UN HOMBRE OSCURO
La noticia de que Nathanael había muerto en una pequeña isla frisona no produjo gran revuelo cuando la recibieron en Amsterdam. Su tío Elie y su tía Eva reconocieron que esperaban aquella muerte; ya dos años atrás, Nathanael casi fallece en el hospital de Amsterdam; este segundo óbito, por decirlo así, ya no conmovía a nadie. Corrían rumores de que su mujer Sarai (¿sería en verdad su mujer?) había fallecido antes que él, y más valía no indagar cómo. En cuanto al hijo de la pareja, Lazare, Elie Adriansen no se veía a sí mismo yendo a buscar al huérfano a la Judenstraat, a casa de una vieja con los ojos excesivamente negros y vivarachos, que pasaba por ser su abuela.
El nacimiento de Nathanael también había sido harto discreto; en ambos casos no hacía sino someterse a la regla general, pues la mayoría de las personas entran y salen de este mundo sin gran estrépito. El primero de estos dos acontecimientos -si es que lo era- sólo interesó a media docena de comadres holandesas, instaladas en Greenwich con sus maridos, carpinteros de oficio, que trabajaban para el Lord del Almirantazgo y eran bien remuneradas en Luenos chelines y en buenos peniques. Aquel grupito de extranjeros, despreciados como tales, pero respetados por su laboriosidad y su convencido protestantismo, ocupaba una serie de limpísimas casitas a lo largo de un dique. El poblado marítimo, más abajo de Greenwich, se extendía por una parte hasta la orilla, donde los mástiles sobresalían de los tejados y las sábanas tendidas se confundían con las velas; por la otra, sus casitas se perdían por una comarca aún rústica, de bosquecillos y pastos. El padre del recíén nacido era un hombre gordo y rubicundo, aunque ágil, que se pasaba la mayor parte del tiempo subido a una escalera apoyada en una obra viva inacabada. La madre, una «tragabiblias», lavaba a los niños y cocinaba unos guisos que sus vecinas inglesas se hubieran negado a tocar, del mismo modo que tampoco ella hubiese probado la carne que ellas preparaban, excesivamente cruda.
Como el pequeño Nathanael era debilucho y cojeaba un poco, no lo enviaron, como a sus hermanos, a rascar el flanco de los barcos en dique seco o a clavar clavos en las vigas. Lo encomendaron a un maestro de escuela de la vecindad, que se interesaba por él.
Mantenerlo le costaría poco a la familia. Realizaría para el maestro algunos trabajillos tales como llenar los tinteros, sacarle punta a las plumas o barrer el suelo de la sala; ayudaría a la maestra a sacar agua del pozo y a escardar el huerto. Cuando pasara el tiempo, harían de él un predicador o un magister a su vez.
Nathanael se encontró a gusto en casa del maestro, pese a las bofetadas y golpes que llovían sobre los alumnos. Pronto le encargaron que enseñase el alfabeto a los más pequeños de sus condiscípulos, pero lo hacía muy mal, y nunca hallaba el momento oportuno para golpear con la regla de hierro los dedos de los chicos. No obstante, su aire de dulzura y su atención servían para que cundiese el buen ejemplo entre los muchachos de su edad. Por la tarde, cuando ya se habían marchado los colegiales, el maestro le permitía leer: en verano, mientras había luz en el jardín, y en invierno, al resplandor de la lumbre, en la cocina. La escuela poseía unos cuantos libros gruesos que el maestro juzgaba demasiado valiosos y de lectura harto difícil para entregársela a la caterva de colegiales, que pronto los habrían hecho pedazos. Allí había un Cornelius Nepos, un tomo descabalado de Virgilio, otro de Tito Livio, un Atlas donde se veía Inglaterra y los cuatro continentes con el mar alrededor, y delfines en el mar, así como un planisferio celeste sobre el cual hacía el niño muchas preguntas que el maestro no siempre sabía contestar. Entre los libros menos serios, había varias obras de un tal Shakespeare, que habían obtenido grandes éxitos en sus tiempos, y la novela de Perceval, impresa en caracteres góticos muy difíciles de descifrar. El maestro le había comprado todo aquello a bajo precio a la viuda de un vicario de la vecindad, para quien los únicos libros estimables eran los sermones de su difunto marido. Nathanael aprendió de esta suerte a hablar un inglés muy puro, aunque en su casa lo destrozaban, y también un poco de latín, para el que tenía bastante facilidad. Al maestro le gustaba hacerle trabajar, pues tenia pocas ocasiones rle ejercitar su propio talento, desde que ya no daba clase en un buen colegio de Londres. Era implacable con la gramática, y acompañaba a Virgilio golpeando acompasadamente con el índice la tabla de su pupitre.
Cuando Nathanael cumplió quínce años empezó a salir con una rubita de su misma edad, medio descarada, medio tímida, que tenía unos ojos muy bonitos. Se llamaba Janet y era aprendiza en casa de un tapicero. Los días de sol comían y bebían juntos su pan y su sidra en ei prado cercano. Más tarde, se acostumbraron a pasear por el bosque, donde Nathanael recogía plantas para el herbario de su maestro. Y asi fue como acabaron por hacer el amor en un lecho de hierbas y de helechos; él tenía con ella muchas atenciones, y ambos daban por descontado que algún día se casarían.
Una vez llegó ella a una de sus citas toda asustada. Un burgués, que comerciaba con armamento y suministros marinos, que bebía mucho y tenía fama de ser aficionado a la carne joven y fresca, venía soltándole, desde hacía tiempo, una retahíla de proposiciones mezcladas con amenazas. Las tardes en que salían juntos, Nathanael siempre la acompañaba a casa del tapícero y esperaba hasta que la puerta se cerraba tras ella. Un domingo de mayo en que volvían cogidos de la mano, al anochecer, el borracho les cerró el paso. Probablemente los había seguido y espiado cuando se hallaban en su cama de helechos, pues prorrumpió en sucias y precisas chanzas sobre sus amores. Más ligera y presta que una corza asustada, Janet huyó. El hombre se echó hacia adelante para perseguirla, pero, afortunadamente, se tambaleaba. Tan mal lo sostenían las piernas que tuvo que apoyarse en Nathanael; le rodeó el cuello con el brazo, no se sabe si con objeto de mantener el equilibrio o a consecuencia de una súbita y estúpida ternura. Y ahora sus proposiciones iban dirigidas al alumno del magister. Nathanael, lleno de espanto y repugnancia (no hubiera podido decir cuál de los dos sentimientos primaba), lo rechazó, cogió una piedra y le golpeó con ella la cara.
Cuando vio al hombre en el suelo, respirando apenas y con un hilillo de sangre en la comisura de los labios, el miedo se apoderó de él. Si alguien lo hnbía vislumbrado desde lejos, o si Janet contaba aquel incidente, lo prenderían por orden del alguacil, y ya podía prepararse a ser ahorcado al dia siguiente.
Huyó a su vez, pero con su paso inseguro de cojo, y además no quería correr, para no llamar la atención de los transeúntes. Escogiendo las callejuelas más desiertas, evitando los diques en donde quizá velara todavía algún guarda, pese a la hora tardía, consiguió llegar a la orilla, donde pensaba encontrar algunas barcazas dispuestas a zarpar con el alba. Una de ellas parecía estar vacía, con la escotilla abierta en medio del puente y, colgando encima, la cuerda de un torno. Los hombres de la tripulación estaban probablemente en tierra, bebiendo una última copa. No había nadie a bordo, sólo un perro, pero Nathanael siempre hacía amistad con los perros. El muchacho se coló dentro de la cala agarrándose a la cuerda del torno, y se escondió entre los barriles.
Estuvo allí toda la noche, muerto de miedo, prestando oído a los pasos de los hombres que subían a bordo, al golpe de la escotilla cuando la dejaban caer pesadamente, al rumor ligero del viento y al chapoteo del agua chocando contra el casco del barco, al chirrido de las cuerdas y al chasquido de las velas en el momento de largar. Cuando por fin llegó la mañana, sintió que se deslizaban por el río, pero su miedo aún subsistía. La calma chicha podía dejarles fondeados cerca de la costa o, contrariamente, la tempestad podía forzarles a regresar a puerto. Al cabo de dos días y tres noches, muerto de hambre, llamó con voz débil a unos hombres que bajaban con las palas, para repartir mejor el lastre. En aquellos momentos estaban ya en alta mar, a la altura de las Sorlingas. Pronto supo que el barco iba camino de Jamaica.
Los hombres arrastraron al tembloroso muchacho sobre la cubierta. Propusieron arrojarlo al agua por diversión, pero el cocinero, un mestizo, intercedió por él; dijo que aquel joven bribón podría serles útil, cuidar de los pollos y del cerdo que llevaban a bordo, y hacer las faenas más pesadas de la coeina. El capitán, que no era un mal hombre, pese a su aspecto brutal, consintió en ello. Nathanael encontró en el mestizo a un protector. Y, cosa extraña, aceptó de aquel hombre, sin repugnancia, unas familiaridades que le habían horrorizado cuando se las propuso el borracho de Greenwich. Nathanael sentía afecto por aquel hombre de piel cobriza, que tan bueno era con él. No valoraba el placer que el otro podía sentir al acariciar y proteger a un joven blanco.
En Jamaica se detuvieron mucho tiempo para descargar el flete que traían de Inglaterra y para cargar valiosas maderas destinadas a ser convertidas en tablas y marquetería, para las hermosas casas de Londres. El mestizo había nacido en la isla; le dio a probar a Nathanael las frutas de la tierra y lo llevó a las chozas de las rameras, muy solicitadas aquellos días, pues había varias tripulaciones en el puerto. Nathanael esperó su turno, junto con los demás. Aquellas hermosas le gustaron por la suavidad de su tez y la acentuada dulzura de sus ojos oscuros, sombreados por largas pestañas, así como por su tranquilo abandono. Pero aquellos amores remunerados y reducidos, por escasez de tiempo, a un breve abrazo, aquellos hombres que se apiñaban a la puerta, todos ellos presa del mismo deseo, le producían un poco de repugnancia. El temor a coger una enfermedad contagiosa no era la única causa: le hubiera gustado tener para él solo a una de aquellas hermosas muchachas, durante mucho tiempo, acaso para siempre, como en tiempos creyó poseer a Janet. No había ni que pensar en ello.
Compadecía a los negros que subían por la pasarela, con la espalda encorvada bajo el peso de vigas enormes; no es que su vida fuera más miserable que la de los estibadores del puerto de Londres, pero éstos, al menos, trabajaban sin recibir latigazos. A pesar de su piel desgarrada, los negros reían, en ocasiones, mostrando sus dientes muy blancos. En la hora de más calor, cuando hasta los contramaestres se tendían a la sombra, Nathanael reía y chapurreaba con ellos.
Zarparon para las Barbadas. La víspera, en una riña, habían herido al mestizo de una cuchillada en un ojo. La herida se infectó y el pobre hombre murió en medio de espantosos dolores; arrojaron su cadáver al mar, tras haber rezado un salmo por él; la verdad era que nadie sabía si estaba o no bautízado. Nathanael lloró mucho. Le dieron el puesto de cocinero que se quedaba vacante; salió del paso como pudo, pero, en cuanto llegaron al puerto de Santo Domingo, abandonó el barco. Se enroló de marinero a bordo de una fragata inglesa armada de cuatro morteros y que se disponía a cruzar las costas del nordeste, para poner coto a las intrusiones de los Eranceses.
El mar, aquel verano, estaba casi siempre tranquilo y casi desierto por aquellos parajes. A medida que iban subiendo hacia el norte, la humedad cálida iba dejando paso a las frescas brisas. El cielo transparente se volvía lechoso cuando por él se extendía una delgada capa de niebla; en las orillas del contínente o de las islas (no era fácíl distinguir a uno de otras), bosques impenetrables descendían hasta la orilla. Nathanael recordaba vagamente los bosques inviolados a orillas de los santuarios que citaba Virgilio, pero estos lugares no parecían albergar ni antiguos dioses; ni hadas, ni duendes como los que había creído ver en las florestas de Inglaterra, sino tan sólo aire y agua, árboles y rocas. No obstante, bullía allí la vida en multitud de formas. Millares de pájaros marinos se mecían sobre las olas y se posaban en los huecos que formaban los acantilados; un hermoso ciervo o un hermoso alce atravesaban a veces a nado la angostura entre dos islas, llevando muy alta la cabeza, provista de pesada cornamenta, y luego trepaban, chapoteando por la orílla.
Indios montados en piraguas se acercaron al barco en varias ocasiones: ofrecían sus odres llenos de agua fresca, bayas, pedazos de carne de alguna res que acababan de cazar y que aún chorreaban sangre, pedían ron a cambio. Algunos conocían unas palabras de inglés, o de francés, a fuerza de ejercer aquel tipo de comercio; a bordo, siempre cuidaban de que hubiera algún oficial o marinero gue supiese al menos chapurrear una de las lenguas indígenas. Más de una vez embarcaron a uno de aquellos salvajes, para que les sirviera de piloto en un paso difícil.
Un buen día, uno de ellos les trajo una noticia: un grupito de hombres blancos, de aspecto particularmente serio y bondadoso, que se pasaban todo el día en ceremonias para honrar a sus dioses, habían sido abandonados en una isla cercana por los hombres de su tripulación, que se habían amotínado. Aquellos hombres vivían allí desde hacía varios meses; los indios de tierra firme, que frecuentaban aquel lugar en la época de la pesca, les llevaban a veces comida. El jefe Abenaki, inmovilizado en su campamento debido a una larga enfermedad, los había mandado llamar para exigirles un tributo de bebidas alcohólicas; no tenían alcohol, pero le habían echado agua en la cabeza, para que el Gran Espíritu le favoreciese, y desde entonces el jefe estaba mejor.
No era aquélla la prímera vez que el capitán oía hablar de jesuitas, que venían de Francia para evangelizar a los salvajes del Canadá. Aparte de no soportar aquellas gazmoñerías católicas, sabido es que los reverendos no suelen instalarse en ningún sitio sin que lo acompañe una retaguardía de soldados y de traficantes de su país. Aquellos piadosos personajes eran los emisarios del rey supuestamente cristianísimo.
La isla a la que se referían se hallaba señalada en los mapas desde hacía poco tiempo. Alta y rocosa, cubierta en su parte baja por abetos y robles, podían reconocerse desde lejos sus seis o siete cumbres. No había en ella nada especialmente valioso, pero un brazo de mar la penetraba profundamente al sur, formando un amplio puerto natural maravillosamente resguardado del viento; un islote de forma oval protegía la enttada; en la orilla izquierda, en la parte baja de una pradera grande, manaba un manantial de agua viva conocido por los navegantes; aquellos méritos bastaban para que el rey de Inglaterra se la disputara al rey de Francia. Al aproximarse a la orilla, cerca de un bosque de abetos y de robles ya enrojecidos por el otoño, víeron unas chozas hechas con ramajes y pieles, que los íntrusos habían construido, probablemente con ayuda de los indíos. Una cruz muy alta se alzaba en el medio. El capitán mandó disparar. A Nathanael le horrorizaba la violencia, pero la excitación de los hombres que maniobraban los morteros acabó por contagiársele; el ruido repercutía en las montañas bajas. Sín duda era la primera vez que devolvían el eco de aquellos truenos humanos, al no haber conocído hasta entonces sino el estruendo de la tormenta y, al llegar el deshielo, los crujidos de los bloques de hielo desprendiéndose del acantilado. Desde la distancia en que se hallaban, vio a unos hombres con sotana dispersarse por entre las altas hierbas: dos de ellos cayeron, los demás se refugiaron en los bosques.
Echaron una barca al agua, barca que luego amarraron a la orilla, pero las chozas destripadas no ofrecieron más botín que un montoncito de ropas y provisiones, junto con unos libros y una caja de herramientas, de las que se apoderó el capitán. Nathanael comprobó que uno de los padres había empezado a hacer un herbario; las hojas ondeaban al viento. Había también un cuadernillo, donde el jesuita había empezado a escribir un vocabulario en lengua india, con sus equivalentes latinos escritos en tinta roja. Nathanael se lo metió en el bolsillo, ya que a nadie podía interesarle aquello, pero lo perdió poco después.
Tenía prisa por socorrer, en caso de serle posible, a los dos hombres que habían caído, pues sabía que sus compañeros no se preocuparían de semejante tarea. Pero la pradera era más extensa y accidentada de lo que había creído; se sentía como perdido en aquel mar de hierbas. Además, uno de los hombres había muerto ya Nathanael avanzó con precaución hacia el segundo, que todavía respiraba. No prestaba gran crédito a las furibundas palabras de los predicadores que, cuando era niño, había oído en el templo de Greenwich, adonde lo llevaban sus padres, y el odio a los católicos enemigos del rey de Ingiaterra no había hecho presa en él; empero, le habían enseñado a temer a los papistas y a los franceses. Aunque aquel joven no parecía peligroso: se estaba muriendo y tenía una parte del tórax hundida; la sangte empapaba casi invisiblemente su sotana negra. Nathanael le ayudó a levantar un poco la cabeza y se dirigió a él primero en inglés, luego en holandés, sin lograr que el otro lo entendiera. Se le ocurrió entonces preguntarle en latín qué podía hacer para aliviarlo, aunque el latín del magister difería, sin duda, del latín que habla un jesuita francés. El moribundo lo entendió, sin embargo, lo bastante para decirle con una débil sonrisa de sorpresa:
-Loquerisne sermonem latinum?
-Paululum -replicó tímidamente Nathanael.
Y se quitó el capote de marino para tapar con él al moribundo, que probablemente tenía frío. Ya el francés le rogaba que sacase de su bolsillo un libro grueso, aunque de formato pequeño, que resultó ser un breviario, y que arrancase la guarda, en donde se hallaban escritas unas cuantas palabras: su nombre y el de la ciudad donde estaba su seminario.
-Amice -dijo el moribundo-, si aliquando epistulam superiori meo scribebis mater et soror meae mortem meam certa fide dicerent...
Nathanael dobló cuidadosamente la hoja y prometió escribir al superior de Angelus Guertinus, ex seminario Annecii, para que su madre y su hermana no. permanecieran en la incertidumbre. Annecium no le decía nada, y Annecy no le hubiera dicho mucho más. Pero sólo se trataba de consolar a un agonizante. El joven sacerdote se incorporó ligeramente, apoyándose en el codo, y le pidió que abriese el libro por donde él le indicaba: Nathanael reconoció algunos salmos que había leído en la Biblia de sus padres, en lengua vulgar, pero aquellos salmos sonaban de manera extraña en las soledades que nada sabían del Dios de un reino llamado Israel, ni de la Iglesia Romana, ni de las otras fundadas por Lutero y Calvino. No obstante, algunos de aquellos versículos eran muy hermosos: los que trataban del mar, de los valles y de las montañas, y también de la inmensa angustia del hombre. La voz de Nathanael se quebraba, lo mismo que cuando leía a Virgilio en el colegio.
-Summa voce, oro -susurró el joven jesuita, sea porque entendiera mal las palabras latinas tal como las pronunciaba Nathanael, sea porque su oído se iba debilitando. Respiraba muy difícilmente. Nathanael dejó el breviario en la hierba y corrió hacia un arroyuelo que corría a dos pasos de allí, para coger agua en el hueco formado por sus manos. El moribundo sorbió penosamente un trago de aquella agua.
-Satis, amice -dijo.
Antes de que las últimas gotitas se escurrieran del todo por los dedos de Nathanael, el padre Ange Guertin, del seminario de Annecy, había dejado de existir. Había que subir de nuevo a bordo. Nathanael recogió su capote, que ya de nada le servía al difunto.
Pasado el tiempo, revivió en sueños este incidente varias veces, pero la persona a quien él llevaba agua cambió a menudo con los años. Algunas noches le parecía que aquel a quien trataba de socorrer no era otro que él mismo.
El capitán puso rumbo al nordeste. Una de sus misiones consistía en comprobar lo que quedaba de una pequeña colonia inglesa que se había estable cido hacía algún tiempo un poco más al norte, en una isla situada en la desembocadura del río Santa Cruz; aquel establecimiento había decaído, según decían. Durante varios días hubo temporal; el capitán temía a las enormes marejadas que rompen por aquellas cos tas durante el equinoccio. Acababa de dar orden de regresar cuando una borrasca de viento los arrojó sobre la peligrosa isla que andaban buscando. La nave, cogida entre unas rocas, no había sufrido grandes averías, pero la borrasca arreció en cuanto subió la marea; unas olas enormes levantaron el casco y lo dejaron en vilo. Las vértebras de madera crujían. Nathanael consiguió escalar una roca que estaba casi seca, pero una ola más alta que las demás acabó por llevárselo. Recordaba haberse agarrado a la punta de un tablón. Más tarde se enteró de que la resaca lo había depositado, sin conocimiento, al fondo de una caleta de arena.
Cuando volvió en sí, estaba acostado en un jergón, entre dos o tres piedras gruesas que habían calentado y colocado cerca de él para que le dieran calor. Bajo unas vigas bajas vislumbró los rostros de un hombre y una mujer ya viejos (o, al menos, un aspecto de agotamiento los hacía parecer viejos) que se inclinaban sobre él; a una muchachita muy joven, de mejillas hundidas, y a un niño de unos doce años que sonreía sin cesar. También había alli algunas personas más, en cuclillas en torno a un montón de objetos que él recordó haber visto a bordo. Estaba tan cansado que volvió a dormirse. Pero su constitución era fuerte. Al cabo de unos días, ya casi no se resentía de su malaventura.
Pronto supo que era el único superviviente de la tripulación. Este desastre produjo en la escasa población de la isla unos sentimientos ambiguos. De la colonia, diezmada por los largos inviernos, la viruela y los disparos de los franceses, ya no quedaban sino siete u ocho fuegos. Aquellas gentes esperaban desde hacía mucho tiempo la llegada de un barco que les traería provisiones y que tal vez los devolviera a su país. Al menos afirmaban su deseo de regresar; de hecho las nociones de patria y de pertenencia a un señor ya no significaban nada para ellos; aquella pobre isla; cuyo nombre ni siquiera constaba en los mapas, parecía haber vuelto a la época en que a nadie pertenecía. Numerosos chamizos, ccnstruidos unos veinte años atrás, se habían detrumbado y apenas se distinguían entre la maleza y las altas hierbas. Una familia de unas diez personas que -según se murmurabase dedicaban, en ocasiones, a provocar naufragios, vivía en la parte norte, cerca de un banco de arena muy largo; también se contaban sobre aquellas gentes diversas historias de corderos robados. Al este y al sur, unas cuantas chozas se agazapaban bajo los árboles; vagos senderos marcados aquí y allá por unos montoncitos de piedras las unían entre sí; desaparecían en invierno, debajo de la nieve. Un corredor de bosques, al que habían expulsado de Québec por alguna fechoría, se había instalado en un claro del bosque con su mujer Madeleine, de sangre Abenaki, y sus hijos, de cabellos lacios y ojos oscuros, y no imaginaba ningún otro lugar donde poder vivir. Dos hermanos, que se habían instalado en una cala pequeña, vendían el sobrante de la sal que ellos mismos obtenían cociendo agua de mar en un caldero; también empleaban su producto, junto con otros ingredientes malolientes, para curtir las pieles que les llevaban, o que ellos mismos arrancaban a sus presas; la gente contaba con ellos para coser las botas o arreglar las raquetas de ir por la nieve; se habían acostumbrado a la isla y apenas recordaban el pueblo de Norfolk donde se criaron. Un gentilhombre que, según decían, había combatido en Flandes y frecuentado la corte del rey Jacobo, vivía aislado al pie de la escarpada costa, con su servidor indio; lo mismo que Nathanael, acaso tuviera particulares razones para abandonar Inglaterra. El antiguo pastor de la colonia ya no predicaba, imposibilitado por una congestión; iba tirando como podía en una granja pequeña, en compañía de su mujer, su hija viuda y los hijos de ésta. La familia que había recogido a Nathanael estaba integrada por el viejo -que en sus tiempos había servido él también en una fragata inglesa-; por la vieja, natural de La Rochelle, a la que habían recogido allí tras el naufragio de una barca que se dirigía a una colonia francesa, y por la hija de ambos, llamada Foy, además de un muchacho anormal al que no habían puesto nombre. La vieja había olvidado su lengua materna y renegaba y vociferaba en inglés. Aquellos ancianos, sin darse cuenta, se habían encariñado con el lugar en donde penaban desde hacía veinte años y hubieran temido hacer un viaje largo por mar. Los niños, que todo lo ignoran, ni siquiera imaginaban que pudiera vivirse mejor en otro sitio.
Pero el naufragio de la nave que tanto habían esperado tenía su lado bueno. Una vez sereno el mar, aquellos desvalidos habían logrado traerse a tierra una parte importante de la carga que llevaba el barco; a nadie le faltaban ahora cubiertos de estaño, ni herramientas, ni mantas, y hasta habían conseguido salvar unas cuantas cajas de salazones casi intactas. Pronto comprendió Nathanael que el amor al prójimo no había sido la única razón que empujó a los dos viejos a reanimarlo y cuidarlo: aunque aún eran muy robustos, se habían dicho que un muchacho fuerte, de veinte años, no estaba de más para ayudarles en su tarea, y Foy se hallaba en edad de tomar marido.
En cuanto se repuso, Nathanael tomó parte en los trabajos de la estación fría, ayudando al viejo a ponerle un mango nuevo a la guadaña, calafateando la canoa y dándole de comer y de beber todos los días al caballo, a la vaca y los escasos corderos que se amontonaban en el establo. El establo era al mismo tiempo un pajar. Aquel caserón estaba pegado a la casa, para que el calor de la vivienda de los animales se comunicara a la de los hombres, e inversamente. Una cuerda, que corría a lo largo del muro exterior, llevaba desde la puerta de la casa a la del establo; cuando arreciaban las tempestades de nieve, había que cogerse a ella, por miedo a perecer allí mismo, o a dar vueltas en balde sin encontrar la entrada de la casa, después de haberle dado de comer a los animales. Cuando la nieve se endurecía, acarreaban leña seca o recién cortada; el caballito arrastraha los troncos grandes. En tiempo de heladas, bajaban a la cala y hacían agujeros en el hielo, para pescar.
La casa sólo tenía una habitación, pero una escalera conducía al desván. No pasó mucho tiempo antes de que el viejo y la vieja instalaran allí un jergón para dos, apoyado en la pared menos fría, a la que calentaba la chimenea de abajo. No se preocuparon de ir a la casa del pastor, separada de la suya por toda la extensión de la isla; pero, en cambio, los viejos pronunciaron unas palabras de bendición sobre aquella especie de cama, con su manta raída. Nathanael y Foy subían por las noches a su oscuro refugio; el ahorro y el miedo a prender fuego eran dos poderosas razones que les hacían renunciar a llevarse una vela. A Nathanael le gustaba aquella oscuridad. Era grato dormir alli, y acariciarse hasta que llegara el alba, apretados uno contra el otro para tencr más calor. Foy se estremecía cuando hacía el amor, daba grititos y retenía preso a Nathanael, rodeándolo con sus brazos y con sus piernas lisas; en cambio, sus pies y sus manos estaban rugosos, por culpa de la intemperie, y llenos de sabañones.
Cuando llegó la primavera todos se pusieron a trabajar en el campo. Llegó primero la época en que los pájaros migradores suben hacia el Norte; los hijos del indio -que poseía gran destreza en el manejo del arco- llevaban a la choza ocas salvajes, muertas en pleno vuelo, para trocarlas por el trigo que quedaba. Otras veces llevaban conejos, a los que habían dado muerte golpeándolos con un mazo o tirándoles piedras con una honda: éste era uno de los juegos favoritos. Como la pólvora escaseaba, cuando querían matar a un animal de gran tamaño cavaban unas fosas que cubrían con ramajes. Allí dentro agonizaba el animal, con las patas rotas por la caída o ensartado en unos palos situados al fondo de la fosa hasta que alguien lo remataba con un cuchillo. Nathanael tuvo que encargarse una vez de hacerlo, pero tan mal cumplió con su tarea que no lo volvieron a enviar más. En el agua de la cala, casi siempre tranquila, construían una suerte de laberinto con espinas y juncos, donde atrapaban a los peces. Los llevaban después tierra adentro en una nasa, saltando y ahogándose por falta de aire, cuando no los remataban golpeándolos con el remo. Nathanael prefería ir a recoger bayas, tan abundantes en aquella estación que el color de las landas cambiaba por completo; sus manos y las de Foy se ponían rojas con el jugo de las fresas, y azuladas, con el de las endrinas demasiado maduras. Aunque escaseaban los osos en la isla, adonde no solían aventurarse sino en el invierno, sostenidos por el hielo, Nathanael divisó a uno de ellos, en plena soledad, cogiendo con su ancha pata todas las frambuesas de un matorral y llevándoselas al hocico con tal fruición que la sintió como suya. Aquellos poderosos animales, hartos de fruta y dc miel, no eran peligrosos mientras no se vieran atacados. No habló con nadie de aquel encuentro, como si entre el animal y él hubiera un pacto.
Tampoco habló del zorrillo con el que tropezó en un claro del bosque, y que lo miró con una curiosidad casi amistosa, sin moverse, con las orejas tiesas como las de un perro; ni reveló a nadie la parte de la espesura en donde vio a unas culebras, pues temió que el viejo quisiera matar a lo que él llamaba «esas alimañas». El muchacho amaba asimismo a los árboles; los compadecía, por muy altos y majestuosos que fueran, por ser incapaces de huir o de defenderse, entregados al hacha del más débil leñador. No había nadie a quien pudiera confiar estos sentimientos, ni siquiera a Foy.
A pesar de su tos y de su respiración entrecortada, Foy trabajaba como un hombre. Enseñó a su joven marido la manera de atar las gavillas y cómo se construían los almiares. Arrancaba del suelo, con su ayuda, las gruesas piedras que sobresalían por todas partes y que estorbaban para el cultivo. En ocasiones, cuando los viejos no estaban presentes, se tendía en la hierba medio seca -riendo, pues le hacían cosquillas los hierbajos- y, levantando sus raídas enaguas, incitaba a Nathanael. Eran momentos deliciosos. Luego él pensaba en Janet, no porque esta última le gustara más, sino porque le parecía que Janet y Foy eran la mismo mujer. A ambas les gustaba cantar, con vocecita aguda, trozos de canciones que nunca se sabían enteras. Ambas se ponían flores en el pelo. Pero las mejillas de Foy siempre estaban algo calientes, como si tuviera fiebre, y era propensa a sudar con abundancia, con un sudor que la dejaba helada de repente.
Cuando empeoró su estado, llamaron al brujo indio que exorcizaba las enfermedades. Este quemó unos paquetes de hierba que llenaron la choza de un olor extraño y penetrante; hizo unas cuantas contorsiones, se tiró al suelo, dio unos gritos roncos que, al mismo tiempo, eran cantos, pero Foy ni empeoró ni mejoró.
Los Micmacs y los Abenakis que frecuentaban la isla en la estación de la pesca trataban sin malicia a aquellos hombres blancos, que extraían del suelo, a duras penas, su parco sustento. Además, el antiguo cazador gascón y su mujer india servían de intermediarios entre los hombres de tez cobriza y los hombres de piel más o menos blanca. Nathanael admiraba la resistencia de aquellos salvajes, la dureza de sus cuerpos oscuros y casi desnudos, el cuidado que ponían en no matar sino la caza necesaria para saciar su hambre, y su desdén casi total por los mil objetos fabricados que los blancos se disputaban codiciosamente tras la encalladura de la Thétys. No obstante, observó que aquellos mismos indios entregaban de buen grado todo lo que habían pescado por un simple cuchillo viejo. Tenían por costumbre orinar directamente en el suelo, allí donde se encontrasen, incluso en el interior de las chozas; era una costumbre sucia, pero Nathanael pensaba que también el caballo y el buey -cuya tranquila dignidad poseían- hacen lo mismo. A menudo, la guerra causa estragos entre ellos. Infligían -según se comentaba- atroces torturas a sus prisioneros para honrarlos proporcionándoles una ocasión de demostrar su valor. Cortaban las cabelleras y se las llevaban a su cabaña tras haberlas elevado cinco veces hacia el cielo, ensartadas en la punta de sus lanzas, con el fin de liberar su alma. Pero Nathanael recordaba las cabezas de los ajusticiados colgadas a la puerta de la Torre de Londres y pensaba que los hombres son hombres en todas partes.
Sentaba a Foy por las mañanas en el banco entibiado por el sol de otoño, mas los viejos exigían sin cesar que ella cumpliera su parte de trabajo. Se la oía desde lejos toser por los campos. No se enternecieron hasta que ya no pudo abandonar el jergón. La vieja cocía para ella unos líquenes que Nathanael recogía en las rocas. Por la noche se acostaba en unos sacos pata que ella pudiera dormir más cómodamente, mas Foy le suplicaba que se tendiera a su lado para tranquilizarla y darle calor. Cada vez que un vómito de sangre le venía a la boca, el miedo a morir le hacía abrir desmesuradamente los ojos. Se fue, empero, muy pronto y casi sin darse cuenta, a principios de octubre. Su muerte acaeció cuando los bosques, abrasados por el verano, formaban unas masas rojas, violáceas o amarillas como el oro. Nathanael se decía que ni las reinas, para quienes ponen colgaduras en las iglesias de Londres, tenían unos funerales tan hermosos como aquellos. El viejo se distrajo de su pena cavando la fosa: al cavar descubrió a un topo, cuyo refugio subterráneo acababa de destruir, y lo cortó en dos salvajemente con la pala. Sin que Nathanael supiera el porqué, el recuerdo de Foy y el de aquel bicho asesinado permanecieron unidos uno al otro en su memoria.
Hubiera querido marcharse de allí en seguida. Era difícil, pero no imposible. Los Abenakis le habían comunicado (pues las noticias corrían por el bosque) que los jesuitas de la isla de los Montes Desiertos que sobrevivieron a los morteros de la Thétys, se habían refugiado en un campamento de indios y que éstos les habían ayudado a franquear la inmensa bahía en piraguas, para llevarlos más hacia el Norte, del lado francés. Si los hombres cobrizos se entretenían un poco más, aprovechando para pescar los días en que el mar está tranquilo, tal vez pudiera convencer los de que lo llevaran también a él antes de que llegara el mal tiempo; y puede que alguno de los barcos, en los que ondeaba la flor de lis y que abordaban de cuando en cuando Nueva Francia, necesitara un marinero. Más tarde desembarcaría en algún pueblo bretón o normando, para dirigirse a Holanda o a Inglaterra, según lo encauzaran los azares del viento o lo permitiesen los de la paz y de la guerra. Si su destino era Inglaterra, se inventaría un nombre falso. Era casi seguro que, en cualquier ciudad alejada de Londres y, sobre todo, de Greenwich, existiría algún maestro que necesitase un ayudante; de este modo podria volver a estudiar. Sus años de colegial, vistos desde la distancia, le parecían maravillosamente tranquilos y fáciles. O bien, si continuaba de marinero volvería a las Antillas, o iría a ver los puertos de Asia. Por desgracia, no surgió ninguna ocasión y, además compadecía al víejo y a la vieja -el uno más desabrido y la otra más amarga que nunca-, que iban a pasar el invierno solos, con el niño anormal y los animales.
Cuando llegaron los grandes fríos, y como soportaba mal la atmósfera de humo que reinaba en la cabaña (tosía un poco desde que tuvo una pleuresia, en Navidad), se refugió en el establo, donde los animales difundían un agradable calorcillo. Unus pájaros de cabeza roja, que se habían introducido por las rendijas, se afanaban allá arriba, entre la paja. Sólo acudían allí en pleno invierno, tránsfugos de regiones aún más frías. Nathanael impedía que el niño los molestara cuando éste le hacía compañía en el granero. Fabricó una flauta para el pequeño y trató de enseñarle las pocas tonadas que sabía, pero el niño no conseguía retenerlas. En cambio, sí que aprendió a fabricar canastos. Nathanael le ayudaba a trenzar aquellos bonitos y frágiles recipientes. Los indios, al marcharse, se habían dejado tras de sí unos manojos de juncos que utilizaban en cestería y cuya virtud principal consistía en exhalar, cuando el tiempo era de lluvía, el olor que fue suyo meses y años atrás, cuando todavía eran verdes y frescos, a la orilla de los arroyuelos. Nathanael pensaba que era algo así como si aquellas hierbas tuvieran mémoria: también a él le bastaba con poco, con unos chanclos abandonados en un rincón, con un rayo de sol que se introdujese por debajo de la puerta o con un aguacero que tamborilease en el sobrado, para devolverle la dulzura de sus primeros tiempos con Foy. Salvo en aquellos instantes, como solía estar muerto de cansancio por el mucho trabajo, nunca se acordaba de ella.
En ocasiones despiojaba la cabeza del niño, que ronroneaba en cuclillas delante del fuego. El pequeño aplaudía cada vez que él cogía un piojo. Foy, antaño, hacía lo mismo.
Volvió la primavera con sus nubes de mosquitos. A Nathanael le repugnaban ya los alrededores de la cabaña, tan pisoteados que la hierba no crecia. Las pieles colgadas de las estacas parecían cabelleras, y el pescado que ponían a secar encima de los cañizos hedía. Pero no se le ofreció ninguna ocasión de huir hasta mediados del verano. Uno de los dos hermanos salineros, un muchacho llamado Joe, acudió en barca a canjear su sal por una pieza de buena lana que la vieja había hilado y tejido en las veladas de invierno. Por él supo Nathanael que había un barco inglés anclado a la entrada de la cala, oculto a la vista desde el lugar en que se encontraban por los salientes de las rocas. El buque permanecería allí el tiempo necesario para arreglar una avería. Nathanael acompañó al hombre hasta la playa para ayudarle a poner a flote su barca. Saltó dentro y le rogó a Joe que lo llevara con él. Los viejos, en el umbral de la puerta, estupefactos ante aquella huida imprevista, gesticulaban como muñecos; el niño, sin percatarse de nada, continuaba saltando como un potrillo en la hierba. Pronto los ocultó el espolón de una roca.
Uno de los hombres del barco había muerto, enfermo de escorbuto. No le fue difícil a Nathanael ocupar su puesto. El viento los empujó hacia Terranova, y una buena brisa del Oeste los llevó hacia Inglaterra. Nathanael había aprendido a hacer las maniobras en sus dos primeras travesías. Agil y ligero, de cabeza bien templada, trepaba con agilidad de mástil en mástil. Apenas le molestaba su cojera. Algunas veces se quedaba allá arriba, enganchado con pies y manos a las cuerdas, ebrio de aire y de viento. Por las noches, las estrellas se movían y temblaban en el cielo; otras noches salía la luna de detrás de las nubes como un animal grande y blanco, y se volvía a meter dentro de ellas como si fueran su madriguera; o bien, colgada de muy alto, en el espacio, allí donde no se divisaba ninguna otra cosa, reflejaba su brillo en el agua agitada. Pero lo que más le gustaba a Nathanael era el cielo oscuro, que se mezclaba con el océano, asimismo oscuro. Aquella noche inmensa le recordaba la que llenaba el desván de la cabaña, y que también le habia parecido inmensa. La diferencia consistía en que aquí estaba solo. Pero se sentía vivo, respirando, situado en el mismo centro. Dílataba el pecho para mejor aspirar aquel aire puro, y luego bajaba a jugar a los dados en la entrecubierta con sus compañeros. Cada jugada desafortunada daba lugar a una serie de ex abruptos y complicadas blasfemias.
El navío fondeó en Gravesend; Nathanael hizo el camino a pie hasta Greenwich. Pcr prudencia, entró primero a informarse en la taberna donde antaño habían ido a beber los hombres de la Fair Lady, mientras él se aprovechaba de su ausencia para introducirse en la cala. Nadie lo conocía en aquel establecimíento, y además, en cuatro años, había cambiado mucho. Se hizo pasar por el compañero de un marinero nativo de Greenwich y alegó que éste le había encargado llevase un recado a su familia. Desde luego, el tabernero recordaba a un maestro carpintero, de mejillas muy coloradas, muerto el año anterior de una caída en los diques del Almirantazgo. Tal vez fuera el hombre por quien preguntaba Nathanael. El joven, disimulando como pudo, desvió la conversación hacia un comerciante en productos marítimos, bastante rico, en cuya casa había trabajado su amigo de dependiente. El tabernero sabía muchas cosas de aquel bandido beato, que solía venderles galletas rancias a los capitanes cuando se preparaban para hacer un largo viaje. Era mayordomo de su parroquia y sus negocios prospera ban como nunca.
-Mi amigo lo creía muerto -dijo tímidamente Nathanael-, tras una reyerta con un transeúnte.
-¡Nada de eso! Tal vez estuviera borracho perdido, eso sí, ya que ese devoto bribón empina bien el codo. Si le hubieran dado una puñalada se hubiera sabido. No es tan fácil acabar con un tipo como ese.
Nathanael comprendió que el gordo había guardado silencio sobre aquel incidente que nada le favorecía. Debió obsequiar con alguna mentira a los buenos samaritanos que lo recogieran y cuidasen. Janet se había callado también. Ningún alguacil había perseguido nunca a un tal Nathanael. En consecuencia, su pánico, su huida, las aventuras que había corrido en el Nuevo Mundo, carecían de consistencia. Lo mismo hubieran podido no existir; le hubiera sido posible quedarse a leer en latín en la sala del colegio. Con ello se venían abajo cuatro años de su vida como uno de esos bloques de hielo que caen de los témpanos para sumergirse de golpe en el mar. Tranquilo respecto a su propia seguridad, no ocultó su verdadero nombre a los desconocidos que vivían en «Pequeña Holanda», distrito donde se hallaba situada su antigua casa. Le confirmaron el fallecimiento de Johan Adriansen, que se había caído de un andamio y había muerto en el acto. Los dos hijos trabajaban ahora en Southampton para el Almirantazgo. La madre se hospedaba -decían- en un asilo luterano para viudas.
Nathanael no fue a visitar al magister, pues se avergonzaba de haberse escapado tan súbítamente y sin decir ni una palabra de adiós. Janet (se enteró por la mujer del tapicero) se había casado cnn un comerciante en paños londinense. De nada servía ir a molestarla en la trastienda.
En cambio sí tomó el camino del asilo donde vivía su madre, junto con otras viudas, todas ellas lo bastante acomodadas como para pagar una pequeña pensión a la comunidad. Cada una de estas dignas personas se alojaba en una casita independiente, de una sola habitación, quc daba a un patio donde crecían árboles. La casa en donde residía su madre estaba escrupulosamente limpia: el cobre de la palmatoria y de la olla relucía. Llegó allí a la hora de comer: encima de un mantel inmaculado, su madre había puesto un tazón de sémola y un plato de arenques ahumados. No se enterneció al verlo. Era muy frecuente que los hijos se marcharan asi, por una cabezonería, a ver mundo. El caso no es raro. En los primeros momentos lo creyeron muerto, pero, al no encontrar ni su cuerpo ni sus ropas, se dijeron que tal vez se hubiese embarcado. Los Adriansen lo llevaban en la sangre. Todo se daba por bien empleado con tal de que hubiera andado por los caminos del Señor allí donde se hallase. Nathanael narró, en líneas generales, sus aventuras. La viuda lo escuchaba sin decir nada, apretando los labios juiciosamente. Mas parte de su atención se hallaba distraída por el gato, que se frotaba contra sus rodillas, tirándole del delantal, engolosinado por el arenque que había en el plato. Por lo demás, mostró su habitual sentido práctico: los pocos bienes de la familia los adminístraba el tío Elie, quien poseía una imprenta en Amsterdam. Los dos hijos mayores le habían entregado su peculio para que lo hiciera fructificar y encontrarse con las ganancías una vez regresaran, para acabar sus días en su tierra. Si Nathanael deseaba obtener su parte, podía pedírsela a su tío, que era un hombre justo y honrado. Además, se decía que no escaseaba el trabajo en los puertos de Holanda, y que la vida era más barata que en Greenwich.
-Dios quiera que tú también seas un hombre bueno, como tu padre y como tu tío Elie.
Nathanael no entendía muy bien lo que era un hombre bueno, ni lo que podía agradar o desagradar a Dios.
La casa de Amsterdam presentaba buen aspecto. El tío mandó entrar a su sobrino en la pequeña estancia donde atendía a los parroquianos. Elie le había comprado el negocio al librero-impresor en cuya casa fue aprendiz; estaba bien considerado y obtenía sabrosos beneficios, aunque sin exceso. Había tenido que invertir en aquella compra el producto de la venta de la vieja granja perteneciente a la familia; de momento, no podía deducirse aquel capital, pero sus sobrinos se lo encontrarían duplicado más tarde. Nathanael asintió vagamente; no entendía aquellas combinaciones. Elie acabó por romper el hielo cuando supo que su sobrino poseía ciertos conocimientos y una bonita letra, muy legible. El tío sacaba sus más pingües beneficios de los grandes autores griegos y latinos, cuidadosamente cotejados y editados por doctos profesores de Leyde o de Utrecht, pero las correcciones salían caras cuando había que confiárselas a gentes diplomadas, aunque muertas de hambre. Allí, en la imprenta, sólo tenía a dos correctores cualificados, que se ocupaban asimismo de la paginación, de los índices, de las rúbricas marginales y de los títulos. Nathanael ganaría un poco menos que aquellos trabajadores experimentados, pero sí lo suficiente para poder vivir bien. No debía imaginarse que iba a hallar alojamiento y comida en el seno de la familia: a él le hubiera parecido muy bien, pero su mujer, que era de buena cuna y había recibido una exquisita educación, no soportaba tener a los subordinados a su alrededor. Nathanael dormiría en un rincón del taller hasta que encontrara una habitación.
El joven dio las gracias: aquel lugar, para instruirse, valía tanto como la escuela de Greenwich. Elie le enseñó todo aquello. La ímprenta estaba situada en un patio cerrado por la parte que daba a la calle; se oía el murmullo de una fuente. Vio la sala en donde estaban las prensas manuales, y el cuarto de los linotipistas, inclinados sobre sus cajas; el almacén, lleno de montones de papel, y la sala de ventas y embalajes, donde ponían los volúmenes, oliendo aún a tinta fresca, antes de ser enviados a Alemania, a Inglaterra e inclnso a Francia y a Italia. En la pared habían colgado una lista con el nombre de las obras prohibidas en aquellos distintos países, cuyo envio hubiera dado lugar a confiscaciones y perdidas. Las más valiosas ediciones, que eran el orgullo de Elie, encuadernadas en vitela o en badana, tapizaban una estrecha sala de visitas, flanqueadas por unos cuantos desgastados volúmenes de genealogía y de historia, así como por diccionarios y compendios donde los correctores, en caso de duda, se suponía consultaban un nombre propio, una palabra insólita o un giro inusitado. Uno de aquellos mondadores de palabras era un hombre de mediana edad, meticuloso como ninguno, pero amargado por su mala fortuna, pues él era -según decía-, y no Elie Adriansen, quien hubiera debido comprar, si hubiese sabido aprovechar la ocasión, la bien surtida librería de Johannes Jansseonius. El otro, buen compañero, había ocupado en otros tiempos una cátedra en un colegio, y la envidia de sus colegas -si se creían sus palabras- pronto lo expulsaron de ella. Este último, mientras trabajaba, tarareaba en griego versos de Anacreonte, poniéndoles una musiquilla de moda. Sin las consecuencias de la bebida, aquel prodigio de saber hubiérase bastado para todo, pero sus resacas solían durar varios días.
Aquellos dos compadres le enseñaron de buen grado las triquiñuelas del oficio, como, por ejemplo, leer un texto al revés para no dejarse distraer por el sentido de las palabras, o dedicarse por entero tan pronto a la caza de errores de puntuación como a los de sintaxis; ora a la alineación, ora a las mayúsculas. Su latín de colegial, cuyas carencias sabía, le obligaba a ser más lento y más cuidadoso que aquellos dos listos: pronto descargaron en él las tareas más fastidiosas. En ocasiones, lleno de escrúpulos y con la esperanza de instruirse, planteaba tímidamente una pregunta a los doctos que frecuentaban la espaciosa sala del librero. Aquellos sabios discutían agriamente con Elie sobre el precio de sus trabajos y luego se entretenían fumando una pipa. A uno de ellos, erudito en antigüedades romanas, le preguntó la fecha de un consulado, para ponerla al margen de una obra de Tito Livio. El sabio pensó que aquel individuo pretendía pillarle en flagrante delito de ignorancia, o al menos de duda, y le volvió la espalda.
Elie le había recomendado encarecidamente que no hablase nunca de sus años pasados junto a los mástiles. Nadie tenía por qué saber que había pertenecido a la chusma malhablada y borrachina de las gentes de mar. Nathanael callaba, pues, cuando estaba en la imprenta, pero la nostalgia le hacía tomar el camino del puerto en sus horas perdidas. Allí podía, acodado al estrecho pretil de un puente, observar desde arriba, los barcos anclados en el muelle, ver el zafarrancho de salidas y llegadas y oír a los marineros -siempre desocupados cuando estaban en tierra- hablar de los incidentes y de lo larga yue había sido la travesía. Raras veces les confesaba haber sido uno de ellos, acaso por sentir un poco de malestar por no serlo ya, pero tampoco presumía de ser corrector de imprenta, lo que le hubiera apartado de aquellos hombres sencillos, que firmaban su contrata con una cruz. Cuando le preguntaban, él decía que era carpintero, igual que lo fue su padre, cosa que parecían confirmar sus grandes manos. Aquel título le sirvió de garantía para obtener gratuitamente posesión, para todo el tiempo que le fuera necesario, de un chamizo situado en una callejuela que daba al puerto, a condición de que lo arreglase. Tenía los cristales rotos, la puerta arrancada y un montón de botellas hechas añicos, además de otros desperdicios arrojados por los transeúntes, crecían solos en el jardín. Puso un poco de orden en todo aquello. Más tarde se enteró de que aquel desconcierto no era debido, como él creía, a las juergas celebradas por los anteriores inquilinos. El chamizo, situado entre dos canales, había servido de refugio al culto católico prohibido. Los corchetes habían irrumpido en plena misa y se habían llevado a toda la banda que allí había al puesto; más tarde, todas aquellas gentes habrían acabado sin duda en la cárcel, donde probablemente aún languidecían. Nathanael les compadecía.
Elie y su mujer creyeron y dijeron que Nathanael utilizaba aquella casucha para beber y llevar a ella mujeres. Se equivocaban: ni su cabeza ni su estómago (no sabía muy bien cuál de los dos) le permitían beber más de un vaso. En cuanto a las mujeres, hubiera temido verse importunado si les indicaba su refugio. Aunque mujeres no le faltaban, ni mucho menos. Las putas le repugnaban, con sus afeites baratos y sus vestidos comprados a los ropavejeros. No poseían la dulzura de las prostitutas de las islas. Pero le bastaba con sentarse en verano en cualquier parque, en un banco que estuviera situado en un rincón oscuro, para que alguna mujer viniese a acurrucarse a su lado y a frotarse contra él: doncellas o dependientas, o bien jóvenes burguesas lo bastante avispadas para hacerse una llave falsa y despistar a sus compañeras. Su ardor le sorprendía: nunca se había detenido a pensar que era un hombre bien parecido, pero el deseo de ellas despertaba el suyo.
Las poseía a veces allí mismo, o apoyadas en un árbol del paseo. Los tardíos paseantes no se ofuscaban al ver los movimientos de aquellos dos cuerpos. Sucedía en ocasiones que algún otro señor muy bien vestido, pero furtivo, se le acercase al anochecer. El compadecía a aquellos hombres por verse expuestos al vituperio de Dios y de las gentes por culpa de unas apetencias tan sencillas, después de todo. Aceptaba seguirlos hasta un rincón oscuro alguna que otra vez, pero en realidad lo que a él le gustaban eran los pechos de mujer, suaves como la mantequilla; los labios lisos y las cabelleras resbaladizas como copos de seda.
Era de esos a quienes el placer, lejos de entristecer después, sosiega, y hallan en él un renacer del gusto por la vida. No obstante, solía imaginar las confidencias de aquellas muchachas en la trastienda, en el desván de la casa en donde sirvieran; sus bromas, las comparaciones y acaso algún aborto o infanticidio por su culpa o la de otro, o asimismo -lo que le parecía peor todavía- el abandono de un niño más en las calles de la ciudad. Nada de todo aquello le parecía muy limpio. O bien, al despertarse con un ataque de tos (desde un principio de pleuresía que había tenido en la primavera no se encontraba del todo bien), se arrepentía de aquellos derroches de sustancia y de fuerza, del insidioso peligro que corría de coger alguna enfermedad. Hubiera sido pagar demasiado caro por unos cuantos espasmos de placer.
Tras cuatro años vividos sin pensar (o al menos así lo creía), había vuelto al mundo de las palabras acostadas en los libros. Estos le interesaban ahora menos que en otros tiempos. Tuvo que corregir una obra de César, a la que pronto siguió una de Tácito, pero aquellas guerras y asesinatos principescos le parecían formar parte del amasijo, supuestamente glorioso, de inquietudcs inútiles que no cesan jamás y de las que nadie se toma nunca el trabajo de extrañarse. Anteayer, Julio César. Ayer, en Flandes, Farnesio o Don Juan de Austria. Hoy, Wallenstein o Gustavo Adolfo. Los eruditos, cuyas notas, explicaciones y paráfrasis abultaban, en la parte de abajo de las páginas, el corto texto de los Comentarios, adoptaban ante el gran capitán el mismo tono deferente que ponían en sus epístolas dedicadas a los presentes notables de este mundo; bien es verdad que de estos últimos esperaban una pensión o un estipendio, mas se hubiera dicho que lo hacían sobre todo por el gusto de adular ser vilmente. O si por casualidad ponían a César por los suelos, era para exaltar a Pompeyo, como si se pudiera emitir un juicio después de haber pasado tanto tiempo... Nathanael dejaba a veces de leer, apoyando los codos en la mesa, sin preocuparse de sus mechones de pelo, de un rubio casí blanco, que le tapaban los ojos.
Aquellas tribus exterminadas por el romano famoso le recordaban a los salvajes degollados aquí y explotados allá para gloria de un Feiipe, de un Luis o de un Jacobo cualquiera. Aquellos legionarios, que se internaban en bosques y pantanos, debieron parecerse a los hombres armados de mosquetes que se dispersaban por las soledades del Nuevo Mundo; aquellas extensiones de barro y agua donde bullía Amsterdam debieron parecerse hace no mucho a los estuarios sin nombre entrevistos allí. Pero César sólo impuso a los galos la autoridad de Roma, no tuvo la desfachatez de convertirlos a un Dios verdadero, no del todo igual en Inglaterra, en Holanda, en España o en Francia, y cuyos fieles se devoran entre sí. La chusma bátava se apresuraba a recibir a los navíos que regresaban del combate trayendo consigo las ganancias de ultramar. Veían las maderas valiosas y los fardos de especias, pero, en cambio, no veían los dientes estropeados por el escorbuto, ni las ratas, ni la miseria del castillo de proa, ni las malolíentes sentinas, ni al esclavo con el pie cortado, como el que vio agonizar en Jamaica. Tampoco veían el saco de oro del comerciante que financiaba aquellas grandes empresas que, en ocasiones, le vendía sus productos averiados a los capitanes y robaba en el peso, como el gordo de Greenwich. Nathanael se preguntaba cuánto tiempo iban a durar aquellos manejos.
Leyó a los poetas. El magister, que sólo tenía un Virgilio, había puesto en guardia a su alumno contra las lúbricas elegías de Tibulo y Propercio, que reblandecen el alma, o contra los obscenos poemillas de Catulo y de Marcial, que encienden los sentidos. Nathanael tuvo que examinar cuídadosamende un pequeño volumen de los elegíacos latinos y una edición de Ovidio. Le gustaron. Al volver una página se encontraba a veces con unos versos que parecían derramar miel, con un conjunto de sílabas que dejaban en el alma un tegusto de felicidad. Como quien diría los pájaros de Venus: Et Veneris dominae volucres, mea turba, columbae... Pero no eran más que palabras, menos bellas, en realidad, que los pájaros de cuello tornasolado y suave... El había amado a Janet; le pareció haber amado a Foy; el sentimiento que por ellas albergó era más sencillo, pero tal vez más fuerte que el expresado por aquellos poetas que derramaban tan abundantes lágrimas, se hinchaban a suspirar y ardían con tantos fuegos.
Leyó a Marcial; cayó en sus manos un Petronio. Algunas de sus páginas le divirtieron; pero aquellos tres bribones de Petronio, cuyas aventuras se parecían a las de algunos mozos que él conocía, por las calles de mala fama de Amsterdam, aquellas chocarrerías de Marcial cubiertas por la pátina de los siglos, aquellas descripciones de posturas o de apareamientos extraños, todo lo que tanto excitaba a los hipócritas comentadores, no era muy distinto de lo que él había hecho o visto hacer, dicho u oído decir muchas veces en el transcurso de su vida. Les exabruptos de Catulo le recordaban los «coño», los «carajo» y los «culos» con los que sus compañeros de a bordo condimentaban ingenuamente sus palabras. Era lo mismo, no era más que eso.
Los pocos tratados de teología que publicaba Elie iban siempre a parar a manos de correctores más aptos que él para descubrir un error en una cíta bíblica. Pero el patrón (pues el tío Elie no era sino el «patrón» para Nathanael) exigía por decoro que sus empleados asistieran al sermón. Después de pasar un cuarto de hora preguntándose si el sermón sería peor o mejor que el domingo anterior, Nathanael recurría al método que desarrolló en su infancia, en Greenwich: dormía con los ojos abiertos. Los pájaros piaban en el jardín del maestro de escuela; el mar dejaba oír su estruendo en las playas de la Isla Perdida; la Fair Lady o la Thétys restallaban sus alas. Después, sentado otra vez en el banco del templo, oía al reverendo definir la Santísima Trinidad, vomitar injurias contra los socinianos, los anabaptistas o el papa de Roma, y asegurar que uno sólo podía salvarse por la gracia de Jesucristo. Los feligreses cantaban, o más bien berreaban, unos himnos, hallando gran placer en aquellos ejercicios vocales realizados entre todos, para luego marcharse a sus casas provistos de dogmas, admoniciones y promesas para toda una semana, camino hacia el humeante puchero en donde se estaba guisando la comida. Un día en que Nathanael tuvo que volver a entrar en el templo después de la predicación, para recoger unos mitones que la antipática esposa de Elie se había dejado olvidados en un banco vio al predicador sentado en una de las sillas vacías del coro con la cabeza entre las manos. ¿Acaso el joven de alzacuellos se daba cuenta de que sus palabras no conmovían a nadie, o bien le parecían menos verdaderas que antes las verdades que enunciaba? A Nathanael le hubiera gustado acercarse a él, como antaño hizo con el joven jesuita moribundo, pero no sabía cómo hacerlo y además puede que al reverendo le doliera simplemente la cabeza. Salió de allí despacito, andando de puntillas.
Al día siguiente, en la sala donde estaban los libros, cogió una gruesa Biblia y buseó en ella las únicas páginas verdes y frescas que recordaba en medio de aquel bosque de palabras, o sea, algunos versículos de los Evangelios. Sí, aquellas palabras nacidas en el campo, a las orillas de un lago, eran muy hermosas; del Sermón de la Montaña se desprendía una gran dulzura, aunque sus palabras mienten en la tierra en que nos hallamos; sin duda dicen la verdad en cuanto al otro reino, pues parecen escapadas de un paraíso perdido. Sí, Nathanael hubiera amado al joven agitador que vivía entre los pobres, contra el que se encarnizaban Roma y sus soldados, los doctores y su Ley, el populacho con sus gritos. Pero que aquel joven judío, separándose de la Trinidad y bajando a Palestina, hubiese venido a salvar la raza de Adán con cuatro mil años de retraso sobte la Culpa, y que sólo se pudiera alcanzar el cielo por su mediación, eso Nathanael no podía creerlo, como tampoco las otras fábulas que compilaban los sabios. Esas historias podían tolerarse mientras flotaban, como inocentes nubes, en la imaginación de los hombres; petrificadas en dogmas, gravitando sobre la tierra con todo su peso, no eran sino nefastos lugares santos frecuentados por los mercaderes del Templo, con sus mataderos de víctimas y sus patios de las lapidaciones.
Y si bien era verdad que la madre de Nathanael vivía y moriría fartalecida por su Biblia, entre su caldero de cobre y su gato, en cambio Foy había vivido inocentemente y había muerto sin más religión de la que poseen la hierba y el agua de los manantiales. De cuando en cuando se pasaba por el café cantante con el compañero a quien tanto gustaba el gríego: el despreocupado Jan de Velde. Jan bebía mucho y repetía una y otra vez las mismas historietas, a menudo bastante picantes, que le hacían reír a carcajadas. Nathanael apenas tocaba su vaso de ginebra, que el otro acababa por vaciar después de haberse bebido el suyo. Pero la borrachera no sólo nacía del alcohol, sino de las luces parpadeantes, de las endiabladas danzas alemanas que bailaban algunas parejas cogidas por la cintura; de las largas pipas, que exhalaban un humo infernal, como en las escenas de diablos que se ven en algunas estampas. Las mozas de partido que allí bailaban iban mejor vestidas que las putas de la calle, o al menos lo parecían, con sus ribetes de lentejuelas brillando bajo las lámparas. Jan se eclipsaba en seguida detrás de algún rostro atractivo. Nathanael pagaba la cuenta de ambos y regresaba a casa muy soñador. Pero aquella noche, una voz que cantaba le hizo aguzar el oído.
La que cantaba era muchacha que ya había pasado de la primera juventud, con un hermoso rostro dorado como el de un melocotón. Debía de ser judía, pues sólo en las judías había visto él aquella tez cálída y aquellos ojos oscuros. Cantaba en inglés, a la mesa de unos marineros, canciones seguramente ya pasadas de moda en Londres, pues eran las que le gustaban a Nathanael en su adolescencia, cuando vivía en Greenwich. La voz, un poco ronca, era agradable, pero su hermoso rostro se transformaba a veces haciendo muecas al cantar alguna triste balada, tratando de expresar una ternura que no sentía. También guiñaba un ojo al repetir una cantilena picante, lo que la hacía bizquear. Pero esto sólo duraba un instante, y su óvalo era tan perfecto como el agua tranquila, que vuelve a recomponerse tras la caída de una piedra que la ha turbado con sus salpicaduras. Cuando la muchacha se quedó sola, Nathanael venció su timidez y se le acercó.
La llamaban Sarai. Le contó su historia en inglés sin ningún embarazo. Cuando hablaba en lugar de cantar, vencía el acento del ghetto de Amsterdam. Habia hecho carrera en Londres, en casa de unas célebres alcahuetas; luego -de creerse sus palabras-, un lord le había puesto casa y carroza, pero los turbios manejos de unas rivales fueron la causa de que su protector se hastiara de ella. Al encontrarse sin dinero, había vuelto a su tierra. Aquel apestoso café no era más que un remedio provisional para salir del paso.
Pidió ella una cerveza. Aunque los marinos del rey Jacobo se hubieran marehado ya, Nathanael y Sarai continuaban hablando en inglés. Hablar en aquella lengua los aislaba del barullo del café, les daba la impresión de estar solos y calientes, como protegidos por las cortinas de una cama. Ella poseía alegría y vivacidad. Nathanael se extrañaba de sentirla ofrecida a él, pues jamás había llegado a convencerse del todo de que gustaba a las mujeres. En ocasiones paraba ella de hablar: su voz y su boca descansaban, por decirlo así; sus ojos, repentinamente serios, le parecían a él una noche llena de fuegos. Salió del café prometiéndole que volvería.
Volvió en los días siguientes; ella se sentaba a su lado cuando el trabajo escaseaba. Una noche en que hacía muy mal tiempo, regresaba Nathanael a su casa cuando la vio venir, luchando contra el viento, con una toquilla en la cabeza y un paquete de ropa apoyado en la cadera. Sarai lo arrastró lejos de la puerta; estaba jadeante.
-Me han acusado de robo -dijo-.¡Yo, una ladrona! Fíjate las marcas que me han dejado los golpes...
Tendió los brazos, desnudos hasta el codo. A la luz del farol de una barca vio él los cardenales y se retuvo, por timidez, para no besarlos.
-¡Yo, una ladrona! La patrona me ha dicho que me largue. Todo por culpa de dos cerdos daneses que han perdido su escarcela, y uno de ellos, los encajes de sus calzas... ¡Me importan a mí un bledo sus encajes!
Nathanael comprendió que se trataba de dos capitanes de navío, libertinos y groseros, que acostumbraban repartirse sus favores.
-¿Adónde vas a ir? -le preguntó.
-No lo sé.
Le ofreció asilo por una noche en su chabola del Muelle Verde, que estaba bastante lejos del café cantante. Sarai, como no tenía costumbre de andar, tropezaba con torpeza en el suelo de ladrillos y no sabía evitar los charcos ni los hoyos. Parecía como si las lágrimas de la cólera le quemasen los ojos: en lugar de aprovechar, para orientarse, las luces de las tiendas aún abiertas, se metía como una ciega por los rincones más oscuros; él la cogía del brazo y la sentía tensa, aún más furiosa que disgustada. Aquella víctima le llenaba de compasión el corazón.
-¡Deprisa! -susurraba ella-. ¡Más deprisa!
El entró primero en el chamizo, atizó la lumbre y le presentó el único taburete que había, tras lo cual sentóse en un leño. Tenía con ella las mismas atenciones que hubiera tenido con una reina. Una vez saciada el hambre con el pan y los restos de comida que él le ofrecía, Sarai echó una mirada a su alrededor con una mueca burlona. Por primera vez sintió él que los cristales estuvieran rotos y que una grieta muy larga cruzara la pared expuesta al Norte. Arreglaría todo aquello. Y sin embargo, desde que ella estaba allí, todo parecía dorado, como iluminado por una lámpara. Los utensilios tirados por el suelo eran bellos y bella asimismo la manta raída que había en la cama. Cuando se acostaron, la cama crujía de tal modo que se echaron a reír. Ella no escatimó sus encantos. Aquel cuerpo de curvas algo blandas, que se fundían unas en otras, le pareció más dulce que ningún otro cuerpo imaginado por él. Se contuvo para no decirle que jamás había gozado hasta tal punto con ninguna otra mujer, pues temía que lo tachase de novato o de tonto y que aprovechara la ocasión para ejercer su influencia sobre él. Y, no obstante, la intimidad del placer le parecía establecer entre ellos una inmensa confianza, como si se hubieran conocido de toda la vida.
Aquella mañana llegó tarde a la imprenta de Elie y se marchó muy pronto, para comprar unas cuantas cosas que hacían falta en casa. Sarai no se había levantado. Comieron mejillones en vinagre y pan de especias, del que vendían en los puestos de la calle. Durante unos días, o unas semanas (nunca supo cuánto tiempo), le pareció vivir como un rey o como un dios. Hacía partícipes de su dicha a todos cuantos veía y con quienes se codeaba por las calles grises: aquellos hombres vestidos con chaquetas o cazadoras usadas, aquellas mujeres feas o hermosas sólo a medias, que veía en el mercado o en las tiendas, quizá albergaran tesoros de pasión, que darían o recibirían de alguien. Sus cuerpos eran cálidos bajo sus sayas raídas. Aquellas burdas chozas, tan parecidas a la suya, habitadas por empleados del fielato o descargadores del puerto, acaso también tuvieran una cama rodeada de gloria como las que traspasan los frontispicios de los libros. La vocecilla de mujer, que desgranaba una canción inepta desde una ventana, quizá fuese -como la de Sarai- un bálsamo para el corazón de un hombre desalentado. Cuando regresaba a casa la encontraba acostada aún, recosiendo sus trapos. Igual que otras el orden, ella sembraba el desorden a su alrededor. Mas Nathanael disfrutaba colocándolo todo en su sitio. Al cabo de una semana, Sarai se atrevió a salir un poco por aquel barrio desconocido para ir a comprar pan a la panadería, leche a casa de una vecina que tenía una vaca o para llenar el cántaro en una fuente cuya agua era más limpia que la del canal. Incluso tendió una vez la ropa lavada en la punta de una larga pértiga. Por la noche, cuando él se afanaba calentando la cena de ambos en la lumbre, ella se paraba en sus idas y venidas para darle, a modo de juego, unos besitos en la nuca o alisarle el pelo. Sin embargo, en ocasiones le parecía a Nathanael que ella sólo le amaba como una gata que se frota a las piernas de su amo.
Un día, durante una de aquellas breves salidas de Sarai, Nathanael cogió cemento y una llana y se acercó a la pared con la intención de arreglar la grieta tapada con unos trapos, que empezó por sacar de allí. Algo brilló a la luz de la vela que había puesto en el suelo. Metió la mano con precaución. Era una escarcela que contenía monedas de oro, hebillas de plata, doblados dentro de un pañuelo, unos encajes encañonados. En aquel instante, lo mismo que en Greenwich cuando creyó haber matado al gordo agresor de Janet, se vio con la soga al cuello. Si le cogían por encubrimiento, ya podía prepararse. Luego le invadió un sentimiento de horror hacia aquella mujer, que se habíá escondido en su chamizo y que hacía el amor con él en pago de su alquiler. Incluso en el barrio perdido, donde nadie la iría a buscar, no se había atrevido a salir hasta que los daneses se habían hecho a la mar, probablemente. Si era verdad que le habían pegado y, sin duda, registrado antes de que la patrona la echara del café, ¿cómo conservaba aquellos objetos? ¿Los habría escondido sobre ella o en los pocos harapos que le habían permitido llevarse? Las sevicias cuyo relato tanto le había conmovido puede que no fueran sino una comedia. Sarai debió largarse antes de que se dieran cuenta del robo. Nathanael se metió el cuerpo del delito en el bolsillo de su viejo tabardo y tapó cuidadosamente la grieta de la pared con cemento. Al llegar la noche arrojó los objetos robados al canal.
No le habló de lo que había descubierto. Por su parte, ella no pareció darse cuenta de que él había tapado la grieta. Unos días más tarde, la grieta reapareció. Nathanael comprendió que había estado rascando la pared, pero, a su vez, fingió no haber reparado en ello. Pensándolo bien, se dijo que, después de todo, ella tenía tanto derecho a aquellas monedas de oro como los dos borrachos daneses. El robo, además, le indignaba menos que la dureza de corazón de aquella mujer: le había expuesto con pleno conocimiento a la vergüenza, tal vez al patíbulo. Por otra parte, él debía su felicidad a aquella sucia aventura. También él, en cierto sentido, abusaba de ella. Por las noches seguía encendiéndose su pasión, más que nunca quizá, desde que el lenguaje de los cuerpos era el único en que ambos podían expresarse francamente. Pero sentía la impresión de acostarse con una mujer contaminada.
Todo empeoró cuando ella supo que estaba embarazada. Se negaba a creerlo, pues siempre se había salvado del embarazo hasta entonces. Cuando fracasaron todos los recursos, habló de visitar a una abortera. El la disuadió de ello, por miedo al efecto fatal de los polvos y de las largas agujas. Sarai estuvo varios días seguidos sin hablarle, tan pronto coléríca como bañada en lágrimas. Se descuidaba; sus viejos vestidos olían a vomitona. Nathanael le mandó hacer uno de buen droguete, así como una cofia y un delantal de algodón, pero no quiso ponérselos. Para acabar con las murmuraciones del barrio, Nathanael decidió someterse a las formalidades del matrimonio. La cosa no era fácil de llevar a cabo; habría que encontrar a un pastor con manga ancha que consintiera en casarlos, aunque el esposo no estuviera inscrito en los registros de ninguna parroquia, y que aceptara a Sarai sin obligarla a aprender el catecismo y a bautizarse. Confió sus apuros a Jan de Velde, quien, entre sus numerosas amistades, logró encontrar a un complaciente eclesiástico. Una pequeña suma de dinero terminó de arreglar el asunto. Tras la ceremonia, que fue corta, Jan de Velde los invitó a cenar en la taberna, e hizo reír a carcajadas a la novia imitando al famélico predicador que recitaba con la nariz los versículos de la Biblia. Jan de Velde no era peligroso para las mujeres. Pero aquel matrimonio tan pronto ridiculizado por la novia misma, aquella juerga tras la ceremonia adulterada, le parecieron muy amargos a Nathanael: tenía la vaga impresión de haber traicionado algo o engañado a alguien.
Aquella solemnidad no dulcificó el talante de la vecindad: compadecieron a Nathanael y le llamaron asno. Tampoco disminuyó la negra melancolía de Sarai. Súbitamente, y más de dos meses antes de llegar a término, la joven anunció que volvía a casa de su madre, a la Judenstraat. Aquella madre inesperada hizo sobresaltarse a Nathanael.
Repasó pensativamente la historia de ambos a partir de su primer encuentro. Aunque aquella madre fuera una madre postiza, ¿por qué no se refugió Sarai en su casa la noche de la algarada en el café cantante? Seguramente temió comprometer a la anciana. Por otra parte, el deseo de volver con su madre -suponiendo que la tuviese- era muy natural en aquellas circunstancias: la casucha del Muelle Verde era un chamizo húmedo. Nathanael salía muy de mañana para ir a trabajar y no regresaba hasta muy tarde. Al no tener amigas entre las vecinas, Sarai temía -no sin razón- encontrarse sola al llegarle la hora de dar a luz, mientras él estaba fuera. Como su estado era ya muy avanzado, mandó él llamar una silla de posta para hacer el trayecto, que era bastante largo. Las comadres del lugar se rieron burlonamente al verla subir a ella.
Mevrouw Loubah, más conocida por el nombre de Leah, vivía en una casa con dos puertas: una en la calle de los judíos -donde tenía un comercio de ropa vieja- y la otra -cuyo umbral era fregado con cuidado y daba acceso a una tienda de fruslerías procedentes de Francia- sita en una callejuela del barrio cristiano. La gente de postín no desdeñaba ir por allí a regatear el precio de los «rhingraves» o de las manteletas de encaje de Génova. Leah cerraba los sábados, por respeto a la ley judía, y también los domingos, ya que los clientes bautizados no acudían a comprar. El domingo era asimismo el único día en que Nathanael disponía de parte de su tiempo. Habían instalado a Sarai en el piso de arriba, en un cuartito pequeño; la Mevrouw, o una de las dos sobrinas de ésta, le hacían compañía en los intervalos libres que les dejaba su trabajo. Existía entre aquellas mujeres una amistad tumultuosa y apasionada, hecha de risas y abrazos; las voces aumentaban de repente hasta alcanzar el diapasón de la cólera, o bien se derretían en ternezas. Se lo ocultaban todo o se lo gritaban todo en voz muy alta. Leah y su supuesta hija hablaban eu inglés, que era su lengua secreta delante de las sobrinas o de la criada; de cuando en cuando, una palabra hebrea o portuguesa señalaba un lugar peligroso, indicando que se trataba de algo distinto a lo que se estaba diciendo o que se cambiaba un nombre por otro.
Nathanael no supo nunca si eran de verdad madre e hija, pero se enteró, por las bromas y recriminaciones cruzadas en su presencia, de que Leah había dirigido en Londres un elegante burdel: ella fue, sin duda, quien vendió a Sarai cuando era muy jovencita a un tal lord Osmond, y probablemente también a otros. Un escándalo parecido al del café cantante hizo perder a la hermosa su puesto de amante titular; huyó sin su madre, que siguió su ejemplo unos meses más tarde. No obstante, Mevrouw Loubah seguía yendo y viniendo de Amsterdam a Londres, al servicio de un diamantista. Tal vez fuese a causa de una de esas ausencias por lo que Sarai prefirió refugiarse en el Muelle Verde.
Por lo demás, ahora que Nathanael vivía solo en su casa, los vecinos se paraban de nuevo a charlar con él a la orilla del canal. De este modo se enteró de que el verano anterior Sarai había salido numerosas veces estando él ausente y había tardado mucho en volver, bien porque Leah le proporcionase algunas citas pagadas, bien porque fuera allí para ayudar honradamente a aquellas mujeres a plisar encajes o a fabricar ungüentos; pero el silencio de Sarai ponía un tinte dudoso en aquellas idas y venidas. También podía ser que su chamizo, por estar tan alejado, fuera una verdadera ganga para aquellas encubridoras. Desde que había descubierto el paquete escondido en la grieta de la pared, pocos días después de la llegada de Saxai, Nathanael no había vuelto a registrar su casa. Trató de hacerlo una noche, pero la verdad era que todo allí podía servir de escondite: el techo de paja destrozado; el suelo, en el que faltaban varias losas; el montón de desperdicios al fondo del jardín... Además, Sarai se lo había llevado todo seguramente cuando dejó la casa.
Las mujeres le habían prometido avisarle cuando naciera el niño; con los apuros propios del momento, se olvidaron de hacerlo. Cuando fue a visitar a Sarai como de costumbre el domingo, después del parto, la encontró embellecida, descansada y sonriente, con las manos colocadas encima del edredón; una de las sobrinas la estaba peinando. Nathanael buscó con la mirada al recién nacido y pensó que habría muerto, al no verlo por ningún sitio. Pero no era así: aquella misma mañana le habían buscado una ama de cría, pues Sarai no tenía bastante leche para amamantarlo.
Fue a casa de la nodriza. Era una digna matrona, ya madura; una especie de madraza oriental, que se encontraba a sus anchas entre llantos y gritos de niño. Su conversación se hallaba salpicada de refranes piadosos. Una vez traspasado el umbral de la puerta, coronada por un letrero hebraico, uno se sentía lejos de la calle ruidosa, lejos asimismo del terreno cuajado de trampas que era la casa de Leah. El marido era un carnicero ritual, muy hábil para matar lentamente a los animales y vaciarlos de su sangre. En su casa era un buen hombre, de tierno corazón. La nodriza trajo una lámpara para enseñarle al niño.
-¿Es hermoso, eh?
Nathanael lo encontró muy feo, mas sabía que todos los recién nacidos les parecen hermosos a las mujeres. Se maravillaba de que los violentos placeres compartidos con Sarai, sus risas, sus lágrimas, sus meneos y sus languideces carnales hubieran dado vida a aquel frágil capullo. Una pelusilla negra, heredada de su madre, cubría la cabeza del niño, cuyas suturas apenas se habían cerrado. En todo caso, serían las mujeres las que regentarían su diminuta vida, y si algún día tenía que encargarse Nathanael de su hijo, ¿qué iba a hacer con aquel arrapiezo, a quien pronto se conocería como a un niño escapado de una calle del ghetto? Acababan de circuncidar al pequeño, lo que hirió a Nathanael en el fondo de su propia carne, como si hubiera una ofensa a la integridad de los cuerpos en aquella oblación bíblica. Lazare -le habían puesto este nombre- crecería entre los usos y costumbres de la Judenstraat, unas veces peores y otras mejores, pero siempre diferentes de los del Muelle Verde o de la Kalvenstraat, donde se hallaba la imprenta de Elie. El niño asistiría probablemente a la escuela de los rabinos y lo que aprendiese no sería ni más verdadero ni más falso que lo que enseñaban en el sermón. Pero lo más seguro sería que su único maestro fuera la calle. No conocería mucho a su padre. Además, también podían hacerse muchas preguntas acerca de aquella paternidad.
Nathanael había retrocedido un paso: ya no pretendía llevarse inmediatamente a Sarai a su casa. El que ella hubiese vivido alguna vez en el Muelle Verde casi le parecía un sueño. Sarai, no obstante, no se negaba a volver cuando hiciera mejor tiempo; de momento, no, porque uno se helaba en aquella easucha. Nathanael, que no paraba de toser, era buena prueba de ello. Entretanto, Mevrouw Loubah lo recibía bien, sobre todo desde que llevaba buenos y nuevos atavíos, medio de artesano, medio de burgués. No dejaba nunca de regalar fruslerías o golosinas a las mujeres. Sarai le decía, riendo, que para estar tan «forrado» debía de haber hecho alguna bribonada. Era casi verdad.
Poco antes del parto se había creído en la obligación de pedirle a Elie la parte que le correspondía de los bienes familiares: incluso habló de enviarle a un procurador o a un ujier. Elie tuvo que pagar. Fue como si Nathanael tirase con todas sus fuerzas de una raíz de árbol podrida, que ya sobresalía de la tierra por sí misma. El contenido de una bolsa vieja -cuatrocientos ochenta florines en total- fue vaciado sobre la mesa del cuarto de los libros, contado y recontado por el deudor y, finalmente, metido otra vez en su bolsa, que Elie cerró antes de tendérsela a su sobrino. Nathanael dejó el objeto en el suelo, avergonzado de haber puesto en duda la probidad de aquel hombre honrado. Un trozo de pergamino estaba ya prepatado para hacer el recibo.
-¡Firmad!
El joven lo hizo sin tomar la precaución de leer antes lo que firmaba. Al devolver el recibo; sus ojos tropezaron por casualidad con una línea: Nathanael no sólo reconocía haber recibido los bienes que Elie decía corresponderle, sino también todas las cantidades que su tío debía a su familia. Elie guardó el recibo bajo llave.
-Ya sabéis que hemos sufrido pérdidas de rentas y grandes quiebras en el negocio de Amsterdam desde que vuestro difunto padre me dejó este peculio para hacerlo fructificar -dijo con acritud el librero.
-¿Cómo? ¿Sólo nos corresponden estas sobras, esta miseria?
-No me considero lo bastante rico para llamar así a cuatrocientos ochenta florines -replicó el comerciante de letra impresa.
Nathanael echó una mirada a su alrededor, a todo aquel mobiliario de hombre acomodado.
-Espero que administréis los bienes de vuestra familia con el mismo cuidado que yo lo hice -repuso el tío con una pizca de sarcasmo-. Aunque tengáis probablemente otras obligaciones más acuciantes.
Nathanael volvió a dejar la bolsa encima de la mesa.
-Que os la llevéis o no, lo mismo me da. Ya habéis firmado el recibo -dijo con sequedad el comerciante, que con cualquier pretexto habia llamado a Jan de Velde para asegurarse la presencia de un testigo. Nathanael guardó el dinero.
Le hubiera gustado marcharse de inmediato y para siempre de aquella casa donde había estado trabajando durante cuatro años, escrutando línea tras línea un montón de doctas obras. Pero el tío le señaló con el dedo unas pruebas para corregir. Las cogió casi sin darse cuenta. El rostro de Elie estaba serio y melancólico.
-Estos son los insultos a los que uno se expone -dijo como de mala gana- cuando hace fructificar los bienes de una familia. La ingratitud...
Se hubiera dicho que gracias a su sangre fría viril se abstenía de llorar. Nathanael salió de allí escupiendo.
Pensó escribir a sus hermanos. ¿Seguirían trabajando en Southampton para el Almirantazgo? Su madre en el hospicio (¿viviría aún?) sabía leer la Biblia, pero no sabía escribir. Además, hubiera tenido que confesar el incomprensible pudor que le impidió comprobar a tiempo aquel recibo, por miedo a parecer que desconfiaba de su tío. Nadie iba a creerle.
Decidió pedir consejo al tío Cruyt, su más antiguo compañero de imprenta, a quien una pequeña herencia había permitido por fin instalarse por su cuenta. En su imprenta no se hacían libros hermosos, encuadernados en piel. Con ayuda de tres personas y de cuatro obreros, a los que tiranizaba todavía más que Elie a los suyos, Niklaus Cruyt publicaba, en papel de mala calidad, los compendios de sermones que algunos predicadores le encargaban, henchidos de vanidad o tal vez deseosos de difundir la buena nueva. También imprimía rústicos calendarios o tratadillos de veterinaria para uso de granjeros y herradores que supieran leer. Pero las más pingües ganancias las obtenía con panfletos de su cosecha y libelos en lengua gálica sobre los escándalos de la corte de Francia, expedidos allí subrepticiamente por cuenta y riesgo de los autores. Los negocios le iban bastante bien, así que el viejo estaba aquel día fumando su pipa con satisfacción. Se encogió de hombros al oír el relato de la trampa tendida por Elie a Nathanael: de aquel réprobo no podía esperarse otra cosa.
-Oye -le dijo adelantando la cabeza con la prudencia de una tortuga-, si quieres invertir los trescientos veinte florines que has apartado para tus hermanos, yo, Niklaus Cruyt, te los puedo tomar prestados de buen grado, a un interés del doce por ciento. Y aún ganaría con ello, pues los usureros piden el doscientos por ciento. No es que me falte dinero, gracias a Dios, pero siempre hay que contar con el que tarda en entrar en caja.
Como Nathanael aborrecía la usura, insistió en un diez por ciento. Hicieron un pequeño contrato y brindaron para celebrarlo. Ya en la puerta, el viejo le gritó que buscara algún buen libelo, muy escandaloso, sobre los amores de Mazarino y de la reina, puesto que Elie despreciaba aquella clase de trabajos. Seguidamente llenó de improperios a un pobre hombre que se doblaba en dos bajo el peso del fardo que llevaba, y ante el cual se había apartado Nathanael para dejarlo pasar. Tampoco era aquel el taller de compañeros con que soñaba el joven, un negocio en donde cada cual cogiese a discreción de las ganancias comunes y lo sobrante, considerado como perteneciente a todos, fuese de nuevo invertirlo en el negocio. Pero era una cosa buena el que sus dos hermanos hallaran su dinero bien colocado. ¿Sus dos hermanos? Algo le decía que no podía evitar roer un poco de aquella suma para el niño, en caso de necesitario, o para Sarai, si es que volvía a su lado algún día. Su propia honradez tampoco carecía de fallos.
Entregó cincuenta florines a la nodriza de Lazare, de los que podría disponer para el niño en caso de extrema necesidad. La buena mujer guardó con respeto el dinero del cristiano en una arqueta. Leah pagaba la pensión, que no era mucha, pero la nodriza parecía estar muy al tanto de los altos y bajos de aquellas mujeres. No obstante, era muy probable que aquella honrada, pero charlatana criatura, no callase durante mucho tiempo sobre el dinero que le habían confiado y era posible que tanto Leah como Sarai la envolviesen para que se lo entregara. Aquella previsión del porvenir no era sino un gesto supersticioso y, para Nathanael, una manera de demostrarse a sí mismo su paternidad.
Había pensado en abandonar a Elie en favor de unos rivales, los Blau; pero el taller de aquellos famosos libreros estaba de momento al completo. De todas formas, la comedia representada en la sala de los libros más bien mejoró que empeoró la posición, de Nathanael en la imprenta. Como Cruyt se había despedído, era él uno de los más antiguos, privilegiado con relación a los recién llegados. Pero sobre todo, Elie -contento sin duda de haberse burlado de él- lo trataba con la simpatía de un verdadero tío carnal. En ocasiones le honraba dándole palmaditas en la espalda e incluso llegó a felicitarle por su diligencia, un día en que había mucho trabajo urgente. Lo invitó a comer un domingo, después del sermón. La comida fue taciturna: el tío y el sobrino no tenían nada que decirse. Elie, sin embargo, introdujo en la conversación una alusión relativa a los cristianos que se enamoran de muchachas infieles; Jan de Velde se había ido seguramente de la lengua. Mevrouw Eva, la esposa de Elie, tan antipática en otros tiempos, le echaba de cuando en cuando curiosas miradas de mojigata ante un muchacho con fama de gustarle a las mujeres. Nathanael la rehuyó.
Después de aquella aburrida comida la casa de Leah le pareció más acogedora que nunca. Los platos condimentados con especias, que ponían en cima de la mesa las dos muchachas alegres y chillonas, le parecieron suculentos, así como los vinos generosos de Oporto y de Madeira. Se puso un poco alegre y habló de las mejoras que había introducido en la casa del Muelle Verde, y de los árboles del barrio, que pronto echarían brotes. Sarai guiñaba enigmáticamente los ojos. Trataba de recuperar fuerzas poco a poco y todavia necesitaba los mimos y cuidados de las sobrinas. Le dejaron acostarse con ella en varias ocasiones, pero ya no le parecía aquello como la nube de gloria, atravesada de rayos luminosos, que envolvía la cama de su chamizo, semejante a la descrita por Ovidio en sus ayuntamientos maravillosos. Sarai ya no empleaba con él más que sus artes de cortesana y él ya no sentía por ella sino el apetito trivial que se siente por toda mujer hermosa, y esa cortesía propia del lecho, que obliga a comer más de lo debido cuando se está acompañado o, al contrario, un poco menos. Se sabía el blanco de las bromas que tramaban las sobrinas; éstas se reían de su cojera y le enredaban el pelo llamándole «tejado de paja». El se reía con ellas. Una noche en que a Sarai le dolía la cabeza, trató ella de empujarlo, a modo de juego, a los brazos de una de aquellas muchachas, que no deseaba otra cosa. Se sintió menos escandalizado que herido.
Padeció su acostumbrada bronquitis anual: lo cuidaron unos vecinos. Tres semanas después, ya lo bastante repuesto para hacer un recado que le había encargado Elie, fue a llevar las pruebas de unos abstrusos Prolegómenos a casa de un sabio judío llamado Leo Belmonte, que vivía en el barrio de Sarai. El sabio le abrió la puerta en persona; discutió afablemente con Nathanael sobre algunas correcciones al margen, relativas a dos o tres construcciones latinas. A Nathanael le hubiera gustado quedarse allí más rato, para que el autor le explicara unas palabras sobre la naturaleza del universo y sobre la de Dios, mas recordó el proverbio que aduce cómo el zapatero, en presencia de un retrato, debe limitarse a opinar no sobre el parecido o la belleza del modelo, sino sobre el buen acabado de los zapatos. El no era ni teólogo ni filósofo y Leo Belmonte no necesitaba para nada sus opiniones.
Al anochecer se le ocurrió pasarse por casa de Mevrouw Leah, pese a no ser uno de los días en que acostumbraba visitarla. Tal vez Sarai estuviese inquieta por su larga ausencia.
La tienda estaba oscura, pero la puerta no tenía echado el pestillo. Un poco de luz, procedente de una lámpara que había en la habitación pequeña del fondo se filtraba a través de una cortina. Nathanael contuvo la respiración: Sarai se encontraba allí con un hombre. Era indecente espiar; no obstante, se adelantó sin hacer ruido hasta el umbral del cuartito, iluminado como un escenario. Aquel caballero, que aún llevaba puesto el sombrero de fieltro, cubría de bigotudos besos los labios de Sarai, quien le devolvía sus chupetones. Los pechos de la joven se escapaban del corpiño desabrochado; la mano del galán tiraba de ellos y los apretaba mecánicamente, como si fueran odres. La de Sarai resbaló a lo largo de las costillas del cliente con gracia juguetona, se entretuvo amorosamente en su costado y se introdujo con destreza en el bolsillo de su traje. Nathanael vio cómo sacaba algo redondo y dorado, probablemente un pastillero, que desapareció entre los amplios pliegues de la falda. Al alejarse silenciosamente, oyó la misma risa arrulladora que dejaba oír Sarai cuando estaba en sus brazos. Se encontró de nuevo en la calle y se repitió a sí mismo: «Está ejerciendo su oficio... No hace más que ejercer su oficio.»
Ni siquiera estaba triste, y hubiera sido estúpido indignarse. Compadecía a aquel individuo que, sin duda, se encontraba en la gloria, lo mismo que le había pasado a él, y al que engañaban de la misma manera que a él lo habían engañado. Pero Sarai estaba educada para sacar provecho de los hombres, como los hombres lo sacaban de ella. Era muy sencillo.
Regresó al Muelle Verde. Atizó el fuego de turba escondido bajo las cenizas e inspeccionó a su luz unos cuantos objetos nuevos que había adquirido con vistas al regreso de Sarai: rompió mecánicamente dos platos y dos cubiletes de loza y echó los trozos rotos a un rincón. Luego rompió los listones de madera de la cuna que había hecho para Lazare. Pensó romper asimismo la manta casi nueva que le había comprado a un marinero, quien, con toda seguridad, se la habría robado a su capitán, mas acabó por taparse con ella y echarse a dormir. Durmió mucho rato. Aquel año de pasión y de desengaños se hundía en el abismo, como cae un objeto al que arrojan por la borda; igual que cayeron, cuando regresó a Greenwich, sus pavores de haber matado al grueso comerciante aficionado a la carne joven, sus largos meses de vagabundeos en compañía del mestizo y sus dos años de amor y de penuria junto a Foy. Todo aquello igual podía no haber su cedido.
Devolvió las llaves al propietario de la casa, antiguo capitán de navío de grotesco semblante, quien tampoco parecía ignorar nada de su aventura:
-¿Qué? ¿El pájaro voló?
El lobo de mar añadió que él jamás tuvo esa clase de preocupación; a las mujeres había que cogerlas o dejarlas, y dejarlas era mejor que cogerlas. Cuando supo que Nathanael le dejaba unos cuantos muebles y utensilios a modo de alquiler, por no haber terminado los arreglos prometidos, el viejo protestó débilmente antes de aceptar. Nathanael dejó sus ropas y unos libros en casa de un vecino, que le ofreció con amabilidad un jergón. Pero aquella familia vivía amontonada en una sola habitación y, de todas maneras, el joven estaba ya harto del muelle, de los árboles y de las caras del barrio... Sentía una tremenda necesidad de hablar con alguien, con un amigo o con una persona que casi lo fuera. A falta de algo mejor, se encaminó a casa de Cruyt, quien quizá aceptase dejarle dormir en su taller a cambio de una pequeña suma de dinero.
Al entrar le dio un sobresalto. Las prensas estaban aplastadas, retorcidas, deshechas a martillazos; manivelas rotas y correas cortadas y retorcidas se mezclaban por el suelo; un enorme charco de tinta se extendía sobre el mostrador y chorreaba, formando largos regueros. El charco negro y brillante le recordó al que utilizaba Mevrouw Loubah para decir la buena ventura, una vez cerradas todas las puertas. Pero lo más extraño era el suelo, alfombrado de letras de molde procedentes de los cajones abiertos de par en par; millares de letras se enredaban unas con otras formando una suerte de insensato alfabeto. Nathanael resbalaba sobre aquella chatarra.
-¿Has venido a contemplar tu obra?
El viejo, sentado detrás del mostrador, con la cabeza apoyada en las manos y uno de los codos empapado de tinta, volvió hacia él un rostro rabioso.
-¿Te acuerdas el opúsculo sobre la corte de Francia que me trajiste de casa de Elie? Perdón, de casa de Mynheer Adriansen, maestro impresor -rectificó con ira-. Se vendió muy bien, sobre todo en París, de tapadillo. Sólo que yo ni siquiera tuve tiempo de meter en él las narices para leerlo. Eso es: Mynheer me hizo el favor de traerme de casa de su tío un panfletillo indigno de las prensas del mismo y como en él, por casualidad, se hablaba del embajador de Francia en las Provincias Unidas, de ese mequetrefe que se acuesta con la mujer del naviero Troin... Y como no faltó quien le llevase el libelo recién salido de la imprenta...
-¿Mandó sus lacayos?
-¡Que te crees tú eso! Mandó a cuatro fuertes... del puerto, que llegaron aquí esta mañana. Lo han destrozado todo...
La voz del viejo también se quebró. Nathanael cerró la puerta tras de sí; la corriente de aire hacía revolotear aquí y allá varias manos de papel desgarrado que se habían salido de los sacos destripados. Se acercó a Cruyt para compartir con él su disgusto, mas éste le apartó con un amplio ademán que derramó por el suelo la poca tinta que aún quedaba en la gatrafa a medio romper.
-¡Lárgate, sinvergüenza! ¡Urdiste todo esto con tu tío para arruinar a los pequeños competidores!... Lárgate, te digo... Vete a buscar a tu puta judía... Y todos esos embustes que me contaste sobre tu dinero... Tu dinero, puedes metértelo en...
Nathanael no quiso oír más: salió de allí limpiándose con la mano la manga salpicada de tinta sin darse cuenta. Compadecía al viejo, pero lo peor era que creyó tener en él a un amigo. Para hablar con franqueza, aquella supuesta amistad sólo enmascaraba una común antipatía hacia Elie. Y Sarai era una puta, es verdad, y era judía, pero aquellas dos palabras no bastaban para definirla. Además, ni una ni otra significaban lo que en ellas ponía el pequeño Cruyt. A decir verdad, no significaban casi nada.
Lo más sencillo hubiera sido alquilar en alguna de las posadas de buena fama en la ciudad una cama fría en un cuartito glacial y encerado. Tenía dinero para ello, pero seguía añorando un poco de calor humano. Jan de Velde vivía a dos pasos de allí, en la buhardilla de un viejo almacén. Una serie de trampillas llevaban a la espaciosa estancia, bien ventilada por los vientos colados. Jan le había invitado varias veces con insistencia a que se instalara en su casa. Pensó pedirle asilo por una noche (en cuanto a una cohabitación más larga, ya se vería), sólo por el gusto de oír la voz un poco ronca de Jan soltar sus chanzas o tararear canciones en griego. Después de todo, Jan fue quien hacía no mucho había descubierto a un pastor para que lo casara con Sarai; podía hablarle de ella con toda sencillez. De subir tantos escalones se quedó sin aliento. Jan le abrió la puerta ataviado con la ropa de los domingos, lo que era natural, por ser día de fiesta. Incluso acababa de afeitarse. Detrás de su amigo, Nathanael distinguió una mesa puesta como para un festín: una jarra de cerveza, queso, dos porciones de pastel, una garrafita de ginebra. Le hizo su petición con algo de embarazo; Jan se ensombreció:
-¡Qué lástima, amigo! Hoy caes mal... Te confieso que esta noche espero los favores de Eros y la sonrisa de Afrodita celeste... Pero si vuelves mañana, a la hora de la cena...
Nathanael movió la cabeza. Los ojos un poco inexpresivos de Jan se entristecieron: no le gustaba negar la hospitalidad a un amigo. Le propuso:
-¿Quieres un poco de ginebra?
Pero ya no vislumbraba más que el busto de su visitante, al que había tragado la trampilla y que ponía toda su atención en bajar la escalera. Los favores de Eros... La sonrisa de Afrodita celeste... Jan tenía derecho a defender su buena suerte... ¿Acaso lo hubiera retenido Nathanael, en el Muelle Verde, alguna de aquellas noches en que esperaba -ardiendo todo él- a que la puerta se cerrase tras una visita importante para que Sarai se desabrochara la camisa?
Empezaba a llover; la lluvia se mezclaba con blandos copos de nieve. Nathanael se encaminó hacia el dique, allí donde amarraban los barcos que llegaban de ultramar. Sus mástiles semejaban, desde lejos, a los árboles despojados de sus hojas por el invierno y agitados por el viento. De cuando en cuando veíase brillar un farol, sin lo cual nadie hubiera sabido que allí vivían hombres, dentro de aquellos cascos negros. Ahora le parecía que lo mejor de su vida habían sido aquellas travesías, aquellas indolentes escalas en unos puertos de lánguido clima, o asimismo aquellos dos años de vida dura e ingenuo amor en la isla bautizada por sus habitantes la Isla Perdida. Mas ningún capitán lo aceptaría ya en su tripulación, pues no era sino un antiguo marinero que tosía y se sofocaba al menor esfuerzo.
Advirtió que su tabardo estaba completamente blanco. Desde luego, la lluvia se estaba convirtiendo en nieve. Debía de ser más tarde de lo que él pensaba: se habían apagado las luces de todas las casas. No obstante, ya encontraría por algún sitio de aquel barrio un tugurio con una vela encendida. Empero, se iba alejando del centro sin percatarse de ello y caminaba en dirección al campo, atento tan sólo a no acercarse mucho al canal o a la cuneta, pues morir en el agua sucia y el barro no le seducía. A pesar de que la nieve derretida le resbalaba por la nuca, tenía mucho calor. Se preocupó de andar en línea recta, por miedo a que la gente, al verlo titubear, lo confundiera con un borracho. Pero las calles estaban vacías. Al pasar cerca de un barracón, que estaban montando para la feria, reconoció -envueltos en harapos y apretados frioleramente uno contra el otro- las siluetas de dos viejos mendigos: Tim y Minne. Eran como una pareja de perros vagabundos a quienes se arrojan los desperdicios. Nathanael se sacó del bolsillo un puñado de monedas de metal, que le pesaban, y se lo tiró. Al oír el tintineo de la plata y del cobre resonar en el suelo de ladrillos, ambos viejos se precipitaron gruñendo. La paga de Elie no le llegaría hasta dentro de dos días; la ausencia de hoy y las tres semanas de bronquitis le serían descontadas del sueldo, mas poco importaba. Desembocó en una hermosa calle a medio construir, de lindas casas nuevas; las altas fachadas cubiertas de nieve parecían acantilados; verjas y tapias bajas las separaban unas de otras; el viento se colaba por aquellos callejones enladrillados como si fueran grietas. Nathanael se caló el gorro, pero una ráfaga de viento acabó por llevárselo, lo que le hizo reír. Le parecía que el viento giraba sin cesar, como sucede en ocasiones en el mar. Descubrió una oquedad en una de las tapias, que le pareció bastante resguardada, y se tendió allí para dormir. Pronto la nieve lo tapó con un leve manto.
Se despertó en una estancia espaciosa, de paredes encaladas; los cristales de las ventanas eran unos inmensos cuadros grises. Ayer, hoy y mañana formaban un único y largo día enfebrecido, que contenía asimismo a la noche. Creyó haber participado en alguna reyerta y haber recibido una puñalada en un costado: no eran sino los pinchazos de su pleuresía. Unos días más tarde distinguió con más claridad aquellas mismas paredes y cristales por donde esta vez resbalaba la lluvia. La sala estaba llena de ruidos y de olores humanos. Alguíen tosía, tal vez fuera él mismo. A su derecha, un hombre acurrucado en una cama gemia débilmente; a su izquierda, otro hombre que parecía robusto se quitaba la manta y se la volvía a poner, sin cansarse de repetir en voz alta, siempre con el mismo tonillo: «Maldita pierna esta...»
Más allá, un hombre viejo y de aspecto febril hablaba sin parar, muy deprisa, inagotable como el hilillo de agua que desborda de una fuente. Tal vez estuviera narrando toda su vida. Nadie le hacía caso.
Pasó por allí el médico, tocado con un sombrero de fieltro, con su cuello y puños almidonados, rodeado de un tropel de estudiantes asimismo bien vestidos. Los dedos fríos del enfermero le quitaron la camisa a Nathanael (era la misma que llevaba cuando entró en el hospital, pero alguien la había lavado y planchado recientemente), descubriendo sus flacas costillas y su espalda marcada por las sanguijuelas. Con una vara ligera en su bien cuidada mano, el elocuente médico apuntó a la espalda de Nathanael, pronunciando unas cuantas frases en latín sobre el curso de aquella enfermedad pulmonar. Gracias al vigor de la juventud, aquel sujeto se libraría una vez más de la muerte, pero en cuanto llegara el próximo invierno, las intemperies...
Nathanael pensó sorprenderle con una respuesta en buen latín, mas ¿para qué asombrar a aquel pedante? Además, estaba muy cansado para hablar. Cerró los ojos.
Cuando los volvió a abrir, se oían gritos a través de las puertas cerradas de la sala contigua. Quien gritaba era el hombre que antes estaba al lado de Nathanael; seguramente el cirujano le estaba amputando su «maldita pierna». Aquel paciente no regresó a la sala; otro ocupó su lugar bajo su manta.
Las ventanas enmarcaban ahora al crepúsculo. Nathanael se encontraba mejor y se incorporó sobre la almohada. Alguien pasaba una esponja húmeda por su cuerpo, como lo hacen con los muertos. Miró. Era una mujer alta, de mediana edad, de rostro frío y blanco, con aspecto de competencia e interés. Habia traído una cesta con alimentos y le obligó a tragar unas cucharadas de una crema espesa y azucarada. Después se paró ante las otras camas, aunque con menos detenimiento. Los enfermeros la conocían: era Mevrouw Clara, ama de llaves del señor Van Herzog, el antiguo burgomaestre. Casi todos los dias iba a visitar a los enfermos y a los prisioneros.
En cuanto Nathanael se halló en estado de contestar, ella se informó de su nombre, direccíón y empleo. Unos días más tarde le trajo malas noticias: en la Kalverstraat -había ido a la imprenta a enterarse-, la larga ausencia de Nathanael, precedida por tres semanas de bronquitis a principios de año, obligó a Elie Adriansen a tomar a otro corrector; el de ahora cumplía bien con su tarea. Ciertamente, de cuando en cuando podrían darle algún trabajo al convaleciente; también podrían emplearlo en la sala de embalajes. Quitando a Elie, que no había dicho gran cosa, había visto a un hombre bien parecido, de pelo rizado con tenacillas, un tal Jan de Velde, que le enviaba muchos recuerdos, y a un viejo que había continuado su tarea sin inmutarse.
Sin duda se trataba de Cruyt, no disgustado (¿quién sabe?) de volver al redil, tras haber conocido los apuros del empresario. Pero ¿qué importaba todo aquello? Nathanael no deseaba volver a trabajar en casa de Elie; ya encontraría cualquier empleo en otro sítio. Luego, sintió un miedo repentino: cuando eran jóvenes, Tim y Minne se dijeron también probablemente que ya encontrarían algo. Después de todo, pensó que el porvenir que tanto le preocupaba acaso no fuera muy largo para él.
-Nosotros fuimos quienes os descubrimos en la puerta del jardín, tumbado en la nieve -dijo Mevrouw Clara, que parecía adivinar sus pensamientos- y no dejaremos que nada os falte. Ya otras veces me han permitido ellos llevarme a casa a mis enfermos y a mis inválidos.
Mencionó a dos de sus protegidos: un viejo, paralítico del brazo derecho, para el cual había encontrado, a pesar de todo, un trabajo de portero en un pequeño templo, cerca del Kaisergracht, y una hidrópica, a la que consiguieron meter en un asilo. Al hablar de sus señores -el señor Van Herzog y su híja, la señora d'Ailly-, siempre empleaba un indefinido plural. En sus momentos de mal humor, también los llamaba «los de arriba». Puede que no los distinguiera sino vagamente, a distancia, o bien que, acordándose de que su difunto marido -comerciante en semillas- tenía un lejano parentesco con el antiguo burgomaestre, se empeñara en evitar todo lo que resaltase su inferioridad de sirvienta. Antes de despedirse de Nathanael, insistió para que recorriese el largo pasillo, con objeto de que ejercitarse un poco las piernas.
Al día siguiente ayudó al convaleciente a calzarse; lo afeitó con destreza de profesional -le habia crecido mucho la barba en aquellos días pasados en el hospital- y le mandó ponerse un traje usado, pero cuidadosamente remcndado, de los que, al parecer, poseía toda una colección. Como el hospital estaba bastante lejos de su casa, había alquilado la barquita del jardinero. Hicieron el camino lentamente, por unos canales poco frecuentados. El aire primaveral embriagaba al joven, tendido en la barca y tapado con una manta. Se apoyó en su bienhechora para subir el escalón del desembarcadero, al fondo del jardín. Pero cuando él le dio las gracias, ella le exhortó a que conservara su voz y su aliento. A pesar suyo, aquella mujer alta y taciturna, con la frente abombada y el pelo tirante hacia atrás, le recordaba las alegorías de la Muerte que pintan en los libros. Pero aquellas ideas supersticiosas le dieron vergüenza: la muerte, de estar en alguna parte, estaría en sus pulmones, y no tenía por qué disfrazarse de ama de llaves de casa importante.
La vio poco en lo sucesivo, aunque dormía en una de las tres habitaciones que daban a la cochera, reservada para uso exclusivo de Mevrouw Clara. Esta dedicaba todo el día al cumplimiento de sus funciones en la rica morada; al llegar la noche descansaba, es decir, iba a cuidar a sus enfermos y a sus prisioneros. Se habían acostumbrado a su manera de ser y sólo le exigían que colgase, al llegar, para que se ventilaran, la capa y la cofia que se ponía para hacer sus visitas, y que podían traer, escondidos entre sus pliegues, malos aires y fiebres. En cuanto a ella, jamás se le había contagiado nada.
Sólo la veía a las horas de las comidas que, en un principio, tomaban juntos. La etiqueta se oponía a que el ama de llaves comiera con sus subordinados, y como Nathanael tenía lo que ella llamaba «estudios», lo trataba como si fuera un señor.
Mevrouw Clara masticaba en silencio, o relataba los incidentes del hospital o de la prisión. De este modo supo Nathanael que, cuando iban al Gran Calabozo, siempre llevaba bajo el brazo una jofaina pequeña, para baños de asiento, y una escudilla con grasa de cordero, pues así lavaba y suavizaba las llagas de los inculpados a quienes habían sometido a tormento: los sentaban, con pesos en los pies, en la afilada arista de un potro que, poco a poco, les iba serrando en dos el perineo. También se proveía de hilas, para meterlas entre los grilletes y el tobillo de los presos. En cambio, nunca la oyó indignarse por la barbarie de los verdugos o la brutalidad de los guardias, ni tampoco vituperaba a los médicos del hospital, que experimentaban con los pobres. El mundo era así. Cuando él le expresaba su admiración por no sentir repugnancia ante ninguna llaga, eila le contestaba con sencillez que Dios la había hecho de esta suerte: la señora d'Aillv, que una vez intentó acompañarla, se había puesto enferma en el patio de la cárcel; no todo el mundo tiene el temperamento necesario para soportar esa clase de espectáculos. Sin percatarse de que su comensal empezaba a tener revuelto el estómago, continuaba comiendo plácidamente, recogiendo con la punta de los dedos las miguitas que se pegaban al cuchillo. Pero insistía para que Nathanael tomara una taza de hierbas con miel para su tos.
Cuando llegó el buen tiempo, lo instaló en el jardín durante sus ausencias. En cuanto se alejaba, con paso largo y seguro, el convaleciente sentía la necesidad de hacer algo útil y de probar sus fuerzas. Le gustaba meter las manos en la tierra blanda y fértil, plantar y escardar como no lo había vuelto a hacer desde que regresó de la Isla Pcrdida. El jardinero estaba muy satisfecho de haber encontrado este ayudante gratuito. Un día en que llovía, resguardado en la cochera, Nathanael limpió y abrillantó los dos trineos que iban a colgar de las vigas con correas, hasta que llegaran las próximas nieves. El del señor Van Herzog, muy sencillo, llevaba un ribete dorado; el de la señora d'Ailly, más pequeño, tenía herrajes de plata y una cabeza de cisne. Pero el olor del barniz perjudicó al joven y su tos empeoró. Por otra parte, la faena al aire lilre con el pico y la pala, aunque el jardinero, con una risotada, decía ser muy bueno para la salud, lo dejaba en seguida sudoroso y sin aliento. La señora d'Ailly debió verlo en aquel estado y hablarle de ello a Mevrouw Clara, a la hora en que hacían las cuentas de la casa. Una mañana, la joven viuda se le acercó en el cenador del jardín y le dijo, algo azorada:
-Acaso sepáis que tuvimos que echar al ayuda de cámara de mi padre, pues bebía y alborotaba en la taberna. El señor Van Herzog necesita a un muchacho inteligente, de buena voluntad y algo instruido, como vos. Mevrouw Clara os dirá vuestra remuneración. No os exigiremos que os pongáis librea.
Nathanael iba a concestarle que le era indiferente ponérsela o no, pero era evidente que la señora d'Ailly le hacía una gran concesión. Lo mejor que podía hacer era darle las gracias.
Hasta aquel mismo día, apenas había conocido a ningún criado de la casa grande, a no ser al jardinero y al mozo de cuadra, cuyas mujeres se ocupaban de la colada. Pronto se familiarizó con la cocinera, una rubia gorda que dispensaba buenas escudillas de comida y buenos jarros de cerveza, y que distribuía, a modo de golosinas, los restos de «los de arriba». Hizo amistad con el marido de aquella recia mujer, un simplón canijo, a mitad de camino entre un lacayo y un mayordomo. También se hizo amigo del encerador y de la moza que ayudaba en la cocina, gentes de poca importancia, que no comían hasta que todos los demás habían abandonado la mesa; y del pilluelo encargado de los recados, y de la costurera, que en ocasiones le pedia ayuda por las tardes para poner en equilibrio un montón de ropa y que quizá se apoyaba en él algo más de lo debido al bajar de la escalera. Incluso logró amansar a la doncella de la señora d'Ailly, una gazmoña que no se mezclaba con los demás criados y que comía en bandeja, en la antesala de su señora. Pronto se enteró de que el lacayo-mayordomo empinaba el codo por las noches, ya tarde, cuando el señor Van Herzog y su hija descansaban en brazos de Morfeo; de que la costurera coqueta tenía un hijo bastardo, en casa de una nodriza, en su pueblo de Muiden; de que la fregona le pasaba clandestinamente las sobras de la cocina a cierto afilador, que era su tierno amigo; de que la doncella de la señora d'Ailly pertenecía a un conventículo menonita y recibía algunas veces, en el cuarto de abajo, a dos o tres venerables asnos vestidos de negro, que le sacaban el dinero. En lo alto de esta pirámide se hallaban el señor Van Herzog -un anciano de finas facciones, aspecto enclenque y frágil salud-, que se había retírado muy pronto de los negocios públicos y que pasaba el tiempo, en compañia de sus libros e instrumentos de física, y la señora d'Ailly, con sus discretos atuendos de viuda.
Nathanael se maravillaba de que aquellas gentes, de las que nada sabía un mes atrás, ocuparan ahora tanto lugar en su vida, hasta el día en que salieran de ella, igual que lo habían hecho su familia y los vecinos de Greenwich, como los compañeros de a bordo, como los habitantes de la Isla Perdida, como los empleados de Elie y las mujeres de Judenstraat. ¿Por qué éstos y no otros? Todo sucedía en la vida como si, por un camino que no conduce a ninguna parte, fuera uno tropezando sucesivamente con diversos grupos de viajeros, ignorantes ellos también de su objetivo, y con los que uno se cruzara por un espacio de tiempo tan corto como un abrir y cerrar de ojos. Otros, al contrarío, nos acompañan por el camino durante más tiempo, para terminar desapareciendo sin razón alguna a la vuelta del próximo recodo, volatilizándose como si de sombras se tratara. No era fácil entender por qué esas gentes se imponían a nuestra mente, ocupaban nuestra imaginación y, en ocasiones, podían incluso devorarnos el corazón, antes de revelarse como lo que eran: unos fantasmas. Por su parte, puede que pensaran lo mismo de nosotros, a suponer que fuesen capaces de pensar algo. Todo aquello pertenecía al mundo de la fantasmagoría y del ensueño.
Era la primera vez que vivía en una casa de ricos. Elie no había sido más que un burgués, contento de poseer unos cuantos platos de estaño y dos o tres cubiletes de plata; lo que poseía en efectivo lo guardaba en su caja fuerte. La caja fuerte de los actuales señores podía decirse que se hallaba dispersa por unos cuantos bancos y empresas. La porcelana de Canton, en la que comía el señor Van Herzog, testimoniaba que su padre había sido uno de los primeros negociantes que enviaron a China escuadras mercantiles, viaje tan peligroso que de antemano se anotaba en el registro, en el apartado dedicado a pérdidas, una tercera parte de los barcos y tripulaciones que zarpaban hacia allí. Aquella fortuna, labrada en tiempos lejanos por sus antepasados, daba al antiguo burgomaestre las prerrogativas y el reposo de un hombre que nace ya siendo rico; la pérdida de vidas humanas, las exacciones y astucías, inseparables áe la adquisición de toda opulencia, databan de antes de nacer él, con lo cual otros eran los responsables, y su boato y el de su hija recibían con ello una especie de suave pátina.
Al regresar a Londres y, más tarde, descubrir Amsterdam, tras los dos años pasados en la Isla Perdida, Nathanael se había maravillado de las comodidades que pueden encontrarse en las grandes ciudades, ya que dispensan, incluso a los más pobres, de arrancarle a la tierra y a las aguas lo indispensable para el sustento.
Desbrozar para después arar, sembrar, plantar y recoger, cortar los troncos que luego servírían para construir, o atar los haces de leña para calentarse; esquilar los corderos, cardar, hilar y tejer la lana; matar al ganado, ahumar o poner el pescado a secar, después de haberlo sacado del agua; moler, amasar, cocer y remover, todas estas tareas las realizaban más o menos todos los habitantes de la Isla Perdida, pues de ellas dependía su vida y la de los suyos. Aqui en la ciudad, la cerveza la vendía el tabernero; el pan, el panadero, quien tocaba una trompa para avisar que ya estaba cocido; en las carnicerías, cadáveres dispuestos a ser consumidos colgaban de unos ganchos; el sastre y el zapatero cortaban, en forma de atavíos unas telas ya tejidas y unas pieles ya raspadas y curtidas. No obstante, el cansancio del hombre que trabaja para obtener la paga del sábado no era menor: el pan cotidiano adquiría el aspecto de una monedita de cobre o -con menor frecuencia- de plata, que le permitía adquirir lo necesario para vivir. Los que poseían algunas riquezas se inquietaban por los vencimientos de la renta y alquileres; un crédito no cobrado equivalía para Elie a una cosecha perdida. La inseguridad no había hecho sino cambiar de forma. En lugar de hallarse visiblemente sometidos al rayo, a las tempestades, a la sequía y a las heladas -que no percibían sino por medios indirectos-, los hombres dependían, en lo sucesivo, del publicano, del representante de Dios que reclamaba su diezmo, del usurero del patrón, del propietario... Cada hombre, hasta el más pobre, hacía veinte veces al día el ademán del que tiende o, al contrario, recibe un redondel de metal para comprar o vender algo. De todos los contactos humanos, aquél era el más corriente o, por lo menos, el más visible. Los domingos, en el templo, cuando Elie le obligaba a asistir a la predicación, Nathanael se esperaba a oír decir: «La moneda nuestra de cada día, dánosla hoy...»
Pero en aquella casa acomodada, el dinero parecía renovarse y engendrarse a sí mismo: ni siquiera se oía su indiscreto tintineo. Se disfrazaba de mármol, enmarcando el fuego en las altas chimeneas; ronroneaba suavemente en las estufas de porcelana; aquí, parquet; allá, historiados cristales, y más lejos aún, una alfombra que amortiguaba el ruido de los pasos. El dinero engrasaba asimismo la máquina doméstica, que se encargaba de los pequeños e ingratos trabajos del día, enviaba al primer piso, al aposento del señor Van Herzog, y al segundo piso, al de la señora d'Ailly, las bandejas cargadas con delicados manjares, servidos con elegancia, así como el agua caliente para su arreglo personal; sacaba todas las mañanas y todas las noches el agua sucia y el contenido de los orinales. El dinero perfumaba las flores de las jardineras, brillaba por la noche en las arañas y en los candelabros provistos de blancas velas de cera. Dísfrazado de bienestar, también lo estaba de tiempo libre: él era quien permitía al señor Van Herzog entregarse al estudio y a la señora d'Ailly tocar el clavecín en su salón azul.
Y, sin embargo, aquel hombre y aquella mujer le parecían en ocasiones a Nathanael unos cautivos, y sus criados -que al marchar los hubieran dejado tan indefensos como Tim y Minne-, una especie de carceleros. Aunque eran buenos con sus sirvientes, nadie los quería. Al señor Van Herzog le llamaban «viejo gruñón» cuando criticaba la manera de cuidar los arriates del jardín; los sabios amigos que le rodeaban eran considerados unos pedantes, dignos todo lo más de ser echados a la calle con cierta rudeza por los jóvenes criados. Su yerno, el señor d'Ailly, muerto en un duelo diez años atrás, había sido, según ellos, un correcaminos aficionado a las faldas y, para colmo de males, francés. Nadie (salvo Nathanael) advertía que la señora d'Ailly era hermosa. Le imputaban indiscretas aventuras que no concordaban con la expresión grave y dulce de su rostro. El mayordomo, al inclinarse para presentar los platos en la mesa, había vislumbrado sus senos pequeños por la abertura de su recatado escote. No paraba de describir el lunar que en él tenía. La doncella, que aeompañaba a su señora cuando ésta salía, apretaba los labios como si en realidad supiera sobre ella muchas cosas que no quería contar. A Nathanael le hubiera gustado defender a la joven viuda, a quien trataban con tanta impudencia, mas le hubieran acusado de ser su galán, o de aspirar a serlo. Además, aquellas groseras habladurías no tenían mayor importancia que un eructo o un pedo.
Desde que servía al señor Van Herzog como ayuda de cámara, sus sentimientos hacia el envarado viejecillo eran cada vez más afectuosos, más filiales, con toda seguridad, de que lo habían sido para con su propio padre, del que nunca recibió, siendo niño sino algún cachete o dos peniques para comprar caramelos. El señor Van Herzog jamás se olvidaba de darle las gracias -cuando él le arreglaba la manta, le traía el orinal o se subía a la escalera de roble para alcanzar un libro de la estantería más alta- del mismo modo que lo hubiera hecho con un igual. De cuando en cuando le encargaba a Nathanael que le leyera una página, impresa en letra demasiado pequeña para su vista. El cerebro de aquel anciano le hacía el efecto al joven criado de una estancia amueblada con esmero y cuidadosamente arreglada. No había en ella nada sucio ni desagradable, pero tampoco nada especial y único, lo que hubiera comprometido la hermosa simetría del resto. En ocasiones, cuando el señor Van Herzog levantaba hacia él sus ojos de un gris desvaído, de párpados algo irritados, Nathanael se decía que aquel señor que tanta experiencia debía de poseer, tendría, allá en el fondo de su bien ordenada memoria, una especie de armario donde se amontonaban las cosas demasiado importantes o demasiado horribles para ser expuestas; no obstante, no era seguro y puede que el armario secreto estuviese vacío.
De cuando en cuando, el antiguo burgomaestre recibía a ciertos íntimos amigos cuyos, aficionados como él a los problemas científicos o mecánicos del momento; se les veía sacar con premura del bolsillo el proyecto de un microscopio, o determinados pomos llenos de una mezcla química, cuando no era una rana destripada; pero aquellos eruditos estudios no le parecían muy diferentes a Nathanael de los experimentos y juegos de los pilluelos de Greenwich. Las demostraciones dejaban a veces en los veladores huellas de ácidos que Nathanael borraba como podía dándoles un barniz.
En cuanto el señor Van Herzog supo al menos algunos detalles del pasado de Nathanael, se apresuró a presentar al muchacho a sus doctos amigos, especificando que había corrido por América y hecho escala en las islas. Los viajes del joven encendían la curiosidad de todos. En vano les recordaba Nathanael que no había hecho sino costear una parte muy reducida de aquellas orillas, descubiertas en fecha muy reciente, y que sólo conocía unas cuantas islas, aunque las hubiera a centenares; el entusiasmo y el afán de fabular eran más fuertes. Oía sus propios relatos en la taberna, a través de las habladurías de aquellos señores (de los que acostumbraban frecuentar la taberna), o de sus criados (cuando por casualidad los tenían): sus palabras salían a la superficie desfiguradas y ampulosas. Le atribuían un largo viaje en barco por el Meschacebe y el golfo de Méjico, que ni siquiera en sueños conocia. En las pequeñas asambleas que se celebraban en casa del señor Van Herzog, algunos convidados se le acercaban con mucho misterio y le hablaban de Norumbega, la ciudad de oro, tan rica como las ciudades en ruinas dei Perú y que prosperaba -según decían- entre las nieblas y robledales del Norte, no lejos de la isla de los Montes Desiertos donde él había abordado. Hasta poseían un plano que habían trazado unos exploradores de bosques. Trató en vano de convencerlos y hacerles ver que Norumbega no era sino una impostura y que aquellos bosques no albergaban más oro que el del otoño. Le llamaban pillo y se reían de él en sus mismas narices.
Por haber aludido una noche de lo cual se arrepintió después- a su casi matrimonio con Foy delante del señor Van Herzog, pronto lo casaron con una princesa india. Otros decían que los Abenakis «la tribu de la aurora» (él les había traducido palabra por palabra este nombre), que residían en el extremo Este del país explorado recientemente, y de los que él admitió haber conocido algunos clanes, le habían hecho prisionero y, de no ser por las súplicas de su encantadora esposa, se lo hubieran comido. La avidez de aquellas doctas personas por conocer los detalles concernientes al tamaño del sexo de aquellos salvajes, varones o hembras, no conocía límites, ni tampoco el afán por saber su actitud en el apareamiento. A Nathanael le parecía que era todo igual que aquí.
La curiosidad del señor Van Herzog no era tan cruda, ni tan ingenua como la de sus habituales amigos de por las noches, pero, lo mismo que ellos, aquel aficionado a las ciencias exactas tampoco ponía mucha atención en lo que le decían: en cuanto las palabras, por una u otra razón, dejaban de interesarle, ya no las escuchaba. Los hechos sencillos apenas le interesaban: era preciso que a ellos se mezclase algo nuevo e insólito. Igual que sus sabios amigos, comprendía mal y harto de prisa: si Nathanael describía con todo cuidado una planta de las que se criaban en la isla, inmediatamente creía reconocer en ella a una de las que tenía en su herbario o bien, al revés, se rompía la cabeza a propósito de cualquier hierbajo que hubiera podido, en realidad, encontrar en sus arriates de haber examinado su jardín con detenimiento. Por las noches, aquellos señores se entretenían dándole vueltas a una enorme bola del mundo, colocada debajo de una araña de luz. Paseaban un farol por la superficíe, para mostrar las variaciones del día y de la noche; pero cuando el joven -recordando sus horas de navegación- se esforzaba por corregir sus ideas sobre las horas y las estaciones de allá, se aburrían y lo mandaban a la cocina. La verdad era que él no deseaba otra cosa. Aquellas noches, al acostarse, el señor Van Herzog encargaba a su criado que ventilase bien sus ropas, que apestaban a tabaco, sin jamás aludir con palabras ni sonrisas a las borracheras, ni a las agrias y ruidosas disputas de sus eruditos huéspedes. A la salida, cuando alguno de los invitados, especialmente glotón, se llevaba la mitad de una torta envuelta en una servilleta grasienta, él volvía la cabeza para no verlo.
Nathanael pensaba que aquel hombrecillo tenía buen corazón. Pero, en realidad, ¿era eso cierto? También podía ser que el señor Van Herzog disfrutara siendo superior a sus huéspedes en cortesía, como sin duda lo era por su fortuna. Era rico y considerado, así que podía permitirse el lujo de tener por amigos a un montón de «lameplatos» que halagaban sus manías. Nathanael había oído alabar, como cualidad propia de los Países Bajos, el espíritu de igualdad que reinaba en las costumbres y usos, cuya sobriedad rechazaba los galones y los lazos franceses. Pero existen muy distintos matices de tono y de calidad en un simple paño negro. Aquella igualdad, ni siquiera concebible entre el antiguo burgomaestre y su lacayo, tampoco existía entre el opulento dueño de la casa y un químico sin empleo o un anatomista sin un cuarto, pese a ser admitidos en la casa para que se atracaran con lo más exquisito de su cocina.
Las recepciones de la señora d'Ailly eran menos frecuentes y menos báquicas. Consistían casi siempre en veladas o meriendas musicales, a las que su padre no asistía jamás, pues no tenía buen oído para la música. Allí se veían a algunos jovencitos de pelo rizado, ataviados a la última moda, o bien a hombres maduros, de apariencia austera, todos ellos aficionados a la buena música y a las bellas voces. Pero las que acudían a aquellas fiestas eran sobre todo mujeres, la mayoría jóvenes, a menudo agradables, y cuyos refinados atuendos se parecían a los de la señora. También había algunas viudas, acicaladas como en tiempos del príncipe de Orange. En algunas ocasiones, podía reconocerse a un virtuoso italiano por su tez curtida y por los colores vivos de su traje, así como por su excesiva solicitud hacia las damas. En las sesiones de música de cámara, la señora tocaba el clavicordio. Nathanael, que en aquellas ocasiones se ponía la librea, introducía a los visitantes, que parecían literalmente escurrirse por las alfombras: la música imponía silencio hasta antes de empezar.
En la antecocina, el joven criado prestaba oído, tratando de amortiguar en lo posible el tintineo de la plata. Luego, de súbito, aquello surgía como una aparición que se oyera sin verla. Nathanael, hasta aquel momento, sólo había oído unas tonadas inseparables de las voces que las cantaban: la voz agridulce de Janet, la voz suave y un poco ronca de Foy, la hermosa voz sombría de Sarai, que removía las entrañas, o asimismo algunas estruendosas canciones que entonaban sus compañeros en la bodega del barco, y cuyo ruido, acumpañado a veces por una guitarra, pese al cabeceo, invitaba a enlazarse y a bailar. También en el templo, el sonido del órgano lo había transportado a menudo hasta un mundo del que era preciso salir apenas entrado en él, pues las voces disonantes de los fieles obligaban a volver a tierra por otros tantos escalones rotos. Pero aquí la cosa era distinta.
Unos sonidos puros (Nathanael prefería ahora aquellos que no han sufrido encarnación en la voz humana) se elevaban para luego replegarse y subir más alto aún, danzando como las llamas de una hoguera, aunque con un delicioso frescor. Se entrelazaban y besaban como los amantes, pero esta comparación aún era en exceso carnal. Podrían recordar las serpientes, si no fuera porque no tenían nada de siniestros; y también a las clemátides o campanillas, de no ser porque sus delicados enredos no pareeían tan frágiles, aunque lo eran: bastaba con que una puerta se cerrase de golpe para destrozarlos. Cuanto más se perseguían preguntas y respuestas entre violín y violonchelo, entre viola y clavicordio, más se imponía la imagen de unas pelotas de oro rodando por los escalones de una escalera de mármol, o la de unos surtidores de agua brotando en las pilas de las fuentes, en algún jardín como los que el señor Van Herzog decía haber visto en Italia o en Francia. Se llegaba a alcanzar un punto de perfección como nunca en la vida, pero aquella serenidad sin ejemplo era, sin embargo, variabie y formada por momentos e impulsos sucesivos; las mismas milagrosas uniones se rehacían; uno aguardaba su retorno, latiéndole el corazón, como si fuera una alegría esperada urante mucho tiempo; cada una de las variacianes transportaba, como una caricia, de un placer a otro placer insensiblemente diferente; la intensidad del sonido crecía y disminuía, o cambiaba en su totalidad, igual que lo hace el color del cielo. El hecho mismo de que aquella felicidad transcurriese en el tiempo llevaba a ereer que tampoco se hallaba uno ante una perfección por completo pura, situada en otra esfera, como se supone que lo está Dios, sino sólo frente a una serie de espejismos del oído, igual que existen espejismos de la vista. Después, alguien tosía, rompiéndose aquella gran paz, y ello bastaba para recordar que el milagro sólo podía producirse en un lugar privilegiado, meticulosamente resguardado del ruido. Afuera, en la calle, continuaban chirriando los carros; rebuznaha un burro apaleado; los animales, en el matadero, mugían o agonizaban entre estertores; niños mal cuidados y alimentados lloraban en la cuna; morían algunos hombres, como antaño el mestizo, con una blasfemia. en los labios húmedos de sangre; en la mesa de mármol de los hospitales, los pacientes aullaban de dolor. A mil leguas de allí, quizá, al Este o al Oeste, tronaban las batallas. Era escandaloso que aquel inmenso bramido de dolor -que nos mataria si, en un momento determinado, penetrara en nosotros por entero- pudiera coexistir con aquella frágil red de deleites.
Nathanael circulaba discretamente, durante las pausas que hacían los músicos, ofreciendo café y bebidas heladas. La señora d'Ailly, sentada al teclado, se volvía para coger una taza o un vaso, separando ligeramente las rodillas bajo los hermosos pliegues de su traje de tafetán moaré. Inmediatamente se empezaban a oír de nuevo las conversaciones, en las que destacaba el timbre agudo de las mujeres; se prodigaban los esperados elogios a los ejecutantes, mas pronto las frases acababan por convertirse en banales cotilleos de ciudad de provincias, en comentarios sobre la habilidad de una modista, preocupaciones de salud y, algunas veces, por detrás del abanico, en una furtiva charla con un galán. Pese a que las gentes se despidieran con el nombre de una composición italiana en los labios, sustituían sin el menor embarazo aquellos melodiosos sonidos por sus propios susurros y risitas, o por los gritos llamando al cochero o al criado encargado de llevar el farol.
Peor aún, en cuanto acababa una sonata o un cuarteto, estallaban los aplausos con tanta premura que parecía como si aquellas personas estuvieran esperando el momento de poder hacer ruido a su vez. Un horrible estruendo, como de palas, que hacía florecer una sonrisa en el rostro de los músicos y los obligaba a doblarse en dos, en una reverencia satisfecha, sucedía como una revuelta a un último acorde dulce como una reconciliación. Cuando ya el arpa se hallaba guardado en su funda y los violines en su estuche, debajo del brazo de sus dueños, la señora se quedaba sola en la estancia vacía, se acercaba soñadora a un espejo y se retocaba uno de sus rizos o se recomponía la gargantilla. Antes de cerrar el clavicordio, posaba a veces un dedo distraído sobre una tecla. Aquel sonido único se derramaba como una perla, o como una lágrima. Pleno, desprendido, sencillo y natural como el de una gota de agua solitaria que cae, era más hermoso que todos los demás sonidos.
Fue asimismo en la casa grande donde Nathanael pudo contemplar por primera vez, al limpiarles el polvo, algunas pinturas. De niño, las estampas de la Biblia de su madre le habían enseñado que pueden reproducirse imágenes en un papel, con mayor o menor parecido, de las cosas visibles y aun invisibles. Recordaba sobre todo el dibujo de un ojo inserto en un triángulo. Más tarde, observó los grabados de los libros de Elie: la idea que él se había formado de los personajes de fábula de allí procedía. Pero el señor Van Herzog poseía muchas más cosas: una docena de cuadros, grandes y pequeños, embadurnados de color, que dejaban traslucir, aquí y allá, las pinceladas del pintor, y que estaban enmarcados con ébano, o con madera sobredorada. Le habían advertido que tuviera gran cuidado con ellos, pues valían mucho dinero. Llegó un día en que se puso a contemplarlos detenidamente.
El antiguo burgomaestre tenía en su gabinete dos cuadros del puerto de Amsterdam, con unas galeras en rada. Los retratos de sus padres, vestidos como en otros tiempos, adornaban su alcoba. Se decía que en la habitación azul de la señora d'Ailly (Nathanael nunca había entrado en ella, pues la doncella la arreglaba ella misma todas las mañanas) había un cuadrito que escandalizaba mucho a las sirvientas. Lo poco que Nathanael recordaba de Ovidio le hizo adivinar que se trataba de una Diana en el baño. La señora conservaba también una miniatura de su difunto marido, que había sido un apuesto cabaIlero con una fina perilla negra.
En la sala había dos cuadros muy grandes uno frente al otro. El señor los había comprado en Roma, en su juventud. Nathanael descifró en seguida el tema de uno de ellos: representaba a Judith. Según le dijeron después, era una obra maestra del claroscuro, es decir, que en él un poco de día se mezclaba a mucha noche. Una mujer, de suntuosos pechos desnudos, con el vientre semivelado por una gasa, llevaba en sus manos la cabeza de un decapitado. El artista se había complacido seguramente oponiendo el blanco lívido de aquella cabeza sanguinolenta al blanco dorado de aquellos pechos. El cuerpo truncado yacía en la cama; también estaba desnudo, apenas tapado por unos discretos pliegues de tela que, junto con los de la sábana arrugada, ofrecían otro efecto distinto de blancura. El pintor daría, seguramente, un paso atrás, para mejor apreciar el contraste. Una negrita abrochaba una capa negra al cuello de su señora. El cabo de vela que había en un rincón iluminaba un puñal chorreando sangre. Un poco de luz del alba entraba por el vano de la puerta. En cambio, el otro cuadro representaba una escena a plena luz del día: en una plaza rodeada de columnas se veía a un apuesto joven muy afligido, casi desnudo, pero coronado de laureles despidiéndose de una mujer desvanecida. Según el señor Van Herzog, a quien no disgustaba instruir a su críado en historia de Roma, eran Berenice y Tito. Nathanael había leído en algún sitio que Tito era bajo y gordo, y Berenice una experta cincuentona, que sin duda no se parecía nada a la encantadora mujer desmayada. Además, pensaba para sus adentros que era muy dudoso el que un advenedizo, deseoso de casarse con una reina, y una reina que soñaba con llevar a emperatriz hubieran sido -como afirmaba devotamente el señor Van Herzog- un hermoso ejemplo de amor puro, y todavía más dudoso que unos papanatas, con cascos y turbantes, estuvieran allí contemplando sus adioses.
Cierto era que la historia no tenía por qué ser reproducida con toda fidelidad en unos lienzos enmarcados en dorado, pero le parecía que la falsedad de los sentimientos respondía en este caso a la falsedad de los ademanes.
Lo más extraño era el comportamiento del señor y de sus huéspedes ante aquellas pinturas. A decir verdad, casi nadie las miraba. No obstante, el antiguo burgomaestre las mostraba al evocar sus viajes, o recordaba -lo que parecía realzar sus méritos- que se las había comprado por mucho dinero a un tal príncipe Aldobrandini. Ni él ni sus amigos parecían asustarse ni, al parecer, conmoverse por los pechos provocativos de Judith, mientras que, en cambio, se hubieran escandalizado si la señora se hubiese puesto un corpiño más escotado de lo que autorizaba la moda. Cada una de aquellas personas y, sobre todo, el señor en sus funciones de magistrado, hubieran hecho muecas de repugnancia de haberles ofrecido la realidad aquel cuerpo obscenamente tendido en una cama deshecha, y aquella cabeza exangüe, cuyos labios entreabiertos se habían, probablemente, separado un momento antes de aquellos hermosos pechos. La Historia Sagrada servía de tapadera a muchas cosas. En cuanto a Tito y Berenice, el señor, que tan extricto era en palabras y ademanes, hubiera considerado poco decoroso que -a no ser en el teatro- unos amantes extasiados se despidieran tan tiernamente en público.
Mas sin duda -y Nathanael se decía esto a sí mismo con humildad-, lo que importaba para los entendidos era el talento del pintor, y no el tema representado. Y así lo comprendió, al oír disertar sabiamente al embajador de Francia, al mismo que mandó asolar la imprenta de Cruyt. Aquel señor, que presumía de entender de arte, se extasiaba ante el dibujo en diagonal de la Judith y las sutiles proporciones existentes entre los personajes y las columnas del Tito. No obstante a Nathanael le parecía que aquellas sofisticadas alabanzas no tenían en cuenta la humilde tarea del artesano dedicado a sus brochas y a sus pinceles, a machacar los colores y a utilizar los aceites. Era natural que existieran, para aquellos trabajadores como para todos los demás, caminos imprevistos y coladuras que acababan por convertirse en hallazgos. Los ricos aficionados lo simplificaban o lo complicaban todo.
Una mañana, el señor le soltó a quemarropa (solía hacerlo así) a Nathanael:
-¿Habéis oido hablar de un tal señor Leo Belmonte, que vive en la rue de los Hojalateros?
-Fui una vez a su casa, para llevarle unas galeradas, cuando trabajaba en una imprenta.
-¿Como muchacho de los recados?
-Yo era corrector -dijo con modestia Nathanael.
-Entonces ¿fuisteis uno de los primeros en leer sus extraordinarios Prolegómenos?
-Apenas, señor. Mi trabajo se limitó a corregir unas cuantas erratas y a señalar alguna que otra frase que no estaba muy clara, tal vez por haberse omitido una palabra o un punto. Pero el señor Belmonte no tuvo en cuenta mis objeciones.
-¿De suerte que hablasteis con ese gran hombre? -Sólo unos instantes, en el umbral de la puerta -dijo Nathanael con repentino rubor, que el señor no consiguió explicarse: al mencionar la visita a Belmonte, Nathanael recordaba que aquel mismo día se había apresurado a ir a la Judería, para ver a Sarai, que la encontró haciendo el amor con un caballero.
-Es un privilegio dijo lacónicamente el señor Van Herzog.
E inclinando un poco su busto envarado, prosiguió:
-¿Comentaban en la imprenta quién era la persona que sufragaba los gastos de impresión? Nadie ignora que Belmonte es pobre, ni que un librero no arriesgaría ni un solo maravedí por publicar tan erudita obra.
-El patrón mencionó vagamente a un rico mecenas.
-Se refería a mí, a mí, que os estoy hablando -dijo el antiguo burgomaestre con orgullo, y prosiguió en voz más baja-: No lo difundáis.
«¿Por qué me lo confía entonces?», pensó Nathanael. Mas sabía que cualquier secreto, a la larga, es difícil de guardar.
-Hay ocasiones en que me arrepiento de ello -prosiguió el señor-. Cierto es que los Prolegómenos han aportado mucha gloria a Leo Belmonte. Según dicen, le escriben de Inglaterra, de Alemania, e incluso un jesuita le escribió desde China... Pero, por otra parte, fue excomulgado por sus correligionarios y vilipendiado en el púlpito por nuestros predicadores, quienes, por una vez, se pusieron de acuerdo con los hijos de Israel. Como tantos otros grandes hombres, paga su genio con la adversidad.
No esperaba respuesta. Nathanael preveía que iba a darle alguna orden.
-Esos sublimes Prolegómenos no son, como su nombre indica, más que el antecedente de otro libro, que debo dar a conocer al mundo, aunque la persecución de que es objeto Belmonte se vea agravada. Pero ya comprenderéis que es importante para mí que nadie se entere de que un libro subversivo se publica gracias a mis cuidados. Belmonte me había prometido entregarme la última parte de su manuscrito para el día de la Pascua judía. Ya pasó esa fecha. Iréis a casa del filósofo para pedirle la obra de mi parte.
-En el caso de que confíe en mí... -se atrevió a objetar el criado. -Aquí tenéis una nota firmada, sin nombre de destinatario, en donde le pido los papeles que me prometió.
Nathanael se metió el billete en la faltriquera y se alejó.
-Fijaos bien en su estado de salud -prosiguió el señor Van Herzog-. Dicen que está enfermo.
Hacía un hermoso día de verano. Nathanael disfrutaba con aquel largo paseo. Dejando a un lado la Judería, se encaminó a la calle de los Hojalatetos por el barrio cristiano. A decir verdad, las callejuelas que a una y a otra parte había eran igualmente sórdidas, pero al menos en éstas no tropezaría con Lazare jugando a la peonza.
La casa, cuya parte trasera daba a un canal algo maloliente, debido al calor, poseía un jardincillo en donde tomaba el fresco la propietaria. Sí, Leo Belmonte aún vivía allí. Había que volver a la derecha y subir a la buhardilla. Aquel inquilino siempre dejaba la puerta abierta.
Nathanael subió las escaleras algo jadeante. Las sucias paredes se hallaban cubiertas por las habituales pintadas obscenas; alguien había dibujado en un rellano la estrella de David y otra persona, sin duda por llevarle la contraria, un rudimentario crucifijo del que colgaba un Cristo. Sería obra de algún papista escondido en aquel tabuco. En la puerta de Belmonte, una mano aún más torpe había escrito con tiza -no sin faltas de ortografía- una imprecación bíblica contra los impíos. Era evidente que Belmonte ni siquiera se había dignado borrarla. Aquel «escritor» debía ser algún honrado calvinista, con puesto fijo y libro de himnos en el templo. No se excluía que hu biera asimismo realizado alguna de las otras pintadas.
Nathanael empujó la puerta entreabierta. Después de la escalera oscura y fresca, la habitación inundada de sol parecía hirviente. Llegaba hasta allí el hedor del canal, tal vez mezclado con los relentes de un cubo que la patrona se había olvidado de vaciar. Zumbaban las moscas. Un hombre por completo vestido, de rostro inflado, con el pelo y la barba demasiado largos, se hallaba tendido en una cama, apoyado en un montón de grises almohadas. Tenía los ojos cerrados. Preguntó con voz fuerte:
-¿Quién está ahí?
-Un mensajero del señor Van Herzog.
-Tan sólo es eso -dijo el enfermo como si sufriera una desilusión.
Abrió los ojos. Su mirada de brasa traspasaba de parte a parte, como la lengua de una llama. Nathanael le tendió el billete.
-Mis gafas deben estar por ahí, encima de esa mesa. Qué humillación... Verse uno obligado a calzarse la nariz con un utensilio para ver algo mejor la letra escrita...
Una vez leído, dejó el billete encima de la cama:
-Lo pensaré -dijo. Y añadió con tono perentorio:
-Os reconozco. Sois el muchacho con quien estuve hablando una noche de invierno, en el umbral de esta puerta.
Nathanael miró de soslayo el billete que el sabio había puesto encima de la sábana. Después de la firma, había una posdata escrita de un rápido plumazo. Seguramente el señor Van Herzog recordaba al receloso enfermo la primera visita del corrector de Elie. Aquella pretensión de haberlo reconocido por sí mismo y de una sola ojeada le pareció al joven una superchería. O acaso el enfermo quería jactarse hasta el final de poseer una perfecta memoria de las fisionomías. La de Nathanael era lo bastante sobresaliente como para poder recordarla, pero esta idea jamás se le había ocurrido a su poseedor.
-Deus sive Deitas aut Divinitas aut Nihil omnium animator et sponsor -dijo el enfermo con voz más débil-. Criticasteis esta frase.
-Los tres primeros términos me parecían repeticiones inútiles, y el cuarto, una contradicción -dijo Nathanael-. Pero yo no soy un letrado.
-Sois igual que los demás. En el colegio os hablaron de un Deus a secas y lo habéis olvidado razonablemente después. Deitas aut Divinitas acaso se os hubieran quedado más tiempo. En cuanto a Nihil...
Apartó de su rostro una mosca insistente.
-No me parecéis nada tonto, y quizá por ello recuerdo vuestra fisionomía -dijo como para reparar su semiimpostura-. ¿Habéis leído, pues, los Prolegómenos?
-Mal, y además hace ya tres años.
-¡Tres años! -exclamó el enfermo-. Gastamos tiempo y fuerzas como si quisiéramos alcanzar la eternidad, y un individuo que, por casualidad, nos ha leído, nos dice que al cabo de tres años ya lo ha olvidado todo. El fracaso de la gloria...
Añadió un exabrupto.
-No obstante, algo recuerdo -dijo el antiguo corrector de pruebas remontándose como podía en el tiempo, para satisfacer a su interlocutor, y olvidándose de Sarai y de su bigotudo amante, del hospital y del hombre que murió por culpa de su maldita pierna, de Mevrouw Clara y de las pequeñas desdichas y alegrías de la mansión, para llegar hasta su última y docta lectura-. Sí -continuó-. Me dejó el recuerdo de algo así como un hermoso carámbano de aristas cortantes que, por casualidad, tuve una vez en la mano.
-Hermosa comparación para un casi ignorado -dijo el hombre acostado-. Pero ya sé de dónde os vienen esos visos de comprensión. Os he oído toser varias veces. Reventaréis lo mismo que yo dentro de unos dos años.
Nathanael asintió con un movimiento indiferente de cabeza.
-No es una profecía -dijo el otro con sarcasmo-. Tan sólo la comprobación de un hecho. Pasadme, os lo ruego, esa jarra de cerveza a medio llenar, que está allí, en la repisa. El médico me prohíbe beber, pero procuro satisfacer los deseos que puedo.
-Está tibia -dijo Nathanael tocando la jarra.
-Da igual. Me conformo con ella.
Nathanael tiró al suelo un poco de agua que quedaba en el fondo de un vaso, para luego llenarlo con el líquido caliente que recordaba a la orina, lo que le obligó a hacer una mueca de repugnancia. El hombre bebió aquello como si fuera néctar. Temiendo que se atragantase, Nathanael le ayudó a incorporarse sobre la almohada.
-¿Gustáis? -dijo el filósofo moviendo la barbilla, pero Nathanael rechazó el ofrecimiento con una seña.
-Gracias -añadió Belmonte devolviendo el vaso.-. Sin duda Gerrit Van Herzog no se espera que yo os trate como a un igual. Pero yo no tengo iguales. Ese corazón ruín no ha querido venir a verme en persona y, además, hará ya treinta años que no tenemos nada que decirnos. Y los sabios que me alaban o que me refutan, escribiendo para ello mayor cantidad de páginas de las que mi libro contiene, me aburren. Pero igual que un enfermo impotente, que manosea cuando puede a su enfermera, me complace hablar con un muchacho, que me parece inteligente, de lo que creo haber realizado. Mi obra, pues, os parece bien...
-No estoy seguro de que me parezca buena -dijo confuso el joven-. Creo que pensé...
-Yo ya no pienso nada sobre ella. Puede incluso que me parezca mala.
-En mi opinión, el señor consigue unir entre sí las cosas, y al decir esto me refiero tanto a los objetos como a las ideas de los hombres, con ayuda de palabras más sutiles y más fuertes de lo que las cosas son. Y cuando las palabras ya no le parecen suficientes, emplea cifras y signos, como si fueran cabos de acero...
-A eso se le llama lógica y álgebra -dijo el filósofo con una sonrisa de orgullo-. Ecuaciones perfectamente netas, siempre acertadas, cualesquiera que sean las nociones o materias a que puedan referirse.
-Con el respeto debido al señor, a mí me parece que, encadenando las cosas de esa manera mueren por sí mismas, y se desprenden de esos símbolos y palabras como carnes que se pudren...
Pensaba en unos cautivos negros, encadenados y con las carnes medio podridas, que había visto en Jamaica. El otro hizo una mueca.
-Esta vez, la comparación es fea. Pero no andáis descaminado, joven. (No hacéis más que añadir agua al molino de una de mis opiniones favoritas: siempre he creído que entre simples y sabios no existe más fosa de separación que el vocabulario.) Sí, con las cosas y con las ideas sucede lo mismo que con el cuerpo que va perdiendo sus carnes...
Contempló sus manos, de venas abultadas, fruciendo el ceño.
-Sin embargo, sus relaciones permanecen invariables. Otras carnes y otras nociones ocupan el lugar de las que se pudren... Esas miríadas de líneas esos millares, millones de curvas por donde, desde que existen hombres, ha pasado el espíritu para dar al caos al menos la apariencia de un orden... Esas voliciones, esos poderes, esos niveles de existencia cada vez menos corporalizados, esos tiempos cada vez más eternos, esas emanaciones y esos influjos de un espíritu sobre otro ¿qué pueden ser sino lo que aquellos que no saben de qué hablan llaman burdamente ángeles? Un mundo de arriba o de abajo, en cualquier caso, de otra parte (y no necesito que me digáis que arriba, abajo y en otra parte son términos vacíos), arrojado como una red sobre este mundo estrecho que nos aprieta en las costuras... Esos Sefaroth de los que nos hablaban en la escuela de la sinagoga... Le hice el favor a esos brutos de traducir sus ideas pasadas de moda a la lengua de las deducciones y de los números. Me lo agradecieron quemando en mi deshonor unos cirios que apestan.
-Yo -dijo Nathanael, dejándose llevar como sólo lo había hecho cuatro o cinco veces en su vida con Jan de Velde, a quien, de cuando en cuando al menos, le gustaba citar a un poeta o hablar de los encantos del lecho- creo haberme dicho a mí mismo que andaba por vuestros prolegómenos como por encima de puentes levadizos, o pasarelas de hierro calado... A una altura que daba vértigo. La tierra estaba tan lejos que yo ya no la distinguía. Pero se siente uno incómodo e inseguro en esos puentes volantes, que se hunden bajo los pasos y sólo conducen a unas desnudas cumbres, donde hace frío...
-¿Y no pensáis que es bueno unir entre ellas a esas cumbres? Esa trigonometría especulativa (¿entendéis mis palabras?) no os dice nada bueno...
-Puede ser... Pero yo no estaba seguro de que esas cumbres fueran algo distinto de las cumbres que se amontonan unas sobre otras, como se ve en alta mar. O islas que no son más que bancos de niebla.
-¡Ah! Si ahora os prevaléis de vuestro antiguo oficio de marinero y de una Isla Perdida...
Nathanael creyó esta vez hallarse delante de un brujo. El señor, en su breve postdata, no había podido, en verdad, contar toda la historia de su criado y el joven no recordaba haber mencionado nunca, ante los habitantes de la casa grande, el nombre de la Isla Perdida.
-Pienso como vos sobre todos esos puntos -dijo inesperadamente el filósofo-. Las pasarelas de los teoremas y los puentes levadizos de los silogismos no llevan a ninguna parte, y quizá lo único que consigan alcanzar sea la Nada. Pero es hermoso.
Nathanael recordó los cuartetos que mandaba tocar la señora d'Ailly. También eran hermosos, y no correspondían en nada a los ruidos de este mundo, que continuaban sin contar con ellos. -Y -prosiguió Belmonte, cuya ronquera parecía haber disminuido con la cerveza- he aquí el porqué de las demoras que lamenta Gerrit Van Herzog, cuyas razones se le escaparían, aunque yo me rebajase a dárselas. Tras haber, según unos, homologado el universo y, según otros, demostrado la existencia de Dios o, al contrario, su inutilidad (todos esos necios merecen formar parte del mismo grupo), héme aquí con el culo en el desnudo suelo y -por encima de mi cabeza- mis perfectos silogísmos y mis demostraciones incontrovertibles, colgados a demasiada altura para que yo pueda, con un impulso, llegar hasta ellos. Una vez que la lógica y el álgebra han realizado sus obras maestras, ya no me queda sino recoger en la palma de la mano un puñado de esa tierra sobre la que me arrastro desde que me hicieron... Y de la que estoy hecho... Y de la que vos también estáis hecho y el terrón más pequeño de esa tierra es más complicado que todas mis fórmulas. Pensé en recurrir a la fisiología, a la quimica, a todas las ciencias del interior de las cosas. Pero en la primera hallé abismos y contradicciones escondidas, lo mismo que en nuestros cuerpos, de los que tan pocas cosas sabe la fisiología... En la segunda, volvía otra vez a las generalizaciones y a los números... Si en alguna parte hubiera un eje, parecido a una cucaña por el que yo pudiera trepar hacia lo que las gentes suponen ser «lo de arriba»... O bien, si pudiese encontrar un agujero, y bajar por él hacia no sé qué clase de divinas antípodas... Y aun siendo esto posible, sería preciso que ese eje, o ese agujero, se hallasen en el centro, fueran un centro. Pero desde el momento en que el mundo (aut Deus) es una esfera cuyo centro está en todas partes, como lo afirman los entendidos (aunque yo no veo por qué no podría ser un poliedro irregular), bastaría con excavar en cualquier sitio para sacar Dios, como cuando estamos a la orilla del mar y sacamos agua, al excavar la arena... Excavar con la uñas, con los dientes y con el hocico, en esa profundidad que es Dios... (Aut Nihil, auf forte Ego). Ya que el secreto consiste en que estoy excavando dentro de mí, puesto que en este momento me encuentro en el centro: mi tos, esa bola de agua y lodo que sube y que baja por mi pecho y me ahoga, el desvío de mis entrañas, estamos en el centro... Ese esputo que circula dentro de mí, estriado de sangre, esos intestinos que me atormentan como jamás me atormentarán los de otro y que, sin embargo, son de la misma carne que los suyos, la misma nada, el mismo todo... Y ese miedo a morir, cuando aún siento latir la vida con pasión hasta la punta del dedo gordo del pie... Cuando basta con una bocanada de aire fresco que entra por la ventana para henchirme de gozo, como un odre... Dame ese cuaderno -le ordenó a Nathanael, indicándole unos papeles que había encima de la repisa.
Nathanael fue a buscarlos. Eran un montón de cuartillas de formatos y colores diferentes, a menudo ennegrecidas y con los bordes abarquillados, como si las hubieran acercado al fuego intencionadamente. Es taban cubiertas todas ellas de una letra menuda y ner viosa, inclinada en todas las direcciones, pero la tinta amarilleaba ya por algunos sitios. Estaban atadas con una cuerdecita.
-¿Ves esas tachaduras, y las otras que he puesto por encima, y las frases tachadas que, a su vez, he vuelto a escribir? Y Gerrit Van Herzog se extraña de estar esperando mi segundo libro desde hace tres años... ¿Y qué ha hecho él, durante esos tres años? ¿Poner su firma en unos contratos que triplican y decuplican sus bienes mal adquiridos? Cree salir del paso adelantándole tres mil florines a mi librero, que, por lo demás, le entrega la cuarta parte de mis ganancias... Estas gentes alaban mi serenidad, mi frialdad, la seguridad que hay en mis demostraciones, que hacen rabiar a mis adversarios; se tranquilizan al ver que utilizo unas herramientas que ellos creen poseer, y que podrían, si fuera preciso, aprender a manejar como yo... No saben a qué negro volcán puedo yo descender... ¡Ah! los Prolegómenos... Y hacer que broten por debajo los Axiomas y los Epílogos... El caos por debajo del orden, y luego el orden por debajo del caos, y luego... Seré el único en haber removido todo esto...
-EI señor Van Herzog se alegrará de poseer estos papeles -dijo Nathanael.
El enfermo tendió, hosco, las manos.
-¿No te has fijado en que le falta el título? Y tengo que repasar algunas páginas ¿Estamos a martes? Le dirás que te he mandado volver el próximo martes.
Nathanael dejó los papeles encima de la cama. Belmonte se llevó el pañuelo a la boca y el joven mensajero vio que se empapaba de sangre espumosa.
Inquieto, preguntó:
-¿Desea el señor que me quede un poco más?
-No -repuso Belmonte-. No es nada. No te olvides de dejar la puerta entreabierta. Estoy esperando al médico.
Nathanael se introdujo por la oscura escalera. En el rellano de abajo oyó los pasos rápidos de un hombre que subía. Se arrimó a la pared para dejarlo pasar. Era un individuo vestido de negro, con cuello puños blancos. En la oscuridad, se distinguía mal su rostro, pero su vigor denotaba que todavia era joven. Llevaba una cartera pequeña, con la que golpeó sin querer a Nathanael al pasar, por lo que se disculpó gruñendo. «Será el médico del barrio» -pensó el criado.
De regreso junto al señor Van Herzog, le dio parte de lo que había visto y oído, sin relatarle, no obstante, punto por punto, todas las palabras del señor Belmonte. Además, hubiera sido incapaz de hacerlo. Aquel torrente de palabras que, en el primer momento, lo había dejado anonadado, parecía haberse metido bajo tierra. Y, por otra parte, Nathanael se preguntaba si Belmonte no habría hablado sólo para sí mismo.
-¿Llegará hasta el martes?
-Aún parece robusto -respondió evasivamente el joven.
De hecho, le resultaba penoso pensar que Belmonte pudiera morir. Algo dentro de él deseaba que aquel enfermo fuera inmortal.
-Hasta cuando éramos jóvenes -prosiguió pensativamente Gerrit Van Herzog- siempre fue muy cauto... Le habrá ordenado a la dueña de la casa que, en caso de morir, me entreguen a mí sus papeles... Pero no os olvidéis de ir a su casa el martes por la mañana. Me traeréis su obra con título o sin él.
Pero al martes siguiente, que era un dieciséis de agosto, la señora d'Ailly dio un concierto de música de cámara. Se daba por descontado que, en estas ocasiones, Nathanael se ponía la librea y se encargaba del servicio. El señor se contentó con recomendarle que, al día síguiente, fuera muy temprano a la calle de los Hojalateros.
Aquel miércoles era más húmedo y cálido, pero con menos sol, que el martes de la semana anterior. La temperatura afectaba bastante a Nathanael, que se encaminó, con paso más lento, al centro de la ciudad, del lado de la Judería, evitando, empero, en lo posible, todo lo que pudiera acercarlo a Mevrouw Loubah y a su hija. La calle de los Hojalateros se hallaba situada entre el barrio cristiano y el barrio judío, como el destino del filósofo, a quien los unos rechazaban y los otros reprobaban. La barrera de madera del jardincillo estaba abierta. La gruesa propietaria de la casa se estaba abanicando con un trapo. Sin molestarse en preguntar esta vez, Nathanael subió directamente a la buhardilla.
Al revés de lo que esperaba, la puerta estaba cerrada, pero sólo con el picaporte. La estancia estaba vacía. Faltaba en ella no sólo el individuo, hacía poco acostado en una cama, sino asimismo los muebles. Los cristales, las paredes, todo estaba limpio, como si hubieran hecho una limpieza general, pero en un rincón había un montón de polvo y de desperdicios, que parecían haber sido empujados allí con una escoba. En las desgastadas baldosas del pavimento sc veían los agujeros que habían dejado las patas de la cama.
Nathanael bajó a paso lento. En el jardincillo, la mujer del trapo seguía abanicándose. Nathanael se sentó a su lado en el banco.
-¡Ah! -exclamó ella-. Me habéis asustado.
-¿Se han llevado al señor Belmonte al hospital?
-Al cementerio de los judíos -dijo la mujer sin la menor ínflexión en la voz-. Aunque, al parecer, no querían enterrarlo.
-Pero, ¿y sus ropas? ¿Y sus papeles?
-Sus ropas no valían ni tres centavos. Avisé a su hija inmediatamente.
-No sabíamos que tuviera una hija -dijo Nathanael incluyendo al señor Van Herzog en su respuesta, sin darse cuenta.
-Sí, tenía una hija bastarda. Un hombre tan correcto... Pero fue joven, como todos nosotros... La hija tiene una tienda en Haarlem. La mandé avisar enseguida para que no me acusaran de robar los muebles de un inquilino.
-¿Cuándo sucedió?
-Hará unos ocho días... Un martes. El médico siempre venía a verlo en martes. Subió al anochecer y estuvo dos horas con el enfermo. Lo sé porque lo vi subir por la escalera, y no bajó hasta que se hizo de noche. Entretanto, mi inquilino murió. Fue el médico quien me pidió que llamase a su familia. Parecía inquieto por el pago de sus honorarios. Pero ya le han pagado.
Ocho días. Nathanael comprendió que había asistido a la última visita del médico.
-La hija es atenta -dijo la propietaria de la casa muy convencida-. Fue a buscar a un revendedor, que se llevó los muebles.
-Pero, ¿y las ropas? ¿Y los papeles?
-Vendieron inmediatamente las ropas a un ropavejero que pasaba por aquí.
-¿Y los papeles?
-El ropavejero no quiso cogerlos. Entonces, la hija bajó y los tiró al canal. El había tenido algunos disgustos con los de su relígión, sabe usted, así que su hija no tenía gran empeño en conservar esos papeles.
Nathanael contempló el agua estancada. Desde que habían construido aquel canal, ¡cuántas cosas habrían arrojado allí dentro! Desperdícios de alimentos, fetos, carroñas de animales, acaso uno o dos cadáveres... Pensó en aquel agujero que era la Nada, o Dios.
Se despidió de la mujer.
-Me acuerdo de vuestra cara -dijo la mujer, lo mismo que Belmonte ocho días atrás-. Vos también subisteis a verlo aquel día o fue el día anterior? Tengo buena memoria.
-Soy recadero.
-Eso es -dijo ella-. Siempre llamaba a alguien para que le subiera cerveza y comida de las tabernas del barrio. Espero que os habrá pagado.
Nathanael asintió con una seña. Ella le dio las buenas tardes.
Regresó, a la casa grande más triste que sorprendido. Pensaba en aquellas letras diluidas por el agua y en las cuartillas reblandecidas y fláccidas deshaciéndose en el cieno. Acaso no fuera una suerte peor para ellas que la imprenta de Elie.
No fue esa la opinión de Gerrit Van Hereog. El anciano permaneció sentado un momento ante su mesa de trabajo, con la mandíbula colgando.
-Así que ya murió...
Y dando unos golpecitos secos sobre la mesa prosíguió:
-No lo volveré a ver.
-Me sorprende que el señor no fuese a visitarlo.
-¿Yo? ¿Subir cinco pisos?
-El señor hubiera podido enviar su coche para ir a buscarlo -murmuró Nathanael.
-Mi pusición me prohibía el trato con un hombre tan comprometido -dijo brevemente el señor Van Herzog-. Mas puede que se nos haya escurrido de entre las manos una obra maestra. Hubierais debido quedaros con el manuscrito, cuando él os lo dejó coger.
-Que el señor me perdone. Me hubiera dado vergüenza llevarle la contraria a un enfermo. El señor Van Herzog admitió con gravedad aquel hecho y luego dijo:
-Nunca sabremos lo que ponían aquellas páginas, a menos que él os haya dicho algo.
-Eran unas palabras harto abstrusas para que pudiera entenderlas un criado.
La réplica de Nathanael pareció gustar al señor Van Herzog. Después de todo, era justo y natural que las palabras de un filósofo fueran inaccesibles a un criado, por muy instruido que éste fuera.
-Podéis retiraros -dijo el antiguo burgomaestre.
Pero a la hora de acostarse, tras el dedo de vino de Madeira que solía tomar antes de meterse en la cama, fue más locuaz.
-Lo habéis conocido cuando ya era una ruina -dijo súbitamente con los ojos inundados de lágrimas-. Yo viví y viajé en su compañía antes de que cumpliera treinta años, cuando aún poseía dinero y la consíderación de todos. Jamás he visto a un hombre más libre, más lúcido, ni más grande... Sus ganas de vivir abarcaban todas las cosas. Recorrimos juntos Italia y Alemanía: siempre iba, por decirlo así, a un paso por delante de mí... Pero en Amsterdam... Todos volvernos, en suma, a la concha donde Dios nos colocó. Yo hice carrera... Me casé con una mujer de buena familia... Y todavía, si él hubiera permanecido entre los judíos bien considerados por sus riquezas, y su rango entre los suyos... Prefirió romper con ellos para irse a vivir solo, en una buhardilla, como si fuera verdad que se puede estar solo... Además, se asegura que sus últimas amistades... Tal vez no sean más que habladurías. En lo que a mí concierne, siempre me mantuve en mi puesto sin decir ni una palabra.
Se detuvo al comprobar que le estaba haciendo confidencías a un criado. Tendido en la cama, sin almohada, metido entre las sábanas y con una vela encendida en la mesilla de noche, parecía más muerto que Belmonte dos horas antes de su fallecimiento, con veinte años más, aunque probablemente ambos amigos tuvieran la misma edad. No le fue posible dejar de murmurar, esta vez para sí:
-No obstante, le hice un insigne favor mandando publicar su libro. Nunca me lo agradeció. Y eso fue todo. Nathanael creyó ver resbalar unas lágrimas por las hundidas mejillas, pero no había buena luz en la habitación. Sentía rencor hacia el viejo, por haber apartado de aquel modo al amigo de su juventud, al enfermo que había luchado y sudado bajo las mantas. No demostraba tener buen corazón.
El señor le pidió que apagase la vela.
Pasaron unos meses. Cuando llegó el otoño, Mevrouw Clara tuvo que solicitar por vía jerárquica -es decir, por mediación de la señora d'Ailly- que Nathanael no saliera a hacer recados cuando hacía mal tiempo, para que su tos no empeorase. No obstante en noviembre, tuvo que ir una vez a la imprenta de Elie, pese a que caía una lluvia fina, con objeto de recuperar algunos de los libros de Belmonte que no se habían vendido, que el señor había comprado... La idea de volver a ver a su antiguo patrón no le molestaba en absoluto. Se sentía ya muy lejos de todo aquello.
No lo vio, pues Elie había salido o fingió haberlo hecho. Los empleados eran todos nuevos. Al salir del patio, vislumbró a Jan de Velde, que salía de una callejuela lateral y caminaba riendo muy alto, en compañía de un muchacho joven. Tanto mejor para él.
El camino de vuelta pasaba por la Kalverstraat. En un rincón había unas viejas barracas de feria, que dejaban montadas allí todo el año. Algunas, las alquilaban temporalmente a charlatanes ambulantes o a exhibidores de espectáculos. Una de ellas se hallaba iluminada: allí exhibían, mediante la entrega de medio florín, un tigre traído de las Indias. Había cola. Nathanael llevaba dinero aquel día y nunca había tenido la ocasión de ver un tigre. Le apeteció ver ese bello animal feroz, apenas más carnívoro -pensó- que la raza de los hombres, y en cuyos hermosos ojos brilla una llamita verde. Había un cartel pequeño colgado en la puerta, que le produjo un sobresalto: la entrada era gratuita para todo el que trajese un perro, o cualquier otro animal en buen estado de salud, del que quisiera deshacerse. Precisamente, cerca de él, una burguesa de media edad, aún vistosa con su traje de color pardo y su cuello blanco, llevaba en brazos a un perrito de aguas, un cachorro de apenas dos o tres meses. La mujer comprendió que el joven la miraba con reproche.
-Mi perra ha tenido una camada. Hemos conseguido colocar a la mayoría, pero no sé qué hacer con éste.
Nathanael sacó su medio florín.
-Dádmelo a mí.
Ella le tendió la bolita caliente. Renunciando a contemplar a la fiera enjaulada, Nathanael regresó a casa, es decir, a la pequeña habitación que continuaba ocupando al lado de Mevrouw Clara. La historia del perrillo conmovió a todo el mundo. La cocinera se encargó de prepararle las comidas; Mevrouw Clara no estaba muy satisfecha: aquel perro aún no bien adiestrado comprometía la limpieza de la habitación, pero no dijo nada. Nathanael peinó, cepilló y lavó al animalito. No se cansaba de sacarlo al jardín en sus ratos libres. Sentía gran alegría por haber arrancado el cuerpecillo tierno a los dientes del tigre, aunque no sin pensar que, después de todo, es propio de una fiera devorar legítimamente la carne viva. Daba igual. Aquella mujer que pensaba sacrificar con tanta tranquilidad a una criatura indefensa le daba horror. Le parecía que en ella se condensaba toda la crueldad existente en el mundo.
Mevrouw Clara gruñó, sin embargo, cuando lo vio, empapado hasta los huesos, paseando a Rescatado (le había puesto este nombre) bajo los árboles del paseo. Ahora que Nathanael se había encariñado con aquel inocente pedazo de vida, le parecía esencial asegurar su supervivencia, incluso si algún día su salud le obligaba a dejar la casa grande. Colocó a Rescatado en una cesta y habló con la doncella de la señora d'Ailly, para que ésta le concediese el honor de recibirlo.
Llamó a la puerta. La señora estaba sentada al claviordio, en su salón azul. Ya conocía la historia del perro y lo acariciaba con cariño siempre que lo veía en el jardín. Nathanael se lo ofreció, mostrándole cuán bonito se había puesto Rescatado.
-¿Y por qué me lo dais a mí? Sé que lo queréis mucño...
-Me gustaría que perteneciese a la señora.
La señora d'Ailly sacó a Rescatado de la cesta y se lo puso en las rodillas para acariciarlo. Nathanael también lo festejaba, tímidamente, señalando a la señora las largas orejas, el pelo abundante y liso, de color caoba, que contrastaba con las patas blancas. Durante un instante, menos aún de un instante, su mano rozó sin querer el brazo desnudo envuelto en encajes. La señora no dijo nada: acaso no se habia dado cuenta de un roce tan tenue y él lo prolongó un poco más, para no parecer haberlo percibido él mismo conscientemente; tal vez aquel incidente le parecía a ella muy poco importante, y no se ofuscaba por ello... A él, el contacto con aquella delicada epidermis le hizo el efecto de una dulce quemadura. Ninguna mujer le había parecido nunca tan pura, ni tan tierna como aquella.
El perro lo acercó a ella. Cuando hacía buen tiempo, ella le mandaba subir y pasear a Rescatado.
Cuando llegó diciembre, volvió a enfermar de pleuresía. Se curó pronto, pero el día de Reyes, cuando estaban preparando un buen fuego en el salón, para recibir a los niños que cantan a la Estrella, y a quienes se acostumbra obsequiar con cerveza caliente, trató de subir un cesto de carbón y se desplomó en el suelo escupiendo sangre. Mevrouw Clara lo metió en la cama con severas prescripciones. La señora se informaba sobre su salud. Dos o tres veces se tomó el trabajo de bajar a verlo, para llevarle pastillas o jarabe para la tos. No hacía más que entrar y salir, pero dejaba tras ella un rico olor a verbena. A él le daba vergüenza que lo viera allí acostado, sin afeitar, mal peinado y con el cuello flaco asomando por la camisa de tela blanca. Pero, sin duda, la señora d'Ailly iba a verlo por compasión, y no se fijaba en aquellos detalles.
En cuanto mejoró un poco, volvió a trabajar en casa. Ya sólo le encargaban tareas pequeñas. Una criada vieja, que acababa de entrar en la casa, era la que ayudaba, junto con Mevrouw Clara, a acostar al señor. Por consideración a su ronquera crónica, el señor ya no le pedía quc le leyese en voz alta, pero aún conservaba su puesto en un rincón del gabinete del antiguo burgomaestre; limpiaba el polvo de los objetos de arte y demás curiosidades, afilaba las plumas, otdenaba los papeles y hacía una lista de ellos cuando se lo pedía el señor, pues tenía una bonita letra. El señor, aun cuando tratase de disimularlo, se mantenía a cierta distancia de la tos de Nathanael. Los criados hacían lo mismo. Por las noches, le servían la cena en la cocina, al lado de la lumbre, lejos de la mesa grande en donde se sentaban los demás. Esto significaba al mismo tiempo un favor y una precaución. Percatándose de que lo tenían allí por compasión, Nathanael se hubiera marchado de haber sabido a dónde ir, pero aún no estaba tan enfermo como para que lo admitiesen en el hospital.
Aquella situación tuvo por fín un desenlace sencillo. Una mañana de marzo, el señor le disparó una pregunta a quemarropa, como tenía por costumbre:
-¿Sabéis disparar?
Nathanael se sobresaltó, como quien oye un tiro. La pregunta era tan inesperada que no lograba comprender.
Por fin contestó:
-Me ejercité a bordo de la Thetys, pero nunca fui un buen tirador.
-Mejor, después de todo dijo enigmáticamente el señor Van Herzog.
La explicación llegó poco después. El señor poseía; en una isla frisona, de la que le pertenecía al menos la mitad, una casita que solía utilizar en otros tiempos, cuando llegaba la estación de la caza. Ya no iba nunca por allí, pero su sobrino, el señor Hendryck Van Herzog, iba casi todos los años. El último guarda qué tuvieron, harto de soledad, se había largado un año antes. El aire sano del mar fortalecería a Nathanael. Un campesino, que vivía en tierra firme, le llevaría provisiones todas las semanas, igual que lo hacía en tiempos del antiguo guarda. La obligación de Nathanael consistiria en mantener limpias las pocas habitaciones de la casa para cuando llegara el joven Hendryck, y en dejarse ver de cuando en cuando con el mosquete, por el único embarcadero que había en la costa, para amedrentar a los cazadores furtivos atraídos por aquella isla llena de pájaros.
-¿Y si por casualidad fueran náufragos? -se atrevió a decir Nathanael.
-Los conocerías por su aspecto.
Más valía -reiteró el señor- que se limitara a asustar a los intrusos, sín disparar con mucha puntería: meterle una bala en la cabeza al hijo de un granjero o a un notable frisón podía traer malas consecuencias. Pero tales ínoportudidades no se daban con frecuencia, vista la distancia por mar y el peligro de embarrancar en los bancos de arena, a menos de conocerse de memoria la configuración de los canales.
En invierno, no había ningún peligro, pues las aves migratorias abandonaban la isla y la tempestad bastaba por si sola para defender las costas. Nathanael regresaría en octubre, con el joven Hendryck y sus cenachos repletos de caza.
La idea de aquella soledad hizo latir el corazón de Nathanael. Recordaba la Isla Perdida y el agrabable olor de las plantas silvestres que subia de las landas. ¿Quién sabe si no le bastaría, para curarse, con unos meses de gran susiego? Después de todo, aún no tenía más que veintisiete años. Inmediatamente recordó que Foy era mucho más joven que él cuando se la llevó el mismo mal, y que el aire marino no sirvió para protegetla, ni para curarla. Pero Foy era una nma frágil. Otro pensamiento, que no se atrevía ni a formularse siquiera, vino a turbar sus ansias de soledad: durante largos meses le sería imposible ver a la señora andando por el brillante «parquet», en compañía de Rescatado, ni volvería a contemplar su sonrisa. Pero se hubiera ruborizado, de seguir mucho tiempo con semejantes ideas: la señora, igual que todos, aprobaba aquel proyecto.
Incluso mantuvo ciertos conciliábulos con Mevrouw Clara para decidir lo que convenía prever para el nuevo guarda en cuanto a ropa, medicamentos y alimentos en conserva, para el caso de que el proveedor de tierra firme no apareciese en el día previsto. Metieron todas aquellas cosas dentro de varias bolsas y talegos.
La víspera de su marcha, Nathanael se despidió del señor, quien condescendió hasta el punto de darle la mano, siempre algo fría, y le deseó que prosperase y se portara bien. Era la fórmula que solía emplear en aquellas ocasiones.
Llamó seguidamente a la puerta de la habitación azul. La señora le abrió en persona. El perrillo saltaba ladrando a su alrededor. Nathanael se arrodilló para acariciar a Rescatado. Cuando se levantó, elia le dijo:
-Lo cuidaremos bien, y lo volveréis a ver en otoño.
Aquellas palabras fueron un bálsamo para su corazón, aunque nunca como entonces le pareciera tan larga y penosa la separación. Se preguntó si la señora le tendería también la mano y si, en caso de hacerlo, se atrevería él a besársela. Pero el besamanos no es una cortesía propia de un lacayo. Mientras se preguntaba todo esto, ella se le acercó y lo besó en los labios, con un beso tan leve, tan rápido y, sin embargo, tan firme, que él dio un paso atrás, como ante la visitación de un ángel. Ambos permanecían en el umbral de la puerta. La señora le dijo adiós con su hermosa mirada que no sonreía y cerró la puerta.
Al día siguiente, cargaron su equipaje en la barca amarrada al fondo del jaráín. Mevrouw Clara lo acompañó hasta el embarcadero, en donde se tomaba el barco de pasajeros. Gentes diversas se agitaban por el muelle y obstruían la pasarela, como siempre que va a salir un barco. Nathanael, acodado a la borda, hizo unas señas de adiós a la caritativa ama de llaves, que se mantenía a cierta distancia, benevolente y sería, como de costumbre. Aquella mujer de pelo estirado volvió a recordarle a la Muerte, y tuvo que repetirse que era absurda aquella superstición: la muerte se halla dentro de nosotros.
Hacía buen tiempo. No se veía ni una ola en el Zuidersee. Había una cabina grande y unas cuantas mesas en el puente, así como un mostrador en el que servían bebidas, carnes frías y buñuelos fritos. Nathanael llevaba su comida, pero fue a tumbarse en uno de los bancos colocados a lo largo de la pared exterior de aquella cabina. Una de sus bolsas le servía de almohada. El ruido de las cuerdas al ser arrojadas al muelle y el chirrido de la pasarela lo despertaban en todas las paradas: el tumulto de Amsterdam se reproducía en miniatura. Subían y bajaban gentes. Un olor intenso a buñuelos se escapaba por la ventana abierta de la cabina, junto con ruido de voces.
Nathanael se incorporó para ver a las personas que hablaban y reían tan alto. Eran dos parejas: dos mujeres de aspecto vulgar, vestidas con ostentación y mal gusto, a las que no se sabía cómo clasificar, si como tenderas endomingadas o como mujeres públicas acomodadas; probablemente eran lo uno y lo otro. Una de ellas, gorda y bajita, llevaba en el dedo una gruesa alianza de oro. Para Nathanael, que siempre trataba de encontrar parecidos entre los animales y los hombres, los dos individuos que las acompañaban eran dos cerdos.
-¿No han molestado a la vieja?
-¡Ni hablar! Si hubieran podido echarle el guante, hace ya tiempo que lo hubieran hecho...
-De todas formas, echará de menos a su hija...
-¿A su hija? Nadie la vio parir, que yo sepa... Pero difícil será que encuentre a otra igual, tan hermosa y con los dedos tan ágiles.
-¿Hermosa? -repuso la voz agria de una de las mujeres-. Bueno, si quieres, una judía hermosa...
-Hermosa y basta -dijo el más grueso de los dos cerdos-. Yo la ví de muy cerca. Estaba justo debajo de ella.
Aquella confesión hizo soltar unas cuantas risotadas a las mujeres.
-No me importa. Estoy endemoniadamente contento de haber ido a Nimega el martes, a la feria de caballos...
-¿Y a qué fuiste tú a Nimega? -preguntó el más delgado de los cochinos, con acento suspicaz-. Tú no eres chalán.
-No te inquietes: no es la clase de trabajos que tú sueles hacer. La plaza estaba tan abarrotada de gente que mi cliente y yo nos salimos del «Perro de Oro» para ver mejor. Valía la pena: mil táleros robados de las calzas de un capitán de Hannover.
-¿Operaba ella sola?
-Parece ser que sí.
-Hace no mucho tiempo, en Amsterdam, tenía un marido, que debía ser un asno -dijo la hembra que permanecía callada hasta entonces-. Se largó en cuanto olió la soga. Una cosa es tener una mujer que traiga dinero a casa y otra arriesgarse a que le cuelguen a uno.
-Cuando apareció se hubiera podido oír volar a una mosca -prosiguió el cerdo con la boca llena-. Iba cantándo; cuándo subió las escaleras.
-¿Y qué cantaba? ¿Himnos?
-Nada de eso. Cantaba coplas. Y cuando llegó arriba, rechazó al hombre rojo, vamos, ya sabes, a ese cuyo nombre trae mala suerte. Un poco más y lo tira escaleras abajo. Y saltó ella sola, de golpe. La cuerda le hizo dar en el aíre dos o tres volteretas, y todos en la plaza se enteraron de que tenía las piernas bonitas.
-¿Sólo las piernas?
-Es una pena, pero no pude ver más. Por culpa de los refajos...
-¿Se sabe dónde está escondido el dinero de Dormund?
-La Loubah lo sabe...
Y acercándose a su compadre, le murmuró algo al oído.
-Hablas demasiado -dijo la más gorda de las mujeres con desprecio. Nathanael se había incorporado, apoyándose en el codo, para oír mejor. Dejó caer la cabeza sobre su bolsa. Después de todo, Sarai había muerto como él siempre pensó que lo haría. En cuanto a él, no era sino un asno que habia tenido miedo a la soga.
Cuando aquellas gentes se apearon en Horn, se acercó a la borda y vomitó. Los marineros que lo vieron se burlaron de aquel pasajero, que se mareaba cuando tan tranquila estaba la mar.
A la etapa siguiente, el aldeano encargado de llevarlo a la isla, fue a buscarlo en una carreta. El camino era largo, hasta llegar a la aldea de la costa en donde el víejo tenía su casa. Al ver a Nathanael sumido en un estupor cuyas razones desconocía, el hombre escupía en el suelo de cuando en cuando y aguijoneaba a su yegua, pero no le decía ni una palabra al viajero. El chamizo, lleno de humo, sólo tenía una cama. Nathanael tuvo que acostarse al lado del viejo; la vieja, que era delgada y con un rostro desabrido, se acostó al otro lado, cara a la pared. Al llegar la medianoche, Nathanael, que ya no podía aguantar más, se instaló al lado de la lumbre apagada, que le recordaba el fuego de turba que él encendía en la casita del Muelle Verde. Aquel fuego teñía de color de rosa el cuerpo desnudo de Sarai...
Pero su mujer había hecho bien en ponerse a cantar al subir a la horca, y también en saltar de golpe, como si fuera a bailar. El había oído decir que los cuellos de los ahorcados se estiran desmesuradamente, por el peso del cuerpo, y que el rostro congestionado enseña una lengua completamente negra. Mas aquel rostro ya lo tapaba la tierra. El no la había visto así. Lo recordaba todo: las mentiras, las astucias, las palabras soeces, los insolentes silencios, la dureza disfrazada de suavidad; su memoria, ya que no su corazón, carecía de piedad. Pero recordaba asimismo la hermosa voz grave que parecía venir de más allá que ella misma, los cálidos ojos oscuros, su carne, de la que conocía cada una de las parcelas. Las piernas que habían pataleado por encima de las cabezas de los curiosos apretaban hace no mucho sus rodillas y sus muslos; habían reposado, temblorosas, sobre sus hombros. Todo aquello tenía su importancia.
Al amanecer, preso repentinamente de punzantes remordimientos, se preguntó si alguien -de haber sabido cómo hacerlo- habiera podido salvar a Sarai. Pensó que no. La hubiera salvado impidiéndole ser ella misma. En todo caso, él no había sido el hombre apropiado.
Embarcaron muy temprano. Cuando soplaba un viento favorable, la barca de velas cuadradas y dos pares de remos tardaba media hora en llegar a la isla desde tierra firme. Nathanael se cansaba de remar y el viejo lo puso al timón. La isla era tan llana que no se la veía hasta estar ya encima de ella. Al desembarcar, Nathanael se percató de que las dunas, a lo largo de la costa, formaban murallas y fosos de arena. Entraron en una cala tranquila; el viejo saltó al agua, que le llegaba a las rodillas y ató el esquife al poste de una escollera pequeña y carcomida. A Nathanael le costó mucho subir la duna, arrastrando sus paquetes atados con una cuerda larga. Se había descalzado, pues los zapatos se le llenaban de arena. La casita estaba al otro lado, en la parte baja. El viejo barquero abrió la puerta de una patada y la sujetó con un grueso leño. Se puso a encender el fuego en cuclillas, mas recomendó a Nathanael que escatimara la leña: casi no había madera en la isla, salvo algunas tablas que arrojaba el mar. Las escasas plantaciones que se habían hecho, aquí y allá, para retener la arena, eran harto valiosas para tocarlas. Utilizaban turba, pero también la turba venía de tierra firme.
Wilhelm le enseñó las tres habitaciones reservadas a los dueños, la cocina y un cuartito colindante, que le serviría de habitación al recién llegado. Era pequeño, pero en él se estaba por lo mismo más caliente.
Una vez solo, Nathanael ordenó cuidadosamente toda su ropa, las provisiones que le había entregado el viejo y las que le habían dado las mujeres. Luego salió a echar un vistado. El esfuerzo y las preocupaciones de la llegada apenas le habían dejado tiempo para ver todo aquello. Esta vez fue todo ojos.
Las dunas formaban, entre la casa y el mar -que sólo se percibía desde un determinado punto de mira-, unas olas monstruosas, calcadas, se hubiera dicho, de las verdaderas olas que las habían formado. Eran estables, si es que algo puede serlo; no obstante, se notaba que iban moviéndose imperceptiblemente, disminuyendo de un lado para aumentar del otro. Una especie de bruma de arena corría y crujía sobre ellas, expulsada por el mismo viento que dispersa la niebla de las olas. Matojos de hierbas aisladas temblaban suavemente bajo la fuerte brisa. No: no se parecía nada a la Isla Perdida, hecha de rocas y de guijarros, de landas y de árboles agarrados a las rocas con sus raíces, como si éstas fueran garras grandes y crispadas, de salientes venas. Aquí, al contrario, todo era sinuoso o llano, blando o líquido, pálidamente rubio o pálidamente verde. Las mismas nubes se balanceaban como si fueran las velas de una barca. Jamás había sentido tan encogido el corazón.
Al cabo de un momento, dobló las rodillas como si se cayese o se dispusiera a rezar, y diez veces, veinte veces, gritó en voz alta el nombre de Sarai. El inmenso silencio que lo rodeaba ni siquiera le devolvió el eco. Entonces, en voz baja, dijo otro nombre. Sucedió lo mismo.
Durante los primeros días que Nathanael pasó en la isla, ocho tal vez, a no ser que fueran siete, o nueve (ya sólo contaba por cuartos de luna, que le servían también para medir el tiempo entre las visitas casi semanales de Wilhelm), cumplió lealmente sus horas de guardia en la vieja escollera. Los días de mucho viento, aprendió a resguardarse del perpetuo azote de la arena poniéndose un pañuelo a modo de máscara. Algunas barcas, grandes o pequeñas, cabeceaban a lo lejos, mas ninguna parecía querer acercarse a la isla. Acostado boca abajo, con la cabeza entre las manos, igual que antaño hacía estando en el mar, durante las horas de descanso que concedían a ia tripulación en épocas de calmas, pasaba el tiempo soñando y observando. Recordando los objetos de concha, de marfil y de coral que había en el gabinete del señor Van Herzog, admiraba las incrustaciones de los moluscos y conchas azules, nacaradas o rosas, que formaban dibujos extraños, en el puntal del viejo andamiaje de madera carcomida por los gusanos de mar. Las fruslerías que tanto estimaban en la casa grande le parecían ahora un poco menos futiles, pues se aproximaban a las formas que el tiempo, el desgaste y la acción lenta de los elementos, dan a las cosas. Una vez encontró una especie de galleta oblonga, de arena endurecida y solidificada, con un agujero semejante a la huella del pulgar, lo que la hacía parecerse a la paleta de un pintor. La naturaleza, igual que el hombre, fabrica hermosos objetos inútiles. Ni una sola vez, en aquellas fastidiosas y prolongadas esperas, vio huellas de pasos humanos en la playa. Sólo los pájaros dejaban las suyas en la arena, como si fueran estrellas, y también los conejos dejaban sus señales saltarinas. Cascos de caballos horadaban en ocasiones la arena: un granjero del señor Van Herzog había soltado una manada de caballos en el interior de la isla, y al cabo de algunos años se habían marchado de allí. Aquellos hermosos animales eran demasiado salvajes para dejarse ver cuando era de día, pero a veces se les podía vislumbrar al amanecer lamiendo la sal de los charcos que dejaba el mar.
Pasado algún tiempo, Nathanael dejó su inútil mosquetón en casa, colgado de un clavo. Se contentaba con observar el mar desde lo alto de las dunas.
Cuando el viento soplaba de firme, buscaba refugio entre las desmedradas plantaciones de pinos que se encontraban allí -lo mismo que los caballos- desde antes de marcharse el granjero. En aquellos bosquecillos compactos, donde los árboles se apoyaban uno contra otro para poder soportar los embates del viento, no se podía uno perder como en un auténtico bosque: el espacio vacío y desnudo era visible desde el otro extremo de los túneles de ramas. Se estaba allí al abrigo, como en el interior de una iglesia. En un principio, parecía reinar el silencio, pero aquel silencio, cuando se prestaba atención, se hallaba entretejido de rumores graves y dulces, tan fuertes que recordaban el rumor de las olas, y tan profundos como los de los órganos de las catedrales. Se los recibía como una especie de vasta bendición. Cada uno de los matojos, cada rama, cada tronco, se movía con un ruido diferente, que iba desde el crujido al murmullo y al suspiro. Abajo, el mundo de los musgos y de los helechos estaba tranquilo.
Pero lo más bonito eran los millares de pájaros que anidaban en la isla en tiempo de incubación. Las zancudas, a orillas de los estanques, parecían helarse al sol naciente. Algunas veces, aunque escasas, se las veía caminar con paso cauteloso, desilusionadas cuando huía su presa. Nathanael se sentía repartido entre el gozo del pájaro, cuando por fin atrapaba algo para su sustento, y el suplicio del pez, que era tragado vivo. Las ocas salvajes formaban nubes semejantes a banderolas, para luego dejarse caer, envueltas en una tempestad de gritos, sobre los pastos; los patos las precedían o las seguían; los cisnes formaban en el cielo su majestuoso ángulo blanco. Nathanael sabía que nada suyo era importante, para aquellas almas pertenecientes a otra especie; no le devolvían amor por amor; él hubiera podido matarlas, de haber tenido el más leve instinto de cazador pero, en cambio, no podía ayudarlas en su existencia expuesta a los elementos y al hombre. Los conejos, que saltaban por entre las cortas hierbas de las dunas, tampoco eran amigos suyos, sino unos visitantes desconfiados, que salían de sus madrigueras como si fueran de otro mundo. Escondido debajo de un arbusto, una vez los vio bailar al claro de luna. Por las mañanas, las avefrías ejecutaban en el cielo su vuelo nupcial, más hermoso que ninguna de las figuras de los ballets del rey de Francia. Por la noche, las zancudas aún seguían allí. Un día en que el viejo Wilhelm vino a traerle sus víveres, desapareció súbitamente por detrás de una duna, columpiando en la mano una cesta vacía. Iba a buscar huevos de avefría para la mesa del señor Van Herzog, a quien los enviarían en el próximo barco. Le ofreció unos cuantos a Nathanael, que no quiso cogerlos.
Al instalarse en la isla se había imaginado estar lejos del mundo. Lo estaba, pero nada es tan perfecto como uno cree. La llegada semanal de Wilhelm lo devolvía a lo que él había creído abandonar. El viejo traía, junto con los víveres, las noticias del pueblo: una vaca o una yegua que habían parido, el incendio de un almiar, una mujer apareada o un marido cornudo, un niño que nace o que muere, o, asimismo, la inexorable llegada del recaudador de impuestos. Hasta en algunas ocasiones le contó cosas de una ciudad que había sido sitiada o saqueada en Alemania.
Pero sobre todo, y al revés de lo que había creído Nathanael, el viejo no iba a la isla sólo por él. Una vez había depositado las correspondientes raciones en el quicio de la puerta, Wilhelm, con un saco al hombro, se encaminaba a la antigua granja, a una legua de allí, donde aún vivían la viuda del granjero -medio inválida-, y su hija valetudinaría, propensa a unas crisis que la dejaban tendida en su jergón, sin hablar ni comer, durante días enteros. Aquellas dos mujeres poseían todavía una vaca, unas cuantas gallinas y un campito en el que sembraban hortalizas. Pero ya era hora de que se ocuparan de ellas. Un agente del señor Van Herzog había conseguido para ambas un puesto en el asilo de Horn, a partir de mediados del verano. Las llevarían allí a la fuerza, si era preciso.
Entretanto, el viejo propuso a Nathanael que lo acompañara a casa de las que él llamaba «las locas». La legua de camino se le hizo larga al joven, que trataba de ocultar su cansancio y su respiración entrecortada: no le gustaba parecer casi inválido ante Wilhelm. Incluso se ofreció para hacer unos pequeños trabajos demasiado duros para aquellas mujeres, tales como retejar el tejado bajo del establo. A cambio de unas monedas, ellas le daban leche o dos o tres huevos. De este modo, reunían un pequeño peculio para el asilo. Cuando la hija cincuentona estaba en sus malos dias, Nathanael ordeñaba la vaca. Le gustaba aquella tarea, que no había vuelto a hacer desde que abandonó la Isla Perdida. El costado del animal era cálido y rugoso, rojizo como la ladera de una montaña cuando le da el sol. Para aquellas dos mujeres, por mucho cariño que le tuvieran a su vieja granja, que se les estaba cayendo encima, el asilo significaría comer a horas fijas, tener una estufa que tirase bien en invierno, cotillear con otras mujeres, ir a la iglesia los domingos y darse un baño caliente los sábados. Para la vaca, que ya no daba mucha leche, aquel cambio significaría el matadero.
El día en que se marcharon fue casi una fiesta. Varios mozos del pueblo habían acudido allí acompañando a Wilhelm. La vieja quejumbrosa fue transportada en una improvisada silla, hecha con una sábana que llevaban en bandolera dos de los jóvenes. La loca los seguía, sin entender muy bien lo que pasaba. Detrás, y en último lugar, venía la vaca. También se llevaron -para amansar a las mujeres y decidirlas a partir- un montón de inútiles cacharros. Nathanael convenció al viejo para que se quedara con la vaca hasta finales de otoño.
La ausencia de sus vecinas lo dejó sin leche, pues la que le traía el viejo se agriaba en seguida, o se agotaba; y sin huevos, cuando estaba vacío el gallinero de Wilhelm. Pero aquello no era lo más importante. En la isla había dos presencias humanas y un animal doméstico menos. La soledad había aumentado.
Sin embargo, no toda la isla se hallaba vacía de seres humanos. Wilhelm le estuvo hablando un día de un pueblo, en el que vivían unas veinte familias, a unas nueve leguas yendo hacia el Norte, en aquella parte de la isla que no pertenecía al señor Van Herzog. Aquellas chozas bajas se apiñaban para protegerse del viento en torno a un puertecito redondo como un escudo. Los habitantes de Oudeschild, medio pescadores, medio agricultores, poseían algo de cebada y unas cuantas cabezas de ganado. Wilhelm hizo el ademán de empinar el codo, para indicar que también tenían bebidas y que, en determinados días, la cerveza y la ginebra corrían a mares. La comunidad se las arreglaba sin pastor, y las muchachas de la comarca tenían fama de no decir nunca que no. Wilhelm nunca había visitado aquellos lugares; el comercio que sus gentes mantenían con la tierra firme se hacía más lejos, al Nordeste del Zuiderzee.
Un día de agosto, Nathanael vio venir del interior de las tierras a dos robustos y alegres mozos, que montaban a pelo. Sus caballos procedían de la manada abandonada, y los habían domesticado como podían. Los cabellos y las crines flotaban al viento. Medio desnudos, blancos y rubios, con la piel más rojiza y curtida en aquellas partes de su cuerpo no cubiertas por los habituales trajes de faena, aquellos muchachos le hicieron el efecto a Nathanael de una aparición: era como si la vida, para hacerle una visita hubiera adoptado la forma de aquellos hombres y de sus monturas. Pronto fraternizaron. Los visitantes echaron pie a tierra, para beber del mismo canillero, el agua del manantial, que Wilhelm almacenaba en un tonelillo, que llenaba cada semana, y en el que no se infiltraba el sabor a agua de mar. Le propusieron a Nathanael que se fuera con ellos al pueblo, a la otra punta de la isla. Lo traerían a la mañana siguiente, o al otro día.
Hacía ya mucho tiempo que Nathanael rechazaba cualquier clase de regocijo, por miedo a que un inesperado ataque de tos o un vómito de sangre le estropearan la fiesta. Nunca acompañó a la feria a los criados del señor Van Herzog, pero la alegría de aquellos mozos se le contagió. Subió a la grupa del caballo de Markus. Lukas pegaba con los talones en los flancos del suyo, para obligarlo a galopar. Los caballos galopaban sin ruido por la arena, o por la hierba rasa. Era agradable abrazarse al torso fuerte del que llevaba las bridas, y sentir su calor y su fuerza. Hasta el olor a sudor que exhala un cuerpo sano era bueno. La llegada al pueblo de Nathanael transformó la noche en una fiesta: hubo bromas, abrazos y bebidas; se hicieron crêpes, tirándolas al aire, para después comerlas. Las rollizas muchachas que nunca decían que no, pero a las que Nathanael no dio ocasión de decir sí, danzaron al son de la zanfoña, enlazadas por los mozos. Los viejos, sentados en un banco, golpeaban el suelo con los talones llevando el compás de la contradanza. Nathanael ocupó su puesto en el regocijo popular, como si la debilidad, la fiebre y la tos hubieran desaparecido milagrosamente. Despreocupándose del porvenir, dejando atrás diez años de su pasado, fue por unas horas de nuevo un marinero de dieciocho años. Pero al día siguiente, en el sobrado que ocupaban Markus y él, le dio un ataque de tos y escondió el pañuelo manchado de sangre. Poco acostumbrados a las enfermedades, los mozos creyeron que aquello era debido a la bebida del día anterior. Había que descartar el proyecto de hacer seis leguas a caballo estando enfermo, así que hicieron el trayecto en barca, casi como jugando. Dieron la vuelta lentamente a la costa más resguardad de la isla, evitando los bancos de arena.
Los muchachos llevaban a remolque un tonelillo de cerveza. Nathanael se negaba a beber, pero la alegría de sus compañeros continuaba embriagándole. Le ayudaron a trepar a la duna que protegía su casa del mar. Se separaron prometiéndose mutuamente volverse a ver: Nathanael sabía que nunca más volverían a verse.
Pocos días después, se enteró de que el señor Hendrick Van Herzog, a quien sus negocios retenian en Brema, no acudìría a la isla aquel otoño.
Nathanael había temido ciertos aspectos de aquella visita. Pensar en los zurrones repletos de pájaros le daba horror. Pero la noticia fue como si cayera un pesado telón que lo aislara aún más en su soledad. Se había imaginado a sí mismo como criado del señor Hendrick, subiendo con él al barco de pasajeros que había de transportarlos, pero no se veía haciéndolo solo. No obstante, el antiguo burgomaestre se había tomado el trabajo de añadir, en su escueto billete, que suponía curado a Nathanael, y dispuesto a reanudar sus servicios en la ciudad a príncipios de noviembre. Sin embargo, Nathanael estaba seguro de que no regresaría en noviembre.
El tiempo, entonces, dejó de existir. Era como si hubieran borrado las cifras en la esfera del rejoj, y la misma esfera palideciese como la luna en el cielo cuando es de día. Sin reloj de pared (el que había en la casita ya no funcionaba), ni reloj de bolsillo (nunca lo tuvo), sin el calendario de los pastores colgado de la pared, el tiempo pasaba tan rápido como el rayo, o bien duraba eternamente. Salía el sol, luego se ocultaba en un lugar apenas distinto del día anterior, un poco más pronto cada tarde, un poco más tarde cada mañana. El alba y el crepúsculo eran los únicos acontecimientos importantes. Algo fluía entre ambos, que no era el tiempo, sino la vida. Las fases de la luz ya no importaban salvo que, cuando había luna llena, la arena brillaba nívea. Ya no recordaba los nombres y dibujos de las constelaciones, que en otros tiempos se sabía de memoria, cuando el piloto de la Thetys ponía rumbo a Aldebarán o a las Pléyades, mas poco importaba: de todas formas, los fuegos que en el cielo ardían eran incomprensibles... Nubes y bancos de niebla los tapaban casi siempre, o bien reaparecían, como amigos perdidos. Antes de que la enfermedad, al agravarse, le arrebatara poco a poco las fuerzas para amar algo con pasión, amaba apasionadamente a la noche. Aquí parecía ilimitada, todopoderosa: la noche en el mar prolongaba por todas partes la noche en la isla. En ocasiones salía de la casa en la oscuridad, cuando ya apenas se distinguía otra cosa que no fuera la masa blanca de las dunas, y por algún resquicio, la blanca espuma del mar. Se quitaba la ropa y se dejaba penetrar por aquella oscuridad y aquel víento casi tibio. Se convertía en una cosa entre las demás cosas. No hubiera sabido explicar por qué, pero aquel contacto de su piel con la oscuridad lo conmovía tanto como antaño el amor. En otros momentos, el vacío nocturno era terrible.
El día se subdividía más y más. La sombra que los matojos proyectaban sobre la arena era como un reloj de sol. El contemplaba su giro. O bien, dejando que el suelo inestable huyera entre sus dedos, hacía un reloj de arena con sus manos, reloj que no marcaba ni segundos, ni minutos, ni horas: bastaba con aplastar el ínfimo montículo con la palma de la mano para borrar aquella prueba de que había pasado el tiempo. Para no perder todo contacto con el almanaque de los hombres, hacía muescas con un cuchillo en una viga de madera, con objeto de saber los días que lo separaban de la llegada de Wilhelm. Bastaba con que se olvidara de hacerlo una tarde para estropearlo todo. Pero Wilhelm era cada vez menos puntual, desde que ya no quedaba nadie más que él en la isla. Cuando la esperada barca tardaba mucho en llegar, le entraba una angustia que no guardaba relación con el pedazo de queso, la hogaza y las verduras marchitas por el aire del mar que la barca le traía, ni siquiera con el agua potable, tan precíosa, sin embargo. Le parecía que necesitaba ver el rostro del viejo Wilhelm para estar seguro de que también él lo tenía.
Una vez, para demostrarse a sí mismo que aún canservaba voz y lenguaje, pronunció en voz alta, no ya un nombre de mujer, sino su propio nombre. El sonido le dio miedo. El grito ronco de la gaviota, la queja del chorlito real, encerraban una llamada o una advertencia que otros individuos de la raza alada y con plumas entendía; o, al menos, una seguridad de que existían. Pero su nombre inútil le parecía muerto, como lo estarían todas las palabras de la lengua cuando ya nadie la hablase. Para afirmarse en el seno de tan vasto mundo, acaso hubiera debido cantar, como los pájaros. Pero, aparte de que su voz era ronca y se quebraba en seguida, sabía que había perdido para siempre las ganas de cantar.
Poco a poco, el miedo, insidioso en un principio y que después fue aumentando hasta el frenesí, se instaló en su interior. Pero no era el miedo a la soledad, como había creído, sino el miedo a morir, como si la muerte fuera más ineluctable desde que estaba solo. Había que abandonár la isla lo antes posible. ¿Para ir a dónde? La visita tan deseada de Wilhelm se convertía en un peligro: su tos casi continua, la fiebre que se le notaría en seguida, en cuanto le rozaran la mano, no escaparían a la observación del anciano; urdirían algo, igual que lo hicieron con las dos mujeres; si no creían posible trasladarlo a la casa grande, le buscarían un último asilo en la alquería llena de humo de Wilhelm, o en el hospicio de Horn. Por otra parte, Wilhelm debía de estar deseando dejar sus travesías por mar antes de que llegase el mal tiempo.
Su sentido común le decía que uno siempre muere solo, y no ignoraba que los animales se internan en la soledad para morir. No obstante, cuando le daban sus ahogos nocturnos, le parecía que una presencia humana lo hubiese aliviado, aunque sólo hubiera sido la de Tim y Minne, que hubieran permanecido a su lado sólo para despojarle, aún caliente, de sus cuatro pingos. Volvía a su memoria el médico del hospital de Amsterdam, recitando latín a la cabecera de los agonizantes: no era eso lo que él deseaba. Recordó algunas de sus veladas al lado del mestizo, acostado en el puente, a la sombra de un fardo de telas. Aquel hombre le había ayudado y mimado lo mejor que pudo; él lo apreciaba y, sin embargo, el infecto hedor y su ojo medio fuera de la órbita le producían náuseas; deseaba que muriese, aun cuando siguiera espantando, hasta el final, las moscas que se le posaban en la llaga. No pudo ofrecer al jesuita más que un sorbo de agua, ni tampoco consiguió aliviar ni tranquilizar a Foy; en cuanto a Sarai, había exhalado su último suspiro sin que él sintiera nada, ni siquiera un estremecimiento, en los últimos días que él pasó en la casa grande de Amsterdam, quizá en el mismo momento en que la señora d'Ailly le daba un beso. En la plaza abarrotada de gente, Sarai había muerto sola.
Subsistía sin libros, pues no había encontrado en la casita más que una Biblia, que acabó quemando a puñados un día en que no lograba encender la estufa. Mas ahora le parecía que los libros que había leído (¿habría que juzgar por ellos a todos los demás libros?) no le habían aportado gran cosa, menos quizá que el entusiasmo o la reflexión que puso al leerlos; pensaba que, en todo caso, lo mejor en aquel momento era abstraerse por completo en la lectura del mundo que tenía ahora, por tan poco tiempo, ante los ojos, y que la suerte, por decirlo así, le había deparado. Leer libros hubiera sido igual que beber aguardiente: una manera de aturdirse para no estar allí: Y además, ¿qué eran los libros? Había trabajado demasiado, en casa de Elie, con aquellas hileras de plomo untadas de tinta... Cuanto más penosas se hacían sus sensaciones corporales, más necesario le parecía, a fuerza de atención, tratar antes de seguir, ya que no de comprender, lo que se hacía y se deshacía en él.
Una o dos veces, siguiendo el consejo que las gentes de alzacuello y largas mangas negras daban desde el púlpito, trató de hacer el balance dd su propio pasado lo mejor que pudo, pero fracasó. En primer lugar, no era especialmente su pasado; sino sólo cosas y gentes que se habían ido encontrando por el camino; las volvía a ver, o al menos a algunas de ellas; él, en cambio, no se veía. A fin de cuentas, le parecía que tanto los hombres como las circunstancias le habían hecho más beneficio que daño, que había gozado en el transcurso de sus días máa de lo que había sufrido, aunque sin duda con cosas que mucha gente no hubiese apreciado. Había conicido alegrías que nadie parecía tener en cuenta; como el hecho de mordisquear una hierbecilla. Nunca había sido rico, ni famoso, pero tampoco deseó ser ni una cosa, ni otra. Creía asimismo no haberle hecho daño a nadie, ni siquiera a un pájaro tirándole una piedra, ni recordaba ninguna palabra cruel que supurase en la memoria de alguien. Si así era, la suerte tuvo mucho que ver en ello. Hubiera podido matar al gordo de Greenwich y por pura casualidad no lo hizo. Si Sarai le hubiera propuesto abiertamente que vendiese para ella el producto de un robo, puede que le hubiese dícho que sí, por cobardía y pasión.
Pero, en primer lugar ¿quién era esa persona a quien él designaba como sí mismo? ¿De dónde salía? ¿Del carpintero gordo y jovial de los astilleros del Almirantazgo -a quien gustaba sorber rapé distribuir bofetadas- y de su puritana esposa? Ni pensarlo... No había hecho sino pasar a través de ellos. No se sentía, como tantas otras personas, hombre por oposición a los animales y a los árboles más bien hermano de los primeros y primo lejano de los segundos. Tampoco se sentía particularmente macho ante el dulce pueblo de las hembras; poseyó ardientemente a determinadas mujeres pero, dejando aparte la cama, sus preocupaciones, sus necesidades, sus servidumbres con respecto a la paga, la enfermedad, las tareas cotidianas que se realizan para vivir, no le habían parecido tan distintas de las suyas. Había probado -aunque pocas veces, es verdad- la fraternidad carnal que le aportaban otros hombres; no por ello se había sentido menos hombre. Lo falseaban todo -se decía- pensando tan escasamente en la flexibilidad y en los recursos del ser humano, tan parecido a la planta que busca el sol y el agua, y se alimenta como puede de aquellos suelos en donde la sembró el viento. La costumbre, más aún que la naturaleza, le parecía marcar las diferencias que establecemos entre las categorías, hábitos y saberes adquiridos desde la infancia, o entre las diversas maneras de orar a lo que llamamos Dios. Incluso las edades, los sexos y hasta las especies le parecían más próximas unas a otras de lo que se cree: niño o anciano, hombre o mujer, animal o bípedo que habla y trabaja con sus manos, todos comulgan en el infortunio y la dulzura de existír. A pesar de la diferencia de color, se había entendido bien con el mestizo; pese a su religión -que además no practicaba-, Sarai fue una mujer igual que las demás: también existían ladronas bautizadas. Aunque un foso separase al criado del burgomaestre, él había sentido afecto por el señor Van Herzog quien, sin duda, sólo guardaba para su lacayo un rinconcito de benevolencia; a despecho de algunos conocimientos adquiridos en la escuela del magister y, más tarde, en los libros que hojeó en casa de Elie, no tenía la impresión de saber más que Markus, o que el mestizo, que no había sido más que un cocinero. A pesar de su sotana y de haber nacido en Francia, el joven jesuita le había parecido un hermano.
Pero no era labor suya formular opiniones; sólo podía -y quizá ni eso- hablar por sí mismo: A medida que aumentaba su deterioro carnal, como el de una vivienda de adobe o de barro desleída por el agua, algo fuerte y claro le parecía brillar con mayor intensidad en la cumbre de sí mismo, como una vela encendida en la habitación más alta de la casa amenazada. Suponía que aquella vela se apagaría en cuanto se derrumbara la casa, pero no estaba del todo seguro. Ya se vería, o bien no se vería nada. Optaba, no obstante, por la oscuridad total, que le parecía la solución más deseable: nadie necesitaba a un Nathanael inmortal. O acaso la llamita clara continuase ardiendo, o se escondiera dentro de otros cuerpos de cera, sin saber ni preocuparse de haber tenido ya un nombre. La verdad era que dudaba incluso de que su espíritu, o lo que el joven jesuita hubiera llamado alma, estuviera de otra forma que posada sobre él. Pero no quería inquietarse hasta el final, como Leo Belmonte, pensando en una especie de eje o de agujero, que era Dios o bien él mismo. En su derredor estaban el mar, la bruma, el sol y la lluvia, los animales de la landa, del aire y del agua; él vivía y moriría igual que lo hacen dichos animales. Eso bastaba. Nadie iba a acordarse de él, como tampoco se acordaba nadie de las bestezuelas del pasado verano.
Movido por cierta manía, seguía ordenando las tres habitaciones destinadas a los señores, como si no fuera seguro que el señor Hendrick no vendría. Una obsesión de limpieza se apoderó de él: sacar del pozo el agua salobre para fregar los pocos cacharros que poseía y lavar su escasa ropa agotaba en seguida sus fuerzas. El fuego era un animal voraz, al que había que alimentar sin descanso con virutas de madera o terrones de turba. Acabó por no comer más que una papilla de cebada fría, queso blanco y pan. Sus intestinos ya no retenían los alimentos; en varias ocasiones tuvo que levantarse de la mesa precipitadamente en dirección a la puerta; el rastro de excrementos líquidos que dejaba en el umbral le horrorizó; no obstante, al llegar la mañana, ya no eran sino unas manchas negruzcas que tapó echándoles un poco de arena encima con el pie.
Lo peor de todo era aquella tos, parecida a un chapoteo, como si llevara dentro de sí una suerte de ciénaga en donde se iba hundiendo poco a poco. Cada noche, envuelto en una de las hermosas mantas del señor Van Herzog, que embebía el sudor de la fiebre mejor que una sábana, pensaba que no llegaría a la mañana siguiente. Era muy sencillo: ¿cuántos animales del bosque morirían aquella noche sin ver amanecer? Le invadía una inmensa piedad hacia las criaturas, cada una de ellas apartada de todas las demás y para quienes vivir o morir es casi igual de difícil. Al apuntar el día, el aire fresco, aunque suave, que soplaba del océano, le aportaba una especie de tregua. Por un momento, su cuerpo bien lavado le parecía intacto, incluso hermoso, y participaba con todas sus fibras en el gozo de la mañana.
Cosa extraña, su deterioro, nunca mejor percibido que en las horas de la noche, no había matado en él la necesidad de amor. Pues de amor se trataba, ya que el objeto que en sueños poseía tenía siempre el mismo rostro. Había bebido con gratitud, respeto casí, las tisanas de borraja y flor de malva que le había enviado la señora d'Ailly en una bolsa grande de tela. Sólo con reverencia pensaba en ella pero, al llegar la noche, tendido y desnudo, en vuelto en su sudario de lana parda, realizaba ávidamente con ella los gestos que antaño hizo con Foy, con Sarai y con algunas más: imaginaba aquel cuerpo en las mismas posturas que sus otras amantes, aunque más suave todavía en su completo abandono. Estos recuerdos, así modificados, lo embriagaban. No era una violación, pues él pensaba hacerlo con ternura y ser con dulzura recibido. Empero, era un abuso que le avergonzaba... Madeleine d'Ailly... En otros tiempos, le gustaba pronunciar este nombre, mas ya no era necesario ningún nombre, desde que ella representaba para él a todas las mujeres existentes. Y lo cierto era que la señora d'Ailly nunca había dicho ni hecho, ni siquiera dado a entender, nada que le permitiese utilizarla de aquel modo. Después pensaba que toda criatura humana forma parte, sin saberlo, de los sueños amorosos de aquellos que con ella se cruzan o la rodean y que, a despecho, por una parte, de la oscuridad y de la penuria, de la fealdad o edad del que desea y, por la otra, de la timidez o el pudor del objeto codiciado, o de sus propios deseos tal vez dirigidos a otra persona, cada uno de nosotros se halla de esta suerte abierto y entregado a todos. Aunque hubiera estado muerta, él hubiera podido gozarla en sueños. Pero ella vivía y ésta idea le hacía desear perseverar un poco en la vida.
Aquello pasó para no volver sino a rachas. Las tempestades del equinoccio llegaron poco más o menos en el momento vaticinado; su soplo todo lo barrió. Wilhelm le había prevenido de que no se arriesgaría a ir a la isla hasta que no acabaran las tempestades; esto significaba una privación o una tregua de una semana o dos. Ya no se podía encender el fuego: el humo, que volvía a introducirse por la chimenea baja, hubiera invadido la habitación. Pero no hacía frío. Reinaba una atmósfera como de fiesta salvaje. Las olas, esponjosas de espuma, se ahondaban, se abrían, para ser penetradas por otras olas, pero aquella agua inerte, en realidad, sólo era socavada por el viento. Tan sólo ella y las escasas hierbas temblorosas, tumbadas al ras de las dunas, señalaban la acometida del amo invisible, que no delata su presencia sino en la violencia con que somete a todas las cosas. No sólo era invisible, era también silencioso: las olas, de nuevo, le servían de intermediario; su estruendo, que golpeaba pesadamente la tierra blanda, su ruido de caballos desbocados, procedian de él. Todo lo demás se había quedado sin voz: las plantaciones de árboles se hallaban demasiado lejos para poder oír a las ramas y a los troncos chirriar y gritar.
Nathanael permaneció en casa sin salir unos cuantos días; apenas si se atrevía a sacar la cabeza de cuando en cuando por la puerta, pues inmediatamente se la flagelaba el azote de la arena. Se decía que una ola más, una ráfaga más y no sólo la temblorosa cabaña se le caería encima, sino que toda la isla desaparecería, para convertirse bajo el mar en uno de esos bancos de arena o peligrosos escollos que hacen naufragar a los navíos vivos. Pero siempre que llegaba el equinoccio de otoño, desde hacía tiempos inmemoriales, las mareas subían y bajaban, su inmensa furia acababa por apaciguarse y a las tempestades de invierno le sucedían épocas de tregua, seguidas a su vez por las mareas de primavera. Aquella masa de arena nacida de las aguas se hundiría con ellas algún día, pero ni la hora, ni el año en que esto ocurriría se conocían aún, como ocurre con la muerte de un hombre.
De momento, los pájaros todavía confiaban en la isla y buscaban en ella su refugio. A través de los cristales, cegados sin cesar por la arena Nathanael los miraba reunirse a millares en el hueco formado por las dunas; todos ellos sabían que era preciso resistir a la tempestad y hacerle frente, conservando las fuerzas y volviendo la cabeza del lado del viento, para que su enorme soplo no les echara hacia atrás las plumas, mudos y ordenados igual que los soldados de un ejército rodeado. Cuando la borrasca se calmó lo suficiente para poder al menos tratar de salir, Nathanael se arrastró boca abajo -más que anduvo- hacia el área donde se encontraban los pájaros. La mayoría ya habían regresado al cielo y planeaban allá en lo alto, pareciendo complacerse en esa acrobacia que consiste en dejarse llevar por el viento o atropellar por él. Las roncas gaviotas ya empezaban a pescar otra vez; sumergían el pico en aquella espesa sopa de barro, cargada de desperdicios, allí donde la ola había rascado los bajos fondos. Las cercetas, menudas y tranquilas, se encaramaban en la cresta de las enormes olas con facilidad, para luego bajar y situarse en el hueco que formaban. Algunos grupos más tímidos, permanecían inmóviles y silenciosos. Nathanael, que se arrastraba por la arena, no les producía inquietud. En la punta extrema de la bocana que les había servido de refugio, vio a una gaviota gris con las alas al viento. No era del todo adulta, a juzgar por su plumaje, pero estaba muerta. Las alas inertes no obedecían ya a una volición procedente de la cabeza o del pecho emplumado, sino que cedían sin ofrecer resistencia a la inmensa voluntad del viento. Nathanael le dio la vuelta con la punta de un palo. Aquella cosa ya no era más que la forma de un pájaro: la vida que en ella hubo ya no estaba. Por la noche, en su refugio, en donde había encendido una vela para sentirse menos solo, incorporándose un poco sobre el codo durante uno de sus ataques de tos, contempló vagamente en el cristal que ya no temblaba, a una mosca moribunda, engañada por el poco de calor y la luz que había allí dentro, zumbando contra el cristal infranqueable.
Al día siguiente cesó el viento. Todo parecía maravillosamente tranquilo. Mucho antes de llegar el alba, se puso la camisa, los pantalones y la chaqueta, calzándose después, con esa fatiga que siempre le causaba el tener que agacharse. Cerró cuidadosamente la puerta tras él, para impedir que diera golpes. La negrura del cielo empezaba a tirar a gris, indicando que se acercaba la mañana.
Se encaminó hacia el interior de la isla. Conocía bastante bien las reducidas señales que él mismo había trazado, para dirigirse en una semioscuridad hacia su rincón favorito; había que contar -en el presente estado de debilidad en que se hallaba- con que tardaría una media hora en llegar. Se detenía de cuando en cuando para mirar a su alrededor. La tempestad, que había arrasado las costas, apenas había tocado el interior de las tierras, salvo quizá del lado de las plantaciones, donde seguramente habría arrancado más de un árbol. Nathanael confiaba en que aquellos vigorosos y jóvenes hermanos, apretados unos contra otros, se hubieran protegido mutuamente. Pero de este lado sólo se veían hierbas rasas y plantas pequeñas que se arrastraban por el suelo, dejando transparentar la arena. Tuvo que atravesar, para llegar adonde él quería, un canalillo natural socavado por las lluvias y que, probablemente, se juntaba con el mar algo más lejos. Pero aquel arroyuelo no era profundo. Sabía, aun sín sentirse obligado a confesárselo, que estaba haciendo en aquellos momentos lo mismo que hacen los animales enfermos o heridos: buscaba un refugio donde acabar solo, como si la casita del señor Van Herzog no fuere del todo la soledad. A cada paso que daba, pensaba que aún podía retroceder el camino y volver al reducto, a comer la papilla de la noche; pero a cada paso también, el cansancio y la falta de aliento le hacían más difícil regresar. Se hubiera caído para no levantarse; ya se había caído varias veces.
Por fin llegó al hueco que buscaba; crecían madroños a un lado y a otro, que le servían de refugio a los pájaros y, en primavera, a sus nidos. Al acercarse él, se echaron a volar dos faisanes, con un enorme y repentino batir de alas. A la entrada de aquella imperceptible ondulación de terreno había incluso dos o tres abetos desmedrados, casi del tamaño de un hombre, en donde habían anidado las urracas. Nathanael metió los dedos en aquella especie de sacos vacíos que habían contenido, recientemente, algo de vida. Entretanto, todo el cielo se había puesto de color de rosa, no sólo hacia el Oriente, como él esperaba, sino por todas partes, pues las nubes bajas reflejaban la aurora. No era fácil orientarse: todo parecía Oriente. De pie, en el fondo de aquella cavidad de bordes suavemente inclinados, vislumbraba por todas partes las dunas acanaladas que se dirigían hacia el mar. Pero desde aquella distancia, el estruendo de las olas ya no se percibía. Se estaba bien allí. Se tendió con precaución sobre la hierba rala, al lado de un bosquecillo de madroños que lo protegía del poco viento que quedaba. Podría dormir algo, antes de regresar, si su corazón le pedía hacerlo así. Empero, pensó que si moría allí dentro, podría escapar a todas las formalidades humanas: nadie iba a ir a buscarlo. El viejo Wilhelm no se imaginaría que hubiera podido aventurarse tan lejos. Al llegar la primavera, cuando los ladrones furtivos de huevos fueran a la isla, ya no valdría la pena enterrar sus restos.
De repente, oyó un balido: no era extraño, pues unos cuantos corderos asilvestrados vivían en el corazón de la isla; como él, habían encontrado allí un refugio seguro.
La hora en que el cielo se tiñe de rosa había pasado ya. Tendido boca arriba, contemplaba cómo se hacían y deshacían las nubes en lo alto. Luego, bruscamente, le dio un ataque de tos. Trató de no toser, pues ya no encontraba útil despejar su pecho enfermo. Le dolían las costillas por dentro. Se incorporó ligeramente, para hallar algún alivio: un líquido caliente que conocía muy bíen le llenó la boca; escupió débilmente y vio cómo el delgado hilillo espumoso desaparecía por entre las hierbas que tapaban la arena. Se ahogaba un poco, apenas más que de costumbre. Descansó la cabeza sobre una mata de hierba y se arrellanó como para dormir.
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