Marco Vichi
Un asunto sucio
Para Franco, mi padre
Todos y cada uno de nuestros conocimientos tienen su inicio en los sentimientos.
- Leonardo
Para el vanidoso, el tiempo transforma todos los remedios en agua.
- Anónimo del siglo XXI
A las nueve de la noche, un homúnculo harapiento, de la estatura de un niño, entró jadeando en el vestíbulo de la comisaría. Se pegó contra el cristal gritando con educación que quería hablar con el comisario. Desde dentro, Mugnai le dijo que se tranquilizara y le preguntó a qué comisario se refería. El enano aplastó una mano sucia contra el cristal y gritó:
- ¡Al comisario Bordelli! -como si Bordelli fuese el único comisario posible.
- ¿Y si no estuviera? -preguntó Mugnai.
- He visto el Escarabajo -contestó el enano. Por fin le abrieron. Mugnai hizo un gesto a su colega Taddei, un tipo grueso con ojos de buey, que había llegado hacía poco. Taddei se levantó con dificultad de la silla y, seguido por el enano, se dirigió hacia arriba por la escalera. Al final del largo pasillo del primer piso se detuvo delante de la puerta del comisario Bordelli.
- Espera aquí -dijo, lanzando una ojeada a los viejos zapatos del enano, sucios de barro y que éste había limpiado como mejor había podido. Luego llamó, desapareció detrás de la puerta y volvió pocos segundos después.
- Pasa -dijo. El homúnculo se metió dentro a toda prisa y Taddei oyó la voz de Bordelli que decía:
- Casimiro, ¿qué diablos haces aquí?
Luego, la puerta volvió a cerrarse de golpe. El agente no se fiaba, se rascó la cabeza y llamó de nuevo. Se asomó respetuosamente.
- ¿Necesita algo, comisario?
- Nada, gracias, puedes marcharte.
Casimiro tragaba saliva sin cesar y esperó en silencio a que el buey cerrase de nuevo la puerta. Rechazó un cigarrillo del comisario y se quedó de pie delante de la mesa de despacho.
- ¿Qué pasa, Casimiro? Pareces inquieto.
- He visto una cosa, comisario, cerca de Fiesole… estaba caminando por un campo y…
- Si no quieres fumar al menos tómate una cerveza. -Bordelli señaló el último cajón de un mueble archivador en la parte opuesta del despacho.
- Una para mí también, gracias -añadió. Casimiro corrió a coger las botellas y las puso sobre la mesa con gestos nerviosos. Se agitaba por las ganas de hablar. Bordelli abrió con parsimonia las cervezas sacando el tapón con las llaves de casa y le pasó una a Casimiro. De un trago, el enano se bebió media botella, se calmó un poco y por fin se sentó. El comisario bebió un par de sorbos ávidamente, salpicándose la camisa, y luego dejó la botella sobre los papeles y las notas que cubrían la mesa de despacho. En la pared, a su espalda, colgaba la foto polvorienta del Presidente de la República y, del mismo clavo, una herradura de caballo. En aquel despacho, el aire olía a cartón enmohecido y a setas, pensó Bordelli…
Casimiro seguía agitándose bajo sus ropas. Llevaba una chaqueta de niño y le iba grande. Bordelli miraba el rostro del enano, pequeño y estrecho, parecía que se hubiese quedado aplastado en una puerta. Le conocía desde los primeros años de después de la guerra y siempre le había visto con aquel semblante trágico y nervioso. Era difícil verle reír, como mucho contaba algún chiste malo sobre su propia condición física y le salía una mueca. Bordelli, de algún modo, le apreciaba y, a veces, le había confiado falsos encargos de informador para poderle dar algo de dinero sin que se sintiera demasiado incómodo.
- Pasaba por allí por casualidad, comisario… Si no lo hubiera visto con mis ojos…
- Casimiro, perdona si te interrumpo… el dos fue mi cumpleaños.
- Felicidades…
- ¿Nada más?
- ¿Qué debo hacer, comisario?
Aquella noche Bordelli tenía ganas de charlar, quizá porque estaba muy cansado… y además quién sabía qué tontería querría contarle Casimiro.
- ¿No me preguntas cuántos cumplo? -dijo.
- ¿Cuántos?
- Cincuenta y cuatro, Casimiro, y no me apetece nada envejecer. Cincuenta y cuatro años y cuando regreso a casa no me encuentro con nadie que me dé un beso en la boca.
- ¿Por qué no coge un perro, comisario? -dijo el enano, serio. Bordelli sonrió y aplastó lentamente la colilla en el cenicero ya lleno. Cogió la cerveza y se dejó caer sobre el respaldo. La botella había dejado un círculo húmedo sobre un informe.
- Piensa, Casimiro, quizá en este momento, en algún lugar del mundo, está naciendo la mujer que busco desde siempre, pero si nace hoy, cuando tenga veinte años yo seré un viejo meón. E incluso, si hubiera nacido hace cuarenta años quizá naciese en Argelia, Polonia o Australia… ¿y quién la hubiese visto entonces? ¿Piensas alguna vez en estas cosas?
- Comisario, ¿puedo contarle lo que he visto?
- Claro, perdona -contestó Bordelli, resignándose a escuchar. El enano dejó la cerveza sobre la mesa y se puso de pie, de nuevo agitado.
- Estaba caminando por un campo y casi me tropiezo con un cadáver -dijo de un tirón por miedo a que el comisario le interrumpiese de nuevo.
- ¿Estás seguro? -dijo Bordelli.
- Claro que estoy seguro. Estaba muerto, comisario, le salía sangre por la boca.
- ¿Dónde está ese lugar?
- Justo después de Fiesole -respondió Casimiro con aspecto sombrío. Bordelli se levantó, cogió los cigarrillos y las cerillas con una mano y con la otra descolgó la chaqueta de la silla.
- ¿Qué estabas haciendo allá arriba a esas horas, Casimiro?
- Pasaba por casualidad -contestó el enano con ojos de mentiroso.
- Vamos a ver a ese muerto -dijo Bordelli, saliendo del despacho.
- ¿Y mi bicicleta? -preguntó el enano, trotando a su lado.
- La cargaremos en el coche.
Llegaron al final de la avenida Volta y tomaron la carretera que subía hacia Fiesole. Después de San Domenico se empezaba a ver la ciudad allí abajo, una gran mancha oscura llena de puntitos luminosos. Una caca de vaca con velitas encima, pensó Bordelli.
Casimiro tenía sus cortas piernas estiradas sobre el asiento y sus agrietados zapatos apenas si llegaban al borde. Permanecía en silencio. Jugueteaba con su amuleto, un pequeño esqueleto de plástico de pocos centímetros, con dos cristalitos rojos en el lugar de los ojos. Hacía años que lo llevaba siempre consigo y Bordelli, desde hacía tiempo, había dejado de burlarse de él.
Pasada la plaza de Fiesole, el enano le indicó que girase por la calle del Bargellino y, después de varios centenares de metros, empezó a mirar a su alrededor con aspecto nervioso.
- Párese aquí, comisario -dijo de repente, poniéndose de pie sobre el asiento. Bordelli dejó el Escarabajo en una explanada sin asfaltar y bajó. Casimiro saltó del coche más nervioso que nunca.
- Voy delante, comisario.
Escaló el pequeño muro en ruinas que sostenía el terreno junto a la carretera y empezó a adentrarse en la vegetación baja y espesa. Bordelli le seguía, observando atentamente a su alrededor. Alta en el cielo, una luna grande y blanquísima daba al paisaje una claridad lúgubre pero, a cambio, se veía bien. A la derecha había un campo sin cultivar con alguna vieja vid ya seca y algunos árboles asfixiados por la hiedra. Era una lástima ver un terreno abandonado de aquella manera.
- ¿Has dicho que pasabas por aquí por casualidad? -dijo Bordelli riéndose.
- Casi -dijo el enano expeditivo, y siguió avanzando entre la maleza.
- ¿Qué quieres decir?
- No tengo ni una lira, comisario, ¿qué coño tengo que hacer?
- Explícate mejor.
- De vez en cuando tengo que ir por ahí buscando alguna verdura.
- En esta época debe de haber habas.
- Todavía es pronto, de momento sólo hay coles… Venga, vamos por aquí.
- Estará lleno de sapos -dijo Bordelli asqueado, con la esperanza de no pisar ninguno. La hierba era alta y estaba húmeda, ya notaba los zapatos empapados. Había llovido durante toda la semana y, de vez en cuando, metía el pie en un charco lleno de barro. Casi hacía frío. La primavera no se decidía a llegar.
- ¿Falta mucho?
- Es allí -contestó el enano en voz baja, avanzando casi a la carrera sobre sus cortas piernas. Después de atravesar un boscaje cenagoso, desembocaron en un olivar bastante bien cuidado. El suelo estaba tapizado de malas hierbas, bajas y compactas. Después de todo aquel barro era un placer caminar sobre ellas. La luz lunar era tan fuerte que sus sombras se recortaban con nitidez en el suelo. Pero lo que permanecía en sombras era aún más oscuro.
- Casi hemos llegado -susurró el enano, aminorando el paso. Algo más allá, en lo alto, se veía una villa del siglo XVIII, enorme, construida sobre un gran terraplén. El jardín se asomaba al campo desde arriba, sostenido por un muro de piedra alto y curvo, reforzado con grandes barbacanas invadidas por la hiedra. La barandilla situada en lo alto del muro era el límite entre dos mundos. Todas las persianas de la villa estaban cerradas y no se filtraba ninguna luz. Casimiro se detuvo a pocos pasos del muro, delante de un gigantesco olivo, y miró incrédulo a su alrededor.
- El muerto estaba aquí, comisario… ¡Le juro que estaba! -Bordelli abrió los brazos.
- Parece ser que se ha despertado -dijo riendo. El enano no se lo podía creer, seguía dando vueltas al olivo y en un momento dado se agachó para recoger algo.
- Mire, comisario -dijo, levantando en alto una botella. Bordelli la cogió por el cuello. Era de cristal blanco, más bien pequeña, y tenía todavía un poco de líquido oscuro en el fondo. Estaba limpia, no debía de llevar allí mucho tiempo. Leyó la etiqueta: Coñac De Maricourt, 1913. No lo conocía. Sacó el tapón de corcho y lo olió, parecía un buen coñac. Contuvo las ganas de beber un sorbo y volvió a colocar el tapón.
- El muerto estaba aquí, ¡no soy tonto! -dijo de nuevo Casimiro.
- Quizá sólo estuviera borracho. -El comisario se guardó la botella en el bolsillo y, seguido por el enano, se acercó a las barbacanas. Eran enormes, estaban muy bien construidas. Visto desde allí abajo, el muro de piedra parecía aún más alto.
- ¿Qué pinta tenía ese muerto? -preguntó Bordelli con aspecto cansado.
- No lo miré bien… me lo encontré delante y me fui corriendo… sólo vi que tenía sangre alrede…
- ¡Silencio! -dijo Bordelli, aguzando el oído. De repente se oyó un ruido veloz de pasos y una respiración jadeante y, sobre los terrones blanqueados por la luna, apareció la sombra de un perro de pelo corto que corría hacia ellos. La cosa más evidente eran los dientes, brillaban como el mármol mojado. El comisario apenas tuvo tiempo de sacar la Beretta y le disparó un tiro, de lleno en el hocico. El dóberman lanzó un aullido y sus patas cedieron, pero, con el impulso de la carrera, rodó, chocando con las piernas de Bordelli, derribándole. Lanzó otro lamento, pataleó en el aire durante unos segundos, estiró las patas y se quedó inmóvil.
- ¡Joder! -exclamó Bordelli.
- Menos mal que tiene buena puntería -dijo el enano con voz ligeramente temblorosa.
- ¿Pero dónde estás? -preguntó Bordelli al no verle.
- Aquí arriba, comisario. -Casimiro se había subido a un olivo y ya estaba bajando. Bordelli guardó la pistola y se levantó. Se miró. Tenía la chaqueta medio empapada y los pantalones manchados de sangre. Se limpió como pudo con el pañuelo y luego se arrodilló para ver mejor al dóberman. Tenía el hocico destrozado, lleno de sangre, y no llevaba collar.
- Casimiro, ¿sabes que esta historia no me gusta? -Bordelli levantó los ojos pero el enano ya no estaba. Lo buscó con la mirada y lo vio correr entre los olivos en dirección al bosque. Dejó de preocuparse por él. Se alejó un poco del muro para echar una ojeada a la villa, estaba a oscuras como antes. Después del disparo, nadie había dado señales de vida. O era una casa deshabitada o quien viviese en ella tenía el sueño pesado, pensó. Encendió un cigarrillo y se encaminó hacia el bosque. Cuando llegó al coche encontró al enano sentado encima del capó, abrazado a sus rodillas. Sus ojos relucientes brillaban aún de miedo.
- Casimiro, ¿qué te ha pasado?
- Si hubiese estado solo me hubiera despedazado -contestó el enano, estremeciéndose.
- ¿Vienes a menudo por aquí? -dijo Bordelli, limpiándose los zapatos sobre las piedras del pequeño muro.
- De vez en cuando -contestó Casimiro. Luego, bajó del capó de un salto mirando a su alrededor con expresión tensa.
Se metieron en el Escarabajo y volvieron a la ciudad. El enano iba encogido en el asiento, en silencio, con su pequeño esqueleto entre los dedos. Habían llegado a la curva de Regreso y, de repente, Bordelli paró el coche.
- ¿Qué hace, comisario?
- Vuelvo arriba.
- ¿Y por qué?
- No lo sé -dijo Bordelli. Dio la vuelta y tomó de nuevo la dirección de Fiesole pisando el acelerador. Las vibraciones del Escarabajo llegaban directas a la espalda. Poco después, tomó de nuevo la calle del Bargellino y aparcó en el mismo lugar. Abrió la puerta y sacó un pie.
- ¿No vienes? -le preguntó a Casimiro al ver que no se movía.
- Prefiero esperar aquí -contestó el enano con expresión sombría.
- Como quieras. -Bordelli bajó del Escarabajo y, pasando por el mismo lugar, se dirigió apresuradamente hasta el olivar. La luna empezaba a iluminar las paredes de la villa y le daba un aspecto aún más abandonado. Se acercó a las barbacanas pistola en mano y enseguida vio que el cadáver del dóberman ya no estaba. Sólo quedaba un poco de sangre sobre la hierba. Comprobó el terreno de alrededor, pero sobre aquella alfombra compacta de malas hierbas no quedaba ningún rastro. Movió la cabeza pensando que había sido un estúpido. Si no se hubiese alejado…
De repente, oyó un rumor de gravilla que parecía llegar del jardín de la villa e, instintivamente, se agachó detrás de la esquina de una barbacana, escondiéndose en la sombra. Levantó los ojos hacia la parte alta y, en aquel momento, de la barandilla situada sobre el muro asomó la cabeza de un hombre. A la luz de la luna, Bordelli podía verle muy bien. Tenía el pelo blanquísimo y una mancha larga y oscura en el cuello. El hombre permaneció unos segundos mirando el olivar y luego desapareció.
Reinaba un gran silencio, sólo se oía el rumor del viento que pasaba a ráfagas entre las hojas de los olivos. A lo lejos, un perro empezó a ladrar con rabia y, de vez en cuando, aullaba como un lobo. El comisario esperó unos minutos más, conteniendo la respiración y espiando la parte alta, pero ya no vio a nadie. Salió de la sombra y caminó al ras del muro para no correr el riesgo de ser visto desde la villa. Cuando encontró un paso más escondido, se encaminó hacia el bosque volviéndose a menudo para mirar la casa, pero no volvió a ver ninguna señal de vida. Regresó deprisa al coche y encontró al enano de pie sobre el asiento con el rostro apoyado en el cristal.
- El dóberman ya no está, pero he visto a un individuo asomarse desde el jardín de la villa -dijo, cerrando despacio la puerta.
- Ese perro de mierda… -dijo el enano con mirada trágica, apretando el pequeño esqueleto en la mano. Bordelli encendió pausadamente un cigarrillo y sopló el humo contra el cristal.
- ¿Sabes por casualidad quién vive en esa casa? -le preguntó al enano.
- Un extranjero, uno que nunca está.
- ¿Cómo lo sabes?
- Rumores.
- Extranjero, ¿de dónde?
- ¿La entrada de la villa?
- Está ahí arriba, en la carretera de los Bosconi… ¿por qué?
- Siento curiosidad. -El comisario arrancó, dio la vuelta y llegó a lo alto de la subida. Aquel individuo con la mancha oscura en el cuello… le recordaba algo, creía que ya había visto antes una mancha así… o quizá era sólo su imaginación de policía.
Cogió la calle Ferrucci en dirección a los Bosconi. Después de algunas curvas paró el Escarabajo en un ensanchamiento a pocos metros de la verja de la villa, sobre la que se destacaban unas iniciales indescifrables.
- Espera aquí -le dijo al enano, bajando.
- ¿Dónde va?
- Sólo quiero echar una ojeada.
La carretera, bajo la luz amarillenta de una farola, estaba poco iluminada. Bordelli llegó delante de la verja e intentó abrirla. Estaba cerrada. En el jardín había muchos árboles de gran tamaño y muchísimas plantas que crecían descuidadas, y la luz de la luna no llegaba a alumbrar el terreno. Esparcidos por todas partes había grandes tiestos vacíos, tinajas de terracota, extrañas estatuas de mármol de varios tamaños. La villa estaba bastante alejada de la carretera, rodeada de cedros más altos que el tejado. También, de aquel lado, las persianas estaban cerradas y no se veía ni un hilo de luz. El comisario tiró de la cadena de la campanilla y oyó cómo sonaba solemnemente en el interior de la casa. Nadie contestó. Llamó otra vez, luego otra, luego dos veces seguidas. Por fin, vio que se filtraba luz a través de las láminas de una persiana. Se encendió una lamparita en lo alto de la entrada de piedra y a continuación se abrió el portón. En el umbral apareció una silueta humana.
- ¿Quién es? -preguntó una voz de mujer.
- Policía. ¿Puede abrirme, por favor? -La mujer volvió a entrar en la casa y la cerradura se abrió. El comisario empujó la verja con las dos manos y oyó cómo rechinaban los goznes herrumbrosos. Entró en el jardín y avanzó siguiendo un sendero de gravilla entre las sombras de las tinajas y de los pequeños monstruos de mármol. La mujer le esperaba en el umbral envuelta en un chal negro, frente al portón entrecerrado. No parecía estar vestida para ir a la cama ni tenía la expresión de alguien que se acabara de despertar. El comisario se detuvo frente a ella, sacó el carné de policía e hizo un pequeño gesto de saludo con la cabeza.
- Comisario Bordelli. Perdone si la molesto a estas horas. -La mujer debía de tener unos cincuenta años. Era delgada y alta y no parecía italiana. Tenía una expresión dura en la boca. Estaba inmóvil, con la espalda muy tiesa, y miraba a Bordelli desde detrás de sus gafas.
- ¿Qué desea? -dijo con un fuerte acento alemán, arrebujándose en el chal. Su pelo era totalmente blanco y lo llevaba recogido en un moño perfecto sobre la nuca. Bordelli tenía la sensación de que alguien le espiaba desde detrás de una persiana del primer piso, pero hizo como si nada.
- ¿Usted es la señora…? -preguntó.
- Soy ama de llaves del barón -dijo la mujer con frialdad.
- ¿Puedo saber su nombre?
- Barón Von Hauser.
- ¿Y usted es la señora…?
- Señorita Olga.
- ¿Está el barón en casa?
- No.
- ¿Usted vive aquí sola?
- ¿Todo el año?
- No entiendo… ¿Por qué todo este preguntar?
- Perdone, pero nos han llamado. Alguien ha oído un disparo por aquí cerca.
- Yo oído nada, ir a dormir pronto. -Bordelli abrió los brazos y sonrió.
- Entonces no tengo nada más que preguntarle. Perdone de nuevo la molestia, buenas noches -dijo.
- Buenas noches -respondió la mujer, impasible. Bordelli hizo un gesto respetuoso con la cabeza y se dirigió hacia la salida, pero dio unos pasos y se detuvo volviéndose de nuevo hacia la mujer.
- Una cosa más, señorita Olga… ¿tienen ustedes un dóberman aquí en la villa?
- No.
- ¿Sabe, por casualidad, si alguno de los vecinos…?
- No entiendo mucho de perros -le interrumpió la mujer con un deje de desprecio en la voz.
- Nada más, buenas noches -dijo Bordelli y se marchó por el sendero oscuro. Al cerrar la verja, vio que la señorita seguía quieta en el umbral. Se encaminó hacia el Escarabajo sin darse la vuelta y al poco oyó el ruido del portón al cerrarse.
En el coche, el enano se había quedado dormido. La cabeza caída de lado, roncaba. En cuanto Bordelli arrancó, levantó la cabeza de golpe y se frotó los ojos con los dedos.
- No estoy durmiendo -dijo.
- Te llevo a casa.
- ¿Ha descubierto algo, comisario?
- No, pero este asunto no me convence -dijo Bordelli, mirando fijamente al vacío por un instante. Luego dio la vuelta y se dirigió hacia la ciudad. En una recta, sacó su cartera de la chaqueta, cogió dos mil liras y se las puso a Casimiro en la mano.
- ¿Te van bien, no? -dijo. El enano dudó un instante, como hacía siempre, luego cogió el dinero y lo guardó en uno de sus zapatos.
- Gracias, comisario, no puedo rechazarlo -dijo, sombrío.
- ¿Quieres fumar?
- No, gracias… Si lo desea puedo intentar descubrir alguna cosa.
- Pero si estabas cagado de miedo… -se rió el comisario.
- No tengo miedo -exclamó el enano un poco ofendido. No le gustaba parecer un miedica.
- No importa, Casimiro, podría resultar peligroso -dijo Bordelli, serio.
- ¿Por qué peligroso?
- Nunca se sabe.
- Sé lo que me hago -dijo Casimiro, apretando con fuerza el pequeño esqueleto entre los dedos.
- ¿Y si te vuelves a encontrar con otro perrito como ése?
- Me llevo una pistola así de larga… -contestó el enano con aire de tipo duro. Parecía rebosante de orgullo.
- Olvídate de las películas del Oeste, Casimiro… quizá dentro de unos días te necesite para un trabajito -mintió Bordelli, pensando ya qué podría inventarse. Una vez incluso le había pedido que siguiera a Diotivede haciéndole creer que se trataba de un mafioso…
Permanecieron un rato en silencio. El Escarabajo bajaba lentamente hacia la ciudad. Al llegar a San Domenico, Bordelli giró y siguió hacia abajo por Badia Fiesolana, sin un motivo preciso, quizá sólo para volver a ver aquella bajada muy pronunciada que de niño desafiaba con los carritos de ruedas, corriendo el riesgo de partirse el cuello.
- Casimiro, ¿sabes algo del Botta? -Bordelli no veía a Ennio Bottarini desde hacía mucho. Tenía intención de organizar otra cena en casa con el Botta a los fogones. Aquel ladrón desafortunado era realmente un cocinero excelente. Había pasado varios años en las prisiones de media Europa y, charlando con los compañeros de celda, había aprendido la cocina de todos los países.
- Debe de estar todavía en Grecia -dijo el enano.
- ¿Libre o en la cárcel?
- Hace unos días vi a un amigo suyo, dice que el Botta ha hecho dinero y está a punto de volver.
- Mira por dónde…
Unos días después llamaron a la comisaría y Bordelli se marchó con el Escarabajo pisando con fuerza el acelerador. Como de costumbre, el joven Piras iba con él. Eran casi las siete de la tarde y el sol se había puesto hacía poco.
En la entrada del parque del Ventaglio había mucha gente y tres coches de policía con los faros encendidos. Bordelli dejó el Escarabajo junto a la verja y bajó con los latidos del corazón retumbándole en la cabeza. Piras caminaba junto a él en silencio. Desde que aquel muchacho inteligente y de rasgos angulosos había llegado a la comisaría el año anterior, Bordelli le llevaba consigo en todas las investigaciones y, para no llevar siempre a su lado un uniforme, le había pedido que vistiese de civil. Se encontraba bien con Piras, del mismo modo que se encontró bien durante la guerra con su padre Gavino.
La luna estaba oculta por una espesa capa de nubes y el parque estaba tan oscuro como el cielo. El prado subía muy inclinado y oscuro hacia la izquierda y, en lo alto de la pequeña colina, se veía el resplandor de los focos de la policía ahogado en medio del gentío. Empezaron a subir. Las suelas resbalaban sobre la hierba húmeda y, después de dar unos pasos, el bajo de los pantalones se empapó. Llegaron a la cima de la pequeña colina. Bordelli avanzó dando zancadas y empezó a hacerse hueco entre la gente. Piras le seguía de cerca y se metía en el hueco antes de que se volviera a cerrar. Había ya periodistas escribiendo en sus cuadernos y algún fotógrafo. No se sabía cómo, pero los de la prensa siempre eran de los primeros en llegar.
El comisario siguió abriéndose paso hasta el cordón formado por los agentes y, de repente, la vio: bajo la luz blanca de las lámparas de la policía, la niña parecía un amasijo de trapos lanzado desde lejos en la hierba. Estaba tumbada boca arriba, a los pies de un gran árbol, con las piernas rectas y los brazos abiertos, como un pequeño cristo. El comisario se acercó hasta la niña seguido por Piras y ambos se agacharon para mirarla. Debía de tener más o menos ocho años. Tenía la boca y los ojos abiertos, el pelo muy oscuro y la trenza un poco deshecha. Así, con aquella blancura luminosa, parecía que no fuese real. En el cuello tenía unas señales rojas. Tenía la camiseta levantada y en el vientre se veían las señales de un mordisco. Bordelli la miró detenidamente como para clavar en su mente aquella imagen, luego se giró hacia el sardo. Durante unos segundos, se miraron sin decir nada.
Los curiosos se apretujaban para ver a la niña haciendo muecas de horror y echando vapor por la boca. Se oía también el lloriqueo de alguna mujer y, más allá, alguien que vomitaba. Pero a Bordelli, sobre todo, le molestaba aquel gran movimiento de piernas y de sombras en torno al cadáver de la niña. Se frotó con fuerza los ojos con los dedos. Se sentía muy cansado, pero quizá era aversión hacia lo que tenía delante.
La sirena se acercaba cada vez más y el comisario se preguntó si venía en dirección al parque, pensando que todo aquel despliegue de sirenas ya era inútil. La niña estaba muerta y nadie tenía que tocar nada antes de la llegada de Diotivede, el forense. Bordelli miró qué hora era. Joder, ¿pero cuánto tiempo tardaba Diotivede en llegar? Asió a uno de los agentes por el hombro.
- Rinaldi, ¿sabes si alguien ha visto u oído algo? -dijo.
- No, comisario, nadie ha visto nada.
- Por favor, haz que se vayan todos.
- A sus órdenes, comisario.
De repente, se alzó la voz de un hombre entre el gentío:
- ¿Pero qué hace la policía?
Bordelli se puso rígido buscando a aquel imbécil en la manada de curiosos. Le hubiese gustado agarrarle por el cuello y golpearle la cabeza contra un árbol. ¿Qué hace la policía? ¡Ven aquí gilipollas! ¿Qué crees tú que hace la policía? Piras notó su agitación y le apretó el codo.
- Déjelo estar, comisario -dijo. La ambulancia entró en el parque y apagó la sirena. Bordelli y Piras miraron hacia abajo. Cinco hombres bajaron de la ambulancia y empezaron a trepar por el prado en pendiente llevando una camilla. Bordelli se rascó la cabeza.
- ¿Pero qué hacen? -dijo para sí. Fue hacia el médico, un tipo gordo que empezaba a subir la colina con el maletín en la mano.
- Antes de que llegue el forense, no se toca nada -dijo. El gordo se detuvo frente a él, contento de poder descansar.
- ¿Usted quién es? -preguntó.
- Comisario Bordelli. Diga a sus hombres que no toquen a la niña.
- Perdone, pero nosotros hemos venido por una mujer.
- ¿Qué mujer?
- Nos han llamado porque una mujer ha sufrido un desvanecimiento. Encantado, soy el doctor Vallini. -El comisario le estrechó la mano y se dio la vuelta para mirar a los camilleros que se dirigían hacia un grupito de personas. Les vio cómo cargaban a una mujer en la camilla. Luego volvieron sobre sus pasos y el médico empezó de inmediato a reconocer a la mujer. Le tomó el pulso, le miró el interior de la boca y luego le abrió los ojos, iluminando las pupilas con una pequeña linterna de bolsillo. Bordelli se acercó para verla mejor. Parecía muy joven. Tenía la cara muy pálida, apoyada en un cojín de cabellos negros. Una hermosa joven. Tenía la boca entreabierta y parpadeaba ligeramente con regularidad, una vez cada segundo. Un brazo se le resbaló fuera de la camilla y el médico lo colocó de nuevo junto al costado.
- No es nada grave, un simple desvanecimiento -dijo.
- ¿Quién es? -preguntó Bordelli.
- Es la madre de la niña -dijo uno de los camilleros. El comisario se mordió el labio… la madre, ¿cómo diablos no se le había ocurrido pensar en ella? Se inclinó para verla mejor. De repente, la joven abrió los ojos, vio delante de él el rostro de Bordelli y le miró fijamente como si estuviese viendo algo asombroso. Luego, levantó los brazos y le asió una mano. Diez pequeños dedos fríos estrechando los del comisario.
- Valentina… Vale… -susurró la mujer, mirándoles fijamente con la mirada vacía. El doctor Vallini ya estaba preparando la jeringuilla con el sedante.
- Animo, señora. Ahora es mejor que duerma un poco. -Le clavó la aguja en el brazo y empujó el émbolo. La mujer abrió la boca para hablar, pero no le dio tiempo. Giró los ojos hacia atrás y sus brazos recayeron. El médico hizo una señal a los enfermeros y la comitiva se marchó. Bordelli señaló a la mujer.
- ¿Adónde la lleváis?
- A Santa Maria Nova.
- ¿Cuándo podré hablar con ella?
- Llame al hospital dentro de dos o tres días, pregunte por el doctor Saggini.
- Gracias.
- Hasta la vista, comisario. -El médico emprendió la dificultosa bajada por el prado resbaladizo, manteniendo el equilibrio de su cuerpo macizo con ayuda del maletín. Bordelli encendió otro cigarrillo y aspiró con fuerza. La imagen del rostro blanco de la mamá de Valentina se le había quedado en los ojos, delicado como el de la niña.
La sirena de la Misericordia estalló en el ambiente de improviso y enseguida se apagó como por equivocación. Luego la ambulancia se deslizó lentamente en la oscuridad, sin sacudidas, con el motor zumbando ligeramente. Bordelli se quedó mirándola hasta que la vio salir por la verja del parque, después levantó los ojos hacia los tejados de las casas, allí abajo, y se quedó encantado pensando en algo. Le despertó la voz de Piras.
- ¿Comisario, me oye? -Bordelli se pasó la mano por los ojos.
- ¿Qué hay, Piras?
- Ha llegado el doctor Diotivede. -Bordelli no se sorprendió por no haberle visto llegar, Diotivede era silencioso y esquivo como un animal de la selva.
- Ven -dijo Bordelli. Se dirigieron hacia el médico viendo ya desde lejos el blanco casi fosforescente de su pelo.
Diotivede estaba arrodillado encima de un periódico junto al cuerpo de la niña. La observaba desde muy cerca y, de vez en cuando, la tocaba. Sus gestos eran los propios de su profesión, pero su rostro tenía una expresión ofendida, como si le acabasen de dar una bofetada.
Bordelli y Piras se habían detenido a unos metros de distancia para no molestar. La gente, finalmente, se estaba marchando empujada por los agentes. El comisario fumaba un cigarrillo detrás de otro, impaciente por hablar con Diotivede. Soplaba un viento ligero que esparcía en el aire un olor a hojas muertas. Era abril, pero parecía una jornada de noviembre. Las nubes eran cada vez más escasas y en el cielo oscuro empezaban a verse algunas estrellas y un trozo de luna amarillenta.
Bordelli seguía vigilando al forense para saber en qué punto estaba, sin atreverse a molestarle. Sabía perfectamente que en aquellos momentos Diotivede no quería que nadie le importunase. No quedaba más remedio que esperar.
Tras unos minutos, Diotivede dejó de inspeccionar el cadáver y, siempre de rodillas, empezó a escribir en su libreta negra, enfurruñado como un niño. Finalmente se levantó y fue hacia los dos policías.
- Estrangulada. Y tiene un feo mordisco en el vientre, probablemente realizado después de la muerte. -El comisario tiró la colilla lejos.
- En resumen, nada importante -dijo.
- De momento no, pero hablaré contigo después de la autopsia. Quizá descubramos algo.
- Eso espero -dijo Bordelli, desilusionado. Se acercó de nuevo al cadáver de la niña y encendió el milésimo cigarrillo. Se puso en cuclillas y miró detenidamente aquella carita ya gris, sucia de barro. Vio una hormiga que caminaba en el borde sutil del labio de la niña y la apartó con un dedo, rozando por un instante aquella piel muerta. Debía haber sido una hermosa niña. Se parecía vagamente a una mujer a la que había amado, muchos años atrás… meneó la cabeza para ahuyentar aquellos pensamientos, quién sabe por qué se ponía a pensar en ciertas cosas en un momento como aquél. Echó una última mirada a la niña, a sus pequeños pies desnudos que parecían que acabasen de brotar del suelo y luego volvió hacia los demás. Diotivede sujetaba su maletín contra su vientre con los dos brazos, listo para marcharse. Detrás de sus gruesas lentes, los ojos parecían de cristal.
- No quisiera decirlo, pero un delito como éste hace pensar que se trata de un maníaco que volverá a matar -dijo.
- Desgraciadamente yo también lo creo -dijo Bordelli, tirando la colilla al suelo.
- A menos que no sea una venganza -farfulló Piras entre dientes, pensando en las crueles venganzas de su tierra.
- ¿Te llevo, Diotivede? -preguntó el comisario.
- Por qué no. -El comisario hizo un gesto a Rinaldi para indicar que ahora ya se podían llevar el cadáver. Rinaldi levantó una mano y dos agentes extendieron una lona junto a la niña, cogieron el cadáver y lo pusieron dentro.
- Nos podemos ir -dijo Bordelli con un suspiro, dirigiéndose hacia la salida sin esperar a ver cómo se la llevaban. Los tres bajaron por la pendiente húmeda del parque con cuidado para no caerse. Piras estaba silencioso y miraba fijamente al vacío con expresión sombría. Se sentó detrás en el Escarabajo, dejando su sitio a Diotivede. Bordelli puso en marcha el coche y arrancó. Conducía despacio, con un cigarrillo apagado en la boca.
- ¿Te llevo a casa o vuelves al laboratorio? -preguntó, cogiendo la avenida Volta.
- A casa, gracias -dijo Diotivede. Durante el trayecto permanecieron en silencio. Le dejaron en la calle de la Erta Canina, frente a su casita con jardín, y, como un autómata, el sardo subió delante.
- ¿Qué piensas de este homicidio, Piras?
- ¿Qué dice, comisario?
- Nada.
Regresaron a la comisaría y se pusieron a trabajar. Bordelli envió a algunos agentes para que interrogasen a las personas que vivían en la zona del parque del Ventaglio. Con un poco de suerte podían encontrar a alguien que hubiese visto u oído algo importante, aunque no tenían demasiadas esperanzas. Escribió un comunicado para la televisión y la radio con el fin de que fuese difundido a la mañana siguiente para alertar a la ciudad, y organizó con Piras turnos de agentes de civil para vigilar los parques de la ciudad, llenos siempre de mamás con niños. Eran medidas genéricas que no ofrecían ninguna seguridad. El asesino podía golpear de distintos modos y en otros lugares, y Bordelli lo sabía perfectamente. Pero, mientras tanto, no se podía hacer mucho más.
Sonó el teléfono de la línea interna, era Mugnai.
- Comisario, hay más periodistas -dijo.
- Envíaselos a Inzipone, no me apetece hablar con nadie.
- Justamente ha sido el jefe el que me ha dicho que se los mande a usted.
- Entonces diles que se vayan. Esto vale también para los próximos días.
- Como quiera, comisario. -Bordelli colgó, no tenía nada que decir a los periodistas. Se frotó los ojos con los dedos, notaba que le ardían como si llevase tres días sin dormir.
Salió de la comisaría por una puerta secundaria que daba a la calle San Gallo para que nadie le viera. Subió al Escarabajo y, con la cabeza llena de preocupaciones, fue a la trattoria Da Cesare. Hizo un gesto saludando al amo y a los camareros y, como siempre, se metió en la cocina de Totó. Saludó al cocinero y se dejó caer en el taburete en el que llevaba años sentándose. No conseguía quitarse de la mente la imagen de aquella niña tumbada en el suelo.
- ¿Qué le sucede, comisario? Tiene una cara… -dijo Totó, dirigiéndose hacia él con un cucharón en la mano.
- Sólo estoy un poco cansado -dijo Bordelli, sabiendo que la noticia de la niña todavía no se había difundido.
- Dígame sólo cuánta hambre tiene.
- Dame lo que quieras, Totó. No me apetece decidir.
- No se preocupe, comisario. Yo se lo arreglo -dijo el cocinero. Fue a trajinar a los fogones y volvió con un plato humeante lleno de pollo y alcachofas fritas, una de sus especialidades. Bordelli se sirvió un vaso de vino y empezó a comer. Totó estaba locuaz como de costumbre y se puso a charlar de política y de sentimientos, con un fondo de sofritos, sin aminorar el ritmo de la cocina. Aquel cocinero ignorante sabía entender el punto esencial de las cosas, aunque tenía un modo muy particular para ello.
- Gente que se casa, gente que se deja… Yo me he hecho una idea, comisario… si el varón y la hembra quieren estar de acuerdo, juntos rehacen el mundo, pero si quieren guerra basta con que los espaguetis estén pasados para que la emprendan a cuchilladas.
Bordelli engullía la comida, bebía vino y asentía con la cabeza. No le apetecía hablar. Se acabó el pollo frito y las alcachofas escuchando con placer la voz aguda y cortante de Totó, que seguía hablando de todo, desde tremendas historias de venganza en su pueblo a la receta de cerdo con mirto.
- ¿Café, comisario? -dijo el cocinero al final.
- Házmelo cargado, Totó, me has hecho comer como un puerco.
- Entonces necesita también una grappa como yo digo -dijo el cocinero, buscando la botella adecuada en el estante.
- Me acortas la vida, Totó.
- Pero se la hago mejor…
- El mismo dilema de las narices.
- Nada de narices, comisario, pruebe esta grappa -dijo Totó, llenándole el vaso.
- Siéntate un poco conmigo, Totó, has estado de pie todo el rato.
Hacia las once Bordelli salió de la trattoria sintiéndose más gordo y más cansado, y juró no volver a poner los pies en aquella cocina, al menos durante un mes. Pero sabía bien que estaba jurando en falso. Subió al Escarabajo y se puso a llover; las gotas eran tan pequeñas que no valía la pena poner el limpiaparabrisas. Conducía lentamente, fumando, y, de vez en cuando, dejaba escapar un suspiro. Se detuvo para tomar otro café en la calle San Gallo y regresó a la comisaría justo cuando la lluvia empezaba a caer con más fuerza. Entró en el despacho y se dejó caer en la silla con ganas de irse a la cama. Pero la noche no se había acabado, aún quedaba por resolver un asunto bastante pesado.
La redada había sido programada hacía algunas semanas y ya no podía retrasarse más. Bordelli detestaba aquel tipo de cosas, sobre todo cuando tenía entre manos un caso grave como el de la niña. Había intentado que el doctor Inzipone cambiase de parecer, incluso sacando a relucir que además llovía a mares, pero no había conseguido nada.
- Son sólo dos gotas, Bordelli, no se haga el caprichoso. De vez en cuando hay que hacer estas cosas, son órdenes del Ministerio. No me haga la vida difícil como siempre.
Bien. Si la redada tenía que llevarse a cabo a toda costa, Bordelli prefería estar presente.
Poco después de medianoche, algunos coches de policía y varias camionetas llenas de agentes desembarcaron en Ponte di Mezzo. Todos sabían que en aquellos edificios populares existía una timba clandestina para desgraciados, un par de burdeles de ínfima categoría, vivían muchos compradores de objetos robados y contrabandistas, e infinidad de ladronzuelos capaces de abrir cualquier puerta. Ponte di Mezzo era uno de los barrios más pobres de la ciudad, destruido durante la guerra y reconstruido a fuerza de esperanza, lleno de gente desilusionada y enfadada. Bordelli pensaba a menudo que, en algunos aspectos, los primeros veinte años de la República habían dañado a toda Italia más que los alemanes y los fascistas. Aquellos barrios eran una plaga necesaria e incluso útil en el gran mecanismo de una sociedad hecha de aquel modo, es decir, mal hecha, y resultaba antipático ir a tocar las pelotas a todo un ejército de personas que se las apañaban como podían para vivir.
Llovía aún con fuerza. Bordelli, Piras y cuatro agentes corrieron bajo el agua y se metieron en un edificio de la calle del Terzolle. En toda aquella manzana había galerías y pasajes subterráneos que, en los tiempos de la guerra, habían servido en varias ocasiones para zafarse de los alemanes durante las batidas. Bordelli y sus hombres bajaron al sótano y abrieron una puerta golpeando con los hombros. Entraron en una bodega llena de humo denso en la que alguien había tenido tiempo de apagar la luz. Los policías encendieron sus linternas obligando a todo el mundo a ponerse contra la pared. Las caras eran las mismas de siempre. Bordelli saludó con un gesto a varios viejos conocidos, dejó que los agentes verificaran los documentos y se fue con Piras al tercer piso del edificio. En la puerta había un letrero de hojalata que ponía: PENSIÓN AURORA. Entraron sin llamar y con los zapatos mojados ensuciaron las alfombritas rosas de la entrada. La señorita Hortensia se precipitó hacia ellos con toda su mole.
- ¿No os limpiáis los zapatos cuando entráis en vuestras casas? -chilló con la papada temblándole bajo la barbilla.
- No alborotes, Hortensia -dijo Bordelli. La señorita hizo un gesto seco con la mano y dos muchachas en bata subieron corriendo las escaleras chancleteando y riéndose. Un boa de plumas rojas quedó sobre la alfombra desgastada que cubría los escalones. La salita era toda ella luces y sombras, con una musiquilla de fondo. Había un tufo insoportable a sudor y perfumes de cuatro perras. En el respaldo de una silla oscilaba ligeramente una media de seda negra. De todos los lugares que conocía Bordelli, éste era uno de los más desoladores.
- ¡Puta mierda, por qué me perseguís! -dijo Hortensia con voz lastimera. Tenía dos muslos enormes, pero bailaba sobre sus pies como si pesase setenta kilos menos.
- Es sólo un control -dijo Piras.
- ¿Quién coño es este muchachito? -dijo Hortensia con los ojos muy abiertos, mirándole como si hasta aquel momento no le hubiera visto. Piras enrojeció y empezó a morderse los labios.
- Apresurémonos -dijo Bordelli con expresión aburrida.
- ¡Un control… lo llamáis un control! ¡Sois peores que los alemanes! -lloriqueó la señorita arrebujándose en la bata de flores. Empezó a decir lo mismo de siempre… que su pensión era un lugar respetable, frecuentado por personas importantes, políticos de alto nivel, incluso un subsecretario…
- Dile a las chicas que bajen -dijo Bordelli, harto de toda aquella cháchara. Aún notaba en el estómago el pollo frito de Totó.
- ¡Si me hacéis cerrar más vale que me disparéis! -dijo la gorda, golpeando el suelo con un pie y haciendo temblar el pavimento.
- Dile a las chicas que bajen, Hortensia. A todas. Y si hay algún cliente que baje él también -repitió Bordelli, llegando al límite de su paciencia. Hortensia miró un crucifijo colgado de la pared y se persignó.
- ¡Queréis arruinarme, si se corre la voz ya no vendrá nadie! -dijo con un susurro rabioso, esforzándose en no gritar para no alarmar a los clientes.
- No importa, nos apañaremos nosotros solos -dijo Bordelli. Hizo un gesto a Piras y pasaron por delante de la gorda. Subieron arriba y empezaron a abrir las puertas.
- Policía, todos abajo. -Se oyeron gritos e insultos y en la penumbra se adivinaba a los hombres que tiraban de las sábanas para ocultar sus rostros. Bordelli y el sardo volvieron abajo y esperaron, ignorando las protestas de Hortensia. Nadie podía escapar, Bordelli sabía que sólo había una salida. En pocos minutos bajaron varias chicas y algún hombre.
- ¿Hortensia, están todos? Mira que si voy a ver y encuentro a alguno escondido…
- Están todos, general -dijo Hortensia, mirándole con odio. Bordelli hizo un gesto al sardo y pusieron a todos en fila contra la pared. Los escasos clientes resoplaban y fumaban con aire indignado. Sólo uno tenía el aspecto odioso del culpable, mantenía los ojos bajos y su cara estaba bañada de sudor. Todas las chicas llevaban las mismas pantuflas de peluche con un pompón. Soltaban risitas y llevaban la bata abierta para poner en un aprieto a Piras, que las miraba con el rabillo del ojo a escondidas. Bordelli se sentía ridículo ocupándose de aquellas cosas, mientras seguía conservando en sus ojos la imagen del cadáver de Valentina, pero no podía hacer nada.
Acabaron de verificar los documentos. No había nadie buscado por la justicia ni ninguna chica menor de edad.
- Hortensia, ¿te dice algo el nombre de Merlin
- Para ti todo es fácil, policía, ¿pero yo qué puedo hacer? ¿Eh? ¿Puedes tú decirme qué cosa puedo hacer con sesenta años? -dijo Hortensia, henchida de veneno. Lanzó una mirada maligna al sardo que, asqueado, la observaba fijamente.
- Vamos, Piras -dijo Bordelli poniéndose en la boca un cigarrillo. Salieron de la pensión aurora y bajaron a la calle. Todavía caía alguna gota, pero lo peor había pasado. A lo largo de la pared habían sido alineadas varias personas, todos hombres. Realmente parecía una batida alemana, aquello no podía gustarle a nadie. A Bordelli le hubiese gustado que Inzipone estuviese allí para ver aquellas caras.
En la fila estaba también Romeo, un desgraciado de las Case Minime que se dedicaba a muchas cosas: hurtos, venta de objetos robados, dinero falso y otros asuntos similares, pero todos de bajo nivel. A menudo iba a dar con asuntos más gordos y regularmente los buscaba. Pero tenía su moral, nada de chantajes y nada de prostitución, sobre todo lo demás se podía hablar. Era bajo, delgado como un palo, la cabeza redonda y pelada perennemente inclinada hacia un lado, como si le pesara. Siempre llevaba un pañuelo mugriento en torno al cuello y cada año tosía más. Así, empapado, inspiraba realmente compasión.
- Hola, Romeo, ¿estás limpio o te han encontrado algo? -preguntó Bordelli deteniéndose frente a él. El ladronzuelo puso cara triste.
- Estaba jugando al póquer en casa del Topo y encima perdía.
- ¿Eso es todo? -Romeo se encogió de hombros, incómodo. Se acercó un agente.
- Llevaba encima estos billetes, comisario, son falsos -dijo, pasándole unos billetes de mil.
- Mira, mira… -dijo Bordelli, mirando con el rabillo del ojo el rostro anguloso de Piras. Romeo dio un paso adelante, se llevó a un lado al comisario y le habló en voz baja.
- No me enchirone, comisario… he conocido a una mujer maravillosa.
- ¿Quieres conmoverme?
- Es verdad, comisario… Mire qué guapa es. -Romeo se sacó del bolsillo interior una foto arrugada, miró a su alrededor para comprobar que nadie más pudiese verla y la puso delante de los ojos de Bordelli. La rubia era regordeta y tenía una hermosa sonrisa.
- Muy mona, Romeo. ¿Qué hace con un tipo como tú?
- Es la mujer más hermosa del mundo -dijo Romeo. Estampó un beso en la foto y la volvió a guardar en lugar seguro. Bordelli encendió un cigarrillo y sopló el humo hacia el cielo.
- Vete, Romeo, y deja estar el dinero falso. No es cosa para ti, ésa puede ser gente peligrosa.
- No se preocupe, comisario -dijo el ladronzuelo, dándole un golpecito en el codo.
- Ahora lárgate.
- ¿Eh?
- Vete…
- Sí, pero… ¿y mis billetes? -Bordelli se pasó una mano por los ojos y dejó escapar un suspiro.
- Claro que sí, Romeo. Es más, hagamos esto, yo los distribuyo y vamos a medias… ¿qué te parece?
- ¿Cómo dice, comisario?
- Desaparece, estoy a punto de cambiar de opinión.
- No se enfade… -dijo Romeo, empezando a caminar. Bordelli se quedó mirando cómo se alejaba deprisa con aquellas piernas delgadas como palillos. Romeo siempre le había dado pena.
Ya no llovía, el cielo se estaba aclarando y se veía alguna estrella. Bordelli se secó la cara con las manos y se detuvo delante de otro viejo conocido.
- Mira quién está aquí -dijo con una media sonrisa. El Santo siempre iba elegante y perfumado. Hacía creer a todos que sus orígenes eran nobles e intentaba hablar con elegancia, pero su cara basta hablaba con claridad.
- Comisario, qué placer… -dijo, inclinando ligeramente la cabeza a modo de saludo.
- Míralo atentamente, Piras, es la persona más mentirosa que existe.
- ¿Por qué dice esto, comisario? -preguntó el Santo, mirando al sardo con una expresión ingenua.
- ¿Sigues entrando en las iglesias a robar? -dijo Bordelli.
- No, comisario, lo juro, ahora soy chamarilero.
- Quieres decir vendedor de objetos robados. -El Santo levantó las manos en el aire.
- Nunca voluntariamente, comisario, nunca voluntariamente.
- ¿Sabes qué significa adquirir sin averiguar la procedencia?
- ¿Es cuando… te la dan con queso?
- Santo, eres simpático, pero intenta no exagerar.
- Se lo juro, comisario -dijo el Santo con la mano en el corazón. Cuando no sabía qué decir, juraba.
- Vete -dijo Bordelli. El Santo esbozó una sonrisa, hizo un gesto con la cabeza y se fue tranquilamente por la calle con las manos en los bolsillos, seguido por la mirada divertida de Piras. Era la primera vez que participaba en una redada y ahora entendía el motivo por el que el comisario intentaba evitarlas.
- No veo el momento de irme a dormir-dijo Bordelli, dejando caer la colilla en el regato que corría junto a la acera. Mirando las caras de aquellos desgraciados recordó que había conocido a Rosa justamente durante una redada, poco después de acabar la guerra. En aquel periodo, en los barrios pobres, tres de cada diez mujeres hacían la carrera. Rosa lo dejó pocos años después. Sabía ahorrar y había conseguido comprarse un pequeño y bonito apartamento en el centro…
El comisario se había distraído pensando en los viejos tiempos y el agente Binazzi, al acercarse por detrás, hizo que se sobresaltase.
- Comisario, hemos encontrado armas.
- ¿Ah, sí? ¿Qué tipo de armas?
- Parecen de cuando la guerra.
- ¿En casa de quién?
- De un tal Gaspare Mordacci, comisario. -Bordelli se encogió de hombros.
- Le conozco bien, esas armas son pequeños recuerdos de cuando era partisano -dijo.
- ¿Qué hago, comisario?
- Déjale en paz… Si no vives en un país dominado por los alemanes, se lo debes también a él.
- Recibido, comisario -dijo Binazzi y se marchó. Bordelli cogió el paquete de cigarrillos, luego notó en la lengua una pátina amarga y asquerosa y volvió a guardarlo en el bolsillo. Cruzó una mirada con Piras y le pareció que sonreía.
- ¡Qué historias!
Ya, quién sabe con qué historias le vendría Inzipone por aquella enésima redada sin arrestos.
- ¿Qué, osito, se te pasa ese dolor de cabeza feo y malo? -Rosa estaba detrás de él y le masajeaba el rostro hasta las sienes. Le había dado crema en la piel y sus dedos parecían mágicos.
- Sí, está pasando, pero no te pares -dijo Bordelli. Aquella vieja prostituta en reposo era pura como una niña. Después de años de duro trabajo en los burdeles de toda la región, cuando salió la ley Merlin decidió acabar. No le gustaba nada la idea de pasarse toda la noche pisando con sus tacones la acera. Por suerte, siempre había sido una especie de hormiga y ya había conseguido ahorrar lo suficiente para comprarse aquel pequeño apartamento con vistas sobre los tejados y sobre la Torre d'Arnolfo, y para poder vivir de las rentas hasta la vejez. Realmente se lo había merecido. «Soy la única chica de todas aquellas que ha conseguido ahorrar», decía a menudo con cierto orgullo.
Eran casi las tres. Bordelli estaba tumbado sobre el diván, sin zapatos, con los ojos cerrados, y acariciaba la cabeza de Gedeón, el gran gato blanco de Rosa. Aquella bestia se había acurrucado sobre su vientre y ronroneaba. Después de un día como aquél era lo que le hacía falta. El año anterior aquel gatazo había sido utilizado como caballo de Troya para asesinar a su propia ama
- ¿Tienes hambre? ¿Quieres que te prepare una tosta? -le preguntó ella.
- No, gracias, no me apetece comer.
- Veo que estás triste. -Bordelli no conseguía deshacerse de la imagen de la niña muerta.
- No es una buena época, Rosa… y esta noche, además, me ha tocado una redada -dijo.
- Pobre querido mío, ya sé que estas cosas no te gustan. -Rosa dejó de masajearle y fue al baño a lavarse las manos llenas de crema. Gedeón bostezó abriendo mucho la boca y, estirándose, clavó las uñas en el vientre de Bordelli. Antes de volver a tumbarse para dormir dio una vuelta sobre sí mismo y le pasó la cola por la cara.
Rosa volvió y se dejó caer en el sillón.
- ¿Quieres beber algo, osito? -dijo.
- Si tuvieras aquel coñac…
- Claro que lo tengo. -Rosa se levantó de nuevo, ágil como una chiquilla, y fue a llenar dos vasos. Le tendió uno a Bordelli y fue a encender el tocadiscos. Puso en el plato Vecchio frac y se puso a bailar melancólicamente, contoneándose sobre la alfombra. En un momento dado, sonrió con tristeza.
- Aquella pobre niña habrá ido directa al paraíso -dijo, sin dejar de bailar.
- Quizá no le apetecía irse tan pronto -dijo Bordelli. Gedeón volvió a estirarse y se deslizó perezosamente hacia la cocina con la cola tiesa. El comisario bajó las piernas del diván y metió los pies en los zapatos.
- Creo que me voy a dormir -dijo, bostezando.
- Descansa, cariño, estoy segura de que cogerás pronto a ese loco.
- Reza por mí -dijo él, desanimado. Se acabó el coñac y se puso de pie. Volvió a meterse la camisa dentro del pantalón, dominando un ligero mareo. Luego, encendió un cigarrillo, le supo a rayos pero siguió fumando.
- Me voy -dijo. Rosa le acompañó hasta la puerta y le acarició el rostro, áspero por la barba. El comisario cogió entre las suyas la mano de Rosa.
- Felices sueños, guapa. -Le besó los dedos y empezó a bajar los peldaños, seguido por los besitos de Rosa que crujían por el hueco de la escalera.
Fuera hacía frío y caía una llovizna abundante. La luz de las farolas brillaba sobre el asfalto mojado. Se veía alguna ventana iluminada. Un viejo fumaba asomado a un balcón, mirando las gotas que caían del cielo. Realmente parecía noviembre, la primavera no se dejaba ver. Bordelli notó un escalofrío en la espalda y se alzó el cuello de la chaqueta. Mientras abría el coche, una gota de lluvia cayó en las brasas del cigarrillo y lo apagó. Mejor así, pensó. Tiró la colilla y subió al coche. Notaba en las piernas un gran cansancio, como si hubiese caminado durante todo el día. No veía el momento de meterse en la cama.
El Escarabajo silbó más que de costumbre al ponerlo en marcha y soltó mucho humo. Las calles estaban desiertas. Cruzó el puente de las Grazie y siguió por el Lungarno. No dejaba de bostezar. Poco después aparcó debajo de su casa y subió con fatiga las escaleras.
En cuanto entró en el dormitorio, oyó a alguien gritar en la calle y se asomó a la ventana. Dos borrachos se peleaban insultándose, nada grave, en aquel barrio era normal. Volvió a cerrar la ventana, apagó todas las luces y se tumbó en la cama. Encendió el que debía ser su último cigarrillo. Lo fumó con los ojos abiertos, mirando fijamente la oscuridad. Se acordó de la madre de Valentina. ¿Cuántos años podía tener? Veinticinco, como mucho treinta. No, treinta eran demasiados. Quizá veintiocho. De todas formas era muy guapa. Apagó la colilla y se dio la vuelta sobre el costado. Poco antes tenía sueño y ahora se le había pasado. A tientas, entre recuerdos confusos que le daban vueltas en la cabeza, se acordó de aquella vez en que se quedó bloqueado junto con una decena de sus hombres bajo el fuego cruzado de los alemanes. No sabían qué hacer, se miraban preguntándose cómo salir de aquella jodida situación. Estaban tumbados boca abajo, con la cara en la hierba alta y los proyectiles pasando a pocos centímetros por encima de sus cabezas. De repente, el comandante Bordelli empezó a rodar por la pendiente como un tronco de árbol, con los brazos doblados sobre la cara. Todos los demás le siguieron mientras las balas alemanas arrancaban la hierba del suelo. Todos se salvaron, pero Bordelli nunca contó a nadie el miedo que pasó en aquellos momentos pensando que aquella vez no lo conseguirían.
Aquella noche tuvo un sueño, la abuela Argìa le había atado las manos al lavabo para lavarle la cara y le pasaba el jabón por la boca y la nariz, ahogándole casi. Abrió los ojos y suspiró aliviado. No recordaba que realmente la abuela Argìa lo hubiese atado al lavabo, pero, de niño, aquella mujer delgada y huesuda, con el cráneo que se dibujaba perfectamente bajo su piel pardusca, le daba un poco de miedo. Caminaba con bastón y llevaba zapatos negros atados con lazos hasta el tobillo. Cuando murió, él tenía seis años y sus padres le llevaron hasta el lecho de muerte para un último saludo a la abuela. Estaba toda vestida de negro, las manos cruzadas sobre el pecho y un crucifijo entre los dedos. En la penumbra, una luz rasante ponía en evidencia los pelos que tenía en la cara. Él inclinó la cabeza y, para complacer a su madre, dijo una oración escogida al azar, pero temía que, de un momento a otro, la abuela se irguiese y se sentase en la cama, así que sólo esperaba el momento de irse…
Se despertó de repente. Ya eran las nueve. Se levantó con los huesos doloridos y, lleno de impaciencia, telefoneó a Diotivede.
- ¿Has acabado con la niña? -dijo.
- Acabé hace un momento.
- ¿Has encontrado algo? -El médico le dijo que no había novedades y confirmó lo que ya había dicho. La niña había sido estrangulada e inmediatamente después de la muerte la habían mordido con violencia en el vientre, los dientes habían penetrado bastante hondo en la carne. Nada más.
- ¿Comemos algo juntos a mediodía? -dijo Bordelli.
- Tengo mucho trabajo, haré que me traigan algo al laboratorio.
- Fantástico…
- ¿Por qué? -preguntó el médico, ofendido.
- Por nada, por nada.
- Mi trabajo es como otro cualquiera, Bordelli, ¿por qué no os lo metéis de una vez en la cabeza todos vosotros?
- Eres demasiado quisquilloso… -El médico colgó sin despedirse, pero Bordelli sabía que se le pasaría pronto.
Diotivede era así, podía bromear sobre cualquier cosa, pero no soportaba ni la más mínima ironía sobre su trabajo.
Bordelli se vistió con lo que encontró a mano, se afeitó y cogió el coche para ir al despacho. El cielo estaba límpido, pero un viento frío soplaba del norte. Los quioscos estaban tapizados de grandes titulares: asesinada niña de siete años.
El comisario llegó al despacho y mandó a Mugnai a buscarle un café al bar de enfrente. Se sentía muy cansado y tenía la mente confusa como si hubiese pasado la noche en blanco.
Al final de la mañana vino Rinaldi para comunicarle los primeros resultados de las investigaciones sobre el homicidio de Valentina Panerai. Decenas de personas que vivían en la zona del parque del Ventaglio habían sido escuchadas.
- Hemos ido puerta a puerta, comisario. Nadie ha visto nada -dijo Rinaldi con aire culpable.
- Continuad.
- Por supuesto, comisario. -El agente se fue deprisa. Bordelli encendió un cigarrillo y se lo fumó delante de la ventana abierta. Se sentía como si hubiese ido a parar con los pies metidos en un cenagal. En un momento dado, posó la vista en la botella de coñac De Maricourt, encontrada en el olivar, y se acordó de Casimiro. Se habían hablado hacía unos días y el enano le dijo que volvería a llamarle pronto para decirle algo importante sobre aquella famosa villa de Fiesole. Parecía muy convencido y nervioso. El comisario le había dicho que lo dejara estar, que de momento no era importante, pero parecía ser que Casimiro le había cogido gusto a hacer de policía.
- Ahora ya estoy cerca, comisario.
- No hagas gilipolleces.
- Nunca hago gilipolleces. -El enano había colgado sin dar tiempo a Bordelli de replicar y, después de aquella vez, no había vuelto a saber de él. Quizá no fuese mala idea ir a buscarle para decirle que dejase de jugar a espías.
Después de aquella famosa noche, Bordelli había llamado a la comisaría de Fiesole para saber si alguien había denunciado la desaparición o el asesinato de un dóberman, pero no constaba nada. Aquello resultaba más bien extraño.
Aunque en aquel momento Bordelli estuviera concentrado en el homicidio de la niña, aquel asunto le daba que pensar. Sobre todo ahora que Casimiro no daba señales de vida. De vez en cuando se acordaba de aquel hombre con la mancha oscura en el cuello al que había visto asomarse a la barandilla del jardín. Estaba casi seguro de haberle visto con anterioridad, pero no recordaba ni dónde ni cuándo.
Se notaba nervioso, tenía ganas de moverse y, después de toda una tarde reflexionando para nada, decidió volver a aquel olivar.
Cuando llegó ya era de noche. Dejó el coche en el mismo ensanchamiento de la calle del Bargellino y subió al pequeño muro. Todavía soplaba aquel viento frío, así que se abrochó la chaqueta. Atravesó el trozo de bosque y entró en el olivar con la Beretta en la mano. Estaba más oscuro que la vez anterior y hacía más frío. Sólo se oía el zumbido apagado de la ciudad, demasiado lejano para estropear realmente aquel silencio. Caminaba aguzando las orejas, sin perder de vista la gran villa del barón, oscura como siempre. Llegó al pie de las enormes barbacanas y miró a su alrededor levantando la vista continuamente hacia la parte alta del muro. De repente se sintió como un idiota de cincuenta y cuatro años en busca de aventuras y se preguntó qué coño estaba haciendo en aquel lugar. Guardó la pistola y regresó al coche. Bajó hacia la ciudad pensando en ir a ver a Casimiro.
Las Case Minime era uno de los barrios populares más pobres, patria del contrabando y de peleas entre bandas rivales. Bordelli dejó el Escarabajo en un patio lleno de ropa tendida y se metió en aquel laberinto de casuchas. Entró en la casa en la que vivía el enano y llegó hasta el final de un largo pasillo. Golpeó la puerta de Casimiro, pero no contestó nadie. Entonces llamó con insistencia a la puerta de delante y, poco después, se asomó al umbral un hombre enorme en camiseta y calzoncillos.
- Comisario, ¿qué hace aquí?
- Hola, Bestia. -El Bestia era un viejo contrabandista conocido por todos. De joven había acabado a menudo en la cárcel debido a las cajas de cigarrillos que infaliblemente le encontraban bajo la cama, pero ahora, ya viejo, la policía le dejaba en paz.
- ¿Entra un minuto, comisario?
- Tengo prisa. Sólo quería saber si sabes algo de Casimiro. -El Bestia se rascó una vieja cicatriz que le cruzaba la cara y dijo que no se veía al enano desde hacía tres o cuatro días.
- Me debe quinientas liras -añadió.
- ¿Sucede a menudo que esté fuera varios días? -preguntó Bordelli.
- Normalmente no.
- Gracias, Bestia, cuídate.
- Viva la anarquía, comisario. -Éste era su saludo, al igual que otros decían «Dios te bendiga». Bordelli estaba a punto de irse, pero cambió de idea. Aquella extraña ausencia del enano no le dejaba tranquilo.
- Bestia, ayúdame a tirar abajo la puerta de Casimiro.
- Me pongo algo en los pies y voy. -El hombretón entró en su casa y volvió arrastrando las zapatillas. Contaron hasta tres y juntos golpearon con el hombro la puerta. El marco se soltó de la jamba al primer golpe y se hallaron en el interior. Bordelli giró el interruptor y se encendió una bombilla colgada del techo. El aire apestaba a cerrado. La madriguera de Casimiro era una habitación grande, con el yeso de las paredes enmohecido, en la que no había casi nada, salvo un par de muebles viejos, una mesa y un colchón de paja apoyado sobre una plataforma de cajas de fruta puestas del revés, una defensa contra la humedad del suelo. Junto a la cama había ropa vieja doblada con cuidado y colocada sobre una hoja de periódico. Una pequeña puerta daba al váter, pequeño y sucio. Un calendario con mujeres desnudas colgaba de la pared y, del mismo clavo, pendía un crucifijo.
- No está -dijo el Bestia, mirando un vaso polvoriento y lleno de telarañas sobre la mesa. Luego se acercó al calendario con las chicas y se puso a hojearlo.
Bordelli dio unos pasos por la habitación mirando a su alrededor. Abrió el único armario, viejo y sucio. Dentro había algunas prendas viejas de la talla de un niño y un par de zapatos estropeados. Volvió a cerrar las puertas y alzó los ojos. Encima del armario había una maleta marrón bastante grande. Alargó una mano para cogerla, pero no llegaba.
- Bestia, tú que eres alto…
- Voy. -El Bestia dejó a las mujeres desnudas, cogió la maleta sin demasiada dificultad y la dejó caer con ruido encima de la mesa. Parecía más bien pesada. El comisario intentó abrirla, pero parecía estar cerrada con llave.
- ¿Se la abro yo, comisario?
- Gracias. -El Bestia sacó un cortaplumas y en pocos segundos hizo saltar la cerradura. Bordelli levantó la tapa y se encontró con un feo espectáculo. El cadáver de Casimiro estaba empaquetado en un plástico transparente y su cara descompuesta parecía sumergida en agua. Aquellos ojos muy abiertos impresionaban, parecían estar vivos.
- ¡Joder! -exclamó el Bestia.
- No creo que te devuelva las quinientas liras.
- Joder… -repitió el Bestia. El comisario se inclinó hacia el enano para verlo mejor. El cadáver había sido envuelto con mucho cuidado y el mal olor casi no se notaba. En la cabeza tenía sangre seca, mezclada con el cabello. Los dientes superiores sobresalían como si la mandíbula se hubiese movido, la frente parecía que hubiese sido apretada en una prensa y tenía las sienes ennegrecidas.
- No toques nada -dijo Bordelli.
- Ya lo sé, comisario.
- ¿Recuerdas exactamente cuándo viste a Casimiro por última vez? -preguntó Bordelli encendiendo un cigarrillo.
- Déjeme pensar… -El Bestia reflexionó rascándose la cicatriz con las uñas.
- Creo que hace tres o cuatro días… nos cruzamos en el pasillo. Yo volvía y él salía.
- ¿A qué hora?
- Debían de ser las dos de la madrugada.
- ¿Te dijo adónde iba?
- No me dijo nada y yo no le pregunté nada, sólo nos saludamos -dijo el Bestia, encogiéndose de hombros y volvió a echar una ojeada al calendario. Bordelli volvió a mirar a su alrededor buscando algo que pudiese servirle de ayuda. Se puso a hurgar en todos los rincones con mucha atención, pero no encontró nada.
- Bestia, ¿dónde está el teléfono más cercano?
- En el bar, al final de la calle, comisario.
La tramontana agujereaba los oídos. Bordelli estaba a punto de meter las llaves en el portón del edificio en el que vivía cuando se le acercó una señora de unos setenta años, muy delgada, casi transparente, con el pelo teñido de violeta y gafas con cadenita. Llevaba un sombrerito negro con velo y agujas.
- Usted es guardia, ¿no es cierto? -dijo con voz sibilante.
- Más o menos -contestó Bordelli.
- ¿Carabinero?
- Dígame, señora. -La viejecita echó una mirada alrededor con expresión furtiva, le miró y susurró algo.
- Señora, si hace esto no la oigo -dijo el comisario. Ella se acercó y levantó ligeramente el velo poniendo al descubierto sólo la barbilla.
- Soy la señora Capecchi, tengo que hablarle de una cosa muy grave, tendría que subir un momento a mi casa -susurró algo más fuerte.
- De acuerdo -dijo Bordelli, notando en la nariz un olor desagradable que sabía a harina de castañas y a caramelos viejos.
- Sígame -dijo la señora Capecchi, y empezó a andar deprisa hacia el Arno. Bordelli la siguió pensando que hubiese sido mejor no hacerle caso.
- No se me pegue demasiado, mariscal -dijo la anciana, cambiando de acera. El comisario la dejó adelantarse unos pasos y continuó siguiéndola, sintiéndose cada vez más gilipollas. La señora Capecchi llegó hasta Borgo San Frediano, giró a la derecha, cruzó la calle y enseguida giró a la izquierda, pasando por debajo del arco de Cestello. Unos pasos más allá, le hizo un gesto de complicidad a Bordelli y se metió en un portón. El comisario esperó unos segundos y luego se acercó. Dudó un instante, pensando que podía también tratarse de una trampa, luego meneó la cabeza y empujó el portón.
- No me parece usted muy despierto, mariscal -dijo la anciana, empezando a subir la escalera. Subía los peldaños de uno en uno. Llevaba un vestido negro demasiado ancho, lleno de pliegues. Bordelli la seguía sin decir nada. En el primer piso la señora Capecchi metió la llave en la puerta de su casa, pero antes de entrar se giró hacia Bordelli.
- ¿No llevará los zapatos sucios? Me he pasado toda la mañana limpiando -dijo.
- Creo que no. -La anciana echó una ojeada a los zapatos de Bordelli y luego empujó la puerta. En cuanto estuvo dentro se puso unas zapatillas y empezó a andar arrastrando los pies sin levantarlos. Bordelli la siguió hasta un saloncito con los suelos abrillantados con cera. Había varias vitrinas pequeñas con cortinitas de puntilla y las paredes estaban llenas de figuritas, recuerdos de viajes, cuadritos. La señora Capecchi le invitó a sentarse en un sillón, se sentó delante de él y se levantó el velo doblándolo sobre el sombrerito.
Tenía un gran lunar cubierto de pelos en la mejilla. La estufa de queroseno estaba al máximo y hacía un calor insoportable. El aire era seco, malsano, olía a resolí y a sillones viejos. Bordelli empezó a sudar y se desabrochó la camisa.
- Perdone -dijo.
- Póngase cómodo, mariscal.
- ¿Qué quería decirme? -Bordelli no veía el momento de marcharse. La anciana abrió los ojos y alzó una mano llena de anillos.
- El hecho es que en este edificio suceden cosas extrañas -dijo, misteriosa.
- ¿En qué sentido?
- Gente que va, gente que viene, arriba, abajo, y a escondidas, carcajadas, gritos, un ajetreo continuo…
- ¿Ah, sí? -dijo Bordelli, notando que una gota de sudor se le colaba por el cuello.
- ¡No puede imaginar qué jaleo! -susurró la señora Capecchi, moviendo las manos y haciendo tintinear los numerosos brazaletes que le pendían de la muñeca.
- Feo asunto… -dijo Bordelli.
- ¡A quién se lo cuenta! Toda la culpa la tiene el tipo del último piso… ha llegado hace poco, se llama Nocentini… una persona ambigua, tiene una cara desagradable. Toda la culpa es suya… Antes, en el cuarto, vivía la señora Meletti, luego murió, pobrecita.
- Lo siento.
- ¿Le apetece beber algo, mariscal?
- No, gracias.
- Sin ceremonias. ¿Un alkermes
- Se lo agradezco, pero no quiero nada.
- La señora Meletti, aquella santa mujer, pobrecita… nadie venía nunca a visitarla. Era una mujercita deliciosa, siempre amable, todos los días iba a misa… no como esa desvergonzada, como yo digo. -La señora Capecchi lanzó una mirada hacia arriba, en una dirección imprecisa, y se encogió dentro de su vestido. Bordelli pidió permiso para fumar y encendió un cigarrillo.
- ¿Puede decirme algo más sobre estos ruidos? -dijo con la esperanza de acabar pronto. La anciana restregó las zapatillas sobre el pavimento con nerviosismo.
- Ruidos… ¿cómo puedo describirlos?… Voceríos, portazos, carcajadas vulgares… gritos que no parecen humanos… y también una especie de música ensordecedora que hace que tiemble todo el edificio… ¡Eso no es música! Es un estruendo sin sentido… Qué ha sido de las bellas canciones de Otello Boccaccini, de Rabagliati, de Spadaro, de…
- ¿Qué más me puede contar del tal Nocentini?
- ¡Ah, mire, es un verdadero cazurro! Nunca saluda, siempre canturrea algo entre dientes… y además tira las colillas en la escalera… y escupe, se lo he visto hacer con mis propios ojos… y también mastica sin parar esas cosas americanas asquerosas… y silba a las mujeres…
- Bien, iré a hablar con él -dijo Bordelli, fingiendo estar escandalizado. Ya no aguantaba más.
- ¿Y cuándo piensa ir, mariscal?
- Ahora mismo, si está. - La Capecchi empalideció y volvió a restregar las zapatillas contra el suelo.
- Por favor, sobre todo, no le diga que he sido yo la que le ha enviado a la cárcel -susurró con los ojos muy abiertos.
- Puede estar tranquila, nadie lo sabrá nunca.
- ¡Loado sea Dios! -dijo la señora Capecchi persignándose. Dio las gracias a Bordelli, muchas, muchas, muchas gracias, y dijo que a pesar de ser un carabinero era realmente amable, amabilísimo, era la primera vez que se encontraba con un carabinero tan amable. Bordelli apagó la colilla en un platito que venía de Lourdes y se levantó para marcharse.
- ¿Me tendrá al corriente, mariscal? -dijo la señora Capecchi mientras le acompañaba a la salida deslizándose con sus zapatillas.
- En cuanto sepa algo se lo comunicaré.
- Le espero pronto.
- Depende -dijo Bordelli, feliz de irse.
- No deje que ese granuja le impresione, póngale en su lugar -dijo la anciana, abriendo la puerta.
- No se preocupe.
- Use métodos expeditivos, mariscal. Ese delincuente puede que sea grande y macizo pero usted es carabinero, ¿no?
- Más o menos.
- Dígame cuándo tendrá lugar el juicio, no quiero perdérmelo.
- Hasta la vista, señora. Esté tranquila, yo lo arreglo.
- ¡Oh, Santa Paz!, no se imagina qué contenta estoy.
Finalmente la señora Capecchi cerró la puerta y Bordelli oyó el ruido de cien cerrojos. Movió la cabeza y se dirigió hacia el último piso. Se sentía como un idiota, con todo lo que tenía que hacer se ponía a hacer caso a las manías de una anciana. Llegó al final de la escalera y encendió un cigarrillo. En la puerta de la derecha estaba escrito Meletti. Bordelli llamó sin convicción, nadie abrió. Volvió a llamar. Nada, el truhán no estaba. Bajó la escalera sin prisa y, antes del último tramo, oyó cómo se abría y se cerraba el portón que daba a la calle. Junto a un golpe de viento frío entró alguien silbando una canción famosa. Bordelli intentó recordar el título, pero no se acordaba. El individuo empezó a subir los peldaños como un caballo y cuando se encontró con Bordelli dejó de silbar. Era alto y fuerte, seguro que era él, el terrible Nocentini. Tenía poco más de veinte años, una cara simpática y ojos límpidos.
- Buenas noches -dijo, y se metió las manos en el bolsillo para seguir su camino.
- Perdone, ¿qué estaba silbando? -preguntó Bordelli. El individuo se giró y le miró con asombro, luego sonrió apenas, divertido.
- No sé, creo que es una canción francesa -dijo, encogiéndose de hombros.
- ¿No era una canción de Yves Montand?
- Quizá.
- ¿Usted es Nocentini?
- Sí, ¿por qué? -dijo el individuo, dejando de sonreír.
- ¿Puedo hablar con usted un instante?
- ¿Usted quién es?
- Comisario Bordelli. Subamos un momento, quiero hacerle sólo un par de preguntas.
- De acuerdo -dijo el muchacho con expresión sombría. Subieron hasta el último piso y entraron en la casa. El apartamento era un pasillo estrecho con una habitación al principio y otra al final, con las paredes sucias. Cajas aún por abrir, ropa tirada por todas partes y un olor a cerrado que se quedaba pegado a la garganta.
- Todavía me estoy instalando -dijo el muchacho. Entraron en la sala al final del pasillo. Sólo había una cama, un tocadiscos en el suelo y algunos discos de 45 revoluciones sin funda.
- Soy todo oídos -dijo el muchacho, quieto delante del comisario.
- ¿Eres tú el que arma todo ese follón por las noches? -preguntó Bordelli.
- Se lo ha contado esa bruja del primer piso, ¿no es cierto? Cómo coño se llama…
- ¿No puedes hacer menos ruido?
- No hago ruido, pero ésa apenas oye volar una mosca…
- ¿Y ese tocadiscos?
- Lo pongo bajo. -Bordelli fue a ver qué discos tenía. Celentano, Carosone, Rita Pavone…
- ¿Tienes trabajo? -preguntó.
- En el Mercado Central, a las cinco ya estoy allí descargando. -El comisario acabó de mirar los discos y se dirigió hacia la puerta.
- Bien, me voy. Intenta no hacer demasiado ruido por la noche porque si no la señora Capecchi seguirá tocándome las pelotas.
- De acuerdo.
- E intenta no tirar las colillas en la escalera.
- Tendré cuidado.
- Es mejor para todos -dijo Bordelli, consciente de lo pesadas que podían ser las ancianas de aquel tipo. Estrechó la mano al muchacho y se fue intentando recordar el título de aquella canción de Yves Montand.
Desde que había visto al enano doblado dentro de la maleta, Bordelli se sentía culpable, pero ahora la única cosa que podía hacer era encontrar a quien lo había matado, y juró descubrirlo.
La Científica había inspeccionado la casa de Casimiro y la maleta, pero, aparte de las huellas de Bordelli y del Bestia, no habían encontrado ninguna más. El asesino había tenido cuidado en no dejar ningún rastro. Era algo más bien extraño, tratándose del homicidio de un pobre enano de las Case Minime.
Por la mañana, hacia el mediodía, Bordelli subió al coche con Piras en dirección a Fiesole y, durante el trayecto, le explicó con pelos y señales todo lo que sabía sobre aquel asunto, desde el falso muerto que el enano había visto en aquel campo, hasta su última llamada telefónica.
Dejaron el coche en el lugar de siempre y fueron hasta el olivar. Bordelli no tenía ninguna idea precisa, pero las últimas palabras de Casimiro le llevaban a aquella villa. Tenía que empezar por allí. Llegaron delante de las barbacanas y vieron que en el suelo había muchas hojas de hiedra arrancadas. Parecía como si alguien hubiese intentado escalar por la barbacana asiéndose a las ramas más robustas de la enredadera.
- Piras, esta historia cada vez me gusta menos. -Pensaba en el enano, una vida desgraciada y una muerte de mierda. Hubiese sido mejor que no naciese. Quizá, en aquel momento, Diotivede ya le había abierto la barriga.
El sardo miraba al suelo con atención. En un momento dado vio algo entre la hierba y se arrodilló.
- Comisario, venga a ver. -Bordelli se acercó y se agachó para mirar.
- Mierda -dijo. Era el pequeño esqueleto de plástico de Casimiro. Lo recogió y lo toqueteó con tristeza.
- ¿Por qué ha dicho mierda, comisario?
- Era de Casimiro.
- ¿Está seguro? -preguntó Piras.
- Segurísimo, era una especie de amuleto, siempre estaba jugando con él.
- ¿No es posible que lo perdiese la noche que vinieron juntos?
- No, recuerdo muy bien que, cuando le acompañé a su casa, lo llevaba en la mano.
- Hostia -dijo el sardo. Bordelli se metió el esqueleto en el bolsillo y siguió mirando a su alrededor. Retrocedió unos pasos y echó una ojeada a la villa. Como siempre, todas las persianas estaban cerradas y no había indicios de vida. Piras continuó mirando al suelo en busca de huellas, pero era inútil, en aquella alfombra de hierba tupida no quedaba ningún rastro.
- Vamos a la villa, Piras -dijo de repente Bordelli. Volvieron al Escarabajo y pocos minutos después llegaron delante de la gran verja herrumbrosa. Se asomaron entre los barrotes. A la luz del día, el jardín tenía un aspecto aún más descuidado. La fuente de piedra no echaba agua y estaba cubierta de musgo, las malas hierbas crecían en libertad desbordando el límite de los viejos parterres.
- Parece una de esas villas con fantasmas -dijo Piras. Si Bordelli no hubiese visto con sus propios ojos salir a la alemana por la puerta hubiese pensado lo mismo. Tiró de la cadena de la campanilla. Se oyó retumbar el sonido en el interior de la casa, pero nadie abrió.
- ¡Señorita Olga! -gritó Bordelli. De nuevo, tenía la sensación de que alguien estaba espiando a través de las láminas de las persianas.
- ¿Nos espían? -susurró el sardo.
- Me lees el pensamiento, Piras. -Se levantó viento y las hojas secas se arremolinaron en las aceras de la villa. El efecto era el mismo que el de un domingo en el cementerio. Piras y Bordelli observaron todas y cada una de las ventanas, intentando averiguar si realmente había alguien espiando, pero no vieron nada extraño. Sólo se oía el rumor de las hojas barridas por el viento.
Subieron de nuevo al coche y volvieron a la ciudad pasando por el camino viejo, inclinado como un muro. Bordelli seguía pensando en el hombre de la mancha oscura en el cuello. ¿Dónde había visto una mancha como aquélla? O quizá se equivocaba…
- Piras, ¿te dice algo una gran mancha oscura que va de aquí hasta aquí? -dijo deslizando un dedo sobre su garganta.
- Creo que no -respondió el sardo.
- Y bien, ¿qué piensas de esta historia?
- Ahora sabemos con certeza que Casimiro estuvo en ese campo y que quizá intentó escalar la barbacana, pero esto no significa que esa villa tenga, obligatoriamente, algo que ver con el homicidio.
- Así es…
- Pero me pregunto, ¿dónde fue asesinado Casimiro? ¿En su casa o en otro lugar? Y si fue asesinado fuera de casa, ¿por qué le transportaron hasta allí en una maleta, en vez de tirarle al Arno o enterrarle en algún lugar?
- Una buena pregunta, Piras, ¿tienes también la respuesta?
- Si no fuma me hará un favor, comisario -dijo el sardo al ver que Bordelli se estaba metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta. El comisario hizo una mueca como diciendo que era inevitable, encendió un cigarrillo y Piras abrió de inmediato la ventana.
Diotivede le oyó entrar y permaneció con el ojo aplastado en el microscopio.
- Menudo madrugón -dijo. Eran apenas las siete y media.
- Ya, pero sé que empiezas a trabajar pronto -dijo Bordelli.
- Pero tú no.
- En este periodo duermo mal.
- Te he hecho ya el enano, pero todavía no he escrito el informe -dijo Diotivede, girando una ruedecilla del microscopio.
- Cuéntamelo de viva voz.
- Sé que le conocías.
- Le arresté por primera vez poco después de la guerra. -El médico dejó de examinar los pelos de las bacterias y se irguió. Bordelli se sorprendía cada vez que le miraba. Diotivede tenía más de setenta años, pero su cara seguía conservando algún rasgo infantil.
- Lleva muerto dos días, entre la una y las dos de la madrugada -dijo.
- Hundimiento del cráneo, ¿verdad?
- Erróneo.
- ¿Qué quieres decir?
- Murió envenenado -dijo el médico. Bordelli abrió los ojos con asombro.
- ¿Y el golpe en la cabeza?
- Se lo propinaron después, casi con toda seguridad con un martillo.
- ¿Qué sentido puede tener esto? -dijo Bordelli, meneando la cabeza.
- Yo también lo he pensado. Quizá tu amigo, el enano, tuvo contracciones musculares mientras moría, con veneno puede suceder. Y por miedo a que no muriese el asesino le remató con el martillo.
- ¿Algo más? -preguntó Bordelli, sintiendo unas enormes ganas de fumar.
- Las uñas de las manos están astilladas, menos la del pulgar. Parece que hayan sido frotadas contra alguna cosa abrasiva. Las yemas también están un poco quemadas.
- ¿Se lo hubiese podido hacer contra un muro de piedra?
- Sí.
- Continúa.
- Tenía el estómago lleno, a punto de reventar. ¿Quieres saber qué había comido? -dijo el médico.
- Pobre desgraciado, puedo imaginármelo… col, judías blancas…
- Te equivocas.
- ¿Qué quieres decir? -Diotivede cogió una hojita manoseada que estaba encima de la mesa y leyó.
- Quiero decir cigalas, dorada, gambas… también había un poco de langosta y mucha mayonesa. El vino era un Gewürztraminer u otro parecido. No te recitaré los dulces para no hacerte engordar.
- Bromeas, ¿no es cierto?
- No -dijo el médico con una sonrisita.
- ¡Coño! -exclamó Bordelli.
- Ni siquiera falta el coñac, aunque le añadieron cianuro.
- ¿Es una muerte mala?
- Yo diría que sí -dijo Diotivede, ajustándose las gafas en la nariz.
- Pobre desgraciado… -murmuró Bordelli.
- Pero hay otro hecho más bien curioso: era un cianuro especial.
- ¿En qué sentido?
- Una cosa vieja, confeccionada en forma de pastillas muy pequeñas.
- ¿Cómo de vieja?
- Muy vieja -dijo el médico.
- ¿De la última guerra?
- Incluso anterior.
- ¿Es posible que duren tanto?
- Depende de cómo las conserves. -Bordelli se sujetó la barbilla con los dedos con expresión nerviosa.
- ¿Algo más? -preguntó.
- Creo que no. Ahora, perdona, pero tengo que acabar aquella muchacha -dijo Diotivede, señalando una camilla al extremo del laboratorio. Por debajo de una sábana asomaba una cascada de cabellos rubios y, en el extremo opuesto, dos pies blanquísimos y delgados.
- ¿Es la que se encontró en la escombrera? -preguntó el comisario.
- Es ella. Se encarga de ella el testarudo de Rabozzi.
- ¿Prostituta?
- No parece.
- ¿Violada?
- Lo estaba comprobando ahora.
- ¿Puedo verla?
- Adelante. -El comisario se acercó a la camilla y levantó la sábana, primero un trozo y luego del todo. Se puso a mirar a la muchacha con tristeza, debía de tener más o menos veinte años.
- Guapa -dijo.
- Tiene aire de parisina -dijo el médico.
- ¿Conoces bien París?
- Casi como los intestinos humanos, viví allí cinco años.
- No lo sabía.
- No tienes por qué saberlo todo siempre -dijo el médico. Bordelli bajó la sábana. También él había estado en París, en diciembre de 1939. Conoció a una mujer hermosísima y se enamoró como un jovencito. Se llamaba Christine. Fueron tres semanas de ensueño y el regreso a casa no fue fácil. Empezaron a escribirse. También ella parecía enamorada, casi se podía pensar que estaba decidida a venir a Italia. Luego las divisiones de Hitler entraron en París y ya no volvió a saber nada de ella…
Bordelli sacudió la cabeza para ahuyentar de su mente aquellos recuerdos y se puso en la boca un cigarrillo que encendería luego, cuando saliese del laboratorio.
- Me marcho. En cuanto hayas pasado a máquina los informes, envíamelos -dijo.
- Adiós -dijo Diotivede, volviendo a su trabajo. El comisario llegó hasta la puerta y se detuvo.
- Perdona… -dijo, dándose la vuelta.
- No me preguntes si hay algo más porque no lo hay -le interrumpió el médico sin levantar la vista del microscopio.
- Sólo quería saber si conoces un coñac que se llama De Maricourt.
- Sí -dijo el médico.
- ¿Ah, sí? Yo no lo conocía. -Diotivede se separó con un suspiro de los microorganismos y se metió las manos en los bolsillos con paciencia.
- En Italia nadie lo conoce. Nunca ha sido exportado y dejó de producirse hace al menos veinte años. La fábrica fue destruida durante la guerra y no volvió a ser puesta en funcionamiento. Las últimas partidas se las llevaron los nazis durante la avanzada americana.
- ¿Es un buen coñac?
- El mejor.
- Diotivede, me asombras. ¿Cómo es que sabes todo esto?
- Cultura personal.
- Aclárame una curiosidad, ¿cómo haces para distinguir el coñac del whisky o del calvados? Me refiero en la barriga de un muerto.
- No creerás que los pruebo -dijo el médico, esperando una de las acostumbradas réplicas idiotas que le tocaba soportar por sistema.
- Es una pregunta seria -dijo Bordelli.
- Existen las tablas químicas de todas las clases de alcohol y cada uno tiene sus características.
- Más fácil no podía ser…
- Adiós, Bordelli -dijo el médico, y volvió a pegar el ojo al microscopio. Pero Bordelli no se iba, había empezado a caminar arriba y abajo como siempre con el cigarrillo apagado en la boca.
- ¿Puedes también establecer la marca del coñac que bebió Casimiro? -preguntó de repente.
- Esto es pedir demasiado -dijo Diotivede.
- Bueno, pues como si no hubiera dicho nada. -Bordelli farfulló una despedida y salió del laboratorio dejando finalmente en paz al médico.
Regresó a la comisaría con las ideas confusas y, subiendo la escalera, se encontró con Rabozzi. Como siempre, aquel animalote tenía una risa de mastín que le deformaba la cara.
- Hola, Bordelli.
- Hola. Acabo de ver a la muchacha encontrada en la basura.
- Hermosa, ¿verdad?… ¿Qué pasa? Te veo de mal humor.
- Tengo el asunto de Casimiro atravesado.
- ¿Tu amigo el enano?
- Sí.
- Si encuentras al que le ha asesinado, ¿qué le harás? ¿Le dispararás en la cabeza? -dijo Rabozzi, riendo burlonamente.
- De momento, deja que le coja -dijo Bordelli.
- Si le envías a la cárcel, entre una y otra pijada, a los cinco años volverá a estar fuera.
- Me voy arriba.
- Adiós, Bordelli. -Rabozzi se alejó con su andar de justiciero y Bordelli subió a su despacho. Encendió otro cigarrillo. Volvía a fumar mucho, era por culpa de aquel feo periodo. Aquella niña asesinada y la muerte de Casimiro hacían que estuviese permanentemente en tensión. A pesar de la hora, abrió una cerveza haciendo saltar el tapón con las llaves de casa, como siempre.
Encima de su mesa de despacho había un informe recién llegado: durante la noche, un industrial había pillado a un ladrón robando en su villa de Bellosguardo y le había disparado con un fusil de caza, hiriéndole gravemente. Legítima defensa, había declarado el industrial. Bordelli conocía muy bien al ladrón, era Bernardo, un desgraciado que no hubiese hecho daño ni a una mosca. Había ido a recoger para sí una miga de bienestar en una Italia con pocos ricos y mucha miseria, y por este motivo la tomaban con él a fusiladas. Había algo que no encajaba. Bordelli acabó de leer el informe y sacudió la cabeza. Llamó a Mugnai por la línea interna.
- Envíame a Piras, por favor. -En aquel momento llamaron a la puerta y se asomó Piras.
- Mugnai, no le busques, ya está aquí -dijo Bordelli. Colgó y se levantó, mirando al sardo a los ojos.
- ¿Sabes qué tenía el enano en la barriga, Piras? -Le contó todo lo que le había dicho Diotivede sobre la última cena del enano. El sardo se rascó la cabeza.
- Qué follón -dijo. Bordelli resopló. Cogió la botella de coñac De Maricourt y se quedó mirándola fijamente como queriendo leer en ella la verdad.
Aquella misma noche, Bordelli volvió solo al olivar de Fiesole. El cielo estaba límpido, lleno de estrellas. Era casi luna nueva y por seguridad se había traído una linterna. Sin embargo, ya conocía perfectamente el lugar y no necesitó encenderla.
No sabía muy bien qué es lo que había venido a buscar. Sólo quería pasear por aquel lugar con la esperanza de descubrir algo. Hubiese podido pedir al juez Ginzillo una orden para registrar la villa, pero de momento prefería moverse con cautela. Todavía no sabía con quién se las tenía que ver y temía dar algún paso en falso. Además Ginzillo era demasiado miedoso, siempre enredándose en sus sofismas de juez haciendo carrera, siempre con el terror de equivocarse con alguna decisión. De momento, era mejor olvidarse de Ginzillo, sólo conseguiría, como siempre, perder un montón de tiempo.
Por fin se detuvo en un punto desde el que podía ver bien la villa. Como de costumbre, las persianas estaban cerradas y no se veía luz. No corría aire. Reinaba un gran silencio. Apoyó la espalda contra el tronco de un gran olivo lleno de hojas y encendió un cigarrillo escondiendo la llama de la cerilla. En aquella noche oscura corría el riesgo de ser visto. Al fumar ponía la mano delante de las brasas como hacía durante la guerra.
De repente vio que se filtraba luz de una de las ventanas de la villa y, pocos segundos después, volvió a apagarse. Tiró la colilla al suelo y la pisó con el zapato. Le entraron unas enormes ganas de ir a molestar a la señorita Olga. Estaba a punto de volver al coche, pero en aquel momento se dio cuenta de algo. Se giró y entrevió a lo lejos una silueta humana que caminaba en medio de los olivos. Instintivamente se agachó y permaneció inmóvil. Estaba casi seguro de que no le habían visto. El hombre avanzaba con desenvoltura entre los árboles, como si en aquella oscuridad se viese perfectamente. El comisario esperó a que estuviese más próximo y luego se levantó. Fue hacia él iluminándole con la linterna y apuntándole con la pistola.
- Hola -dijo. El hombre se dio la vuelta bruscamente y se detuvo. Bordelli le iluminó la cara y, por un instante, le pareció tener delante una máscara. Era una cara llena de arrugas con los ojos potentes de un alma devastada.
- Hola -dijo el hombre, adoptando una postura tranquila. Bordelli hizo que la luz se deslizase por las ropas del desconocido. Era evidente que no se trataba de un vagabundo, al contrario, parecía bastante elegante. Dirigió de nuevo la linterna hacia la cara.
- ¿Busca algo? -dijo.
- ¿Perdone, usted quién es? -preguntó el hombre con expresión inocua. Tenía el acento de los extranjeros que llevan viviendo en Italia muchos años.
- Policía -contestó Bordelli. El otro no se sorprendió en absoluto.
- ¿Puedo ayudarle? -dijo. El comisario dio un paso adelante.
- ¿Qué hace usted aquí? -dijo.
- Estaba paseando.
- ¿A la una de la madrugada?
- A la una de la madrugada -respondió el hombre. Ni siquiera parpadeaba.
- ¿Por qué no empieza diciéndome su nombre? -dijo Bordelli, cometiendo el error de bajar la pistola. El hombre farfulló algo en un idioma extraño, saltó hacia delante y, antes de que el comisario pudiese darse cuenta, le soltó un puñetazo en el hígado. Bordelli cayó de rodillas con la respiración cortada y la linterna le resbaló de la mano. Levantó con esfuerzo la cabeza y vio la silueta oscura del hombre que corría como un rinoceronte hacia el bosque. Apuntó con la pistola. Estaba a punto de disparar pero no lo hizo. ¿Qué demonios de lengua hablaba aquel gorila? Parecía eslavo o árabe.
Cuando recuperó el aliento se puso de pie dando tumbos y, con una mano sobre el hígado, volvió al Escarabajo. Se sentía un verdadero idiota. Permaneció unos minutos sentado en el coche fumando un cigarrillo delante de la luna que, aquella noche, estaba delgada como un trazo hecho con pluma. Tiró la colilla y arrancó. Subió por la calle del Bargellino y poco después se detuvo delante de la entrada a la villa. Bajó y se acercó a la verja. Todo estaba a oscuras. Tiró de la campanilla con insistencia, sin importarle que fuera de noche. Se encendieron luces en el primer piso y luego en la planta baja. Poco después se abrió la puerta y, en el vano iluminado de la entrada, apareció la silueta de la señorita Olga.
- Señorita Olga, perdone por la hora, soy yo de nuevo, el comisario Bordelli -gritó. La mujer se tapó el cuello con el chal y avanzó por el jardín. Se detuvo a un paso de la verja sin abrirla. Esta vez iba en bata y tenía la mirada llena de rabia.
- Estaba durmiendo -dijo irritada.
- Quería hablar con usted un minuto.
- Diga.
- ¿Ha regresado el barón?
- No.
- ¿Sabe dónde está?
- Creo que en África.
- ¿Sabe cuándo vuelve?
- Nein. -Aquella palabra, pronunciada secamente por los labios arrugados de Fräulein Olga, hizo volver a Bordelli a los tiempos de la guerra. Miraba fijamente a la mujer y se la imaginaba vestida de SS.
- ¿La villa es propiedad del barón? -preguntó.
- Ja… Sí.
- ¿Cuándo la compró?
- Estas cosas las puede comprobar por sí mismo.
- Si usted me lo dice, me ahorraré un montón de tiempo.
- Después de la guerra -suspiró la mujer, cada vez más irritada.
- Perdone la pregunta, señorita, ¿por casualidad el barón tiene una gran mancha oscura aquí, en el cuello?
- Creo que usted lo confunde con otra persona.
- Una última cosa, ¿en los últimos tiempos ha notado algo extraño por aquí, en los alrededores?
- Si hubiese algo extraño llamaría a la policía -dijo Olga, mirándole fijamente. Bordelli intentó sonreír.
- ¿Cuando regrese el barón puede decirle que me llame, por favor? -dijo.
- Barón estar fuera mucho tiempo, quizá meses.
- Bueno, si habla con él por teléfono dígale que me llame a la comisaría.
- De acuerdo.
- Gracias y perdone las molestias.
- Buenas noches -dijo la señorita Olga. Retrocedió, caminó hasta la casa y cerró el portón de un portazo. No podía decirse que fuese una persona hospitalaria.
Una noche de enero de 1944, en un pueblecito del sur, Bordelli y Gavino Piras, el padre del joven policía, habían salido a caminar por la carretera. Encima del uniforme llevaban un abrigo de civil. No había pasado mucho tiempo desde el ocho de septiembre
Bordelli se levantó de la cama a las seis, sin haber dormido. Todavía tenía en los ojos la imagen de aquella fea aventura pasada con Gavino Piras. El cenicero rebosante llenaba la atmósfera con un mal olor áspero y dulzón. Fue a la cocina a vaciarlo en el cubo de la basura y volvió al dormitorio. Abrió la ventana y se asomó, estremeciéndose de frío. Fuera todavía era de noche. Caía una lluvia ligerísima, gotas minúsculas que brillaban como diamantes bajo la luz de las farolas. Encendió un cigarrillo y se apoyó con los codos en el alféizar. Pensaba en el monstruo que había asesinado a Valentina. Quizá también él estuviera despierto y, en aquel momento, estaba mirando el mismo cielo bajo, cubierto con un colchón de nubes oscuras. Intentó imaginárselo. Quizá fuera un hombre solitario, rechazado por todos, un medio loco que había matado impulsivamente quién sabe por qué motivo. Y ahora llevaba en su interior aquel secreto horrendo, aplastado por la culpa, incapaz de oponerse a la fuerza monstruosa que, en ciertos momentos, crecía en su interior. O quizá no, quizá estuviera contento de lo que había hecho y ya estuviera planeando otro homicidio. O quizá no estaba ni destrozado por la culpa ni contento, y seguía con su vida de siempre, indiferente a todo. Nadie podía saberlo.
El comisario sopló el humo hacia el cielo y se pasó una mano por la cara. Tenía el cerebro cansado. Le hubiera gustado arrancarse la cabeza para no pensar. Tiró la colilla a la calle y encendió otro cigarrillo. Estaba asqueroso, sabía a metal. Dejó la ventana abierta y se tumbó en la cama. Para distraerse se puso a observar los detalles de la habitación. Conocía a la perfección cada grieta y cada mancha del revoque, la pintura levantada de las contraventanas, las telarañas en las esquinas del techo, la cuña de cartón debajo de la librería, los lomos gastados de sus libros que en años nunca habían cambiado de lugar. A veces le gustaba encontrar todo igual que siempre, otras veces no lo soportaba. Sopló con fuerza el humo de la boca…
Las ganas de matar… Quizá estaban enraizadas en el interior de cada hombre. Una fuerza irracional, una herencia ancestral que tenía el sabor del instinto de supervivencia. O quizá era el deseo de descubrir algo sobre la muerte, de tocarla con la mano…
Recordó aquella vez que, de niño, había matado una lagartija. Quizá había matado muchas, pero aquélla la recordaba perfectamente. Era verano. La lagartija estaba a pocos metros de él, inmóvil a los pies de un pino, tranquila bajo el sol. Era muy grande y verde. Él había apuntado con el tirachinas, empujado por una voluntad que no entendía. Había soltado la goma y la piedra había dado de lleno en la cabeza de la lagartija que saltó por los aires. Se acercó para mirarla. La lagartija estaba vuelta del revés con un hilillo de sangre en el cuello. La panza era blanca y escamosa, la cola aún se movía, como si se negase a morir. Se quedó observándola durante varios minutos, espantado y fascinado por aquella muerte inútil. Él había decidido matar y sentía el peso de aquel gesto irremediable, incapaz de comprender por qué lo había hecho…
En los dos años de guerra que siguieron al Armisticio había matado a varios alemanes, pero comprendía perfectamente el porqué. Fue justamente para combatir cara a cara con ellos por lo que, después de haber pasado casi tres años en barcos y submarinos, había pedido ingresar en el batallón San Marco. Cuando llegó el mes de abril de 1945, en la culata de su ametralladora había hecho veinticuatro incisiones, eran sólo los SS que estaba seguro de haber matado personalmente. Delante de aquellos cadáveres había experimentado sensaciones muy distintas, sobre todo náusea. Náusea por todos aquellos muertos, por sí mismo, por la guerra.
Apagó la colilla y se puso las manos detrás de la nuca. Entrecerró los párpados para descansar los ojos. Quizá no, quizá el monstruo no estuviera despierto. Dormía como cada noche, normalmente, como alguien que vuelve cansado del trabajo, desilusionado, resignado o, quizá, satisfecho, o melancólico, según los días. Y en aquel momento se acurrucaba en su cama con los brazos rodeando la almohada, como hacía él también a menudo. Si vivía en aquella misma ciudad, respiraba el mismo aire que él también respiraba, caminaba por las mismas calles, veía los mismos edificios y las mismas iglesias, era una de las muchas personas sobre las que posaba su mirada durante un segundo. Quizá, incluso, se habían mirado a los ojos o se habían rozado con el hombro al cruzarse en la calle tal como sucedía cientos de veces con cientos de personas.
Se irguió para mirar el despertador. Las siete menos cuarto. Apagó la luz y se puso de lado. Casi era el alba. La cabeza le pesaba envuelta en los vapores del sueño que le atontaban sin darle el golpe de gracia. Por la ventana abierta entraba un soplo de aire frío. No le apetecía levantarse y se cubrió con la manta abrazando la almohada contra el pecho. Tenía los bronquios inflamados por culpa de los cigarrillos. Se sentía más aturdido que nunca, pero no conseguía dejar de pensar. Era como si alguien continuase girando sin descanso una manivela unida a su cerebro. Pensaba en la guerra, en la infancia, en sus cincuenta y cuatro años, en los masajes de Rosa, en Casimiro hecho una pelota dentro de la maleta, pensaba en la muerte absurda e injusta de Valentina y en su madre, que dormía en un hospital atiborrada de sedantes, pensaba también en aquella vez que…
Sonó el teléfono y, a oscuras, su mano encontró el auricular.
- ¿Sí?
- ¿Mariscal, es usted?
- Señora Capecchi, ¿qué sucede? -La anciana señora parecía muy agitada.
- Aquí vamos de mal en peor. ¡Ha desaparecido Zillo! -dijo.
- ¿Quién es Zillo?
- ¡Mi canario… ya no está, la jaula está vacía! ¡Le han secuestrado! Y creo saber quién ha sido…
- ¿Nocentini?
- Ese granuja quiere asustarme, quiere que me muera… ¡Ooooh!
- Señora, ¿qué sucede?
- Buricchio… tiene plumas en la boca…
- ¿Quién es Buricchio?
- Mi gato…
- Ah, vale.
- Buricchio, ven aquí enseguida… feo y malo… ¿qué le has hecho a Zillo?
Llegó al despacho hacia las diez, atiborrado de café, después de dejar el Escarabajo en el taller de la comisaría para un repaso. Había dormido poco más de dos horas. Le zumbaban los oídos. Tiró el cigarrillo que acababa de encender y fue al archivo a ver a Porcinai. Le encontró sentado comiendo algo, como siempre. Cada vez que le veía, Bordelli se asombraba de lo gordo que estaba. El archivero levantó su poderosa cabeza y se frotó los ojos, dos grandes ojos de borrego bueno.
- Hola, Bordelli.
- ¿Qué estás comiendo?
- Croquetas de arroz. ¿Quieres una?
- No, gracias. -Porcinai vivía en la oscuridad del polvoriento archivo de la mañana a la noche, siempre sentado. Ni siquiera se levantaba para comer, le costaba demasiado. Se traía de casa paquetes misteriosos, los guardaba en un cajón y durante la jornada picaba un poco de todo, manchándose los dedos y limpiándose en el pantalón. Una luz blanca de mesa iluminaba durante todo el día la superficie del escritorio, cubierto de hojas y carpetas. El resto de la habitación permanecía casi siempre a oscuras.
- ¿Qué necesitas, Bordelli?
- Me las arreglo yo solo. Enciéndeme sólo la luz. -Porcinai accionó el interruptor que había hecho colocar bajo la mesa y los fluorescentes se encendieron uno a uno. El comisario se deslizó entre las estanterías que llegaban hasta el techo y buscó la sección de los criminales fichados. Sacó una carpeta del estante: Aba-Ces. Estaba llena a reventar. La llevó a la mesa y empezó a hojearla sin ganas. Era sólo una excusa para sentirse activo. Pensaba en el hombre de la villa, en aquella maldita mancha oscura en el cuello. Leía los nombres y miraba las caras, Abanti Vito, Abbate Angelo, Abelamenti Nicola, Abissino Giuseppe, Accursio Tommaso… pero sentía que en aquellos ficheros no encontraría nada interesante, sólo caras normales de delincuentes normales y, finalmente, lo dejó estar. Colocó la carpeta de nuevo en su sitio y se quedó unos minutos charlando con Porcinai, sentado en el borde de la mesa. Luego le dio una palmada en el hombro y regresó a su despacho. Se dejó caer en su silla con un suspiro. No avanzaba ni un paso en ninguno de los dos homicidios y sentía el peso de la impotencia.
Era casi mediodía. Un cielo de acero aplastaba la ciudad, el aire frío presionaba sobre los cristales y los empañaba. Y, sin embargo, era ya casi mitad de abril.
Volvió a leer por enésima vez los informes de la niña. Miraba aquellas fotos pensando que también el asesino había visto aquella escena. Notaba una desagradable sensación, como si un hilo delgadísimo le uniese con el asesino. Si al menos hubiese podido seguir aquel hilo, centímetro a centímetro, sin tirar, y llegar hasta él…
Se puso a anotar algo en su cuaderno intentando hallar algo a lo que asirse para poder seguir de algún modo, pero poco después hizo una pelota con la hoja y la tiró a la papelera.
Levantó el auricular del teléfono y pidió a Mugnai que fuese a buscar otro café al bar de la calle San Gallo.
- Tómate lo que quieras y haz que lo apunten en mi cuenta -dijo.
- Gracias, comisario.
Mientras esperaba el café, le llamó el jefe de policía y, sin ningunas ganas, subió al piso de arriba. Llamó apenas y, sin esperar, empujó la puerta. Inzipone le recibió bien y le ofreció un cigarrillo.
- Gracias, tengo los míos -dijo el comisario sentándose. El jefe le miraba con expresión pensativa.
- ¿Quería hablar de la redada? -le provocó Bordelli.
- Dejemos a un lado la redada, no tengo ganas de discutir -dijo Inzipone, apretándose los ojos con los dedos. Había sido necesario el homicidio de una niña para hacerle digerir sin demasiada dificultad aquellas estúpidas redadas, pensó Bordelli.
- Dígame, doctor, no tengo mucho tiempo -dijo con impaciencia.
- Quería saber en qué punto nos hallamos en el asunto de la niña.
- Desgraciadamente todavía no tenemos nada… En cuanto vuelva al despacho, llamo al hospital para saber si puedo hablar con la madre de Valentina. -Inzipone se sujetó la barbilla con la mano, serio.
- La gente espera mucho de nosotros, Bordelli -dijo, moviendo la cabeza.
- Yo también, se lo aseguro.
- Intente ir más deprisa… Y sobre el homicidio del tal Robetti, ¿qué me dice?
- Perdone, ¿quién es Robetti?
- El enano que usted encontró en la maleta.
- Ah, usted se refiere a Casimiro.
- ¿Tiene alguna pista?
- Trabajo en ello -dijo Bordelli, levantándose.
- Manténgame informado.
- Por supuesto.
- Bien, puede irse. -Las conversaciones como aquélla no tenían ningún sentido, pensó el comisario cerrando tras de sí la puerta. Cuando volvió al despacho, el café ya se había enfriado, pero se lo bebió igualmente. Luego cogió el teléfono y llamó a Medicina Legal. Después de que sonase diez veces oyó que contestaban.
- ¿Sí?
- Hola, Diotivede, soy yo.
- Estoy bastante ocupado -dijo el forense. Bordelli se lo imaginó con un bazo en la mano.
- Sólo una pregunta… ¿te dice algo un hombre con una larga mancha oscura en el cuello? -preguntó. Diotivede reflexionó un instante.
- Me dice algo, pero no recuerdo a nadie en particular -dijo.
- Bueno, lo he intentado… ¿Qué tal se está ahí abajo entre los muertos?
- Es el único lugar donde no se oyen decir gilipolleces.
- ¿La muchacha de la escombrera?
- Violada por tres personas.
- Qué bestias…
- Vuelvo al trabajo.
- Adiós. -Bordelli colgó y meneó la cabeza deseando que aquellos tres acabasen pronto en manos de Rabozzi. Se puso a mirar la pared que tenía delante, pero frente a sus ojos estaban las mismas cosas de siempre… la niña tumbada en el suelo con los brazos abiertos, el cuerpo deforme de Casimiro encogido en la maleta… miseria, muerte, injusticia… ya no lo soportaba más. En la papelera vio la botella de cerveza que el enano había bebido aquella famosa noche y encendió con rabia un cigarrillo. No sabía por dónde seguir y esto le enojaba mucho. Desenvolvió una chocolatina que desde hacía meses veía sobre la mesa de despacho. Debía de haberse deshecho en verano y se había vuelto a solidificar en invierno porque era chocolate blanco y sabía a escamas. Se lo comió igualmente, haciendo una pelota con el papel de aluminio durante un buen rato.
Se devanaba los sesos sin tregua, intentaba encontrar la más mínima idea, incluso insignificante, para seguir adelante con ambos homicidios, pero no se le ocurría nada. De nuevo pensó en Ginzillo y en la orden de registro para la villa de Fiesole, pero seguía pensando que no era una buena idea. Incluso si el asesino de Casimiro realmente vivía en aquella casa, había tenido tiempo de sobra, antes de que el homicidio fuera descubierto, para organizarse y borrar cualquier rastro.
Finalmente se dio por vencido e intentó trabajar con lo que tenía. Cogió el teléfono y llamó al hospital de Santa Maria Nova para saber si podía hablar con la madre de Valentina. Preguntó por el doctor Saggini.
- Todavía está muy débil, comisario -dijo el doctor.
- Sólo quiero hacerle alguna pregunta.
- Llámeme mañana por la mañana, quizá se encuentre un poco mejor.
- Gracias, doctor. -El comisario colgó y envió de nuevo a Mugnai al bar de abajo a buscarle alguna cerveza. Se sentía destrozado. No hacía más que rumiar en vano, sin progresar ni un paso. Era peor que cuando, durante la guerra, le tocaba caminar bajo la lluvia con las botas pesadas de barro.
El homicidio de Casimiro le desorientaba. En torno a aquella villa de Fiesole habían sucedido muchas cosas que a primera vista parecían no tener relación entre sí. Quizá realmente sólo fueran coincidencias independientes del homicidio o, quizá, formaban parte del mismo esquema aún invisible. De momento era difícil entender algo. Destapó una cerveza y, distraídamente, abrió el último cajón de la parte baja del escritorio, el más privado. Estaba lleno de baratijas, objetos extraños o inútiles de los que no recordaba siquiera la proveniencia: cajitas vacías, cintas de colores, trocitos de hierro enganchados a un imán, viejas postales firmadas por desconocidos, trozos de papel arrugados con números de teléfono que no le decían nada. De repente se encontró sujetando una hoja amarillenta doblada en cuatro. La abrió y reconoció su propia caligrafía. Era una carta, la había escrito para su madre durante la guerra. Estaba fechada el 9 de septiembre de 1943, el día después del Armisticio. Una carta llena de mentiras: «Queridísimos, nos vamos. Nos movemos, hacia dónde, no se sabe. Estamos todos tranquilos. No os preocupéis por mí, por nada, aunque por mucho tiempo no recibáis noticias. Si puedo escribiré. Besos cariñosos para todos. F.». Leyó varias veces aquella carta breve y mentirosa, con temblores en los brazos. Recordaba perfectamente cuándo y dónde la había escrito y de qué humor estaba. Después de aquel día había empezado el verdadero infierno. Más abajo, en la misma hoja, su madre había escrito, también a mano: «Del 43 al 45 = Guerra. N.B. Con 33 años se llevaron a Franco. Durante 12 meses, hasta septiembre del 44, no supe nada de él, ni el Vaticano, ni la Cruz Roja supieron responder a mis preguntas. ¡Esta nota fue durante 12 largos meses nuestra esfinge! Después, dos soldados del San Marco nos trajeron noticias, pero él no volvió a escribir hasta el final de la guerra». Era cierto, no volvió a escribir nunca más. Unas semanas después de la Liberación, volvió a Florencia sin avisar a nadie. Era una noche de junio. Al llegar frente a su casa, entró en el jardín sin llamar y espió desde la ventana de la planta baja. Su madre estaba sentada delante de una mesita llena de velas votivas y, en medio de las pequeñas llamas, había una foto de su único hijo que ya todos creían desaparecido. La veía rezar en la sombra, con el rostro inmóvil. Esperó unos minutos, observando aquella escena y notando los latidos del corazón en las sienes. Luego llamó suavemente a la ventana. Su madre se puso rígida y dejó de rezar y, antes incluso de darse la vuelta, dijo en voz alta: «¡Franco!». Luego se levantó apoyando las manos en la mesita, fue a abrir la ventana y, durante un rato, se quedó mirando a aquel hijo resucitado de la nada, con el rostro curtido por el sol, las mejillas hundidas, los ojos brillantes como los de algunos animales. «Tendrás hambre», dijo. Él saltó por encima del alféizar, tiró la mochila a un lado y la levantó por los aires como si fuese una niña. «Me apetece comer espaguetis», dijo.
Dobló de nuevo la carta en cuatro y la volvió a colocar en el cajón. Se pasó una mano por los ojos intentando relegar aquellas emociones a lo más profundo de su memoria, luego encendió otro estúpido cigarrillo y se quedó pasmado mirando la pared. La imagen de su madre frente al tabernáculo del hijo muerto permaneció un buen rato.
A media tarde, recordó a Aldo Bandiera, un viejo ladrón amigo de Casimiro. A lo mejor el enano había hablado con él, pensó. Quizá no fuera mala idea ir a verle. Decidió ir enseguida. Al salir hizo un gesto a Mugnai.
- Si alguien me busca, estaré de vuelta dentro de una hora más o menos -dijo. Mugnai salió de la garita y le siguió hasta la calle.
- Mi hermana está muy preocupada, comisario. Tiene dos niñas pequeñas y ahora siempre están en casa.
- De momento no se puede hacer otra cosa, Mugnai. Pero le cogeremos pronto -dijo el comisario con aire seguro. No quería dejar que nadie viese su preocupación. Saludó a Mugnai dándole una palmada en el hombro y fue a recoger el Escarabajo al taller de la comisaría. Llegó justo en el momento en que Sallustio cerraba el capó.
- Hola, Sallustio.
- Comisario, ¿está seguro de que este tractor funcionaba?
- Iba como siempre, ¿por qué?
- Tenía las bujías en muy malas condiciones, para desenroscarlas he tenido que utilizar el martillo.
- ¿Ahora está todo arreglado?
- Todo arreglado, comisario, ya verá qué diferencia… pero las bujías viejas me las quedo de recuerdo, se las enseñaré a mis hijos.
- Coches alemanes.
- Si todo hubiera dependido de estos «aplastapiedras», comisario, aquellos «comedores de patatas» hubiesen ganado la guerra.
- Mejor no pensar en ello, Sallustio, me da demasiado miedo. -Saludó al mecánico y se fue dando gas para intentar apreciar aquella bendita diferencia, pero no notó nada. El Escarabajo funcionaba bien, como siempre, ruidoso como siempre, alemán como siempre.
Llegó a Le Cure y aparcó delante de la tienda de Bandiera, un pequeño local con una puerta acristalada llena de baratijas de todo tipo. La luz estaba encendida, pero colgando del picaporte había un cartel escrito a mano: vuelvo enseguida. Bordelli bajó del coche y miró a través del cristal. Realmente había de todo, desde maniquíes de madera hasta lavabos usados. Sabía que Aldo vivía a la vuelta de la esquina y se dirigió hacia allí a pie.
Entró en la portería de un edificio de fachada descuidada. No encontró el interruptor, así que subió la escalera a oscuras. Tocaba la pared con la mano para orientarse. Contó tres pisos y luego aporreó una puerta con el puño. Desde el interior llegaba la voz de un televisor a todo volumen. Nadie vino a abrir. El comisario aporreó con más fuerza y, finalmente, oyó el ruido de una silla al ser arrastrada. En aquel momento, una mujer del piso de abajo gritó riñendo a su hijo, lo que provocó el llanto histérico de varios niños. La puerta de Bandiera se abrió de repente y Bordelli se encontró delante del viejo rostro de Aldo, marcado por una vida dura y por la amargura. Tenía unas orejas enormes, llenas de pelos. Debía de estar a punto de cumplir ochenta años. No había bajado el volumen del televisor y Bordelli tuvo que levantar la voz.
- Hola, Aldo, ¿puedo pasar un minuto? -El viejo le miró sin demasiada alegría.
- Eso dijo otro, comisario, cuando vino a arrestarme.
- Sólo quiero hacerte un par de preguntas. -El viejo dejó la puerta abierta y, seguido de Bordelli, se dirigió arrastrando los pies hacia la habitación del televisor. Se dejó caer en una silla y plantó la mirada en los dibujos animados. Una gota le colgaba de la nariz sin caer, ni siquiera con el temblor de la cabeza. Daban ganas de limpiársela sin pedir permiso. Bordelli se sentó frente a él.
- ¿Puedes bajar la tele, por favor? -dijo. Aldo se puso un dedo en la oreja.
- ¿Qué? -dijo arrugando la nariz.
- El televisor… ¿se puede bajar? -gritó Bordelli. El viejo se levantó de mala gana y fue a bajar el volumen.
- Quería ver Félix -dijo, sentándose de nuevo.
- Te robo sólo cinco minutos.
- A mi edad, cinco minutos es muchísimo tiempo.
- ¿Te has enterado de lo de Casimiro?
- Lo he leído en los periódicos. Si encuentra al asesino, envíemelo, comisario. Me gustaría charlar con él a mi manera.
- ¿Cuándo viste a Casimiro por última vez?
- Pasó por mi casa unos días antes de morir.
- ¿Te dijo algo?
- Hablaba de una casa en Fiesole, llevaba varios días espiándola.
- ¿Sabes si había descubierto algo?
- No me dijo nada más, a aquel enano siempre le gustó hacerse el misterioso.
- Encontraré a su asesino, puedes estar seguro.
- Era un buen enano -dijo Aldo mirándole fijamente. Bordelli se levantó para marcharse. Había dado otro palo de ciego.
- Gracias, Aldo, te dejo con tu Félix. -Aldo se levantó para acompañarle.
- No te molestes, Aldo, conozco el camino -dijo Bordelli. El viejo volvió a dejarse caer en la silla.
- Adiós, comisario -dijo, dirigiendo los ojos al televisor justo en el momento en que Félix se rascaba la panza riendo como un loco… The End.
- Que te den -dijo Aldo. Por suerte empezaba enseguida otro episodio con el gato Félix y el viejo esbozó una especie de sonrisa. Bordelli le dejó en paz y se fue. Bajó la escalera a oscuras con miedo a tropezar. Los niños empezaban a dejar de lloriquear, en el último piso una mujer cantaba y se oía al viejo toser sin parar.
A la mañana siguiente, hacia las once, Bordelli telefoneó de nuevo a Santa Maria Nova para saber cómo estaba Carla Panerai, la madre de Valentina.
- Puede venir, comisario, pero no haga que se canse demasiado -dijo el doctor Saggini.
- Sólo necesito cinco minutos.
- Cuando llegue, haga que me avisen.
- Gracias, hasta ahora.
El hospital no estaba lejos de la calle Zara, el cielo estaba límpido y el comisario decidió ir andando. Caminaba a paso ligero, intentando vaciarse la cabeza al menos durante unos minutos. En cuanto llegó a la plaza San Marco oyó que alguien le llamaba y se dio la vuelta. Se encontró delante de una cara antipática pero que le resultaba familiar.
- ¡Bordelli! ¿No me reconoces? Soy Melchiorri.
- Hola, ¿qué tal estás? -dijo Bordelli. Claro, aquel gilipollas era Melchiorri. Seguía teniendo aquel cabezón cubierto de pelos amarillos y los mismos ojos azules y estúpidos. Melchiorri nunca le había gustado.
- Yo estoy bien, ¿y tú? -dijo Melchiorri.
- Bastante bien.
- Han pasado treinta años, ¿no?
- Incluso más -dijo Bordelli, ya aburrido. Miraba la corbata multicolor de Melchiorri pensando que hubiese preferido no verla.
- Ahora vivo en Milán… Es una ciudad magnífica, la única ciudad italiana de verdad. Pero mi familia sigue aquí, así que, un par de veces al año, me toca venir a verles.
- Ah, bien.
- ¿Te acuerdas qué follón montábamos en clase? ¿Eh? La clase maldita -dijo Melchiorri riéndose sin ganas.
- Ya. -A Bordelli no le apetecía hablar, no sabía qué decir, nunca sabía qué decirles a tipos como Melchiorri, pero el cabezón parecía empeñado en querer charlar.
- ¿Te acuerdas de aquella de latín? La Vizzardelli… caminaba así, muy recta, parecía que tuviese un palo en el culo. Pobre desgraciada, ¿sabes que murió? Me lo contó Guerrini… ¿Te acuerdas de Guerrini? He vuelto a verle, se ha casado con una negra, siempre fue un poco raro, ¡yo incluso pensaba que era mariquita! ¿Y Caselli? ¿Te acuerdas de ella? El culo más hermoso de la clase… Me la encontré hace un par de años en un restaurante con su marido y tres hijos, quizá no te lo creas pero sigue siendo guapa… El marido escribe no sé qué, no lo entendí muy bien, una cara de sepulturero… A propósito, ¿te enteraste de lo que hizo Fantechi? Se suicidó hace unos diez años, le encontraron colgado en la cocina, a su manera era incluso simpático, siempre me dejaba copiar… ¡Pero el mejor de todos era Coppini! ¿Te acuerdas de cómo iba vestido? Hizo todo el bachillerato con los mismos zapatos… y el año pasado me lo encontré, adivina cómo. ¡Conduciendo un Giulietta Sprint! Se ha casado con una mujer muy rica y parece ser que también es guapa… mira por dónde, y parecía idiota. Y tú, ¿no has vuelto a ver a nadie? Yo me encontré también con Gonnelli… ¡qué retrasado! Heredó la carnicería de su padre, no podía hacer nada más, aquel gilipollas, ¿te acuerdas cómo trataba el latín? Ah, también he vuelto a ver a Degl'Innocenti, el pequeñito, ¿le recuerdas? Aquel que tenía los dientes así, que siempre se tiraba pedos… -El comisario dejó de escucharle y lentamente le vino a la mente cuando Melchiorri le denunció al director, un día que Bordelli hizo novillos con una chica. Nunca le había caído bien aquel picha fría. No había cambiado nada, seguía teniendo la misma cara de inútil de entonces y el aspecto de una persona de bien que sólo falla a escondidas. Seguramente votaba a la Democracia Cristiana sintiéndose un revolucionario.
- ¿… y Mazzanti? ¿Sabes que se casó con Tombelli? Aquella con el pelo rizado y que masticaba todas las plumas… ¡Yo no sería capaz, con una que te ha dado la lata durante todo el bachillerato! Además Tombelli… ¿te acuerdas de ella? Un año la saludas y es una niña, y al año siguiente… ¡pah! Te la encuentras y tiene aspecto de tía buena… Pero la mejor de la escuela era Conti… ¿La recuerdas? Morena con ojos verdes… ¡joder, qué buena estaba!… Ah, sí, qué tiempos… Ah, ya, no te he hablado de…, ¿cómo se llama?… ¡Panichi! ¿Sabes a qué se dedica ahora? Aquel bestia trabaja ahora en el Ferrocarril… ¡Y Magini! ¿Te acuerdas qué fea era?… Pobrecita… Coladita por Fantechi durante cinco años, pero él no le hacía caso ni por casualidad… ¡Ah, sí, han pasado muchos años! ¿Y tú qué haces? Yo trabajo en el ramo de los sanitarios, si necesitas un váter ven a buscarme, no está mal como trabajo… un poco como las funerarias, los váteres y los ataúdes siempre se venden, ¿no? ¿En cambio, tú, a qué te dedicas? ¿Qué tal te va?
- ¿Yo? Soy un chulo -dijo Bordelli, serio.
- ¿Cómo?
- Tengo un par de chicas que trabajan para mí, se gana bastante y además no pegas sello en todo el día… ¿Por qué pones esa cara?
- Por nada.
- También llevo un asuntillo de drogas para redondear.
- ¿Ah, sí? -Melchiorri estaba incómodo y algo asustado. Bordelli bajó la voz.
- ¿Necesitas un poco de coca? Me llegó ayer de Bolivia, te hago un precio tirado.
- No, gracias… perdona, pero me tengo que ir a comprar el pan.
- Oye, ¿por qué no organizamos una buena cena con toda la clase? Yo podría traer a mis chicas.
- Por qué no, pensémoslo… me alegro de haberte visto, me alegro mucho, quizá nos volvamos a ver, pero, ahora, tengo que irme. -Melchiorri se despidió deprisa y se fue corriendo sin darse la vuelta. Bordelli se sintió animado de nuevo, encendió un cigarrillo y siguió su camino. Melchiorri nunca le había gustado.
Llegó a Santa Maria Nova y, a la primera enfermera que vio, le preguntó por el doctor Saggini. Le hicieron esperar en un largo pasillo lleno de puertas cerradas. El médico llegó al cabo de un rato, con paso de atleta y el cabello blanco peinado hacia atrás. Le llevó enseguida hasta la madre de Valentina, pero, antes de entrar en la habitación, le pidió que sobre todo no la cansase demasiado.
- Su estado todavía es malo -dijo, meneando la cabeza.
- ¿Está sola en la habitación? -preguntó el comisario.
- Hay otras dos pacientes.
- Si puede levantarse, preferiría hablar con ella a solas.
Entraron en la habitación. La mujer estaba medio dormida en su cama. Tenía ojeras, el pelo sucio pegado a las mejillas y parecía haber adelgazado mucho. Parecía una muchachita abandonada.
- ¿Qué tal esta mañana? -le preguntó el médico. La mujer le miró con aire ausente y luego hizo un gesto para decir que estaba bien. Se veía que estaba bajo el efecto de los sedantes.
- ¿Cree que puede levantarse? El comisario desea hacerle algunas preguntas.
- Sí -dijo ella. Estaba muy débil, vacilaba sobre sus piernas y el médico la ayudó a bajar de la cama. La acompañaron hasta una habitación donde no había nadie y le acercaron una silla.
- Les dejo solos -dijo Saggini, lanzando una mirada a Bordelli, luego se marchó cerrando la puerta tras de sí. El comisario se sentó delante de la mujer.
- Señora Panerai, siento tener que hablarle de lo sucedido. -La madre de Valentina le miraba con una sonrisa idiota en los labios, sin parpadear. El comisario detestaba hacer preguntas a personas que se encontraban en aquellas condiciones, pero sabía que no le quedaba más remedio. Incluso el más pequeño indicio podía ser importante. Creía que el asesino podía volver a matar y se sentía en lucha con el tiempo.
- ¿Puedo empezar? -dijo.
- Sí.
- ¿Tiene algún enemigo?
- ¿Enemigo? -dijo ella, cerrando un poco los ojos. Estaba bastante aturdida.
- ¿Hay alguien que desee hacerle daño hasta este punto?
- No.
- ¿En qué trabaja?
- Dependienta.
- ¿Dónde?
- En los grandes almacenes. -La mujer respondía con lentitud, siempre con aquella especie de sonrisa en la boca. Bordelli hacía largas pausas para no cansarla.
- ¿Está casada?
- No.
- ¿Tiene un compañero?
- No tengo a nadie. -A pesar de ser delgada, estaba sentada como si le pesara el cuerpo.
- ¿El padre de Valentina? -preguntó Bordelli.
- Vive en Turín… Ya tenía mujer e hijos, pero lo descubrí demasiado tarde.
- ¿Por este motivo Valentina no tiene el apellido de su padre?
- Cuando nació, él no quiso… ¿cómo se dice?
- ¿Reconocerla?
- Sí… -dijo, encogiéndose ligeramente de hombros.
- ¿Por qué?
- No quería crear problemas a su verdadera familia -dijo la mujer, arrugando la frente.
- Perdone la pregunta, señora Panerai… ¿Él no le pasaba ninguna ayuda?
- Me enviaba algo de dinero cada mes. Pero no fue esto lo que yo me imaginé cuando le conocí.
- En resumen, no mantienen una buena relación -dijo el comisario. La mujer sacudió la cabeza.
- Intenté por todos los medios que admitiese que Valentina era su hija. Hace unos años, incluso le denuncié… acabamos en los tribunales, pero él siguió negándose. Se podía permitir pagar un buen abogado y no conseguí nada… al final me resigné -dijo, mirándole con la mirada vacía. Parecía cansada después de un discurso tan largo.
- ¿Venía a ver a Valentina?
- Tres o cuatro veces al año.
- ¿La quería?
- ¿Cómo?
- El padre… ¿quería a Valentina? -La mujer asintió levemente.
- A ella sí… le escribía muchas cartas y la cubría de regalos -dijo.
- ¿Ha sido informado de lo sucedido?
- Sí.
- ¿Cómo ha reaccionado?
- Lloraba… -dijo la mujer con la mirada ausente. Bordelli la dejó en paz durante unos segundos para que descansase. Luego prosiguió.
- Perdone, señora… tengo que hacerle algunas preguntas sobre aquella tarde.
- Pregunte lo que quiera -dijo ella con aspecto cansado.
- ¿Se dio cuenta enseguida de la ausencia de su hija?
- No.
- ¿Cómo fue que la perdió de vista?
- Sucedía a menudo.
- ¿Se alejaba?
- Sí.
- ¿Para qué?
- Le gustaba esconderse -dijo la mujer, mirando fijamente la pared con una sonrisa triste. En aquella cara enjuta los ojos parecían enormes.
- ¿A qué hora vio a Valentina por última vez?
- No lo sé… hacia las cinco y media. -La niña había sido hallada hacia las seis. Había sido asesinada en aquella media hora.
- ¿Iba a menudo con su hija al parque del Ventaglio? -siguió preguntando Bordelli después de una pausa.
- Si no llovía…
- ¿Se conocen todos en ese parque?
- Sí.
- ¿Últimamente ha notado a alguien que no hubiese visto con anterioridad?
- No -dijo ella negando con la cabeza durante un rato. Bordelli esperó a que se tranquilizase y luego prosiguió.
- ¿Van personas solas al parque… sin niños?
- Algún anciano con el perro.
- ¿Sucedió alguna vez que alguien molestase a su hija?
- Nunca me dijo nada. -La mujer daba señales de impaciencia, estaba agotada.
- No había nadie en ese parque que pueda hacerle pensar que…
- No -dijo ella moviendo la cabeza. Cerró los ojos con fuerza, los abrió de nuevo y miró a través de la ventana. Todavía lucía el sol, pero por el norte avanzaban nubes oscuras.
- Una última cosa, señora… ¿A qué escuela iba su hija?
- A la de la calle Fibonacci.
- Gracias, de momento no tengo más preguntas. Perdone por las molestias.
- No importa -dijo ella. El comisario se acercó a la mujer para ayudarla a ponerse de pie. En la silla había quedado una huella húmeda y olía mucho a orina.
- La acompaño -dijo Bordelli. Carla se sujetó a su brazo. Dieron algunos pasos hacia la puerta y ella se quedó bloqueada.
- No entiendo por qué -dijo con un destello de locura en los ojos.
- Le cogeremos -dijo Bordelli, apretándole la mano. Acompañó a la mujer hasta la habitación, la ayudó a tumbarse y la tapó con la sábana.
- Hasta la vista, señora Panerai -dijo mirando aquel rostro hundido en la almohada.
- Le cogeremos… -murmuró ella a modo de despedida. En aquel momento llegó una enfermera y le puso una inyección en el brazo.
A la una decidió ir a comer un bocado en Da Cesare. Hacía ya algunos días que no aparecía por allí. Una ausencia larga resultaba insólita, pero en aquel periodo no le apetecía atiborrarse y a menudo comía un bocadillo en el bar. Aquella mañana se le había vuelto a despertar el apetito, quizá como un antídoto contra la frustración de tragar que sentía desde hacía varios días. Necesitaba hacer una pausa, vaciar la cabeza.
Se metió aliviado en la cocina de Totó y se dejó caer en el taburete.
- Hola, Totó.
- ¡Comisario! ¿Dónde se había metido? -gritó el cocinero yendo a su encuentro. Bordelli le apretó el brazo evitando sus manos pringosas.
- Estuve ocupado -dijo.
- Ya lo creo… ¡con ese maníaco por ahí suelto! -dijo Totó con cara de asco. El comisario intentó cambiar de tema.
- ¿Qué cosas buenas has cocinado?… No, espera, intentaré adivinarlo -dijo. Olió el aire mientras Totó le miraba fijamente con aire de reto.
- ¿Bacalao a la livornesa?
- ¡Muy bien, comisario! Pero he hecho una variante a mi manera.
- Seguro que lo has estropeado… ¿Y qué hay de primero?
- Espaguetis a la Como me da la gana.
- ¿Y cómo son?
- ¿Se fía usted de Totó?
- Me fío, me fío.
- Hace bien… un momento, ahora vuelvo. -Totó se fue corriendo a remover una cazuela, llenó cinco o seis platos con pasta y los apoyó en el pasaplatos. Puso los espaguetis para el comisario en el agua y los removió durante más de un minuto, canturreando entre dientes Stai lontana da me. Luego puso a calentar el bacalao a fuego lento y volvió con aspecto de cowboy. Después de Casimiro, era el hombre más bajo que Bordelli hubiese conocido jamás.
Esperando la pasta comieron juntos una tosta de gambas. En un momento dado, Totó cruzó los brazos sobre el pecho y le miró fijamente a los ojos.
- ¿Qué me dice, comisario? ¿Coge a ese loco o no?
- Le cojo, Totó, le cojo pronto.
- Esperemos que así sea… También en mi tierra suceden estas atrocidades… Justo al acabar la guerra, un tipo medio tonto mató a la hija del farmacéutico, una hermosa niña de diez años. La encontraron degollada en un pajar, toda ensangrentada. Aquel loco también la había…
- ¿No se te van a pasar mis espaguetis, Totó? -dijo Bordelli para que dejase de hablar. No tenía ganas de oír historias de niñas asesinadas.
- No se ponga nervioso, comisario, yo, el reloj lo llevo aquí -dijo el cocinero, tocándose la sien con el dedo.
- Nunca se sabe.
- Le decía, comisario… que aquel loco también le había roto las piernas, así, como si fueran palillos. Pobrecita, yo la vi… parecía un pollo a la diabla. Los padres estaban como muertos, no podían ni siquiera hablar. Gracias a Dios, encontraron enseguida a aquel loco… Todo el pueblo se reunió delante del despacho de los carabineros… «Acabemos con el monstruo», gritaban, «dénnoslo». Las mujeres estaban más enfurecidas que los hombres… El brigadier tenía miedo y disparó al aire gritando que todos regresaran a sus casas… pero no se fueron… sin perderse en charlas tiraron abajo la puerta y sacaron al loco de la celda. Le arrastraron agarrándole por el pelo hasta la plaza de la iglesia y le despedazaron… Una historia atroz, comisario, como suelen ser las de mi tierra…
- Totó, los espaguetis.
- Ya casi están, sólo falta un minuto… También en un pueblo vecino al mío sucedió una buena carnicería, pero también a aquel otro loco le pescaron enseguida. Había hecho pedazos a dos hermanitas, le encontraron en un…
- Perdona, Totó, ¿no tienes un poco de vino?
- Aquí quizá pueda faltar el agua, comisario… -dijo el cocinero, burlonamente. Fue a coger una botella y Bordelli se dispuso a cambiar de tema. Quería disfrutar de aquellos espaguetis sin tener que escuchar las historias macabras de Totó. Le producían demasiada tristeza, sobre todo, en un periodo como aquél. También le quemaba tener que oír que aquellos asesinos habían sido capturados mientras que el suyo aún estaba libre… y podía volver a matar. No podía dejar de pensar en ello, era un clavo fijo plantado en su cerebro. El cocinero volvió con el vino y le llenó el vaso hasta el borde.
- Pruebe esto, comisario, viene de mi pueblo. -Bordelli bebió un sorbo.
- Bueno. ¿Lo hace alguno de tus parientes?
- Mi tío, él es el artista.
- ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo hace? -preguntó Bordelli. Totó se rascó la frente.
- Comisario… no me diga que no sabe cómo se hace el vino, sería como no saber qué es el agujero del culo. -Bordelli abrió los brazos y puso cara de ignorante. Había encontrado un tema para distraer a Totó de los asesinatos de niñas y quería aprovecharlo al máximo.
- Lo sé vagamente, Totó. Pero seguro que no existe un único modo de hacer vino… ¿Tu tío cómo lo hace? -El cocinero corrió hacia el fondo de la cocina para colar la pasta de Bordelli y levantó la voz para hacerse oír.
- Para hacer un buen vino es necesario empezar con la poda. Hay quien sólo hace una, en cambio mi tío hace dos -dijo.
- ¿Y hay diferencia?
- ¡Desde luego! -Totó puso los espaguetis en el plato, vertió por encima una salsa anaranjada llena de almejas y se lo llevó al comisario.
- Tiene buena pinta -dijo Bordelli, notando un olor a mar.
- Un invento de Totó… después dígame si le ha gustado. -El comisario probó la pasta. Obviamente estaba buenísima.
- Eres un gran cocinero, Totó. Díselo a tu madre -dijo, levantando en alto el tenedor.
- Es usted demasiado bueno, comisario, demasiado bueno.
- Lo digo en serio…
- Y todavía le queda por probar el bacalao -dijo Totó.
- Cada cosa a su tiempo… y además todavía no me has dicho cómo hace el vino tu tío -dijo Bordelli por temor a que Totó volviese a empezar con sus historias de monstruos. El cocinero levantó la barbilla y siguió explicando al comisario cómo hacía el vino el hermano de su padre. Se lo contó con todo lujo de detalles, olvidándose del asunto de las dos hermanitas destrozadas, para satisfacción del comisario. Y para pasar de la teoría a la práctica se tomaron varios vasos de vino.
Bordelli salió de la cocina de Totó después de un plato de Como me da la gana, dos platos de bacalao, un café solo, mucho vino y varias grappas. Sentía que había comido y bebido demasiado y decidió ir a pasear junto al Mugnone. Caminaba despacio, con el cigarrillo entre los labios para no tener que sacar las manos de los bolsillos. Se puso a observar a la gente que pasaba por la calle. No había mucho movimiento. Una mujer con frío, algún anciano aburrido, perros callejeros. Le gustaba andar por aquellas calles vacías con el frío clavándose en su cara, le ayudaba a pensar…
Se acordó de una noche de marzo de 1944, sin luna. Las retaguardias de los Aliados cañoneaban sin tregua, y los alemanes contestaban. Gennaro se puso a cantar canciones de su tierra e hizo que todos llorasen. Pobre Gennaro, con aquel rostro grande y ovalado y aquellos ojos de niño. Se hallaba fuera de lugar en medio de los galeotes del San Marco. Pocos días después saltó por los aires al pisar una mina antitanque. Su cuerpo voló como un monigote a diez metros de distancia y cayó con un golpe sordo entre los arbustos. Fueron a recogerle. Tenía las piernas destrozadas. Parecía una carcasa de pollo. Sangraba como una fuente. Levantó la cabeza y miró a Bordelli con los ojos ya muertos.
- Isa… ab… el… la -fue lo único que dijo. Tosió un par de veces, escupiendo sangre por la boca. Murió de inmediato sin ni siquiera una sacudida. Sus ojos se quedaron abiertos y Bordelli se los cerró. Le envolvieron en una manta y le transportaron al campamento. Pobre Gennaro y pobre Isabella…
El comisario se detuvo un instante para encender otro cigarrillo. Empezaba a caer una llovizna finísima, tan ligera que se arremolinaba como la nieve. Se posaba en su cabello sin dar la sensación de mojar. Siguió caminando sin meta, dejando atrás los edificios sin darse cuenta. Luego, de repente, pensó en la madre de Valentina, la volvió a ver sentada en la silla con aquellas ojeras de dolor y aquella extraña sonrisa en los labios. Volvió sin prisa a la comisaría y pasó la tarde fumando, encerrado en su despacho.
A la mañana siguiente, hacia las diez, se recibió en comisaría la llamada telefónica de una mujer. Estaba muy nerviosa, balbuceaba y no se le entendía nada. Sólo al cabo de un rato consiguió decir algo comprensible sobre una niña muerta y, enseguida, le pasaron con el despacho del comisario.
Bordelli salió maldiciendo del despacho y gritó el nombre de Piras. Varias puertas se abrieron en el pasillo, se asomaron otros colegas pero nadie dijo nada. El sardo llegó corriendo y, al ver la cara de Bordelli, comprendió enseguida de qué se trataba.
Subieron al Escarabajo y, con el motor a toda mecha, fueron al parque de las Cascine. Entraron en el prado donde ya se hallaban varios coches de la policía aparcados con las luces destellantes encendidas. El viento era fuerte, pero era siroco y casi hacía calor. En el límite entre el césped y el pequeño robledal se había formado el acostumbrado corrillo de curiosos, que la policía retenía con dificultad, y varios periodistas. Rinaldi vio al comisario y fue a su encuentro con expresión sombría.
- ¿La niña? -preguntó Bordelli.
- Por allí, comisario -dijo, señalando el bosque de robles. Caminando a su lado le dijo que una señora decía que había visto al asesino. Era la misma mujer que había llamado a la policía.
- Está un poco nerviosa -añadió.
- Haz que se calme, voy enseguida -dijo Bordelli, estremeciéndose e intercambiando una mirada con Piras. La idea de poder iniciar una verdadera investigación le electrizaba.
- ¿Las fotografías? -preguntó, siguiendo en dirección al bosque.
- Ya están hechas, comisario -dijo Rinaldi.
- ¿Cómo se llama la niña?
- Sara Bini, cinco años.
- ¿La madre está aquí?
- La niña estaba con su abuela, comisario. Es aquella que está llorando.
- ¿Han avisado a la madre?
- Ha ido Scarpelli.
- ¿La abuela ha visto algo?
- No, comisario. Estaba hablando con una amiga en aquel banco y continuamente se daba la vuelta para mirar a la niña que estaba jugando cerca de aquellos árboles. En un momento dado ya no la ha visto, la llamó pero la niña no contestaba. Entonces fue a buscarla, pero no consiguió encontrarla. Luego oyó el grito de una mujer y se dirigió hacia ella…
- Haz que toda esta gente se marche, también los periodistas.
- Enseguida, comisario. -Rinaldi se dirigió a paso ligero hacia la muchedumbre que se agolpaba en el prado. Bordelli y Piras cogieron el sendero que atravesaba el robledal pasando en medio de una vegetación tupida y sin cuidar. Después de unos cincuenta metros llegaron al lugar. Junto al cadáver estaban dos agentes. Bordelli devolvió el saludo con un gesto y se agachó para mirar a la niña. Estaba tumbada detrás de un matorral a un lado del sendero, en medio de las hojas secas. Rubia, con los ojos verdes muy abiertos mirando al cielo. En el cuello tenía las mismas marcas rojas que se habían encontrado en el de Valentina. El abriguito rojo tenía los botones arrancados y en el vientre desnudo se veía la marca de un mordisco.
- El mismo mordisco, Piras.
- Parece una firma.
- Quizá quiera que sepamos que el asesino sigue siendo él.
- Llega el doctor Diotivede, comisario. -El anciano médico avanzaba hacia ellos con su andar de niño y con el abrigo ondeando al viento. Tenía una expresión sombría. Hizo un único gesto con la mano y, enseguida, se puso a trabajar. Bordelli le dejó en paz y, seguido de Piras, volvió junto a los agentes que se hallaban en el límite del robledal, donde sólo quedaban algunos periodistas escribiendo en sus cuadernos.
- ¿Rinaldi, dónde está la testigo?
- Es aquella mujer, comisario, aquella con abrigo marrón. -Era una señora de unos cincuenta años, bien vestida. Caminaba arriba y abajo delante de un banco. Bordelli hizo un gesto al sardo y se dirigieron hacia la mujer. Se presentaron a la testigo y ella se agarró a la chaqueta de Bordelli.
- ¡Le he visto claramente, era él! Ya lo sabía yo que ése no era normal… ¡Siempre dije que era un degenerado, pero nadie quería creerme! -Luego se persignó dos o tres veces. Piras la miraba con cierta desconfianza.
- Cálmese, señora -dijo Bordelli. La mujer iba maquillada y bien peinada. No era fea, pero tenía una expresión antipática y una voz desagradable.
- Se inclinó hacia esa pobre niña y empezó a darle besos en la cabeza, ¡ese asqueroso! ¡Al verme, huyó corriendo! ¡Pero le reconocí, era él!
- Ahora cálmese, señora -repitió Bordelli, echando una ojeada a Piras. El sardo suspiró resignándose a soportar a aquella mujer.
El cielo estaba cubierto sin remedio a pesar del fuerte viento. Bordelli encendió un cigarrillo protegiendo un buen rato la cerilla con las manos. Había tiempo. Tenía muchísima prisa pero había tiempo. Quería prolongar al máximo aquellos momentos de esperanza febril, aquella sensación electrizante de tener ya entre manos al asesino.
- Mientras tanto, dígame su nombre -dijo, intentando aminorar el ritmo.
- Cinzia Beniamini -dijo la mujer. Lo dijo levantando la barbilla, como si todos tuvieran que conocer aquel famoso apellido. El comisario se giró de nuevo hacia Piras para ver si estaba listo para escribir. El sardo ya tenía en la mano su libreta y, con expresión de disgusto, escribió el nombre de la mujer. Bordelli aspiró con fuerza el humo y lo sopló a lo lejos.
- Señora Beniamini, ahora dígame con calma qué es lo que vio. Empiece desde el principio.
- ¿El principio?
- Desde el principio -repitió Bordelli. La mujer hizo un movimiento circular con los ojos, un poco confusa. Intentaba reunir los recuerdos y ordenarlos. Echó una ojeada a Piras y luego volvió a mirar al comisario. Él era el más importante. Le miraba a la cara, pero no a los ojos. Parecía que mirara su labio superior.
- Estaba hablando con una amiga, allí donde están aquellos bancos. En un momento dado, nos levantamos para dar dos pasos…
- ¿Qué hora era?
- No lo sé. Debían de ser las nueve y media, quizá un poco más tarde… ¿es importante?
- Siga.
- Tal como le decía, estaba charlando con mi amiga Marcella. Estábamos sentadas en aquel banco. De vez en cuando nos encontramos aquí, pronto por la mañana, para caminar un poco antes de ir a la compra. En un momento dado, nos levantamos y fuimos hacia allí, para andar un poco. Queríamos llegar hasta el Arno y luego volver al coche, lo hacemos a menudo. Cogimos aquel sendero, el que va entre los árboles, y vimos desde lejos la silueta de un muchacho en chándal que caminaba delante de nosotras.
- ¿Venía hacia ustedes?
- No, él también iba hacia el Arno. Hacía movimientos con los brazos como los que se hacen en el gimnasio.
- ¿A qué distancia estaba?
- No sé… Más o menos como aquel árbol de allí.
- Escribe unos treinta metros -le dijo Bordelli a Piras, luego se giró de nuevo hacia la mujer.
- ¿Había más gente?
- Creo que no.
- Prosiga.
- En un momento dado, el muchacho salió del sendero y se agachó, no se entendía qué estaba haciendo porque debajo de aquellos árboles siempre hay poca luz, incluso de día. Seguimos andando y cuando nos acercamos vimos que el muchacho estaba a cuatro patas encima de algo de color que, hasta aquel momento, no habíamos notado. Marcella tuvo miedo y se detuvo, yo, en cambio, sentí curiosidad y seguí adelante. Llegué bastante cerca del muchacho, quizá a unos quince pasos. Él seguía a cuatro patas, parecía que estuviese vomitando. Pensé que se encontraba mal, ¿qué otra cosa podía pensar? Entonces le llamé: «¿Señor, se encuentra mal?», dije. Hasta aquel momento, él no se había dado cuenta de nuestra presencia porque se puso en pie como impulsado por un resorte… enseguida le reconocí. Es un marginado, un maníaco que vive junto a mi casa…
- ¿Dónde vive usted, señora Beniamini?
- En la calle Trieste.
- ¿Luego qué sucedió?
- El muchacho huyó como una liebre. Entonces me acerqué a aquella cosa roja que estaba en el suelo, para ver qué era, y encontré a aquella pobre niña. Lancé un grito para pedir ayuda, pero nadie venía… y el muchacho desapareció al final del sendero.
- ¿Cuántos años tiene? Me refiero al muchacho -precisó Bordelli, que había notado la arruga de decepción en la frente de la mujer.
- Tendrá unos veinticinco años -dijo ella.
- ¿Cómo se llama?
- Simone Fantini. Vive en la calle Trieste, en el treinta y dos. -El comisario suspiró y tiró la colilla.
- ¿Vive con sus padres? -preguntó.
- No, vive solo.
- Dígame, señora, ¿está totalmente segura de que aquel muchacho fuese Simone Fantini?
- ¿Qué insinúa? Le veo casi todos los días, ¡ese enfermo!
- ¿Por qué dice que es un enfermo?
- Debería ver cómo mira a las mujeres.
- ¿Cómo las mira?
- Parece que se las quiera comer. Lo hace también con mi hija Ottavia, tendría que ver qué guapa es…
- Si es guapa la mirarán todos -dijo el comisario.
- No como él la mira, se lo digo yo -dijo la señora Beniamini guiñando los ojos con asco.
- ¿El tal Fantini ha molestado alguna vez a su hija?
- Ni pensarlo… -dijo la mujer, sin mirarle siquiera.
- ¿Tiene algo que añadir?
- ¿Le parece poco? -dijo la mujer con expresión ofendida.
- Gracias, señora Beniamini, si vuelvo a necesitarla la llamaré -atajó Bordelli.
- La ha matado él -dijo la mujer, mirando fijamente al comisario con mirada dura. Piras cerró la libreta y miró a la mujer como si quisiera hacerla desaparecer.
- Hasta la vista, señora -dijo Bordelli.
- Es un monstruo -dijo ella una vez más abriendo mucho los ojos, y luego se marchó hacia la avenida con andar de gran señora. Piras sacudió la cabeza y cruzó con el comisario una mirada desilusionada.
Diotivede había acabado de tomar los primeros apuntes sobre el cadáver de Sara Bini y estaba esperando al comisario con el maletín en la mano, inmóvil en medio del sendero. El viento pasaba a ráfagas sobre su rostro serio y rosado como el de un niño, a pesar de sus setenta y un años. Bordelli y Piras le vieron desde lejos, apretaron el paso y se detuvieron delante de él, impacientes por saber.
- A primera vista todo es igual al primer homicidio -dijo el médico.
- ¿Nos puede ser de utilidad este mordisco? -preguntó Bordelli.
- No creo, las marcas de los dientes sobre una parte tan blanda son muy imprecisas.
- ¿Algo más?
- De momento no. -Bordelli sacudió la cabeza cada vez más desalentado.
- ¿Quieres que te acompañe? -dijo el médico.
- Tengo un coche esperándome.
- Si hay novedades llámame enseguida.
- Estoy casi seguro de que no las habrá -dijo Diotivede con expresión sombría. Se despidió con un gesto y se encaminó hacia el prado. Piras miraba fijamente al vacío. La muerte de aquella niña causaba en todos un efecto maligno.
- Despierta, Piras, vamos a buscar a ese muchacho.
- No ha sido él -dijo el sardo siguiéndole.
- Ya lo sé -respondió Bordelli encogiéndose de hombros. La señora Beniamini había visto a Simone Fantini caminando delante de ella cuando el cadáver de la niña se encontraba más adelante. Sólo después la señora Beniamini había visto al muchacho salirse del sendero e inclinarse sobre la niña que ya estaba muerta. ¿Qué sentido podía tener para el asesino volver a arrodillarse junto a su víctima después de haberla matado?
Subieron al coche y, mientras salían del prado, vieron llegar a dos técnicos de la Científica. Bordelli levantó la mano para saludarles y notó que también sus rostros estaban muy tensos.
- ¿Qué hago con la declaración de la señora Beniamini, comisario? ¿La adjunto al informe? -preguntó el sardo, conociendo de antemano la respuesta del comisario.
- No lo hagas, Piras… si fuese a parar a manos de quien yo sé, se desencadenaría una estúpida caza al hombre. -Piras arrancó de la libreta la declaración de la Beniamini y la arrugó guardándola en el bolsillo. Ginzillo nunca la leería.
Aparcaron en la calle Trieste y llamaron al timbre de Fantini, pero nadie abrió. Era un bello edificio de piedra, con ventanas grandes y un portal monumental.
- ¿Qué hacemos, comisario?
- Oigamos a los vecinos -dijo Bordelli, llamando a un timbre al azar. Pasados unos segundos, se oyó saltar la cerradura y el portón se abrió. El vestíbulo era espacioso, bien iluminado y había algunas grandes plantas en tiestos que causaban un cierto efecto. Empezaron a subir por la hermosa escalera de granito. Una muchacha les estaba esperando en el rellano con un cucharón en la mano. Llevaba un delantal azul y una cofia blanca en la cabeza.
- ¿Son ustedes los que han llamado? -preguntó, mirándoles con dos enormes ojos verdes. Era bastante guapa y Piras se pasó una mano por la cabeza para alisarse el pelo.
- Policía -dijo Bordelli.
- Los señores no están en casa -dijo la muchacha, un poco asustada. Echó una ojeada veloz al sardo y se sintió incómoda porque el sardo la miraba con insistencia, sacando pecho como un gallito.
- ¿Conoce a Simone Fantini? -preguntó el comisario.
- Vive en el cuarto… ¿Qué ha hecho?
- ¿Qué tipo de persona es?
- Muy amable -dijo la muchacha, ruborizándose un poco.
- Que usted sepa, ¿tiene Fantini algún amigo en el edificio? -preguntó el comisario.
- A menudo le veo con la siciliana que vive en su mismo rellano, se llama Sonia.
- ¿Es su novia?
- No creo.
- ¿Fantini no tiene novia?
- No lo sé. Antes estaba prometido con una señorita que vive al otro lado de la calle, pero ella le abandonó hace algunos meses.
- ¿Ottavia Beniamini? -preguntó Piras.
- Sí -dijo la muchacha un poco sorprendida. Bordelli y Piras esbozaron una sonrisa e intercambiaron una mirada de complicidad.
- ¿Por casualidad sabe a qué hora podemos encontrar a Simone? -preguntó el comisario.
- Normalmente a esta hora está en casa estudiando -dijo la muchacha con voz alegre. Luego se dio cuenta de que había hablado con demasiado entusiasmo y, de nuevo, se ruborizó.
- Gracias y perdone las molestias -dijo Bordelli.
- De nada -dijo la muchacha. Bordelli y el sardo se marcharon hacia arriba por la escalera. La muchacha permaneció en la puerta mirándoles y cuando Piras se dio la vuelta hacia ella, giró la cabeza repentinamente y entró en la casa.
En el cuarto piso había dos puertas. Llamaron de nuevo a la de Fantini, pero nadie contestó. En la puerta de delante ponía Zarcone. Bordelli llamó al timbre y se oyó un plin plon muy veloz. Abrió una muchacha alta y rubia, de ojos verdes, muy distinta de la imagen que se tiene de una siciliana. Llevaba un jersey negro ajustado que le quedaba muy bien y una falda roja que le llegaba muy por encima de la rodilla.
- Buenos días -dijo un poco perpleja. Bordelli abrió su carné de policía delante de aquellos ojos sonrientes.
- Policía. ¿Es usted Sonia Zarcone?
- Sí -dijo ella atenuando la sonrisa.
- ¿Podemos entrar?
- ¿Qué ha sucedido?
- Nada grave -dijo el comisario. La muchacha miró primero a uno y después al otro con perplejidad. El rostro de Piras se ensanchó con una luminosa sonrisa ante la sorpresa del comisario que jamás le veía sonreír de aquel modo.
- Le robaremos sólo un minuto -dijo el sardo, echando a escondidas una ojeada a las piernas de Sonia, hermosas como las de las actrices.
- De acuerdo -dijo ella. Abrió del todo la puerta y se echó a un lado para dejarles pasar. La siguieron hasta una habitación bastante grande, decorada de manera original. Era un bonito apartamento, pero la fantasía de la muchacha lo había hecho aún más agradable, mezclando lo antiguo con lo moderno.
- Siéntense -dijo Sonia, señalando un diván de piel negra, y se sentó delante de ellos en un sillón antiguo. Piras estudiaba las formas de la siciliana, paseando la mirada un poco por todas partes. También ella era una bonita mezcla de antiguo y moderno, pensó.
La hembra primitiva y la mujer de hoy, combinadas juntas de la mejor manera posible. Le gustaba, le gustaba mucho. Desde que había llegado «al continente» era la primera vez que le gustaba realmente una muchacha. Le gustaba incluso su acento siciliano, con las oes y las es equivocadas. También Bordelli se dio cuenta de la admiración que sentía el sardo, pero hizo como si nada.
Sonia volvía a sonreír y en sus ojos brillaba una cierta vanidad. Quizá ella también se daba cuenta del modo en que Piras la miraba. Preguntó a los policías si deseaban beber algo y luego se ruborizó como si hubiese dicho una tontería. No se trataba de una visita de cortesía…
- No se moleste, gracias. Sólo queríamos hacerle alguna pregunta -respondió Bordelli en nombre de ambos.
- Adelante -dijo Sonia con curiosidad. Se peinó el pelo con la mano y cruzó las piernas incomodando a Piras, que era incapaz de dejar de mirar toda aquella belleza. El comisario cogió el paquete de cigarrillos.
- ¿Puedo? -preguntó.
- Sí, cómo no -dijo Sonia. Bordelli encendió, aspiró con fuerza y sopló el humo hacia el techo. Piras estaba demasiado ocupado con otras cosas y, por primera vez, no hizo ninguna mueca mostrándose molesto.
- ¿Es usted realmente siciliana? -preguntó el comisario. Sonia sonrió.
- Ustedes, los del norte, se imaginan que todos los sicilianos somos así de altos y negros como el carbón, sin embargo, hay muchas personas como yo.
- Es debido a los normandos -dijo Piras.
- Muy bien -dijo ella. Piras sonrió satisfecho. Miraba fijamente a la muchacha pensando que era estupendo que los normandos hubieran pasado por Sicilia. El comisario miró la hora, era casi mediodía.
- ¿El muchacho que vive aquí delante, Simone Fantini… es su amigo?
- Sí, ¿por qué? ¿Ha sucedido algo? -preguntó la chica, alarmada.
- No se inquiete. ¿Sabe dónde podemos encontrarle?
- Normalmente, a estas horas está en casa.
- Ya hemos probado pero no contesta -dijo Bordelli.
- Habrá ido a dar un paseo o a estudiar a casa de algún amigo. -Sonia estaba un poco preocupada y arrugó ligeramente la frente, gesto que gustó mucho al sardo.
- ¿A qué se dedica Simone? -preguntó el comisario.
- Está haciendo el último año de ingeniería, pero su verdadera pasión es escribir. -Sonia tenía una bonita voz, cálida y profunda, y una vaga sonrisa en los ojos que nunca desaparecía. Era un placer observarla. De vez en cuando, echaba una ojeada veloz a Piras, que empezó a emocionarse como un mocoso. Bordelli se daba cuenta de todo y sonreía para sí.
- Perdone la pregunta, señorita. Usted y Simone son sólo amigos o bien… -dijo. El sardo prestó atención y esperó la respuesta mirando fijamente un minúsculo lunar en el labio superior de Sonia.
- Sólo somos amigos… ¿pero por qué lo pregunta? -dijo ella. Piras se relajó. El comisario acercó el cigarrillo a un vasito que parecía un cenicero, pero antes de sacudirlo con el dedo miró a la muchacha esperando su aprobación. Sonia asintió y Bordelli tiró la ceniza. En aquel momento notó que le subía por el esófago una oleada amarga de bilis que le estalló en la garganta. En aquel periodo digería mal.
- ¿Por casualidad no tendrá las llaves de la casa de Simone? -preguntó, reprimiendo una mueca.
- Sí, ¿por qué?
- Nos gustaría echar una ojeada.
- Quizá esté en su casa y no quiera abrir -dijo la muchacha, incómoda.
- Vayamos a ver -dijo Bordelli. Hubo un instante de silencio y un intercambio veloz de miradas.
- ¿Realmente no quieren decirme qué ha sucedido? -preguntó Sonia con una sonrisa de preocupación.
- Nada grave, pero tenemos que hablar con Simone lo antes posible -dijo Bordelli.
- ¿Ha hecho algo?
- Por favor…
- Voy a coger las llaves -dijo ella, levantándose. Cruzó la habitación devorada por la mirada de Piras y desapareció detrás de la puerta, cerrándola al pasar. El sardo buscó la mirada del comisario. En las pupilas negrísimas brillaba una luz de sufrimiento. Bordelli sonrió.
- ¿Mona, eh? -dijo.
- Bastante -respondió Piras con indiferencia.
Sonia volvió con las llaves y la siguieron al rellano. Tenía un bonito cuerpo y Piras no se perdía ni un solo movimiento. Aquellas dos piernas que asomaban por debajo de la falda resultaban benéficas para su salud.
Antes de entrar en casa de Simone, la muchacha llamó al timbre y golpeó la puerta varias veces, pero nadie contestó. Por fin se decidió a abrir. Se asomó al interior y llamó en voz alta a su amigo. La casa estaba a oscuras y todo estaba inmóvil.
- No está -dijo inútilmente, luego, con gesto automático, encendió la luz y dejó entrar a los dos policías. Se notaba que se movía en un entorno conocido. El apartamento estaba desordenado pero era agradable.
- Ésta es la habitación donde charlamos -dijo Sonia entrando en la primera puerta que había en el pasillo. Era una gran sala llena de alfombras y de grandes cojines por el suelo. Una de las paredes estaba totalmente ocupada por una librería pintada de azul, repleta de libros hasta el techo. Bordelli se acercó y se puso a leer los lomos: Dostoievski, Mann, Kafka, Leopardi, Svevo, Lérmontov, Flaubert, Primo Levi, Poe, Foscolo, Tolstói, Simenon, Chéjov, Bulgákov… todo bueno, pensó. Encima de un estante había una foto enmarcada de un chico de pelo negro, mirada intensa y una gran nariz imperfecta que, sin embargo, le quedaba bien.
- ¿Éste es Simone? -preguntó el comisario. Sonia asintió.
- ¿Es guapo, verdad? -dijo, cogiendo la foto. Piras estiró el cuello para mirar y frunció el ceño. Simone era realmente un muchacho apuesto, tenía que admitirlo. Este descubrimiento le puso nervioso y, para reaccionar, sonrió como un idiota. Bordelli nunca le había visto tan alelado. Sonia volvió a colocar la foto en su lugar y cruzó los brazos esperando instrucciones.
- Me gustaría echar un vistazo a la casa -dijo Bordelli, mirando a su alrededor.
- Le acompaño -respondió la muchacha. El comisario levantó la mano.
- Gracias, no se moleste. Mientras tanto Piras le hará alguna pregunta.
- ¿No quieren decirme qué ha sucedido? -insistió Sonia.
- No por ahora -dijo el comisario.
- ¿Entonces cuándo? -preguntó ella.
- Por favor, Piras, escríbelo todo.
- Por supuesto, comisario -dijo el sardo, ruborizándose. Bordelli contuvo una sonrisa y salió de la sala dejando a Piras a merced de Sonia. No había más preguntas que hacer a la siciliana, sólo había querido hacerle una broma al sardo. O quizá un favor.
Al final del pasillo empujó una puerta y entró en una gran habitación que daba a la calle Trieste. Más estantes llenos de libros. Debía de ser el dormitorio de Simone. La cama estaba deshecha. Colgado en la pared había un cartel de una película con Virna Lisi, hermosa como nadie. Esparcidos encima del escritorio había otros libros, un cenicero lleno, una máquina de escribir y varios escritos mecanografiados grapados o reunidos con una pinza. Debían de ser los relatos de Simone. El comisario cogió uno al azar y se puso a leer la primera página. No estaba mal, aunque se notaba una cierta inmadurez en el uso de palabras rebuscadas. Volvió a colocarlo en el montón, cogió otro y lo hojeó. De todos modos, había algo potente en aquella forma de escribir, una sinceridad que se dejaba leer con placer. Pero, ciertamente, aquél no era el momento. Lo dejó y siguió hojeando los textos mecanografiados leyendo sólo los títulos, El paralítico, El contrato, Oscuridad de amor, Media casa, Traición… el último del montón era La torre, un relato bastante corto. Leyó la primera página, no estaba nada mal y siguió…
De repente, se oyó la risa de Sonia volar ligera en el pasillo. Parecía ser que Piras se lo estaba trabajando, contradiciendo a aquellos que dicen que los sardos son cerrados y taciturnos. Bordelli sonrió y siguió leyendo el relato de Simone que lentamente le estaba capturando. Se había quedado de pie junto al escritorio y seguía pasando las páginas, cada vez más atrapado por aquella historia atroz. Leía conteniendo la respiración, notando, de vez en cuando, un estremecimiento en la nuca. Y, casi sin darse cuenta, lo leyó hasta el final. Luego levantó los ojos y sacudió la cabeza. Quizá aquel muchacho podía convertirse realmente en un escritor, pensó, pero en aquel momento era preferible que aquel relato no acabase en las manos del juez Ginzillo, ya que hablaba de una niña violada y asesinada.
Se oyó otra carcajada de Sonia. ¿Era posible que el sardo consiguiese ser tan divertido? Normalmente, hablaba poco y se reía aún menos. El comisario dobló La torre por la mitad y se lo metió en el bolsillo. Abrió los cajones del escritorio, hurgó en el interior sin demasiado interés y luego siguió mirando a su alrededor. Era una bonita habitación, con techo artesonado y grandes ventanas. Abrió el armario. Dentro había poca ropa, pero en alguno de los estantes se amontonaban otros textos mecanografiados de longitudes distintas. Había para todos los gustos. Simone debía de pasar mucho tiempo con la máquina de escribir. El comisario volvió a cerrar el armario y, tras echar una última ojeada, regresó al pasillo. Se asomó por la puerta del baño, baldosas azules, un espejo de madera oscura, una planta junto a la ventana y, junto al váter, un estante con una decena de libros. Cerró la puerta y, acompañado por la risa de Sonia, fue hasta la cocina. Una pila de platos sucios emergía del fregadero. En la mesa de mármol había paquetes de pasta medio vacíos, una lechuga un poco mustia, algunas manzanas y varios vasos sin lavar. Debía de haberse celebrado una fiesta. En un estante del aparador con puertas de cristal había una colección de cafeteras de varias épocas, algunas muy extrañas.
Bordelli siguió su paseo y, tras verlo todo, volvió a la habitación donde charlaban los dos jóvenes. Antes de entrar, se acercó a la puerta cerrada y les oyó hablar con mucha vitalidad. No decían nada sensato, pero se reían mucho. En cuanto vieron al comisario dejaron de reír.
- Señorita Zarcone, ¿dónde podemos encontrar a Fantini? -preguntó Bordelli.
- ¿Dice ahora? -El comisario asintió. La muchacha se encogió de hombros y abrió ligeramente los brazos.
- No lo sé… a menudo va a casa de su primo -dijo.
- ¿Cómo se llama su primo?
- Francesco Manfredini -dijo Sonia mientras Piras seguía mirándola.
- ¿Dónde vive?
- Aquí cerca, en la calle Stibbert.
- ¿En qué número?
- Sesenta y siete… ¿De verdad no quieren decirme por qué buscan a Simone? -preguntó una vez más Sonia, pero ya no parecía estar tan preocupada.
- Sólo queremos charlar con él -cortó Bordelli.
- Alguien como Simone no puede haber hecho nada malo -dijo ella con dulzura. Al oír aquel tono afectuoso, Piras cambió de expresión. Bordelli lo advirtió y lanzó una mirada divertida al sardo.
- Perdóneme, Sonia, pero tenemos que llevarnos la foto de Simone -dijo, señalando el marquito que estaba en la librería.
- Por favor, comisario, dígame qué sucede -insistió Sonia, mirando al sardo para que la ayudase. Bordelli abrió los brazos y sacudió la cabeza de manera definitiva. Piras fue a coger la fotografía de Simone y la miró fijamente durante unos segundos, luego la sacó del marco y se la dio al comisario.
- Nos vamos, Piras -dijo Bordelli, guardándose la foto en el bolsillo. La muchacha les acompañó hasta el rellano y cerró la puerta de Simone con llave. El sardo seguía comiéndosela con los ojos, apretando las mandíbulas. De repente, Sonia se tapó la boca con la mano.
- ¡Oh, no! -dijo. La puerta de su casa se había cerrado y ella se había dejado las llaves dentro. Piras empezó a vibrar debajo de su ropa y pareció crecer diez centímetros.
- Vaya usted a la calle Stibbert, comisario, yo me ocupo de esto.
- ¿En qué sentido, Piras? -dijo Bordelli.
- Estaba pensando que… puedo ir a buscar a un herrero y después me reúno con usted en la comisaría -dijo el sardo con los ojos brillantes. Bordelli le miró con ternura y se agachó para mirar la cerradura de Sonia. Unos años antes había seguido lecciones de cómo forzar las puertas con su amigo Botta, ladrón y timador de profesión, y desde entonces sabía abrir el setenta por ciento de las cerraduras que se vendían en las tiendas.
- Si me lo permite puedo intentarlo yo -dijo. La muchacha le miró esperanzada. Bordelli sacó de su cartera un instrumento, un simple hierrecito con un extremo doblado en forma de gancho. Se puso manos a la obra y en pocos segundos la cerradura saltó. Sonia aplaudió.
- ¡Oh, gracias! -dijo con una sonrisa luminosa. Sus dientes brillaban como guijarros húmedos.
- Ha sido un placer -dijo Bordelli.
- Ya tenía la bañera llena -añadió ella aliviada. Aquella frase causó un gran efecto en Piras, que imaginó a la siciliana sumergida en el agua con el pelo mojado.
- Ya se habrá enfriado -dijo con expresión lastimosa.
- Bueno, añadiré un poco de agua caliente -dijo la siciliana, sonriendo halagada por tanta cortesía. Bordelli saludó inclinando ligeramente la cabeza.
- Hasta la vista, Sonia… Ya podemos irnos, Piras. -Asió al sardo por el brazo y lo arrastró tras de sí. Piras sólo pudo despedirse de la muchacha con un gesto embarazado y ella le contestó con una sonrisa llena de dientecitos blancos y brillantes. Bajando por la escalera, el comisario se puso en la boca otro cigarrillo.
- ¿Qué te sucede, Piras? ¿Has visto al hada buena?
- Sólo quería ayudar -dijo el sardo otra vez serio.
El motor del Escarabajo zumbaba en alemán por las calles, aquel ruido daba la sensación de algo que nunca podría romperse. El cristal estaba cubierto de una arenilla amarilla que venía de África y empezó a lloviznar. Los limpiaparabrisas eran viejos y no limpiaban bien.
- No veo una mierda, Piras…
- Comisario, cuidado con la acera.
Tomaron la calle Stibbert y empezaron a subir. El sardo había bajado la ventanilla y escrutaba los números de los portales con una expresión algo atontada. Se le leía en la cara que seguía pensando en la siciliana. Aparcaron delante del sesenta y siete y bajaron. Aquél también era un bonito edificio antiguo, con la fachada de piedra y los aleros decorados. Llamaron varias veces al timbre de Manfredini, pero no contestó nadie. Bordelli tiró el cigarrillo a la mitad, mojado por la lluvia.
- ¿Se te ocurre alguna propuesta inteligente, Piras? -El sardo esbozó una sonrisa idiota.
- Volvamos a casa de Sonia… quizá podamos preguntarle…
- He dicho inteligente, Piras, no agradable.
- Creía que…
- Vamos, lo intentaremos más tarde -le interrumpió Bordelli. Volvieron a subir en el Escarabajo y bajaron por la calle Stibbert. Tomaron la avenida y regresaron lentamente al parque de las Cascine. Seguía cayendo una lluvia fina, pero el viento se había calmado. En el prado seguía habiendo un poco de movimiento. El comisario hizo un gesto a Rinaldi y el agente se acercó corriendo, con el sombrero goteando.
- ¿Ha llegado la madre? -preguntó Bordelli.
- Hace poco que se ha marchado, comisario.
- ¿Cómo se lo ha tomado?
- Se quedó allí, mirando fijamente a la niña, sin decir ni una palabra, no ha querido hablar con nadie.
- ¿Hay alguna novedad?
- Nada, comisario. -Bordelli permaneció en silencio, con la mirada fija en el sendero que se adentraba en el bosque de robles. Parecía estar hipnotizado. Luego se despertó y se pasó una mano por los ojos como si intentase borrar algo.
- Ven, Piras. Volvamos a la calle Stibbert.
- Comisario, ni siquiera ha pasado media hora.
- Quizá vuelva para el almuerzo -dijo Bordelli, caminando ya hacia el Escarabajo. El sardo abrió los brazos y le siguió. Volvieron a subir al coche. La lluvia caía cada vez con más fuerza y, a juzgar por el cielo, no remitiría pronto. Antes de meter la tercera, Bordelli encendió un cigarrillo, el sardo bajó el cristal y empezó a barrer el humo hacia fuera.
- ¿No puede fumar menos, comisario?
- Ahora no, Piras. -Bordelli conducía a paso de tortuga, para dejar pasar un poco de tiempo. Acabó el cigarrillo y encendió otro, para alegría del sardo. Empezó a llover más fuerte. Había poca gente por la calle.
Cuando tomaron la calle Vittorio Emanuele estaba lloviendo a cántaros. Giraron por la calle Stibbert y aparcaron delante de la casa de Manfredini.
- ¿No tiene un paraguas, comisario?
- Tengo varios, pero no aquí.
- Bueno, sólo es agua -dijo Piras. Bajaron deprisa del Escarabajo y se resguardaron debajo del gran portal de Manfredini. Llamaron al timbre, pero nadie abrió. Piras no dejaba de secarse la cara con las manos.
- ¿Qué hacemos, comisario? Es casi la una.
- ¿Tienes hambre?
- No demasiada, pero me comería a gusto un… -El sardo se calló distraído por un individuo con paraguas que se había detenido delante del portal del número sesenta y siete buscando las llaves en su bolsillo. Debía de tener unos treinta años, bajo, gafas redondas y una pelambrera rebelde en la cabeza. Al meter la llave lanzó una mirada interrogativa a los dos desconocidos que estaban quietos bajo la lluvia.
- Perdone… -dijo el comisario. El hombre les observaba con cara seria, dirigiendo la mirada del uno al otro.
- Dígame -dijo. La piel de su rostro era delicada como la de un niño y, detrás de las lentes, tenía unos ojos negros e inteligentes.
- ¿Conoce a Francesco Manfredini? -dijo el comisario.
- ¿Quiénes son ustedes? -preguntó el hombre con cierto tono polémico. Bordelli sacó su carné.
- Comisario Bordelli, él es Piras.
- Soy yo -dijo Manfredini.
- ¿Podemos charlar un momento con usted?
- ¿Con qué fin?
- Sólo un minuto. ¿Podemos subir a su casa? -dijo Bordelli, señalando la lluvia. Manfredini no dijo nada, empujó el portón y encendió la luz. El hueco de la escalera se iluminó con un pálido resplandor amarillento, como si también la luz viniese del pasado. Subieron la escalera en silencio, con la ropa chorreando. Manfredini hacía sonar los talones y continuamente se pasaba la mano por el pelo mojado. Al llegar al tercer piso, abrió la puerta de su casa y les hizo entrar. El vestíbulo estaba vacío pero el pavimento antiguo era suficiente para conferir cierta calidez al ambiente. El largo pasillo que desaparecía en la oscuridad daba la idea de que era una casa bastante grande. Manfredini metió el paraguas en un jarrón de terracota, se quitó el abrigo y sin decir ni una palabra les condujo hasta el salón, una gran habitación con los techos a una altura de cuatro metros y decorados con frescos de algún pintor ingenuo del siglo XVIII. El ambiente olía ligeramente a madera antigua y a cera. De la lámpara de lágrimas caía apenas una luz débil y una enorme alacena ocupaba casi toda una pared en medio de dos ventanales con cortinas. Había dos divanes colocados uno enfrente del otro con una mesita oval en medio.
Caminando en silencio sobre la alfombra, Manfredini fue a encender una lámpara de los años veinte colocada en una mesa rinconera y, de inmediato, el ambiente pareció el de una casa de citas.
- ¿Qué quería decirme, comisario? -preguntó Manfredini con aspecto tranquilo dirigiéndose hacia los policías y deteniéndose a cierta distancia. Los tres estaban de pie.
- ¿Hace cuánto tiempo que no ve a su primo Simone? -preguntó Bordelli.
- Le vi ayer, ¿por qué?
- ¿Sabe dónde podemos encontrarle?
- ¿Han probado en su casa? -dijo Manfredini con expresión ingenua. Bordelli miró al sardo que estaba observando a Manfredini con cierta desconfianza. Luego encendió tranquilamente un cigarrillo y aspiró con fuerza.
- Señor Manfredini, si sabe dónde está Simone le conviene decírnoslo enseguida -dijo.
- No lo sé, se lo he dicho… ¿Pueden decirme qué sucede? -preguntó Manfredini, más inquieto de lo debido. Ya no parecía tan tranquilo. Bordelli tenía la certeza de que estaba mintiendo y decidió ser claro.
- Su primo tiene problemas hasta el cuello y estoy convencido de que no volverá a su casa hasta dentro de mucho. Si usted sabe dónde se encuentra, le aconsejo que me lo diga.
- ¿Qué tipo de problemas? -dijo Manfredini.
- Es sospechoso de haber asesinado a una niña.
- Qué tontería… -dijo Francesco, simulando una gran tranquilidad. Pero era un pésimo actor. El comisario se le acercó, mirándole a los ojos.
- Escúcheme bien… Estoy casi seguro de que no ha sido él, pero si Simone sigue escondiéndose empeorará su situación -dijo con semblante serio.
- Debe de ser un error, es absurdo que…
- Su primo está arriesgando mucho, si sabe dónde está le conviene decírmelo -le interrumpió Bordelli.
- Le aseguro que no sé dónde se halla, comisario -dijo Manfredini, intentando sonreír, pero temblaba ligeramente. Fuera empezó a tronar. Estaba diluviando y se oía el ruido de la lluvia que golpeaba con violencia el asfalto de la calle Stibbert. El sardo sacudió la cabeza y se puso a pasear arriba y abajo detrás de Manfredini.
- Quizá usted no acabe de entender bien la situación -dijo.
- No, no la entiendo -dijo Manfredini.
- Yo se la explicaré… Un testigo ha visto a su primo arrodillado junto al cadáver de una niña y jura que ha sido él el que la asesinó…
- ¡Es absurdo!
- Déjeme acabar. El comisario y yo estamos casi seguros de que su primo, Simone, es inocente, pero si estaba en el lugar del homicidio quizá haya visto algo que nos pudiera servir de ayuda…
- Tenemos que hablar con él lo antes posible -añadió Bordelli.
- Lo siento, no sé dónde está -repitió Francesco, mirando fijamente al comisario con semblante nervioso.
- Usted está cometiendo un error -dijo el sardo con tono malvado deteniéndose a su lado. Manfredini se puso una mano detrás del cuello y empezó a sudar. Parecía muy tenso y Bordelli intentó aprovecharse de ello.
- Si no hablamos enseguida con Simone, en cuanto la declaración llegue a manos del juez Ginzillo habrá problemas -dijo para asustarle. Manfredini se mordió el labio intentando dominar su nerviosismo.
- ¿Por qué tendría que creer a… aquella mujer? -farfulló.
- ¿Cómo sabe que el testigo es una mujer? -preguntó Piras.
- Lo han dicho ustedes, ¿no? -dijo Manfredini, hundiendo la cabeza entre los hombros.
- No, no lo hemos dicho -dijo el sardo, observándole.
- Sí que lo han dicho, me acuerdo perfectamente… -Un trueno muy próximo hizo temblar los cristales y Manfredini se sobresaltó.
- Díganos dónde está -dijo el comisario. Manfredini le miró detenidamente a los ojos sin hablar, como luchando consigo mismo.
- Se lo juro, no sé dónde está -dijo por fin. Bordelli suspiró impacientemente, haciendo saltar en su bolsillo las llaves del Escarabajo.
- Francesco, atienda bien lo que voy a decirle, se lo explicaré de otro modo. El que Simone sea culpable o inocente no cambia nada. Si usted sabe dónde está y no nos lo dice puede resultar incriminado por haber protegido a un sospechoso. Piénselo bien. -Manfredini respiraba mal, tenía la cara brillante de sudor.
- No sé dónde está, desde ayer no le he visto -dijo, casi histérico. El comisario aplastó la colilla en un platito de plata.
- Vamos, Piras -dijo secamente. Hizo un gesto al sardo y se dirigieron hacia la salida. Manfredini les siguió con la cara endurecida por la tensión. Ya en la puerta, Bordelli le miró fijamente a los ojos de nuevo.
- Es muy grave lo que usted está haciendo, señor Manfredini -dijo con dureza.
- Yo no estoy haciendo nada -murmuró Francesco. El comisario se metió los puños en los bolsillos y empezó a bajar la escalera, seguido por Piras.
Salieron a la calle. Llovía de manera impresionante. Se subieron la chaqueta tapándose la cabeza y se metieron a toda prisa en el Escarabajo, totalmente empapados.
- Tenemos que vigilarle noche y día y controlar su teléfono -dijo Bordelli, secándose las manos con un pañuelo.
- Para el teléfono necesitaremos una orden del juez Ginzillo -dijo Piras, sabiendo de antemano lo que respondería el comisario.
- Olvidemos a Ginzillo, sólo nos hará perder tiempo -contestó Bordelli, encogiéndose de hombros.
- ¿Y la casa de Simone? -preguntó el sardo.
- Lo mismo. -Bordelli sacó de su chaqueta la foto de Simone y se la pasó al sardo.
- Haz que hagan un centenar de copias y envíalas a todas las comisarías, incluso a las de los pueblos de los alrededores -dijo, arrancando. Piras cogió la foto como si quemase y sin mirarla se la metió en el bolsillo.
Faltaba poco para la medianoche. Bordelli todavía estaba en su despacho, repantigado en la silla debido al cansancio. Por la tarde había ido al cementerio para asistir al entierro de Casimiro. Luego había ido a ver a Diotivede para saber si había alguna novedad sobre Sara Bini, pero el médico todavía no había podido trabajar con ella y le había dicho que no se hiciera demasiadas ilusiones. Bordelli había regresado a la comisaría muy tenso y había organizado con Piras los turnos de vigilancia, tanto para Simone como para su primo Francesco. Tras una larga cena donde Totó, había vuelto a la comisaría y había empezado a comparar los informes de los homicidios de las niñas. Había fumado mucho y sentía la necesidad de relajarse un poco. Pensó en acercarse a casa de Rosa. Al salir de la comisaría, se detuvo junto a Mugnai.
- Si hay alguna novedad urgente búscame en mi casa o en este número -dijo y le dictó el número de Rosa.
- Bien, comisario -dijo Mugnai con una risita de complicidad. Bordelli no le hizo caso y se marchó. Subió al Escarabajo y, conduciendo bajo la lluvia, cruzó el centro. Aparcó en la calle de los Neri con las ruedas encima de la acera, junto al portal de Rosa. Bajó deprisa para mojarse lo menos posible y chocó con un hombre bajito y calvo que caminaba velozmente en medio de la calle. El hombre farfulló alguna excusa con la cabeza gacha e intentó seguir su carrera, pero Bordelli lo retuvo asiéndole por el brazo.
- Romeo, ¿ya no me saludas?
- ¡Comisario, no le había visto! -Aún llovía con fuerza, así que Bordelli arrastró a Romeo bajo el alero de un edificio.
- Apuesto a que vas corriendo detrás de algún asunto de los tuyos -dijo.
- Le juro que no, comisario -dijo Romeo, tosiendo.
- No jures.
- Le he hecho caso, comisario, se acabó el dinero falso.
- ¿Y la rubia?
- ¿Qué rubia?
- Me enseñaste una foto, una hermosa rubia que te había hecho perder la cabeza.
- Ah, aquélla…
- ¿Ya no te gusta?
- Me ha dejado por un hijo de puta del norte, comisario… un ladrón de pollos. Una mujer así no se merece nada.
- Lástima…
- No importa, estoy mucho mejor solo.
- Intenta no meterte en líos, Romeo, y olvídate de los asuntos gordos, no están hechos para ti.
- De ahora en adelante, sólo asuntos seguros, se lo juro. No quiero volver a la cárcel. -Bordelli le dio una palmada en el hombro.
- Suerte -dijo.
- Salud. -Romeo hizo un gesto a modo de saludo y se fue bajo la lluvia tosiendo con fuerza. Pobre Romeo, realmente era de esperar que no acabase de nuevo en la cárcel, con aquellos pulmones no conseguiría salir con vida.
Bordelli se alzó el cuello de la chaqueta y corrió hasta el portal de Rosa. Llamó al timbre tres veces, hizo una pausa y volvió a llamar tres veces. Era su contraseña, la utilizaba cuando llegaba muy tarde.
Rosa le acogió con su acostumbrada alegría a pesar de que ya estaba en la cama y de que no le gustaba que la vieran sin maquillar. Llevaba una bata más bien transparente y unas extrañas zapatillas de tacón. Le invitó a sentarse en el diván, le quitó los zapatos, le sirvió un vaso de mistela y corrió a la cocina para prepararle algo de comer. Bordelli intentó relajarse, pero no le resultaba fácil. Su cerebro se movía por sí solo, cansadamente como una lombriz atrapada en el barro.
Rosa volvió al cabo de un rato con un plato lleno de tostas de colores y una sonrisa maternal que le deformaba los labios llenos de carmín. Había pasado también por el baño para maquillarse.
- Eres un tesoro -dijo Bordelli, masticando.
- ¿Por tan poco, osito? -contestó ella.
- ¿Dónde está Gedeón?
- De paseo por los tejados.
- ¿Con esta lluvia?
- Tiene un montón de gatas.
- Qué suerte tiene. -El comisario acabó de comer las tostas y bebió el último trago de mistela.
- Me mimas como a un niño -dijo. Rosa se sentía muy orgullosa. Le lanzó un beso y le sirvió un vasito de coñac.
- Sabes, Rosa, no consigo quitarme de la cabeza a esas dos niñas. -Rosa entrecerró los ojos, horrorizada.
- Pobrecitas, quién sabe qué momentos terribles habrán pasado en manos de ese loco -dijo.
- Si esto sigue así, yo también me vuelvo loco… Ni siquiera con Casimiro consigo avanzar ni un milímetro.
- Pobre enanito, ¿qué daño puede haber hecho para acabar de esta forma?
Bordelli se abandonó tumbado en el diván, escuchando el rumor de la lluvia que golpeaba las tejas. Por la ventana del balcón veía los tejados llenos de chimeneas y de antenas y, un poco más allá, la Torre de Arnolfo.
Nadie se había presentado reclamando los restos mortales de Casimiro, así que se le había dado sepultura a primera hora de la tarde en el cementerio de Soffiano y el Ayuntamiento había corrido con los gastos. Cuando fue introducido en la fosa, sólo estaban el cura y Bordelli, inmóviles bajo la lluvia, cada uno con su propio paraguas. El acto duró pocos minutos, con unas palabras de despedida y un apretón de manos al cura.
Rosa se había entristecido un poco, cosa que sucedía raramente. Encendió una bolita de incienso y alguna vela, luego apagó todas las luces salvo la lámpara de pie situada junto al diván y, suspirando, se dejó caer en el sillón. De una bolsa de tela sacó una labor de punto y se puso a tejer sin decir palabra. Gedeón volvió a casa empapado y se sacudió en la alfombra. Luego, bostezando, fue a tumbarse junto a los pies de Rosa.
Bordelli cerró los ojos. Qué bueno era estar tumbado escuchando el rumor de la lluvia y el repiqueteo de las agujas de Rosa, sin embargo, sus pensamientos seguían angustiándole. El asunto de las niñas le obsesionaba y, de momento, no existía ninguna posibilidad de detener a aquel asesino. Se sentía muy desanimado, hacía tiempo que no le sucedía algo así. Incluso podía ser que encontrar a Simone Fantini no sirviera de nada, tenía que metérselo en la cabeza.
Además estaba el homicidio de Casimiro. Oscuridad total también en aquello. Había demasiadas preguntas a las que no conseguía dar una respuesta. ¿Quién era aquel hombre con la mancha oscura en el cuello? ¿Y aquel extranjero que le había tumbado con un puñetazo en el hígado? ¿Se conocían aquellos dos hombres?¿Tenían algo que ver con el homicidio o se trataba sólo de estúpidas coincidencias? Y, sobre todo, ¿quién podía tener interés en asesinar a un pobre enano que no daba miedo a nadie?
- ¿En qué piensas, osito? -dijo Rosa de repente, haciendo que se sobresaltase.
- ¿No te lo imaginas?
- No te obsesiones, cariño, pronto atraparás a ese monstruo… ¿Un poco más de coñac?
- Gracias. -Rosa le llenó de nuevo el vaso casi hasta el borde. En su casa, el coñac nunca faltaba, se lo enviaba una amiga suya desde París.
El comisario bebía dando pequeños tragos y calentaba el vaso sosteniéndolo entre las manos. Intentaba no pensar en aquellas cosas, pero sus pensamientos volvían siempre al mismo punto, como las moscas a la mierda. El alcohol le hizo entrar en calor y se desabrochó el cuello de la camisa. Rosa seguía haciendo punto con la lentitud de siempre.
- ¿Qué estás haciendo? -preguntó Bordelli.
- Es un jersey de invierno para ti… ¿Te gusta el color? -Era un verde indefinible.
- Bonito -dijo el comisario.
Como les sucedía a menudo, se pusieron a hablar de tiempos pasados.
A Rosa le gustaba mucho contar historias y a él, sobre todo, escuchar. En ciertos aspectos, ella se sentía orgullosa de su propia vida… a menudo decía que le parecía haber vivido tres o cuatro vidas en lugar de una sola. De niña había pasado hambre y frío. Después había crecido y, como era muy guapa y muy pobre, se encontró rodeada de moscones de todas las edades, jóvenes tímidos y viejos brutos que iban al grano sin demasiados cumplidos, abriendo sus carteras llenas de dinero.
- Una se convierte en puta -declaró con una sonrisa amarga. Luego, durante la guerra, tuvo el gusto de conocer a fascistas y alemanes, dijo, y explicó alguna historieta de esas que dan miedo.
- El mundo está lleno de bellacos y de hijos de puta -dijo, continuando con su labor de punto como una abuela.
Poco a poco las velas se consumieron. Rosa se levantó para encender otras y volvió a sentarse. Eran casi las dos.
- Sabes, osito… me gusta mucho estar contigo charlando -dijo, cruzando las piernas que tiempo atrás habían sido bellísimas.
- A mí también.
- Nunca te lo he dicho, pero desde que te conozco tengo siempre la sensación de que entre nosotros todavía tiene que suceder algo, aunque no sé muy bien qué. -Bordelli le tendió el vaso vacío a Rosa para que se lo volviera a llenar. La última frase de Rosa se le había quedado en la cabeza y no se iba: «todavía tiene que suceder algo… todavía tiene que suceder algo…». Quizá el homicidio de Casimiro debía ser interpretado de un modo totalmente distinto. Quizá el enano había asistido por casualidad a algo que todavía tenía que suceder y le habían apartado a un lado como a un terrón de tierra que ensucia el camino… Sacudió la cabeza… Basta, al menos durante la noche debía dejar de pensar en ello. Además no servía de nada llenarse la cabeza con conjeturas. Vació el vaso y se puso los zapatos. Rosa dejó las agujas y se sentó a su lado impidiendo que se hiciese el nudo, como una niña que quiere que le hagan caso.
- Venga, Rosa…
- ¿Te molesto? -rió ella. Gedeón también se acercó y empezó a hacerse las uñas en sus pantalones. Bordelli lo apartó con la mano y el gato se fue agitando la cola.
- ¿Cuándo volverás a visitar a tu Rosina? -dijo ella, metiéndole un dedo en la oreja.
- Ya sabes que no puedo estar mucho tiempo lejos de ti.
- ¡Ya lo creo! ¿Dónde vas a encontrar a otra como yo? ¿Eh, dónde la encuentras?
- Ahora no sé… Hace unos años, en aquella casita de Lungarno del Tempio -dijo Bordelli, protegiéndose la cara con las manos.
- ¡Borde! -dijo ella con una risita intentando darle una bofetada. Tenía unas manos huesudas que conseguían hacer daño. Por fin, Bordelli consiguió atarse los zapatos, se levantó y besó los dedos de Rosa.
- Eres guapísima -dijo. Rosa se ruborizó y se le escapó una risita. Adoraba aquellas cosas, quizá porque en su vida había sido tratada siempre de manera muy distinta.
Acompañó a su osito hasta la puerta cogiéndole por el brazo y después de los últimos besos le metió en el bolsillo un sobrecito de seda azul con algo dentro y cerrado con una cinta también azul.
- Ponía en el cajón de la ropa blanca, te lo perfumará todo -dijo.
- ¿Qué es?
- Lavanda y romero. -El comisario le dio las gracias con otro besamanos. Luego bajó las escaleras apretando entre los dedos la bolsita perfumada que le llenaba el bolsillo. No se acordaba si en casa tenía un cajón destinado sólo a la ropa blanca.
Estaba soñando… delante de él estaba Mereu, el más analfabeto del San Marco que le miraba sonriente y, un instante después, le veía saltar por los aires al pisar una mina. La escena se repetía continuamente y, cada vez, Bordelli no conseguía advertirle a tiempo… corría hacia él y encontraba la cabeza en medio de un matorral… y todo volvía a empezar desde el principio… Mereu sonreía, luego saltaba al pisar aquella maldita mina y… de repente oyó un chillido infernal atravesarle el cerebro. Tardó un poco en comprender que se trataba del timbre del teléfono y, a tientas en la oscuridad, cogió el auricular.
- Sí… ¿quién es?
- Mariscal, ¿le he despertado? -dijo un susurro excitado. Bordelli tenía la boca pastosa, en la oscuridad seguía viendo el rostro de Mereu… pero enseguida se dio cuenta de que era necesario hacer algo decisivo.
- El mariscal está en España para una investigación, volverá dentro de tres o cuatro meses -dijo, simulando el acento napolitano.
- Perdone, ¿usted quién es?
- Un pariente.
- ¿Es usted también carabinero?
- Lampista.
- ¡Oh, qué pena! En mi edificio suceden cosas extrañas, muy extrañas… ¿se lo contó el mariscal?
- Creo que no.
- Hágame un favor, si habla con el mariscal dígale que me llame de inmediato, soy la señora Capecchi, él entenderá.
- Se lo comunicaré -dijo Bordelli y, antes de que la anciana pudiese decir algo más, colgó el teléfono. Se puso de costado con la esperanza de volverse a dormir enseguida, pero en el sopor de aquel despertar forzoso se le aparecía continuamente aquel muchachote, Nocentini, que masticaba chicle y escupía en la escalera. No conseguía coger el sueño. Finalmente encendió la luz y se puso a mirar fijamente el techo. Estaba cansadísimo, pero como de costumbre su cabeza no cesaba de trabajar. Resultaba inútil intentar dormir. Se levantó de la cama y fue a buscar algo en el bolsillo de la chaqueta. Se había acordado del relato de Simone Fantini que había robado de su escritorio. La torre, era un bonito título. Volvió a la cama y se puso a leer. Ya sabía todo lo que sucedía, pero leyó con la misma curiosidad de la primera vez. Aquella historia tenía algo terrible y dulce al mismo tiempo, y no conseguía entenderlo hasta el fondo. Acabó de leerlo y lo dejó caer al suelo. Era realmente una coincidencia increíble que Fantini hubiese escrito un relato en que el protagonista era sospechoso de haber violado y asesinado a una niña. Pero era un buen relato y, pensando en Fantini, volvió a quedarse dormido con la luz encendida..
Se despertó pasadas las ocho, con la cabeza pesada. Se afeitó deprisa y salió de casa. El cielo todavía estaba cargado de nubes, pero no llovía. Se fue a pie para ir a comprar cerillas y pasó, como siempre, por las callejas en las que había jugado de niño. Recordaba bien aquella época. Casi nunca eran juegos tranquilos, al contrario, eran duros, pruebas de valor, desafíos insensatos y peligrosos, peleas con hondas y, a menudo, alguno de ellos acababa en la Misericordia para que le dieran unos puntos. En aquellas calles casi no había cambiado nada desde entonces, reinaba el mismo ambiente que cuando cogía la bicicleta desde las lejanas Cure para venir hasta aquellas callejas llenas de misterio y miseria. Al pasar por la plaza Piattellina se giró para mirar la pared contra la que cuatro idiotas de Ponte di Mezzo habían golpeado la cara de Natalino. Le parecía ver todavía la señal en las piedras. Le dejaron medio muerto en el suelo, con la nariz sangrando. Natalino pasó varias semanas en el hospital. Le recompusieron la cara lo mejor que pudieron, pero sus rasgos ya no fueron los mismos. Cuando se restableció fue a vengarse y casi hubo un muerto. Todo aquello por culpa de una chica…
Pasó delante de una puerta metálica cerrada, cubierta de óxido, y aminoró el paso con la cabeza llena de recuerdos. Era la tienda de la Capitana, la estanquera que había vivido en África a principios de siglo. La recordaba perfectamente, tenía los dientes podridos y al reír daba una impresión horrible. En su tienda flotaba siempre la niebla de miles de cigarrillos. Vendía de todo, era difícil que despachase a algún cliente sin satisfacerle. A la parte de atrás sólo iba ella y siempre volvía con lo que le había pedido. Murió antes de la guerra. La tienda cerró y nadie volvió a abrirla. La Capitana no tenía parientes. Su única compañía era una monita rabiosa, Geltrude, que andaba por la tienda enseñando los dientes y asustando a la gente. Al morir la vieja, fue regalada a un circo que estaba de paso.
Compró cerillas en la plaza Tasso y volvió para coger el Escarabajo. Se sentía de mal humor. Mientras conducía, observaba los rostros de la gente y jugaba a imaginarse quiénes eran y qué vida llevaban, de este modo se despejaba la cabeza al menos durante un rato, pero sólo se le ocurrían historias feas.
Cruzó el Arno y en la plaza de la Santa Trinità vio a un individuo que le hizo sobresaltarse. Era él, el extranjero que le había golpeado en el olivar de Fiesole. Venía de una travesía y había cogido la calle Tornabuoni. Parecía tener mucha prisa y era mucho más alto de lo que Bordelli recordaba. Iba bien vestido, pero sin corbata. Si le hubiese visto sólo por detrás quizá no le hubiera reconocido, pero aquella cara era inconfundible. Una cara de rasgos pesados, llena de arrugas y como marcada por un horror imborrable que emanaba sobre todo de su mirada.
Bordelli aceleró, giró por la calle de la Vigna Nuova y aparcó con las ruedas sobre la acera. Bajó deprisa y giró en la esquina de la calle Tornabuoni. Esperó a que el individuo pasara y le siguió. El hombre caminaba tranquilamente sin darse la vuelta, parecía no darse cuenta de nada. Cogió la calle de los Giacomini y la recorrió hasta el final, luego giró a la derecha por la calle de las Belle Donne y unos treinta metros más adelante entró en un portal abriendo con llave. En cuanto le vio desaparecer en el interior, Bordelli echó una carrera, pero llegó tarde y lo encontró cerrado. Había cinco timbres. Llamó a uno al azar, varias veces, pero nadie contestó. Probó con otro más abajo y, tras unos instantes, oyó que la cerradura se abría. Subió apresuradamente la escalera y, en el primer piso, se encontró con una mujer muy anciana que le estaba esperando en la puerta.
- Perdone, señora… ¿hace poco ha entrado alguien en su casa? -preguntó Bordelli yendo hacia ella.
- Perdone, ¿usted quién es?
- Policía.
- Dios mío, ¿qué sucede? -chilló la mujer, dando un paso hacia atrás.
- Esté tranquila, no sucede nada.
- ¿Hay un criminal en el edificio?
- Enciérrese dentro y quédese tranquila -dijo Bordelli. Dejó a la mujer mascando su miedo y siguió subiendo por la escalera. Sólo había un apartamento por piso. En el segundo había una puerta sin nombre. Llamó al timbre y oyó acercarse unos pasos. La mirilla se oscureció durante un par de segundos, luego se abrió la puerta y Bordelli se encontró delante de la última persona del mundo a la que esperaba encontrar.
- Hola, comisario… sigue siendo comisario, ¿verdad? -dijo el hombre, sonriendo con rigidez.
- Doctor Levi, ¿qué hace en Italia? -Dejando a un lado la sorpresa, era un placer volver a ver a aquel hombre inteligente después de casi quince años. No había cambiado nada… tenía la piel del rostro pegada a los huesos y la expresión de los ojos dura, incluso al reír. Era más bien bajo, pero su mirada le hacía parecer al menos veinte centímetros más alto.
- Entre, comisario, le invito a tomar algo -dijo, haciéndose a un lado. Bordelli entró en la casa y Levi le precedió por un pasillo lleno de puertas cerradas.
- ¿A qué debo su escasa sorpresa, doctor Levi? -dijo Bordelli.
- Después de mis vacaciones en Polonia no sé si hay algo que todavía pueda asombrarme, comisario. -Levi había pasado más de un año en un campo de concentración y le había quedado fija en la cara una sonrisa dolorosa, como una suspensión del juicio sobre la humanidad.
Entraron en una habitación más bien grande. Había dos divanes con una mesita baja en medio, un escritorio lleno de carpetas cerradas, un mueble de despacho con muchos cajones todos iguales y una vitrina llena de botellas. Bordelli rebuscó en los bolsillos, pero no encontró los cigarrillos.
- ¿Realmente no me estaba esperando, doctor Levi? -dijo.
- Usted siempre es bienvenido.
- Antes no me contestó… ¿qué hace en Italia?
- Vivo aquí, ¿no lo sabía?
- Le confieso que no.
- Usted tampoco me ha contestado. ¿Sigue siendo comisario?
- Más o menos. -Por fin Bordelli encontró el paquete, pero estaba vacío. Lo arrugó y volvió a guardarlo en el bolsillo.
- ¿Quiere uno? -dijo Levi alargándole una pitillera.
- Gracias. -También Levi cogió uno y los encendieron. Bordelli miró a su alrededor. No entendía si aquello era un despacho o un salón.
- ¿Sigue ocupándose de aquellas cosas, Levi?
- Agua pasada, ahora ya me he jubilado. -Levi había llevado el pijama a rayas blancas y azules desde enero de 1944 hasta el final del Tercer Reich. Cuando le encontraron los rusos pesaba menos de treinta kilos. Había necesitado seis meses para recobrarse pero lo había conseguido. En 1947 entró a formar parte de la Paloma Blanca, una organización nacida al acabar la guerra, financiada en secreto por los sionistas y dirigida por el obstinado Wiesenthal. La tarea de la Paloma consistía en buscar y encontrar en cualquier rincón de la tierra a los nazis que escaparon al proceso de Núremberg. Tenía sucursales en todos los continentes ya que los huidos habían emigrado a todas partes con el apoyo de ODESSA, la organización financiada por industriales alemanes que ayudaba a los jefes nazis a esconderse por todo el mundo, en espera de una utópica vuelta al poder de los supervivientes del partido nazi.
Cada destacamento de la Paloma Blanca tenía la facultad de enrolar a todo aquel que fuese necesario para sus fines, obviamente con la máxima prudencia y después de minuciosos controles sobre cada uno de ellos. En 1948 la base italiana de la organización se había interesado por Bordelli, en parte por su pasado antinazi, y Levi había sido el encargado de contactarle. Le había explicado a Bordelli de qué se trataba y él había aceptado colaborar con la Paloma sin pensárselo dos veces, contento de seguir luchando contra los secuaces de Hitler. En aquel periodo la organización se ocupaba del médico Christopher Möng y de su mujer Elfi, que habían desaparecido de Berlín un mes antes del suicidio del Führer. Möng había trabajado con Mengele con cobayas humanas en varios campos de concentración polacos y ella, como buena esposa, había permanecido siempre a su lado… preparaba el algodón, pasaba los instrumentos, rellenaba fichas, numeraba los cadáveres, limpiaba la sangre del laboratorio. Llevaban a cabo todo tipo de experimentos, inútiles y crueles, y sus notas constituían un verdadero catálogo de monstruosidades. Noticias muy verosímiles señalaban su presencia en Italia a partir de finales de 1946. Sólo quedaba por descubrir su nueva identidad y quizá sus nuevos rostros. Bordelli consultó archivos y documentos secretos, vio fotografías y películas que nunca habían sido divulgadas. El trabajo de investigación era difícil y, a menudo, avanzaba con lentitud, pero la satisfacción era grande. En aquellos tiempos, Bordelli tenía quince años menos y la impresión de estar trabajando para la humanidad. Después de varios meses, Möng y su mujer fueron identificados en una granja, en el valle del Po, y fueron ajusticiados por la Paloma Blanca. Bordelli recibió un «gracias» y de inmediato Levi se marchó a Uruguay, donde al parecer existía una verdadera colonia de nazis.
- ¿Después de Eichmann encontraron a otros peces gordos? -preguntó Bordelli.
- ¿Qué desea tomar, comisario?
- ¿Saben algo de Mengele?
- ¿Qué puedo ofrecerle?
- Un coñac.
- ¿A estas horas?
- Sé de gente que hace cosas mucho más extrañas -dijo Bordelli.
- No lo dudo… ¿Tiene alguna preferencia?
- Sí, quisiera un De Maricourt. -El rostro de Levi se contrajo durante una fracción de segundo, como si hubiera recibido un pinchazo eléctrico. Luego sonrió.
- No lo conozco. ¿Qué le parece un Hennessy?
- Si no queda más remedio. -Levi fue a coger la botella y dos bellísimas copas de la vitrina, se sentó en un sillón y sirvió el coñac.
- Bien, comisario, ¿qué me cuenta? -dijo Levi, sonriendo amistosamente. Bordelli bebió un sorbo de Hennessy y sintió un gran calor en todo el cuerpo. Levi no bebía, había dejado su copa llena encima de la mesa y, de vez en cuando, la miraba.
- El hombre alto que he visto entrar en el edificio venía a su casa, ¿no es cierto? -preguntó Bordelli.
- ¿Por qué le seguía?
- Primero dígame quién es.
- Aarón Goldberg, un querido amigo.
- Bueno, pues hace varias noches su querido amigo sometió mi hígado a una dura prueba -dijo Bordelli haciendo un gesto con el puño levantado.
- Así pues era usted -dijo Levi, más bien divertido. Bordelli bebió otro sorbo de coñac. Incluso a primera hora de la mañana era óptimo.
- ¿Usted no bebe, doctor Levi?
- A estas horas me basta con el perfume. Tengo cuidado con mi hígado.
- Entonces le aconsejo que no vaya a pasear de noche al campo -dijo Bordelli.
- Lo tendré presente. -Flotaba cierta tensión en el ambiente, pero ninguno de los dos lo hubiese reconocido jamás.
- Dígame, doctor Levi, ¿qué hacía su amigo Aarón a la una de la madrugada en un lugar como aquél?
- Usted también estaba, comisario.
- Sea bueno, Levi, cuéntemelo todo… ¿se trata de un trabajo para la Paloma ?
- ¿Realmente quiere saberlo?
- Sí. -Levi le miró fijamente a los ojos durante unos instantes, con una sonrisa fría, luego suspiró con resignación.
- De acuerdo, pero debe jurarme que no se lo dirá a nadie -dijo.
- De acuerdo.
- Goldberg fue a desenterrar unos documentos.
- ¿Ah, sí?
- Cartas personales de Himmler y de Goebbels.
- ¿Enterradas por quién?
- Por uno de los nuestros cuando corrían tiempos difíciles. Ahora ha llegado el momento de sacarlos a la luz. Son importantes para la historia -dijo Levi, sonriendo apenas.
- Oh, entiendo.
- ¿Ahora está todo claro?
- Resumiendo, usted sigue trabajando para la Paloma.. .
- Se lo he dicho, me he retirado. Sólo hago algún trabajito cuando me lo piden. -Bordelli bebió un largo trago de coñac y sacudió la cabeza.
- Tengo que decirle que me esperaba algo mejor de usted, doctor Levi.
- ¿No está bueno el coñac? -dijo Levi con premura.
- He sido uno de los suyos, trabajé en el caso Möng junto con ustedes, conocí personalmente a Wiesenthal…
- No empecemos a examinar el pasado, Bordelli, no es útil para nadie.
- Entonces hablemos del presente… ¿Por qué me cuenta toda esta sarta de tonterías?
- Porque es la pura verdad. -Se miraron a los ojos intensamente, como si quisieran decirse algo. Luego Bordelli sonrió.
- Bien, no hablemos más de ello. ¿Su amigo Goldberg está en casa?
- Está ahí.
- Quisiera darle un apretón de manos, ¿es posible?
- Si es tan importante para usted…
- Claro que sí.
- ¡Goldberg! -llamó Levi a media voz. Tras unos segundos se abrió la puerta y apareció el rostro de Aarón. Levi le hizo un gesto y el hombre entró en la habitación. Visto en un espacio cerrado resultaba aún más alto. No parecía demasiado sorprendido de encontrarse de nuevo frente al hombre al que había tumbado en el olivar.
- Le presento al comisario Bordelli -dijo Levi. El comisario se levantó y se dirigió hacia aquella especie de bestia con una sonrisa en los labios.
- Querido Goldberg, encantado de conocerle -dijo.
- Siento lo que pasó la otra noche -dijo Goldberg con su marcado acento extranjero, sin cambiar de expresión. Desde cerca sus ojos parecían dos agujeros que le atravesaban el cerebro.
- Ya me he olvidado -dijo Bordelli, pero, en lugar de estrecharle la mano, le lanzó un puñetazo por sorpresa al hígado. Goldberg se llevó una mano al costado sin emitir ningún lamento. Parecía que le costase respirar y su rostro se había vuelto blanquecino. Bordelli se masajeó con alivio el puño cerrado, admirado por aquel dolor silencioso.
- Deseaba comunicarle mi aprecio, Goldberg. Trabajé para ustedes en 1948 y, créame, fue un verdadero placer. -Goldberg recobró lentamente la lucidez y echó una ojeada en dirección a Levi para saber qué debía hacer.
- Retírese, Goldberg, hablaremos después. -Goldberg se marchó a la otra habitación con la mano sobre el hígado sin decir ni una palabra. El comisario volvió a sentarse en el diván y cogió su copa de coñac.
- ¿No se habrá ofendido su amigo? -dijo.
- ¿Está satisfecho ahora, comisario? -La voz de Levi era tal como antes, sin ninguna inflexión.
- A pesar de ser un amigo íntimo se hablan de usted -dijo Bordelli.
- Es cuestión de costumbre.
- Doctor Levi, me doy cuenta yo solo de que soy un poco tonto. Pero no intente convencerme de que esa historia de los documentos enterrados es cierta, me ofende.
- Si no quiere creerla no puedo hacer nada al respecto.
- Podría decirme, por ejemplo, qué sucede realmente.
- Aún no me ha dicho qué hacía usted en ese lugar de noche…
- ¿Preocupado?
- Sólo es curiosidad -dijo Levi, tranquilo.
- Miraba las estrellas.
- Y yo le creo, comisario -contestó Levi, sonriendo.
De vez en cuando, Bordelli pensaba en aquel hombre con la mancha oscura en el cuello, pero decidió no hablar de ello con Levi, quería que creyese que no sabía nada de nada.
- Bien, entonces nos lo hemos dicho todo -dijo.
- Ha sido un placer volver a verle, comisario -dijo Levi, levantándose.
- Pero no ha bebido conmigo -dijo Bordelli, permaneciendo sentado. El coñac de Levi había permanecido abandonado sobre la mesa todo el rato.
- Vuelva a visitarme de noche, comisario, y beberé encantado con usted. -Bordelli vació la copa y se levantó.
- Le robo otro de éstos -dijo, echando mano de la pitillera.
- Por favor. -Bordelli encendió el cigarrillo y se dirigió hacia la salida seguido por Levi. Más que acompañado tenía la sensación de que le empujaban.
- Vuelva a visitarnos, comisario, ha sido un placer. -Delante de la puerta, Bordelli se giró.
- Se lo digo por última vez, Levi… Dígame la verdad. Podría resultarme útil para entender algo en un asunto que para mí es muy importante. -Pensaba en Casimiro.
- Le he dicho la verdad, toda la verdad, nada más que la verdad -dijo Levi con una sonrisa.
- Ésta me la apunto -dijo Bordelli. Ya tenía la mano en la manilla cuando apareció una hermosa muchacha morena por detrás de Levi. Llevaba el abundante cabello recogido en la nuca.
- Buenos días -dijo Bordelli, tendiéndole la mano. Tenía unos ojos negros e intensos como los de una pantera. Debía de tener más o menos veinticinco años. Le gustó al instante, como no le sucedía desde hacía mucho. Un poco como Piras y la siciliana.
- Encantada, Milena -dijo la muchacha.
- Comisario Bordelli. -Se estrecharon la mano y Bordelli se imaginó que Milena le había apretado los dedos de una manera muy especial. Levi esbozó una sonrisa forzada.
- No le entretengo, comisario, sé que tiene mucho trabajo -dijo.
- Hasta la vista -dijo Milena sonriendo, y se alejó seguida por la mirada de Bordelli. Levi se acercó al comisario casi hasta tocarle.
- No cuente a nadie lo que le he dicho -susurró con un destello irónico en los ojos.
- Duerma tranquilo, no me apetece que se rían de mí.
- Confío en usted, comisario -dijo el cazador de nazis con una sonrisa fría.
- Hasta pronto, doctor Levi, siempre vuelvo a visitar a las personas que me son simpáticas.
- Venga cuando quiera, será un placer. -Bordelli saludó con un último gesto y bajó lentamente por la escalera. Descendió el primer tramo y el segundo, sólo entonces oyó cómo se cerraba la puerta de Levi. Se detuvo en el rellano del primer piso, esperó a que la luz de la escalera se apagase y volvió a subir en silencio hasta el segundo piso. Se acercó a la puerta de Levi y pegó el oído. En el interior oyó un portazo y de inmediato percibió la voz rabiosa de Levi. Unas pocas frases secas, como minúsculos disparos. Hablaba en hebreo. Hubo otro portazo y luego nada. Bordelli siguió esperando con el oído pegado a la puerta. Pasó un minuto largo. En el silencio se oyó de nuevo la voz de Levi que llamaba a Goldberg. El tono era menos agresivo, pero más preocupado. Bordelli les oyó caminar deprisa y hablar excitados entre ellos, luego se acercaron a la puerta y, de repente, bajaron el tono de la voz hasta empezar a murmurar. El comisario corrió a esconderse detrás de la esquina de la pared para que no pudiesen verle a través de la mirilla y, un instante después, se encendió la luz de la escalera. Tal como Bordelli sospechaba, los dos de la Paloma habían estado mirando por la ventana para verle salir a la calle, quizá sin un motivo definido, como sucede a veces cuando el invitado no es demasiado bien recibido. No le habían visto salir y esto les había alarmado. Bordelli había hecho aquel pequeño juego sólo para comprobar si Levi estaba preocupado a raíz de aquella visita inesperada, y ahora ya no tenía dudas. No creía en absoluto en la historia de los documentos enterrados, estaba convencido de que se trataba de algo mucho más gordo.
En cuanto se apagó la luz, corrió escaleras abajo y se detuvo al oír que la puerta de Levi se volvía a abrir. Permaneció aplastado contra la pared, tenía la sensación de estar jugando a policías y ladrones. La luz seguía apagada y al cabo de un rato oyó cómo se volvía a cerrar la puerta de Levi suavemente. Bordelli siguió bajando, llegó a la planta baja y buscó con la mirada una puerta secundaria. Vio una detrás de la escalera e intentó empujarla. Estaba abierta y daba a una especie de almacén vacío. Lo cruzó alumbrándose con una cerilla, abrió otra puerta y fue a dar al vestíbulo de otro edificio que daba a la calle del Solé. Salió sin que Levi le viese y se dirigió satisfecho al Escarabajo. Había conseguido jugársela a la Paloma Blanca y, además, había visto a una mujer que le gustaba muchísimo.
El cielo estaba tapizado de nubes grises, se oía tronar a lo lejos, pero aún no llovía. Bordelli apretaba entre los dedos el volante del Escarabajo, con un cigarrillo apagado en la boca. Aunque el mundo se derrumbase, no lo encendería hasta llegar a la comisaría. Se sentía un poco excitado. Si en aquel asunto estaba de por medio la Paloma Blanca, sabía dónde buscar al hombre con la mancha oscura en el cuello.
En los carteles de los quioscos de periódicos sobresalían grandes titulares: EL MONSTRUO VUELVE A MATAR. Aquellas palabras le atormentaban, tenía la impresión de que se las gritaban a la cara.
Cuando aparcó en el patio de la calle Zara eran pasadas las diez. En cuanto entró en el despacho encendió aquel cigarrillo de los cojones y se dejó caer en la silla. A pesar de que el encuentro con Levi le había abierto alguna vía sobre el homicidio del enano, con relación al asunto de las niñas notaba el peso de la acostumbrada sensación de impotencia.
En su escritorio encontró el informe de la Científica sobre Sara Bini y, aspirando con fuerza el humo, lo leyó de principio a fin, pero resultó inútil: ni en la ropa de la niña ni alrededor del cadáver se había encontrado nada importante.
Levantó el auricular del teléfono y marcó el número de la línea interna.
- Mugnai, ve a buscar a Piras. -Siempre se lo pedía a él porque Mugnai sabía dónde encontrar a todo el mundo.
- Se estaba marchando, comisario. Le digo que suba.
- Dile que se apresure. -Mientras esperaba llamó a Diotivede al laboratorio para tener noticias de Sara Bini.
- Sólo puedo decirte que se trata del mismo asesino, pero esto tú ya lo sabes -dijo el médico.
- ¿Seguro que no has encontrado algo que pueda serme útil?
- Es probable que el asesino mate con guantes porque en el cuello de ambas niñas no había ni la más mínima huella de arañazos. Pero es posible también que lleve las uñas muy cortas.
- ¿Algo más?
- Lo siento, pero no.
- ¿Puede tratarse de una mujer?
- Lo dudo, generalmente son hombres los que asesinan de este modo.
- ¿Estás seguro de que a través del mordisco no es posible identificar al autor? Quizá se podría investigar en los dentistas.
- Es inútil, ya te lo he dicho. En ese punto la carne es muy blanda y las huellas son poco claras.
- Joder, no sé por dónde tirar.
- Ponte manos a la obra, comisario, que no llegue hasta mí otra niña -dijo el médico y colgó. El comisario permaneció inmóvil mirando una mosca que golpeaba el cristal y pensó que se sentía como ella. Cuando llegó el sardo le clavó una mirada airada.
- ¿Alguna novedad sobre Fantini y Manfredini? -preguntó.
- Manfredini salió esta mañana temprano en coche, Gennari le ha seguido, pero no ha hecho nada extraño.
- ¿Quién está vigilando ahora la casa?
- A la casa de Manfredini acaba de llegar Rinaldi y, en la casa de Fantini, está Moretti hasta las once.
- ¿Y después de las once?
- Voy yo, comisario.
- ¿Por qué tú?
- Yo u otro, ¿qué importa?
- Entendido, Piras, es a causa de aquella muchacha.
- ¿Qué muchacha?
- Vete, Piras, vas a llegar tarde. -El sardo miró de reojo el reloj, puso cara seria y se marchó apresuradamente.
Bordelli se quedó sentado pensando, reclinado contra el respaldo. Miraba a través de la ventana y fumaba. Volvió a pensar en Levi. El hecho de que la Paloma Blanca se interesase por la villa del barón Von Hauser le daba que pensar. Estaba convencido de que Levi le ocultaba la verdad y estaba decidido a descubrirla. Quizá la muerte de Casimiro estuviera relacionada con aquel asunto o quizá no. Era un verdadero lío.
Cogió el teléfono y llamó al Archivo por la línea interna.
- Hola, Porcinai, ¿puedes indicarme dónde puedo encontrar fotos de nazis?
- Deja que piense… Bueno, intenta hablar con el profesor Vannetti, enseña en la Facultad de Letras. Es el máximo experto italiano en el Tercer Reich.
- Gracias, Porcinai. -Colgó y apoyó la barbilla en las manos. Vannetti, Facultad de Letras. Tenía que encontrar un hueco para ir.
Empezó a caer una llovizna molesta. Golpeaba los cristales y resbalaba como si fuese baba. Todavía hacía bastante frío, realmente la primavera no se decidía a llegar.
Sonó el teléfono y Bordelli contestó distraídamente.
- ¿Sí?
- Comisario, soy Ennio.
- Hola, Botta, me han contado que ese viaje a Grecia te ha ido bastante bien.
- No ha estado mal, comisario, cuando nos veamos se lo cuento. En cambio he sabido que usted está metido en un buen lío.
- No me lo recuerdes.
- También me he enterado de lo que le ha sucedido a Casimiro… pobre desgraciado.
- Es un periodo de mierda, Ennio.
- Ya sé que no es el momento, comisario, pero le quería decir que cuando quiera podemos organizar otra cena en su casa.
- Ni te imaginas cuánto lo deseo.
- Esta vez pago yo, tal como prometí. -Déjame que pesque a ese cabrón, Botta, y luego organizamos una buena cena.
- Hasta pronto, comisario, si me necesita ya sabe dónde encontrarme. Suerte.
- Gracias… Adiós, Botta, espero poder ir pronto a incordiarte.
Al final de la mañana, Bordelli fue a casa de Emanuela Bini, la madre de Sara, para hacerle algunas preguntas. La había llamado la tarde anterior y habían quedado en su casa al día siguiente hacia mediodía. Vivía en la calle Masaccio, en un bonito apartamento en el tercer piso.
La mujer le invitó a pasar al salón y se sentó frente a él. Tenía unos cuarenta años y era bastante hermosa. Su reacción había sido distinta a la de la madre de Valentina. Se había endurecido, tenía los ojos como canicas de cristal.
- Señora Bini, si le hago preguntas desagradables, ruego que me excuse… estoy buscando una pista y no puedo permitirme…
- Pregunte cuanto desee -le interrumpió ella. Bordelli le dio las gracias haciendo un gesto con la cabeza.
- ¿Está usted casada?
- Sí… pero el padre de Sara no es mi marido.
- ¿Mantiene una buena relación con el padre de la niña?
- No tengo ni idea de dónde está -dijo la mujer, encogiéndose de hombros.