Miraba el reloj, impaciente. Le habían dicho que al mediodía habría noticias, pero nadie había salido desde dentro de la sala. No le agradaban los hospitales. Tanta asepsia le revolvía el estómago a tal punto que le enturbiaba hasta los afectos. Era por eso, tal vez, que estaba ahí solo, cargando sobre sus hombros, que nunca fueron muy fuertes, el peso de lo que podía pasar del otro lado de la puerta blanca. Llevaba largo rato mirándola, examinándola con detención. Blanca, blanca, no era. Tal vez ofrecía ese color absurdo que era el favorito de su tía Berta: blanco invierno. Aquello siempre le pareció una estupidez, por no decir una huevá con patas. De cuando acá que el invierno podía teñir un color. Y si lo hacía, por qué chucha no ocurría lo mismo con las otras estaciones del año. ¿Por qué no había un blanco verano o un blanco primavera o, mejor aún, un amarillo otoño, que sí le hacía sentido? La puerta debía medir un metro 95. Lo había calculado una vez que se cansó de estar sentado y caminó para disipar la impaciencia. Tuvo tiempo de pararse ahí, junto a la puerta, y hacer una estimación: la puerta lo llevaba por dos cabezas, ¡un metro 95! Otra cosa era la ventanilla que estaba ubicada en el tercio superior de la puerta. Un rectángulo que, en ocasiones, dejaba ver una cabeza que pasaba, cuando no la luz blanca de una ampolleta, una luz que tampoco era blanca como la nieve blanca, una luz que tenía un tono como el del blanco invierno, pensó, y no evitó una sonrisa. La ventana debía estar a un metro 70. Lo sabía bien porque cuando quiso asomarse debió empinarse un poco para husmear del otro lado y, sin embargo, aun así la perspectiva era defectuosa.
Cuánto rato más debía esperar. Por qué ni siquiera una enfermera se había dignado a salir. No pedía demasiado. Sólo un poco de información. Lo justo para alguien que —en unas semanas más— tendría que pagar la cuenta de la hospitalización. Otra cosa sería si estuviéramos en Suecia o en Noruega, pensó, y se acordó de Juan Cristóbal, que se había ido a Europa exiliado y siempre contaba que allá, en Suecia, el Estado se ponía con todo, incluso si te querías operar las pechugas. Juan Cristóbal no lo decía por él, claro, sino por un par de amigas a quienes el Estado les había solucionado la vida levantando montañas donde sólo había un peladero plano y poco atractivo. Pero esto no era Suecia ni Noruega ni mucho menos Alemania, y las cosas acá siempre se hacían a la chilena, a lo que saliera, y había que darse con una piedra en los dientes si conseguías que te atendieran a tiempo, así es que tal vez esperar no era tan malo, esperar a que te contaran cómo había salido todo.
Sin ir más lejos, hacía unas semanas el papá de los Monroy se había muerto esperando que algún doctor hiciera el favor de examinarlo. El viejo era un roble, fuerte, un toro. Nunca le entraron balas. Nadie pensó que estaba tan mal. Claro, la procesión va por dentro. Había ido en solitario a la asistencia. Y murió sentado en la sala de espera. Pasó un día entero ahí, sin que nadie advirtiera que ya estaba en la otra vida. La sala bullía de gente y las enfermeras no daban abasto. Y él muerto. Con la apariencia plácida, pero muerto. Después se supo que tenía una infección generalizada en el cuerpo.
Pensaba en el papá de los Monroy y no dejaba de sentirse un privilegiado. A él por lo menos lo habían atendido al tiro. O casi al tiro. Igual, no era la posta. La plata a veces lo hacía todo. Daba lo mismo cómo te la habías conseguido, qué habías hecho para pagar aquello que no todos podían pagar. Tal vez era porque los métodos que ocupaban los hospitales y las clínicas tampoco eran demasiado trasparentes.
Quizá debió haberle avisado a alguien. Se preocuparían al no encontrarlos en la casa. Sobre todo al no saber de Luisa, porque a él lo veían poco. Casi nunca estaba. El trabajo era el trabajo y el suyo exigía ciertas demandas horarias bien particulares. Ahora, no era para volverse loco y contarle a todo el mundo. Echaba de menos al Juan, que era bueno para la talla, simpático. Ese hueón siempre tenía una historia que contar. No importaba que la mitad de ellas fueran inventadas y él las contara como ciertas. Escucharlas le hacía bien. Como que le limpiaba la cabeza. Lo tranquilizaba. Y eso lo agradecía, porque su cabeza no siempre andaba bien. Le hubiera gustado que el Juan llegara. Pero cómo iba a llegar si no sabía.
Después estaba la mamá de la Luisa. A ella no tenía para qué avisarle. Era un poco bruja. Veía cosas antes que los demás. Sobre todo las cosas que le pasaban a la Luisa. Un día que la Luisa se intoxicó ella se apareció por la casa. Nadie le había dicho nada, porque nadie sabía nada, salvo la Luisa que se retorcía en la cama, sola, desesperada de dolor. A veces, cuando con la Luisa tenía alguna diferencia, ella la llamaba y le preguntaba, «¿hija, estás bien?». Pero esta vez no había rastros de su madre. Quizá había llegado a la casa y aún estaba ahí, esperando. Claro, había sido todo tan rápido que ni tiempo tuvieron de dejar una nota. Mejor dicho, él no tuvo tiempo de dejar una nota, porque la Luisa estaba imposibilitada: lloraba y se tomaba el vientre de dolor.
Volvió a mirar el reloj. El de la pared y el suyo. Si la hora que daba el reloj del hospital era la correcta, hacía 45 minutos que debieron comunicarle algo. Si el suyo era el que estaba a la hora, el retraso era de solo 35 minutos. Tampoco era tanto. Se acordó de lo que eran las colas para irse a la playa hacía tres veranos, ahí sí que había tenido que esperar: ¡cinco horas para tomar un bus pirata que lo llevara a Cartagena con la Luisa! Eran otros tiempos, claro. Las cosas estaban bien con ella. Todavía vivían su luna de miel y ella seguía siendo la princesa que bailaba con gracia y estilo en el Unicornio. Ahí la había conocido. La había visto salir al escenario vestida con un traje de lentejuelas y para él fue lo mismo que un flechazo al corazón. Su forma de caminar, la manera en que se abrazaba al caño, la mirada, sobre todo la mirada. Cuando quedó desnuda al ritmo de Nueve semanas y media, él ya estaba completamente enamorado y poco le importó —una vez que ella bajó del escenario y aceptó acompañarlo a un reservado— gastar cerca de 90 mil pesos en una botella de champán y un tequila margarita. Después vinieron los paseos, entre ellos el de ese fin de semana en que partieron a Cartagena y él, para impresionarla, la había llevado a ver la tumba de un poeta, Vicente Huidobro, y ahí, donde estaba enterrado, él le había recitado un par de versos del propio Huidobro que había bajado por internet: «Tengo tanta necesidad de ternura, besa mis cabellos, los he lavado esta mañana en las nubes del alba y ahora quiero dormirme sobre el colchón de la neblina intermitente. Mis miradas son un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas. Ámame». Nunca supo cómo se le ocurrió eso. Jamás había oído hablar de Huidobro y hasta entonces había creído que la poesía era cuestión de maricones. Ahora agradecía a diario a Huidobro, porque luego de eso ella había aceptado casarse con él.
Por un par de segundos pensó que la vida se desenvolvía de manera extraña. Si no hubiera visto a la Luisa esa noche, quizá en qué estaría ahora. La Negra, como le decía, le había traído buena suerte, mucho más que las tres marías que se había tatuado en la muñeca derecha. Casarse había sido idea suya, porque la quería para él todas las noches. Le gustaba entrar en la cama y sentir el olor que su piel rezumaba, acariciarle la espalda, repasar cada una de sus vértebras, besarle el cuello, oír cómo se quejaba de placer cuando él le susurraba cosas al oído, y metérsela, metérsela cuantas veces quisiera sin tener que ir al Unicornio y pagar por una botella de champán y un tequila margarita.
No podía negar que había noches en que se arrancaba donde la tía Lucy y pagaba por tener los servicios de la Nelly o de la Juana Verdaguer, que decía que era uruguaya y le gustaba hacer el helicóptero. Pero eran locuras de huevón caliente nomás, porque a la que amaba, con todas sus ganas, era a la Luisa, a su Negra. El trataba de explicárselo cuando llegaba con olor a trago y a mina, así le decía la Negra, a las cuatro de la mañana, ¡Maricón, venís pasado a trago y a mina! Entonces, trataba de decirle que la quería solo a ella, que si estuvieran en un barco y el barco naufragara y tuviera que salvar a alguien, a una sola mujer, no salvaría ni a la Nelly ni a la Juana Verdaguer; la salvaría a ella, y que si tenía que arriesgar la vida, la arriesgaba, qué tanto, mierda, que el resto era hueveo, así se lo decía, pero había que ver lo difícil que era hacer entrar en razón a la Negra, porque se ponía violenta y se insolentaba, y un hombre no podía aguantar esas cosas. No señor, no podía.
Todo había cambiado cuando le dijo que estaba esperando un hijo suyo. Así, de primeras, a él le había entrado la rabia. No quería ser papá todavía. Era muy cabro y la paternidad implicaba una serie de responsabilidades. Puta que la cagaste, Negra, fue lo primero que le dijo, convencido de que el tener un hijo o no tenerlo era algo que la mujer resolvía. Si él solo metía lo que había que meter y punto; la que administraba la fábrica de guaguas, en definitiva, era la mujer, al menos eso le había enseñado su padre, que había tenido media docena de crios. Con el correr de los días la noticia tomó otro color y la idea de tener un hijo, alguien que heredara parte de lo que él era —sus ojos, la voz, la forma que tenía de pegarle a la pelota, sus sueños, lo que fuera—, le fue entibiando el alma hasta convencerse de que una de las razones por las que uno llega a la vida es, precisamente, traer a otras personas al mundo.
Hubo noches en que después de hacer el amor, los dos se quedaban con la mirada fija en el techo y se ponían a imaginar cómo sería, a quién se parecería más, si tendría el lunar sobre el pómulo izquierdo de la Negra o heredaría su alergia a los gatos. A veces pasaban horas en eso, imaginando al crío. La Negra tenía algunas ideas bien particulares sobre él: iría a la universidad, se casaría por la Iglesia, se llamaría como su abuelo, Cicerón. Él le auguraba un camino distinto: robaría bancos, tendría un harem de amantes y se llamaría como él. Cuando la Negra le echaba en cara que esa vida no conducía a nada, él se largaba a reír y reculaba, y le decía que sí, que él también quería que fuera a la universidad, que se casara por la Iglesia y que se llamara Cicerón, como el abuelo.
En lo que ambos siempre coincidieron fue en que sería hombrecito. Por eso, a falta de un mes de que naciera ya tenían la pieza lista, o casi lista, de color celeste.
Las cosas empezaron a desviarse de su rumbo allá por el cuarto mes. La panza de la Negra no era tan abultada. Se diría que el embarazo no se le notaba y tal vez por lo mismo, porque sus curvas seguían siendo deseables, porque a su paso arrancaba suspiros, fue que algunos muchachos comenzaron a revolotear al lado de ella con más frecuencia de lo prudente. La Negra nunca fue corta de genio, así es que si le buscaban conversa la encontraban y podía tomarse un cuarto de hora para prestar oído a lo que tuvieran que decirle.
A él esas cosas no le gustaban. Y peor le parecía que la Negra se hiciera la lesa. A veces, entraba al pasaje y la veía conversando, con cualquiera de esos muchachones que de seguro se harían una paja pensando en la Negra una vez que llegaran a sus casas. No hacían más que verlo para hacerse humo. Y cuando le pedía explicaciones, la Negra se desentendía; que eran unos mocosos, que cómo se le ocurría, que el único amor de su vida era él. Y él se tragaba su rabia, la acumulaba y la acumulaba, hasta que un día cualquiera estallaba como un volcán y la Negra pagaba el pato.
Pensó en ella. Miró la puerta blanca que permanecía inamovible y pensó en ella. Parado ahí, solo, se emocionó. Entre dientes y con los ojos húmedos dijo para sí: «No sé qué sería de mí si le llegara a pasar algo». Y en un impulso estuvo a punto de abrir esa puerta de una patada y preguntar qué pasaba, por qué tanta demora, si se suponía que él había llegado hasta ahí para salir convertido en padre y resulta que ya habían pasado casi cinco horas desde que había hecho el ingreso y todavía nadie le decía nada.
«¿Qué chucha pasa?», le dijo a la primera enfermera que salió de ahí. La enfermera lo miró con recelo. Le pidió su nombre y el de la paciente y dijo que iría a averiguar, que se tranquilizara. Hubiera querido golpearla. Hubiera querido golpear a todos los que estaban ahí y que interrumpían su sueño de ser padre, de ver a su crío, a su Enriquito, porque eso habían acordado finalmente con la Negra, que se iba a llamar Enrique, como él, que iría a la universidad y que se casaría por la Iglesia, pero que se iba a llamar Enrique, no Cicerón.
En las últimas noches, soñaba con él. Lo veía grande. Fuerte. Un torito. De tal palo, tal astilla, pensaba en sueños. Cuando no, se despertaba a media noche preguntando si había llegado, como si su hijo ya fuese un adolescente y él estuviera preocupado porque no volvía de la fiesta.
Ahora que las manecillas del reloj daban vueltas y más vueltas y él veía la puerta blanca inmóvil, como una pared, se preguntaba qué hacia ahí, si él siempre fue de la idea de que su hijo naciera en la casa de los González, donde había una partera que hacía el trabajo con eficiencia. Pero la Negra insistió con eso de la clínica, y no cualquier clínica, si no que esa clínica. Y él que seguía con la idea de la partera. Y ella que no, que no, que la clínica. Se lo dijo a los gritos, y él, que ya estaba nervioso, le gritó de vuelta. Entonces ella se le insolentó una vez más. Se ve que no aprendía la Negra. Y lo había vuelto a tratar mal, a decirle esas cosas que a él no le gustaba oír. Se las decía pegadita a la cara, salpicándole un poco de saliva al hablar. Y él pensando en Enriquito, que eso no le iba a hacer bien. Y ella que gritaba más fuerte. De repente, entre tanta imagen se le cruzó por la mente la cara de esos muchachones que habían seguido hostigando a la Negra, esos hijos de puta, y ahí no supo lo que pasó. Cuando reaccionó, la Negra estaba tirada en el piso, con las manos en el vientre, y él entendió que no había tiempo que perder. Que había que partir nomás, a la clínica, claro, a la clínica.
Cuando la puerta se abrió pensó que había llegado la hora. Que el doctor saldría con el bebé en los brazos y se lo entregaría a él, que lo mecería en los suyos, y le contaría historias caneras y de las otras. Alcanzó a imaginar la cara rozagante de Enriquito, su llanto de macho, los brazos fuertes, un torito. Imaginó también a la Negra, con su cara limpia, linda, los ojos enamorados... Sabía que ella lo iba a perdonar, como lo había perdonado las otras veces. Pero necesitaba que alguien saliera, que le dijeran algo, algo, lo que fuera... Entonces, el doctor lo llamó por su nombre.