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No creo que entonces mi inquietud obedeciera a lo que más tarde fue el promotor de un riesgo grave. Entonces solo era eso: una extraña curiosidad de «saber», una necesidad puramente anodina de conocer dónde se hallaba la madre de Darío; con quién hablaba y cuál era la razón que la había apartado de nuestro grupo al bajar de la furgoneta.
Mientras tanto gentes desconocidas (la mayor parte mujeres) se esmeraban por acercarse a mí y hacerme preguntas que, de tanto contestarlas, iban convirtiéndose en losas terriblemente pesadas.
Cuando llegó la hora de salir de aquel lugar para sentarnos a la mesa, me vi inducido a obedecer a la dueña de la casa:
—Sígame, padre, por favor.
De pronto nos encontramos en el inmenso rellano donde se habían instalado las mesas para la cena y la tarima del baile.
Todo en aquel lugar era exultante de puro fastuoso: saberse un invitado de honor era como si algo muy arraigado dentro de mí se desmoronase o como si un alud de cosas esenciales (que por alguna razón todavía se escondían en mis previsiones de siempre) fueran deslizándose rampa abajo, hacia un vacío que no podía llenarse.
El vocerío se incrementaba y las sillas en torno a las mesas se iban ocupando indiscriminadamente.
Como ya había anunciado la dueña de la fiesta, yo me vi de pronto ocupando el lugar preferente en la cena de aquella noche.
Confieso que aquello me halagaba, pero también ampliaba mi fastidio. Yo no pretendía formar parte de «los considerados importantes». Lo que yo precisaba era continuar junto a los que habíamos llegado hasta allí en una furgoneta.
Pero la distancia que mediaba desde la mesa presidencial hasta los grupos restantes era demasiado grande para distinguir claramente la colocación de los comensales.
El murmullo era ya un despliegue de sonidos que, sin aturdir, desconcertaban, y en cierto modo descalificaba mi presencia en aquel lugar.
«No debí venir», pensaba. «No debí aceptar la guayabera».
Nada en mi apariencia evidenciaba mi realidad. En cuanto a los comensales que me rodeaban, se me antojaban ficciones sin sentido; vulgaridades innecesarias.
Al finalizar la cena hubo un sorteo de objetos. De improviso vi cómo Lidia se acercaba a nuestra mesa con un estuche en la mano.
—He tenido suerte —me dijo—. Me han tocado unos gemelos de hombre.
No me sentí confuso. Únicamente extrañado. Quedamos frente a frente como si el hecho de hablar no fuera necesario. Todo en torno a nosotros se volvió irreal. La multitud que nos rodeaba no existía; salvo Lidia y el estuche que me estaba ofreciendo, nada tenía verdadera consistencia.
A pique estuve de preguntarle dónde se había escondido desde que habíamos descendido de la furgoneta. Pero no lo hice.
—¿Por qué yo? —pregunté mientras Lidia me tendía lo que le había correspondido en el sorteo.
—Nuestra anfitriona ha considerado que usted merecía un puesto de honor. Lo normal es que mis preferencias se amoldaran a las de nuestra anfitriona.
Y como viera que yo no daba muestras de aceptar el paquete, agarró mi mano y lo dejó en mi palma.
Surgió un silencio que duró poco. Más que silencio era un manojo de preguntas que se negaban a serlo. Fue un callar breve pero muy elocuente. Algo que borraba y rehacía cosas instintivas que sin saber por qué comenzaban a salir a flote.
Nada era lógico, pero lo parecía.
—La he buscado toda la noche, pero no la he visto —le dije—. ¿Dónde estaba, Lidia?
—Lejos.
—¿Y dónde estaba su lejanía?
—Más allá de su cercanía.
—¿Por qué?
—Había demasiadas mujeres rodeándole.
La respuesta que le di fue casi una pregunta.
—Pero ninguna era usted.
—Porque ninguna sabía a lo que se exponía.
Fue un diálogo breve, pronunciado en voz baja. Nadie en torno a nosotros nos estaba oyendo. Se redujo a ser únicamente un pequeño testimonio de agradecimiento y una oculta forma de aclarar que nuestra falsa forma de mostrar indiferencia había llegado al límite.
Imposible evocar con detalle nuestro coloquio. Más que un diálogo fue un cúmulo de desalientos convertidos en claudicaciones verbales.
No obstante, aquella rara comunicación fue pronto un amago de algo desconcertante. La autenticidad en aquellos momentos podía tener mil facetas distintas. Nada era todavía verdaderamente sólido e irreparable.
Natalia Zorenta rompió nuestra comunicación con insistencia apremiante.
—Pero haga el favor de abrir el estuche que le han puesto en la mano, padre Guillermo —exclamó con exigencia jocosa.
Su voz fue una especie de detonante que logró interrumpir aquel inesperado coloquio entre Lidia y yo.
—Espero que los gemelos le gusten —murmuró Lidia.
Y sin darme tiempo a reaccionar, la vi alejarse deprisa hacia aquel «lejos» que sin que pudiera evitarlo se acababa de convertir para mí en una rara cercanía.