4
No me enteré aquella tarde de quién ganó el partido, porque me fui de casa de Nissen antes de empezar la segunda parte (entonces llevaban ventaja los Patriots), y recorrí en automóvil los veinticuatro kilómetros que me separaban de Wellfleet para ver al Arpón, que vivía en una buhardilla encima de una mercería situada en una calle secundaria. He dicho una calle secundaria, pero lo cierto es que en Wellfleet la distinción entre calles principales y secundarias resulta difícil de establecer. Se diría que el día de la fundación de la ciudad, hace algo más de doscientos años, cinco marineros, cada uno de ellos empinando su botella de ron, fueron vagando desde la playa, bordeando los arroyos y rodeando las zonas pantanosas, y la gente que los seguía trazó las calles de acuerdo con las eses que hacían al andar. A consecuencia de ello, ninguna de mis amistades de Provincetown era capaz de encontrar la casa de alguien que viviera en Wellfleet, aunque, la verdad sea dicha, tampoco lo intentábamos a menudo. Wellfleet se había convertido en una ciudad muy puritana, y cuando alguno de nosotros se dejaba caer por allí, sus cristianos habitantes lo miraban con ojos que no rebosaban de contento precisamente. En consecuencia, no pudimos menos que preguntarle al Arpón cómo se le ocurrió dejar Provincetown para irse a vivir a Wellfleet. «Demasiada perversión. Tanta perversión me asfixiaba. Tuve que irme», era su respuesta habitual.
El Arpón tenía una mata de rizado pelo rubio que casi le cubría la frente, tan densa como la del gran cómico Harpo Marx (sin embargo, tenía el cuero cabelludo lleno de cicatrices, ya que después de ser profesional de fútbol americano fue semiprofesional y como tal jugaba sin casco).
Quizá convenga aclarar que el apodo del Arpón no tenía nada que ver con el arpa que tanto le gustaba tañer a Harpo Marx. Sven Veriakis, el Arpón, se había hecho famoso por una frase que repetía muy a menudo: «¡Qué tía tan buena! ¡Ojalá fuera lo bastante hombre para clavarle mi arpón!» Incluso había quien le llamaba Pon, para abreviar. Explico todo eso para indicar cuan difícil era encontrar el lugar en que vivía. En Cape Cod, en invierno, no era posible aclarar nada.
Bueno, el caso es que encontré su paradero y estaba en casa, dos verdaderas sorpresas. De todas maneras, todavía no estaba seguro de que fuera él quien me había hecho el tatuaje, ya que ni siquiera sabía que practicara ese arte, y, además, no alcanzaba a comprender cómo había sabido encontrar su casa en la oscuridad y estando borracho, pero tan pronto subí la escalera exterior que llevaba a su casa y entré, mis dudas quedaron disipadas. El Arpón estaba dando de comer a sus gatos (como compensación por no tener mujer, tenía cinco gatos). Levantó la vista, y lo primero que dijo fue:
–¿Se te ha infectado el brazo?
–Me escuece –le respondí.
No me dirigió ni media palabra más hasta que terminó de dar la última cucharada de comida a los gatos, aunque dirigió la palabra a alguno de los que se restregaban contra sus tobillos, como conyugales bolitas de pelo, pero tan pronto hubo terminado se lavó las manos, me quitó el vendaje, cogió una botella de plástico que contenía algún desinfectante y me echó el líquido en el brazo.
–La infección no tiene importancia. ¡Estupendo! Estaba preocupado. No me gusta utilizar las agujas cuando el ambiente es hostil.
–¿Qué ocurrió? –le pregunté.
–Estabas como una cuba.
–Bueno, suele pasarme siempre que bebo. ¿Te parece raro?
–Mac, querías pelearte conmigo.
–¡Pues sí que estaba borracho!
El Arpón tenía fuerza suficiente para coger un automóvil por el parachoques trasero y levantarlo.
–¿De veras quería pelearme contigo? –le pregunté.
–Si no, fingías muy bien.
–¿Iba solo, o me acompañaba una mujer?
–No lo sé. Quizá la mujer estaba abajo, en el automóvil. No hacías más que chillar por la ventana.
–¿Qué decía?
–Gritabas: «¡Vas a perder la apuesta!»
–¿Oíste alguna contestación?
Una de las virtudes de mis conciudadanos es que nadie se sorprende cuando un amigo no puede recordar algo que ocurrió hace sólo unos días.
–Bueno, hacía mucho viento –contestó el Arpón–. Y si era una mujer, se reía como el ángel exterminador.
–Pero ¿crees que había una mujer en mi automóvil?
Sepulcral, el Arpón contestó:
–No lo sé. A veces, el bosque se ríe de mí. Oigo montones de cosas.
Apartó la botella de desinfectante y movió la cabeza. Dijo:
–Mac, te supliqué que no te hicieras un tatuaje. El ambiente que nos rodeaba no podía tener peor aspecto. Antes que llegaras poco faltó para que subiera al tejado. Si hubiera habido rayos, habría tenido que subir.
Hay quien dice que el Arpón tiene poderes extrasensoriales, y otros que está sonado de tanto jugar al fútbol americano sin casco; yo siempre he pensado que en él concurrían ambas circunstancias, y que se reforzaban mutuamente. Estuvo en Vietnam y, según dice la leyenda, vio cómo su mejor amigo saltaba por los aires, destrozado por una mina, a menos de veinte pasos de él.
«Aquello me descentró», había confesado a algunos amigos. Ahora el Arpón vivía en los cielos, y las palabras de los ángeles y los demonios eran acontecimientos importantes para él. Varias veces al año, cuando los clanes que amenazan nuestra existencia se congregan entre las nubes como ejércitos medievales, y cuando los rayos llegan acompañados de densas lluvias, el Arpón subía al tejado de su casa y se enfrentaba a los elementos. «Si los elementos saben que estoy allí, se muestran comedidos. Temen que tenga poder para conjurarlos. Pero me pongo a llorar como un niño. Es algo terrible, Mac», me había confesado.
–Creía que sólo subías al tejado cuando llovía.
–Jamás sigas una norma al pie de la letra –me contestó con voz ronca.
Rara vez podías saber con certeza de qué hablaba. Su voz era profunda, y resonaban en ella tales ecos (como si su cabeza todavía vibrara a consecuencia de unas colisiones que nadie más hubiera podido aguantar), que te pedía un simple cigarrillo y esa petición parecía estar llena de insondables arcanos. También era capaz de hacer las más extraordinarias confesiones. Se parecía a esos deportistas que hablan de sí mismos en tercera persona. («Sí, Hugo Blacktower vale un millón de dólares si ficha por cualquier equipo de la NBA», dice Hugo Blacktower.) El Arpón, cuando hablaba en primera persona, sonaba como si lo hiciera en tercera. En una de nuestras fiestas veraniegas, me dijo: «Tu esposa es muy atractiva, pero me da miedo. No creo que llegara a empalmarme estando con ella. Mereces todo mi respeto por ser capaz de follártela.» Soltaba cosas tan extraordinarias como el cubilete de los dados.
–El día del huracán estuve tres horas en el tejado. Gracias a eso no llegó –dijo entonces.
–¿Lo contuviste?
–Sé que esto acabará conmigo. Tuve que hacer una promesa.
–¿Pero contuviste al huracán?
–Hasta cierto punto.
Cualquier otra persona habría pensado que me burlaba de ella cuando formulé la siguiente pregunta. Pero él sabía que no era así.
–Oye, ¿van a ganar los Patriots hoy?
–Sí.
–¿Es tu opinión profesional?
–Tengo la impresión. Me lo ha dicho el viento –respondió tras negar con la cabeza.
–¿Nunca se equivoca?
–En asuntos ordinarios, una vez de cada siete.
–¿Y en asuntos extraordinarios?
–Una de cada mil. Es que se concentra en el problema.
Me agarró por la muñeca y me preguntó:
–¿Por qué segaste la marihuana antes de la tormenta?
–¿Quién te lo dijo?
–Patty Lareine.
–¿Qué le dijiste?
El Arpón era como un niño. Si estaba dispuesto a explicarlo, no me ocultaría nada.
–Le dije que te advirtiera –me respondió con toda gravedad– de que era mejor perder la cosecha que recolectarla aprisa y corriendo.
–Y ¿qué te contestó?
–Que no le harías caso. La creí. Por eso no me ofendí cuando, hace un par de noches, viniste a verme con aquella cogorza. Supuse que habías fumado tu marihuana. Esa marihuana está poseída por el diablo.
El Arpón pronunció esta última palabra como si el Maligno fuera un cable de alta tensión que hubiera caído al suelo y anduviera soltando chispas.
–¿Vine para que me hicieras un tatuaje?
Negó con vehemencia:
–No. La gente ignora que sé tatuar. Sólo se los hago a personas que respeto mucho –me dirigió una sombría mirada y añadió–: Te respeto porque eres lo bastante hombre para follarte a tu esposa. Las mujeres hermosas despiertan mi timidez.
–Me has dicho que no vine para que me hicieras un tatuaje.
–No –me aseguró–, te hubiera echado con cajas destempladas.
–¿Qué quería, pues?
–Me pediste que organizara una sesión de espiritismo. Querías averiguar por qué se puso tan histérica tu mujer durante la última que tuvimos.
–Y ¿no podías ayudarme?
–¡Oh, no! –me dijo–. No podías haber escogido una noche peor.
–Así que me dijiste que no.
–Te dije que no. Entonces me llamaste embustero. Cosas terribles. Fue cuando viste mi estuche. Las agujas estaban encima de la mesa. Y dijiste que querías un tatuaje. «No me voy a ir con las manos vacías», dijiste.
–Y tú accediste.
–Al principio, no. Te dije que un tatuaje debe ser respetado. Pero no parabas de ir a la ventana y gritar: «¡Espera un momento!» Pensé que estabas hablando con ellos, aunque también podía tratarse de una persona. Entonces te echaste a llorar.
–¡Mierda! –exclamé.
–Me dijiste que si no podía organizar una sesión, forzosamente tenía que hacerte un tatuaje. «Se lo debo a ella», dijiste, «me porté mal con ella. Debo llevar su nombre.» –Asintió con la cabeza y prosiguió–: Lo comprendí. Querías el perdón de alguien. Así que dije que te lo haría. Entonces corriste a la ventana y gritaste: «¡Vas a perder la apuesta!» Eso me enfureció. Dudé de tu sinceridad. Pero no pareciste darte cuenta de mi enfado. Me dijiste que te grabara el nombre que me habías dicho en la sesión de Truro. «¿Qué nombre es ése?», te pregunté. Tim, tú lo recordabas.
–¿No te dije en la sesión que quería entrar en contacto con Mary Hardwood, una prima de mi madre?
–Eso lo dijiste de cara a los otros. Pero, dirigiéndote a mí, murmuraste: «El verdadero nombre es Laurel. Háblales de Mary Hardwood, pero piensa en Laurel.»
–¿Es eso todo lo que te dije?
–No. También dijiste que Laurel había muerto, que querías ponerte en contacto con ella, pero estaba muerta.
–No pude decir tal cosa –le repliqué–, porque quería saber dónde está.
–Si creías que está viva, hiciste mal uso de la sesión.
–Me temo que así es.
–Tal vez sea la explicación de todo este caos –suspiró, abrumado por el peso de la maldad humana–. Hace dos noches, cuando empecé a hacerte el tatuaje, me dijiste: «No puedo engañarte más. El nombre de la chica no es Laurel, sino Madeleine.» Eso me alteró mucho. Trato de estar en contacto con las fuerzas que me rodean cuando clavo la primera aguja. Es una protección básica para todos. Hiciste añicos mi concentración. Y al cabo de un momento me dijiste: «He cambiado de opinión. Pon Laurel, después de todo.» Confundiste a tu propio tatuaje. Lo confundiste dos veces.
Guardé silencio, como si considerara sus palabras. Al cabo le pregunté:
–¿Qué más dije?
–Nada. Te dormiste. Despertaste cuando ya había terminado de tatuarte. Entonces bajaste la escalera, subiste al coche y te fuiste.
–¿Me acompañaste?
–No.
–¿Miraste por la ventana?
–No. Pero tengo la impresión de que ibas acompañado. Tan pronto saliste comenzaste a hablar a gritos. Me pareció oír las voces de un hombre y una joven que trataban de calmarte. Luego os fuisteis todos.
–¿Los tres en mi Porsche?
El Arpón distinguía el sonido de los motores.
–Sí, sólo había un coche –afirmó.
–Oye, ¿cómo conseguí meter a dos personas en un asiento tan bajo?
El Arpón se encogió de hombros. Me disponía a irme, cuando dijo:
–La muchacha a la que llamas Laurel tal vez siga viva.
–¿Estás seguro?
–Tengo la impresión de que se encuentra en Cape Cod. Está enferma, pero sigue viva.
–Bueno, si te lo ha dicho el viento, hay seis posibilidades contra una de que estés en lo cierto.
Fuera estaba oscuro, y la carretera de Provincetown era barrida por las últimas hojas muertas, que caían sobre mi coche revoloteando desde los árboles. El viento soplaba con furia, como si realmente le hubiera molestado que engañase al Arpón, y ráfagas capaces de hacer zozobrar a una barca de vela azotaban los laterales de mi coche.
En cierta ocasión, un par de años atrás, asistí a otra sesión de espiritismo. Un amigo del Arpón había muerto en accidente automovilístico en aquella misma carretera, y él me invitó. Había además dos hombres y una mujer a quienes no conocía. Nos sentamos, formando un círculo en la penumbra, alrededor de una mesilla auxiliar de delgadas patas. Teníamos las palmas de las manos sobre la mesita y nuestros dedos meñiques se tocaban. El Arpón dio instrucciones a la mesa; con un tono que parecía dar por sentado que le entendía, le dijo que se inclinara hacia un lado para volverse a asentar después haciendo un ruido con las patas que significaría «sí». Si la mesa quería decir «no», debía dar dos golpes.
–¿Me has comprendido? –le preguntó.
La mesa levantó dos patas, obediente como un perro al que se le ordena que dé la patita. Luego dio un solo golpe en el suelo. Y comenzó la sesión. El Arpón le enseñó a la mesa un lenguaje muy sencillo. Un golpe representaría la letra A, dos, la B, y veintiocho golpes, la Z. Acto seguido, empezó a hacerle preguntas.
Primero quiso asegurarse de que realmente estaba hablando con su amigo muerto la semana anterior y preguntó:
–¿Eres tú, Fred?
Al cabo de una pausa, la mesa dio un golpe. Para comprobar la veracidad de lo anterior, el Arpón preguntó:
–¿Cuál es la primera letra de tu nombre de pila? La mesa dio siete golpes, los propios de la letra F.
Y seguimos. También era una noche de noviembre, y estuvimos sentados en el pisito del Arpón, sin abandonar la mesa, desde las nueve de la noche hasta las dos de la madrugada. Nadie conocía a los demás, excepto el Arpón, claro. Como es natural, tuvimos tiempo sobrado para comprobar si había gato encerrado, pero no advertí ni un leve indicio de ello. Nuestras manos reposaban de tal modo sobre él tablero de la mesa que no hubieran podido inclinarla a un lado, y, además, veíamos nuestras rodillas. Como estábamos tan juntos, por fuerza hubiéramos visto el menor esfuerzo para mover la mesa hecho por cualquiera de los otros. Realmente, la mesa se inclinaba a uno y otro lado por sí misma en contestación a nuestras preguntas, y de una forma tan natural como se vierte el agua de una jarra a un vaso. No resultaba fascinante, sino más bien un tanto aburrido, ya que la mesa tardaba mucho en formar una palabra.
–¿Cómo es el lugar en que te encuentras? –le preguntó el Arpón.
La mesa contestó con siete golpes. Ya teníamos una F. Hubo una pausa y la mesa volvió a levantar, lenta, muy lentamente, dos de sus patas, como un puente levadizo, para luego dejarlas caer con igual desmadejamiento y dar el golpe. Esta vez la cosa se paró aquí. Teníamos una A, es decir fa.
–¿Fabuloso? –preguntó el Arpón.
La mesa dio dos golpes: «No.»
–Lo siento. Sigue, sigue –dijo el Arpón.
Después oímos dieciséis golpes. Teníamos, pues, una F, una A y una N.
Hasta que tuvimos las letras F, A, N, T y A, el Arpón no se atrevió a preguntar:
–¿Fantástico?
Y la mesa respondió con un solo golpe.
–¿Es realmente fantástico? –insistió el Arpón.
De nuevo la mesa se levantó y volvió a dejarse caer. Era muy parecido a hablar con un ordenador.
Así estuvimos cinco horas, durante las cuales sostuvimos una corta conversación, excepcionalmente lenta, acerca de la nueva situación de Fred en el más allá, aunque no nos confió nada que pudiera estremecer los cimientos de la escatología o del karma. Únicamente cuando, ya pasadas las dos, regresaba a casa en mi automóvil, también en medio de un fuerte viento, me di cuenta de que una vulgar mesa auxiliar, desafiando todas las leyes de la física, se había levantado y se había vuelto a posar centenares de veces a fin de lanzar una palabra o dos cruzando un abismo que me parecía insondable. Fue entonces, yendo por la carretera, cuando se me pusieron de punta los pelos del cogote y comprendí que había asistido a unos hechos increíbles y lo que había hecho posible que ocurrieran estaba aún presente en el aire a mi alrededor. Aquello y yo estábamos solos en una carretera barrida por el viento, no muy lejos del profundo mar. Nunca me había encontrado tan solo en mi vida, y me invadió un terror que no había sentido cuando la mesa levantaba las patas.
Al día siguiente me sentía tan apático como si me hubiera aplastado el hígado contra una pared de cemento, y quedé tan deprimido que no asistí a ninguna otra sesión de espiritismo hasta la de aquella noche en Truro, de tan poco gratos recuerdos. Estaba dispuesto a aceptar que es posible comunicarse con los muertos. Pero no podía hacer las aportaciones espirituales que ello requería.
Regresé a casa, encendí el hogar, me serví una copa y cuando comenzaba a buscar las razones que me habían inducido a ir a Wellfleet, con dos personas más, en mi pequeño Porsche, para pedirle al Arpón que organizara una sesión de espiritismo, el picaporte de mi puerta llamó sin que nadie lo tocara, o al menos eso me pareció, y la puerta se abrió.
Ignoro qué entró en casa, y si se quedó dentro cuando volví a cerrar la puerta, pero sentí que me emplazaban. Volví a notar el intolerable hedor de podredumbre que había respirado cuando me encontraba debajo del voladizo y de buena gana hubiera protestado a gritos contra la inexorable lógica de lo que se pedía de mí. Y es que, con todo el peso de un mandamiento judicial que no podía desobedecer, algo me ordenaba volver al bosque de Truro.
Me resistí tanto como pude. Terminé la copa y me preparé otra, pero sabía que tanto si tardaba una hora como si tardaba tres días, tanto si me mantenía sobrio como si me emborrachaba hasta el punto de tener la sensación de ir rodeado de llamas, iría al hoyo. No quedaría liberado hasta que lo hiciera. La fuerza que movía las patas de la mesa había tomado posesión de mí, estaba dentro de mis entrañas y de mi corazón. No tenía alternativa. Nada podía ser peor que quedarme en casa y ver pasar las horas de la noche.
No me cabía duda ninguna. En otra ocasión anterior ya había estado preso en las redes de un imperativo más fuerte que yo. Así me había sentido veinte años atrás, durante aquella semana en que cada día paseé hasta el monumento de Provincetown con los pulmones fríos como el hielo y las tripas revueltas igual que si las tuviera llenas de gusanos, y una vez ante él contemplaba aquella pared y me decía, con una tristeza tan grande que parecía que mi iba a hacer perder la razón, que se podía escalar. Hasta donde alcanzaba mi vista, había un asidero tras otro, hendiduras en a cemento y pequeños salientes en los bloques de granito. Podía hacerse, y yo lo podía hacer. Miraba tan fijamente la base de la torre que, por increíble que parezca, nunca me fijé en el voladizo. Sólo pensaba que debía escalar aquella pared. Si no lo intentaba se apoderaría de mí algo mucho peor que el pánico. Los ataques de terror que padecía en plena noche, cuando mi cuerpo se incorporaba en la cama como movido por un resorte, sirvieron menos para que sintiera un poco de compasión por todos los seres a los que vence el impulso irrefrenable de hacer lo que nunca debería hacerse –tanto si se trata de seducir niños de corta edad como de violar a muchachas adolescentes–, y al menos conocí la pesadilla que arde llameante bajo la estupefacción de aquellos que procuran alejarse de sí mismos porque saben que, de lo contrario, ocurrirá una catástrofe. Los siete días y las siete noches de aquella semana que me pasé luchando contra aquella extraña fuerza tan ajena a mí, tratando de convencer a aquella presencia foránea de que no tenía ningún motivo para escalar el monumento, sirvieron asimismo para que conociera las diversas variedades del aislamiento humano. Para evitar enfrentarnos con el enemigo que vive en la dulce médula de nuestra espina dorsal, bebemos, tomamos marihuana, cocaína, nicotina, tranquilizantes y somníferos, aceptamos costumbres e iglesias, prejuicios e hipocresías, nos dejamos llevar por las ideologías y, sobre todo, por nuestra propia estupidez –¡el más vital de los aislamientos!–. Conocí todo eso durante la semana que precedió a mi intento de escalar el monumento y conquistar mi indómito yo. En consecuencia, con el cerebro inflamado por las anfetaminas, inclinado en una dirección por la marihuana y en otra por el alcohol, gimiendo en mi fuero interno como un niño nonato que teme morir ahogado antes de encontrar el camino hacia la luz, sintiéndome tan sanguinario como un samurái, emprendí la escalada de la torre y descubrí, por absurdas que parezcan mis conclusiones, que me encontraba mucho mejor después de haberlo intentado, aunque sólo fuera porque las pesadillas que agitaban mi sueño disminuyeron considerablemente.
Así pues, había valido la pena. Y sabía que ahora también sería así. Tenía que volver a contemplar el rostro de la difunta rubia. Y tenía que hacerlo aunque no supiera si el causante de su muerte era yo o había sido obra de otro. ¿Me comprenderán si aseguro que este conocimiento, con ser indispensable para mí –¿qué debía temer más, la ley o todo lo que estaba fuera de ella?–, no me empujaba tanto a ir como el simple deseo de hacerlo, un deseo que nacía de una idea profundamente arraigada en lo más intimo de mi ser. La importancia del viaje debía medirse por el miedo que me causaba emprenderlo.
No hablaré de las horas que pasé dudando qué decisión tomar.
Sólo diré que cuando faltaba poco para la medianoche había conseguido vencer el miedo que me paralizaba hasta el punto de iniciar el viaje mentalmente, así que estaba preparado, al menos con la imaginación, para salir de casa, subir al coche y enfilar una carretera barrida por un viento que a aquellas horas intempestivas haría danzar las hojas de los árboles como si estuvieran poseídas por los espíritus. Cuando hube previsto todos los detalles de mi viaje, y lo realicé con el pensamiento antes de que me decidiera a emprenderlo, se había instalado en el núcleo de mi miedo la calma que te da hacerte una composición de lugar. Por fin me había armado para salir, pero cuando me dirigía a la puerta, dispuesto a enfrentarme al aire de la noche, volvió a sonar el picaporte tan reciamente como un martillazo en mi tumba.
Algunas interrupciones son demasiado profundas para hacerte perder la compostura. Tus miembros no han de temblar cuando te encuentras con el verdugo. Descorrí el cerrojo y abrí la puerta.
Entró Regency. Mi primera impresión al ver la tensión de su cara y el brillo de la ira en sus ojos, fue que venía a detenerme. Se quedó largo rato en el vestíbulo, mirando fijamente los muebles de la sala de estar y moviendo la cabeza de un lado a otro, y al cabo comprendí que sólo trataba de librarse de la tensión que lo agobiaba.
–Amigo, no he venido a tomar una copa –dijo Regency al fin.
–De todos modos podemos tomar una.
–Luego, primero tenemos que hablar.
Clavó durante unos instantes sus ojos llenos de ira en los míos y luego, sorprendido –ya que no creo que hubiera visto nunca en mí una expresión tan resuelta–, los apartó. Regency no podía saber qué me proponía hacer cuando entró.
–¿Desde cuándo trabajas los domingos? –le pregunté.
–No has ido hoy al lado oeste del pueblo, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
–Así pues, ¿no sabes lo ocurrido?
–No.
–Todos los policías del pueblo estaban en el Mirador. Todos –me miró sin verme y dijo–: ¿Te importa que me siente?
Me importaba y no me importaba, así que le hice un gesto ambiguo.
Regency se sentó y dijo:
–Oye, Madden, ya sé que estás muy ocupado, pero quizá recuerdes que esta mañana te llamó Merwyn Finney.
–¿El gerente del Mirador?
–¿Te pasas la vida allí y no sabes su nombre? Regency estaba terriblemente irritado.
–¡Bueno, tampoco hay para tanto!
–De acuerdo. ¿Por qué no te sientas?
–Porque estaba a punto de salir.
–Finney te llamó para hablarte de un coche, ¿verdad?
–¿Sigue allí?
–Le dijiste que no recordabas el nombre de la mujer que iba en compañía de Pangborn.
–Sigo sin recordarlo, ¿es importante?
–No creo. A no ser que sea su esposa.
–Diría que no.
–¡Vaya, juzgas a la gente con mucha rapidez!
–Quizá, pero no soy lo bastante listo para adivinar qué diablos pasa.
–Bueno, podría decírtelo, pero no quiero influir en tus respuestas –volvió a mirarme a los ojos–. ¿Qué opinas de Pangborn?
–Un abogado que trabaja para grandes empresas. Muy listo. Estaba de tapadillo con una rubia.
–¿Viste algo raro en él?
–Simplemente, no me cayó bien.
–¿Por qué?
–Quería ligar con Jessica, y él no paraba de entrometerse –me callé. No cabía duda de la profesionalidad de Regency como policía. Ejercía una constante presión. Y acababas por cometer algún error–. ¡Oh! –dije–, ése es su nombre. Acabo de recordarlo. Jessica.
–¿Apellido? –preguntó Regency tras anotar el nombre.
–No me acuerdo. Es posible que no me lo dijera.
–¿Qué te pareció la mujer?
–Una señora de la buena sociedad. Diría que de la buena sociedad del sur de California. Pero tiene poca clase. Sólo dinero.
–Pero ¿te gustó?
–Me dio la impresión de que, en el retrete, se portaría como una estrella del porno.
Dije estas palabras para escandalizar a Regency. Y tuve más éxito del que esperaba.
–No me gustan las películas porno. No voy a ver ninguna. Incluso no me importaría cargarme a media docena de estrellas de ésas.
–Esto es lo que más me gusta de los servidores de la ley –le contesté–. Le pones uniforme a un asesino, y ya no vuelve a asesinar.
Regency levantó la cabeza.
–Filosofía barata hippy –dijo.
–Jamás podrás sostener una discusión. Tienes el cerebro lleno de campos de minas.
–Tal vez –dijo con aire taimado, y me guiñó un ojo–. Bueno, volvamos a Pangborn. ¿Dirías que es un hombre de carácter inestable?
–No me lo pareció. Es más, aseguraría que no.
–Pues no lo asegures.
–¿Que no lo asegure?
–¿En algún instante te causó la impresión de ser amariconado?
–Bueno, quizá se lave las manos después de follar, pero no, no me pareció amariconado.
–¿Estaba enamorado de Jessica?
–Yo diría que le atraía justamente por lo que podía ofrecerle, y que comenzaba a cansarse de ella. Quizá fuera demasiada mujer para él.
–¿Te pareció que podía estar locamente enamorado de ella? Estaba a punto de contestar «No, no me lo pareció», pero decidí preguntar.
–¿Qué entiendes por «locamente»?
–Diría que es amar a alguien hasta el punto de que ya no eres responsable de tus actos.
De algún punto indeterminado de mi mente surgió una idea muy mezquina.
–Alvin, ¿adonde quieres ir a parar? –pregunté–. ¿Es que Pangborn la asesinó?
–No lo sé. Nadie la ha visto.
–Bien, ¿dónde está Pangborn?
–Esta tarde me ha llamado Merwyn Finney y me ha preguntado si podía retirar el automóvil de su aparcamiento. Pero como estaba aparcado correctamente, le he dicho que primero teníamos que poner un aviso en el parabrisas. Más tarde fui a dar una vuelta por la ciudad y decidí ir al restaurante y echar una ojeada al coche. Aquello me pareció muy raro. No sería la primera vez que un coche vacío encerrara alguna sorpresa. Así que he tentado el maletero. No lo habían cerrado. Pangborn estaba dentro.
–¿Asesinado?
–Interesante pregunta. No, amigo mío, se suicidó.
–¿Cómo?
–Se metió en el maletero y lo cerró. Luego se echó una manta encima, se metió una pistola en la boca y oprimió el gatillo.
–Tomemos una copa –propuse.
–Sí.
Tenía los ojos llenos de rabia.
–Un asunto muy raro –comentó.
No pude servirme la copa. Alvin Luther Regency tenía sus poderes, evidentemente. A pesar de que no veía que pudiera beneficiarme, le pregunté:
–¿Estás seguro de que fue suicidio?
Peor aún. Nuestras miradas se encontraron directamente, con esa falta de disimulo que resulta palpable: las dos personas recuerdan lo mismo. Yo veía sangre en el asiento contiguo al del conductor, en mi automóvil.
–Sin la menor duda, se trata de un suicidio –dijo Regency–. Tiene señales de pólvora en la boca y en el paladar. A no ser que, alguien le drogara antes… –Sacó un bloc de notas y escribió algo–. Sólo que no veo claro cómo le puedes meter una pistola en la boca a alguien, dispararla y colocar luego el cuerpo sin que la sangre derramada te delate. La dispersión de la sangre por el suelo y el lateral del maletero es la que cabría esperar en un suicidio –asintió–. Pero tu perspicacia –dijo– no me merece una opinión nada elevada. Al juzgar a Pangborn, te equivocaste de medio a medio.
–La verdad es que no me pareció un suicida.
–Olvida eso. Era un maricón de mierda. Madden, no tenías idea de quién era el que hacia guarradas en el retrete.
Regency paseó la mirada por mi cuarto de estar como si contara las puertas y clasificara los muebles. No resultaba agradable ver mi casa a través de los ojos de Regency. Casi todos los muebles habían sido escogidos por Patty, y sus gustos eran recargados y estaban llenos de dinero de Tampa; es decir, muebles blancos y colores chillones en los almohadones, los cortinajes y las alfombras, telas con grandes flores, muchos taburetes de bar acolchados tapizados de skay –los de su tocador y la sala de estar combinaban el rosa, el lima-limón, el naranja y el marfil–. Un gusto demasiado chabacano para Provincetown, y más en invierno. ¿Se harán cargo de mi estado de ánimo si les digo que muchos días no era capaz de advertir la diferencia entre los colores de la casa de Nissen y los de la mía?
Regency seguía contemplando los muebles de mi casa. La palabras «maricón de mierda» aún resonaban en sus labios, estaba dispuesto a ceder tan fácilmente.
–¿Por qué estás tan seguro de que Pangborn era homosexual?
–Bueno, yo no usaría esa palabra. Yo le llamaría gay –¡qué ofensiva resultaba para él esta palabra!–. Deberían llamarlo «síndrome de Kaposi» –sacó una carta del bolsillo–. Se llaman a sí mismos gays y van por ahí infectándose los unos a los otros sistemáticamente. Son como una plaga.
–Bueno, de acuerdo –concedí–. Tú ocúpate de tus plagas y yo me ocuparé de las mías.
Regency era tan testarudo que me hubiera llenado de indudable placer combativo discutir con él –la polución nuclear para ti, el herpes para mí–, pero no era el momento.
–Mira lo que hay dentro de este sobre –me dijo–, dime si Pangborn era gay o no. ¡Léetela!
–¿Estás seguro de que la escribió él?
–Comparé la letra con la de su agenda. Sí, él escribió la carta. Hará cosa de un mes. Está fechada. Pero no la envió. Creo que cometió el error de volverla a leer. Eso sería suficiente para meterte el cañón en la boca y volarte la cabeza.
–¿A quién va dirigida?
–Bueno, ya sabes cómo son los maricas. Tienen tanta intimidad los unos con los otros que ni siquiera se toman la molestia de llamarse por su nombre. Simplemente, charlan de alma a alma. Quizá al final se dignen poner el nombre del destinatario, para que la loca que recibe la epístola sepa que la mierda ha llegado al orinal al que iba destinada.
Regency soltó su relincho.
Leí la carta. Estaba escrita en tinta azul púrpura, con letra redondeada y de trazo firme.
Acabo de hojear tu volumen de poesías. No puedo presumir de apreciar la poesía y la música clásica en toda su plenitud, pero sé muy bien lo que me gusta. Me gusta que las sinfonías surjan de las partes íntimas. Me gustan Sibelius, Schubert, Saint-Saéns y todas las eses, sí, sí, sí. Me consta que me gustan tus poesías porque tengo ganas de contestarte y ponerte nervioso, hermoso. Ya sé que no te gusta la faceta vulgar de mi personalidad, pero no olvidemos que tu Lonnie es un perro callejero, que tuvo que dar un salto muy grande a fin de casarse con su heredera de una cadena de comercios. ¿Quién es el que lleva las cadenas?
Me gustó tu poema «Quemado» porque me hizo añorarte. Allí estás tú, tenso como siempre, nerviosamente preocupado por ti mismo, terriblemente aislado, claro, al fin y al cabo estabas en la cárcel, en tanto que yo me encontraba en Vietnam, patrullando los mares de China. ¿Sabes cómo son allí los ocasos? Describes con gran belleza el arco iris que aparece ante ti cuando quedas «quemado», «agotado», pero no has vivido aquellos arcos iris. ¡Con cuánta vividez me recuerdan tus líneas los lujuriosos meses, rebosantes de sexualidad, que pasé quemándome en Saigón, sí, mi amor, «quemado» igual que tú. Escribes acerca de ese hatajo de criminales que te rodea, y le dices al lector: «Parece que lleven hornos en su interior, fuegos bien alimentados que resplandecen a través de su piel, calentando el aire del verano.» Pues escucha bien, muchachito: esto no es sólo aplicable a esos delincuentes que te rodeaban. No, porque muchos de los marineros que conocí me causaron esa misma impresión. Muchos han sido los fuegos ante los que he calentado mis manos y mi cara. Casi te has vuelto loco negándote lo que más deseas, pero tú eres un caballero o algo parecido. Ahora bien, yo he buscado y he encontrado, y he seducido sin hacer distinciones, interpretando el papel de ramera masculina. He bebido glotonamente de la gran botella con el largo pezón de goma. Lonnie no piensa volverse loco, ¡ni pensarlo! Porque tiene la sabiduría suficiente para sacar el mejor partido posible de su sangre afeminada.
No sabes lo que te perdiste en los mares de China. Recuerdo a Carmine, el de los negros ojos, que acudía a la puerta de mi tienda, cerca de Danang, y con dulce voz me decía: «Lonnie, pequeño, sal.» Recuerdo muy bien al alto y flaco muchacho rubio de Beaumont, Texas, que me mostraba siempre las cartas que escribía a su esposa. Quería separarse de él y yo tenía el deber de leer sus cartas, yo era el censor, y me gusta, recordar el ansia con que me esperaba rondando cerca del barracón de oficiales, mientras oscurecía, y sigo pensando con amor en el modo como me hablaba de su granja avícola hasta que yo alargaba la mano y le acariciaba, y entonces se abría de piernas y se relajaba, y, querido, no volvía a pedirme nada a cambio de volverme a hablar de su granja avícola hasta la noche siguiente; volvía a vagar por los alrededores del barracón de oficiales y yo, que estaba hambriento, podía satisfacer su hambre. Y también recuerdo al adorable muchacho de Ypsilanti, llamado Thorne, así como el sabor a cerezas de sus labios y sus adorables ojos, sus silencios, y, por fin, la tierna y tartamudeante redacción de su carta, tan dulce, propia del sexto curso de primaria, el día que dejé el barco, que él mismo vino a entregarme en el puente de mando.
Y aquel marinero del cuerpo de transmisiones natural de Marion, Illinois, que me mandó su primera insinuación amorosa mediante señales ópticas sin saber que yo podía seguirlas a pesar de la tremenda rapidez con que me las enviaba. «Hola, mi amor, ¿te parece que tú y yo pasemos la noche juntos en mi barco?» Mi contestación fue: «¿A qué hora, querido?» Todavía recuerdo su maravilloso aroma, mezcla de sudor y Aqua Velva, y la cara de sorpresa que puso.
¡Cuántas cosas me recuerdan tus poemas! Aquellos eran días gloriosos. No había documentos jurídicos que analizar. No había herederos de ricas familias –no te lo tomes personalmente– a quienes sacarles el jugo. Sólo había almirantes y marineros rasos. Lástima que no hayas conocido a ningún infante de marina, un marine o un boina verde. Son verdaderamente templados, querido, y no disparan hasta que ves el color rosado de sus cojones. No he tenido tiempo para pensar tranquilamente en esas cosas, desde hace mucho, pero ahora voy a hacerlo. Tus poemas me refrescan la memoria. Recuerdo al suboficial del cuerpo de sanidad, a quien conocí en el Elefante Azul en el bulevar de Saigón, y también recuerdo la habitación a la que, poco después, le llevé, en un medio derruido hotel, y la gloriosa forma en que bebió de mí, hasta el momento en que también yo tuve que beber, para apagar la gran sed que su beber de mí me había provocado. Y después intentó saber mi nombre mirando el forro de mi gorra, para volverme a ver. Pero yo no quería, y así se lo dije. Pero al acercar mi nariz a su guerrera, su aroma me puso tan frenético que, una vez más, perdí la cabeza.
Sí, ciertamente, esos muchachos llevaban en su interior un fuego que calentaba el aire sensual de aquellas tierras. Legiones de grandes y suplicantes cipotes goteantes, de un color airadamente rojo como las crestas de los pavos de Navidad, ¡oh, días adorables y gloriosos!, mientras tú languidecías en la cárcel de Reading[1], pobre Wardley, luchando contra una depresión, porque no querías hacer lo que tu cuerpo y tu corazón te pedían que hicieras.
Quizá sea mejor que no siga leyendo tus espléndidos poemas. Ya ves que me hacen ser mezquino. Jamás rechaces un amigo que te quiere tanto como yo, ya que si no estás al tanto me perderás para siempre. Pero, no, no ¡ya me he perdido para siempre! ¡Te has quedado sin mí para siempre! esta vez no ha sido por culpa de un muchachote de las Fuerza Aéreas que, con destino en París, acaba de pasar un fin de semana de permiso, ni tampoco me he liado discretamente con un cura tan cachondo que arde en deseos de ser indiscreto; no, no querido Wardley, porque tengo que darte la grata sorpresa de tu vida: me he liado con una hermosa criatura, una rubia. ¿Crees que estoy horrendamente borracho? Pues si lo estoy.
No temas. Esta mujer tiene un aspecto tan femenino como Lana Turner, pero quizá no lo sea, ni mucho menos. Tal vez haya cambiado de sexo. No lo sé, es posible. ¿Qué te parece, crees que puede ser verdad? Un amigo común la vio conmigo y tuvo la desfachatez de decir que era tan hermosa que forzosamente, tenía que ser mentira. Todos preguntaban: «¿Ha sido ella, antes de ser ella, él?» Bueno, pues malas noticias para todos vosotros: dije que no. ¡Es una verdadera mujer, tal como Dios manda, con una cara que te da ganas de follar sólo de verla! Esto es lo que le dije a nuestro amigo común. En realidad, es la única mujer con quien me he acostado desde que me casé con mi heredera de la cadena de comercios de «todo a noventa y cinco». Soy un experto en cadenas. Llevo años entre cadenas. Y permíteme decirte, querido Wardley, que es una gloria estar liberado de ellas. Con esa mujer la relación es tan carnal como para mí solía serlo en el bulevar de Saigón, follar con esta mujer es estar en el paraíso, es un desenfreno de lascivia, polvos y mamadas, lo más glorioso de que haya gozado jamás un maricón –o quizá, digamos, un ex maricón– como yo. ¡Qué embriaguez la de saltar el gran abismo! Wardley, para esta mujer yo soy un hombre. Dice que nunca había visto nada igual. Muchacho, esta mujer ha despertado unas energías que tú no habrías creído jamás que pudiera tener. Estar embriagado, de droga o de lo que sea, es estar embriagado, pero ahora estoy enloquecidamente embriagado. Si alguien intentara quitarme a mi rubia, podría llegar al asesinato.
¿Comprendes lo que intento decir? ¡Embriagado! Pero, ¿por qué te alteras? Tú recorriste ese mismo camino con P. L. Wardley, ¿o no? También tuviste a tu rubia. Bueno, no nos enfademos. Podemos ser ex compañeros de cama de todo corazón, pero sigamos siendo queridos y viejos amigos. Este es el don que Dios otorga a las mujeres, y a tu
Lonnie
Posdata. ¿Has visto en televisión el anuncio de la máquina de afeitar eléctrica…? Dejo la marca en blanco porque no puedo decirte cuál es, ya que, a fin de cuentas, soy el abogado de la empresa. Pero tú ya me entiendes. Vale la pena mirarlo. En el anuncio en cuestión sale un muchacho de veintiún años –¡el señor Cuerpo!– afeitándose, y al hacerlo parece la quintaesencia de la concupiscencia. ¿Sabes cuál es el secreto? Él mismo me lo dijo. Trata de pensar que la maquinilla eléctrica es un lindo y gordo cipote. El muchacho piensa que su mejor amigo se lo pasa por la cara. Los publicistas están absolutamente enloquecidos de entusiasmo al ver los maravillosos resultados que consigue ese anuncio. Bueno, me he entusiasmado con la heterosexualidad, y creo que debo decir adiós a todos esos otros entusiasmos.
Segunda posdata. Conozco bien a ese chaval de veintiún años. Y, tanto si lo crees como si no, es hijo de mi rubia señora. Además, yo soy el amigo que se imagina que le pasa el cipote por la cara. ¿Crees que estará un poco celoso de su mamá y de mí?
Tercera posdata. Todo lo anterior es de lo más secreto y confidencial.
Devolví la carta a Regency. Me parece que los dos hicimos un esfuerzo para que nuestras miradas no se encontraran pero, de todas formas, lo hicieron. En realidad, fueron atraídas como si estuvieran imantadas. La homosexualidad estaba sentada allí entre Regency y yo, de una manera tan perceptible físicamente como el sudor que hueles cuando dos personas se disponen a pelearse.
–«La venganza es mía, dijo el Señor» –citó Regency. Se metió la carta en el bolsillo de la pechera, respiró profundamente y, dijo–: Me gustaría matar a esos maricones. Hasta el último de ellos.
–Toma otra copa.
Regency se golpeó el pecho y dijo:
–La podredumbre que destila esta carta deja un sabor que no hay bebida que pueda quitar.
–Oye, no soy la persona más adecuada para echar sermones, sin embargo, ¿te has preguntado alguna vez si realmente eres la persona adecuada para ser jefe de policía?
–¿Por qué dices eso? –preguntó. Se había puesto en guardia.
–Deberías saberlo. Llevas cierto tiempo aquí. En verano, en este pueblo hay un contingente muy alto de homosexuales. Y mientras los portugueses quieran su dinero, tendrás que respetar sus costumbres.
–Quizá te interese saber que he dejado de ser el jefe de policía.
–¿Desde cuándo?
–Desde el momento en que he leído esa carta, esta tarde. Verás, yo no soy más que un chico de pueblo. ¿Sabes qué significa para mí el bulevar de Saigón? Dos patas cada noche durante diez noches. Eso es todo.
–¡Venga hombre!
–Vi matar a muchos hombres decentes. Y no conozco a ningún boina verde que tenga los huevos de color de rosa. Celebro que Pangborn haya muerto. Me lo hubiera cargado.
No mentía. El aire que le rodeaba parecía a punto de soltar rayos y centellas.
–¿Has presentado formalmente la dimisión? –le pregunté.
Extendió las manos como si no le hubiera gustado mi pregunta, y dijo:
–No quiero entrar en el tema. En realidad, nunca fui jefe de policía. Mi subordinado portugués es quien manda de verdad.
–¿Qué? ¿Ese cargo no es más que una tapadera para ocultar tu verdadera función?
Sacó el pañuelo y se sonó. Mientras lo hacía movió la cabeza arriba y abajo. Era su manera de contestar que sí. ¡Qué tipo! Seguramente pertenecía a la Oficina de Represión de Narcotráfico.
–¿Crees en Dios? –me preguntó.
–Sí.
–Bien. Sabía que tú y yo podíamos tener una conversación. Deberíamos volver a hacerlo un día de éstos. Emborrachémonos y hablemos.
–De acuerdo.
–Quiero servir a Dios. Lo que la gente no comprende es que para servir a Dios es necesario tener las pelotas lo suficientemente grandes para asumir Sus atributos. Y ello incluye la pesada responsabilidad de la venganza.
–Sí, hablaremos –dije.
–Muy bien. ¿Tienes alguna pista acerca de quién puede ser ese Wardley? –me preguntó cuando se levantaba para marcharse.
–Supongo que será un ex amante de Pangborn. Algún rico señor rural de rígida moralidad.
–Me gusta tu agudeza. ¡Ja, ja, ja…! Resulta que tengo la impresión de haber oído ese nombre. Es insólito y no es fácil olvidarlo. Quiero decir que lo he oído en esta casa, aquí. Alguien pronunció el nombre de pasada. ¿Pudo ser tu esposa?
–Pregúntaselo.
–Cuando la vea, lo haré.
Sacó el bloc de notas, anotó algo y me dijo:
–Y, a tu juicio, ¿dónde se encuentra esa señora, Jessica?
–Quizá haya regresado a California.
–Ahora lo estamos averiguando.
Me pasó el brazo sobre los hombros como si quisiera consolarme de alguna pena, de algo, y así cruzamos la sala de estar camino de la puerta. Considerando objetivamente mi talla, nunca he podido ser calificado de bajo, pero lo cierto es que Regency era mucho más alto que yo. Todavía pensábamos en la carta. Al llega, a la puerta, se volvió hacia mí y dijo:
–Tengo que darte recuerdos. De parte de mi esposa.
–¿La conozco? ¿Cómo se llama?
–Madeleine.
–¿Madeleine Falco?
–Justamente.
¿Saben cuál es la primera máxima de la calle? Si quieres morir de un balazo en la espalda, tontea con la mujer de un policía. ¿Qué sabía Regency de su pasado?
–Sí –dije–, de vez en cuando venía a tomarse una copa a un bar en el que trabajaba como camarero. Hace muchos años de eso. Pero la recuerdo. Una chica encantadora, toda una señora.
–Gracias. Tenemos dos hijos muy guapos.
–¡Qué sorpresa! No sabía que… tuvieras hijos.
Poco había faltado para que metiera la pata, pues estuve a punto de decir: «No sabía que Madeleine pudiera tener hijos.»
–Sí, hombre –dijo Regency echando mano de su cartera–. Mira, aquí tienes una foto.
Miré, y vi a Regency y a Madeleine –era la misma Madeleine, aunque ocho años mayor que el último día que la vi– y a dos muchachos cabezones, que se parecían un poco a Regency y nada a Madeleine.
–Estupendo… Salúdala de mi parte.
–Sayonara –dijo Regency, y se fue.
Ya no podía ir al bosque de Truro. No me sentía capaz de volver a concentrarme de aquel modo. A aquellas horas, ya no. Mi cerebro iba de un lado para otro como el viento que soplaba en las colinas. No sabía si pensar en Lonnie Pangborn, en Wardley, en Jessica o en Madeleine. Y entonces me invadió una pena muy honda. La pena de pensar en una mujer a la que había amado, a la que luego dejé de amar y a la que nunca debiera haber dejado de amar.
Pensé en Madeleine. Quizá pasó una hora hasta que subí a mi estudio, en el piso superior, y abrí un archivador. Entre un montón de viejas páginas escritas por mí, encontré las que buscaba y las volví a leer. Las había escrito hacía más de doce años –¿qué edad tendría entonces?, ¿veintisiete años?–, y mi estilo era el propio de la imagen de joven anticonvencional que pretendía dar en aquellos tiempos, pero esto carecía de importancia. Cuando dejas de ser un hombre de una pieza para ser solamente un conjunto de fragmentos, cada uno de los cuales va a su aire, el acto de recordar mediante la lectura de lo que escribiste cuando tenías plena identidad (incluso en el caso de que ésta fuera ficticia), tal vez pueda volverte a unir, aunque sólo sea durante un breve período, y así ocurrió mientras leí aquellas páginas, pero tan pronto terminé de leerlas sentí las punzadas de un viejo dolor. Tiempo atrás, cometí el error de dejarle leer aquel texto a Madeleine, y eso contribuyó a que rompiéramos.
La mejor descripción de un coño que he leído en mi vida se debe a John Updike, y figura en su narración «La mujer de tu vecino». Hela aquí:
«Cada pelo es precioso e individual, y tiene una función definida en el conjunto: rubio hasta resultar invisible donde muslo y vientre se unen, oscuro hasta hacerse opaco donde los tiernos labios piden protección, robusto y vigoroso como las barbas de un guardabosques bajo la curva de la barriga, oscuro y ralo como las patillas de un Maquiavelo donde el perineo se repliega en busca del ano. Mi coño se transforma según la hora del día y la malla de mis bragas. Y tiene sus satélites: esa caprichosa línea de vello que asciende hasta mi ombligo, y la que se introduce en mi ano, la suave pelambrera que tapiza el interior de mis muslos, la brillante pelusa que adorna la hendidura de mi trasero. Ámbar, ébano, pardo, rojizo, laurel, castaño, canela, avellana, gamuza, tabaco, alheña, bronce, platino, melocotón, ceniza, fuego y gris ratón: éstos son algunos de los colores de mi coño.»
Es una bella descripción de un bosque, que me hace abstraer en la consideración de los misterios de las proporciones. Leí en algún sitio que Cézanne había modificado nuestra percepción de las magnitudes hasta convertir una toalla blanca encima de una mesa en la nieve azulada de las hondonadas de una montaña, y un retazo de piel en un valle desierto. Una idea interesante. Después de leer eso comprendí mejor a Cézanne, del mismo modo que me di cuenta de que nunca había mirado como es debido un coño en cuanto leí a Updike. Sólo por eso, John ya sería uno de mis escritores favoritos.
Dicen que Updike ha sido pintor, y eso se nota en su estilo. Nadie estudia el aspecto de las cosas tan de cerca como él, y emplea los adjetivos con más discreción que ningún otro escritor actual en lengua inglesa. Hemingway decía que era mejor no usarlos, y en eso tenía razón. El adjetivo no es más que la opinión del autor acerca de lo que está ocurriendo. Si escribo: «Un hombre robusto entró en el bar», significa solamente que es robusto en relación conmigo. A menos que haya explicado al lector mis características físicas, puedo ser el único cliente del bar que se sienta impresionado por el hombre que acaba de entrar. Es mejor decir «Entró un hombre. Llevaba un bastón en la mano y, no sé a santo de qué, lo partió en dos como si fuera una ramita.» Pero narrando las cosas así se tarda más, por descontado. Y los adjetivos te permiten describir de un modo tan rápido como la vida misma. De eso se aprovecha la publicidad. «Un supereficiente, silencioso, sensual cambio de marchas de cinco velocidades.» Pon veinte adjetivos del nombre, y nadie sabrá que estás describiendo un zurullo. Los adjetivos son el circunloquio.
En consecuencia, he de ahondar en el tema. Updike es uno de los pocos escritores capaces de mejorar su obra con los adjetivos, en lugar de afearla. Tiene un talento fuera de lo común. Y, sin embargo, me irrita. Incluso su descripción de un coño. Lo mismo podría ser un árbol. (El aterciopelado musgo donde empiezan a separarse mis miembros, las algas que revisten las terrazas de mi corteza, etcétera.) Con una vez que Updike me guíe por el interior de un coño, tengo más que suficiente.
Por ejemplo, en este instante mi mente considera las diferencias entre el coño descrito por Updike y uno de verdad, es decir, el coño en que estoy pensando ahora mismo. Es el coño de Madeleine Falco, y como está sentada a mi lado, sólo tengo que extender el brazo derecho para tocarlo con las puntas de los dedos. Con todo, preferiría seguir en el estado, mucho menos complicado, de escritor que deja vagar su imaginación. Como soy muy amigo de competir –¿qué escritor novel no lo es?–, trataré de expresar todo lo que manifiesta su coño mediante palabras bien escogidas, a fin de que la elegancia de mi prosa me permita hacer una incursión en la gran cabeza de playa de la literatura. En consecuencia, no voy a limitarme al vello de su coño. Es negro, tan negro que al contrastar con el blanco marmóreo de su piel hace que mis tripas y mis pelotas resuenen como címbalos siempre que ella muestra su vello púbico. ¡Y cómo le gusta mostrarlo! Dentro de su gran boca tiene otra, más pequeña y rosada (como el gobernador Nelson Rockefeller), una suave flor que jadea bañada por la escarcha de sus calores. No obstante, cuando se excita, el coño de Madeleine parece surgir directamente de sus nalgas, y su pequeña boca siempre es de color rosado, por mucho que alza las piernas mientras que el orificio exterior de su vagina –la boca grande– se va engrasando lentamente y el perineo (al que de niños, en Long Island, solíamos llamar el noes: no es coño, no es ojete, ¡ja, ja, ja!) deviene una reluciente plantación. No sabes si comértela, devorarla, contemplarla con reverencia o quedarte para siempre dentro de ella. «No te muevas», suelo decirle, «no te muevas, o te mato; voy a correrme.» ¡Y cómo se estremece al responderme!
Cuando penetro a Madeleine, la otra mujer que hay en ella, la adorable morenita que se cuelga de mi brazo cuando paseamos por la calle, deja de existir. Toda ella se convierte en un vientre y un útero: un hervidero de grasientas, saponáceas, sebáceas, untuosas y oleosamente lúbricas delicias mundanas. No puedo presumir de que soy capaz de prescindir de los adjetivos al meditar acerca de un cono. Al follármela, me siento rodeado por todas las bailarinas de la danza del vientre y todas las prostitutas morenas del mundo; siento dentro de mí su lujuria, su codicia, su ansia por alcanzar las más oscuras ambiciones del cosmos. Sólo Dios sabe qué designios del karma hacen que su vientre me impulse a correrme. El coño de Madeleine es para mí mucho más real que su cara.
–¿Cómo has podido escribir esto de mí? –dijo Madeleine al llegar a este punto, y se echó a llorar de un modo que me partió el corazón.
–No es más que literatura –le dije–. En realidad, no digo lo que siento por ti. No soy un escritor lo bastante bueno para expresar mis verdaderos sentimientos.
Sin embargo, odié a Madeleine por obligarme a renegar de mi literatura. Por aquel entonces, entre ella y yo las cosas no iban bien. Madeleine leyó esas páginas una semana antes de que decidiéramos acudir a una moderada orgía con intercambio de parejas (no se me ocurre un modo más rápido de describirla). Persuadí a Madeleine para que viniera conmigo, a pesar de que teníamos que ir de Nueva York a Carolina del Norte y no conocíamos a aquella gente. Sólo teníamos un anuncio en la revista Screw con el número de un apartado de correos:
Joven pero maduro matrimonio blanco, el esposo ginecólogo, busca diversión para fines de semana. Nada de deportes acuáticos, duchas doradas, sadomasoquismo ni bestialidad. Enviar fotografía y señas para contestar. Sólo matrimonios.
Contesté al anuncio sin decírselo a Madeleine, y mandé una foto en la que aparecíamos los dos, bien vestidos y en la calle. Ellos mandaron una foto Polaroid. Iban en bañador. El hombre era alto, medio calvo, y tenía una larga y triste nariz, ojos saltones, rodillas salientes, barriguita y mal color de pelo.
–Debe de tener el cipote más largo de la cristiandad –comentó Madeleine mientras contemplaba la fotografía.
–¿Por qué lo dices?
–Es la única explicación de su existencia.
La esposa era joven, llevaba un vistoso bañador, y parecía descarada. Nada más ver la fotografía, algo me había atraído hacia ella. Llevado por un impulso, exclamé:
–¡Vayamos!
Madeleine asintió con la cabeza. Tenía los ojos grandes y negros, luminosos y rebosantes de trágicos presentimientos, ya que su familia tenía cierta importancia en la Mafia y había lanzado unas cuantas maldiciones sobre su cabeza cuando la chica, decidió abandonar su hogar (que se encontraba en Queens) para irse a vivir a Manhattan. Llevaba las heridas que le causó separarse de su familia como quien lleva un manto de terciopelo. Era muy seria y para compensar esa seriedad me esforzaba por hacerla reír, hasta el punto de andar con las manos por toda la habitación. Un gesto de alegría que lograra arrancarle, me hacía estar contento durante horas. Por eso me enamoré de ella. Había en su espíritu una vena de ternura que no encontré en ninguna otra mujer.
Pero estábamos demasiado encima el uno del otro. Y empecé a aburrirla. ¡Qué brusco e irlandés debía de parecerle! Tras dos años juntos, había llegado para nosotros el momento en que las parejas se casan o se separan. Hablamos de salir con otras personas. De vez en cuando la engañaba, y Madeleine tenía la noche entera si quería hacerlo, ya que yo trabajaba en el bar cuatro veces por semana, de cinco de la tarde a cinco de la mañana, y en doce horas se puede follar a destajo.
En consecuencia, cuando Madeleine dijo que sí con la cabeza a nuestro viaje al Sur, puse manos a la obra. Uno de sus dones era la capacidad para decir que sí con un seco movimiento de cabeza, no exento de cierto sentido del humor, que significaba: «Bueno, ahora ya puedes darme la mala noticia.»
Así pues fuimos a Carolina del Norte. Nos dijimos el uno al otro que la pareja aquélla seguramente no nos gustaría, y que no tardaríamos en marcharnos. Podríamos aprovecharlo para gozar de una noche o de dos de asueto camino de casa.
–Nos detendremos en Chincoteague –le dije–. A lo mejor podemos montar a caballo.
Y le expliqué que los únicos caballos más o menos que quedaban al este del Mississippi estaban allí.
–Chincoteague… Sí, me gustaría.
Madeleine tenía una voz rica y baja, cuyo timbre resonaba en mi pecho, y en esa ocasión me permitió que me balanceara en cada una de las sílabas de Chincoteague. De esa manera nos pusimos bálsamo, el uno al otro, sobre la profunda incisión que habíamos efectuado en la naturaleza de nuestra propia carne. Y fuimos.
Y allí conocí a Patty Lareine. (Había de pasar bastante tiempo hasta que ella conociera a Wardley.) Era la esposa del Chepa, como ella le llamaba, quien resultó ser, en primer lugar, el feliz poseedor de un cipote largo de veras, y, en segundo lugar, un mentiroso de tomo y lomo, pues no era el ginecólogo más famoso del condado, sino un experto quiropractor. Los coños le gustaban con locura. Ya se pueden figurar con qué ahínco se lanzó contra el cofre de los tesoros de Madeleine.
En el dormitorio contiguo (porque el Chepa era muy higiénico a la hora de cambiar de pareja, ¡nada de tríos ni de cuartetos!) Patty Erleen –todavía no se hacía llamar Patty Lareine– y yo comenzamos nuestro fin de semana. Podría contar lo que ocurrió, pero de momento basta con decir que pensé en Patty durante todo el camino de vuelta a Nueva York, y que Madeleine y yo no nos detuvimos en Chincoteague. Yo no fumaba por aquel entonces. Era mi primer intento de dejar el tabaco. Así pues, pasé por algunos abruptos descensos y elevaciones de mi vanidad, durante aquellos dos días y una noche de cambio de parejas (el Chepa nunca llegó a saber que Madeleine y yo no estábamos casados, aunque a decir verdad, teniendo en cuenta las consecuencias de aquel viaje, bien hubiéramos podido estarlo), sin fumarme un cigarrillo mientras me sentía empalado –creo que es la palabra adecuada para expresar lo que sentía– al escuchar los gemidos de placer de mi mujer (¡qué poco discreta era Madeleine!) mientras otro hombre se la follaba. Ninguna vanidad masculina queda incólume después de comprobar que los chillidos de gusto que es capaz de provocar pueden ser repetidos gracias al primer cipote desconocido (y de considerables proporciones) que se introduce en su pareja. Durante aquellos dos días me dije más de una vez que «más vale ser masoquista que maricón», pero también hubo horas gloriosas para mí, ya que la esposa del médico, anteriormente su enfermera, Patty Erleen, tenía un cuerpo tan turgente como el de una modelo de Playboy que se hubiera atravesado milagrosamente en mi camino, y entre nosotros hubo un ardiente romance de adolescentes que se desarrolló a empujones, y digo a empujones porque yo no paraba de empujar a Patty a que pusiera sus labios en lugares donde ella aseguraba que no habían estado jamás, de manera que nos enzarzamos el uno con el otro de un modo tan mezquino, íntimo y guarro que precisamente por ser tan guarro nos llenaba de un inmenso placer. ¡Santo cielo, Patty era una maravilla, podías follar con ella hasta morirte de gusto! Incluso ahora, al cabo de doce años, recordaba aquella noche con una satisfacción que hubiera preferido no sentir, como si el lujurioso recuerdo de Patty traicionara a Madeleine una vez más.
También sufrí al recordar el largo viaje de regreso a Nueva York que hicimos Madeleine Falco y yo. Nos peleamos, y ella me gritó (lo que no era nada habitual) cuando cogí algunas curvas a demasiada velocidad, hasta que –creo que fue culpa de la tensión por no fumar– perdí el control del coche en una curva muy cerrada. Era un automóvil grande, un Buick, o un Dodge, o un Mercury, ¿qué importa? Todos son como esponjas de baño cuando han de tomar una curva cerrada, y después de recorrer cien metros chirriando y patinando por el asfalto, nos estrellamos contra el tronco de un árbol.
Mi cuerpo se sentía como el coche: aplastado y lacerado, y en mis oídos sonaba un ruido desagradable, como el que produce un tubo de escape suelto. Fuera reinaba el silencio. Uno de esos silencios campestres en que el movimiento de los insectos vibra entre los campos.
Madeleine estaba peor que yo. No me lo dijo, pero supe que se lesionó el útero. Y, realmente, cuando salió del hospital tenía una terrible cicatriz en el vientre.
Todavía seguimos juntos un año, pero cada vez estábamos más lejos el uno del otro. Nos aficionamos a la cocaína. La droga llenó la zanja que nos separaba. Pero nos dominó el hábito, que volvió a agrietar la roca en que se basaba nuestra relación, de modo que la zanja se ensanchó. Fue poco después de romper cuando me detuvieron por vender cocaína.
Ahora estaba en mi casa de Provincetown, tomando sorbos de whisky. ¿Sería posible que pensar en el pasado bebiendo whisky fuera un sedante que paliara los efectos de aquellos últimos tres días de sobresaltos? Sentado en el sillón sentí que el sueño iba invadiéndome como una bendición. El murmullo del pasado me empapaba como una infusión mientras que sus colores se tornaban más intensos que los del presente. ¿Sería el sueño algo parecido a entrar en una caverna?
Entonces me desperté de un salto. ¿Qué podía hacer, si incluso en mis metáforas veía la entrada de una cueva? No era la imagen más adecuada para evitar que pensara en el hoyo en el bosque de Truro.
Seguí bebiendo, y vinieron a mi mente ideas más placenteras. ¿Empezaba a digerir los efectos del suicidio de Pangborn? Porque no me parecía imposible –¿o acaso era probable?– que Pangborn hubiera sido el maniaco autor del asesinato. Ciertamente, aquella carta podía interpretarse como los prolegómenos de un crimen: «Si alguien intentara robarme a mi rubia, lo mataría.» Pero ¿a quién? ¿Al nuevo amante, o a la dama?
Esto, que ofrecía una premisa sobre la cual trabajar, en combinación con el whisky, era el sedante que necesitaba, y, al fin, me sumí en un sueño profundo, tan fatigado como la noche siguiente a haber jugado un partido de fútbol americano con el equipo de Exeter, que no me pasaba ni una sola pelota, y tan profundo que ni siquiera las voces de la Ciudad del Infierno lo acompañaban cuando desperté. Por el contrario, recordé con toda claridad que hacía tres noches –¡sí, seguro!– Jessica, Lonnie y yo salimos al mismo tiempo del Mirador, ellos procedentes del comedor y yo del bar, y que en el aparcamiento reanudamos nuestra conversación –con gran disgusto de Pangborn y notoria satisfacción por parte de Jessica–, que ella y yo estábamos muy contentos y risueños y que en seguida decidimos ir a mi casa a tomar una última copa.
Entonces comenzó la discusión sobre el coche. ¿Iríamos en uno o en dos? Jessica era partidaria de que fuéramos en dos. Lonnie iría en el coche alquilado por él, y ella y yo en el Porsche, pero Lonnie era avispado y no estaba dispuesto a permitir que Jessica le mandara a paseo, de modo que resolvió el problema sentándose en el asiento de mi Porsche contiguo al del conductor, de modo que a Jessica no le quedó otro remedio que, ponerse encima y alrededor de Pangborn, lo cual tuvo como consecuencia que pusiera sus piernas sobre mis muslos, con lo cual yo tenía que cambiar las marchas metiendo la mano entre las rodillas de Jessica y por debajo de sus muslos, pero, a fin de, cuentas, mi casa se encontraba solamente a cosa de algo más de tres kilómetros. Una vez allí, tuvimos una larga conversación sobre el valor de la propiedad inmobiliaria en Provincetown, y expliqué las razones por las que mi vieja casucha estaba tan altamente valorada, a pesar de que no era más que un par de barracones y de cobertizos, más una torre que habíamos hecho construir para servirme de estudio, y les dije que todo se debía a la fachada. Teníamos treinta metros de fachada que daba a la bahía, y la casa era paralela a la playa, lo que no era frecuente en Provincetown.
–Sí, esto es maravilloso –afirmó Jessica. Y juraría que separó un poco más las rodillas.
Ahora bien, no podría decir a ciencia cierta sí todo esto era un recuerdo o un sueño, ya que si bien parecía tener la claridad propia de los hechos reales, la lógica de aquellos hechos resultaba más propia de este teatro de los sueños donde sólo tienen lugar las acciones imposibles de realizar a la luz del día. Creí recordar que mientras estábamos sentados en mi sala de estar, bebiendo, me di cuenta del aire afeminado de los movimientos de Pangborn. Ése cuanto más bebía menos capaz parecía de conservar su pose con masculinidad, y desperté en mi sillón, la tercera mañana siguiente a su desaparición, dispuesto a jurar que mientras miraba a Jessica y a Lonnie tuve una prodigiosa erección –una de esas escasas erecciones que merecen ser recordadas con auténtico orgullo–, y tan perentorio fue aquel repentino impulso sexual, que me abrí la bragueta, envuelto en la expectación de un largo, denso y, debo reconocerlo, aprensivo silencio. Me saqué el cipote y se lo mostré, igual que un niño de seis años o que un feliz lunático, y pregunté:
–¿Quién me lo chupa primero?
Comprometida pregunta, ya que muy bien hubiera podido representar el fin de la velada sin que mi cipote recibiera las atenciones que para él solicitaba. Ahora bien, si mis recuerdos son ciertos, Jessica se levantó, se arrodilló ante mí, puso su rubia cabeza en mi regazo y rodeó con sus rojos labios la extremidad de mi cipote. Al verlo, Lonnie emitió un sonido que en parte era de gozo y en parte de sufrimiento.
Luego, parece que todos volvimos a subir a mi Porsche, y emprendimos una loca excursión a Wellfleet. Detuve el automóvil en el bosque, antes de llegar a la casa del Arpón, y me follé a Jessica sobre uno de los guardabarros delanteros. Sí: al despertarme en mi estudio, tuve un vivo recuerdo de la presión de las paredes de su vagina sobre mi monstruosa erección. ¡Tenía que follármela! ¡Al diablo Patty Lareine! Parecía que los dos hubiéramos sido diseñados en un taller celestial, pieza a pieza, para que nuestros genitales fueran inseparables, y Lonnie Pangborn no hacía más que mirarnos. Si no recuerdo mal Lonnie lloraba, en tanto que yo jamás me había comportado de un modo más animal. La desdicha de Lonnie parecía afluir como sangre a mi tejido eréctil. Ese era el estado de mis sentimientos, cuatro semanas después de que mi esposa me abandonara.
Luego, los tres hablamos en el interior de mi automóvil. Lonnie dijo que tenía que quedarse a solas con Jessica porque necesitaba hablarle, ¿quería dejarlos a solas? En nombre de la decencia, ¿haría el favor de dejarles hablar?
–Sí, pero después hemos de tener una sesión de espiritismo –no sé por qué, y añadí–: Y me juego cualquier cosa a que Jessica se viene conmigo después que le hayas hablado.
Recuerdo que subí la escalera de la casa del Arpón, y también recuerdo el tatuaje: el Arpón tarareaba mientras iba clavando las agujas, y en su cara bondadosa y señalada había la expresión propia de una costurera, y luego… no, no recuerdo que nos detuviéramos en el bosque de Truro para mostrarles mi plantación, pero forzosamente tuvimos que hacerlo, sí… sí, no veo cómo pude dejar de hacerlo.
Pero ¿qué ocurrió después? ¿La había dejado con él? Quizá ayude a expresar el poco interés que tenía por el amor al despertar aquella mañana, y lo mucho que me preocupaba mi propia seguridad, si digo que deseaba haberla dejado con él y que fuera su cabeza –¡que me perdonara la marihuana mi infidelidad!–, sí, deseaba que fuera su cabeza la que estaba en el hoyo. Porque si era su cabeza la que encontré allí, y estaba convencido de que por fuerza tenía que ser el cabello de Jessica el que toqué, podría hallar otras pistas. Si Pangborn la había asesinado en una habitación de motel y había transportado su cuerpo (o quizá sólo su cabeza) a mi plantación, forzosamente habría marcas de neumáticos en el arenoso camino. Sólo tenía que ir al lugar donde habían guardado su coche y comprobar las marcas de los neumáticos. Por fin pensaba como un policía, y pronto me di cuenta de que esa manera de pensar era un buen ejercicio para inducir a mi ánimo a ascender por el alto y vertical muro de mi miedo hasta reunir la energía suficiente para llevar a cabo mi segundo viaje mental, de modo que fuera capaz de realizarlo por primera vez física mente. Me desperté en el sillón a las ocho de la mañana, estimulado por los atractivos carnales de Jessica, y la abundante adrenalina que cada pensamiento lujurioso proporcionaba a mi ser empezó a darme las fuerzas que necesitaba para salir de mi abatimiento. Pero necesité el día entero, mañana y tarde. A pesar de que no quería ir después que hubiera oscurecido, no tuve más remedio. Aquel día, durante largas horas mi voluntad guardó silencio, y permanecí sentado en el sillón o anduve por la playa durante la marea baja, y padecí como si tuviera que escalar otra vez el monumento. Sin embargo, por la noche volví a sentir la disposición de ánimo que me invadía cuando Regency llamó a la puerta de mi casa hacía casi veinticuatro horas, por lo que me metí en el Porsche una vez más, pensando incluso que quizá Pangborn, después de liquidar a Jessica, se había acercado a mi coche para embadurnar el asiento del acompañante con sangre de la muerta –pero ¿cómo podría demostrarlo?–, y conduje hasta el bosque, detuve el coche, seguí el sendero y, con el corazón latiéndome como un ariete golpeando las puertas de una catedral, y el sudor manando de mi cara como si hubiera en ella fuentes de agua eterna, atravesé la niebla que impregnaba el aire nocturno de Truro, quité la piedra, metí el brazo en el hueco, y no encontré nada. No puedo expresar con cuánto ahínco busqué en el interior del hoyo. Traté de horadar la tierra con mi linterna, pero después que saque la caja de hierro en que guardaba la marihuana, allí no había nada. El hoyo estaba vacío. La cabeza había desaparecido. Sólo quedaba la caja con los botes de marihuana. Logré huir del bosque antes que los espíritus que se congregaban a mi alrededor pudieran cercarme.