Los intelectuales y la revolución

Cuando a raíz del caso Padilla se rompieron las hostilidades entre el Gobierno cubano y una parte importante de los intelectuales avaladores de la revolución castro-guevarista, prosperó el argumento de que muchos intelectuales de izquierda de países desarrollados secundaban las revoluciones del Tercer Mundo desde la comodidad evidente de no padecerlas y sólo gozarlas como espectáculos. Otro concepto complementario de esta reprobación era el de turismo revolucionario, un tanto más discutible porque viajeros ilustres que han procurado asistir al escenario de conflictos estimulantes los ha habido siempre: desde lord Byron en Grecia hasta Hemingway en la revolución cubana u Octavio Paz en la guerra civil española, por la que se paseó como joven turista de izquierdas. Cuarenta años después, a partir de la revolución de los claveles, muchos profesionales de la cultura peregrinamos a Portugal para compartir catarsis, y los españoles incluso con la intención de estudiar aquel formato emancipador e importar desde España fusiles llenos de claveles. La ausencia de expectativas revolucionarias en todo el mundo debería haber arrinconado el latiguillo de que los intelectuales del norte aman las revoluciones del sur porque no afectan a su vida cotidiana, ni a sus proyectos personales o históricos. Esta argumentación es ya un tópico envejecido en labios de ex izquierdistas todavía traumatizados por sus dejaciones o de neoliberales desorientados que van buscando neorrevolucionarios para no perder entereza o incluso identidad. Tengo muy observado que no hay más empecinado enemigo de las radicalidades que aquel radical que ha dejado de serlo y radicalmente no tolera que otros sigan manteniendo, ni siquiera parcialmente, sus paradigmas del pasado. Este tipo de apóstata se encuentra hoy día fatalmente obligado a formar parte de la comunión de los santos con los deterministas liberales, para formar una infame turba de nocturnas y diurnas aves mediáticas, en condiciones de perpetrar la fechoría no ya del discurso, sino del sonsonete único. Cuando se produjo la entrada de los neozapatistas en México DF, peripecia histórica sin precedentes, porque un grupo alzado contra el Estado era asumido en la capital de este Estado para entrar en una fase negociadora, el subcomandante y sus seguidores pidieron que algunos intelectuales, políticos y artistas que habían tenido alguna relación positiva con la rebelión de Chiapas asistiéramos a lo que podía contemplarse como el inicio del final feliz del pleito. La comunión de los santos, inflamada por lo políticamente correcto, denostó a los intelectuales que habían ido a México ¿a qué?, pues, naturalmente, a aplaudir una revolución que no les planteaba la menor incomodidad. Ni siquiera se practicó la elegancia intelectual de suponer que los escasos profesionales de la intelectualidad que allí nos encontramos no éramos necesariamente unos cretinos, incluso debían haber presumido que teníamos y tenemos sentido del ridículo y que respaldábamos una rebelión que no pretendía acceder al poder por las armas, sino activar a la sociedad civil mexicana para que reclamara, casi desde una lógica de mercado, productos democráticos en buen estado y al alcance también de 10 millones de indígenas y 40 o 50 millones de pobres. Cuando en 1994 se produjo la teatralización universal de la rebelión neozapatista, el presidente de México tenía preparada una fulminante acción de represión que contuvo a la vista del eco internacional de los razonables argumentos de los rebeldes. La represión en México, un Estado democrático con anillo y fecha por dentro y con evidentes niveles de gran desarrollo intelectual y en cierto sentido económico, convierte al Gobierno mexicano en cita obligada de Amnistía Internacional por el uso de la tortura y de la violación de toda clase de derechos humanos, especialmente durante el mandato del PRI. Y a lo largo de ese periodo resultó sumamente chocante que los vigilantes intelectuales de la ética personal y colectiva, tan sensibles a las injerencias de los desocupados diletantes extranjeros, no extremaran demasiado su preocupación ni por los perdedores en México, ni por los perdedores en otro lugar de la Tierra que no fuera Yugoslavia y consideraran que la tortura, los desaparecidos o los ejecutados por los paramilitares formaban parte del folclor mestizo. Si repasamos el censo de la invasión de intelectuales extranjeros durante la larga marcha neozapatista, veremos que fue muy reducido y en casi todos los casos había motivos más allá de cualquier intento de vampirizar hormonas épicas. Cassin representaba el movimiento Atac!, una de las más singulares y activas propuestas críticas contra la globalización y era lógico que ocupara un lugar en una mesa conjunta con Marcos o que lo ocupara Saramago, que estaba en México presentando su última novela y ultimando la repetida y mutua voluntad de encuentro entre el escritor y el subcomandante. Tampoco mi presencia en esa mesa sería explicable sólo por mi escaso afán de succionar mitos revolucionarios, sino porque me había llegado una petición personal de Marcos y me sentía responsable de todo lo que había escrito a favor de los neozapatistas, y muy especialmente de Marcos, el señor de los espejos. No había muchos más intelectuales colonizadores, y el censo de cantantes adictos europeos se reducía a Sabina, autor de una canción sobre el sub, y a Miguel Ríos, que sigue al pie de su Himno a la alegría, en realidad un Himno a la libertad. Más peligrosos que los letrados mirones extranjeros era el espléndido despliegue de intelectuales mexicanos que estaban en la misma mesa y en el mismo país, y en el mismo pasado y presente del neozapatismo: la Poniatowska, González Casanova, Monsivais, Jorge Montemayor, a manera de selección de docenas de brillantísimos y eficaces intelectuales mexicanos que han sabido entender el mensaje secular, del siglo XXI, subyacente en una revolución que el propio Marcos ha reducido a la condición de rebelión y que ha trasladado a la responsabilidad de una vanguardia de la sociedad civil capaz de actuar como fiscalizadora y profundizadora de la en este caso perfectamente llamable democracia formal. La entrada de los zapatistas en México DF propició un turno de encuentros de sus líderes con una comisión negociadora de nuevas leyes capaces de realmente integrar a los indígenas en la mexicanidad sin perder sustratos fundamentales de su cultura. Los comandantes indígenas no son adolescentes ignorantes manejados por señoritos revolucionarios de la capital, sino veteranos líderes de luchas campesinas y raciales que han dado al zapatismo un carácter reivindicativo muy alejado del voluntarismo revolucionario al uso. Hasta ahora, los señores parlamentarios mexicanos han practicado un filibusterismo peligroso, muchos de ellos imbuidos de la creencia de que la demora de soluciones devolverá a los indígenas la pasividad o el vicio de la paciencia, mientras la teología liberal respalda planes expansionistas, como el de Puebla a Panamá, que pueden dar lugar a una catástrofe ecológica y social si no se pactan con el sentido de la vida y de la naturaleza que conservan los aborígenes. Distingue al presidente Fox y a su equipo de gobierno la voluntad de asumir buena parte de los presupuestos de los rebeldes, pero sin perder el don de la legitimidad democrática, y ha quedado claro que Fox no controla este proceso y hay síntomas de que está siendo desbordado por el bloque reaccionario formado por miembros de su propio partido, el PAN, y del PRI. Desde fuera contemplamos la puesta a prueba del reformismo zapatista como un dato a incorporar a la recién nacida dialéctica entre globalizadores y globalizados que viaja de Seattle a Barcelona o de Praga a Génova, sobre los hombros de un voluntariado crítico, plural y joven, el mismo que respaldó al neozapatismo desde sus orígenes y se trasladó a la selva Lacandona para aprehender las condiciones de vida de los dobles perdedores de la Historia. Esos nuevos enemigos del sistema están a salvo del paraguas antimisiles de Bush e incluso de la programada ceremonia de la confusión mediática o de la comunión entre los santos ex marxistas y los sectarios profetas neoliberales. Esta vez esos subversivos no han sido educados en Moscú, sino por las quiebras de todo tipo que exhibe el nuevo orden social e internacional. Camaradas, ex camaradas, asumamos de una vez por todas que existen las contradicciones internas del capitalismo, aunque tal vez deberíamos llamarlas de otra manera para no ofender al sonsonete único. Por ejemplo: peripecias obstaculizantes a contemplar dentro de la lógica interna del sistema.

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