Muerte en Florencia
Un nuevo caso del comisario Bordelli
Traducción de Patricia Orts
Barcelona 2011 Duomo ediciones
Título original: Morte a Firenze
Copyright © 2009 Ugo Guanda Editore S.p.A., Milano Viale Solferino 28, Parma
© por la traducción, Patricia Orts, 2011
Primera edición en esta colección, enero 2011
© Antonio Vallardi Editore, Milano
Duomo ediciones es un sello de Antonio Vallardi Editore
Gruppo Editoriale Mauri Spagnol S.p.A.
Depósito legal: B. 43.849-2010
I.S.B.N.: 978-84-92723-8-12
Diseño de interiores: Agustí Estruga
Fotocomposición: Grafime.
Corrección del texto: Montse Triviño
Impresión y encuadernación: Grafica Veneta S.p.A. di Trebaseleghe (PD)
Printed in Italy — Impreso en Italia
— ¿Es Jesucristo? -dijo mi madre-. Nos ha salvado de la podredumbre.
— Ha muerto en vano -dije- su sacrificio no ha servido para nada. Los buenos se salvan, pero con los malos no hay nada que hacer. Y los hombres son malos.
MALAPARTE
Florencia, octubre de 1966
En el duermevela alargó la mano buscando el cuerpo caliente de Elvira, pero tan solo encontró la áspera sábana de lino y recordó que se había marchado. Se tumbó de espaldas y escrutó la oscuridad. Otra mujer había entrado en su vida y había salido de ella enseguida, como un proyectil que atraviesa la carne. Quizá la mujer que le correspondía nacería dentro de cien años, o quizá ya hubiese, nacido, vivido y muerto. Fuese como fuese, jamás la conocería.
Cada vez que se volvía a encontrar solo veía delante de él un mundo desconocido que debía reconstruir. Una suerte de renacimiento que ocultaba cierto sentido de libertad bajo la inquietud…
¿Qué hora sería? Echó un vistazo por los postigos y no vio luz entre las láminas. Estaba destrozado. La esperanza de encontrar vivo al chico se iba reduciendo a medida que pasaban los días. Trece años recién cumplidos, pelo castaño, ojos marrones, un metro y cuarenta y siete de estatura. Un muchachito tranquilo, estudioso y obediente. ¿Y si solo se hubiese escapado de casa? A los trece años es normal hacer ese tipo de estupideces…
Hubiese dado cualquier cosa para que fuese así, solo que esa posibilidad le parecía a decir poco remota. Solía hablar de ello con Piras, el joven que era su mano derecha, pero también el sardo se mostraba pesimista. No habían logrado dar ni un solo paso adelante, no tenían la menor prueba a la que aferrarse…
El sonido del timbre lo sobresaltó, y se acordó de Botta. Era lunes. Su amigo, el ex preso, le había arrancado la promesa de que irían juntos a buscar setas a las colinas que dominaban Poggio alla Croce. «Es el momento adecuado», había dicho Botta.
Después de muchos días de lluvia había salido el sol y la temperatura había subido. El lunes era un día ideal: ninguna familia de paseo y pocos cazadores. Bordelli no era un gran apasionado de las setas, no entendía una palabra sobre ellas, y nunca había salido a buscarlas. Pero un paseo por el bosque le sentaría bien. La obsesión por ese chico lo estaba minando.
Rodó fuera de la cama y al asomarse a la ventana sintió el aire fresco en la cara. El cielo seguía estando negro y le pareció vislumbrar una sombra en la acera.
— ¿Eres tú, Ennio? -preguntó en voz baja.
— No, soy la Befana
— Sube, te invito a un café. -Cerró los cristales sin hacer demasiado ruido y, descalzo, se dirigió a abrir la puerta. Se puso a toda prisa los pantalones y se lavó la cara con agua fría para despejarse. Cuando Botta lo vio con la camiseta de tirantes abrió los brazos.
— No me diga que estaba durmiendo, comisario… Son ya las cinco y media…
— Pon el café, vuelvo enseguida. -Acabó de vestirse, sacó del armario un par de botas viejas y se reunió con Botta en la cocina. Apuraron el café de un sorbo y salieron. En el silencio de San Frediano el motor del Escarabajo emitía un estruendo infernal. En la plaza Tasso giraron a la izquierda. La avenida Petrarca estaba desierta bajo el cielo oscuro. Llegaron a Porta Romana y enfilaron la avenida de Poggio Imperiale. El Escarabajo retumbaba como un tanque en las subidas.
— Prométeme una cosa, Ennio.
— Soy todo oídos…
— En caso de que no encontremos ninguna seta te ruego que no te eches a llorar.
— Me está pidiendo algo imposible, comisario. Encontraremos tantas que hasta tendremos que dejarlas en su sitio.
— ¿Estás seguro?
— Usted ocúpese de lo suyo, que lo hace bien… y deje a los demás lo que no sabe.
— Me gustaría ser tan optimista como tú. -Pensaba en el muchachito desaparecido y casi se sentía culpable de perder tiempo buscando setas. Pero ¿qué podía hacer? ¿Amargarse en la oficina mirando las fotografías del pequeño Giacomo? ¿Le habría servido para algo?
— Tenemos que hacer una cena con las setas de calabaza -dijo Botta seguro de sí mismo. El comisario no le contestó. Por el momento no le apetecía lo más mínimo organizar cenas con los amigos, antes quería encontrar a Giacomo Pellissari. Ahora, sin embargo, no debía pensar en él. Sentía la necesidad de dejar reposar el cerebro. Darle tantas vueltas a esa idea era mucho más agotador que correr en pos de la presa.
Llegaron a Poggio alla Croce con los faros todavía encendidos y aparcaron en una explanada de hierba húmeda. No tardaría en amanecer. La cúpula pálida del cielo parecía una enorme cáscara de huevo. Bordelli se calzó las botas y empezaron a subir envueltos en el aire frío. El sendero era escarpado, lleno de piedras y de barro. Botta caminaba balanceando la cesta en un costado. Pasado un minuto los dos hombres jadeaban ya y exhalaban nubes de vapor por la boca.
Más allá de las colinas el cielo tenía una tonalidad verdosa y los pájaros del bosque empezaron a enloquecer. La neblina que flotaba en el aire olía a hojas podridas. Bordelli vio resplandecer en la penumbra una fina tela de araña cargada de minúsculas gotas de rocío, y recordó un alba de 1944. Regresaba de una ronda con seis hombres de su pelotón y en la oscuridad había visto brillar unas gotitas idénticas a esas a lo largo de un hilo, tan fino como un pelo, que se extendía horizontalmente de un árbol a otro. Solo que no era una tela de araña. Arrancando ese hilo se accionaba una mina «bailarina», una bomba que, antes de estallar, se balanceaba en el aire a la altura de la barriga. Había visto morir a varios de sus compañeros destripados por las astillas de esos juguetes.
— Por aquí, comisario -susurró Botta como si alguien pudiese oírlos. Abandonaron el sendero y se adentraron en el bosque. Subían a duras penas agarrándose a los árboles más finos.
Bordelli observaba el cielo entre las copas de los castaños. Sin saber muy bien por qué, la contemplación del alba siempre le había producido una gran melancolía. Durante la guerra veía amanecer casi todos los días y en cada ocasión pensaba que podía ser la última.
El cielo se tiñó de morado, luego de naranja, y poco después se hizo de día. Botta escudriñaba el terreno como si estuviese siguiendo un sendero inexistente. De repente se detuvo para indicar algo. Entre las franjas de niebla algunos jabalíes escapaban silenciosos hacia la cima de la colina emanando vapores por la piel. Para los que frecuentaban los bosques no debía de ser nada especial, pero el comisario se sintió embargado por una emoción infantil. Solo había visto a los animales salvajes escabulléndose entre los árboles cuando salía a patrullar por las colinas, y cada vez los había apuntado con la metralleta sintiendo el corazón en un puño. Ahora, en cambio, podía disfrutar del espectáculo.
Siguieron subiendo. Botta no aminoraba la marcha, al contrario, en determinados momentos parecía incluso que apretaba el paso. El comisario sentía que el corazón se le aceleraba y le fallaban las piernas Los cincuenta y seis años y los cigarrillos pesaban. Y pensar que en tiempos de San Marco andaba hasta veinticinco kilómetros al día cargado con la mochila llena de armas… ¿Por qué debía pensar siempre en esa sucia guerra? ¿Acaso no era capaz de disfrutar tranquilamente del paseo?
Botta se inclinaba de vez en cuando hacia el suelo para examinar setas extrañas, algunas finas y blanquecinas, otras oscuras y turgentes, ciertas de una fragilidad extrema, y, con aire enfurruñado, mascullaba nombres científicos o vulgares. Pero al final las dejaba y seguía subiendo.
— ¿Por qué no la coges? ¿Es venenosa? -preguntaba Bordelli a sus espaldas. Botta cabeceaba.
— O setas de calabaza o nada -decía con aire solemne antes de sumirse de nuevo en el silencio. De repente se detuvo y abrió desmesuradamente los ojos.
— Puede que no me crea, comisario… pero yo siento las setas de calabaza, no necesito escarbar en todos los rincones del bosque.
— No te preocupes, conozco un psiquiatra magnífico -dijo Bordelli.
— No me cree, ¿eh?
— Hago lo que puedo.
— Ya está… -dijo Botta inspirado.
— ¿Qué pasa?
— Las setas están ahí. -Señaló a lo alto y, un segundo más tarde, echó a correr. El comisario lo dejó avanzar, no lograba ir a su ritmo. Todavía notaba en las piernas la cena de la noche anterior en la taberna de Cesare: pappardelle a la liebre, lomo de cerdo asado con patatas y el vino de Apulia de Totò. Vio desaparecer a Botta por detrás de los troncos negros de los castaños. Siguió subiendo, sudando de fatiga. Pasado un cuarto de hora desembocó en un sendero ancho y se paró.
— Ennio… ¿dónde estás?
— Estoy aquí, comisario -murmuró Botta. El comisario lo divisó arriba, a unos cincuenta metros, inclinado en medio del bosque. Echó de nuevo a andar y se acercó a él.
— Procure no pisarlas -dijo Botta alarmado. Estaba arrodillado y, valiéndose de un pincel corriente de cerdas, cepillaba delicadamente unas gruesas setas de calabaza. A su alrededor había decenas de ellas.
— Entonces es cierto que las sientes… -comentó Bordelli sinceramente asombrado.
— ¿Alguna vez he hablado por hablar, comisario? -Ennio estaba serio y concentrado. Seguía cepillando las setas con unos gestos que parecían inspirados por una religión arcaica. Bordelli debía esperar a que Botta finalizase su tarea, de forma que se sentó en una roca. Su mirada rebotaba en los troncos de los castaños buscando un animal al que espiar. Pero lo único que se movía eran las hojas que caían desde lo alto. Se soltaban de improviso y revoloteaban hasta llegar al suelo recitando, sin saberlo, la famosa poesía. Envuelto en esa paz silenciosa el comisario volvió a pensar en Giacomo Pellissari, en sus padres desesperados, en las interminables discusiones con Piras… ¿Cómo era posible que un chico desapareciese así, de la noche a la mañana?
— Serán, por lo menos, dos kilos -dijo Botta sopesando la cesta llena. Sonreía como el ganador de una batalla.
— Estoy sinceramente admirado -suspiró el comisario poniéndose en pie.
— Demos una vuelta más. -Reemprendieron el ascenso hundiendo los pies en las hojas muertas en tanto que los merlos giraban entre los árboles. Avanzaban en silencio, uno detrás de otro. Botta guiaba, por descontado.
— ¿Puedo preguntarte una cosa, Ennio?
— Oigamos…
— ¿Qué haces ahora para ganarte el pan?
— ¿Hablo con el comisario o con el hombre?
— Con el hombre.
— Hago lo que siempre he hecho.
— ¿El ladrón o el estafador?
— Qué terribles palabras…
— Son las únicas que conozco.
— Digamos que aplico una política de redistribución de la riqueza a la espera de que se promulguen leyes más honestas.
— Me conmueves…
— Aquí arriba puede llorar cuanto quiera, no se lo contaré a nadie -dijo Botta sin dejar de escrutar el terreno.
— ¿Por qué no te dedicas a un trabajo normal, Ennio? Lo digo por ti. Como criminal siempre has sido un desgraciado, no dejas de meterte en líos.
— No tengo ninguna intención de volver a la cárcel, comisario.
— Podrías ser cocinero…
— Bueno, puede que un día abra una taberna.
— ¿Con qué dinero?
— Si me sale bien cierto negocio… -Ennio se interrumpió de golpe, emitió un largo gemido y abrió los brazos.
— ¿Te encuentras mal? -preguntó Bordelli.
— Mire aquí, comisario… La primera oronja de la temporada -suspiró Botta exaltado. Una especie de bolita casi naranja se asomaba entre las hojas.
— Trataré de no echarme a gritar de alegría -dijo Bordelli.
— Usted no lo puede entender, comisario. Es como besar por primera vez a una mujer.
— No sabes lo que dices…
— Qué maravilla -susurró Ennio cogiendo la seta con delicadeza.
— ¿No buscabas solo setas de calabaza?
— Debe de haber más -dijo Botta ignorándolo. Envolvió la oronja en un pañuelo, se la metió en el bolsillo e inspeccionó el terreno circunstante. Encontró seis más. Parecía muy satisfecho.
— Por hoy será suficiente, no hay que ser codiciosos -afirmó. Bordelli comprobó la hora, todavía no eran las nueve.
— Aquí arriba se está bien, es una maravilla -suspiró mirando en derredor. Un instante después resbaló encima de una gruesa piedra y se encontró sentado en el suelo. Se levantó dolorido haciendo caso omiso de las carcajadas de Botta. Se había manchado los pantalones de barro y le zumbaban los oídos a causa del golpe.
— Joder… -dijo sacudiéndose de encima las hojas mojadas.
— Jamás se debe decir en voz alta que uno está bien, comisario. El diablo no puede leer el pensamiento, pero entiende lo que decimos a la perfección.
— ¿Eso te lo han enseñado las monjas?
— Sa va san dir, comisario -dijo Botta, que había aprendido a chapurrear un poco de francés en la cárcel de Marsella.
Siguieron caminando por los senderos, avanzando entre los castaños y los robles, acompañados de los extraños cantos de los pájaros y del murmullo del viento cuyas ráfagas se ensartaban entre las ramas. Vieron más animales huyendo entre los arbustos y, de cuando en cuando, pasaban junto a una vieja carbonera donde la tierra seguía estando negra. Por la mente de Bordelli desfilaban desordenadamente viejos recuerdos. Recuerdos de cuando era niño, de la guerra, incluso de antiguas novias sin rostro. Pero bajo cada uno de estos pensamientos se abría paso el misterio del chico desaparecido. Empezaba a pensar que los marcianos lo habían secuestrado…
Bordelli acompañó a Botta al semisótano de la calle Campuccio donde vivía y pasó un momento por su casa para cambiarse. Eran ya las diez y media. Tras darse una larga ducha caliente empezó a vestirse con parsimonia. Todavía tenía en los ojos los troncos oscuros de los árboles, la neblina, los jabalíes… si bien pensaba en otra cosa. Por enésima vez repitió mentalmente las actas relacionadas con la desaparición de Giacomo Pellissari con la absurda esperanza de encontrar por fin un detalle que le permitiese seguir una pista.
El muchachito había desaparecido el miércoles por la mañana tras salir del Collegio alla Querce mientras llovía torrencialmente. A las ocho y veinticinco su padre lo había acompañado al colegio, como siempre. Uno de sus padres iba a recogerlo regularmente a la salida. A las doce y cuarto de la mañana su madre había bajado al garaje, pero no había conseguido arrancar el 600. Había llamado a su marido al despacho y él se había apresurado a coger el coche para ir al centro escolar. Había llegado con más de una hora de retraso debido al accidente que se había producido en las avenidas a causa del chaparrón. Protegiéndose con el paraguas había entrado en el patio convencido de que lo encontraría allí, pero Giacomo no estaba. El bedel había abierto los brazos: el chico lo había esperado hasta la una y pico, incluso había llamado a casa, pero la línea estaba siempre ocupada… Al final se había marchado corriendo bajo la lluvia y no había habido manera de retenerlo.
Bordelli se encendió un cigarrillo sin dejar de reconstruir lo acaecido con todos sus pormenores. A esas alturas tenía incluso la impresión de estar viendo una película. Conocía como la palma de su mano la zona que iba del Collegio alla Querce a la casa de los Pellissari, situada en la calle de Barbacane: había nacido y crecido precisamente en ella.
El abogado Pellissari había pedido al bedel que le permitiese llamar por teléfono a su esposa, pero él también había encontrado la línea ocupada. Había subido al coche y había recorrido el trayecto hasta llegar a casa: calle de la Piazzuola, avenida Volta, calle de Barbacane. Giacomo no estaba en casa. Su esposa estaba preocupada, aunque no demasiado. Quizá Giacomo se hubiese refugiado de la lluvia en algún portal…
El abogado se había dirigido al teléfono de la entrada y había encontrado el aparato mal colgado. Se había enojado con su mujer y ella había empezado a inquietarse. Pellissari había salido de nuevo con el Alfa y había recorrido todo el barrio bajo la lluvia. Había recorrido varias veces la calle Aldini, una callejuela desierta que iba desde la avenida Volta al inicio de la calle de Barbacane. Giacomo conocía de sobra el lugar. Estaba muy cerca de casa y solía ir allí con sus amigos a correr en bicicleta…
A las tres el abogado había decidido por fin llamar a policía. Dos guardias habían ido al Collegio alla Querce para hablar con el bedel, Oreste, un hombre menudo con cuatro pelos en la cabeza y las mejillas sonrosadas, a quien la noticia había hecho palidecer. Le habían pedido que contase lo que había sucedido y Oreste había sido muy preciso: después de la habitual confusión de la salida, a eso de la una se había asomado a la calle para contemplar la lluvia. Había visto al chico bajo la cúpula del portal, con la cartera entre los pies y escrutando con ansia la cuesta de la calle de la Piazzuola. Le había preguntado si quería llamar a su madre. Giacomo le había dicho que sí y lo había seguido. El niño había vuelto a salir para controlar la calle y Oreste había ido en pos de él. Al cabo de poco menos de un minuto Giacomo se había marchado corriendo bajo la lluvia, cubriéndose la cabeza con el abrigo y la cartera balanceándose en la espalda. Oreste le había gritado que esperase, que él lo acompañaría, pero el chico había hecho oídos sordos sin dejar de correr. El bedel había probado a marcar de nuevo el número de los padres de Giacomo: la línea aún estaba ocupada. Al final se había convencido de que no valía la pena preocuparse y había dejado de pensar en ello.
Un grupo de guardias había interrogado a los habitantes de las casas ubicadas en el trayecto que iba desde el Collegio a la residencia de los Pellissari, sin pasar por alto la calle Aldini. Solo una anciana había visto desde la ventana a un niño que apretaba el paso bajo la lluvia en la esquina entre la avenida Volta y la calle de la Piazzuola, más o menos a la una y cuarto. La ropa, el color de la cartera y el horario no dejaban lugar a dudas: el chico en cuestión era Giacomo Pellissari. La anciana había sido la última que lo había visto y su testimonio había despejado cualquier posible duda sobre la sinceridad del bedel. Cuando Giacomo había salido del colegio era la hora de comer, llovía a cántaros y todos estaban atareados con sus cosas.
Las fotografías del niño habían aparecido en los diarios y en los telediarios del Nacional y del Segundo Programa, pero por el momento nadie había dado señales de vida. ¿Cómo era posible que un chico desapareciese así?
Cuando dejó el coche en el aparcamiento de la jefatura de policía eran las diez y media pasadas. Mugnai salió de la garita y se acercó a él con cara de funeral.
— Buenos días, comisario.
— Hola, Mugnai… ¿A qué se debe tanta alegría?
— El jefe está de un humor de la hostia, hablando con respeto.
— No es una novedad -comentó Bordelli.
— ¿Y qué culpa tengo yo de que ese chico no aparezca? Me ha tratado como si fuese gilipollas. -Estaba muy ofendido.
— No te lo tomes a mal, Mugnai -dijo Bordelli.
— El jefe ha dicho que quiere verlo de inmediato.
— Menudo coñazo… -suspiró el comisario.
— Prepárese, porque hoy está realmente cabreado.
— Lo siento por él. Búscame a Piras, por favor, y dile que venga a mi despacho. -Tras despedirse de Mugnai con un ademán se dirigió hacia las escaleras. Subió al segundo piso con un cigarrillo apagado en la boca jurando que no se lo fumaría antes de mediodía. Llamó a la puerta de Inzipone y entró sin esperar respuesta. Al verlo, el jefe de policía se puso de pie de un salto, sin que su gesto tuviese nada que ver con la educación. Sus ojos parecían dos castañas quemadas.
— ¡Tiene que encontrar a ese chico, comisario! -gritó agitando las manos en el aire.
— Soy el primero que no ve la hora, señor -le contestó Bordelli sereno.
— En ese caso, ¿por qué está perdiendo tanto tiempo? ¿Ha leído los periódicos? ¡ la policía es incapaz! ¡ la policía duerme! -Se aproximó a Bordelli sacudiéndolos en el aire-. La Nazione.
— Estamos haciendo todo cuanto está en nuestras manos.
— ¡Sus disculpas me importan un comino! ¡Haga algo, coño!
— Es como si se hubiese evaporado en la nada -dijo Bordelli, conteniendo el deseo de encender el cigarrillo que tenía entre los dedos.
— Nadie desaparece en la nada -replicó Inzipone. Arrojó el periódico y volvió a sentarse detrás del escritorio. Bordelli se acercó a él y permaneció de pie.
— Lo encontraremos -dijo, tratando de convencerse más a sí mismo que al jefe de policía.
— Lo espero por usted, comisario. El viceministro de Transporte me ha llamado a primera hora de esta mañana… El abogado Pellissari es uno de sus mejores amigos.
— Ah, no lo sabía. Eso cambia todo, verá como en unos días encontramos al niño.
— Déjese de insinuaciones, comisario -dijo el jefe de policía alzando la barbilla con aire amenazador. Bordelli se metió en la boca el cigarrillo y lo encendió bajo la mirada asombrada del jefe de policía.
— Seré más claro. Me importa un carajo de quién es hijo ese chico.
— ¿Y cree que a mí sí me importa? -preguntó Inzipione furioso por la insolencia de su subordinado.
— Jamás respondo en nombre de los demás, señor. -Se despidió con una ligera inclinación de cabeza y se encaminó hacia la puerta. Oyó que el jefe se levantaba de nuevo haciendo chirriar las patas del silloncito.
— Su actitud no me gusta en absoluto, comisario.
— No sabe cuánto lo siento, estoy desolado -dijo Bordelli sin volverse.
— Sabe de sobra que no soy el único que piensa de esa forma.
— Mis respetos, señor.
— Si a su edad sigue siendo comisario jefe debe de ser por algún motivo… -masculló el jefe de policía entre dientes, pero Bordelli lo oyó de todas formas. Salió y cerró la puerta a sus espaldas. Habría dado cualquier cosa por estar con Botta en las colinas neblinosas, buscando setas de calabaza entre las hojas podridas. Entró en su despacho y se encontró con Piras, que lo esperaba sentado delante del escritorio.
— Acomódate… -dijo, pero el sardo se había puesto ya de pie. Todavía cojeaba un poco debido a los disparos que, hacía un año, le habían destrozado una pierna. Tenía apenas veintidós años, pero sus aptitudes habían convencido a Bordelli de que quería tenerlo a su lado en todas las investigaciones. Entre otras cosas era, además, el hijo de Gavino Piras, un compañero de los tiempos de la guerra, y eso aumentaba el aprecio que sentía por él. Gavino había regresado a casa con un brazo menos, pero eso no le había impedido seguir siendo campesino. En el fondo, él también había tenido una suerte… Bordelli recordaba todavía cuando su amigo había recibido en pleno pecho una bomba de mano que, sin embargo, no había estallado. El arma había rebotado sobre el uniforme y había caído a sus pies como una piedra… Debido a los nervios, el nazi se había olvidado de tirar de la lengüeta y Gavino había logrado dejarlo tieso con una ráfaga de metralleta. Una vez finalizado el combate se había acercado a Bordelli.
— Hasta las bombas tienen miedo de los sardos, comandante -había susurrado con ojos enloquecidos. Sabía de sobra que se había salvado por un pelo…
— ¿Me quería ver, comisario? -preguntó el joven Piras.
— Quería compartir contigo la mala leche.
— ¿Piensa lo mismo que yo?
— Por desgracia sí. -Sin necesidad de decírselo, ambos estaban convencidos de que habían asesinado al niño. Hasta la fecha no se había producido ninguna petición de rescate, ninguna llamada telefónica.
— Ojalá nos equivoquemos, señor -dijo Piras que, en el ínterin, se había vuelto a sentar. Bordelli se aproximó a la ventana y miró fuera. Para variar, había empezado a llover de nuevo, la tregua solo había durado dos días.
— ¿Qué hacemos, Piras? ¿Leemos otra vez las actas? ¿Nos las comemos? ¿Vamos a jugar a la petanca? ¿Qué coño podemos hacer?
— Si puedo ser franco…
— Dime.
— La única esperanza es encontrar el cadáver.
— Maldita lluvia -susurro Bordelli, contemplando las gruesas gotas que chocaban contra el asfalto. Encendió un cigarrillo, desanimado. Un teléfono mal colgado, un aguacero, el 600 de la señora Pellissari que no se ponía en marcha… ¿Una serie de desafortunadas coincidencias? ¿Se trataba de un secuestro premeditado o era simplemente fruto de la casualidad?
El teléfono interior sonó. Era la sala de radio. A escasos centenares de metros del convento de Montesenario habían encontrado un coche con dos cadáveres dentro. Un hombre y una mujer. A primera vista parecía un doble suicidio.
— Sí, iré yo… Avisa a Diotivede y al sustituto -dijo con calma Bordelli antes de colgar.
— ¿Qué ha ocurrido? -Piras estaba ya en pie.
— Te lo cuento por las escaleras -murmuró el comisario, aspirando con fuerza su cigarrillo. Hacía lo que podía para fumar menos, pero entre las mujeres y los cadáveres no era fácil.
— ¿Me espera, señor? -le pidió Piras cojeando.
— Disculpa, siempre me olvido. -Acomodó su paso al del sardo y bajaron al patio. Llovía a cántaros. Mugnai los vio y se acercó con un gran paraguas verde que los cubría a todos. Mientras los acompañaba al Escarabajo les preguntó a qué se podía referir el peñón que amaba Leopardi, cinco letras.
— Yermo -dijeron a coro Piras y Bordelli. Subieron al coche y se pusieron en marcha, dejando a Mugnai pensativo.
Cuando cruzaron la plaza de las Cure la lluvia había amainado un poco, pero el cielo seguía estando negro. El comisario pensaba que era casi un alivio poder ocuparse de algo concreto, aunque el precio fuesen dos muertos.
Llegaron a Montesenario pasada una media hora. En el lugar había un par de Panteras de la policía y algún que otro curioso. Seguía lloviznando con una monotonía que debilitaba hasta la paciencia más entrenada. Bordelli se acercó al 600 y miró dentro. Un hombre de unos cuarenta años con un agujero en la sien izquierda y una mujer de treinta con las manos en la barriga ensangrentada, los dos con la boca entreabierta. En el asiento posterior había apilados unos voluminosos catálogos de tejidos.
— Mantén alejados a los curiosos -ordenó Bordelli a uno de los guardias. Intentó abrir la puerta del conductor. Estaba abierta. Metió la cabeza dentro para examinar con atención los cadáveres y los agujeros que habían causado los proyectiles. La mujer había sido herida en la barriga. A diferencia de ella, el hombre tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Hurgó en la chaqueta del hombre y en la bolsa de la mujer buscando la documentación, y dejó el sitio a Piras. Estaba casi convencido de haber entendido lo que había sucedido y quería ver si el sardo estaba de acuerdo con él. Esperó con paciencia a que Piras acabase su tarea.
— ¿Qué dices? -le preguntó.
— No fue premeditado -contestó el sardo.
— Sigue…
— Dos amantes clandestinos. Riñen, él la amenaza con la pistola, ella, quizá, se burla de él diciendo que está descargada, él entonces tira hacia atrás el carro y lo suelta, sin saber que de esa manera se dispara, y después de haberla matado por error pierde el juicio y se pega un tiro.
— Nada que objetar -comentó Bordelli pasándole los documentos de los dos desgraciados. El hombre estaba casado, la mujer también, pero no entre ellos.
En ese momento llegó el 1100 de Diotivede, tan negro y brillante como el zapato de un ministro. El viejo forense se apeó con su maletín en la mano, obviamente negro. Su pelo cano resplandecía a la luz de la mañana. Se aproximó al 600 de los dos amantes alzando la barbilla a modo de saludo. Como siempre, enfurruñado como un niño al que acaban de despertar para ir al colegio. Abrió el maletín, introdujo las manos en él y las volvió a sacar embutidas en unos guantes de goma. Se asomó al habitáculo para tocar los cadáveres. En menos de un minuto se quitó los guantes.
— La mujer murió dos horas después del hombre, quizá dos horas y media -dijo, mientras empezaba a tomar notas en su cuaderno.
— ¿Estás seguro? -preguntó Bordelli.
— No, es una broma -masculló Diotivede sin dejar de escribir.
— No era una auténtica pregunta…
— Ahora os dejo, tengo un rendez vous con una vieja señora -dijo el médico volviendo a poner el cuaderno en su sitio.
— ¿Viva o muerta?
— ¿Acaso hay alguna diferencia? -dijo Diotivede sonriendo, mientras se encaminaba hacia el 1100 balanceando el maletín en un costado. «Es un niño con canas», pensó Bordelli, y se le escapó una sonrisa. Tras hacer una maniobra, el médico bajó por la cuesta.
Piras y Bordelli lo siguieron poco después descendiendo en silencio el sinuoso camino de Montesenario. En la tragedia no había ningún misterio, nada que buscar. Era inútil esperar al sustituto. Por si fuera poco, el doctor Cangiani no era lo que se dice muy simpático.
El comisario volvió a pensar en el muchachito. Saltaba a la vista que a Piras le sucedía lo mismo. Para ambos se había convertido en una suerte de obsesión. Era la primera vez que Bordelli se encontraba en una situación similar y no lograba digerirla. Cuando llegaron a la plaza de las Cure el sardo cabeceó.
— Coño, comisario…
— ¿Qué pasa, Piras?
— Pues que no soporto estar mano sobre mano.
— No podemos hacer nada -contestó Bordelli encendiendo un cigarrillo. Piras abrió la ventanilla y sacó casi toda la cabeza fuera como si tuviese miedo de ahogarse. El tabaco le desagradaba y no lograba comprender cómo era posible que una persona inteligente pudiese perder tiempo con esas cosas. Entraba un viento frío que se metía por la ropa.
— Si quieres lo tiro -dijo el comisario.
— Si lo prefiere puedo ir a pie -respondió el sardo provocador. Bordelli dio dos o tres caladas seguidas y tiró el cigarrillo. Piras cerró por fin la ventanilla. Pasado un minuto de silencio típicamente sardo, contó que, cuando tenía unos diez años, habían matado a una niña en su pueblo. Violada y estrangulada. En los pueblos de los alrededores no se hablaba de otra cosa. Habían tardado varios meses en descubrir al asesino y lo habían logrado por pura casualidad. Durante la misa al cura de uno de los pueblos cercanos se le había caído del bolsillo un lazo de algodón amarillo. Una mujer que conocía a la familia estaba casi convencida de haberlo reconocido, de forma que, por escrúpulo, fue a ver a los carabineros después de la misa. La niña llevaba coleta y su madre le hacía siempre el lazo con una cinta amarilla como esa. Al final había confesado. Una hora más tarde de que lo hubiesen encerrado en la cárcel se había colgado de los barrotes de la celda con una especie de cuerda que había hecho con los jirones de su camisa…
— Es un placer tener ocasión de oír historias tan alegres -sonrió Bordelli con amargura.
— Bueno, al menos encontraron al asesino…
— No nos apresuremos, Piras. No es seguro que el chico haya sido asesinado -dijo el comisario, pensando justo lo contrario.
— Cuando uno tiene trece años no se escapa con la amante -refunfuñó Piras.
— Esperemos… Nunca se sabe…
Habían llegado a la jefatura de policía. Bordelli dejó el Escarabajo en el patio, saludó a Piras y se dirigió a pie a la taberna Da Cesare, que se encontraba en la avenida Lavagnini. Saludó al propietario y a los camareros, y entró, como solía tener por costumbre, en la cocina de Totò, donde el cocinero de Apulia combatía sus batallas entre ollas y humaredas. Hacía ya muchos años que el comisario acudía a comer allí.
Totò estaba en plena forma, más o menos como siempre. Un metro y cincuenta de exuberancia y de pelos negros que asomaban por todas partes. Saludó al comisario y le aconsejó las costillas de cerdo y las alubias pintas. Bordelli asintió con la cabeza, resignado. Había entrado en un sinfín de ocasiones en esa cocina jurando que comería algo ligero, pero las veces que lo había cumplido se podían contar con los dedos de la mano. Puede incluso que nunca. Se sentó y aguardó a que Totò le descargase en el plato toda esa abundancia.
— Oiga, comisario… Puedo enseñarle a un florentino cómo se hacen estas cosas.
— Gracias, Totò. Realmente lo necesito.
— Todavía ese chico, ¿eh?
— ¿Me puedes hacer el favor de no hablar de eso?
— Faltaría más, comisario. -Totò tenía siempre mucho ajetreo, pero eso no le impedía hablar por los codos. También él le contó varias historias sobre niños que habían sido asesinados en Salento, describiéndole los detalles como si estuviese explicándole la receta de la carbonara. Bordelli lo escuchaba en silencio engullendo la carne mientras bebía un vino tinto que tumbaba.
Después de las historias de su pueblo Totò se puso a hablar de melenudos. Veía un montón por todas partes. Cada vez más. Le resultaban simpáticos, como ciertos perritos. Pero no lograba entender cómo era posible que hubiese hombres que no se avergonzasen de llevar el pelo tan largo como las mujeres.
— En otras épocas era normal -dijo Bordelli.
— No sé lo que daría por verlo a usted con una melena de mujer -se rió Totò mientras daba la vuelta a un bistec enorme. Escurrió una olla de pasta y un minuto después colocó seis cuencos en el estante por el que se pasaba la comida. Con una sonrisa en los labios sirvió al comisario un trozo de tarta de manzana y un vasito de vin santo.
Cuando Bordelli salió de la taberna se sintió culpable por no haber resistido a la tentación. Se encendió un cigarrillo y se encaminó con parsimonia hacia la jefatura de policía pensando en la larga tarde que lo esperaba.
Vio pasar a una chica guapa con una falda más bien corta y se volvió a mirarla arriesgándose a chocar contra una Lambretta que estaba aparcada en la acera. Casi se ruborizó, al pensar que podía ser su padre… por no decir su abuelo. Se volvió de nuevo a mirarla. «Pero ¿no tendrá frío -pensó-, con las piernas al aire de esa manera?» Aún no se había acostumbrado a ver las faldas tan cortas y le producían un gran efecto…
Se acordó de Elvira, de la última noche que habían pasado juntos. Una noche como las demás, solo que al día siguiente ella lo había dejado con una escueta llamada por teléfono. Era muy guapa, Elvira, tenía un lunar en el labio y otro en el pecho izquierdo.
— En fin, que otra vez estás más solo que la una, pobre osito… -dijo Rosa mientras le hacía las uñas con unas tijeritas y unas limas. Bordelli estaba tumbado descalzo en el sofá con un vaso de aguardiente apoyado en el pecho. De cuando en cuando levantaba la cabeza y daba un sorbo. A bajo volumen las canciones de Tony Dallara se expandían con dulzura por la habitación.
A Rosa le encantaba hacerle cositas a su amigo el comisario, sobre todo cuando lo veía triste. Le apretaba los puntos negros, le limpiaba la cara con cremas, le cuidaba las manos, le hacía masajitos en la espalda… Desde que había abandonado la profesión se había vuelto un poco melancólica, pero también más cariñosa. Una puta tierna en reposo con el alma de una niña. Su enorme gato blanco, Gedeone, dormía sobre una silla.
— Me siento como Calimero -dijo Bordelli.
— Te pasas la vida corriendo detrás de las mujeres…
— No es cierto.
— Sí que lo es. -Tenía una extraña sonrisita en los labios.
— A mi edad me gustaría encontrar una mujer guapa y amable que me acompañe hasta la tumba -afirmó Bordelli, melodramático. Menos mal que, al menos, Rosa no hablaba del chico desaparecido.
— Sé qué mujer te convendría.
— Te adoro cuando me cuidas como si fueses mi madre.
— Estoy hablando en serio.
— ¿Y cómo sería esa mujer?
— Sé que te gustan las morenas con el pelo largo y liso. Jóvenes, esbeltas, con los ojos negros y la mirada misteriosa…
— ¿A quién no le gustaría una mujer así?
— Solo que esas mujeres no son las que te convienen.
— ¿Ah no?
— Yo te veo con una rubia de unos cuarenta años, un poco gordita, que sonríe siempre, y que cuando vuelves a casa se arroja en tus brazos y te arrastra hasta la cama.
— La mera idea me revuelve el estómago -suspiró Bordelli.
— Qué poca gracia tienes, yo soy más o menos así -dijo Rosa haciéndose la ofendida. Menos mal que no dejó de limarle las uñas.
— Pero tú no estás gorda -respondió Bordelli intentando remediar la situación.
— ¿Tú crees?
— Lo juraría ante un tribunal.
— Bueno, no soy lo que se dice una sílfide… pero puede que tengas razón, tampoco estoy gorda.
— Solo eres un poco…
— ¿Un poco?
— No recuerdo la palabra, pero estoy seguro de que me has entendido -dijo Bordelli temeroso de usar un término equivocado. Rosa había acabado una mano y le tomó la otra.
— En cualquier caso un poco de carne siempre viene bien -concluyó con una risita. Tras un largo minuto de silencio le contó lo de su amiga Tecla, que se había caído por las escaleras. Se había dado un golpe en la boca y se había roto un diente, un incisivo… tenía los labios hinchadísimos y morados… pero había tenido suerte, podía haberla palmado.
— Ese amigo tuyo tiene razón, cuando sopla el viento somos como las hojas de los árboles…
— No es un amigo, es un gran poeta.
— ¿Te he hablado alguna vez de mi tío Constante? Él también escribía poesías. Murió en Rusia, pobrecito… Ah, ¿te he contado que mis amigas y yo estamos organizando otra representación?
Creo que no…
— Es para el día de la Befana… Esta vez tienes que venir como sea.
— Haré todo lo que pueda -dijo Bordelli sabiendo de antemano que se inventaría una excusa para no tener que asistir.
— La he escrito yo -prosiguió Rosa, excitada.
— Lo suponía.
— ¿Quieres que te lea algún fragmento?
— Prefiero la sorpresa…
— Es una historia conmovedora, aunque también muy divertida. Habla de la amistad entre una monja y una puta que al final intercambian los oficios…
— Qué interesante.
— Empieza con la hermana Celestina rezando en la iglesia en medio de la noche. Acaba de salir de la habitación de una novicia o, mejor dicho, de su cama. Sabe que ha pecado y ruega a la Virgen que la perdone… -Se oyó el dulce tilín tilín de la campanilla y Rosa se levantó como un muelle.
— No vayas, a esta hora será una broma -dijo Bordelli sujetándola por una mano.
— Sé de sobra quién es -contestó ella intentando desasirse.
— ¿Esperas visitas a las once?
— Es una sorpresita para ti.
— ¿Una joven con el pelo negro y la mirada misteriosa?
— No seas idiota -dijo Rosa. Apenas Bordelli le soltó la mano se dirigió saltando hacia la puerta, seguida de Gedeone.
— En ese caso, ¿quién es? -gritó a sus espaldas Bordelli. Ella no respondió y desapareció en el rellano. Bordelli se calzó a toda prisa y se arregló. No tenía ni idea de quién podía ser.
Rosa volvió poco después acompañada de una mujer que, a primera vista, parecía tener unos cincuenta años, y que iba envuelta en un abrigo negro que le llegaba a los tobillos. Bordelli se puso en pie.
— Te presento a Amelia -dijo Rosa.
— Encantado -dijo Bordelli haciendo una pequeña reverencia. La mujer le respondió con una sonrisa fúnebre. Tenía la cabeza pequeña y la nariz tan fina como un hueso de bistec. Los ojos hundidos y tristes a más no poder. Rosa la ayudó a liberarse del abrigo y Amelia se quitó diez años de encima.
— Amelia lee el tarot, es buenísima.
— Ah, bueno… -dijo Bordelli.
— Ha venido por ti -susurró Rosa.
— ¿Por mí?
— ¿No estás contento?
— Por supuesto. -No quería ofender a Amelia.
— ¿Te apetece beber algo, Amelia? -preguntó Rosa. La mujer rechazó la invitación con una leve oscilación de la cabeza. Rosa despejó la mesa, acercó una silla a la adivinadora y bajó las luces de la habitación.
— Listo -dijo a continuación, riéndose como una niña. Amelia se sentó y esparció las cartas del tarot sobre la mesita. Un collar de jade le daba dos vueltas en el cuello y en la penumbra las piedras parecían negras. Bordelli hacía esfuerzos para no soltar una carcajada.
— ¿Qué desea saber? -le susurró la maga. Él la miro un poco cohibido, jamás había creído en esas estupideces.
— No sé…
— Empecemos por el amor -dijo Rosa en su lugar, y Bordelli le lanzó una mirada inquieta. Amelia se puso a revolver las cartas observándolo con atención. En la penumbra, su nariz larga y fina tenía un no sé qué de pérfido. Cuando todas las cartas estuvieron boca arriba alzó la cara y miró fijamente a Bordelli a los ojos. Tenía la mirada encendida, de ella había desaparecido todo rastro de tristeza.
— Una mujer rubia, hermosa, de unos treinta y cinco años… Rompió la relación de repente, hace poco tiempo…
— Es cierto -susurró Bordelli intentando disimular su escepticismo. Saltaba a la vista que Rosa había puesto al corriente a la maga.
— ¿Ves como tenía razón? -dijo su amiga, exultante. La maga echó otro vistazo a las cartas.
— Dentro de poco conocerá a una joven morena y guapa… una gran pasión, pero no durará mucho… algo malo les separará… tampoco ella es la mujer de su vida…
— ¿La encontraré algún día? -preguntó el comisario con aire de interés para no decepcionar a las dos mujeres. No veía la hora de tumbarse otra vez en el sofá. Amelia buscó un buen rato en las cartas y al final encontró algo…
— Dentro de unos años… Una hermosísima mujer extranjera… muy rica… divorciada… con dos hijos.
— No me veo -masculló el comisario.
— No puedo decirle si será para siempre, pero a buen seguro será la historia de amor más importante de su vida -concluyó Amelia alzando la mirada.
— ¿Está segura? -preguntó el comisario fingiendo un enorme interés.
— Las cartas nunca mienten -contestó la maga. Tras recogerlas formó de nuevo la baraja.
— Ahora la salud -prosiguió Rosa.
— No, se lo ruego… No quiero saber nada de eso -se apresuró a decir Bordelli por pura superstición. La maga lo miraba esperando que añadiese algo. Rosa volvió a entrometerse.
— Dile algo sobre el trabajo, Amelia. El comisario está intentando encontrar a ese chico que ha desaparecido.
— Deja estar ese asunto, Rosa -dijo Bordelli, pero la maga estaba ya alineando las cartas sobre la mesita… un demonio, una calavera, un sol… y otras figuras que el comisario observaba con indiferencia. Gedeone se había refugiado en el rincón más oscuro del salón y sus pupilas verdes brillaban en la oscuridad. Amelia se sobresaltó de repente y se llevó las manos a la boca.
— ¿Qué pasa? -preguntó Rosa con ansiedad. La maga le indicó que se callase con un ademán y siguió mirando las cartas con aire angustiado. El comisario buscó un cigarrillo y lo encendió. A su pesar, había sentido un escalofrío en la espalda y el hecho le había pillado por sorpresa. Escrutaba a la maga esperando a que dijese algo.
— Mañana por la mañana… -balbuceó Amelia, pero no pudo continuar.
— ¿Mañana por la mañana qué? -preguntó Bordelli intrigado ya por la situación. Con tal de encontrar al pequeño Giacomo estaba dispuesto a seguir cualquier rastro, hasta el más absurdo. Pero la adivinadora no contestó. Recogió las cartas y se levantó con la mirada perdida.
— ¿Qué te pasa, Amelia? -preguntó Rosa con aire culpable. Había sido ella la que le había preguntado por el muchachito desaparecido. La maga se puso el abrigo sin pronunciar una sola palabra. Hizo un gesto a Rosa para darle a entender que quería marcharse y se encaminó hacia la puerta. Bordelli deseaba con todas sus fuerzas que se quedase para poder preguntarle lo que había visto, pero no tuvo el valor de hacerlo. ¿Era posible que la sugestión fuese capaz de hacerle creer en semejantes tonterías? ¿Cómo era posible que las cartas pudiesen conocer el destino de los hombres?
Rosa acompañó a la adivina al rellano y permaneció allí unos minutos. Cuando regresó junto a Bordelli lo encontró de nuevo tumbado y descalzo, con el vasito de aguardiente en la mano. Se sentó a su lado en el borde del sofá sin encender de nuevo la lámpara grande.
— Amelia no ha querido decirme nada -susurró con aire dramático.
— ¿Me darías un masaje en la espalda con tus manitas de oro? -le preguntó Bordelli que volvía a tener los pies en el suelo.
— Faltaría más, tesoro. Quítate la camisa, voy a coger la crema — dijo Rosa y se dirigió contoneándose al cuarto de baño. Cambiaba de humor con suma facilidad. Bordelli apagó el cigarrillo, se quitó la camisa y se puso boca abajo. Rosa regresó con un tarro de Nivea y cogió un buen puñado de crema. Subió a horcajadas sobre las posaderas de su amigo y empezó a masajearle.
— Has engordado -comentó.
— Eso es lo que te parece.
— Mira que yo entiendo de estas cosas… -insistió ella con una risita. Bordelli gemía de placer. Se alzó el viento y se oía el ruido que producían los golpes de una persiana. Un tiempo de perros. A Gedeone le importaba un comino. Tras subirse al aparador ahora dormía panza arriba.
— Pero ¿tú crees de verdad en esas historias, Rosa?
— ¿Qué historias?
— El tarot, las magas…
— Claro que creo. Mi amiga Asmara me ha contado que Amelia le ha leído las cartas una infinidad de veces y que nunca se ha equivocado, ni sobre el pasado ni sobre el futuro.
— Ponme un ejemplo.
— Bueno, le dijo que su padre la había abandonado cuando era una niña, que su madre había muerto cuando ella tenía seis años…
— ¿Y sobre el futuro?
— El año pasado le dijo que en enero de este año tendría un pequeño accidente, y sucedió de verdad. Se rompió el dedo pequeño de un pie.
— ¿Y qué más? -Le gustaba oírla hablar.
— Le dijo que se operaría de apendicitis y ocurrió. Le dijo que recibiría una pequeña herencia de una pariente lejanísima a la que jamás había visto, y también acertó. Le dijo que un cliente se enamoraría de ella y que le regalaría un anillo precioso… En fin, todo, de cabo a rabo.
— Pura coincidencia.
— A ti te ha dicho que una mujer rubia te acababa de dejar… ¿Cómo interpretas eso?
— Se lo habrá dicho un pajarito…
— Yo no le conté nada -replicó Rosa un poco ofendida.
— ¿Amelia también te leyó las cartas a ti?
— No, de eso nada, no quiero saber lo que me ocurrirá.
— Pero sí querías que me las leyera a mí.
— ¿Y eso que tiene de malo? -preguntó Rosa amasando el pan sobre la columna vertebral de su amigo. Bordelli se abandonó a ese placer mientras escuchaba el ruido de la lluvia. Intentaba olvidar que tarde o temprano debía ir a su casa. Rosa inspiró profundamente.
— En fin, como te iba diciendo… La hermana Celestina está orando en medio de la noche cuando, de improviso, llaman al portón del convento…
El comisario se despertó con las primeras luces del alba, cuando sonó el teléfono, y saltó fuera de la cama. Antes de responder sabía ya lo que había ocurrido.
— ¿Sí?
— Soy Rinaldi, señor. Un cazador ha encontrado un cadáver enterrado en el bosque y el pie que asoma por la tierra parece el de un chico…
— ¿Dónde?
— En La Panca. Un coche va ya para allí -dijo Rinaldi. El comisario no pudo por menos que pensar en las últimas palabras que había pronunciado Amelia: Mañana por la mañana…
— ¿Dónde se encuentra exactamente La Panca ?
— Tras dejar atrás Strada in Chianti se gira a la derecha en dirección a Cintoia y se sigue durante seis o siete kilómetros más. Para llegar al sitio hay que enfilar un sendero que sube hacia el bosque, en dirección a Monte Scalari.
— Paso a recoger a Piras y subo… Llama a Diotivede…
— ¿Y el sustituto?
— Avisadlo en un par de horas, no tengo ganas de verlo.
— Sí, señor. -Apenas Rinaldi colgó el comisario llamó a Piras.
— Paso a recogerte en diez minutos, han encontrado a un chico enterrado en el bosque.
— Hostia, es él…
— Espérame delante de la puerta. -Bordelli se vistió a toda prisa y salió de casa sin ni siquiera beber un café. Después de una noche de lluvia el cielo estaba límpido, de un azul intenso. San Frediano empezaba a despertarse y algunas tiendas tenían ya el cierre metálico medio abierto.
Apretó el acelerador y llegó en pocos minutos a la calle Gioberti. Piras se encontraba ya en la acera con los ojos hinchados de sueño. Se metió en el coche enfurruñado y, tras saludar a Bordelli con un ademán, este volvió a arrancar. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar. El ruido obsesivo del Escarabajo retumbaba en las calles casi desiertas. De vez en cuando se cruzaban con una Vespa, una Lambretta o un coche. Por las terrazas se movían unas mujeres despeinadas, con el abrigo encima del camisón.
Salieron de la ciudad y atravesaron Grassina. La Chiantigiana se estaba llenando de camionetas y del zumbido de las furgonetas de tres ruedas cargadas de verdura. En los campos se veía a los campesinos ya trabajando, detrás de las parejas de bueyes o conduciendo un moderno tractor. La ciudad estaba a la vuelta de la esquina, pero desde allí parecía más lejana que la luna. La juventud más o menos elegante, ruidosa y vividora que todas las noches se reunía en el centro de Florencia no tenía nada que ver con las caras rugosas y las miradas sombrías de una humanidad que se dejaba la piel en los campos.
Cruzaron Strada in Chianti y doblaron hacia Cintoia. Un par de kilómetros más adelante el camino era de tierra y el Escarabajo empezó a balancearse. A la izquierda se veían las colinas cubiertas de bosques, recortadas contra un cielo verdoso. Una vez pasada Cintoia Bassa las curvas se fueron haciendo cada vez más cerradas, de manera que se vieron obligados a frenar. Un Ape avanzaba a duras penas escupiendo un denso humo blanco y no les resultó fácil adelantarlo.
Por fin llegaron a La Panca, cuatro casas a lo largo de una curva. Preguntaron a una vieja campesina por dónde se iba a Monte Scalari y enfilaron una subida. Estaba llena de piedras y el coche se tambaleaba. Entre los troncos de los árboles flotaban algunos jirones de niebla. Tras dos o trescientos metros el sendero principal giraba en una curva estrecha a la derecha y ascendía hasta Cintoia Alta, pero siguieron ascendiendo todo recto en medio del bosque de acuerdo con las indicaciones que les habían dado. Se cruzaron con varios curiosos que ascendían a pie, y Bordelli los adelantó sin demasiados cumplidos. Resbalaron por el barro durante un par de kilómetros. Tras doblar una curva apareció ante sus ojos un Pantera de la jefatura de policía aparcado en una explanada. El guardia destacado, Tapinassi, esperaba de pie junto a la puerta. Se acercó al comisario y se cuadró.
— ¿Dónde está el niño? -preguntó Bordelli.
— Por aquí, señor. -El guardia saludó a Piras con un ademán y los guió hacia el punto en que se había producido el descubrimiento.
— ¿Tienen una azada? -dijo el comisario.
— Está ya allí -respondió Tapinassi. Recorrieron unos treinta metros por el sendero. Luego se desviaron en medio del bosque y empezaron a subir avanzando fatigosamente entre los árboles. En ciertos momentos soplaban unas fuertes ráfagas de viento. Donde la alfombra de hojas muertas era más fina, el fango se pegaba a los zapatos. El silencio era maravilloso y Bordelli no pudo por menos que recordar su paseo con Botta.
— ¿Conoces bien la zona, Tapinassi?
— No, señor. No soy de aquí, nací en Rufina. -Poco después vieron a lo lejos a otro guardia, Calosi. Lo acompañaba un hombre de unos cincuenta años con el fusil en bandolera y un setter irlandés que sujetaba con la correa.
— Baja a esperar a Diotivede -ordenó Bordelli a Tapinassi.
— Sí, señor. -El guardia se encaminó hacia el coche. Cuando Piras y el comisario llegaron al lugar, Calosi se cuadró y efectuó el saludo militar. Bordelli ni siquiera lo miró. Se aproximó con el sardo al agujero recién excavado por el que sobresalía un piececito desnudo en vías de descomposición, medio comido por un animal.
— Jabalís -murmuró Bordelli. El hedor nauseabundo del cadáver se superponía a cualquier otro olor penetrante del sotobosque.
— Solo puede ser él -dijo Piras tapándose la nariz con una mano.
— Lo sabremos enseguida… ¿Habéis hecho ya las fotografías, Calosi?
— Sí, señor.
— Pásame la pala. -Bordelli empezó a excavar intentando ser delicado. El cazador observaba la escena con la boca entreabierta. Apareció la pantorrilla, luego el muslo, el culo, la espalda… y, por último, la cabeza. Completamente desnudo. El mal olor era insoportable y Calosi se alejó intentando contener una arcada. El muchachito yacía boca abajo. Bordelli lo giró y lo puso de espaldas valiéndose de la pala. Piras hizo una mueca repugnancia. Las órbitas de los ojos estaban llenas de gusanos. La cara estaba sucia de tierra y apenas se distinguían sus rasgos. Oyeron un ruido sordo y se volvieron. El cazador se había desmayado y el perro se puso a aullar.
— Ocúpate tú, Calosi -dijo Bordelli. Sacó el pañuelo del bolsillo y se puso a limpiar la cara pálida del chico, atento a no tocarla con los dedos. Tenía la impresión de estar en el interior de la escena de un antiguo cuadro sobre la peste. De vez en cuando debía volver el rostro para respirar. Había visto muchos muertos durante la guerra. Incluso niños y recién nacidos.
— Es él -afirmó Piras petrificado.
— Sí, es él -balbuceó el comisario tirando el pañuelo lleno de barro. Solo había visto algunas fotos del muchacho, pero, pese a ello, no era difícil reconocerlo. Por fin habían encontrado a Giacomo Pellissari. Estaba ahí, desnudo, sucio de tierra, muerto. La idea de tenérselo que comunicar a sus padres le encogía el estómago. Mientras tanto el cazador había vuelto en sí, aunque seguía en el suelo. Bordelli se acercó a él.
— ¿Pasa a menudo por aquí? -le preguntó.
— Sí, vivo en Pescina, ahí abajo, hacia Lucolena -contestó el cazador evitando mirar el cadáver del chico. Tenía la cara hundida y la piel atezada, destrozada por las arrugas. Debía de ser un campesino y tal vez solo tuviese cuarenta años.
— ¿Conoce bien la zona? -inquirió el comisario.
— Como la palma de mi mano.
— Además de La Panca, ¿hay otros caminos para llegar aquí arriba?
— Varios. De Figline, de Poggio alla Croce y de Ponte agli Stolli girando desde Celle, pero los tres son mucho más difíciles.
— ¿No se puede pasar con el coche?
— No, demasiadas piedras y baches. Uno se deja el depósito del aceite, se deja…
— ¿Y a pie?
— A pie es otra cosa.
— ¿Está lejos Poggio alla Croce?
— No mucho. Un poco más allá está la bifurcación de la Cappella de' Boschi, una vez allí se dobla a la izquierda y se llega en una hora.
— ¿Y a la derecha?
— Se llega a Pian d'Albero, donde asesinaron a los partisanos de Potente. También desde allí se puede llegar a Poggio… Siempre a pie, eso sí. Los senderos son terribles.
— Gracias. -Bordelli encendió un cigarrillo pensando en el paseo con Botta. Sin saberlo habían pasado a poca distancia del cadáver del muchachito, pero solo habían encontrado setas.
— ¿Puedo marcharme? -preguntó el cazador.
— Le ruego que tenga todavía un poco de paciencia, debe pasar por la jefatura para firmar el acta -dijo el comisario. El sol se estaba ya filtrando en el bosque y esparcía entre los troncos negros de los árboles un halo dorado. El sardo llamó la atención de Bordelli con un susurro e indicó a dos hombres que avanzaban entre el arbolado. Tapinassi y Diotivede.
El médico alzó la barbilla en ademán de saludo y, sin detenerse, se encaminó hacia el chico. Apenas Tapinassi vio el cadáver se detuvo en seco, blanco como la cera. Permaneció varios segundos con la boca abierta y a continuación se volvió hacia el otro lado. Diotivede abrió el maletín, sacó una toalla y la extendió junto al cadáver. Se puso los guantes de goma con mucho cuidado, se arrodilló en la toalla y se inclinó para examinar al niño tocándolo en varios puntos. Nada en su cara dejaba traslucir el hedor que este exhalaba a pocos centímetros de su nariz. Giró el cadáver para ponerlo boca abajo y siguió palpándolo, observándolo con atención. Piras y el comisario se encontraban a pocos pasos de él, impacientes por saber algo.
Poco después el médico se puso de nuevo en pie. Metió los guantes y la toalla en una bolsa de plástico y los guardó en el maletín. En sus manos apareció el consabido cuaderno negro. Escribió algunas notas en él y acto seguido lo hizo desaparecer en su bolsillo. Bordelli se aproximó a él.
— ¿Estrangulado?
— No solo…
— ¿Qué quieres decir?
— Antes lo violaron -afirmó el médico. Bordelli intercambió una mirada con el sardo.
— ¿Cuántos días hace que murió? -preguntó.
— A primera vista unos tres o cuatro.
— Espero que te equivoques, me cuesta pensar que ha estado en manos de un monstruo durante todos estos días.
— A saber qué momentos inolvidables habrá pasado -comentó el médico con voz sombría. Habría sido capaz de practicarse a sí mismo la autopsia sin experimentar una particular emoción. Pero los niños muertos le ponían de mal humor. Bordelli encendió un cigarrillo.
— ¿Puedes decirme algo más?
— Tendrás que esperar a la autopsia.
— ¿Te marchas enseguida?
— Todavía me quedaré un poco… Dame un cigarrillo -dijo Diotivede. El comisario solo lo había visto fumar en raras ocasiones y siempre le producía un extraño efecto. Le ofreció un cigarrillo del paquete y se lo encendió. El médico aspiró con fuerza y se dirigió meditabundo hacia la cima de la colina balanceando el maletín a un lado. Bordelli se acercó a Calosi y a Tapinassi, que parecían más muertos que el chico.
— Llamad al depósito para que manden el furgón y llevaos a ese pobrecillo -dijo señalando al cazador.
— ¿Y el perro? -preguntó Tapinassi.
— Lleváoslo también, es lo más sencillo.
— Sí, señor -respondieron a coro los dos guardias recuperando cierto valor.
— Cuando llegue el furgón acompañad hasta aquí a los camilleros, luego os podréis marchar también.
— Sí, señor. -Calosi y Tapinassi lograron que el cazador los entendiese y los tres enfilaron la bajada seguidos del perro.
Piras había pedido la máquina fotográfica. Tras sacar varias imágenes escrutó el cadáver del muchachito con mirada de venganza sarda. La ciudad quedaba lejos. La ciudad en la que el chico había desaparecido en la nada. Por fin habían dado un paso hacia delante: habían hallado el cuerpo pero, a menos que descubriesen algo más, volverían a encontrarse en un punto muerto.
El comisario buscó a Diotivede con la mirada. Lo divisó a unos cincuenta metros, inmóvil en medio de los árboles, contemplando encantado el vacío con los brazos cruzados en el pecho y el maletín entre los pies. Parecía estar posando para un escultor. El comisario se acercó a él con parsimonia.
— Necesitaremos un poco de suerte -dijo.
— Esperemos que no suceda lo mismo que hace dos años… -murmuró el médico. En la primavera de 1964 habían asesinado a cuatro niñas antes de que hubiesen logrado detener al criminal. Habían sido unos meses infernales… Se oyó graznar un pájaro en la cima de los árboles y ambos alzaron los ojos intentando verlo.
— Dame otro cigarrillo -masculló Diotivede. El comisario se encendió otro al mismo tiempo que el médico y tiró la cerilla al suelo. Entre las hojas podridas se asomaba una seta grande. A saber si era una seta de calabaza.
Tras haberse enfrentado a los periodistas junto a Inzipone, el comisario se encerró en la oficina con Piras. Eran casi las cuatro y todavía no habían comido nada.
Bordelli se pasaba lentamente una mano por la cara ya áspera de barba recordando la bonita mañana que había pasado. Hacia las once había ido a la calle de Barbacane a hablar con los padres del chico. Había querido ir solo. Había visto a la madre de Giacomo desplomarse como un saco vacío y la había socorrido junto a su marido. No había mencionado el estupro, no había sido necesario. Se había quedado con los Pellissari una media hora. Antes de marcharse había cometido la banalidad de jurarles que pensaba atrapar al asesino, con la intención de dejar a esos dos desventurados algo a lo que aferrarse. Pero mientras bajaba por la calle de Barbacane se había sentido un mentiroso.
El jefe de policía echaba chispas y le había ordenado con malos modos a Bordelli que hiciese algo… Como si hasta ese momento él se hubiese estado tocando los cojones, mierda. No sabía qué rumbo tomar. A Giacomo lo habían enterrado a toda prisa en una losa poco profunda. Quienquiera que lo hubiese hecho no tenía, desde luego, la intención de hacer desaparecer el cadáver, lo único que pretendía era quitárselo de encima. Quizá era mejor que el chico hubiese muerto ¿Qué vida podría haber hecho después de una experiencia como esa?
El comisario se había demorado con Piras en el lugar del hallazgo buscando pistas en un radio de cincuenta metros alrededor del cadáver. Pero, exceptuando unos cuantos cartuchos usados, no habían encontrado nada. Por si fuera poco esa semana había llovido con frecuencia y la capa de hojas marchitas no facilitaba la búsqueda.
Hacía ya rato que Bordelli había mandado a varias patrullas a La Panca para que interrogasen a los habitantes de la zona y para controlar si era de verdad imposible recorrer los senderos en coche. Quizá el cazador hubiese exagerado.
Esperaba encontrar un testigo que hubiese visto algo importante o un descubrimiento de Diotivede capaz de dar un vuelco a la situación. Esperaba, aunque en el fondo no creía en ello.
— Déjame fumar, Piras.
— ¿Puedo abrir la ventana?
— Haz lo que te parezca, pero déjame fumar. -Encendió un cigarrillo mientras el sardo abría de par en par los cristales como si estuviesen en el mes de julio. Había empezado a llover.
— Lo lograremos, comisario.
— Ni siquiera a tu edad era tan optimista.
— Tengo una sensación…
— Nos haría falta un adivino -dijo el comisario y, al pronunciar esas palabras, recordó de nuevo a Amelia. Mañana por la mañana… había dicho la maga antes de hundirse en el silencio. Para distraerse le contó al sardo su experiencia con el tarot y Piras se concedió una sonrisa.
— Cuando era niño en Bonacardo había una especie de hechicera. Se decía que era capaz de matar a distancia y cuando la veía pasar por las calles del pueblo me temblaban las piernas. -Por la ventana entraban unas ráfagas de viento húmedo.
— Tengo muchas ganas de hacer una cosa, Piras.
— ¿Qué?
— ¿No se lo dirás a nadie?
— Se lo juro, señor.
— Me gustaría charlar de nuevo con esa maga -dijo Bordelli.
— En una situación como esta vale la pena intentarlo todo…
— Gracias por la comprensión. -El comisario alzó el auricular y marcó el número de Rosa confiando en encontrarla en casa.
— ¿Dígame? -respondió su amiga después de la décima llamada.
— Hola, Rosa, soy yo.
— Virgen Santa, he oído en la radio lo del niño… ¡Qué espanto!
— ¿Cómo puedo encontrar a Amelia, Rosa? -le interrumpió Bordelli.
— Ella lo vio… ¿Recuerdas lo que dijo?
— ¿Cómo puedo encontrarla, Rosa?
— Dios mío, no logro pensar… pobre Giacomino.
— Rosa, te lo ruego, dime dónde puedo encontrar a la señora Amelia.
— ¿Quién puede haber hecho una cosa semejante?
— ¿Me oyes, Rosa? -Por fin logró que lo escuchase y le repitió que quería hablar con Amelia lo antes posible.
— Puedo intentar llamarla -dijo Rosa antes de colgar. Bordelli y el sardo permanecieron en silencio mientras esperaban, mirándose de cuando en cuando. El timbre del teléfono los sobresaltó. Era Diotivede.
— Te confirmo todo: el proceso de descomposición se inició hace, como mucho, tres días. Murió estrangulado después de que lo violasen… pero no fue uno solo -dijo el médico. Bordelli sintió una punzada en el estómago.
— ¿Cuántos? -preguntó intentando mantener la calma.
— Al menos tres… y no me preguntes si estoy seguro.
— ¿Por qué dices al menos? Sueles ser más preciso -dijo Bordelli intercambiando una mirada con el sardo. El forense exhaló un hondo suspiro de paciencia antes de responder.
— Analizando los rastros de esperma es posible determinar el grupo sanguíneo, y he encontrado de tres tipos en el recto de la víctima. Solo que si lo hubiesen violado diez hombres con el mismo grupo sanguíneo resultaría solo uno. Por eso he dicho al menos…
— Lo violaron al menos tres -dijo Bordelli a Piras tapando un momento el micrófono. El sardo cabeceó haciendo una mueca de disgusto.
— ¿Algo más? -preguntó el comisario a Diotivede.
— Una abrasión en la frente, una equimosis en la rodilla, una herida profunda en la cadera derecha causada después de la muerte, seguramente con la pala que utilizaron para enterrarlo. Bajo las uñas he encontrado también pelos de alfombra y una considerable cantidad de polvo de yeso, como si hubiese excavado con las manos.
— ¿Cabe la posibilidad de que le sucediese en su casa?
— Por supuesto… si su padre es un hombre lobo…
— ¿Qué quieres decir?
— Solo el terror puede justificar una cosa similar. Tiene las uñas destrozadas.
— Como en las cámaras de gas… -murmuró Bordelli. Todavía recordaba las películas de Auschwitz en las que se veían los arañazos de los judíos agonizantes sobre las paredes ennegrecidas.
— Lo bueno viene ahora… -suspiró Diotivede.
— Dime…
— Tiene una gran cantidad de morfina en la sangre.
— Lo drogaron…
— Es justo lo que acabo de decir.
— Perdona, estaba hablando con Piras.
— Eso es todo -concluyó el médico.
— No estaría de más que supiésemos en qué casa buscar esos arañazos en la pared…
— Te mando el informe durante el día.
— Será mejor que no digamos nada ni a la prensa ni a nadie.
— De aquí no sale una palabra, a menos que a los muertos les dé por hablar -dijo el médico. Se despidieron con una especie de gruñido y Bordelli soltó el teléfono sobre la horquilla.
— Maldita sea… -murmuró apretándose los ojos con los dedos. Repitió a Piras todo lo que le había dicho el forense, incluido el asunto del líquido seminal y de los grupos sanguíneos.
— Una banda de pervertidos -dijo el sardo entre dientes, meditabundo. ¿Qué era más fácil? ¿Descubrir a un maníaco que actuaba solo o a un grupo de depravados? No lograba entenderlo. El comisario aplastó con fuerza la colilla en el cenicero, decepcionado.
— A menos que tengamos un sospechoso estas cosas no sirven para nada.
— Tal vez lo encontremos -susurró Piras para darse ánimos.
— Cierra la ventana, por favor -dijo Bordelli. No soportaba más que el aire húmedo le entrase por debajo de la ropa. Mientras el sardo se aprestaba a hacerlo sonó de nuevo el teléfono. El comisario alzó el auricular exhalando un suspiro.
— ¿Sí?
— La línea estaba ocupada todo el rato -dijo Rosa.
— ¿Has hablado con Amelia?
— Se niega rotundamente a verte, pero la he convencido para que hable contigo por teléfono. -Le dictó el número. A juzgar por las primeras dos cifras debía de vivir en la zona de San Gervasio. El comisario dio las gracias a Rosa y colgó. Pese a que ya no tenía tantas ganas de hablar con Amelia, la llamó enseguida. Le dijo que habían encontrado al chico muerto y la oyó suspirar.
— ¿Fue eso lo que vio en las cartas?
— Sí… -dijo Amelia atemorizada. Con cierto apuro Bordelli le preguntó si estaría dispuesta a consultarlas de nuevo para ver si revelaban algo que pudiese resultar útil a la investigación.
— Lo siento, señor, pero quizá no haya entendido lo que es el tarot -dijo la maga con una vocecita débil.
— Era una simple propuesta…
— Las cartas no pueden revelar el nombre de un asesino, únicamente ven lo que le sucederá a la persona que tengo delante.
— Quizá podría averiguar si lograré arrestar al culpable -dijo Bordelli cohibido por la manera en que Piras lo estaba mirando.
— Lo que deba ocurrir, ocurrirá -murmuró la maga.
— Precisamente, quizá usted podría…
— Se lo ruego, señor -lo interrumpió Amelia con un hilo de voz.
— Como quiera, disculpe si la he molestado.
— No puedo ayudarle, créame.
— Se lo agradezco de todas formas. -Bordelli colgó y se dejó caer sobre el respaldo. Le contó en dos palabras al sardo lo que había dicho Amelia. Se sentía aliviado. Si bien por un momento había cedido a la tentación, no se veía siguiendo las profecías del tarot.
— A ver si en La Panca se descubre algo -dijo, sin la menor esperanza. Justo en ese momento llamaron a la puerta. Era Rinaldi con los primeros resultados. Habían rastreado meticulosamente todos los senderos: para llegar a Monte Scalari con el coche no quedaba más remedio que pasar por La Panca. Los otros estaban llenos de pedruscos, de baches profundos, recorridos tortuosos e inaccesibles que dificultaban a decir poco el paso incluso de un jeep de los tiempos de la guerra.
— ¿Y el resto?
— Nada nuevo, señor -dijo Rinaldi con aire desolado, como si él tuviese la culpa.
— Puedes marcharte, gracias -suspiró el comisario, más desalentado que él. Tras hacer el saludo militar, Rinaldi se apresuró a marcharse. Estaba anocheciendo y de la carretera llegaba el ruido de una lluvia torrencial.
— ¿Y ahora qué coño hacemos? -dijo Bordelli torturándose una oreja.
A la mañana siguiente salió de casa antes de las ocho para ir a La Panca. Sentía la necesidad de volver, si bien estaba seguro de que no iba a servir para nada. No soportaba más permanecer sentado detrás de su escritorio mirando la pared, abrumado por un sentimiento de impotencia que desde hacía demasiados días le pesaba como una culpa.
Se detuvo en Porta Romana para comprar La Nazione: