Aquel 23 de febrero
Biscuter subía trabajosamente las escaleras que conducían al despacho de su patrón el detective Carvalho. Mucha cesta para tan poco cuerpo fetoide, y de pronto una mano que se va del asa de la cesta para irse hacia la frente y golpearla tras un «¡Mecachis!» de evidencia.
- ¡Me he olvidado los puerros!
Y sigue subiendo la escalera un Biscuter refunfuñante.
- Hasta la sal de apio he comprado y luego me dejo los puerros. ¿Cómo se puede hacer una vichyssoise sin puerros? Y es que no se pueden tener tantas cosas en la cabeza.
La cabeza de Biscuter era un elemento esencial en el afanoso subir de la escalera, como un adelantado y balanceante vigía del cuerpecillo, y fue ese vigía quien primero advirtió el formidable par de piernas femeninas cruzadas bajo la cúpula de una breve minifalda y adheridas a un cuerpo de muchacha sentada en los escalones. La mujer contempla a Biscuter con curiosidad.
- ¿Carvalho?
- No. Biscuter. El jefe no tardará en llegar. Yo he ido a hacer la compra.
- ¿Es usted su mayordomo?
Biscuter carraspea y culmina la ascensión a una mayor velocidad, como si la cesta le pesara menos.
- Soy, digámoslo así, su hombre de confianza.
La muchacha se mira a Biscuter de arriba abajo y dice como para sí:
- Debe de ser un hombre muy confiado.
Biscuter no tiene manos para seguir llevando lo que lleva, abrir la puerta y ofrecer galantemente la primera plaza a la dama. Sin saber cómo, en cuestión de segundos, las bolsas han pasado a las manos de la muchacha, él está abriendo la puerta desde la sensación de que algo que está ocurriendo no debería ocurrir y finalmente entra el primero, seguido de ella, que apenas puede con todo lo que lleva a cuestas.
- Si me ayuda todo irá mejor.
Biscuter por fin ha comprendido la razón de su secreta inquietud y vuelve a no tener ni manos ni palabras suficientes para disculparse y al mismo tiempo liberar de la pesada carga a la desconocida. No tarda el fetillo en recuperar el sentido de la orientación y, con él, maneras de secretario general de aquel reino. Comprensivo con las necesidades de tiempo libre de la mujer, se ofrece para anotar su caso. La llegada de Carvalho es imprevisible. El jefe tuvo ayer un día infernal.
- Estamos investigando un caso que se las trae. Los franceses han robado los planos secretos de la Olimpiada de Barcelona y el alcalde nos ha pedido ayuda, desesperadamente. Mi jefe se pasa el día de reunión en reunión con jerifaltes… ¡Hombre, jefe! De usted estaba hablando con esta señorita.
Carvalho suele mirar a las mujeres de arriba abajo, a medio camino entre la moral igualitaria de la juventud que le obligaba a mirarlas a la cara de tú a tú y de las concesiones machistas que se ha ido haciendo a sí mismo a medida que envejecía. Pero esta mujer sin duda merece una mirada de abajo arriba.
- ¿Es tu prima, Biscuter?
- ¿Mi prima? ¿Desde cuándo tengo yo una prima?
La mujer sonríe como un boxeador que espera a su adversario en el tercer asalto con un golpe definitivo. Obedece dócilmente cuando Carvalho la incita a sentarse y fuerza a Biscuter a irse camino de la cocina.
- Usted dirá. Pero si no dice nada me es igual. Yo estoy bien así.
Se desconoce a sí mismo. Hacía tiempo que una mujer no le provocaba una congestión pulmonar.
- No quisiera entretenerle. Le supongo muy atareado tratando de recuperar los planos de los franceses.
- ¿Biscuter le ha contado lo de los franceses? Ha tenido usted suerte. Últimamente ha renovado el repertorio de encargos imaginarios. Unas veces cuenta lo de los planos olímpicos y otra lo de las joyas de Isabel Preysler.
- Esta segunda no me la sé.
- Según Biscuter, Isabel Preysler ha sido objeto de robo de sus joyas y me ha encargado que las busque. ¿Qué se le ha perdido a usted?
- Mi abuelo.
Lo ha dicho de sopetón, llevada por el tono frívolo y juguetón del diálogo, pero inmediatamente se arrepiente, baja la cabeza, reconstruye el dramatismo interior de su vivencia.
- Mi abuelo ha muerto.
- La acompaño en el sentimiento. ¿De qué ha muerto?
- De un ataque cardíaco. Según el forense.
Ante dos tazas de suizo y un importante repertorio de croissants y magdalenas, un hombre y una mujer llegan fácilmente a intimar, aunque probablemente el suizo no sea un alimento afrodisíaco y los croissants sugieren excesivamente la imagen lúdica de infancia y domingos por la mañana.
- Si el forense ha dicho que era un ataque cardíaco, no hay duda.
Carvalho hablaba sin mirar el rostro de la muchacha, pero sí miraba las piernas escapadas como tentáculos de la breve falda de napa plateada. Prefería las piernas. La cara parecía pintada al óleo, tal vez para cubrir la desarmada inocencia de unas facciones de niña.
- Sí, es lógico. Mi abuelo ha sufrido mucho en la vida. Era militar republicano. Se exilió en 1939 y dejó a mi abuela con los hijos. Volvió clandestinamente en 1946 y vivió escondido hasta que se entregó en 1952 creyendo que no le pasaría nada. Salió de la cárcel en 1960. En fin. Una vida deshecha. Mi abuela murió sin verle en libertad. Sus hijos nunca se lo han perdonado. Siempre le han acusado de haber preferido sus ideas políticas a sus obligaciones familiares. Pero no era un viejo triste. Era un viejo que amaba la vida y tenía el corazón de un toro.
- Los toros también mueren de ataques cardíacos.
- Hay cosas que no encajan, señor Carvalho. Yo solía visitarle con frecuencia, y cuando no podía porque estaba de viaje, le telefoneaba. Aunque fuera desde Bangkok o Beirut.
- ¿Se dedica usted al tráfico de drogas o al de blancas?
- Soy agente de tour operator.
- ¿Qué cosas no encajan?
- Curiosamente esto ha sucedido coincidiendo con un viaje mío más largo que los habituales. Estamos preparando una oferta turística muy importante desde el norte de Australia, un lugar maravilloso y casi desconocido. He estado un mes fuera de España y a mi vuelta encuentro a mi abuelo muerto. Llamé dos veces por teléfono desde Canberra, puedo demostrarlo con las facturas del hotel, y se me contestó que no podía ponerse. Una vez porque estaba fuera, en una finca de mi tía Jacinta. La otra porque estaba enfermo.
- Dos circunstancias muy verosímiles en un hombre de casi ochenta años.
- Nada verosímiles. Mi tía Jacinta no le traga y sólo se toma la molestia de invitarle a la comida de Navidad porque invita a toda la familia. En cuanto a lo de no poder ponerse porque estaba enfermo… ¿Quién no puede hablar por teléfono cuando está enfermo? Y más llamándole desde la otra parte del mundo.
- Quería usted mucho a su abuelo.
- Es uno de los pocos hombres a los que he admirado.
- ¿Separada del marido?
- Virgen.
- Vamos, es usted feminista.
- Quizá. En cualquier caso, he tenido la desgracia de ser hija de un imbécil acobardado y nieta de un hombre maravilloso.
- ¿Su padre vive?
- Vegeta.
- ¿Qué dice de la muerte de su abuelo?
- Lo mismo que mi tía Jacinta. Son tal para cual.
- Pero aparte de las débiles suspicacias por lo de la invitación de su tía y por no ponerse al teléfono, ¿qué otras pruebas hay?
- Esto.
La muchacha le tendió un reloj de bolsillo de oro sobre el que parecía haber caído toda la vejez del tiempo. Carvalho lo abrió y sobre la esfera apareció un papelito doblado.
- Lea lo que pone ahí.
Carvalho desplegó el papelillo y se acercó a los ojos una breve escritura convulsa.
«Esta vez podrán conmigo, Teresa. Pero tú podrás con ellos. La historia te pertenece.»
- Teresa soy yo.
- Lo tengo presente.
- Mi abuelo siempre me había prometido este reloj, entre otras cosas, joyas buenas de la abuela y todo eso. Yo sólo he reclamado el reloj y me lo han dado. Lo he abierto y ha aparecido esto.
- No es un papel tan viejo como el reloj, sino relativamente nuevo.
- ¿Lo ve?
- ¿Qué interpretación hace usted del texto?
- Habla de algo que le amenaza. Puede ser una amenaza familiar o política. Lo digo por la última frase.
- Supongo que su abuelo no estaba metido en política.
- Hasta el gorro. Pertenecía a un partido de esos que aún quieren proclamar la República.
- ¿Tenía dinero?
- Él no. Pero mi abuela era muy rica y aún queda bastante. Ahora heredarán mi tía y mi padre. Buena falta les hace. Mi padre ya no tiene ni para renovar la cuota del golf de El Prat.
- Un padre golfista, qué interesante.
- No veo qué interés puede tener el golf. A mí me aburre soberanamente.
- Sólo el golf puede aburrir soberanamente. Ahí está el secreto encanto de este deporte.
Lo peor que le puede ocurrir a un ser humano es ir por la vida pensando que no ha reunido méritos suficientes para ser socio de un club de golf. En el caso de Carvalho, junto a la sospecha de que jamás le dejarían entrar en un club de golf, alimentaba también la de que nunca podría atravesar el dintel de la puerta de un club de tenis. Tal vez por eso exageró la rudeza con la que exigió ser conducido inmediatamente ante don Felipe Álvarez de Enterría. El recepcionista le recorrió con una mirada valorativa y el resultado del examen no fue bueno. Carvalho no llevaba corbata, ni fulard, y evidentemente la chaqueta marrón no casaba con el pantalón marengo, no demasiado bien planchado. No obstante el recepcionista era un profesional y localizó en el plano a don Felipe.
- Está jugando en la pista A Oeste. Puede ir caminando, pero si quiere le transportaremos en un carrito.
En situaciones normales, Carvalho habría apostado decididamente por sus propias piernas, pero esta vez pidió el carrito, lamentándolo en cuanto el artefacto se puso en marcha conducido por un jovenzuelo vestido de verde, para hacer juego con el césped. Carvalho, durante todo el recorrido, tuvo la sensación de ir montado en un auto de atracciones de Disneylandia y descendió del bólido en inferioridad de condiciones ante la estatura displicente y dubitativa de don Felipe.
- Vengo por el asunto de su padre. Ya se lo comenté por teléfono.
- No veo ninguna necesidad de investigar. Mi padre está muerto y enterrado.
- Digamos que investigo porque su padre tenía una póliza de seguros y hay que hacer una investigación protocolaria. Adjuntar fotografías, informes, una lata.
Don Felipe, como le llamaba el caddie cada vez que le daba la pelota o el palo, seguía con la atención fija en la lunita erosionada y amarilla que estaba a punto de lanzar a un tonto vuelo sobre el océano verde.
- Mi hermana. Mi hermana. Eso mi hermana.
Don Felipe parecía Luis XX en el caso de que hubiera habido un Luis XX reinante en Francia. Carvalho resistió cuatro hoyos de monosílabos e impaciencias porque la bola y el palo no tenían su día, no estaban a la altura de las esperanzas de don Felipe. Aprovechó un descanso para beberse un «destornillador» y pasarse un pañuelo reparador de sudores.
- Hay algo que no nos convence en esta muerte.
Parte del «destornillador» estuvo a punto de salir por las narinas del curtido golfista.
- ¿Qué quiere decir con eso de que no les convence? ¿Hay muertes que convencen y otras que no convencen?
- Parece ser que su padre murió fuera de la ciudad, en una casa de campo.
- En la casa de mi hermana Jacinta. Ya no tenía edad para vivir solo y Dolores, la asistenta, es casi tan vieja como él. Retiramos a Dolores. Está viviendo como una señora en una residencia de ancianos, y nos llevamos a mi padre a casa de Jacinta.
- ¿Vive su hermana siempre en el campo?
- No. Pero consideramos que mi padre, con su bronquitis y lo que cuelga, donde estaba mejor era en el campo. En una casa muy bien acondicionada situada en San Miguel de Cruilles, en el Ampurdán.
- ¿Podría verla?
- ¿Por gusto o por obligación?
La cólera de don Felipe le hacía contemplar la cabeza de Carvalho como si fuera una pelota de golf. Hay que adjuntar alguna fotografía, le comentó Carvalho amablemente a manera de despedida.
- Comprenda que he de realizar un informe completo, lo más completo posible.
- A mí me la trae floja su informe.
El tono de la voz ha sido educado en esta ocasión, hay que reconocerlo.
- Pero quizá no los beneficios que puedan derivarse de la póliza suscrita por su padre.
- ¿Cuánto?
- Veinticinco millones.
El palo de golf detiene su caída vertiginosa y se queda a un palmo de la pelota. Es el momento justo para que don Felipe levante la cabeza y trate de construir una frase que disimule el nerviosismo de la voz.
- A mí el dinero no me interesa. Hable con mi hermana. Es ella la que sabe lo que hay que hacer.
Había visto mujeres así en aquella ola de películas alemanas que empezó a llegar a España en los años cincuenta. Solían aparecer mujeres entre los cincuenta y los sesenta, dueñas de su casa y de algunas casas y vidas ajenas, cúbicas, siempre vestidas para recibir al burgomaestre y con el morro endurecido por los afeitados de cincuenta años de coquetería y lleno de verrugas. Doña Jacinta examinó a Carvalho clasificándolo en la categoría de electricistas o fontaneros redimidos por el bachillerato superior, pero nunca tendrían la distinción necesaria para que ella pudiera recibirlos como iguales.
- No me entretenga mucho porque tengo un montón de cosas que hacer.
- En la compañía me llaman Pepe el Rápido. Lamento las molestias que les estoy causando. Procuraré ser lo más breve posible.
- Si usted no lo procura, lo procuraré yo. No se preocupe. Yo no tengo pelos en la lengua.
Tampoco doña Jacinta Álvarez de Enterría tenía la amabilidad como cualidad predominante. Durante toda la entrevista, Carvalho intuyó que se jugaba la orden de ser arrojado a la calle por los lacayos, aunque presumía que el único lacayo al alcance de doña Jacinta era la casi niña filipina que le había abierto la puerta e introducido en un salón lleno de cuadros de Ramón Casas, dos pianos de cola y frascos con lo que a Carvalho le parecieron trufas en aguardiente y que al parecer eran cálculos renales que el abuelo de doña Jacinta había extraído de los riñones más ilustres del país.
- Ése de ahí era el del presidente Maciá, cuando aún no era separatista, cuando aún era coronel. Mi abuelo no se metía en política. Era más responsable que mi padre.
Este comentario pertenecía a la fase amable de la conversación. Luego, cuando Carvalho empezó a poner en duda las circunstancias de la muerte del anciano militar republicano, doña Jacinta se convirtió en una airada triple cómica de zarzuela con los brazos en jarras. ¿Extraño, eh? ¿Conque el viejo aún va a fastidiarnos después de muerto? ¿No ha podido ni siquiera morirse normalmente? Hermanos coléricos, pensó Carvalho mientras cabeceaba pesaroso por las molestias que estaba causando. Pero cuando decidió que la cólera de doña Jacinta excedía los límites de lo tolerable, pegó un puñetazo en el brazo del sillón.
- Bueno, corte el rollo. O investigo o no hay seguro.
Conque menos oratoria y al grano. Quiero entrar en los lugares donde vivía su padre y sobre todo en el lugar donde murió. Si no le gusta se dirige a estas señas, pregunta por este señor y le dice que prefiere perder los millones de pesetas y dejar en paz la memoria de su padre.
- No se ponga así. Hablemos como personas. Mi hermano ya me ha avisado sobre la póliza de seguro, la he buscado por todas partes y no la he encontrado.
- Busque bien.
- ¿Usted no trae consigo un resguardo o una copia?
- Yo trabajo en un servicio paralelo de la compañía. Las pólizas las llevan los agentes. Llame usted a la central.
- ¿Cómo se llama la compañía?
- Aseguradora Universal, S. A.
Carvalho necesitaba dos días de tiempo antes de que se descubriera la superchería. Un amigo de Teresa había quedado al pie de un teléfono dispuesto a dejarse matar antes de aceptar que no era el recepcionista de Aseguradora Universal, S. A., e imbuido de que el número de la póliza suscrita por el señor Álvarez de Enterría era el cincuenta y cuatro mil doscientos sesenta y tres. La póliza tendría que corporeizarse en un momento u otro, pero para entonces las brevas ya podrían estar maduras o bien la higuera se caería con todo su peso sobre las espaldas de Carvalho.
- Quien a buen árbol se arrima, buen árbol le cae encima.
Era el refrán más sabio que había conseguido memorizar.
Lleva ya una hora Biscuter en su minúscula cocina laboratorio, dispuesto a terminar el guiso antes de que Carvalho levante el vuelo con unas alas que esta mañana parecen más jóvenes que otras veces. Biscuter ha acabado por distinguir entre las investigaciones profesionales y rutinarias de aquellas en que Carvalho pone parte de su piel y si es necesario su sangre. A Carvalho le excitan los casos de ancianos. Se trata quizá de una solidaridad preventiva o de una premonición de estado. Además, ha charlado por teléfono con Teresa y hay una cita pendiente en el estudio del falso recepcionista de Aseguradora Universal, S. A.
- Si denuncian la superchería, su amigo va a pasarlo muy mal.
- No se preocupe. El estudio es de su padre, un señor muy importante de esta ciudad. De ésos a los que nunca les pasa nada. Y el teléfono va a su nombre.
Carvalho consulta una guía de la ciudad sobre la mesa de su despacho. Hasta allí le llega el grito de Biscuter desde la cocina situada a medio camino entre el despacho y el retrete.
- Por fin, jefe. La vichyssoise. Cuando no me olvido los puerros me olvido la sal de apio.
Aparece Biscuter triunfal con un gran cuenco lleno de la sopa blanca.
- Bien fresquita y con el perejil recién cortado.
Carvalho parece ensimismado, pero reacciona al tiempo que dice:
- Lo siento, Biscuter, pero tengo que salir.
- Pero si está en su punto.
Carvalho olisquea la sopa. La prueba con una cuchara de madera que le tiende Biscuter.
- Le falta pimienta blanca.
Se lleva Biscuter las manos a la cabeza.
- ¡Ya decía yo! ¿Tardará mucho, jefe?
- Me voy de monjas. No olvides la pimienta blanca.
Pero antes de las monjas está la cita con Teresa y el cómplice, un jovenzuelo delgado y azulado, que respira, y sin duda alguna vive, con dificultad, pero que desempeña entusiasmado su papel conspiratorio.
- Primero ha llamado la tía y he recitado la comedia tal como había convenido. Luego ha llamado el abogado y le he pasado a Teresa, como si fuera la secretaria del gerente.
- Y yo le he dicho que el señor gerente no podrá recibirle hasta dentro de tres días porque está en Suiza negociando unos avales. ¿He hecho bien?
- Excelente la elección de Suiza. Es uno de los países más seguros del mundo.
- Si quiere le cuento una anécdota suiza.
- Son mis preferidas.
- Yo viví un tiempo en Ginebra cuando salí del internado. Trabajaba como intérprete y traductora en las oficinas de la Unesco. Cada mañana sacaba mi bolsa de la basura y poco a poco me fui dando cuenta de que los vecinos me miraban con un cierto disgusto. No creo que mi basura sea más olorosa que la de ellos, y sus bolsas también estaban allí a la espera del servicio de recogida. Hasta que un día me harté y me encaré con mi vecina. ¿Qué pasa contigo, tía? Resulta que estaban molestas porque todas sus bolsas eran negras y la mía granate. ¿Increíble, no? Tampoco me había salido de la regla del todo. En Suiza sólo fabrican bolsas de basura en dos colores, negro y granate.
Carvalho le propuso continuar explicando historias suizas en el transcurso de un almuerzo, pero ella opuso un compromiso previo con el telefonista. El muchacho tragó saliva, aliviado, y Carvalho dejó a Teresa en sus manos temblorosas de enfermo.
Por el claustro monacal avanza a pasos cortos una monja que se adivina joven a medida que se acerca a Carvalho. La monja queda en silencio ante Carvalho y al detective se le ocurre un…
- Ave María Purísima
… que pone desconcierto en los ojos hermosos y plácidos de la religiosa. Desconcierto y silencio.
- En mis tiempos se saludaba así a las monjas y ellas contestaban: «Sin pecado concebida».
A la monja le viene la risa y se tapa la boca con una mano. Se le corta la lógica y lanza al vuelo la mirada para no tener que aguantar la de Carvalho.
- Perdone, pero me ha sorprendido. Ya no se usa.
Carvalho se encoge de hombros, como aceptando la fatalidad del paso del tiempo. La monja da media vuelta y Carvalho la sigue por el claustro. Saca la muchacha un pesado llavero de algún pliegue de sus faldones y abre un portón que les conduce a un salón lleno de nada y algunos cuadros viejos y otro portón a otro salón con el casi nada de una austera larga mesa y otro portón a un salón no menos desnudo. Y mientras abre el paso al detective, la monja le insta:
- No la canse. Dolores es muy viejecita y ya le quedan pocas palabras. Sólo oye lo que quiere y pocas veces contesta.
Y Dolores está allí, en una silla de ruedas que parece un pequeño insecto impotente en el centro de un salón a todas luces excesivo. Es una viejecilla con poco y blanco cabello, semiderrumbada en la silla, pero que aún aguanta una mirada viva y nerviosa como sus labios temblorosos e iluminados por una saliva incontenible.
- La vienen a ver, señora Dolores. ¿Ve qué bueno es este señor?
Se encoge de hombros Dolores.
- ¿Y qué bueno es Dios Nuestro Señor que se acuerda de usted y le envía visitas?
Vuelve a encogerse de hombros la vieja, que observa con sus ojillos a Carvalho.
- Le viene a hablar de don Ricardo, que Dios tenga en su gloria, de su señor.
Los ojos de Dolores se agudizan, son estiletes clavados en la cara del detective, pero sus hombros se encogen, porque han de encogerse, porque no tiene ya una edad para expresar de otra manera que todo le importa un carajo, piensa Carvalho, al que se le escapa una sonrisa de complicidad con la vieja. Y ella se sabe protagonista, cierra los ojillos, finge dormir.
- Es más pilla… Ahora hace ver que duerme, pero ¿verdad que no duerme, señora Dolores?
Y la monja le hace cosquillas y la señora Dolores se ríe como una niña, pero sin abrir los ojos. La monja le hace un gesto de impotencia cómplice a Carvalho.
- La conozco. No tiene el día. No quiere decir nada. Carvalho se inclina, su rostro está a la altura del de la vieja durmiente.
- ¿No me quiere decir nada de don Ricardo?
Y ahora Dolores lloriquea y le dice a la monja:
- Yo soy buena, hermanita. Yo me porto bien. No quiero que me hagan nada.
- ¿Y quién le va a hacer algo, mujer? ¡Qué cosas tiene!
De nuevo hay astucia en el rostro de la vieja. Carvalho le susurra:
- Don Ricardo.
La vieja contesta:
- Un santo.
Carvalho vuelve a susurrar:
- Sus hijos. Doña Jacinta.
Y la vieja sin pensárselo dos veces contesta:
- Una mala puta.
Y da por terminada la audiencia porque finge dormir y hasta ronca. La monja se ha llevado una mano a la cara.
- ¡Qué mal hablada! La voy a castigar, señora Dolores. No le daré la ensaimada que le he prometido.
Y la vieja durmiente se encoge de hombros sin dejar de dormir. La monja invita a Carvalho a salir, le da la espalda, le marca el camino de regreso mientras primero comenta:
- Es una ingrata. Con el bien que le han hecho doña Jacinta y su hermano. Es la edad. Dicen lo primero que les viene a la cabeza.
Luego, en la penúltima vuelta, arrugado el joven entrecejo:
- Me ha dicho la superiora que le pidiera que recordara a doña Jacinta que hace tres meses que no envía la pensión de la señora Dolores. No es que vayamos a echarla. Pero los tratos son los tratos.
Suena el despertador y el brazo desnudo de Carvalho sale de entre las mantas en busca de su garganta estridente. Más que apretar el botón de paro, la mano parece querer estrangular el despertador.
- ¿Qué hora es? -pregunta una voz femenina de entre las sábanas.
- Las ocho.
- ¿Las ocho?
Hay indignación y brusca alzada en el cuerpo de Charo, que emerge desnudo hasta la cintura.
- ¿Tú crees que son horas de ir por el mundo?
- Me voy de excursión.
Hay indignación, perplejidad, desorientación en la cara amanecida y en las tetas igualmente amanecidas de Charo.
- No estoy en mi casa.
- No. Estás en la mía -dice Carvalho, camino de la ducha.
- Nos metemos en la cama a las cuatro y te levantas a las ocho. Estás loco.
Se zambulle Charo entre las sábanas. Al rato asoma un ojo y grita:
- No olvides la cantimplora.
Los hermanos Álvarez de Enterría le esperaban delante de la Pedrera. Carvalho los vio discutir a lo lejos y pasó por alto la cara de perro indignado consigo mismo con que le recibieron. Había sido imposición de ellos hacer en un mismo día la visita del piso urbano de don Ricardo y de la residencia campestre donde había muerto. Don Felipe no podía perderse un torneo internacional que empezaba al día siguiente en el club de golf de Sant Cugat y doña Jacinta pretextó ocupaciones metafísicas sobre cuya concreción Carvalho no se atrevió a indagar. El piso urbano de don Ricardo estaba en la rambla de Cataluña, en una escalera importante donde el modernismo había dejado una joven diosa con la cabellera floral sirviendo de marco a los escalones que llevaban a un ascensor, diríase que hecho en ocasión de alguna visita del zar de todas las Rusias a Barcelona. El ascensor subía corresponsable con su antigüedad y los llevó a un piso donde podían vivir cómodamente dos familias, con un tanto por ciento estadístico muy bajo de posibilidades de encontrarse una vez al año en el vestíbulo. Pero sólo eran habitables tres o cuatro habitaciones, las que daban a un patio interior del Ensanche, característico horizonte de trastiendas de familias respetables, retícula de celosías, cenadores, invernaderos acristalados, macetones de azulejos al servicio de palmas de un verde interiorizado, rejerías historiadas fingiendo ser balcón o límite entre patios y vegetaciones e inmenso jardín colectivo, romántico, abandonado, aislado, en una ciudad que ya no era lo que había sido. Estaban impacientes los hermanos ante el entregado contemplar de Carvalho, y como los carraspeos no les sirvieron, fue doña Jacinta la que le preguntó por su parálisis.
- Siempre me conmueve el espectáculo de estos interiores de las manzanas del Ensanche.
- Conmuévase otro día, que hoy tenemos una agenda muy apretada.
- ¿Por qué eligió su padre vivir en la zona que daba al patio interior?
- Y yo qué sé. Tal vez porque era más tranquila y no le llegaba el ruido de la calle. O igual se sentía más seguro, más escondido. Era un viejo muerto de miedo.
Una de tres: o a doña Jacinta no le gustaban los viejos o no le gustaban los viejos con miedo o no le gustaba ningún otro poblador del universo que no fuera ella. Carvalho se inclinó por la tercera posibilidad y recorrió seguido por doña Jacinta las tres habitaciones que habían presenciado los últimos años del «topo». Un dormitorio con una cama de matrimonio art déco y un armario inglés sobrio como un cocktail party presbiteriano. Un estudio donde sólo había libros y una ancha pero liviana mesa de pino sobre dos trípodes sin pintar ni barnizar, el cuarto de baño envejecido y súbitamente sucio de tristeza y olvido, una cocina en la que se había cocinado poco en los últimos diez años, el que había sido cuarto de Dolores, no mucho mejor que el que le correspondería en el convento. La biblioteca reunía ejemplares en su mayor parte encuadernados, sin más concesiones a la modernidad que los filósofos de entreguerras, Ortega y Gasset y Bertrand Russell incluidos. Cuatro o cinco trajes en los armarios. Viejas camisas en los cajones. Media docena de calcetines largos, de liguero. Corbatas anchas. Tres pares de tirantes.
- Perdió la vida y la vista entre tanto libro.
- Tenía la cabeza llena de letras.
- Menos leer y más vivir.
- La pobre mamá fue una mártir.
- Hasta sabía hablar en latín y leía libros en griego.
Los dos hermanos se despachaban a su gusto, en un doble soliloquio que recordaba los cantos cruzados de los distintos personajes de las óperas y las zarzuelas. A Carvalho le molestaban aquellos ruidos de fondo, empeñado en meterse en lo que quedaba de la atmósfera residual pero íntima de Ricardo Álvarez de Enterría.
- ¿Esto fue cuanto dejó?
- También había un reloj que se empeñó en que fuera a parar a mi sobrina.
- ¿Tienen ustedes una sobrina?
- Éste tiene una hija. De lo que no estoy tan segura es de que sea sobrina mía.
- Realmente no era un potentado.
- A pesar de ser un hombre de posibles, vivía muy modestamente. Eso hay que reconocérselo.
- Mejor para los herederos.
- Si mi madre hubiera vivido más tiempo, más habríamos heredado. Ella sí valía.
- Mamá era un lince.
- Una ardilla.
Dejó que los dos hermanos se pusieran de acuerdo sobre la clase de animal que era la madre y Carvalho merodeó por el piso, abrió cajones, puertas, hasta revisó el sostenedor del papel higiénico de un baño de paredes altas y tragaluz abierto a la inmutabilidad de una arenosa fachada de patio interior.
- ¿Han retirado alguna cosa?
- No. Ni la ropa siquiera. La habrá visto usted colgada. Apenas si se hizo ropa. Era muy pulcro y conservaba trajes de antes de la guerra, como hasta 1939 siempre fue vestido de militar.
Don Felipe quiso ponerse nostálgico.
- Tenía muy buena planta.
- Para lo que le sirvió.
- Por lo que parece, usted, señora, considera que las guerras siempre hay que ganarlas.
- Al menos no hay que perderlas. -Y echó la cabeza atrás retadora, una cabeza patatal llena de verrugas desorientadoras de la orografía del rostro.
Eran dos lerdos impacientes, inútilmente impacientes. Carvalho no se explicaba la sensación de prisa que comunicaban, la prisa por la prisa, la ansiedad por comprobar que no tenían nada qué hacer, nada qué pensar, nada qué imaginar. Emitieron toda clase de indirectas para que Carvalho acabara cuanto antes su inspección, y cuando se convencieron de que eran inútiles, se desentendieron de él. Ella sacó una baraja española de un excesivo bolso de excesiva piel de cocodrilo y se puso a hacer solitarios. Él conectó un viejo televisor en blanco y negro que estaba en la cocina y se sentó para contemplar alelado el hormigueo de las líneas y los puntos luminosos, empeñados en encontrar una imposible salida más allá de los límites de la pantalla. Carvalho recorrió las habitaciones vacías. En una de ellas aún pendían algunas fotografías amarillas enganchadas con chinchetas sobre el revestimiento de papel: una foto del entierro de Franco, Einstein, Roosevelt con su mujer, Manuel Azaña en un mitin en una plaza de toros de Valencia, según constaba en el dorso. Ni un rincón sin examinar, ni una huella sugerente. Se imponía la lectura global de una vida destinada al goce de las mejores arqueologías de una juventud: los recuerdos de la esperanza republicana y de la guerra civil los más importantes. Cuando Carvalho volvió a la zona habitada, don Felipe se había dormido en su silla y la mujer componía el gesto precipitadamente, como si continuara entregada a sus solitarios. Carvalho había advertido un seguimiento constante, sañudo, como la sombra del ama de llaves de Rebeca sobre los pasos de la pobre Joan Fontaine.
- Por mí podemos marcharnos.
- Ya era hora. De aquí a San Miguel de Cruilles al menos tenemos una hora y media de coche.
Hubo un breve forcejeo sobre el coche a emplear para el traslado a San Miguel de Cruilles. Carvalho impuso su coche para estar en condiciones de elegir restaurante y no someterse al previsible mal gusto de los dos hermanos.
- Podríamos pararnos a comer en la autopista.
- ¿Se alimenta usted acaso con gasolina?
- No. Pero me da igual comer cualquier cosa.
- Y a mí también.
- Pueden comer unos hermosos bocadillos de pan con pan y una película de jamón que sabe a pienso compuesto. Los hacen muy buenos en las cafeterías de la autopista. Yo comeré tranquilamente en La Marqueta de La Bisbal: caracoles con cabra y bacalao al roquefort.
- ¿Qué porquerías son ésas? ¿Caracol con cabra?
- La cabra es una especie de centollo casi vacío que en la costa del Ampurdán se emplea para dar sabor.
- ¿Bacalao al roquefort? ¿Tiene gusanos el bacalao?
- Es una buena idea, se la sugeriré a Savalls, el propietario del restaurante. Es un hombre imaginativo.
- ¡Qué horror! ¡Bacalao al roquefort!
Dejó a los hermanos aparcados ante una copa de Drambuie la una y un carajillo de ron el otro, para irse a comer al figón de Savalls. Media hora después salió de La Marqueta reconfortado de alma y cuerpo y bien informado sobre la leyenda de doña Jacinta y su difunto esposo, juez de anodina memoria que no tuvo tiempo de restaurar la vieja masía de San Miguel para gozarla, ni siquiera in articulo mortis, porque murió atropellado por una Ducati 750 cc cuando cruzaba la calle hacia el ejemplar de El Correo Catalán de todas las mañanas. Objetivo desgraciado, porque El Correo Catalán de aquel día, 20 de noviembre de 1975, salió a la calle sin enterarse de que Franco ya había muerto, siendo el único diario del mundo que no dio la noticia a su hora.
- Pobrecito. Lo había oído por la radio y quiso asegurarse -explicó doña Jacinta, al tiempo que el coche de Carvalho se detenía ante el portalón de metal verde de la finca.
Abrió don Felipe entre jadeos borbónicos y Carvalho metió el coche por un senderillo de piedras planas emergentes de un alfombrado prado bien recortado. El senderillo le llevó ante la puerta de una masía evidentemente restaurada, con la faz semicubierta por una poderosa buganvilla en hibernación. Una vez dentro, Carvalho recorrió la casa mortificada por una restauración que había colocado living donde había cuadra y estudio para estudiar nada en el altillo de la paja. Don Ricardo había muerto sobre aquella cama Thonet y tal vez su última mirada se posó sobre un musiquero que servía de estantería para escasos libros, sin duda comprados a peso en una liquidación vergonzante de El Corte Inglés.
- ¿Qué hay ahí detrás?
- Una pequeña habitación que mi marido hizo construir disimulada por el armario. Allí guardamos los electrodomésticos que nos pueden robar o los cuadros cuando termina la temporada de veraneo. La casa queda muy solitaria y la mujer de la limpieza durante el año sólo viene dos días por semana desde el pueblo de al lado.
Apartó Carvalho el armario y se hizo abrir la puerta de la habitación por un molesto Luis XX arruinado por la digestión de un bocadillo de salchichón gran liquidación fin de temporada. Una pequeña estancia sin ventanas iluminada por una bombilla cenital. Carvalho recorrió la pared maquinalmente con la yema de los dedos y de pronto sus ojos cayeron sobre una inscripción hecha con una punta metálica, tal vez con la punta de un llavín. «Esta vez podrían conmigo.»
Carvalho se asomó a una ventana enrejada atraído por la perspectiva del camino que se iba hacia el bosque, como si arrancase desde la ventana o terminara en ella. Fue entonces cuando vio al hombre alto, recio, rubicundo, de gruesas gafas y gruesos lentes que le sepultan los ojos en un océano de distancia. El hombre le hizo una seña, un sigiloso ademán de aproximación, pero fue él quien fue avanzando hacia la reja para pegar sus labios gruesos al hierro y musitar:
- No se crea nada de lo que le digan. Son mala gente. Don Ricardo no se fiaba de ellos.
Con un dedo instó a Carvalho a que saliera de la casa y se reuniera con él camino adelante, señalaba ahora la mano del hombre tendida hacia el horizonte del bosque. Carvalho desanduvo lo andado, recuperó a los dos hermanos, silenciosos, con cara de tedio, sentados frente a frente en los sillones del living pero sin mirarse, como si esperaran la señal de partida.
- Voy a estirar las piernas.
- ¿Adónde va a estirar las piernas?
El tono conciliador de doña Jacinta era tan forzado que dejaba ver toda la agresividad reprimida.
- Un lugar ideal es un camino y he visto uno desde la ventana.
- Acompáñale, tú. El señor no conoce estos alrededores.
- ¿Yo? ¿Qué?
Despertaba del ensimismamiento el golfista y no captaba el porqué de la gesticulación entre crispada e insinuante de su hermana.
- Gracias, pero puedo ir solo.
Y no les dio tiempo a que se pusieran de acuerdo. Ya en el jardín, Carvalho los vio al otro lado del cristal, gesticulantes, con la agresividad de la señora Jacinta volcada sobre su hermano, que se defendía, sin duda alegando desconocimiento de causa y somnolencia. Carvalho buscó el camino que partía de la ventana enrejada y lo siguió hasta llegar al límite del bosque. Del interior de la fragua le llegó un chist de advertencia y al adentrarse en seguida vio al gigante rubicundo insuficientemente escondido detrás de un alcornoque.
- ¿No le han seguido?
- ¿Para qué iban a seguirme?
- No me gustaría que se metieran conmigo. Especialmente ella. Verá usted, yo soy un rara avis -aseguró el hombre.
Y ahora Carvalho se daba cuenta del porqué de la aparente pérdida de sus ojos tras los gruesos cristales. Además de gruesos estaban rotos.
- Yo no soy de aquí. Yo soy de Barcelona, pero un buen día me cansé de ganar dinero haciendo chorradas y me vine a vivir a este pueblo. Y me vine con toda la familia y con una mano atrás y otra delante. No todo el mundo lo entiende y me mira como a un bicho raro. Especialmente personas como doña Jacinta y su hermano, que son como sanguijuelas. Van por la vida de chupópteros.
- ¿Qué hacía usted antes de meterse en este convento? -le preguntó Carvalho, señalando el marco de la aldehuela.
- Era especialista en informática. Uno de los primeros que empezó a funcionar en este país. Un experto en ibeemes, como se las llama.
- ¿Y ahora?
- Doy algunas clases. Hago pequeños trabajos que me salen. Mi mujer también hace lo mismo. Pero soy feliz. Vivo en un mundo sin paredes, ni bedeles, ni relojes que marcan el tiempo que le vendes a un patrón. El viejo lo entendía. Don Ricardo era un tipo cojonudo. Yo le enseñaba los secretos del bosque. Dónde se crían las setas. Las madrigueras de los hurones. Estos bosques son extraordinarios y salvajes. Aún no los han estropeado los contratistas de obras.
- ¿Eran muy amigos usted y don Ricardo?
- Siempre que venía me buscaba y pegábamos la hebra, camino arriba, camino abajo. A mí me gusta filosofar y a él le gustaba escuchar. Nunca leí en sus ojos que me estuviera llamando pesado.
- Comprendo.
- Dudo que lo comprenda. La gente de aquí es gente buena, pero no se fía de las palabras.
- Me parece una sabia costumbre.
- Pero a mí me gusta hablar.
- Lo siento.
Era un gigante triste el que abría el camino del bosque ante Carvalho.
- Cuando don Ricardo vino para morir, ¿usted le vio?
El gigante se quedó quieto y luego se volvió lentamente. En su cara había aparecido la malicia y una expresión de cazador satisfecho, como si Carvalho hubiera hecho o dicho lo que él había estado esperando.
- No. Nadie le vio. Sólo le vimos muerto.
Y los ojos del gigante superaron el rostro de Carvalho para ir en busca de la casa, de los dos hermanos, de una dramática sordidez presentida. La voz del gigante suena en off.
- Por cierto. Al entierro ni siquiera vino la señora con la que venía a veces a pasar los fines de semana.
- Su nieta. Estaba de viaje.
- No. Su nieto, no. Otra.
Ha dicho otra con especial intención.
- ¿Otra? ¿Tiene nombre esa otra?
- Lo tiene.
- ¿Usted lo sabe?
- Lo sé.
No despegaron los labios hasta que las indirectas de Carvalho fueron más audaces y se convirtieron casi en preguntas directas. Empezó glosando la vida solitaria del viejo, la necesidad que a esas edades se tiene de afecto, de personas que te hagan caso, ustedes mismos pueden comprobarlo cada día. Hay un racismo social contra los viejos. Se les habla como a tontos, como a niños. Se les suponen carentes de los mismos deseos y frustraciones que asaltan a los demás seres humanos. Casi creyó haber enternecido a don Felipe, que le escuchaba maravillado ante aquella imagen sensible y comprensiva del agente de seguros. Pero doña Jacinta no estaba para contemporizaciones.
- Si estaba solo es porque quería. Hizo lo que quiso con su vida y de paso nos amargó la de los demás. No olvidaré nunca aquellos años cuarenta que me hizo pasar. Era el momento en que una señorita ha de debutar en sociedad, ocupar el lugar que le corresponde. Y por sus malditos antecedentes políticos vivíamos como apestados.
- Me refería a los últimos años. ¿Nunca tuvo tentaciones don Ricardo de volver a casarse?
- ¿Casarse?
A Carvalho le irritan las carcajadas que responden a modelos de malos de películas de Hollywood y las de doña Jacinta parecían un resumen de la historia del sarcasmo malvado en el cine norteamericano. O disimulaba muy bien o no estaba al caso de los últimos estertores amatorios de su padre. Los hermanos habían dejado de interesarle por el momento y los apeó en Barcelona, a tiempo de poder acercarse a las señas que le ha dado el gigante rubicundo. Una planta baja de una calleja en los traseros recoletos de la plaza de Lesseps. Todo responde a la escenografía de una editorial. Libros por doquier, máquinas de escribir, un ir y venir de personajes miopes con el dedo acercándose las gafas a los ojos y silencio de trabajo intelectual racionalizado. De una mesa del fondo se levanta una mujer y se acerca a donde está Carvalho, de pie, más allá de la frontera de la recepción, donde una telefonista descuelga una y otra vez el teléfono para repetir la salmodia.
- Ediciones Cumbres Mayores. Diga.
Es una mujer casi joven, casi madura, con el cuerpo delgado y suelto, sin trabas de sostenes y una manera de mirar de feminista a macho explotador respaldada por el símbolo feminista colgante sobre su escote.
- ¿Qué desea?
- Hablar con usted. ¿Puede ser fuera de aquí?
- No. Esto es una fábrica de cultura. Hay que marcar reloj al entrar y al salir y sólo puedes salir si se te ha muerto el marido. Por ejemplo.
- ¿Si se te ha muerto el amante, no?
- Lo propondré cuando discutamos el convenio. Sígame.
Es un minisalón de recibir a minivisitas. Las rodillas de Carvalho y de la mujer se tocan cuando se sientan el uno frente al otro. Tampoco queda demasiada distancia entre sus caras.
- ¿Todas las relaciones culturales son tan próximas?
- No quedaba más espacio que éste.
- Muy sugestivo.
No parece una mujer dotada del sentido del humor, y en el rápido abrir y cerrar de ojos advierte que no quiere perder el tiempo.
- Vengo a propósito de la muerte de don Ricardo.
Alarma en los ojos de ella o tal vez simple curiosidad.
- Usted solía ir con él a pasar fines de semana en la finca de Gerona.
- A veces.
- ¿Motivos culturales?
- Evidentemente. Le hacía preguntas sobre historia y hacíamos el amor. Tanto lo uno como lo otro son formas culturales.
- ¿A qué tipo de historia se dedica usted?
- Quisiera dedicarme a la historia oral. Es decir, recoger en directo el testimonio de personajes que han vivido una época histórica determinada. Ricardo era un «hombre topo», supongo que lo sabe.
- Historia oral. Y de la historia oral pasaron al amor… ¿oral?
- Eso era cosa nuestra. ¿Le sorprende que hiciera el amor con un septuagenario?
- Mucho más aún que el septuagenario, casi octogenario, lo hiciera con usted.
- Puedo ser muy excitante cuando me lo propongo.
- No lo pongo en duda.
- Ricardo era un hombre maravilloso y un amante racional. Estoy haciendo una tesis sobre la represión franquista y el capítulo de los «hombres ocultos» tiene muchas dificultades.
- ¿Cómo se enteró de su muerte?
- Pasaban los días. No me llamaba. Finalmente llamé yo y la bestia parda de su hija me lo dijo.
- ¿Sabían sus hijos que usted y el viejo tenían confrontaciones culturales?
- No.
- ¿La nieta?
- Menos.
- ¿Por qué menos?
- Porque la única muestra de poder burgués que conservaba Ricardo era que su nieta no se enterara de lo nuestro. De hecho era lógico. Estaba enamorado de ella.
- Caray con don Ricardo.
La mujer le estudia y hay socarronería en sus ojos y en su voz cuando le advierte:
- Me gustaría charlar de todo esto con usted dentro de treinta años, cuando usted cumpla ochenta o algo por el estilo. Sin duda agradecerá entonces un encuentro con una mujer como yo.
- Soy un personaje poco interesante. No merezco pasar a la historia. Ni siquiera oral.
- ¿También es insignificante haciendo el amor?
- Si le digo que eso no me lo dice usted en mi cama se lo va a tomar como una machada.
- No esperaba menos de usted.
- Las cosas claras.
Hay juerga de fondo entre el hombre y la mujer.
- ¿De qué murió don Ricardo?
- Del corazón, me dijo su hija.
- ¿Usted se lo cree?
- ¿Por qué no? ¿No hay que creerlo?
Carvalho se fija en un anillo matrimonial que la mujer hace rodar en torno del dedo.
- ¿Casada?
- Separada. Pero este anillo me lo regaló Ricardo. Quería casarse conmigo. Le dije que no.
Carvalho se levanta y deja en el aire un comentario.
- Le utilizó como un hombre objeto.
- Puede decirse que sí.
Y ya en la puerta la voz de la mujer sugiere, trémula:
- No se lo comente a su nieta, por favor. Me parecería una traición al viejo.
Teresa le había dejado un recado urgente en el despacho: «Nos han visto el plumero». Carvalho se trasladó inmediatamente al estudio del muchacho azul y allí estaban los dos cómplices abrumados por las circunstancias. En cuanto vieron a Carvalho se agarraron a él como si fuera el único que tuviera la llave maestra para sacarlos del encierro.
- Mi tía ya sabe que la compañía de seguros no existe. Ha telefoneado hace tres horas diciendo que mandaba a la policía.
- Tiempo suficiente para que ya haya venido.
- La verdad es que cuando hemos oído que usted llamaba al portero automático hemos pensado que era la policía.
- Primero ha vuelto a llamar el abogado. Esta vez ya tenía sospechas, porque hacía preguntas muy directas sobre la compañía, el gerente y finalmente ha insistido en que le diéramos la dirección para venir personalmente. Entonces Luis ha hecho ver que se cortaba la comunicación y ha mantenido el teléfono descolgado durante una hora. Me ha llamado y he venido corriendo. Hemos tratado de localizarle. Finalmente nos hemos puesto nerviosos y hemos vuelto a conectar el aparato. No han pasado ni cinco minutos sin que volviera a sonar. Esta vez era mi tía. Era la voz de una fiera. Casi se le cortaba la respiración cuando hablaba, bueno, hablar es mucho decir, cuando gritaba como una loca. Yo no podía ponerme para que no me reconociera la voz y Luis ha aguantado todo el chaparrón. Ella ya sabía que esto no era una compañía y nos ha demostrado que conocía la dirección.
- La debe haber conseguido mediante algún enchufe en la Telefónica. De todas maneras es curioso que sabiendo la dirección y estando indignada, aún no haya aparecido por aquí ni ella, ni el abogado, ni la policía. Lo primero que hay que hacer es dejar esto. ¿Tú vives aquí, muchacho?
- Qué va, es un picadero que utiliza mi padre de vez en cuando.
- Pues vámonos y que se tomen la molestia de localizarnos. Si van a por ti has de decidir una posición: o te cierras de banda y dices que tú no sabes nada y que alguien ha hecho una broma desde este piso, o asumes que es una broma. Si asumes que es una broma, has de reconocer que estás de acuerdo conmigo, aparezco yo. Tú decides.
- Yo soy músico. Yo no sé nada.
- Perfecto. Les daremos un día de tiempo. Si en un día no se movilizan, entonces nos movilizaremos nosotros.
Limpiaron las huellas digitales donde les pareció más fácil que hubieran quedado y salieron en sendos turnos del edificio para encontrarse en una cafetería situada junto a la calle de Ganduxer. El muchacho pretextó una urgencia y se marchó, no sin dejar a Teresa envuelta en una mirada de borrego degollado.
- ¿Es su novio?
- ¿Bromea? No se burle del chico. Está muy enfermo. Morirá antes de que pueda dejar de ser un adolescente. Es uno de esos que llaman «niños azules». Le miman mucho en su casa, le llevan por ahí de viajes y en uno en el que yo hacía de guía le conocí a él y a sus padres. Es una persona maravillosa. Como todas las personas débiles.
Le molestaba hablar de Luis y pasó a someter a Carvalho a un directo interrogatorio sobre sus descubrimientos.
- Su tía es una mala bestia.
- Eso es obvio.
- Y su padre, un majadero.
- Lo siento, pero es una verdad como un templo. ¿Nada más?
- Odiaban a su abuelo, y su tía a usted no le tiene demasiado afecto. Por cierto, ¿su tía no tiene hijos?
- La operaron muy joven y quedó estéril.
- La naturaleza a veces es sabia. Pienso que hace una noche maravillosa para que vayamos a cenar por ahí.
- Llueve. Hace frío. Es una primavera fría y horrorosa. No corra tanto. No me gusta que se me echen encima. Cuando sea, sonará.
- ¿Le gusta a usted comer bien?
- Tengo un paladar curioso y bastante experto.
- Lo supe desde la primera vez que la vi. Ya que está usted decidida a que sólo mantengamos relaciones profesionales, dígame dónde puedo ampliar la información sobre su abuelo. ¿Tenía amigos? Usted me ha hablado de que se relacionaba con círculos republicanos.
- Antes solía ir a una tertulia a un centro republicano. Una vez fui a buscarle, presumió de nieta, pero a mí aquello me pareció una variante del Hogar del Pensionista.
- Los viejos me gustan. Cuando quieren ser amables son una delicia y cuando se indignan siempre tienen razón.
Charo sí estuvo dispuesta a ir a cenar. No tenía ningún cliente aquella noche y la entusiasmaba echarse a la calle con su Carvalho por banda, cara al viento, a toda vela. Pasó por alto el poco apetito que Carvalho exhibiera, su ensimismamiento acentuado, la pasividad extrema que exhibiera en los prolegómenos del amor. No era la primera vez que Carvalho no estaba allí estando, no entrara en ella entrando. Pero aquella noche Carvalho estaba en algún lugar del que no quería regresar y no valía la pena perder el tiempo tratando de devolverle a aquella sala de estar en Vallvidrera, ante la chimenea encendida gracias al impulso inicial de El oficial prusiano y otras historias de D. H. Lawrence. Charo rescató una página semichamuscada que había quedado al margen del centro de la hoguera y leyó el mensaje superviviente: «Con el tiempo los Lindley perdieron todo dominio de la vida y se pasaban las horas, las semanas y los años simplemente regateando para poder vivir, reprimiendo y puliendo amargamente a sus hijos para convertirles a la nobleza, empujándolos a la ambición y recargándolos de deberes…» Era cuanto podía leerse y Charo se quejó a Carvalho de que por culpa de sus manías le impidiera saber cómo empezaba y cómo acababa aquella historia tan bonita. Las novelas en las que salen muchos padres y muchos hijos suelen ser bonitas, muy tristes y muy alegres a la vez, Pepe, porque cada hijo vive su vida y cada padre se muere de una manera diferente.
- ¿De qué te quejas? ¿Cuál fue el último libro que leíste?
- Un libro sobre Televisión Española. Salían todos los artistas y los presentadores de la tele.
- No te conviene leer. Sólo tiene sentido que lean los que escriben libros, porque de hecho se escribe porque antes se han leído otros libros. Pero los demás no deberían leer. Los únicos lectores de los escritores deberían ser los mismos escritores.
- Pues vaya teoría. Es como si dijeras que los únicos clientes de los detectives privados deberían ser los detectives privados. Cuando te pones atravesado dices cada tontería. ¿Qué te pasa esta noche?
De todas las ternuras de las que Charo era capaz, la única intolerable era la que trataba de convertirle en un niño con la cabeza en su regazo y contándole lo mal que le trataban en el colegio.
- Déjalo. Tengo entre manos un caso triste y estoy triste. A veces tengo un caso alegre y estoy alegre.
- A mí no me engañas, Pepe. Tú estás más preocupado que otras veces. ¿Corres peligro?
- El de oler a mierda.
Pero sus narices no evocaban precisamente ese olor, sino una vaharada de lavanda inglesa que le había llegado del cuerpo de Teresa, cuando se había inclinado sobre la mesa para dar un beso de despedida al «niño azul».
- He conocido a un «niño azul», Charo.
- ¡Pobrecillo! ¿Era muy pequeñito?
- Unos veinte años.
- ¿Y a los veinte años era un «niño azul»?
- Que se sea un niño azul no quiere decir que sea exactamente un niño. Son personas con una insuficiencia cardíaca especial. Tienen un color azulado. Viven pocos años.
- Ahora lo entiendo todo.
Carvalho sentía remordimientos por haber utilizado por segunda vez a aquel moribundo. La primera como cebo de una investigación, la segunda como un capote que alejaba las finas narices de Charo del olor a lavanda inglesa de Teresa.
Bastaba la declaración de principios de un retrato de don Manuel Azaña en el vestíbulo y una bandera republicana enganchada con chinchetas en la pared, a poca distancia del algodonoso rostro de don Manuel. Ancianos pulcros de castellano rutilante se dividían en tres o cuatro grupos en una sala de estar abierta a un patio ciego del barrio Gótico barcelonés. En un grupo se juega al subastado y las voces se cruzan con el grupo que eleva la voz como consecuencia de la elevación misma del tema de la conversación.
- ¿Qué habría pasado si Ramón Franco en vez de pasarse al bando de su hermano se hubiera quedado con la República?
- Pues que habríamos perdido la guerra antes, porque ése hundía lo que tocaba.
- Menos los aviones. Porque lo del Plus Ultra le salió bien.
- ¿A qué santo vamos a especular ahora sobre lo de Ramón Franco? Si tú me dices: ¿qué habría ocurrido si las grandes potencias hubieran bloqueado realmente, insisto, realmente, a los facciosos? Ésa es la pregunta. Ésa es la pregunta que tengo aquí, en el buche, desde 1936.
- Pues suéltala pronto o te la llevas a la tumba.
- ¿A la tumba, yo? Yo aún he de ver la tercera república.
Un viejo descubre la presencia de Carvalho, se levanta, se separa del grupo y va hacia el detective.
- Usted es el que me ha telefoneado.
- Así es. Se trata de don Ricardo.
- Don Ricardo. ¡Ay, don Ricardo!
Invita a Carvalho a que le siga y le conduce hasta el ángulo más alejado y silencioso de la habitación.
- Pero, don Luis, dígame usted, por favor. ¿Para qué coño se ha guardado usted esa sota de oros?
- Por si las moscas.
- Pues se la han comido las avispas.
Salen las voces de la mesa del subastado y el acompañante de Carvalho lanza un suave chist que consigue bajar las voces. Se sientan en torno de una mesa camilla. Carvalho examina al viejo delgadillo y pulcro que tiene delante a la espera de sus palabras, pero el viejo parece tener la misma intención de examen y distancia.
- Muy animado esto -se decide finalmente Carvalho.
El viejo abarca con la mirada lo que puede ver de salón.
- Pues hoy aún tienen un día discreto. Tendría usted que oírnos discutir sobre si lo más importante era ganar la guerra o hacer la revolución.
- ¿Así, en abstracto?
- No. En referencia a la guerra civil.
- Ah. ¿Es que podían elegir?
- Según parece, sí, en mayo de 1937, a raíz de lo ocurrido en Barcelona.
- ¿Y qué eligieron?
- Ganar la guerra.
- Enhorabuena.
Ríe el viejo para recuperar de pronto la seriedad y aducir:
- No hacemos daño a nadie y ya no estamos en condiciones de provocar ni la guerra ni la revolución. Volver a todo aquello sería una monstruosidad. Estalla otra guerra civil y yo me quedo helado, como un pájaro.
- ¿Qué opinaba don Ricardo de los tiempos presentes y futuros?
- Era un vitalista. Sentía horror al pasado, aunque lo asumía, como todos nosotros. Aquí, donde ve a estos viejos locos y nostálgicos, todos juntos sumamos toda la desgracia de una guerra perdida: cárceles, vejaciones, miseria, exilio. Para nosotros es un milagro que salga el sol todavía o llueva o que podamos acariciar a un nieto. Tal vez por eso amamos tanto el presente y el futuro, y el pasado sea para nosotros, en el mejor de los casos, el recuerdo de la juventud y, en el peor, toda la tragedia de la guerra. Don Ricardo, en este aspecto, era uno más.
- Por lo que sé, usted era íntimo amigo suyo desde entonces.
- En efecto, hicimos juntos la campaña del Ebro.
- En la misma compañía.
- Sí.
- El comportamiento de don Ricardo como militar republicano, ¿fue siempre correcto? Porque creo que usted era su comisario político.
Pestañea el viejo. Parece vacilar. Coge con una mano un brazo de Carvalho, lo aprieta como si quisiera subrayar lo que va a decir.
- Mire. Es verdad. Yo era comisario político de la compañía. Pero no me lo vuelva usted a decir porque cada vez que lo oigo me llevo un susto… y aún no me he recuperado del susto de lo del 23 de febrero, el de Tejero.
- ¿Qué le comentó a usted don Ricardo a propósito de aquel golpe?
- Fíjese lo que son las cosas. La misma noche yo le telefoneé a su casa del Ensanche y hablé media hora con él. Estaba tan asustado como yo. Volví a llamarle cuando el discurso del rey, para tranquilizarle y tranquilizarme, pero ya no me contestó. Yo pensé que estaba durmiendo, aunque me extrañó porque era un hombre insomne y no era una noche para dormir. Ya no volví a verle ni a oírle. Al parecer se puso enfermo entonces, aquel día o al siguiente, y se lo llevaron sus hijos. A veces he pensado que se puso malo por culpa del golpe de Tejero. Fue la única víctima de Tejero.
Teresa Álvarez había conseguido que su minifalda pareciera una funda para las bragas.
- Es usted una adelantada de la minifalda. Cuando se puso de moda la minifalda usted era una niña.
- Muchas gracias, pero ya casi había dejado de serlo. Supongo que tendrá algo más interesante que contarme.
- En efecto. Ayer no pude hacerle un balance de la investigación. Ante todo, en el piso donde su abuelo vivía regularmente no hay la menor huella que indique que estaba habitado por un enfermo. Por ejemplo, en el botiquín había aspirinas y una caja de Ziloric, unas pastillas preventivas de los ataques de gota, enfermedad perfectamente domesticada, por otra parte. Ni siquiera he advertido la existencia de un orinal de teja, indispensable para un anciano obligado a guardar cama. Nada. Y tanto su padre como su tía me han comentado que no han tocado nada. Ni su ropa. Luego, después de un largo viaje en el que he comprobado la infinita misericordia de Dios permitiendo que existan personas tan irrelevantes como su padre y su señora tía, hemos llegado a la masía. He de decirle que su abuelo tuvo ocasión de estar en una habitación semisecreta donde escribió sobre la pared parte del mensaje que reproduce la nota del reloj. Curiosamente, dentro de esa habitación hay una serie de objetos valiosos como un televisor, aparatos de radio, cuberterías buenas, cuadros y un modesto infiernillo de alcohol y una pequeña estufa eléctrica. O la tacañería de su tía ante los posibles ladrones es infinita o esos miserables objetos cumplen o han cumplido una función. En cambio he advertido que su tía ha dejado una horrible cama portátil en una de las mejores habitaciones de la casa, cuando lo más lógico es que estuviera haciendo compañía al infiernillo y a la estufa en la habitación secreta.
- ¿Conclusión?
- No es eso todo. He observado que su tía posee una excelente discoteca y una impresionante instalación para la audición en cualquier punto de la casa. Por un momento incluso he llegado a creer que la instalación se introducía en la habitación secreta, pero… Pero aunque se había hecho el agujero para que penetraran en la habitación, los cables se habían quedado allí detenidos, protegidos por una cinta aislante nuevecita, como si la prohibición de entrar fuera reciente.
- ¿Qué quiere decir con eso?
- Que esos cables han sido cortados hace poco y que desde dentro de la habitación aún se ve en la pared el círculo que ocupaba un amplificador hoy desaparecido.
- Conclusión.
- Me recuerda usted un manual de Historia de España que leí en mi juventud, escrito por un comunista catalán empeñado en hacer resúmenes al acabar cada capítulo. Todos los capítulos terminaban igual: Bref… tararí tarará… El libro estaba escrito en francés.
- Repito. Conclusión.
- ¿Ha probado usted a no maquillarse? Yo de usted me quitaría la minifalda y el maquillaje, me parecen pretextos.
- ¿Ahora?
- ¿Le parece un mal momento?
- ¿Podría anticiparme una conclusión?
- Su abuelo sin duda fue metido en la habitación secreta y allí vivió, no sé cuánto tiempo. Se le metió con ánimo de que sobreviviera, si no, no se explica el detalle del infiernillo y la estufa. Cabe preguntarse si esto se hizo para protegerle o para qué. Por más metido que estuviera en política no creo que fuera un hombre amenazado.
- Últimamente se había obsesionado con la idea de un golpe de estado. Se excitaba imaginando la posibilidad de que todo volviera a empezar. De tener que pasar por otra experiencia fascista.
- Alguien dijo: lo peor que puede ocurrirle a alguien que tiene manía persecutoria es que le persigan de verdad. De eso quisiera hablarle. He comprobado las fechas a partir de una observación que me ha hecho un amigo de su abuelo. La noche en que se puso enfermo fue la del 23 al 24 de febrero. ¿Le dice a usted algo?
- No.
- Ustedes, los jóvenes, no necesitan memoria histórica. Apenas han pasado dos meses y ya ha olvidado lo del 23 de febrero, el golpe de Tejero.
- ¡Ah, sí! Estaba en Australia y lo vi en vídeo. Pero desde Australia daba risa. Cuando vi aparecer al guardia civil aquel en las Cortes, mire, me vino un ataque de risa y no podía parar. Y los compañeros australianos que me rodeaban también.
- A su abuelo no debió de hacerle mucha gracia.
- Ni a mí, si hubiera estado aquí.
- He de volver a esa casa de campo del Ampurdán. Las cosas hablan.
- Me arrepiento de haberme reído de lo del 23 de febrero. ¿Me perdona?
- Soy apolítico.
- Es usted un hombre sin apetitos ni obsesiones.
- Tengo de lo uno y de lo otro.
- ¿Por ejemplo?
Carvalho corrió hacia abajo la cremallera de la falda y cayó el teloncillo para dejar a la vista unas bragas que parecían un fragmento de espuma sobre sombras de carne y vegetaciones humedecidas. Teresa se sacó el jersey por encima de los hombros y dos pechos como obuses salieron al encuentro de Carvalho con toda la ambigüedad de la agresión rendida. Carvalho se puso tras la muchacha, se apoderó de sus pechos y la empujó hacia el lavabo, donde la ayudó a quitarse el maquillaje.
Era un motivo secundario, pero sin duda le ayudó a emprender el viaje y a superar la pereza mental representada en aquella cuesta arriba de ciento treinta kilómetros entre Barcelona y San Miguel. Apenas desviándose veinte kilómetros podía ir a cenar al Cypselle de Palafrugell un arrós negre de pescados, caldosillo, arroz pardo por la cebolla quemada y triturada, pan tostado con tomate y anchoas, las exquisitas albondiguillas de carne de cerdo y gamba con calamares, y de paso apalabrar con el dueño del restaurante un Niu para dos semanas después. Les había prometido a Fuster y a Charo invitarles a aquel guisote, y en la urdimbre del comistrajo pasó el tiempo que siguió al café, la copa de aguardiente de frambuesa y el puro Cerdán, mientras esperaba el límite de las once para acercarse a la masía de los Álvarez de Enterría.
- He conseguido tripas de bacalao de Italia y peixopalo Dios sabe dónde. Puedo hacer Niu todos los fines de semana de lo que queda de abril. Después ya hace demasiado calor.
- Cuente con tres comensales sin piedad y sin escrúpulos.
Tenía andares de fiesta cuando, una vez aparcado el coche en la carretera marginal que une Cruilles con el villorrio de San Miguel, cogió el camino hacia la casa.
Noche cerrada sobre la vieja masía ampurdanesa. Una linterna ilumina bruscamente la cerradura y una mano introduce una ganzúa por la ranura. Prueba, vuelve a hacerlo, forcejea con cierta destreza, finalmente consigue abrir la puerta. La linterna se abre camino por el interior de la casa, merodea, vacila el haz de luz y finalmente se decide por un recorrido metódico que secundan las manos abriendo cajones, fijándose en detalles del mobiliario, siguiendo de nuevo la huella de los tendidos eléctricos nuevos, registrando otra vez meticulosamente el cuarto trastero, los libros, uno por uno, por si entre sus páginas habitase el secreto. Finalmente el portador de la linterna se introduce en la estancia de la ventana enrejada que da al camino, la linterna va arrancando partes de la habitación a la oscuridad y de pronto enmarca la ventana, donde aparece un rostro enorme, con lentes oceánicos, como pegado al cristal. La linterna se concentra en la ventana. Su portador avanza hacia ella y, a medida que avanza, el rostro del gigante rubicundo va haciéndose más preciso, diríase que está enganchado materialmente a las rejas, no se mueve, parece no respirar. La otra mano del portador de la linterna abre la ventana. El rostro del gigante rubicundo duda, los ojos parpadean ante la agresión de la luz de la linterna.
- ¿Carvalho? -pregunta el rostro, ahora semicubierto por un antebrazo.
- Sí -contesta el portador de la linterna e ilumina su propio rostro para dejar constancia de la identidad.
- ¿Buscaba algo? ¿Buscaba esto?
El gigante rubicundo le tiende un objeto, una cajita, una cinta magnetofónica.
- ¿Es sólo para mí? ¿Usted ya la ha oído?
- La he oído.
- ¿Y?
- Quiero que usted saque conclusiones por su cuenta. Yo he renunciado a tomar decisiones complicadas.
- ¿Dónde la ha encontrado?
- Será lo último que le diré. El día antes de su venida con los hermanos, ella estuvo aquí.
- ¿De quién habla?
- De ella. De doña Jacinta. Estuvo aquí haciendo limpieza. La vi cuando estaba buscando espárragos y me sorprendió verla tan atareada. Normalmente deja las bolsas de la basura en el camino central del pueblo para que las recoja el basurero que pasa cuando le da la gana. Pero esta vez amontonó una serie de cosas dentro de un capazo que queda en el jardín, bajo un porche de brezo. Cada mañana, cuando llega el jardinero, que también les cuida el huerto, quema lo que hay en ese capazo.
- Y usted se adelantó.
- Me adelanté.
- ¿Y valió la pena?
- Usted juzgará.
- No va a ganar nada a cambio.
- Lo que gane es cosa mía. He renunciado a todo menos a mi propia estimación.
- Usted es de esos imbéciles que estarían incluso dispuestos a militar en un bando perdedor, a sabiendas de que es un bando perdedor.
- Los vencedores suelen ser repugnantes.
- ¿He de seguir buscando?
- Yo creo que no. Creo que en la cinta está todo lo que puede desear.
Escuchó la cinta siete veces a lo largo del día. Cada una de las audiciones le sugería nuevos elementos para la misma escena inicial, la que se había representado en su imaginación tras la primera audición. Nada más terminarla, empuñó el teléfono y concretó las citas del día siguiente: Teresa, su padre, su tía. Debía de ser muy taxativo el tono de su voz, porque doña Jacinta sólo dijo tres impertinencias y se avino al encuentro. En cuanto a don Felipe, apenas si le salía la voz del cuerpo. Pero una vez la escena final estuvo programada y concertada, Carvalho volvió a conectar el aparato, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces más. Era un caso digno de figurar en la historia de la crueldad y al mismo tiempo una prueba de que la crueldad puede ser histórica. Sin entender la historia de España, aquella cinta podía parecer simplemente el resto de los efectos especiales de un mal guión cinematográfico sobre barbaries abstractas. La historia de España y la de don Ricardo dentro de ella le daban un sentido espeluznante. Invitó a Fuster a escuchar la cinta en la soledad nocturna de Vallvidrera y le improvisó una cena de circunstancias: un arroz con alcachofas y azafrán y un pollo agridulce con salsa de anchoas. Fuster escuchaba mesándose el lugar donde había llevado una barbita de chivo durante varios años y, de vez en cuando, le expresaba su repugnancia guiñando todas las facciones que le cabían en la cara.
- ¡Qué miserables!
Pero la repetición de la cinta le permitió quemar en una noche todos los estados de ánimo, de la repugnancia a la indignación, y acudió a la cita del día siguiente como un inspector de pieza de teatro de Agatha Christie, con las revelaciones y los mutis medidos por un cronómetro mental que sólo conocen los mejores dramaturgos. La escena que encontró no le defraudó. Teresa permanecía en un ángulo de la habitación, con una cadera situada bajo un cuadro de Sunyer y el codo y la cara sobre un facistol de madera repujada. Don Felipe tenía los pulgares en los bolsillos del chaleco y miraba a Carvalho con la curiosidad con que los reyes de Francia observaron a los primeros miembros del Estado llano que se les pusieron a tiro. A su lado, una distinguida esposa de nota de sociedad de Hola años cincuenta trataba de convencerse a sí misma de que la reunión tenía por objetivo intercambiar opiniones sobre el previsible divorcio de Carolina de Mónaco. En cambio Jacinta miraba a Carvalho a la defensiva, previendo un asalto feroz contra su seguridad. En cuanto la mujer de don Felipe repitió por cuarta vez que Carolina de Mónaco tenía aspecto de peluquera guapa, Carvalho, tal vez molesto por lo mucho que había querido a la madre de la princesa, decidió terminar la tregua y se encaró con don Felipe.
- Ustedes secuestraron a su padre y le llevaron a la masía de San Miguel de Cruilles. Le encerraron en la habitación de seguridad y le tuvieron allí hasta que murió.
Don Felipe miró a su hermana. El terror había achicado sus facciones y las había convertido en las de cualquier guillotinado por orden de Luis XX de Francia. La risa de doña Jacinta fue más un mensaje dirigido a su hermano que una provocación hacia Carvalho. ¿Qué dice este hombre? Fue lo único que se le ocurrió a la calumniadora de Carolina de Mónaco. Carvalho miró las piernas largas de Teresa como buscando un punto de apoyo para mover el mundo y se lanzó al ruedo.
- Practicaron toda clase de ruindades para provocarle el ataque al corazón. La casa de San Miguel está llena de pruebas. Permítanme que abuse del empleo de la palabra, pero lo sucedido requiere algunas explicaciones. Para empezar, usted, don Felipe, está en las últimas, económicamente hablando. Ha perdido todo lo que le quedaba en los agujeros de los campos de golf, como esos bolsillos agujereados de los pantalones por los que se caen las monedas de oro. No es mucho mejor su estado económico, señora. Ninguno de los dos ha heredado el sentido de la austeridad de su padre y necesitaban esa herencia de su madre que don Ricardo respetaba pero no repartía. Fue su único error. No darse cuenta de la clase de víboras que tenía por hijos. Una serie de factores providenciales los fueron conduciendo al plan, supongo que más a usted, señora, que a su hermano. Su hermano me parece incapaz de cualquier cosa que no sea darle a una pobre pelotita con un palo estúpido diseñado con pretensiones de singularidad. El primer factor fue la soledad de don Ricardo, acentuada por la marcha de su nieta. El segundo factor, su excitación, a medida que la vida política española se iba enturbiando desde comienzos de año. Y de pronto se produjo el golpe de estado del 23 de febrero. Primero, sin duda, surgió la propuesta espontánea de esconderle, no fueran a complicarse las cosas. Una vez hecha la sugerencia, las posibilidades de aquella circunstancia fueron madurando. El viejo que ustedes llevaron a su casa de San Miguel era un pobre hombre acorralado por la historia, abrumado por los fantasmas que resucitaban, muerto de miedo, irracionalmente muerto de miedo… Ignoro si se dio cuenta finalmente de la conjura. La nota que dejó para su nieta es ambigua. ¿Quiénes son esos que no podrán con él? ¿El fascismo? ¿Ustedes? Le provocaron una situación de angustia y amenaza que no pudo resistir. Le sometieron a una agonía de siete días que debió de ser psicológicamente espantosa. Practicaron toda clase de ruindades para provocarle un ataque al corazón. No hablo por hablar. Traigo una prueba definitiva y la casa de San Miguel está llena de pruebas complementarias, no se asombre, señora, podrá comprobarlo, que en su estupidez no destruyeron. En estos momentos la policía está allí haciendo una minuciosa investigación.
- ¡Imbécil!
Escupió don Felipe hacia su hermana.
- ¿Imbécil, yo? ¡Inútil! ¡Más que inútil!
Doña Jacinta abofeteó a su hermano. La mujer del abofeteado se llevó una mano a la boca, miró a su despectiva hija, exclamó un oh sofocado y preguntó a su marido:
- ¿Te has fijado qué bofetada te ha dado tu hermana? ¿Qué pasa, Felipe?
Felipe había cogido a su hermana por un labio y por una teta y trataba de romperla en pedazos, mientras ella buscaba con los dientes la mano que le desgarraba la cara. Carvalho pegó un puñetazo en el hígado al hombre y otro en los riñones a la mujer. Se derrumbaron los dos sobre sendos sillones y al rato, entre sollozos y reproches, fueron completando la historia de un secuestro y de una luz de gas a cuya penumbra se rompió de cansancio o de asco el pobre corazón del viejo coronel republicano. Mientras tanto, Carvalho ha sacado un magnetófono de bolsillo y pone en él la cinta que le entregara el gigante. Es una grabación de himnos nazis y franquistas, y ruido de botas, la pregunta grabada en voz enérgica: ¿Vive aquí Ricardo Álvarez de Enterría? Venimos a buscarle. No se resistan. Mientras el hermano va contando la historia, la imagen del pobre don Ricardo llega a alcanzar una cierta corporeidad en el salón, como si él mismo estuviera reviviendo su agonía.
- Fue idea de ella. Le dijimos que debido al golpe de estado tenía que esconderse. Le sacamos de Barcelona a las cuatro de la madrugada y le metimos en aquella habitación. Durante varios días le pusimos música militar y discursos, declaraciones que mi cuñado tenía grabadas desde los años cuarenta. Ella me obligó a que me pusiera botas y fingiera registros por la casa. Sólo ella se comunicaba con él en la habitación y no sé lo que le decía, yo no le vi nunca hasta que murió y tuve que ayudarla a trasladarle a la cama.
- Ahora resultará que todo lo hice yo, que todo lo pensé yo. ¿De quién fue la idea de grabar la pregunta: ¿Vive aquí Ricardo Álvarez? Venimos a buscarle. No se resistan. Y repetirlo, repetirlo, hasta que él se retorcía muerto de miedo. ¿De quién fue la idea?
- ¿No tuvieron ninguna clase de piedad, ni de respeto o de remordimiento?
- Yo no quería hacerlo.
- Calla, llorón. ¿Piedad, respeto, remordimiento? ¿Sabe qué me contestó un día cuando yo le eché en cara que hubiera preferido la política a su mujer y a sus hijos? Me contestó: lo único que siento es haberos añorado. Si hubiera llegado a adivinar que seríais como sois habría estado más satisfecho de mí mismo.
Vuelven a golpearse histéricamente el hermano y la hermana y a lanzar grititos impotentes la cuñada. Teresa parecía tener prisa por escapar de aquella cueva llena de alimañas que se mordían con las palabras, los ojos y las manos. Carvalho la siguió a dos pasos de distancia hasta que ella se detuvo para respirar a pleno pulmón. Apenas iba maquillada.
- No es cierto que la policía esté a estas horas en San Miguel. Lo he dicho para impresionarlos. He escrito una relación de todas las pruebas residuales que complementan la cinta grabada.
- ¿Por qué no ha avisado a la policía?
- La justicia tiene su lógica. Yo tengo la mía. Yo entrego mis conclusiones a un cliente. Le empaqueto una porción de verdad y se la doy. Me ha pagado por ella. Él la administra como quiere.
- Me traspasa la decisión de sancionarlos.
- Así es.
- Son unos miserables.
- ¿Qué va a hacer con ellos? Son suyos.
- Me lo pensaré.
- Su abuelo era un gran tipo. De la penúltima hornada que empleó el sentimiento como herramienta para saber y creer. Seguro que le gustaba comer bien.
- Seguro. Me contó que cuando se escondió en los años cuarenta aprendió a hacer escabeches sin guisar, por el simple procedimiento de macerar en vinagre, aceite, especias, hierbas aromáticas. ¿Ha probado usted el escabeche de pajel?
- Lo intuyo como si lo hubiera probado.
- Creo que mi abuelo conservaba las recetas en un libro de su biblioteca. Tendré que revisarlo uno a uno. ¿No le tienta ayudarme en esta tarea?
- Ha hecho usted lo que hacían algunas doncellas imprudentes en presencia de Drácula. Le enseñaban el cuello. Yo no leo libros. Los quemo.
Pero no resiste la oferta perpleja que permanece en la cara de la muchacha.
- Pero por tratarse de usted y, sin que sirva de precedente, haré una excepción.