es
una letra muy peculiar.
«Todo es una cuestión de imaginación. Nuestro sentido de la responsabilidad nace de la imaginación.
Como dice Yeats: "In dreams be-gin the responsabilities". Y es exactamente así. Si lo formuláramos a la
inversa sería: al í donde no existe la imaginación, no puede surgir la responsabilidad. Tal como podemos
ver en el caso de Eichmann.»
Imagino a Óshima sentado en esta sil a con un afilado lápiz en la mano, anotando sus impresiones
en la solapa del libro. La responsabilidad empieza en los sueños. Estas palabras resuenan con fuerza
en mi corazón.
Cierro el libro, lo dejo sobre mis rodil as. Pienso en mi responsabilidad. No puedo evitar pensar en
ella. Porque mi camiseta blanca estaba manchada de sangre fresca. Y yo lavé la sangre con mis
propias manos. Había una cantidad suficiente como para teñir el lavabo de rojo. Probablemente, yo
debería asumir mi responsabilidad con respecto a esa sangre derramada. Imagino que estoy siendo
juzgado. La gente me acusa, me exige responsabilidades. Todos me miran con hostilidad, me señalan
con el dedo. «Donde no hay memoria, no hay responsabilidad», argumento. «Y yo ni siquiera sé qué
ocurrió realmente.» Pero ellos dicen: «Pertenezcan a quien pertenezcan en origen los sueños, tú los
has compartido. Y, en consecuencia, debes asumir la responsabilidad sobre lo que ha ocurrido en
ellos. Porque, en definitiva, ellos se han infiltrado en ti a través del oscuro pasadizo de tu alma».
Igual que Adolf Eichmann, atrapado a la fuerza en la perversidad gigantesca del sueño de Hitler.
Dejo el libro, me levanto de la silla y, de pie en el porche, enderezo la espalda. H e permanecido
mucho tiempo leyendo. Necesito moverme. Cojo dos garrafas de plástico y voy a buscar agua al arroyo. Las acarreo hasta la cabaña y las vacío en el depósito de agua. Tras cinco viajes, el depósito de
agua queda lleno. Llevo brazadas de leña a la cabaña desde la caseta de atrás y la apilo junto a la
estufa.
En un rincón del porche cuelga una cuerda de nailon desteñida para tender la ropa. Saco de dentro
de la mochila la colada medio mojada, la despliego, aliso las arrugas y la tiendo. Extraigo todo el
contenido de la mochila y lo coloco sobre la cama para que se airee. Luego me siento frente a la mesa
y escribo mi diario de los últimos días Con un rotulador de punta fina anoto en un cuaderno con letra
diminuta, una a una, todas las cosas que me han sucedido. Mientras mantenga claro el recuerdo, debo
tomar nota detallada de todo. Porque. no sé hasta cuándo tendré una conciencia real de las cosas.
Echo marcha atrás en mis recuerdos. Perdí el sentido y, cuando lo recuperé, me encontré a mí mismo
tumbado entre los árboles, detrás de un santuario sintoísta. Rodeado de tinieblas, con la camisa
manchada de abundante sangre. Llamé a Sakura, fui a su casa, pasé al í la noche. Yo se lo conté todo,
el a me hizo aquel o.
Ella ríe divertida. «No lo entiendo. ¿No podías pensar lo que te diera la gana sin decírmelo a mí?
No hace falta que me estés pidiendo permiso para esto y lo otro, ni tampoco que me cuentes qué te
estás imaginando.»
No, no es cierto. Lo que yo estoy imaginando pertenece a este mundo y posiblemente tenga
mucha importancia.
Pasado mediodía voy al bosque. Tal como me ha dicho Oshima, es peligroso adentrarse
demasiado. «No pierdas nunca de vista la cabaña», me advirtió. Pero tal vez permanezca unos
cuantos días viendo en este lugar. Así que, en vez de seguir desconociéndolo todo; me sentiría más
tranquilo si pudiera recabar alguna información sobre este bosque que me rodea como un enorme
muro. Con las manos vacías, dejo atrás el claro bañado por los rayos del sol y penetro en un océano
de negra vegetación.
Hay una senda rudimentaria. Se abre camino aprovechando la configuración del terreno, pero está
allanada y la han cubierto, aquí y al á, con piedras planas para apoyar los pies. En las zonas donde el
terreno es blando han colocado troncos gruesos de tal modo que, aunque crezcan los hierbajos,
pueda verse el camino. Tal vez el hermano de Oshima vaya arreglándolo poco a poco cada vez que
viene. Sigo la senda. Subo una cuesta, desciendo un poco. Rodeo una gran roca, vuelvo a subir. El
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camino asciende, pero la inclinación del terreno no es muy pronunciada. A ambos lados del sendero
se yerguen altos, los árboles. Troncos de tonalidades sombrías, grandes ramas que se extienden a su
antojo en todas direcciones, denso follaje cubriendo el cielo sobre mi cabeza. En el suelo crecen
frondosos helechos y hierbajos como si succionaran con todas sus fuerzas aquel a tenue luz. En las
zonas adonde no l ega la luz del sol, el musgo cubre sin palabras la superficie de las rocas.
De la misma manera que un relato que empieza a ser contado con brío antes de que comiencen a
enmarañarse las palabras, el sendero, conforme va avanzando, va estrechándose cada vez más,
cediendo su dominio a los hierbajos. Las zonas al anadas van desapareciendo y se hace más difícil
adivinar si se trata de una senda o si simplemente lo parece. Y al final muere en un verde mar de
helechos. O quizá la senda prosiga hasta más adelante. Sin embargo, será mejor que aguarde a la
siguiente ocasión para comprobarlo. Para seguir adelante necesitaría preparar ciertas cosas y un
atuendo de los que ahora carezco.
Me detengo, me doy la vuelta. La escena que aparece ante mis ojos no recuerdo haberla visto antes.
No hay nada que me aliente. Los troncos de los árboles se superponen unos a otros bloqueando de
manera funesta la visión. Todo está sumido en la penumbra y un color verde profundo enturbia el aire.
Aquí no llegan los trinos de los pájaros. Siento que la piel se me eriza, como si hubiese soplado una
corriente de aire helado. «iTranquilo!», me digo a mí mismo. «El camino está ahí.» Ahí debe de estar el
camino por el que he venido. Si no lo pierdo, voy a ser capaz de regresar. Con la vista clavada en el
sendero bajo mis pies lo voy siguiendo, paso a paso, con infinitas precauciones, y para volver a la
cabaña tardo mucho más tiempo que a la ida.
Una luz de principios de verano inunda el claro abierto frente a la cabaña y los pájaros picotean
en busca de comida mientras dejan oír su canto transparente por los alrededores. Nada ha
cambiado desde mi partida. Probablemente nada haya cambiado. En el porche veo la sil a donde he
estado sentado hasta hace poco. Y ahí se encuentra, boca abajo, el libro que estaba leyendo hasta hace
poco.
Sin embargo, he tenido una conciencia real de los peligros que acechan en el interior del bosque. Y me
digo a mí mismo que no debo olvidarlo. Tal y como me dijo una vez el joven llamado Cuervo, el
mundo está l eno de cosas que todavía no he visto. Yo no sabía, por ejemplo, lo siniestras que podían
llegar a ser las plantas. Las únicas que había visto y tocado eran las plantas domésticas, cuidadas con
esmero, que se encuentran en la ciudad. Pero las que hay aquí..., ¡no! Las que viven aquí..., éstas
son totalmente distintas. Poseen fuerza física, respiran, poseen una mirada acerada que avista a su
presa. Las de aquí inducen a pensar en la magia negra de la antigüedad remota. El bosque es un
lugar dominado por los árboles..., al igual que los seres que pueblan el fondo del mar reinan sobre los
abismos marinos, De quererlo, el bosque podría expulsarme con toda facilidad, o podría acabar
succionándome. Probablemente yo debería sentir hacia aquel os árboles el temor y el respeto que
merecen.
Regreso a la cabaña y saco de la mochila la brújula. Levanto la tapa y compruebo que la aguja
señala el norte. Me meto la brújula en el bolsillo. Quizá me sea de utilidad en un momento u otro.
Luego me siento en el porche, contemplo el bosque, escucho música con el discman. Escucho a
Cream, escucho a Duke Ellington. Estas antiguas melodías las grabé en la sección de música de la
biblioteca. Escucho una y otra vez Crossroads. La música calma un poco mis nervios. Pero no
podré estar mucho tiempo escuchando música. Aquí no hay electricidad y no puedo cargar las pilas.
Cuando se me agote, ¡Se acabó!
Antes de la cena hago gimnasia. Flexiones, abdominales, levantamiento de pesas, el pino, diferentes
tipos de estiramientos. Un programa de mantenimiento pensado para realizarlo en un sitio pequeño,
sin aparatos ni instalaciones. Ejercicios simples, bastante aburridos, pero muy completos por su variedad
de movimientos, muy efectivos si se realizan correctamente. Me los enseñó un monitor del gimnasio.
«Éstos son los ejercicios más solitarios del mundo», me explicó. «Los que más los practican son los
prisioneros encerrados en sus celdas.» Me concentro y los realizo. Hasta que la camisa queda anegada
en sudor.
Tras una cena sencilla, cuando salgo al porche incontables estrel as titilan sobre mi cabeza. Más
que un cielo tachonado de estrel as, parece que las hayan esparcido al azar. Ni siquiera en el
planetarium se ven tantas. Algunas son gigantescas, rebosantes de vida. Parecen hal arse al alcance de
la mano. La visión es tan hermosa que quita el aliento.
Pero no sólo es hermosa. «Sí, las estrel as también viven y respiran, igual que los árboles», pienso.
Ahora me están contemplando. Saben lo que he hecho hasta este momento, saben lo que me
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dispongo a hacer en el futuro. Nada escapa a su mirada, ni el más trivial de los detalles. Bajo este
cielo resplandeciente vuelve a invadirme un pánico atroz. Se me hace difícil respirar, los latidos del
corazón se me aceleran. Hasta hoy había vivido bajo un número prodigioso de estrellas y ni siquiera
había reparado en su existencia. No me había detenido un solo segundo a pensar en las estrel as. Y no
sólo en las estrel as. ¿Cuántos miles de cosas habrá en este mundo que desconozco? ¿Cuántas cosas
en las que no he reparado jamás? Al pensar en el o, me siento terriblemente impotente. Vaya donde
vaya no podré huir jamás de esta impotencia.
Entro en la cabaña, meto leña en la estufa, la apilo con sumo cuidado. Hago una bola con un
periódico viejo que había dentro de un cajón, la enciendo con una cerilla, compruebo que el fuego
prende en la leña. Cuando estaba en primaria, me enviaron de acampada, al í aprendí a encender un
fuego. Ir de acampada fue una experiencia horrible, pero al menos de algo me sirvió. Abro
completamente el regulador de tiro de la estufa y entra el aire del exterior. Al principio el fuego no
prende, pero por fin empieza a arder un leño. El fuego pasa de un leño a otro. Cierro la tapa de la
estufa, coloco una sil a delante, me acerco la lámpara y, a su luz, prosigo la lectura. Cuando las l amas
se aúnan y crecen en vigor, coloco la tetera llena de agua encima de la estufa y hago hervir el agua.
La tapa de la tetera hace de vez en cuando un ruido agradable.
Claro que los planes de Eichmann no siempre pudieron ejecutarse sin problemas. Diversos factores
impidieron a veces que las cosas marcharan tal como él había previsto. Y, en esos casos, Eichmann
mostraba una faceta un poco más humana. Se enfurecía. Odiaba aquella serie de imponderables,
el colmo de la imprecisión, que osaba arruinar las preciosas estimaciones que él había realizado. Los
trenes se retrasan. Los trámites burocráticos lo entorpecen todo. Los comandantes cambian y los
traspasos de poder no acaban de funcionar. Tras el hundimiento del frente del Este, los guardianes de
los campos de concentración son enviados al frente. Caen grandes nevadas. Hay apagones. Falta el
gas. Las líneas férreas son bombardeadas. Eichmann odia la guerra con todas sus fuerzas, ese
«imponderable>, que entorpece la ejecución de sus planes.
Todo el o, Eichmann lo expone ante el Tribunal de Justicia con desapego, sin alterar la expresión del
rostro. Su memoria es prodigiosa. Su vida entera parece estar compuesta de pequeños detalles concretos.
Cuando las agujas del reloj señalan las diez, dejo de leer, me lavo los dientes, me lavo la cara. Cierro
el regulador de tiro de la estufa para que el fuego se vaya apagando poco a poco mientras duermo.
El fuego confiere al interior de la cabaña una tonalidad anaranjada. La estancia está caldeada, y esa
agradable sensación me relaja y mitiga el pánico que siento. Me deslizo dentro del saco de dormir
vestido sólo con una camiseta y unos bóxers y siento que esta noche soy capaz de cerrar los ojos de
una manera mucho más natural que la víspera. Dedico un breve pensamiento a Sakura.
«Ojalá fueras mi hermano», me había dicho el a.
Pero decido no pensar más en Sakura. Debo dormir. Dentro de la estufa, los leños se van
cuarteando. Un búho ulula. Y yo me sumo en un sueño indistinto.
A la mañana siguiente hago más o menos lo mismo. Pasadas las seis me despierta el animado
canto de los pájaros. Pongo agua a calentar, me tomo un té, preparo el desayuno y me lo como. Leo
en el porche, escucho música con el discman, voy a buscar agua al arroyo. Emprendo de nuevo la
senda del bosque. Esta vez, llevo la brújula. La voy mirando a trechos, compruebo la dirección
aproximada hacia la que se encuentra la cabaña. Luego cojo una podadera de la caseta de
herramientas y voy haciendo toscas señales en el tronco de los árboles. Arranco los hierbajos que
crecen por todas partes, dejo el camino más limpio y fácil de reconocer.
El bosque es tan profundo y oscuro como la víspera. Enhiestos árboles me rodean como un
grueso muro. Algo de tonalidad oscura, oculto entre los árboles como si fuese un animal tridimensional
que emerge de un dibujo de «buscar la figura escondida», espía mis movimientos. Pero ya no siento el
pánico atroz de la víspera que hacía que se me erizase la piel. Me he dictado unas reglas y las voy
a cumplir al detal e. Así posiblemente no me extraviaré.
Llego hasta donde llegué ayer y prosigo. Pongo el pie en el mar de helechos que ocultan el
camino. Tras avanzar unos pasos, reencuentro la senda. La mural a vegetal vuelve a cercarme. Para
poder hallar con facilidad el camino de regreso voy haciendo a trechos señales en el tronco de los
árboles con la podadera. En algún lugar entre las ramas que se encuentran sobre mi cabeza, un
enorme pájaro bate sus alas para amedrentar al intruso. Levanto la vista pero no consigo verlo. Tengo
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la garganta reseca, tengo que tragar saliva de vez en cuando, y cada vez que lo hago resuena con
estrépito.
Tras avanzar un poco llego a un claro del bosque de forma redondeada. Circundado por altos
árboles, recuerda el fondo de un gran pozo. Los rayos de sol penetran en línea recta a través de las
ramas abiertas de los árboles e iluminan el suelo a mis pies como un brillante foco. Siento que este
lugar es especial. Tomo asiento dentro del chorro de luz, recibo la calidez del sol. Me saco una
chocolatina del bolsillo, saboreo el dulzor que se va extendiendo por toda mi boca. Experimento una vez
más la importancia vital que tiene para el ser humano la luz del sol. Saboreo con todo mi cuerpo,
segundo a segundo, su valor. La violenta sensación de soledad y de impotencia que me provocó la
visión de aquel incontable número de estrellas ya se ha borrado de mi corazón. Pero, con el paso de
las horas, el sol irá cambiando de posición y su luz desaparecerá. Me levanto y vuelvo a la cabaña
por el mismo camino por el que he venido.
Pasado el mediodía, unas nubes oscuras empiezan a extenderse sobre mi cabeza. El cielo adquiere
una tonalidad misteriosa. Sin tregua, empieza a caer una l uvia violenta: el tejado y los cristales de la
ventana de la cabaña gimen doloridos. Al instante me desprendo de la ropa, salgo desnudo afuera. Me
lavo el pelo con jabón, me lavo el cuerpo. Es una sensación maravil osa. Suelto alaridos sin sentido con
toda la fuerza de mis pulmones. Los grandes y duros goterones me golpean por todo el cuerpo como
si de piedrecillas se tratase. Ese dolor punzante parece formar parte de un ritual religioso. Las gotas me
azotan las mejil as, los párpados, el pecho, el vientre, el pene, los testículos, la espalda, las piernas, el
trasero. Ni siquiera puedo mantener los ojos abiertos. El dolor contiene, sin duda alguna, cierta
intimidad. Siento que el mundo me está tratando con una equidad ilimitada. Y eso me l ena de alegría.
De repente me siento liberado. Alzo las manos al cielo, abro la boca de par en par, bebo el agua que se
vierte en el a.
Regreso a cabaña, me seco todo el cuerpo con una toal a. Tomo asiento en la cama, me contemplo
el pene. Un pene que acaba de asomar del prepucio, saludable, todavía de tonalidad clara. El
glande aún conserva una vaga sensación de dolor tras ser azotado por la lluvia. Me quedo
contemplando durante largo tiempo aquel extraño órgano que; pese a pertenecerme, actúa la mayor
parte de las veces a su libre albedrío. Y que parece que piense por sí mismo, y piensa cosas distintas a
las que piensa la cabeza.
Óshima, cuando estuvo aquí solo, a mi edad, ¿debió de sentirse atormentado también por el deseo
sexual? Posiblemente sí. Es la edad. Sin embargo, no puedo imaginármelo resolviendo eso él solo,
Óshima está por encima de todo.
«Soy una persona especial», me dijo Óshima. En aquel momento no entendí lo que intentaba
decirme. Pero sí comprendí que no era algo que se le hubiera ocurrido decir sin más. También
comprendí que no me estaba insinuando nada.
Alargué la mano, pensé en masturbarme. Pero cambié de idea. Deseaba mantener un poco más
aquella extraña sensación de pureza que me había poseído mientras me azotaba con fuerza la
lluvia. Me puse unos bóxers limpios, respiré hondo varias veces y luego hice levantamiento de pesas.
Después de cien veces, hice cien abdominales. Concentrando toda mi atención en cada músculo. Tras
realizar los ejercicios como es debido, me sentía mucho más despejado. Cesó de llover, las nubes se
dispersaron, el sol apareció y los pájaros reanudaron su canto.
Pero esta calma no durará mucho y tú lo sabes. Esto te perseguirá hasta el infinito como una
bestia incansable. Ellos llegan hasta la profundidad de los bosques. Son fuertes, obstinados y crueles,
no conocen ni el cansancio ni la renuncia. Aunque te hayas reprimido las ganas de masturbaste,
pronto lo harás en una polución nocturna. Y, en el sueño, quizás acabes violando a tu verdadera
hermana o a tu madre. Porque tú eso no puedes controlarlo. Porque es algo que excede a tus
fuerzas. Y lo único que puedes hacer es aceptarlo.
Temes a la imaginación. Y a los sueños más aún. Temes a la responsabilidad que puede
derivarse de ellos. Pero no puedes evitar dormir. Y si duermes, sueñas. Cuando estás despierto,
puedes refrenar, más o menos, la imaginación. Pero los sueños no hay manera de controlarlos.
Me tiendo sobre la cama, escucho a Prince con los auriculares puestos. Me concentro en su música
machacona. La primera pila se me agota a medio escuchar Little Red Corvette. La música se acaba
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como tragada por arenas movedizas. Al quitarme los auriculares se oye el silencio. Porque el silencio es
algo que el oído puede percibir. Lo he descubierto.
El perro negro se levantó y condujo a Nakata a la cocina. La cocina se encontraba, saliendo del
estudio, al fondo de un oscuro pasil o. Era una habitación oscura, con pocas ventanas. Estaba limpia y
ordenada, pero tenía algo de inorgánico. Parecía, más bien, el laboratorio de una escuela. El perro se
detuvo ante la puerta de un gran refrigerador, se volvió y clavó sus fríos ojos en el rostro de Nakata.
«Abre la puerta de la izquierda», le dijo el perro con voz grave. Pero no era el perro quien estaba
hablando, eso lo comprendió incluso Nakata. En realidad era Johnnie Walken quien hablaba. Era él
quien, a través del perro, se estaba dirigiendo a Nakata. a través de los ojos del perro, observaba
a Nakata.
Tal como le decían, Nakata abrió la puerta izquierda del refrigerador de color verde claro. Éste era
más alto que Nakata. Al abrir la puerta, el termostato se disparó con un ruido seco y empezó a oírse
el zumbido del motor. Una humareda blanca semejante a la niebla brotó del interior del frigorífico.
La parte izquierda era congelador y, al parecer, estaba programada a una temperatura muy baja.
Dentro, cuidadosamente alineadas, había una especie de frutas de forma redondeada. Habría unas
veinte en total. Nada más. Nakata se agachó y las estudió con los ojos entrecerrados. Cuando la blanca
humareda se hubo extendido por fuera y se disipó un poco, Nakata comprobó que lo que al í se
alineaba no eran frutas. Eran cabezas de gato. Cabezas de gato cortadas, de tamaños y colores
distintos. Se alineaban en los tres compartimentos del frigorífico igual que naranjas expuestas en las
estanterías de la frutería. Todos los gatos mantenían la congelada faz mirando directamente hacia
delante. Nakata tragó saliva.
Tal como le decían, Nakata fue examinando una cabeza tras otra. Hacerlo no le producía ningún
temor en particular. Lo que ocupaba la mente de Nakata era, ante todo, el afán de descubrir el
paradero de Goma. Nakata examinó a conciencia todas las cabezas de gato y comprobó que la de
Goma no se hallaba entre ellas. No había duda alguna. Al í no se encontraba ningún gato a rayas
blancas, negras y marrones. Todos los gatos, o las cabezas, que era cuanto quedaba de el os,
mostraban una extraña expresión de vacío en el rostro. Pero no había ni uno en cuya cara se leyera el
sufrimiento. Eso, al menos, fue un alivio para Nakata. Había unos cuantos gatos con los ojos cerrados,
pero la mayoría de ellos los mantenían abiertos, con la mirada vaga, fija en algún punto del espacio.
−No parece que Goma esté aquí -le dijo Nakata al perro con voz átona. Luego carraspeó y cerró la
puerta del frigorífico.
«¿Estás seguro?»
−Sí, estoy seguro.
El perro se levantó y condujo a Nakata de vuelta al estudio. Allí se encontraba Johnnie Walken
sentado en la silla giratoria, esperándolo en la misma postura en que lo había dejado. Al entrar
Nakata se l evó la mano al ala del sombrero a modo de saludo y sonrió afablemente. Luego dio dos
palmadas. El perro salió de la habitación.
−He sido yo quien les ha cortado la cabeza a todos esos gatos -dijo
Johnnie Walken. Cogió el vaso de whisky y tomó un sorbo-. Es que las colecciono.
−¿O sea que es usted, señor Johnnie Walken, quien atrapaba a los gatos en el descampado y los
mataba?
-Sí, exacto. Yo soy Johnnie Walken, el famoso asesino de gatos.
−Nakata no acaba de entenderlo. ¿Me permite hacerle una pregunta?
Claro, claro -dijo Johnnie Walken. Y sostuvo el vaso de whisky en el aire-. Pregunta lo que quieras.
Te responderé con mucho gusto. Pero, para economizar el tiempo, permíteme que me adelante y te diga
que lo primero que tú quieres saber es por qué tengo que matar gatos. Por qué razón colecciono
cabezas de gato.
−Sí, exactamente. Eso es lo que Nakata quiere saber.
Johnnie Walken dejó el vaso sobre la mesa y clavó la mirada en el rostro de Nakata.
−Se trata de un gran secreto, y a una persona normal no se lo contaría jamás. Pero bueno,
tratándose de ti haré una excepción. Aunque no debes contárselo a nadie... Claro que, aunque lo
contaras, tampoco te creería nadie. -Tras decir esto, Johnnie Walken soltó una risita-. ¡Vamos allá!
Yo no mato gatos por diversión. No estoy tan mal de la cabeza como para matar tantos gatos sólo
para divertirme. Tampoco tengo tan pocas cosas que hacer. Porque atrapar gatos y matarlos de
este modo requiere una considerable inversión de tiempo. Si mato gatos es para reunir sus
almas. Con las almas de esos gatos muertos voy a hacer una flauta muy especial. Y, tocando esa
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flauta, voy a poder reunir almas más grandes. Y si reúno almas más grandes, podré hacer una flauta
mayor. Y, al final, posiblemente consiga hacer una flauta enorme, una flauta cósmica. Pero hay que
empezar por los gatos. Tengo que reunir almas de gato. Ése es el punto de partida. En cualquier labor
se impone un orden. Y seguir escrupulosamente ese orden es una manifestación de respeto. Algo
esencial en cuanto a almas se refiere. Porque, evidentemente, no es lo mismo tratar con almas que
con piñas o melones, ¿no te parece?
-Sí -dijo Nakata, aunque no había entendido una sola palabra. ¿Flautas? ¿Caramillos o flautas
traveseras? ¿Cómo sonaba aquello? Y, ante todo, ¿qué podía ser eso de las almas de gato? Todas
esas cuestiones excedían la capacidad de comprensión de Nakata. El cual lo único que tenía claro
era que debía encontrar a Goma, la gatita a rayas blancas, negras y marrones, y l evarla de vuelta a
casa de los Koizumi.
-Pero tú lo único que quieres es llevarte a Goma -atajó Johnnie Walken como si leyera la mente de
Nakata.
−Sí, exacto. Nakata quiere l evar a Goma a casa.
−Ésa es tu misión -dijo Johnnie Walken-. Todos vivimos desempeñando la misión que se nos ha
encomendado. Es lo más natural del mundo. Por cierto, tú nunca has oído cómo suena una flauta
hecha con almas de gatos, ¿verdad?
−No, jamás.
−Es natural. Porque el oído no la capta, ¿sabes?
−¿Es una flauta que no se oye?
−Exacto. sí la oigo, claro. Si no, no sé de qué estaríamos hablando. Pero la gente normal no.
Aunque oigan el son de la flauta, no se dan cuenta. Y aunque lo hayan oído antes, no lo
recuerdan. Es una flauta extraña. Claro que, pensándolo bien, es posible que tú pudieras oírla. Si
tuviera la flauta aquí haría la prueba, pero ahora, por desgracia, no la tengo -dijo Johnnie Walken. Y
luego, levantando un dedo vertical en el aire, añadió como si se acordara de repente. A decir
verdad, Nakata, yo ahora justamente me disponía a cortales la cabeza a unos cuantos gatos. «Ha
llegado la hora de la cosecha», he pensado. En aquel descampado ya he atrapado a todos los gatos
que podía atrapar, es hora de irme a otra parte. Goma, la gatita a rayas blancas, negras y
marrones que tú estás buscando, forma parte de la cosecha. Claro que, si le cortara la cabeza, ya no
podrías l evártela de vuelta a casa de los Koizumi, ¿verdad?
—No, claro que no —dijo Nakata—. Una cabeza cortada no podría llevarla a casa de los Koizumi. Si
las dos niñas pequeñas la vieran, quizá no volvieran a probar alimento alguno en toda su vida.
—Yo quiero cortarle la cabeza a Goma. Y tú no quieres que se la corte. Los dos tenemos una misión,
nuestros intereses se contraponen. Es algo que suele pasar en este mundo. Negociemos. Mira,
Nakata, si tú haces algo por mí, yo te entregaré a Goma sana y salva.
Nakata se l evó las manos a la cabeza y se acarició el corto pelo canoso con la palma de la mano.
Era el gesto que solía hacer cuando se sumía en profundas cavilaciones.
—¿Y se trata de algo que Nakata es capaz de hacer?
—Creía que eso ya había quedado claro —repuso Johnnie Walken con una sonrisa sarcástica.
—Sí, en efecto —admitió Nakata recordándolo—. Así es. Ya había quedado claro. Le pido excusas.
—Tenemos poco tiempo. Te lo diré sin rodeos. Lo que quiero que hagas es matarme. Quitarme la vida.
Nakata, con las manos sobre la cabeza, permaneció largo tiempo con la vista clavada en el rostro de
Johnnie Walken.
—¿Que Nakata lo mate a usted?
—Exacto —contestó Johnnie Walken—. A decir verdad, Nakata, ya estoy harto de vivir así. Llevo
mucho tiempo viviendo. Tanto, que incluso he olvidado mi edad. Y no quiero seguir viviendo.
También estoy harto de matar gatos. Pero mientras viva tendré que seguir haciéndolo. Deberé
reunir sus almas. Siguiendo estrictamente el orden del uno al diez y, una vez llego al diez, vuelta a
empezar por el uno. Y repetirlo una y otra vez hasta el infinito. Estoy cansado, harto. Lo que yo
hago no puede hacer feliz a nadie. No merece el respeto de nadie. Pero así está establecido y yo
no puedo plantarme y decir: «Lo dejo». Tampoco puedo matarme a mí mismo. También eso está establecido así. No puedo suicidarme. Hay un montón de reglas al respecto. Si quieres morir, la única
manera posible es pedirle a alguien que te mate. Por eso quiero que me mates. Quiero que me mates
sintiendo miedo y odio hacia mí. Primero me temes. Luego me odias. y, finalmente, me matas.
—¿Pero por qué...? —preguntó Nakata—. ¿Por qué yo? Nakata jamás ha matado a alguien. Esas cosas
no están hechas para Nakata.
—Ya lo sé. Que tú jamás has matado a alguien, que no tienes ningunas ganas de hacerlo. Que no
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estás hecho para estas cosas. Pero, ¿sabes, Nakata? En esta vida hay casos en los que no puedes
aplicar este razonamiento. Hay situaciones en las que nadie piensa si estás hecho para algo o no. Y tú
eso debes entenderlo. Sucede en la guerra, por ejemplo. Tú sabes lo que es la guerra, ¿verdad?
—Sí, sé lo que es. Cuando Nakata nació había una guerra muy grande. Lo he oído decir.
—Cuando estal a la guerra, te l aman a filas. Y, al reclutarte, te ponen un fusil en las manos, te envían
al frente y, al í, tienes que matar soldados enemigos. Cuantos más mates, mejor. Si te gusta matar o no,
eso nadie te lo pregunta. Eso es lo que debes hacer. Y, si no lo haces, te matan a ti. —Johnnie Walken
apuntó con el dedo índice al pecho de Nakata—. iBang! En esto se resume la historia humana.
Nakata preguntó:
—¿Es que el señor gobernador va a llamar a filas a Nakata y le va a ordenar que mate a alguien?
—¡Exacto! Eso es lo que te ordena el gobernador. Que mates a alguien.
Nakata reflexionó pero no consiguió hilvanar sus ideas. ¿Por qué había de pedirle el gobernador
semejante cosa?
—En suma, que tú debes pensar del siguiente modo: que esto es la guerra. Y que tú eres un
soldado. Tienes que decidirte. O yo mato a los gatos o tú me matas a mí. Una de dos. Tienes que
elegir. Ya sé que para ti es injusto. Pero míralo de esta manera: ¿acaso no es injusto el hecho, en sí
mismo, de elegir?
Johnnie Walken se llevó una mano a su sombrero de copa. Como si quisiera comprobar que seguía
sobre su cabeza.
—Una cosa más, que te servirá de consuelo... si es que necesitas consuelo, claró... Soy yo quien
desea de todo corazón morir. Soy yo quien té pide que me mates. Te estoy pidiendo un favor. Así que no
tendrás por qué sentir remordimientos de conciencia. Te limitarás a hacer lo que te pido. ¿No te parece?
No vas a matar a alguien que quiere seguir viviendo. Al contrario. A eso incluso se le puede llamar hacer una buena acción.
Nakata enjugó con un pañuelo las gotas de sudor que perlaban su frente junto al nacimiento del pelo.
-Pero Nakata no puede hacerlo. Es imposible. Nakata no sabe cómo matar a alguien.
-¡Claro! -exclamó admirado Johnnie Walken-. ¡Claro! Algo de razón sí tienes. No sabes cómo hacerlo.
Porque es la primera vez que matas a alguien. Sí, tienes toda la razón. Comprendo tus objeciones. De
acuerdo. Voy a enseñarte cómo se hace. El secreto de matar, Nakata, reside en no vacilar. Tener una
gran idea preconcebida en la cabeza y ejecutarla de la forma más expedita posible. Ahí reside el secreto.
Mira, no es una persona, pero aquí tengo una buena muestra. Servirá de ejemplo.
Johnnie Walken se levantó de la silla y cogió una gran maleta de piel que se encontraba detrás del
pupitre. La colocó sobre la silla donde unos momentos antes había estado sentado, la abrió silbando
alegremente y, como si se tratara de un juego de magia, sacó un gato de dentro. A ese gato Nakata no
lo había visto jamás. Era un gato macho a rayas, de color gris. Un gato joven, apenas adulto. El gato
parecía exhausto, pero mantenía los ojos abiertos. Por lo visto estaba consciente. Silbando
alegremente, Johnnie Walken lo cogió con ambas manos y lo exhibió como si fuera un pez recién
pescado. Lo que silbaba no era otra cosa que el «iAibó! iAibó!» de los siete enanitos de la
Blancanieves de Disney.
-Dentro de la maleta hay cinco gatos. A todos los he cazado en el descampado. Gatos frescos
recién cogidos. Recién llegados de la zona de producción. Les he inyectado una droga, tienen el
cuerpo paralizado. Pero no es anestesia. Así que no están dormidos. Y sienten. Pueden percibir el
dolor. Sólo que los músculos están relajados y no pueden mover las patas. Y tampoco doblar el cuel o.
Les he administrado la droga para que no me arañaran. Ahora voy a coger un cuchil o, voy a abrirlos en
canal, voy a extraerles el corazón palpitante y, finalmente, les cortaré la cabeza. Voy a hacerlo delante
de ti. Va a derramarse mucha sangre. Sufrirán mucho. Si a ti te abrieran en canal y te sacaran el
corazón, te dolería, ¿no? Pues lo mismo les sucede a los gatos. Sienten dolor. Pobres bichos, ¿no?
No creas que soy un sádico sin sangre ni lágrimas. Pero no me queda otro remedio. Tienen que sufrir.
Así está establecido. Una regla más. Ya lo ves. Hay montones de reglas. -Johnnie Walken le guiñó un
ojo a Nakata-. Pero el trabajo es el trabajo. Una misión es una misión. Voy a ir liquidándolos uno
tras otro y, al final, le llegará el turno a Goma. Aún estás a tiempo de tomar una decisión. O yo mato a
los gatos, o tú me matas a mí.
Elige.
Johnnie Walken depositó al abatido gato sobre la mesa. Luego, abrió un cajón del escritorio y
extrajo con ambas manos un enorme envoltorio de color negro de su interior. Desplegó la tela con infinito
cuidado y alineó sobre la mesa los objetos envueltos. Una pequeña sierra circular, bisturíes de
diferentes tamaños, un cuchil o grande. Todos despedían un acerado bril o blanco como si acabaran de
afilarlos. Johnnie Walken fue colocándolos sobre la mesa mientras los inspeccionaba, uno a uno, con
amor. Luego extrajo de otro cajón unos platos de metal y los alineó, asimismo, sobre la mesa. Daba la
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impresión de que cada objeto tenía un lugar asignado. Sacó del cajón una gran bolsa de basura de
plástico negro. Mientras tanto, no dejó de silbar ni un instante «iAibó! iAibó!».
-En todo, Nakata, hay que seguir un orden -explicó Johnnie Walken-. No se puede mirar demasiado
lejos. Porque si miras demasiado lejos pierdes de vista el suelo y corres el riesgo de tropezar. Pero tampoco debes distraerte con los pequeños detal es que están a tus pies. Porque si no miras al frente,
acabarás topando con algo. Total, que hay que mirar un poco hacia delante, seguir un orden
determinado e ir despachando las cosas. Eso es fundamental. En cualquier cosa que hagas.
Johnnie Walken entornó los ojos y permaneció unos instantes acariciándole dulcemente la cabeza al
gato. Luego, con la yema del dedo índice recorrió, de arriba abajo, el blando vientre del gato. Acto
seguido tomó el escalpelo con la mano derecha y, sin previo aviso, rajó con decisión, de un corte
vertical, el vientre del gato. Sucedió en un instante. El vientre se partió en dos y las rojas vísceras se
desparramaron por fuera. El gato intentó abrir la boca y soltar un alarido de dolor, pero la voz murió
en su garganta. Debía de tener la lengua paralizada. A duras penas podía abrir la boca. Pero sus ojos
los enturbiaba un dolor atroz, de eso no cabía la menor duda. Nakata pudo imaginar lo espantosa
que debía de ser su agonía. Y la sangre, como si se acordara de repente, empezó a brotar a chorros. La
sangre tiñó las manos de Johnnie Walken y le salpicó el chaleco. Pero él no pareció reparar en ella
siquiera y, sin dejar de silbar «iAibó! iAibó!», introdujo la mano dentro del cuerpecil o del gato y, con un
escalpelo de pequeño tamaño, le cortó el corazón con mano experta y lo extrajo. Era un corazón
pequeño. Aún parecía estar latiendo. Se puso el corazoncito ensangrentado en la palma de la mano y
la alargó hacia Nakata, mostrándoselo.
-¡Mira! Esto es el corazón. Aún se mueve. Mira, mira.
Después de permanecer unos instantes mostrándole el corazón a Nakata, Johnnie Walken se lo
introdujo en la boca sin más. Y empezó a mover las mandíbulas arriba y abajo. Mascaba sin decir
palabra, saboreándolo con parsimonia. En sus ojos se dibujaba una genuina expresión de deleite, como
un niño que comiera un pastel recién hecho. Luego se limpió con el dorso de la mano los coágulos que
tenía adheridos a las comisuras de los labios. Se relamió los labios con la punta de la lengua.
-Calentito y fresco. Aún se me movía dentro de la boca.
Nakata observaba la escena mudo. Ni siquiera podía apartar la mirada. Percibía cómo, dentro de su
cabeza, algo empezaba a ponerse en movimiento. En la estancia flotaba el olor a sangre fresca.
Johnnie Walken, que seguía silbando «iAibó! iAibó!», le cortó la cabeza al gato con la sierra. Los
dientes de la sierra partieron los huesos entre crujidos. Con mano experta, sabía perfectamente qué
debía hacer. Como los huesos no eran muy gruesos, no tardó mucho. Pero aquel crujido contenía un
extraño peso. Colocó amorosamente la cabeza en uno de los platitos. Y luego, como si contemplara el
efecto de una obra de arte, se alejó unos pasos y estuvo unos instantes mirándola con los ojos
entrecerrados. Dejó de silbar, se sacó con una uña algo que se le había quedado entre los dientes,
se lo volvió a meter en la boca y lo saboreó con deleite. Se le oyó tragar saliva con un ¡glup! de
satisfacción. Por último, abrió la gran bolsa negra de basura y arrojó en su interior con indiferencia el
cuerpo al que le había cortado la cabeza y arrancado el corazón. Como una cáscara vacía, inservible.
-Uno menos -dijo Johnnie Walken y tendió sus manos ensangrentadas hacia Nakata-. Un
trabajo duro, ¿no te parece? Puedes comer corazones frescos, pero mira cómo te pones de sangre.
«No, más bien mis manos dejarán encarnado el multitudinario mar, haciendo rojo el verde.» Un
fragmento de Macbeth. No es tan trágico como en Macbeth, pero lo que gasto en tintorería no es moco
de pavo. Tratándose, encima, de ropa tan peculiar como ésta. Sería más práctico vestir una bata de
cirujano y ponerme unos guantes, pero no puede ser. También hay reglas sobre esto.
Nakata no decía nada. Dentro de su cabeza algo continuaba moviéndos. Olía a sangre. En el fondo
de sus oídos resonaba aquel «iAibó! iAibó!».
Johnnie Walken sacó el siguiente gato de la maleta. Era una gata blanca. No muy joven. Tenía la
punta del rabo un poco torcida. Johnnie Walken la acarició con cariño. Luego trazó en su vientre una
línea de corte con el dedo. Una línea imaginaria, recta, que iba de la garganta al nacimiento del rabo.
Después sacó el bisturí y volvió a abrir el gato en canal, como antes, de un golpe. Se repitió lo mismo.
El alarido mudo. El cuerpo sacudido por espasmos. Las vísceras derramadas. Extraer el corazón todavía
palpitante, mostrárselo a Nakata, metérselo en la boca. Masticarlo despacio. La misma sonrisa de
satisfacción. Enjugarse los coágulos con el dorso de la mano. Silbar «iAibó! iAibó!».
Nakata se hunde en el fondo del sillón. Cierra los ojos. Se aguanta la cabeza con ambas manos.
Las yemas de los dedos se le clavan en las sienes. Dentro de él ha empezado a producirse un
cambio, no hay duda. Aquella violenta conmoción está cambiando la constitución de su cuerpo. Su
respiración se ha acelerado sin que él lo perciba, siente un intenso dolor alrededor del cuel o. Por lo
visto está recomponiéndose su campo visual.
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-Nakata, Nakata -dice Johnnie Walken con voz festiva-. Esto no está nada bien. ¡Vamos! Que
ahora empieza la función. Éstos han sido los teloneros. Para caldear ambiente. Pero tú mantén
los ojos bien abiertos. Que ahora viene lo bueno. Quiero que veas cuánto me he esforzado para
deleitarte con algo ingenioso de verdad.
Y, silbando «iAibó! iAibó!», Johnnie Walken sacó el siguiente gato. Nakata, hundido en el sil ón, con los
ojos muy abiertos, lo miró. Era Kawamura. Kawamura clavó sus ojos en Nakata. Nakata miraba a su
vez los ojos de Kawamura, pero era incapaz de pensar en nada. Ni siquiera podía ponerse en pie.
-No creo que sea necesario que os presente, pero, por si lo fuera, lo haré -dijo Johnnie Walken-.
Éste es el gato señor Kawamura. Éste es el señor Nakata. Encantados ambos de conoceros.
Johnnie Walken, con ademanes teatrales, se quitó el sombrero, saludó a Nakata y, a continuación, a
Kawamura.
-Primero, los saludos de rigor. Claro que, tras los saludos, aquí pasamos inmediatamente a las
despedidas. Helio. Goodbye. «Al igual que las flores que se esparcen en la tormenta, la vida humana
es sólo un adiós» -dijo Johnnie Walken acariciando con la yema del dedo el blando vientre de
Kawamura. Una caricia llena de amor y de dulzura-. Ahora es el momento de detenerme, Nakata.
Si quieres detenerme hazlo ahora. Cuando llegue el momento, Johnnie Walken no dudará. Porque
en el diccionario del ilustre asesino de gatos Johnnie Walken no existe la palabra duda.
Y Johnnie Walken abrió el vientre de Kawamura sin vacilar. El alarido de Kawamura se oyó
perfectamente. Tal vez no tuviese la lengua lo bastante paralizada. O tal vez fuese un alarido
especial que sólo pudo llegar a oídos de Nakata. Pero fue un grito que helaba la sangre en las
venas. Nakata cerró los ojos y se apartó la cabeza con ambas manos. Sentía cómo le temblaban las
manos.
-No puedes cerrar los ojos -dijo Johnnie Walken con voz resuelta-. Otra vez las reglas. Los ojos no
pueden cerrarse. Cerrarlos no soluciona nada. Por más que los cierres, no desaparecerá el problema.
Al contrario, cuando vuelvas a abrirlos, las cosas habrán empeorado aún más. Así es el mundo en el
que vivimos, Nakata. Tú mantén los ojos bien abiertos. Cerrarlos es de pusilánimes. Sólo los
cobardes apartan la vista de la realidad. Y mientras tú cierras los ojos y te tapas los oídos el tiempo
va transcurriendo. ¡Tic! ¡Tac! ¡Tic! ¡Tac!
Tal como le decían, Nakata abrió los ojos. Cuando Johnnie Walken comprobó que los tenía
abiertos, se comió el corazón de Kawamura como si hiciera una exhibición. Con más parsimonia y
mayor deleite si cabe que antes.
-Blandito, calentito, como el hígado de una anguila recién pescada -dijo Johnnie Walken. Se
metió el dedo índice ensangrentado en la boca, lo chupó, lo sacó y lo levantó vertical en el aire-. Una
vez los pruebas, ya no puedes dejarlo. Tienen un sabor inolvidable. Sobre todo esta sangre viscosa, un
tanto pegajosa.
Secó con cuidado la sangre coagulada del bisturí con un paño y, luego, silbando tan alegremente
como de costumbre, le cortó la cabeza a Kawamura con la sierra. Los pequeños dientes aserraron el
hueso. La sangre se esparció por doquier.
-Se lo ruego, señor Johnnie Walken. Nakata ya no puede soportarlo más.
Johnnie Walken dejó de silbar. Interrumpió su labor, se l evó una mano a un lado de la cara y se rascó