Marguerite Yourcenar
EL DENARIO DEL SUEÑO
Una primera versión de El denario del sueño, algo más corta, se publicó en 1934. La presente obra es algo más que una simple reimpresión e incluso que una segunda edición corregida y aumentada con unos cuantos párrafos inéditos. Han sido reescritos capítulos casi enteros y, en ocasiones, considerablemente ampliados. Hay partes en que los retoques, los cortes y las transposiciones no han respetado casi ninguna línea del libro anterior; en otras, por el contrario, largos pasajes de la versión escrita en 1934 permanecen iguales. La mitad de la novela, tal como hoy se presenta, es una reconstrucción de los años 1958-1959, pero una reconstrucción donde lo nuevo y lo anterior se imbrican hasta tal punto que casi es imposible, incluso para el autor, discernir en qué momento empieza el uno y acaba el otro.
No sólo los personajes, sus nombres, sus caracteres, sus relaciones recíprocas y el escenario en que se sitúan son los mismos, sino que los temas principales y secundarios del libro, su estructura, el punto de partida de los episodios y, con gran frecuencia, sus conclusiones, no han variado en lo más mínimo. La novela siempre tuvo por centro el relato entre histórico y simbólico de un atentado antifascista acaecido en Roma; en el año XI de la dictadura. Al igual que antes, cierto número de figuras tragicómicas, más o menos relacionadas con el drama o, algunas veces, totalmente ajenas a él aunque afectadas casi todas más o menos conscientemente por los conflictos y las consignas de aquella época, se agrupan en torno a los tres o cuatro protagonistas del episodio central. La intención consistente en elegir a unos personajes que, a primera vista, parecen escaparse de una Commedia o más bien de una Tragedia dell Arte moderna, pero con el único propósito de insistir inmediatamente sobre lo que cada uno de ellos posee de más específico, de más irreductiblemente peculiar, para luego, algunas veces, adivinar en ellos un quid divinum más esencial que ellos mismos, se encontraba también en el primer El denario del sueño. El deslizamiento hacia el mito o la alegoría era poco más o menos semejante y tendía igualmente a confundir en un todo la Roma del año XI del fascismo y la Ciudad en donde se ata y desata eternamente la aventura humana. Finalmente, la elección de un medio voluntariamente estereotipado, el de la moneda que pasa de mano en mano para unir entre sí los episodios ya emparentados por la reaparición de los mismos personajes y de los mismos temas, o por la introducción de temas complementarios, ya se encontraba en la primera versión del libro y la moneda de diez liras se convertía, igual que aquí, en el símbolo de contacto entre unos seres humanos sumidos, cada cual a su manera, en sus propias pasiones y en su intrínseca soledad. Casi siempre, al reescribir parcialmente El denario del sueño, he acabado diciendo, en términos a veces muy diferentes, casi exactamente lo mismo.
Mas si es así, ¿por qué obligarse a una reconstrucción tan considerable? La respuesta es bien sencilla. Al releerlos, algunos pasajes me habían parecido deliberadamente elípticos, harto vagos, con demasiados adornos en algunas ocasiones y demasiado crispados o blandengues en otras, o bien simplemente fuera de lugar. Las modificaciones que hacen del libro de 1959 una obra diferente del de 1934 van todas en el sentido de una presentación más completa y, por tanto, más particularizada, de ciertos episodios; de un desarrollo psicológico más profundo; de la simplificación y clasificación en unos sitios y del ahondamiento y enriquecimiento en otros. He intentado acrecentar, en más de un pasaje, la parte de realismo; en otros, la de poesía, lo que finalmente es o debería ser lo mismo. El paso de un plano a otro, las transiciones bruscas del drama a la comedia o a la sátira, frecuentes en el libro anterior, aún lo son hoy más. A los procedimientos ya empleados, como la narración directa o indirecta, el diálogo dramático y, en ocasiones, incluso el aria lírica, ha venido a añadirse, aunque escasas veces, un monólogo interior no destinado -como suele suceder en la novela contemporánea- a mostrarnos un cerebro-espejo que refleje pasivamente el flujo de las imágenes e impresiones que por él desfilan, sino que aquí se reduce únicamente a los elementos de base de la persona y casi únicamente a la simple alternancia del sí y del no.
Podría multiplicar estos ejemplos, menos para interesar a los que leen novelas que a los que las escriben. Que me sea permitido, al menos, atacar de falsedad la extendida opinión cuya teoría sustenta que escribir una obra de nuevo es una empresa inútil y hasta nefasta, de la que tanto el impulso como el apasionamiento tienen que hallarse forzosamenfe ausentes. Muy al contrario, para mí ha sido un privilegio a la vez que una experiencia el ver esa sustancia, desde hacía tanto tiempo inmovilizada, hacerse dúctil; el revivir aquella aventura por mí imaginada en unas circunstancias de las que ni siquiera me acuerdo ya; el encontrarme, en fin, en presencia de esos hecbos novelescos como ante unas situaciones vividas en otros tiempos, que pueden explorarse más hondamente, interpretar mejor o explicar con más detalle, pero que no es posible cambiar. La posibilidad de aportar a la expresión de ideas o emociones, que no han cesado de ser nuestras, el beneficio de una mayor experiencia humana y, sobre todo, artesanal más profunda, me ha parecido una oportunidad demasiado valiosa para no aceptarla con gozo y también con una suerte de humildad.
La atmósfera política del libro es la que, sobre todo, no ha variado de una versión a otra, y no debía hacerlo, ya que esta novela, situada en la Roma del año XI, tenía ante todo la obligación de permanecer datada exactamente. Estos pocos hecbos imaginarios: la deportación y muerte de Carlo Stevo y el atentado de Marcella Ardiati, se sitúan en 1933, es decir, en una época en que las leyes de excepción contra los enemigos del régimen hacían estragos desde años atrás y en que varios atentados del mismo tipo se habían sucedido ya contra el dictador. Transcurren, por otra parte, antes de la expedición de Etiopía, antes de la participación del régimen en la guerra civil española, antes de su acercamiento a Hitler -que terminaría con la sumisión al mismo-, antes de promulgar leyes raciales y, claro está, antes de los años de confusión y desastres, aunque asimismo de heroica resistencia partisana, en la segunda guerra mundial del siglo. Era importante, pues, no mezclar la imagen de 1933 y aquella -aún más sombría- de los años que vieron la conclusión de unos hechos cuyas primicias se hallaban contenidas ya en el período de 1922-1933. Era conveniente dejarle al gesto de Marcella su aspecto de protesta casi individual, trágicamente aislada, y a su ideología la huella de doctrinas anarquistas que, poco tiempo atrás, habían marcado tan profundamente a la disidencia italiana,- había que dejarle a Carlo Stevo su idealismo político en apariencia anticuado y en apariencia fútil y, al mismo tiempo, dejarle al régimen su aspecto supuestamente positivo y supuestamente triunfante que ilusionó falsamente, durante tanto tiempo, no tanto quizá al pueblo italiano como a la opinión extranjera. Una de las razones por las que El denario del sueño merece volverse a publicar es porque, en su tiempo, fue una de las primeras novelas francesas (la primera tal vez) que miraron de frente la hueca realidad escondida tras la fachada hinchada del fascismo, cuando tantos escritores de viaje por la península se contentaban con extasiarse una vez más ante el tradicional pintoresquismo italiano, o se congratulaban por ver salir dos trenes a su hora (al menos en teoría), sin preguntarse cuál era el final de línea hacia donde partían esos trenes.
No obstante, al igual que todos los demás temas de este libro, y quizá más aún, el tema político se encuentra reforzado y desarrollado en la versión actual. La aventura de Carlo Stevo ocupa un mayor nûmero de páginas, si bien todas las circunstancias indicadas son las mismas que figuraban breve o implícitamente en el primer relato. La repercusión del drama político sobre los personajes secundarios está más acentuada: el atentado y la muerte de Marcella son comentados al pasar (antes no era así) no sólo por Dida -la anciana florista callejera- y por Clément Roux -el viajero extranjero-, sino asimismo por los dos nuevos comparsas introducidos en el libro: la señora del café y el mismo dictador quien, por lo demás, sigue siendo aquí esencialmente como en la antigua novela una enorme sombra proyectada. La política embriaga abora al borracho Marinunzi casi tanto como la botella. Finalmente, Alessandro y Massimo, cada cual a su manera, se han afirmado en su función de testigos.
Nadie, sin duda, se extrañará de que la noción de política nefasta juegue en la presente versión un papel más considerable que en la de antaño, ni que El denario del sueño de 1959 sea más amargo o más irónico que el de 1934, que ya lo era. Pero al releer las partes nuevas del libro como si se tratara de la obra de otra persona, saco, sobre todo, la impresión de gue el contenido actual es a un mismo tiempo algo más áspero y algo menos sombrío, que ciertos enjuiciamientos sobre el destino humano son un poco menos tajantes y, empero, menos vagos, y que los dos elementos principales del libro que son el sueño y la realidad ya no están separados, han dejado de ser irreconciliables para fundirse en el todo que es la vida. No hay correcciones únicamente de forma. La impresión de que la aventura humana es aún más trágica -si es posible- de lo que sospechábamos hará veinticinco años, pero asimismo más compleja, más rica a veces y, sobre todo, más extraña de lo que yo babía intentado describirla hará un cuarto de siglo, ha sido seguramente la razón que mayormente me impulsó a rehacer este libro.
Abandonar la vida por un sueño es darle
exactamente el valor que tiene.
MONTAIGNE, lib. III, Cap. IV.
Paolo Farina era un provinciano todavía joven, suficientemente rico y tan honrado como puede esperarse de un hombre que vive en intimidad con la ley; era lo bastante apreciado en su pequeño lugar toscano para que su desgracia no provocara desprecio. Lo habían compadecido cuando su mujer huyó a Libia con un amante a cuyo lado esperaba ser feliz. No lo había sido mucho durante los seis meses que había pasado llevando la casa de Paolo Farina y aguantando los agrios consejos de una suegra, pero Paolo, ciegamente dichoso de poseer a aquella mujer joven y separado de ella por esta densa felicidad, ni siquiera se había percatado de que sufría. Cuando ella se marchó, tras un altercado que lo dejó humillado delante de las dos criadas, se asombró de no haber sabido conseguir su amor. Pero las opiniones de sus vecinos lo tranquilizaron; pensó que su mujer era culpable puesto que la pequeña ciudad se compadecía de él. Atribuyeron la escapada de Angiola a su sangre meridional, pues sabían que la joven había nacido en Sicilia; no obstante, la gente se indignó de que hubiera caído tan bajo una mujer que debía ser de buena familia -había tenido la suerte de educarse en Florencia, en el Convento de las Damas Nobles- y que tan bien acogida había sido en Pietrasanta. Todos estaban de acuerdo en decir que Paolo Farina se había mostrado en todo un marido perfecto. En realidad, había sido aún más perfecto de lo que imaginaban en la pequeña ciudad, pues había encontrado y ayudado a Angiola, para después casarse con ella, en unas circunstancias en que, de ordinario, un hombre prudente no se casa. Pero aquellos recuerdos no le servían, como hubieran podido hacerlo, para acusar a la fugitiva de una mayor ingratitud, pues ni él mismo los recordaba ya casi. Había hecho cuanto podia por borrarlos de su memoria, en gran parte por bondad para con su joven mujer, para que olvidara lo que él llamaba su desventura, y un poco por bondad para consigo mismo y porque es desagradable decirse que, en cierto modo, fue por carambola por lo que nuestra propia mujer cayó en nuestros brazos.
Mientras estuvo presente, él la quiso con placidez; una vez ausente, Angiola ardía con todos los fuegos que otros, evidentemente, sabían encender en ella y echaba de menos no a la mujer que había perdido, sino a la amante que nunca fue para él. No tenía esperanzas de volver a encontrarla; había renunciado en seguida al extravagante proyecto de embarcarse para Trípoli, donde actuaba de momento la compañía lírica a la que pertenecía el amante de Angiola. Aún más, ni siquiera deseaba que ésta volviese: demasiado bien sabía que él siempre sería para ella el marido ridículo que se quejaba, a la hora de la cena, de que la pasta no estuviera nunca bien cocida. Sus veladas eran tristes en su pretenciosa casa nueva, amueblada por Angiola con un mal gusto infantil, que concedía a los bibelots una importancia fuera de lugar, aunque tal vez esto testimoniara en favor de la ausente, pues cada uno de aquellos objetos, frágiles como una buena voluntad, atestiguaba un esfuerzo para interesarse por su vida y para olvidar, a fuerza de embellecer el decorado, la insuficiencía del principal actor. Había tratado de vincularse a su deber mediante aquellos lazos color de rosa en los que Paolo, al abrir aquí y allá unos cajones medio vacíos, se enredaba como si fueran recuerdos.
Empezó a ir a Roma en viaje de negocios con más frecuencia de lo que era estrictamente útil, cosa que le permitía pasarse por casa de su cuñada para informarse de si había recibido, por casualidad, noticias de Angiola. Pero los atractivos de la capital también entraban por mucho en aquellas visitas, así como la probabilidad de gozar de unos placeres que, en Florencia, no hubiera podido aprovechar y que no se le ofrecían en Pietrasanta. De repente, le dio por vestirse con una vulgaridad más chillona, imitando, sin darse muy bien cuenta, al hombre que Angiola había elegido. Comenzó a interesarse por las chicas indolentes y locuaces que atestan los cafés y paseos de Roma y algunas de las cuales -al menos él así lo suponía- arrastran tras ellas, al igual que Angiola, el recuerdo de una casa, de un seductor y de una escapada. Una tarde, después de comer, tropezô con Lina Chiari en un parque público, junto a una fuente que repetía sin cesar las mismas palabras de frescor. No era ni más hermosa ni más joven que otras; él permanecía tímido; ella era audaz: le ahorró las primeras palabras y casi los primeros gestos. El era tacaño; ella no fue exigente, precisamente porque era pobre. Además, al igual que Angiola, había sido educada en un convento de Fiorencia, aunque no precisamente en una institución para Damas Nobles; se hallaba al corriente de esos pequeños sucesos locales -la construcción de un puente o el incendio de una escuela- que sirven a la gente de una misma ciudad de referencias comunes en el pasado. Volvía a encontrar en su voz la ronca dulzura de las florentinas. Y como todas las mujeres tienen poco más o menos el mismo cuerpo y probablemente la misma alma, cuando Lina hablaba estando apagada la lámpara, olvidaba que Lina no era Angiola, y que su Angiola no lo había amado.
No se compra el amor: las mujeres que se venden, después de todo, no hacen sino alquilarse a los hombres; pero, en cambio, sí se puede comprar el sueño; este producto impalpable se despacha de muchas formas. El escaso dinero que Paolo Farina le daba a Lina cada semana le servía para pagar una ilusión voluntaria, es decir, quizá la única cosa en el mundo que no engaña.
Sintiéndose cansada, Lina Chiari se apoyó en una pared y se pasó la mano por los ojos. Vivía lejos del centro; las sacudidas del autobús le habían hecho daño, sentía no haber cogido un taxi. Pero aquel día se había prometido a sí misma que tendría cuidado con el dinero: aunque ya había pasado la primera semana del mes, todavía no le había pagado a la casera; seguía llevando, pese al calor que hacía en Roma a finales de primavera, un abrigo de invierno con cuello de pieles, muy gastado ya por algunos sitios. Le debía al farmacéutico los últimos calmantes que había comprado; no le habían hecho nada, ya no conseguía dormir.
Aún no eran las tres; caminaba del lado de la sombra, a lo largo del Corso en donde empezaban a abrir las tiendas. Pasaban algunos transeúntes andando despacio, entorpecidos por la comida y la siesta, camino de la oficina o de la tienda. Lina no llamaba su atención; iba muy de prisa; los éxitos callejeros de una mujer están en función de la lentitud de su andar y del estado de su maquillaje, ya que, de todas las promesas de un rostro o de un cuerpo, la única por completo convincente es la de la facilidad. Le había parecido mejor no maquillarse para ir a la consulta de un médico. Prefería, por lo demás, al encontrarse peor cara que de costumbre, poder decirse que era simplemente debido al hecho de no haberse puesto colorete.
Iba de mala gana a casa de ese doctor, tras largos meses de vacilación en que se había esforzado por negarse su enfermedad. No hablaba de ello a nadie; le parecía menos grave mientras permaneciese oculta. El toque de alarma del espanto la despertaba demasiado tarde, en plena noche, en su cuerpo ya invadido por el enemigo, justo a tiempo únicamente para no poder huir. Al igual que los asedíados en las ciudades de la Edad Media, sorprendidos por la muerte, daban vueltas en la cama y trataban de volverse a dormir, persuadiéndose de que las llamas que los amenazaban no existían sino en sus pesadillas, ella había echado mano de los estupefacientes que intercalan el sueño entre el terror y nosotros.
Uno tras otro se iban cansando de socorrerla, como unos bienhechores de quienes hubiera abusado. Tímidamente, bromeando, mencionaba ante algunos de sus amigos sus insomnios, su enflaquecimiento harto evidente, pero del que se alegraba -decía ella- porque le daba el aspecto de una mujer elegante, como las que vienen en las revistas de moda francesas. Reducía su enfermedad a las proporciones de un simple malestar, para que a cada uno de aquellos hombres le fuera menos difícil tranquilizarla y, sin embargo, se indignaba como ante una crueldad de que no advirtiesen que mentía.
En lo referente a la lesión ya palpable, que ella había descubierto en su cuerpo pero que, en resumidas cuentas, era poco aparente, semejante todo lo más a una vaga hinchazón bajo el pliegue cansado del seno, Lina continuaba ocultándola, temblando de que, por casualidad, una caricia se la hiciera descubrir a alguien, insistiendo cuanto podía por dejarse puesta al menos la camisa, volviéndose púdica desde que su carne recelaba quizá un peligro mortal. Pero su silencio aumentaba, se endurecía, pesaba cada vez más como si también fuese un tumor maligno que, poco a poco, la estuviera envenenando. Por fin se había decidido a consultar a un médico, menos tal vez por curarse que con el fin de hablar de sí misma sin coacciones. Su amigo Massimo, el único ser a quien ella se había confiado a medias y que, al menos de nombre, conocía a todo el mundo en Roma, le había aconsejado que fuera a ver al doctor Sarte; incluso podía recomendarla, por mediación de otra persona, al nuevo y célebre médico. Ocho días atrás, Lina Chiari había telefoneado desde un bar para pedir una cita; había anotado cuidadosamente la dirección y la hora en un pedacito de papel que ocupó inmediatamente, dentro de su bolso, el lugar de un talismán o de la medalla de algún santo protector. Y, valerosa al sentirse vencida, sin esperar casi nada, aunque sólo fuera para no tener que renunciar demasiado pronto a su esperanza y contenta, de todos modos, de ponerse en manos de un hombre célebre, se hallaba a la hora concertada ante la puerta del profesor Alessandro Sarte, antiguo jefe de clínica quirúrgica, especialista en medicina interna, que recibía de tres a seis los martes, jueves y viernes, excepto en los meses de verano.
Ignorando por humildad el ascensor (además aquellas máquinas nunca le habían ofrecido mucha confianza), se internô por el espacioso hueco de la escalera, todo él recubierto de paneles de mármol blanco. Hacía casi frío allí, lo que justifícó inmediatamente para ella el que llevase puesto su viejo abrigo. En el segundo piso se encontró ante una placa que llevaba el mismo nombre. Llamó despacito, intimidada por aquella solemne casa antigua que le recordaba el palacio de una gran dama caritativa de Florencia, a donde en tiempos la enviaban a felicitarla, el día de su santo, con un ramo de flores. Abrió la puerta una enfermera que se parecía bastante a la que ocupaba este puesto cerca de la anciana señora florentina, revestida, al igual que ella lo estaba de una bata, de una especie de convencional afabilidad. Ya había gente en el hermoso salón protegido por persianas del sol que decolora las cortinas. Un hombre de edad pasó el primero, y miró con insistencia a Lina, quien no pudo por menos de sonreírle; luego le llegó el turno a una anciana, de quien nada podía decirse sino que era muy vieja; después pasó una señora con un niño. Aquellas personas, una vez franqueada la puerta que se cerraba tras ellas, igual hubieran podido morirse puesto que no se las volvía a ver, y Lina, comprobando que algunos de aquellos pacientes iban casi tan pobremente vestidos como ella, dejó de temer que el profesor cobrase muy caro. Se arrepentía, empero, de no haber ido, como proyectó en un principio, al médico modesto que la había curado en un incidente de su vida amorosa; lo mismo que la gente pobre de su pueblo, en los alrededores de Florencia, había cambiado de santo en el momento de peligro.
El doctor Alessandro Sarte estaba sentado ante su mesa de despacho atestada de fichas; sólo se le veía la cabeza, el busto blanco, las manos colocadas sobre la mesa a modo de instrumentos cuidadosamente bruñidos. Su hermoso rostro algo gesticulante le recordaba a Lina decenas de rostros observados antes en la calle y que, incluso en momentos de mayor intimidad, habían seguido siendo los de unos transeúntes a quienes ella no volvería a ver. Pero el profesor Sarte no frecuentaba más que mujeres situadas a un nivel más alto en la aristocracia de la carne. De nuevo, al explicar su caso, trató Lina de atenuar la gravedad de sus temores, alargando su relato con frases inútiles, a la manera de un paciente que tarda y no acaba nunca de quitarse la venda de su herida, hablando de su visita al doctor como de una precauciôn tal vez exagerada, con una ligereza en la que entraban parte de valor y una secreta esperanza de que el médico no la contradeciría. Entonces, al igual que un hombre cansado de oír charlar a su amante de una noche, se apresura por acceder a la verdad desnuda, el doctor le dijo:
- Desnúdese.
Nada prueba que ella reconociese estas palabras familiares, trasladadas del campo del amor al de la cirugía. Como las manos de Lina luchaban en vano con los broches de su vestido, a él le pareció que debía añadir unas palabras extraídas de su estuche de exhortaciones médicas, pero que quizá ella no había vuelto a oír pronunciar desde la época lejana de su primer seductor.
- No tema. No voy a hacerle ningún daño.
La mandó pasar a una estancia acristalada, fría de tan clara, en donde la misma luz parecía carecer de piedad. Entre aquellas manos grandes y bien lavadas que la palpaban sin intención voluptuosa, ni siquiera tenía que fingir que se estremecía. Con los ojos guiñados, sostenida por el médico en el diván de cuero apenas más ancho que su cuerpo, interrogaba aquellas pupilas monstruosas a fuerza de estar cerca, pero cuya mirada no expresaba nada. Por lo demás, el vocablo que ella temía no fue pronunciado; el cirujano le reprochó únicamente que no hubiera acudido antes para que la examinaran y, súbitamente sosegada, sintió que, en un sentido, ya no tenía nada que temer, pues, de todos sus terrores, el peor incluso se hallaba horriblemente distanciado.
Detrás del biombo donde el médico la dejó para que se pusiera el vestido, al subirse el tirante de su camisa de seda, se detuvo un instante a mirarse los pechos como lo hacía antaño, cuando era adolescente, en la época en que las muchachas se maravillan del lento perfeccionamiento de su cuerpo. Pero hoy se trataba de una maduración más terrible. Un episodio lejano le vino a la memoria: una colonia de vacaciones, la playa de Bocca d'Arno, un baño al pie de las rocas donde un pulpo se le había agarrado a la carne. Había gritado, había corrido, entorpecida por aquel repelente peso vivo; sólo pudieron arrancarle el animal haciéndola sangrar. Durante toda su vida había conservado el recuerdo de aquellos tentáculos insaciables, de la sangre y de aquel grito que a ella misma la había asustado pero que ahora era inûtil repetir, pues sabía que esta vez nadie vendría a liberarla. Mientras el médico llamaba por teléfono, para reservarle una cama en la Policlínica, unas lágrimas que acaso salieran del fondo de su infancia resbalaron por su rostro gris y tembloroso.
Hacia las cuatro y media volvió a abrirse la puerta del profesor y la enfermera puso a Lina Chiari en el ascensor. El profesor había sido muy bondadoso con ella; le había ofrecido una copa de ese vino de Oporto que siempre tenía en reserva, en su gabinete para las ocasiones en que los enfermos pierden el valor. El se encargaría de todo; bastaría con que ella se presentara, a la semana siguente, en la Policlínica donde operaba gratuitamente a los pobres; oyéndole, nada parecía tan fácil como curarse o morir. El ascensor terminó su descenso vertical a lo largo de tres pisos; Lina seguía sentada en la banqueta de terciopelo rojo, con la cabeza entre las manos. No obstante, pese a su desamparo, saboreaba el consuelo de saber que ya no tendría que preocuparse por buscar dinero, por guisar o lavar la ropa y que, en lo sucesivo, no tendría más quehacer que sufrir. Se encontró de nuevo en el Corso lleno de ruido y de polvo, donde los vendedores de periódicos voceaban un interesante crimen. Un coche de punto estacionado junto a la acera le recordó a su padre: era cochero de un simón en Florencia; poseía dos caballos: uno de ellos se llamaba Bello y el otro Buono; la madre los cuidaba con más esmero que a sus hijos. Buono se había puesto enfermo y habían tenido que sacrificarlo. Pasó sin mirar por delante de un cartel en el que se anunciaba, para aquella misma noche, un discurso del Jefe del Estado, pero se detuvo por costumbre frente al anuncio del Cine Mondo, donde pondrían esta semana una gran película de aventuras con la incomparable Angiola Fidès. Delante de una tienda de ropa blanca, se dijo que tendría que comprar camisas de algodón como las que llevaba en el colegio; no podían amortajarla decentemente con una camisa de seda rosa. Sintió deseos de regresar a casa y contárselo todo a la casera, pero ésta, al saberla enferma, se apresuraría a reclamarle lo que le debía. Paolo Farina volvería el lunes a la hora de costumbre; era inútil provocar asco en él hablándole de su enfermedad. Se le ocurrió entrar en un café para telefonear a Massimo, su amigo de corazón; pero a él nunca le había gustado que le molestasen. La vida de Massimo era aún más complicada que la suya; sólo iba a casa de Lina en sus malos días y para que ella lo consolase. No podían invertirse los papeles: aquella tierna compasión era precisamente lo único que Massimo esperaba de las mujeres. Ella se esforzaba por creer que más valía así: le hubiera dado más pena morir si Massimo la hubiera amado. Sintió un impulso de lástima, agudo como la punzada de una neuralgia, por aquella Lina a quien nadie compadecía y a quien sólo quedarían seis días de vida. Aunque sobreviviera a la operación, sólo le quedarían seis días de vida. El médico acababa de decirle que había que amputarle un pecho; los pechos mutilados sólo gustan en las estatuas de mármol que los turistas van a visitar al museo del Vaticano.
En aquel momento, al atravesar una calle, vislumbró frente a ella, en el escaparate de una perfumería, a una mujer que venía a su encuentro. Era una mujer ya no muy joven, con los ojos grandes, cansados y tristes, que ni siquiera trataba de esbozar, en su rostro descompuesto, la mentira de una sonrisa. Una mujer tan banalmente parecida a otras muchas que Lina se hubiera cruzado con ella con indiferencia entre la multitud de los paseantes de la tarde. Sin embargo, se reconoció por sus ropas usadas de las que tenía, como de su cuerpo, una suerte de conocimiento orgánico y cuyos más mínimos enganchones, las más pequeñas manchas le eran tan sensibles como a un enfermo los puntos amenazados de su carne. Aquellos eran sus zapatos deformados de tanto andar, su abrigo comprado un día de saldos en un gran almacén, su sombrerito nuevo, de una elegancia llamativa, que Massimo había insistido en regalarle en uno de esos momentos de riqueza súbita, un poco inquietante, en que a él le gustaba colmarla. Pero no reconoció su cara. Lo que estaba viendo no era el rostro de Lina Chiari, que pertenecía ya al pasado, sino el rostro futuro de una Lina tristemente despojada de todo, internada en esas regiones meticulosamente limpias, esterilizadas, impregnadas de formol y de cloroformo, que sirven de frías fronteras a la muerte. Un ademán casi profesional le hizo abrir el bolso para buscar en él una barra de labios: sólo encontró un pañuelo, una llave, una cajita adornada con un trébol de cuatro hojas de la que se escapaban los polvos, unos recortes arrugados y diez liras de plata que Paolo Farina le había dado el día anterior, con la esperanza de que la novedad de su acuño compensaría la modestia del regalo. Se dio cuenta de que había olvidado la barra de labios en la antesala del médico; no iba a volver a buscarla. Pero una barra de labios es algo necesario y su compra se impone: entró en una perfumería donde el comerciante, Giulio Lovisi, se precipitó para servirla.
Salió de allí con su barra de labios y una muestra de maquillaje ofrecida gratis por un comerciante francés. No había querido que las envolvieran: empañando con su aliento el cristal en el que, por detrás de ella, desfilaba toda la vida de una tarde de Roma, se maquilló el rostro. Las pálidas mejillas volvieron a ser sonrosadas; la boca recuperó ese color encarnado que recuerda la carne secreta o la flor de un pecho sano. Los dientes, más blancos por contraste, brillaban suavemente entre los labios. La Lina viva, intensamente actual, barría los fantasmas de la Lina futura. Se las compondría para ver a Massimo aquella misma noche; engañado por la falsa lozanía que acababa de pedirle a los afeites, aquel muchacho distraído, egoísta y mimoso, a quien ensombrecía la menor alusión al dolor físico, no se daría cuenta de que ella sufría. Se sentaría otra vez frente a ella, dejando sobre la mesa de un café sus cigarrillos y sus libros; se quejaría, como siempre, de la vida y sobre todo de sí mismo; ella se tranquilizaría tratando de consolarlo. Y pudiera ser que aún tuviera éxito; alguien la invitaría tal vez a cenar en uno de esos restaurantes semielegantes para los que reservaba sus más llamativos vestidos; por la noche, de un poco lejos, a la luz artificial, sus amigas, al no darse cuenta de que había cambiado mucho, no se darían el gusto de compadecerla. Hasta el gordo de Paolo Farina le parecía súbitamente menos molesto que de costumbre, como si su excesiva buena salud bastara, a los ojos de aquella mujer enferma, para conferirle de repente una especie de tranquilizador prestigio. Todo le resultaba menos sombrío desde que su rostro ya no la asustaba. Aquella máscara resplandeciente, que ella misma acababa de avivar, le tapaba la vista del abismo donde, unos minutos antes, se sentía resbalar. Los seis días más allá de los cuales prefería no ver nada, le prometían gozos suficientes para hacerla dudar de su desgracia, tan próxima, y ésta, por contraste, revalorizaba su pobre vida.
Una sonrisa ficticia como un último toque de maquillaje vino a iluminar su cara. Después, por muy artificial que fuese, acabó convírtiéndose poco a poco en sincera: sonrió al verse sonreír. No le importaba apenas que aquel colorete dado apresuradamente recubriese unas mejillas pálidas, ni que las mejillas mismas no fueran sino un velo de carne sobre aquel armazón de huesos algo menos perecedero que la lozanía de una mujer; que el esqueleto, a su vez, debiera convertirse en polvo para no dejar subsistir más que esa nada que suele ser casi siempre el alma humana. Cómplice de una ilusión que la salvaba del horror, una delgada capa de maquillaje impedía a Lina Chiari sumirse en la desesperación.
Giulio Lovisi cerró con llave el cajón de la caja, echó una última mirada a la tienda invadida de sombras donde, aquí y allá, unos cuantos frascos conservaban un resto de sol, quitó el picaporte de la puerta y bajó el telón metálico. Luego, pese a que el polvo de la tarde fuera nocivo para su asma, apoyado en la pared, se entretuvo un instante en respirar el crepúsculo.
Hacía treinta años que Giulio Lovisi vendía, en el Corso, perfumes, cremas y accesorios de tocador. En el transcurso de aquellos treinta años, muchas cosas habían tenido tiempo de cambiar en el mundo y en Roma. Los escasos autos, que hacían temblar su frágil mercancía en las estanterîas, se habían multíplicado en la calle súbitamente más estrecha; los escaparates, antes enmarcados modestamente de madera pintada, se hallaban ahora rebordeados con placas de mármol que recordaban las losas del Camposanto; los perfumes, cada día más caros, habían terminado por venderse a precio de oro líquido; la forma de los frascos se había hecho más extravagante o más depurada; y Giulio había envejecido. Mujeres ataviadas con faldas largas, más adelante con faldas cortas, se habían apoyado en su mostrador, tocadas con grandes sombreros semejantes a aureolas o con sombreritos pequeños que parecían cascos. De joven, lo habían turbado con sus risas, con sus dedos blancos removiendo el plumón de las borlas de polvos en los cajones abiertos, y con esas posturas que adoptan al azar, ante todos los espejos y ante todas las miradas, pero que van destinadas únicamente al amor, como esos gestos de las actrices que ensayan sin cesar la misma escena. Al hacerse mayor se había hecho más perspicaz y sopesaba sólo con una mirada aquellas almitas imponderables: adivinaba a las mujeres arrogantes, que sólo le piden al maquillaje una suerte de insolencia más; a las enamoradas que se maquillan para conservar a alguien; a las tímidas o a las feas que utilizan los ungüentos para esconder su rostro; y a aquellas -como la cliente que acababa de comprar un lápiz de labios- para quienes el placer es tan sólo un ofício, fastidioso como lo son todos. Y durante treinta años seguidos ocupando el puesto de obsequioso proveedor de belleza femenina, Giulio había conseguido ahorrar el dinero suficiente para mandar construir un chalecito en la playa de Ostia y había permanecido fiel a su mujer, Giuseppa.
Giulio cerraba aquel día a una hora más temprana que de costumbre, pues se había encargado de hacer la compra en la ciudad. Tras responder distraídamente a su vecino el sombrerero, que contemplaba la Calle a través de los cristales de su escaparate, se alejó con la cabeza baja, absorto en una tristeza tan trivial que tal vez no conmoviese a nadie. El viejo Giulio se esforzaba por creer que el lote deparado por el destino era digno de envidia y que su mujer era una buena mujer, mas forzoso era reconocer que el comercio periclitaba y que Giuseppa le hacía sufrir. Había hecho cuanto había podido para que ésta fuera dichosa: había soportado a sus cuñados y cuñadas que venían a su casa arrastrando enfermedades y niños; aquellas gentes le habían chupado la sangre y ahora su mujer le reprochaba el haberles ayudado. Y no era culpa suya si los partos de su mujer habían sido difíciles, ni si en París no había cesado de llover durante el viaje de novios. Había estado cuatro años en la guerra, cosa que tampoco era muy agradable. Durante aquel tiempo, Giuseppa, que llevaba la tienda, había tropezado con un subdirector de Banco, quien -decía ella- la había cortejado y que, naturalmente, era muy superior a Giulio, pues ostentaba una condecoración y tenía un automóvil. Lo había rechazado porque era una mujer honesta, pero de todo esto tampoco era responsable Giulio. El anciano Giulio pertenecía al partido del orden, soportaba con paciencia los ínconvenientes de un régimen que garantizaba la seguridad en las calles, del mismo modo que pagaba sin murmurar su póliza de seguros contra la rotura de cristales. No era él quien había deseado el matrimonio de su hija Giovanna con aquel Carlo Stevo que acababa de ser condenado a cinco años de trabajos forzados por el Tríbunal Supremo, por hacer propaganda subversiva. La severidad del Código, los impuestos de Aduana sobre los productos franceses, cada día más elevados, los ineptos escándalos que le armaba su mujer, la casi viudez de Vanna y la suerte injusta de su conmovedora nietecita enferma de coxalgia se unían para hacer de Giulio, no el más desdichado de los mortales, pues hace falta mucho orgullo para reclamar semejante título, pero sí un pobre hombre tan preocupado como cualquiera.
No, Giulio no tenía ninguna prisa por verse de nuevo en su casa de Ostia, donde, cada noche, a través de los delgados tabiques, oía llorar a su solitaria Giovanna. La inquietud que le causaba su hijita era lo único que retenía a Vanna al borde de la desesperanza; Giulio casi le daba gracias al cielo por haberle mandado aquella pena que ahora la distraía de las demás. A decir verdad, el discurso del dictador le ofrecía aquella tarde una buena disculpa para entretenerse en la ciudad, pero, dejando aparte lo cansado que resulta escuchar de pie entre la muchedumbre una larga parrafada de elocuencia, el oír decir pestes contra los enemigos del régimen no es muy agradable cuando uno se halla más cerca de lo que quisiera de los sospechosos y de los condenados. Y en cuanto a aprovechar este pretexto para tomar un helado y pasar una velada tranquila en un café de Roma, aquel anciano parsimonioso y hogareño ni siquiera pensaba en ello. Más valía regresar sin demora al minúsculo chalecito que Giuseppa llenaba con su corpulencia y con el ruido de la máquina de coser, para oír decir una vez más que el hilo negro no valía nada y que los botones que había cambiado aún eran demasiado caros. El carácter de Giuseppa se enranciaba de día en día; era penoso, para aquella mujer de edad, corpulenta y castigada por el reúma, tener que cuidar como podía a la exigente pequeña Mimi, y llevar una casa, y tratar de distraer a la pobre Giovanna.
El había contado en vano con que las manías de su mujer se atenuarían con la edad; por el contrario, los defectos de Giuseppa, al envejecer, habían aumentado monstruosamente, al igual que sus brazos y su cintura; tranquilizada por treinta años de intimidad conyugal, ya no los disimulaba, como tampoco sus ímperfecciones fisicas: él tenía que soportar los celos de Giuseppa, del mismo modo que hubo de acostumbrarse a que sus manos estuvieran siempre sudadas. El iba a cumplir sesenta años; su rostro grasiento brillaba como si a la larga se hubiera ímpregnado de sus pomadas y aceites; ella no lo veía tal y como era: se había inventado, para poder sufrir, a un Giulio seductor de mujeres que le interesaba más que el auténtico Giulio. La víspera se había presentado en la estrecha tienda donde cualquier ademán algo brusco ponía en peligro tantos perfumes, con objeto de dar un escándalo; le había obligado a echar a la calle a su nueva dependienta, una interesante inglesita a quien él había aceptado por caridad, para que le ayudase en las horas de afluencia. Miss Jones se hallaba en Roma momentáneamente sin recursos; las escasas lecciones de conversación que daba no le bastaban para vivir. Giulio suspiró, mortificado por las sospechas de su mujer, olvídándose de que le gustaba mucho contemplar las largas y delgadas piernas de Miss Jones. Al lado de los infortunios oficiales, deplorados cada noche en la mesa familiar, la ausencia de la conmovedora inglesita le hacía el efecto de una romántica y pequeña desgracia particular suya.
Tras empujar con reverencia una puerta de cuero grueso, mullido, suavemente ennegrecido por el paso del tiempo, Giulio Lovisi penetró en una modesta iglesía de barrio donde -al igual que otros van al café o frecuentan los bares- acudía cada tarde para saborear una gotita del alcohol de Dios. Hasta en las cosas de la fe, aquel burgués ordenado era de los que se contentan con una copa pequeña. Dios, cuya voluntad servía de explicación a los sinsabores de Giulio y de disculpa a su falta de valor, parecía residir aquí entre los oropeles del altar para que un número ilimitado de infortunados transeúntes vinieran a quejarse de sus males y, gracias a ello, llegaran a consolarse de los mismos. Dios, que acogía a todos, permitía incluso que actuaran según su comodidad. El anfitrión celeste a nada obligaba: uno podía, según sus deseos, permanecer de pie o dejarse caer en una silla con sus paquetes; pasearse o mirar distraídamente un cuadro ennegrecido, pintado seguramente por algún gran pintor (puesto que los extranjeros, de cuando en cuando, le ofrecen una propina al guía para que se lo enseñe), o arrodillarse para rezar. Aquel Giulio insignificante hasta en sus desgracias podía incluso engañar a Dios exagerándole su desamparo o halagarle burdamente poniéndose en sus manos. El invisible interlocutor no se tomaba el trabajo de desmentirle; la Magdalena de mármol, postrada contra un pilar, no se ofuscaba cuando aquel hombre gordo, ataviado con un traje «beige», se las arreglaba para rozarle, al pasar, el pie descalzo. El cura, el organista, el sacristán con librea roja, el mendigo bajo el porche de Santa María la Menor, tomaban todos en serio a aquel habitual visitante de por las tardes. Y era aquel el único lugar en el mundo donde Giuseppa vacilaría en dar un espectáculo.
Rosalia di Credo, la encargada de los cirios, dejando su puesto sin hacer ruido, se deslizó hasta donde estaba Giulio, recorriendo la hilera de sillas, con el susurro discreto que suele emplearse en las habitaciones de los enfermos, en el teatro y en la casa de Dios, inquirió:
- Señor Lovisi, ¿cómo está su querida nietecita?
- Un poco mejor -susurró sin convicción Giulio Lovisi-. Pero el nuevo doctor, igual que los anteriores, dice que hace falta tiempo y largos tratamientos. Es duro, sobre todo para su pobre madre. Giulio acababa de pensar, por el contrario, que era bueno para Vanna el tener que ocuparse de su hija. Lo creía así, pero es preciso tener mayor fir meza que aquel hombre viejo para decir lo que uno piensa. En realidad, la enferma no estaba ni peor ni mejor que de ordinario. Giulio llegaba a dudar incluso que llegara a curarse algún día. Pero confesar estas dudas hubiera sido pecar contra la esperanza. Responder con sinceridad sería carecer de miramientos con aquella solterona y complicar indiscretamente aquel breve intercambio de fórmulas corteses usuales entre personas bien educadas.
- ¡Pobre angelito! -dijo Rosalia di Credo.
- ¡Paciencia! -dijo humildemente Giulio-. ¡Paciencia!
Rosalia bajó aún más la voz, ya no por decoro como antes, sino como si verdaderamente importara que pudiesen oírles.
- A pesar de todo, ¡qué desgracia para su pobre hija que él no pudiera salir a tiempo para Lausana!
- ¡El imbécil! -exclamó Giulio ahogando una blasfemia que, por lo demás, no hubiera hecho sino demostrar su amistosa intimidad con Dios-. Siempre pensé que ese Carlo terminaría mal… Se lo dije… A decir verdad, apenas había tenido ocasión para decirle nada al marido de Vanna, ya que éste había cesado muy pronto de frecuentar a su suegro. Mas no era la vanidad la que impulsaba a Giulio a presumir de haber aleccionado a aquel desdichado, era el temor; quería lavarse de la sospecha de haberle dado su aprobación en algún momento. Un criminal no podía ser mâs que temible y era conveniente añadir, retrospectivamente, una parte de horror a aquellos de sus recuerdos concernientes a Carlo, y Carlo Stevo era seguramente un criminal puesto que lo habían condenado.
- Yo siempre lo aborrecí -dijo.
Era falso. Había empezado por gratificar a Carlo Stevo con el sentimiento que más abunda en todos nosotros: la indiferencia, ya que se la otorgamos a unos dos mil millones de hombres. Después -y de esto hacía ya diez años (¡cómo pasa el tiempo!)-, cuando Giuseppa le alquiló por correspondencia una habitación amueblada en su chalet de Ostia, Giulio había comprado los libros de este escritor difícil de entender, exagerando a gusto, ante vecinos y conocidos, la celebridad de su inquilino y el precio que pagaba por la habitación. Por fin, cuando Carlo Stevo, llevando él mismo su ligera maleta, se había presentado a la puerta, sin conseguir encarnar tantas obras maestras ni tanta gloria en el cuerpo enfermizo, un poco torcido, de aquel hombre de unos treinta años que les parecía a un mismo tiempo demasiado joven para su reputación y prematuramente envejecido para su edad, los Lovisi habían otorgado a su huésped una estimación templada por la piedad, es decir, por el desprecio. Aquella compasión, aquel desprecio, habían alcanzado su punto más alto durante la pulmonía de la que casi se muere Carlo Stevo; un matiz de familiaridad se había introducido en sus relaciones con su inquilino; aquel hombre de talento, consumido por no se sabía qué clase de llama, no era ya para ellos sino un enfermo al que habían tratado de cuidar lo mejor posible. Pero el fuego había prendido en otra alma: en la de Vanna. Tal era el poder de expansión de aquel amor juvenil que los Lovisi habían terminado por ver a Carlo con sus ojos y por amarlo a través de su corazón. Una vez convertido en su yerno, el sentimiento que les había inspirado era de orgullo, dado que, en aquel momento, lo consideraban como cosa propía. Se habían resignado a no ver mucho a su hija; se envanecían del apartamento, completamente nuevo que Vanna habitaba en Roma, en el barrio de los Parioli, y de las grandes cantidades que gastaban para la niña enferma. Más tarde, cuando habían empezado a circular rumores inquietantes sobre las amístades políticas de Carlo Stevo, cuando su Vanna, abandonada según decía ella, había regresado a casa para instalarse durante períodos cada vez más largos y acabar refugiándose allí definitivamente con su hijita impedida, habían meneado la cabeza diciéndose que, después de todo, no se debe uno casar con alguien superior a su clase y que más hubiera valido no fiarse de un hombre de letras que no piensa como todo el mundo. Y ahora que ya no era -perdido por alguna parte- más que un número en una roca, aquel Carlo que había terminado por carecer de consistencia les inquietaba como un fantasma.
- Y… -preguntó Rosalia di Credo- ¿les han dicho a ustedes… dónde se encuentra?
- Sí -contestó Giulio-, en una isla. No sé muy bien dónde está. Cerca de Sicilia.
- Sicilia… -dijo suavemente Rosalia di Credo.
Se comprendía que aquel nombre acababa de despertar en ella emociones más íntimas, pero tal vez más penosas que el débil interés suscitado por la imagen de la desgracia ajena. El eco punzante de una alegría perdida se insertaba bruscamente entre aquellas insípidas variaciones de enternecimiento cortés y de vaga compasión. Si a Giulio no lo hubiera ensordecido el zumbido de sus propios males, aquella simple frase le hubíera dado a conocer que Rosalia era una exiliada de la felicidad.
- No tendría importancia -prosiguió- si nuestra pobre Vanna fuera algo más razonable. Mi mujer tiene que levantarse todas las noches para rezar con ella, obligarle a beber leche caliente, remeterle la ropa de la cama, en resumen, tratar de sosegarla. Todo esto porque al señor le dio por meterse en política y está consumiéndose de aburrimiento en un peñón. Y pensar que siempre son los inocentes los que tienen que pagar todas las culpas… Ya no po demos dormir. El inocente era él, Giulio, cuyo sueño turbaban. El miedo al insomnio hizo gestícular de repente su máscara de esclavo de comedia antigua, irónicamente unida al destino de Prometeo. -Atreverse a atacar a un hombre tan grande… -prosiguió en voz baja pero con el tono convencido de quien sabe está expresando unos sentimientos honorables, con los que todo el mundo está conforme y que nadie se arriesgaría a contradecir. Y a quien todo le sale bien-. Cuando pienso que entregamos nuestra Vanna a una persona instruida…
Rosalia di Credo suspiró; aquel suspiro, sín duda, sólo concernía a sus propias penas.
- ¡Ay, Virgen Santa!
Y movida por unos sentimientos interesados y devotos, que correspondían a un período ya superado de su vida, pero que continuaban dirigiendo sus pequeños ademanes de marioneta junto a su puesto de cera, dijo:
- Señor Lovisi, si usted le pusiera una vela, tal vez la Madona le ayudaría. ¡Es tan buena!
- ¡La Madre Buena! -murmuró Giulio. Se calló tras aquellas palabras quc, sin él saberlo, asimilaban a María con las antiguas diosas favorables a quienes el hombre nunca dejó de rezar. En efecto, el órgano acababa de lanzar, por encima de sus cabezas, su grito ronco, demasiado inesperado para parecer claramente el comienzo de un canto. Un segundo acorde dio la explicación del primero. Se desplegó un encadenamiento de preguntas pertinentes y de respuestas del que nadie entendió ni una palabra, a no ser el organista ciego, allá arriba, pero todos lo encontraron muy hermoso: un mundo matemático y puro fue edificándose, transformado por tubos y fuelles en ondas sonoras; el preludio encubrió incluso el ruido amortiguado de los autobuses y taxis de Roma que, de no ser por la música, hubieran continuado oyéndose, aunque la gente estaba ya demasiado acostumbrada a ellos para percibirlos. La salutación que se celebraba en una capilla lateral era seguida distraídamente por un extranjero a quien había atraído allí la celebridad de un fresco de Caravaggio, así como por unas cuantas mujeres entre las cuales a Giulio Lovisi ni siquiera se le ocurrió identificar a una muchacha vestida con traje de viaje, que no era sino su conmovedora inglesa. Una decena de fíeles, distanciados sin cesar por la clara elocución del sacerdote, repetían en coro las denominaciones de las letanías, sin tratar siquiera de entender lo que decían, demasiado entretenidos en realizar aquella especie continua de genuflexión de la voz. Unicamente aquellos que no rezaban y, en cambio, escuchaban, dejaban de cuando en cuando que una combinación de palabras, uno de esos epítetos insólitos que sólo se oyen en las iglesias, hicieran resonar algún eco dentro de ellos, confirmandose una idea, prolongara o despertase una vibracíón del pasado.
- Casa de oro…
Rosalia di Credo pensaba sin querer en una casa de Sicilia. -Reina de los Mártires…
Una mujer joven, que había entrado allí para guarecerse de la lluvia provocada por la tormenta, se subió la toquilla envolviéndose la nuca, alisó sus pliegues y los juntó sobre su pecho, disimulando debajo de la tela negra el peligroso objeto, envuelto en papel de estraza, que aquella noche tal vez cambiase el destino de un pueblo.
«… Confiemos en que la humedad… En cualquier caso -piensa- no hay nada que temer por parte del armero, es del Partido. A veces se tiene éxito… Más a menudo de lo que uno cree, si está decidido a llegar hasta el final, a no arreglar tras de si ningún camino de salida… Afortunadamente, aprendí a tirar en Reggiomonte, con Alessandro… ¿El balcón o la puerta?… Delante del balcón, entre la gente, es más difícil levantar el brazo. Pero la puerta está más vigilada… En el fondo, más vale que haya una alternativa: elegirás allí mismo… Aunque tal vez hubiera sido más juicioso decidirse por Villa Borghese… Componérselas para estar junto a la pista de los caballos con un niño… No, no. No vaciles… Pronto estaré muerta, es lo único seguro. ¿Qué están diciendo? Reina del cielo… REGINA COELI: ése es el nombre de una cárcel… Será allí dónde, mañana… Haz, Dios mío, que muera en seguida. Haz que mi muerte no sea inútil. Haz que mi mano no tiemble, haz que él muera… ¡Anda, qué gracia! Me he puesto sin darme cuenta a rezar.» -Torre de marfil…
El anciano primo Clément Roux, con sus manos hinchadas de cardíaco colgando entre las rodillas, agachó la cabeza para seguir la espiral de aquellas palabras que, lentamente, se iban hundiendo en él, chocaban finalmente con la resistencia de un recuerdo. Dorado, liso y desnudo… Aquella niña en la playa, una tarde, ¿será posible que hayan pasado ya veinte años? Torre de marfil… ¿Existe en el mundo una expresión que mejor evoque la arquitectura de un cuerpo joven?
- Rosa misteriosa… Vaso insigne…
Giulio acaba de percatarse de que ha olvidado comprar, en la botica del Corso, la medicina para Mimi. No está escuchando. Pero, de todos modos, el vaso insigne no es para él sino un término consagrado sin relación alguna con sus costosos frascos de llamativos nombres y además él pertenece a un tiempo en que los perfumes sintéticos han reemplazado al agua de rosas.
- Salud de los enfermos…
Es cierto: la Virgen cura a veces a la gente. En Lourdes sobre todo. Pero Lourdes está lejos y el viaje cuesta caro. No había curado a Mimi, aunque habían rezado mucho. Mas puede que aún no hubieran rezado bastante…
- Consuelo de los afligidos… Reina de las vírgenes…
Miss Jones, que había vuelto a Santa María la Menor para oír algo de música antes de marcharse, agacha la cabeza: ha reconocido a Giulio Lovisi y prefiere que él no la vea. Se estremece al recordar la vulgar escena que se atrevió a hacerle la mujer de aquel comerciante un poco ordinario, pero respetable, en cuya tienda estuvo trabajando unos días por un salario de los más bajos (porque no tiene permiso de trabajo), mientras llegaba la pequeña renta que le envía su notario. Aquel viaje a Italia ha sido una locura: había hecho mal en aceptar el puesto de chica «au pair» ofrecido por una compatriota entusiasta, que se había esforzado en vano por instalar una pensión para turistas británicos, en un pintoresco rincón de Sicilia. Y no hubiera debido dejar que la despidieran sín pagarle al menos sus gastos. Las pocas libras que acaba de recibir de Inglaterra le llegan justo para pagar su regreso. No obstante, hoy se ha permitido algunos caprichos: ha desayunado en un tea-room inglés de la plaza de España; ha visitado en grupo el interior de la basílica de San Pedro; ha comprado una medalla bendecida para su amiga Gladys que es irlandesa; irá a pasar la noche en el cine hasta la hora en que llegue su tren. Junta maquinalmente las manos por espíritu de imitación, molesta y seducida a la vez por aquellos ritos de una religión diferente. Dirige al Señor una invocación mental para que le sea devuelto su puesto de sectetaria cuando llegue a Londres. Allí donde uno esté, siempre ayuda rezar.