El grupo de jinetes entró al galope en el patio, a una velocidad temeraria. El cabecilla saltó de su caballo y arrojó las riendas al asombrado mozo de cuadras. El que le seguía frenó su cabalgadura y se apresuró a desmontar también para enfrentarse al primero.

–Por los dioses del cielo, Agravaine ¿qué os ha sucedido? – exclamó-. ¿Por qué habéis impuesto esa velocidad en plena anochecida? ¡Si no hubiera ordenado que el grupo se mantuviera unido, os habría dejado galopar a vuestro aire para que os partierais el cuello!

–¡No me sermoneéis, Gawain! – espetó Agravaine-. Fuisteis vos quien aceptó este estúpido mandato de la reina. «Salid a caballo y rastread el terreno, aseguraos que no acecha ningún peligro al rey.» -Soltó una risotada burlona-. Como si no estuviera a punto de morir. ¡La reina es imbécil!

–¡Agravaine, medid vuestras palabras! – le reprendió Gawain casi sin aliento.

Echó un rápido vistazo por encima del hombro hacia la creciente penumbra. A su derecha, su hermano Gaheris desmontaba bien erguido de su agotado caballo, mientras Gareth, el menor de los cuatro hermanos, comprobaba que las patas de su montura no habían sufrido ningún daño durante la enfurecida carrera.

Más allá estaban los otros dos caballeros que la reina había escogido para su propia protección especial, los hermanos Mador y Patrise. Gawain suspiró. Se había alegrado de obedecer la solicitud de la reina de que se interesara por los dos jóvenes huérfanos de padre, pensando que así Agravaine no se atrevería a desafiarle teniendo cerca otros caballeros. Pues bien, ¡se había equivocado!

Agarró a Agravaine del brazo y tiró de él para llevarlo aparte. Gawain no sólo superaba a su hermano en altura, sino también en volumen.

–Vigilad lo que decís, Agravaine -rugió-. Por insultar de ese modo a la reina un hombre podría perder la cabeza, incluso si se trata del sobrino del rey.

Señaló con un gesto a Mador y Patrise, que cuidaban de sus sudorosos caballos y hablaban entre sí en voz baja, el primero con una mirada preocupada en sus observadores ojos.

Ése no entiende gran cosa, pensó Gawain. No comprenderá nunca por qué nosotros no podemos llevarnos tan bien como él y el joven Patrise. A continuación se volvió hacia Agravaine con renovada furia.

–¿Dónde está nuestro orgullo de familia? ¿Acaso queréis que unos jóvenes caballeros como éstos digan por ahí que los hermanos de las Órcadas se pelean entre sí y son incapaces de obedecer una orden?

–¿Una orden? – repitió Agravaine con sorna-. ¿Qué orden? Todo el mundo sabe que el rey está agonizando. Y si la reina Morgana quisiera regresar, ni cien caballeros podrían impedírselo. Sin embargo habéis aceptado la orden de Ginebra sin despegar los labios. ¡Nos habéis involucrado a todos en la misión de una loca!

–¡Escuchad, Agravaine! – murmuró Gawain, que reprimía las ganas de descargar un puñetazo en la cara de su hermano-. Somos los caballeros del rey, y lo menos que podemos hacer es montar vigilancia por él. Somos caballeros de la Tabla, estúpido, ¡se trata de nuestra fe, de nuestro juramento! ¿Quién sabe a qué malvados mantenemos a raya mientras rondamos por ahí?

–No esta vez, Gawain -contestó meneando la cabeza-. ¿Qué creéis que había tras la fuerza de la espada de Accolon? – Volvió a reír burlándose de él-. ¿Quién se ha tragado ese cuento de «la herida en el muslo»? – Acercó su cara a la de Gawain con una mirada fiera-. Si el rey sobrevive, será peor que un muerto, ¡será un eunuco, hombre! ¿Y qué será entonces de nuestra orden de caballería? ¿Quién querrá seguirla?

–¿Ginebra?

La reina, sentada junto a la cama, se puso en pie y apartó los cortinajes.

–Estoy aquí, Arturo.

–¿Qué hora es?

Ella miró por la ventana hacia el pálido cielo. Debajo se extendía Caedeon. Observó que en el distante horizonte la estrella del amor comenzaba a brillar. Hora de encender… se dijo, pero enseguida apartó de sí aquel pensamiento.

–Se acerca la noche. Otra noche cálida y despejada.

–¿Cuánto tiempo he dormido? – preguntó Arturo con una leve sonrisa.

–Sólo una hora -contestó ella esforzándose por sonreír a su vez-. Ojalá pudierais dormir más.

–¡Oh, amor mío, decís eso cuando vos misma apenas dormís!

Ginebra se irguió y se pasó el dorso de la mano por la frente, deseando que no fuese cierto. Se sentía gris, demacrada, fea y enferma por la fatiga. Gracias a los dioses que Lanzarote no puede verme ahora, pensó; pero si estuviera aquí probablemente no tendría tan mal aspecto. Obligó a su mente a volver al hombre acostado en la cama. Desde la pelea en el bosque no se apartaba de su lado. De vez en cuando conseguía echar una cabezada, pero los sueños le provocaban tal sufrimiento que temía volver a quedarse dormida. Una y otra vez veía a Arturo bajo la espada y sentía en su propia carne la estocada final de Accolon.

No obstante Arturo vivía, a pesar de las graves heridas. Aunque la hermana despensera se había horrorizado al verlas, no había dejado sin limpiar ni coser, una por una y con gran tenacidad, aquella especie de bocas sangrantes, mientras Arturo rechazaba tomar brebajes que le paliaran el dolor; al contrario, había preferido soportar el sufrimiento. Sin embargo, la religiosa se negó a curar la gran raja abierta entre las piernas, aduciendo no tener conocimientos sobre heridas de hombre.

Mientras tanto un grupo de caballeros había bajado a toda velocidad desde Camelot hasta el convento, una brillante tropa al galope, sus resplandecientes lanzas y estandartes al viento, con Ina a la cabeza. Habían rastreado el bosque sin encontrar huella de lo que había matado al rey Ursien, humano o animal. Sí, habían traído su cadáver para el último homenaje. Toda la noche le habían honrado con una vigilia y luego, al amanecer, había partido hacia Gore una comitiva escoltando el carruaje fúnebre. Los demás habían organizado una guardia real para llevar a Arturo de regreso a Caedeon, a casa. El viaje había sido largo y difícil. Sin embargo, a pesar de sus sufrimientos el rey resistió. La rabia hacia Accolon, así como el odio por Morgana, le había encendido las venas aun cuando la sangre se le escapaba. Después ese ardor se convirtió en fiebre, que le recorría el cuerpo como si fuese mercurio. Ahora a Ginebra le correspondía la ardua labor de frenarla con comidas astringentes y obligándole a beber rojo vino para reemplazar su sangre. Había tenido que ver cómo se debatía entre el dolor y el remordimiento, hasta que cada una de sus heridas volvía a abrirse para llorar igual que él.

–Tan sólo llevadme a Caedeon -insistía en su balbucir febril-, y dejad que muera.

–Arturo, estáis en vuestro reino -le repetía ella una y otra vez-. Estáis en Caedeon y no vais a morir.

No la creía. Mientras la fiebre aumentaba y remitía, él descansaba impotente en el enorme lecho, meditando sin descanso sobre su pérdida.

–¿Por qué se llevó la funda, Ginebra? – inquirió con voz ronca. Los dientes le castañeteaban-. ¿Para heriros a vos o a mí?

Oh, Arturo, Arturo, pensaba ella, para herimos a los dos.

–Arturo -respondió con tono apagado-, la quería para su hijo, ¿no os dais cuenta?

Su hijo, que es también vuestro, Arturo. Desea que su joven príncipe lleve la vaina de un rey. Bueno, de una reina. La funda que os arrebató perteneció a mi madre.

Se presionó con los dedos la cabeza, que no dejaba de retumbarle. Algún día todo esto se habrá olvidado. Sin embargo, sabía que un recuerdo no sucumbiría al paso del tiempo. Se trataba de la imagen de la abadesa Plácida cuando la vio por última vez, con su corpachón rebosando en la silla de ébano. La toca se le había caído al suelo, tenía la cabeza echada hacia atrás en un ángulo extraño, las rollizas mejillas marcadas con profundos surcos verticales y los ojos saltones fijos en el techo, congelados para siempre en una última mirada de desesperación. De su boca abierta salía su querido látigo: se lo habían introducido en la garganta hasta ahogarla.

–¿Ginebra?

–Sí, Arturo -respondió tras salir de su ensimismamiento-, estoy aquí.

–¿He vuelto a quedarme dormido? – preguntó con un hilo de voz.

–No lo sé.

Meneó la cabeza. Arturo se durmió de nuevo antes de que acabara de decir estas palabras. Se oyó un suave toque en la puerta y entró Ina con pasos mudos, portando una lámpara que era como oro en medio de la plateada penumbra.

–Sir Gawain está aquí con sus hermanos, mi señora. Pide ver al rey.

Ginebra lanzó una mirada hacia la quieta figura yacente y movió la cabeza.

–Decidles que el rey duerme. Les avisaré tan pronto como despierte y desee recibirles.

Ina asintió.

–El doctor también ha venido para volver a examinar al rey.

Ginebra vaciló.

–¿Los monjes del rey siguen ahí fuera? – inquirió. La doncella asintió con la cabeza, sin esforzarse apenas por disimular una sonrisa.

–Ahí están, murmurando sus plegarias en torno al reloj. Quieren saber cuándo se les permitirá ver al rey.

–Decidles que cuando llegue el momento. Indicad a mi druida que pase.

Si Arturo sobrevivía, era gracias a él, pensó la reina mientras veía entrar a la figura ataviada con una larga túnica blanca. Hombre robusto, de fría mirada y mediana estatura, parecía más un guerrero que un sanador. Como todos los druidas, había sido guerrero antes de poner su vida al servicio de los Dioses. De ese modo, su conocimiento de las heridas de guerra era insuperable, al igual que su destreza con la mente. Tras murmurar un saludo, Ginebra le condujo junto al lecho y permaneció a su lado mientras él tocaba con suavidad la mano de Arturo y su frente y luego levantaba la sábana. De la cama emergió el olor a sangre y pus. El rey se revolvió nervioso en sueños, farfullando para sí.

–¿Qué tal ha estado? – susurró el druida mientras apartaba con sus grandes manos los ropajes del enfermo.

–Más o menos igual.

–Como esto. – Puso mala cara al ver las heridas de Arturo. El estómago y las piernas, destrozados, estaban llenos de ronchas rojizas, y la carne aparecía hinchada a causa de la infección-. Igual… o peor. No estamos haciendo progresos.

Ginebra siguió con la vista la mirada preocupada del druida. En el muslo, un corte profundo y largo se extendía hasta la ingle y separaba el tendón del hueso. Alrededor la carne magullada, que expulsaba sin cesar borbotones de rojo púrpura, rezumaba pudrición. Por debajo los inflamados genitales podrían haber sido los de los Antiguos, esas colosales criaturas que habían creado el mundo. Sólo el sexo, que yacía fláccido, tan pálido y delicado como un caracol sin su concha, recordaba que el herido era un hombre. Arturo, Arturo, oh…, se dijo Ginebra, pero la voz del druida interrumpió sus pensamientos.

–La hoja de la espada debía de estar impregnada de veneno para emponzoñar los órganos reproductivos de este modo. – Mientras hablaba, sus manos, grandes como palas, trabajaban sin piedad-. Habría que haberla suturado enseguida -dijo casi para sí-. De ese modo no tendríamos… -Hizo una pausa, pero las palabras no pronunciadas flotaron pesadamente en el aire: «…el temor que sentimos ahora». Sus labios dibujaron una mueca lúgubre-. De todos modos es difícil imaginar que en un convento de monjas tengan la preparación necesaria para curar semejante herida. De hecho, ninguno de nosotros ha visto una como ésta desde los tiempos del rey sagrado.

–¿El rey sagrado? – preguntó Ginebra mientras hurgaba en sus recuerdos.

–Sí, la época en que una reina podía cambiar de consorte cada día. El hombre que ella repudiaba se entregaba a los druidas, que a su vez se lo daban a los Dioses. Le colgaban de un árbol durante tres días con sus noches y le cortaban su órgano viril con una hoz de oro para que su sangre y su simiente proporcionaran nueva vida a la tierra.

–Señor…

–¿Desagradable, eh? – Mientras hablaba, limpiaba y aplicaba sus ungüentos a los descarnados tejidos. En sueños, Arturo gemía bajo la acción de aquellas manos inmisericordes-. Al cabo de un tiempo se determinó que pasaran tres años y luego siete antes de que el rey hubiera de morir. Más tarde las reinas como vuestra madre, señora, permitieron que los consortes a quienes rechazaban vivieran y formaran parte de su banda de guerreros. Vuestra madre convertía a sus antiguos elegidos en caballeros sin parangón.

Ginebra recordó el rostro de su madre, siempre animado por una sonrisa.

–Todos la amaban -comentó con la voz quebrada-, hasta la tumba y más allá

–Porque ella les amó. – El druida aplicó la última pomada y pasó dos dedos sobre los párpados de Arturo hasta que dejó de emitir aquellos gritos apagados. Cogió un trapo para limpiarse las manos meticulosamente y se volvió hacia Ginebra-. Les amaba, señora, más incluso que a sí misma. Cuando fracasaban, cambiaba de consorte por el bien de la tierra. – Su pálida mirada se clavó en Ginebra como si tratara de hipnotizarla-. La Diosa establece que una reina tenga al más valioso de sus caballeros por paladín. En el País del Verano la reina debe obedecer esa ley. – Echó una ojeada a Arturo y enseguida volvió a fijar la vista en Ginebra-. Todos rezamos para que el rey se recupere pero, si no es así, debéis confiar en el Puro que os dio la vida. Una mujer se hiere a sí misma cuando se ata a un hombre que no puede amarla como tal. En el caso de una reina, además daña a su propia tierra. – La cadencia de su voz parecía tejer un hechizo en torno a la cabeza de Ginebra-. Señora, os hablo como padre druida, no como médico del rey. El espíritu de Arturo camina en estos instantes por senderos que sólo él conoce, pero tanto si vive como si muere, no debéis olvidar jamás el deber que tenéis con vos misma.

El deber que tengo conmigo misma…

–Ah, sois vos, Ina. No os he oído entrar.

–Al salir el doctor os quedasteis dormida -explicó la doncella con una sonrisa-. Lleváis tanto tiempo al pie de esta cama que estáis agotada-. La miró con dulzura-. Id a respirar algo de aire fresco, señora, yo me quedaré cuidando al rey.

–Gracias, Ina -repuso Ginebra alzando la cabeza-, pero no puedo dejarle.

–Como deseéis, señora -dijo la doncella antes de retirarse.

Ginebra se inclinó sobre el lecho para descansar. El único sonido que se oía era la respiración entrecortada de Arturo. Una ráfaga de recuerdos atravesó su mente errante como un puñal. Lanzarote respiraba así cuando le pedí que se marchara, pensó. Lanzarote… Se le nubló la vista y de pronto le vio como hacía tanto le había visto, de pie, bañado por el sol de la mañana mientras su paje le abrochaba la armadura y le preparaba para una justa. Le había sorprendido en su pabellón y él había vuelto la cabeza para mirarla, vestido de oro, con aquella mirada llena de fuego. «¿Señora?» Le pareció oír la alegre entonación de su voz. Recordó las palabras que había pronunciado cuando estaban en la cámara de ella el día que partió. «Démonos una buena despedida, mi reina. La recordaremos durante mucho, mucho tiempo.» Lanzarote, mi amor, mi vida, no os vayáis…

Volvió en sí con un sobresalto. La cabeza parecía estallarle y por cada vena bombeaba una pena ahogada. Lanzarote… Se apartó el velo con dedos temblorosos, tratando de recuperar el aliento, y dejó caer la cabeza entre los brazos, presa de un dolor tan terrible que no tenía lágrimas para llorarlo.

No oyó abrirse la puerta ni el sonido de unos pasos en la estancia. Lo primero que notó fue un roce en su mano, y una voz de alegre acento.

–¿Señora?

Capítulo 16

Diosa, Madre, no me atormentéis de este modo… no me lo traigáis bajo la forma de un sueño para luego volver a quitármelo… Se incorporó lentamente mientras luchaba consigo misma para mantener la calma. Los ojos le abrasaban pero no podía llorar.

–¿Lanzarote?

Tenía las botas y las calzas cubiertas por el polvo de los caminos, y su sombría mirada delataba que había cabalgado sin descanso. Su rostro estaba pálido, y parecía intranquilo. Las ropas de viaje alargaban su alta figura, como si hubiera adelgazado desde su marcha. Oh, Lanzarote… Lucía barba de unos días, la que los dedos de ella tanto amaban. El pelo alborotado parecía exigir que le acariciara. Sin embargo, ya no podían permitirse tales libertades. En esos instantes la calma y la cortesía eran su lema.

–Lanzarote…

Ella alargó el brazo y él posó los labios en su mano.

–Mi señora -murmuró con cierta rigidez. El beso sobre su mano le pareció frío-. ¿Cómo está el rey?

–¿El rey? – ¿Es a Arturo a quien amáis o a mí?-. ¿Qué hacéis aquí?

–Vi cómo atacaban al rey -respondió después de hacer un gesto con la cabeza en dirección a la figura yacente-. Yo estaba muy lejos, pero me puse en marcha de inmediato.

–¿Lo visteis? ¿Cómo?

–Una dama me lo mostró. Es capaz de proyectar formas sobre una cascada de agua, y allí vi al rey.

–¿Qué dama? – preguntó tratando de disimular los celos-. ¿Quién era?

–Una gran vidente -contestó el caballero con un brillo en la mirada-, una mujer más sabia que el tiempo. Es la que guarda el lago sagrado en mi tierra.

–¿Es hermosa? – inquirió Ginebra sin poder controlarse-. ¿Cuántos años tiene? – Advirtió que la cólera inundaba a Lanzarote como una marea.

–¡Es mi madrastra! Me educó e instruyó para ser un caballero. Por obediencia a vos, señora, me marché de aquí, pero cuando vi que el rey estaba en peligro tuve que regresar.

Y lo único que hago es regañarle como una estúpida y demostrarle mis celos, se dijo ella.

–Perdonadme, Lanzarote. – Se puso en pie despacio-. El rey está muy grave, ¿lo sabíais?

–Vimos que la vida del rey peligraba -explicó él después de asentir con un gesto-. Por eso mis primos y yo cabalgamos hacia la costa de nuevo.

–Bors y Lionel, sí. Había olvidado que viajaban con vos.

–Hemos venido lo más rápido que hemos podido para ayudar al rey.

–Por supuesto. – Conque amáis a Arturo más que a mí. Valoráis más vuestra camaradería con los hombres que el amor que me profesáis. Se volvió hacia la cama-. Bien, ahí lo tenéis. Habladle si queréis, pero no os conocerá. No reconoce a nadie salvo a mí.

Señaló la cama. Arturo, que yacía de espaldas, lucía un traje rojo engalanado con el blasón de Pendragón, y una camisa blanca bordada con hilo de oro. A su lado, sobre la almohada, descansaba su corona, y habían puesto al alcance de su mano a Excalibur. A Lanzarote le dio un vuelco el corazón. ¡Herido como está, ella le viste como a un rey y se niega a tratarlo como un inválido! Las lágrimas le inundaron los ojos mientras la admiración le hacía temblar como un perro. ¡Qué mujer, lloraba su alma, qué reina!

Con todos los nervios tensos, Ginebra miraba fijamente la recta espalda de Lanzarote. ¿Por qué es tan frío? se preguntaba. ¿Y por qué no? Yo misma decidí extinguir el fuego del amor que ambos compartíamos. ¿Acaso puedo reprocharle ahora su frialdad?

–¿Por qué no habláis al rey? – propuso procurando que su voz sonara firme-. Quién sabe, quizá os oiga donde quiera que su alma esté ahora.

–Gracias, señora. – Lanzarote se volvió hacia ella para hacer una reverencia y se acercó con cierta turbación al lecho-. Saludos, señor -dijo a la figura dormida. Enseguida se percató de que sus palabras sonaban huecas y probó de nuevo-: Mi señor, soy Lanzarote. He venido hasta aquí para ponerme de nuevo a vuestro servicio ahora que habéis sido atacado. Dadme una orden y la obedeceré.

No hubo respuesta. Ambos esperaron en silencio, temerosos de hablar. Ginebra volvió a fijar su mirada en el caballero.

–Lamento que el rey no parezca oíros -dijo con tono seco-. Por lo visto habéis regresado en vano de Francia.

La quietud de la cámara era tan tétrica como la de una tumba, pero ninguno de los dos se movió para no romper el hechizo. Al final, Lanzarote apretó los puños, se pasó una mano por el rostro y salió. En un instante, Arturo se revolvió y abrió los ojos. Su rostro demacrado se rasgó en una sonrisa.

–¿Lanzarote?

Lanzarote, Lanzarote, ¿qué hacemos aquí? En su privilegiada posición junto a la puerta que daba a los aposentos reales, Bors tenía la vista clavada en la pared de la antecámara para evitar las miradas interrogadoras y curiosas. Ya era suficiente tener que soportar el cansancio de todo su cuerpo para además tener que aguantar a toda aquella muchedumbre que esperaba allí. ¿Quién es esta gente? ¿Y qué hacen aquí si hay dos guardias que impiden el paso y la doncella de la reina no para de repetir que el rey no puede atender a nadie?

Bors echó un vistazo alrededor con cierto desasosiego. A su derecha, en un rincón, un grupito de monjes canturreaban como estorninos y de vez en cuando dejaban escapar unas agudas risillas que enseguida reprimían. Más próximos a la puerta que conducía a la cámara interior aguardaban sir Gawain y sus hermanos, cuatro imponentes figuras que hablaban entre sí.

Tanto los monjes como los príncipes de las Órcadas se habían sentido molestos cuando se había permitido la entrada a Lanzarote, pero ninguno había demostrado tanto su malestar, pensó Bors, como Agravaine. Había observado sus ojos llenos de veneno cuando la doncella de la reina le señaló y le hizo pasar. Luego vino su audible pulla, que resonó burlona en la estancia: «Pues bien, hermanos, ahora sabemos a quién valora más el rey, ¡Y no es precisamente a uno de su propia sangre!»

Sin embargo Bors estaba demasiado preocupado para inquietarse por Agravaine. A pesar de su agotamiento, trató de controlar el murmullo de su alma. ¿Por qué hemos regresado, Lanzarote, por qué? Os habíais despedido de la reina, habíamos cruzado el mar y regresado sanos y salvos a nuestra tierra. Sólo nos separaba media jornada de la gran fiesta de bienvenida con nuestros padres, en el lugar que amamos y al que podemos realmente llamar nuestro hogar. Pero por esa visión que tuvisteis en el lago ahora nos encontramos aquí. ¿Por qué, Lanzarote?

Lionel, que a duras penas se sostenía en pie al lado de su hermano, percibió la agitación de éste en la tensión de sus hombros y en lo absorto de su mirada.

–Ya queda menos, hermano -susurró-. Enseguida saldrá.

No se había dado cuenta de que Agravaine estaba cerca de ellos.

–¿Cuánto más esperamos, hermano? – preguntó a voces a sir Gawain-. Es más, ¿por qué hemos de aguardar, si tiene menos aprecio por los hijos de su hermana que por los que vienen y van?

–El rey nos recibirá, por supuesto -replicó Gawain con tono reprobador-. Lo que ocurre es que Lanzarote acaba de llegar de Francia.

El rostro de Agravaine se ensombreció.

–¿Y qué le diremos al rey cuando entremos? ¿Hemos buscado el espíritu del mal, señor, pero no hemos encontrado ni rastro? ¿Vuestra reina nos ha tomado por tontos, pero lo hemos hecho lo mejor que hemos podido?

–Perdonadme, señores, he oído que decíais que el rey tiene un espíritu del mal -interrumpió la voz del jefe de los monjes, un hombre jovial de mediana estatura, cuyas tersas y redondas mejillas, así como su mirada de búho y su claro flequillo, que le caía por la frente desde la tonsura, otorgaban a su semblante el aire de un estudiante aplicado-. Tenemos noticia, claro, del mal que le sobrevino al rey, pero ¿acaso hay algo más?

Sus seguidores se apretujaban con nerviosismo mientras Gawain meditaba la respuesta.

–No, no -contestó por fin-. Sólo montamos guardia por el rey, nada más.

El monje sonrió de oreja a oreja.

–Igual que nosotros velamos por él. – Señalo al grupo de negros hábitos apelotonados en el rincón de la sala-. Estamos en vigilia constante, día y noche, desde el ataque contra el rey -explicó lleno de orgullo-. ¡Plazca a Dios que le curemos con el poder de nuestras plegarias!

Con cierta curiosidad Gawain se fijó en la fe tan ardiente que reflejaban sus brillantes ojos. Toda la hermandad de hombres de negro estaba agotada, pero seguía murmurando con una energía infatigable.

–¿Cuál es el secreto? – preguntó de repente-. ¿Cómo hacéis para proseguir?

–¡Bendito seáis, señor! – exclamó el monje, que se llevó la mano a la boca para sofocar una carcajada-. ¡No supone ningún esfuerzo dar testimonio de nuestro Señor! Es un privilegio unimos a la lucha por el alma del rey Arturo. Oímos que está tan gravemente herido que se teme por su vida. – La alegría desapareció de su rostro. Pestañeó-: ¡Por eso nos hemos unido a la lucha por salvar al rey! – Tras estas palabras se volvió hacia sus monjes-. Vamos, hermanos -dijo alzando los brazos, y los frailes se congregaron alrededor de él-. Veamos. In te, Domine, speravi, creo, «En Vos, Oh Señor». ¿Hermano Mark?

A una señal de su mano, una voz emitió una única nota. A continuación una docena de voces se sumaron a ella en un canto grave. El sonido tan puro y precioso de aquel salmo fluyó por toda la sala de bajo techo.

En Vos, Oh Señor, he puesto mi esperanza: no me dejéis desamparado en este trance difícil: no me abandonéis cuando las fuerzas me han abandonado…

Gawain notó que alguien respiraba junto a su nuca.

–Quizá deberíamos probar el poder de las oraciones -susurró la voz de Agravaine como si dejara caer su veneno en su oído-. Si un advenedizo significa más para el rey que los hijos de su propia hermana…

–¡Agravaine, basta! – exclamó sin poder evitarlo Gareth, el más joven del clan. Sus ojos azules fulgían con el brillo del respeto a los héroes y su rostro cambió de color mientras hablaba-. ¡No podéis decir eso de Lanzarote! Ama al rey tanto como nosotros.

Gaheris, el siguiente en la línea, se mostró más reservado, pero su reprobación era innegable.

–Lanzarote no es un advenedizo; es hijo de un rey y él mismo subirá al trono algún día, cosa que ni vos ni yo conseguiremos jamás.

Sin poder controlarse, Agravaine miró rápidamente a Gawain, que, como hermano mayor, mantenía una actitud de inconsciente seguridad.

–Gracias por recordármelo, querido hermano. – Tomó una bocanada de aire, y los ojos le brillaron-. Pero si os paráis a pensarlo…

–¡Fuera! – espetó Gawain, colmada ya su paciencia-. Salid de aquí, Agravaine. No entraréis a ver al rey si os comportáis así.

Agravaine abrió los ojos de par en par.

–¿Por qué, Gawain? Yo sólo…

–¡Si no entendéis esto es que no entendéis nada! – masculló Gawain con el enrojecido rostro a unas pulgadas del de Agravaine-. Si nosotros, como hermanos, no nos mantenemos unidos, no somos nada, ¿no os dais cuenta? Estamos los cuatro solos ante el mundo. Los de las Órcadas debemos morir por las Órcadas, no pelearnos como gatos. Decís que el rey no honra a los de su propia sangre. ¡Haced un esfuerzo si esperáis recibir tal honor! Dejad que os diga… -Su voz se desvaneció cuando se llevó a Agravaine hacia la puerta. Los monjes seguían cantando.

Conducidme, oh mi Dios, lejos de las garras de los ateos, lejos de las garras del hombre injusto y cruel…

Así pues, Agravaine iba a recibir una seria reprimenda, pensó Bors. Bueno, no envidiaba a Gawain por tener que encargarse de mantener bajo control a ese espíritu inquieto y malicioso. Lo mismo daba predicar fraternidad a un avispón que lealtad de familia a un tábano dispuesto a atacar. De todos modos, los lazos de sangre todavía significaban algo en ese desdichado mundo. El corazón de Bors se conmovió al mirar a su hermano Lionel, que aguardaba pacientemente a su lado. Con tristeza observó su melena despeinada y su cara, manchada de polvo. Él mismo notaba la arenilla de los caminos en la boca seca y adivinaba las ganas que sentiría Lionel de beber un cuenco de agua limpia y aromatizada, comer una pata de pollo, tomar una copa de vino. Sin embargo ahí estaban, esperando como bobos, mientras Lanzarote jugaba a llamar la atención de la reina.

La reina… Lanzarote. Bors estuvo a punto de lamentarse en voz alta. ¿Qué podrían decirle? Por supuesto, era la mujer más hermosa del mundo, pero poseía todo el peligro de su belleza y el poder de una irresistible voluntad. Conseguir lo que deseaba formaba parte de su naturaleza. ¡Por los Dioses del cielo, era toda una fuerza de la naturaleza ella misma! Cualquier hombre se convertía en paja en sus manos. Si quería que Lanzarote se alejara, ¿qué otra cosa podía hacer él? Y cuando le llamó de nuevo, él regresó presa de una fuerza que estaba más allá de su control.

Lanzarote. Bors sintió un sobrecogedor brote de rabia. ¿Por qué tenía que haberse enamorado de Ginebra? Yo podría encontrarle una docena de muchachas, y todas estarían agradecidas de tenerle por amante. Sin embargo, primo, os habéis enredado bien en la trampa de esta reina encantadora. Y con vos hemos caído todos como peces en una red.

Cerró los ojos. Hablaré con él, determinó. Tiene que comprender que la reina no es como las demás mujeres y que servirla atormenta su alma. Debemos convencerle de que parta de nuevo. Entonces, cuando estemos otra vez en la Pequeña Bretaña…

Las puertas de la cámara interior chirriaron al abrirse de par en par. Lanzarote cruzó el vano hacia ellos, con los ojos muy brillantes.

–Buenas noticias, primos -exclamó-, el rey está mejor de lo que pensábamos.

–¿Y la reina? – preguntó Bors sin poder evitarlo. – ¿La reina?

Lanzarote guardó silencio, meditabundo. Antes de hablar ya dio a Bors, una respuesta con su sonrisa.

–Está como siempre -fue su sentida contestación-. Ella es Ginebra.

–¿Ginebra?

–Sí, Arturo, estoy aquí.

–¿Estaba soñando o en verdad Lanzarote ha regresado?

–Ha estado aquí. Os sobresaltasteis al oír su voz y le hablasteis.

Arturo sonrió, somnoliento pero satisfecho.

–Eso pensaba.

–Después os quedasteis dormido otra vez. Creo que su visita os agotó.

–Quizá -repuso él mientras luchaba por mantener abiertos los ojos-. En todo caso ahora que está aquí me siento mucho mejor. – Palpó la colcha con inquietud-. No recuerdo por qué se marchó pero, ahora ha vuelto, oh Ginebra… -Los ojos se le llenaron de lágrimas de puro cansancio, pero sonrió con alborozo-. Dios Todopoderoso me ha concedido una doble bendición: una real esposa y un caballero leal y sin parangón… En verdad que los Grandes me han favorecido más de lo que merezco.

Ginebra volvió la cabeza.

–Si vos lo decís…

–Ginebra -prosiguió el rey con el rostro iluminado por un repentino pensamiento-, debemos encontrar una esposa para Lanzarote. Si tuviera una amada como vos, nunca dejaría la corte. – De pronto se dio cuenta de lo que había dicho y rió-. Perdonadme querida, por supuesto que no hay otra como vos. El caso es que si estuviera casado sabría cuán felices somos nosotros. – Mientras acariciaba tal idea, las pálidas mejillas cobraron algo de color-. ¿Debemos hacerlo Ginebra? ¿Debemos buscar un amor a Lanzarote, quiero decir? Después de todo, los dos deseamos que sea dichoso.

Ginebra se esforzó por sonreír.

–Sí, claro que sí, pero estáis hablando demasiado y me temo que su visita os ha alterado en exceso. Intentad dormir.

–Muy bien. – La voz de Arturo sonaba displicente, como la de un niño-. No me olvidaré de esto cuando esté recuperado. ¡Un amor para Lanzarote! Lo buscaremos juntos, ¿verdad, Ginebra?

Capítulo 17

Después de tantos días por los caminos no acababa de acostumbrarse a estar entre cuatro paredes. Con cierta irritación Merlín trató de aposentarse en la incómoda silla y, mientras se imaginaba urdiendo una cuna para gatitos, se permitió soñar. O sea, que el niño se le había escapado de entre las manos allá en la costa. No volvería a ocurrirle lo mismo. La reina de las Órcadas debía entregarle la criatura.

El anciano mago se puso en pie y empezó a caminar con nerviosismo por la cámara en que se había recluido.

Tuvo que admitir que las lisas paredes de granito eran admirables: cada piedra estaba tan bien colocada que incluso a él le costaba distinguir las junturas. Sabía que todo el palacio estaba construido de este modo. Sonrió con sarcasmo. Si es que se podía llamar palacio a ese edificio bajo, no más grande que las casitas que se arracimaban alrededor; todas las viviendas, refugios y graneros eran de la misma clase de piedra de color indefinido, la única que podía encontrarse en esas tierras. ¿Qué otra cosa podría crecer en esos archipiélagos remotos del norte, algunas de cuyas islas no eran más que terrones de roca desnuda? La vida allí era dura, y había que conformarse con las cosas más simples. No se divisaba ni un árbol. Las sillas, como esa en que se había sentado, y las camas se fabricaban con la madera que arribaba a las playas. Los únicos sonidos que se oían eran el interminable susurro de las olas y los gritos quejumbrosos de las aves marinas. Cebada y una basta variedad de trigo eran todo cuanto se cultivaba.

Sin embargo, allí había más de lo que imaginaban los forasteros. Una pizca de afecto iluminó la ambarina mirada de Merlín. Precisamente le agradaba ese aire blanquecino de las Órcadas, infinita luz pálida, porque el sol no se ponía nunca en esos parajes. Las aguas de su mar eran tranquilas, multitud de grandes peces quedaban enganchados en las redes y las gaviotas ponían sus huevos en cada acantilado. Allí criaban unas vacas de pelo largo y escasa estatura, cuya leche y carne sustentaban a los lugareños incluso en las épocas más difíciles. Los Antiguos habían privado de muchos de los bienes de la vida común a esas lejanas islas del norte, pero los dones que les habían procurado las convertían en un sitio sagrado. Pero ¿sagrado para quién? se preguntó Merlín. ¿Seguía la mujer de Lot adorando a los dioses de sangre y huesos de su difunto esposo? ¿O, como reina actual, había instaurado la ley del matriarcado? ¿Qué contaría al hijo de Morgana cuando se hiciera mayor? ¿Lo educaría según la cultura del padre o le enseñaría a pensar que las reinas debían gobernar?

La reina Morgause, sí. ¿Haría…?

De pronto se percató de que había un hombre de pie enfrente de él. Alzó la cabeza.

–¿Sí?

Era un guerrero de las Órcadas, a juzgar por el áspero tartán que llevaba al hombro y la pesada guarnición. Trabadas en el ceñido cinturón tenía una espada corta y una daga, mientras que otra espada colosal le colgaba a un costado. Sus manos, nudosas y bronceadas, y sus brazos aparecían señalados con las blancas marcas de viejas cicatrices; la nariz estaba chafada de modo espantoso debido a una herida que le había destrozado también el ojo derecho. No obstante el otro ojo le miraba con suficiente amabilidad, y su boca, medio oculta bajo la barba roja, le dedicó una sonrisa de bienvenida.

–¿Lord Merlín? – preguntó.

Un tanto ausente todavía, Merlín captó los cantarines tonos propios de su lengua norteña. Pero ¿por qué le molestaba ahora ese patán peludo?

–¿Sí? ¿Quién sois?

El orcadiano sonrió. Al moverse su cuerpo desprendió un cálido olor animal, y su rostro desfigurado adquirió una expresión diferente.

–Me llamo Leif. Formo parte de los caballeros del trono; sirvo a sir Lamorak, que a su vez sirve a la reina. Me ha enviado él para que os diga que la reina no puede recibiros ahora. – En su esfuerzo por recordar el recado que le habían encomendado el ojo sano le bizqueó-. Está ocupada con asuntos de estado -recitó con solemnidad.

¡Por los Dioses del cielo, qué payasos! se dijo Merlín. ¿Asuntos de estado? ¿O sea, que la reina Morgause prefería fingir que estaba liada en tareas del gobierno a hablar con un druida de auténtico poder? ¿Se atrevía a desdeñar a Merlín el Bardo, un Señor de la Luz? En fin, seguía siendo Merlín. Y Merlín podía esperar. Observó al guerrero, que comentó.

–Dicen que venís de Gore.

–De Gore, sí, la tierra del rey Ursien -confirmó Merlín un tanto molesto.

–Donde reinó la hermana de nuestra reina.

–Sí, sí. La reina Morgana.

–¿Qué nuevas hay en el lugar? – El guerrero le miraba inquisitivamente con su ojo bueno-. Al enterarse de que la reina Morgana estaba encinta, nuestra reina se puso muy contenta y nos envió a todos al sur cargados de regalos. Después se dijo que al rey Ursien se le había colado un cucú en el nido. – Emitió una risa grosera entre dientes-. Que el niño era un inesperado regalo de boda.

–¿Y qué? – exclamó Merlín con los ojos del mismo color que la orina de los lobos en la nieve-. ¿Qué clase de idiota cree tales rumores? – espetó con fiereza.

–Hubo quien dijo que el rey Arturo era el padre de la criatura -prosiguió Leif sin darse cuenta de la indignación de Merlín-. Luego ordenó matar a todos los recién nacidos, y Lamorak dijo que ningún hombre mataría a su propio hijo. El niño no se parecía al rey Arturo, aseguró Lamorak. Tan moreno como rubio es Arturo, y nacido ya con pelo, como un cachorro de lobo.

Dijo Lamorak, dijo Lamorak… Merlín estaba muy quieto en su silla.

–¿Así que Lamorak vio al niño?

–¡Y con dientes, nació ya con dientes! – explicó Leif, que se echó a reír entre dientes-. El signo del león ¿no? Demuestra que ha nacido para luchar.

O el de la serpiente, pensó Merlín abstraído; nacido para atacar. Bueno, no era mala cosa que un Pendragón supiera matar.

–Habéis dicho que vuestro señor, sir Lamorak, vio al niño, ¿verdad? – masculló.

–Cuando nació, no viajamos todos hasta allí. Sólo fue sir Lamorak.

–Es un largo trayecto hasta Gore. – Merlín sintió un estremecimiento de placer en lo hondo de sus entrañas.

–Durante semanas -explicó Leif después de asentir- no supimos dónde se encontraba. Un día, de pronto, regresó y no pudimos sacarle una palabra.

–Todo secreto, ¿eh?

–No confiaba ni en sus propios compañeros. – El orcadiano frunció el entrecejo-. Y eso que somos los hombres de su círculo más próximo y todos hemos jurado morir antes de que una espada le roce. – Se hundió un dedo en el mutilado rostro-. Yo tengo esto por él; me lo hicieron por intentar mantenerle en buen estado para la reina. Aún no sabemos qué pasó durante su estancia en Gore. Por eso cuando oí en el patio que había llegado un viajero venido de allí, yo…

–¡Dejadme! – exclamó Merlín cerrando los ojos y deseando que el orcadiano desapareciera. ¡Y qué! siseaba en su mente, ¡Y qué!

Así pues, sir Lamorak se había ganado la confianza de la reina Morgause. Había estado junto a la reina Morgana cuando nació el niño y luego había desaparecido. Como el niño. ¿Y ahora la reina Morgause se negaba a atenderle, demasiado ocupada en asuntos de estado? Bien, esperaría. Porque sabía que se hallaba en el sitio correcto. Rió maliciosamente y, tras ponerse en pie, se recogió la túnica hasta las esmirriadas espinillas para reanudar el paseo pegado a las paredes de granito.

La reina Morgause, la única hermana de Morgana, su pariente más próximo, sin duda conocía el secreto. Pero él estaba allí, Merlín Pendragón, Merlín el Bardo, y Morgause tendría que recibirle en algún momento, aunque sólo fuese por temor a los Oscuros, que castigaban semejantes afrentas a la hospitalidad.

Bueno, así sería. Con un suspiro, Merlín volvió a su asiento. Entremezclando maldiciones con plegarias sagradas, culebreó sobre el trono de mala madera y se quedó esperando.

Pesadas cortinas impedían que la luz entrara en la alcoba; ocultos tras ellas, los ventanucos estaban cerrados a la noche, que era siempre día. Alfombras de vivos colores y gruesos tapices suavizaban el suelo de piedra gris y alegraban las paredes. Sobre un raro baúl de madera ardía una vela junto a un gran cuenco de cobre que contenía flores de lavanda. En la perfumada penumbra del enorme lecho con dosel una silueta se revolvía repitiendo la pregunta que tantas veces había formulado.

–¿Qué quiere?

El hombre que yacía junto a ella la amaba lo suficiente para contestar como si no la hubiera oído docenas de veces.

–Es Merlín -susurró al tiempo que acariciaba el rollizo costado de la mujer-. ¿Quién sabe?

–¡Habrá venido por algún motivo! – exclamó Morgause, que se sentó sobre los cojines con una expresión enrabietada-. No creo que sea para nada bueno. ¿Cómo ha osado el viejo villano presentarse aquí?

Lamorak se incorporó también y apartó la larga melena entre dorada y rojiza que cubría los pechos de Morgause. En la corte de Arturo, él lo sabía, Merlín era el mago del rey, su segundo padre y su más querido amigo. Sin embargo, para Morgause siempre sería el hombre que había destrozado su vida. Una vez más, se sintió conmovido por la desdicha de ella. Como reina, era aguda en sus juicios, no tenía miedo y poseía una gran seguridad en sí misma. Como mujer, actuaba como madre y amante, y cualquier hombre se regocijaría de perderse en sus amplios muslos. Sin embargo, la niña que había visto cómo Merlín destruía a su padre y prostituía a su madre respiraba aún detrás de todo lo demás.

–¡Respondedme! – suplicó.

–¿Cómo ha osado? Bueno…

Lamorak puso en marcha su cerebro y, mientras reflexionaba, le acarició los pechos. Sus dedos dieron con sus grandes pezones, tan marrones como los de una loba que amamantara a sus lobeznos, y jugó con ellos, los pellizcó, amasó su dura superficie del modo que a ella tanto le gustaba.

–En la vida de Merlín sólo hay sitio para un amor: él mismo -explicó por fin-. Después viene Arturo y luego tal vez el hijo de éste. Adivino que está buscando al hijo de Morgana. – Se echó a reír-. Claro que no sabemos nada, pero él no lo sabe.

–¿Cómo puede pensar que yo traicionaría a mi hermana?

–Si lo piensa, está todavía más loco de lo que creemos -repuso Lamorak con una expresión divertida.

–¿Creéis que Arturo le ha enviado para descubrir qué sabemos? – preguntó Morgause.

–¿Arturo? No -respondió Lamorak, y sin poder reprimirse añadió-: Más bien Agravaine.

–¿Por qué él? – inquirió Morgause con sus gruesas cejas arqueadas.

–Porque es el más problemático de vuestros hijos -afirmó el caballero con un suspiro.

–Fue un niño desdichado -recordó Morgause con un resentimiento que él notó en la tensión de su cuerpo-. Su padre le castigaba porque no estaba a la altura de Gawain. Se sentirá mejor ahora que ha sido armado caballero. Pronto nos visitarán y podréis comprobarlo.

–Cuando estén aquí, amor mío -dijo Lamorak, que la amaba demasiado para discutir-, ¿os lo pensaréis de nuevo y aceptaréis casaros conmigo?

Una expresión de tierno dolor invadió los ojos de Morgause.

–Oh, Lamorak -murmuró-, ¿por qué insistís? No me lo preguntéis más, soy demasiado vieja… No está bien.

–Vuestra edad no cuenta -repuso Lamorak con tristeza-. Yo soy un buen partido incluso para una reina. Mi padre fue el primero de los vasallos de Arturo.

Ella meneó con furia la cabeza, y sus largos rizos dorados se agitaron.

–¡Y vuestro padre mató a mi esposo en la batalla de los Reyes! Con vuestra ayuda, Lamorak. ¿Acaso creéis que alguno de sus hijos podrá olvidarlo?

–Yo apenas tenía dieciséis años -se justificó Lamorak con sincera contrición-, era el primogénito, un niño. Estoy seguro de que el tiempo ha aplacado el dolor por aquella sangre derramada hace ya diez años. Dejad que os convierta en reina de Listinoise; todos se alegrarán.

–No, mi amor. – Le cogió la mano y se la llevó a los labios-. Es mejor que siga siendo la doliente viuda de Lot y vos mi caballero, el que porta mi bastón en torneos y justas. Haremos que vengan los muchachos y todos estaremos bien, ya lo veréis.

Lamorak meneó la cabeza. Puso toda su rabia y su amor en un largo y profundo beso, y trató de poseerla otra vez.

–¡No, Lamorak! – exclamó Morgause jadeando y gesticulando mientras se esforzaba por apartarle-. Aún no hemos decidido nada respecto a Merlín. Ay, ojalá fuese tan fácil de tratar como vos. – Una vez más su mente empezó a roer el hueso de su desgracia-. ¿Qué quiere, Lamorak? ¿Qué he de hacer?

–Es vuestro deber ocuparos de las cuestiones políticas, mi reina -contestó con voz ronca Lamorak después de emitir un gruñido-, y el mío es amaros y adoraros como lo hago. – Apartó las ropas de cama que los cubrían, presa del deseo que ya se revolvía otra vez en sus lomos exhaustos y doloridos. Miró con reverencia el cuerpo femenino, pasó la mano por el redondo vientre blanco como la luna, acariciando aquel monte carnal-. ¡Miradlo! – susurró-. ¡El mundo entero está aquí!

Se puso de rodillas sobre la cama junto a ella y la hizo tenderse boca abajo. Amasó con ambas manos sus fuertes hombros y espalda y azotó y pellizcó con suavidad las amplias nalgas, adornadas con dos hoyuelos. Luego le separó los muslos y se introdujo entre las cálidas profundidades de sus piernas, levantándole las anchas caderas hasta alcanzar el sitio que amaba. Morgause gimió de placer mientras Lamorak la penetraba. El rey Lot había sido un amante brutal, que se excitaba castigando su piel suave, vulnerable y temblorosa, de modo que todavía necesitaba que la trataran con cierta tosquedad para sentirse plenamente satisfecha, pero Lamorak conocía la medida de lo que necesitaba. Al sentir todo el peso de él encima, la reina suspiró y le cogió la mano para que le pellizcara el pezón hasta casi perderse en el placer que le procuraba un dolor tan dulce como aquél.

¿Qué quería Merlín? Ese pensamiento la acosó de nuevo y volvió a desaparecer. ¿Qué importaba? Que el viejo brujo esperara sentado para siempre en la sala de audiencias, porque no iba a conseguir nada de ella.

En lo alto de un pino el espíritu se removió. Con cierta pereza desovilló su sinuosa silueta mientras su mirada atravesaba los kilómetros que separaban la copa del árbol del sitio que observaba. Dejó escapar voluptuosamente sus vapores y paladeó su intenso olor mientras seguía retorciéndose. ¿Conque Merlín creía que Morgause se doblegaría a su voluntad? ¡Ja!

Rebuznó como un burro y escupió con alborozo. ¿Acaso creía Merlín que podría reclamar a su hijo? Bueno, habría que enseñarle otra vez a pensar, y a respetar su voluntad como era debido.

Sus negros ojos se le tornaron encarnados. Un búho posado en el árbol vecino ululó con miedo y echó a volar hasta perderse en la noche. Ella seguía inflamándose, sin prestar atención. ¿Acaso habían olvidado todos esos locos de la tierra el poder que había tenido sobre ellos cuando así lo había querido?

Rió para sus adentros al pensar en la búsqueda de Merlín. ¿Oponía su voluntad a la de ella? ¿Había olvidado el anciano todas las ocasiones en que su vieja osamenta se veía sacudida por los invisibles anhelos de los días de juventud? ¿Las veces en que le cosquilleaban los escurridos lomos y los temblorosos genitales y se retorcía de hambre de carne joven? ¿Cuán a menudo había acudido a ella en medio de la lujuria de sus noches?

Se miró los pezones y los ojos se le llenaron de fuego. ¿Es que tengo que daros lecciones otra vez, Merlín? Rió, y las criaturas de la montaña corrieron a resguardarse en sus madrigueras.

Pues bien, Merlín, sabemos qué elegiréis. En su mente cabalgó sobre él de nuevo, castigando la frágil y vieja carcasa entre sus puntiagudas rodillas. ¿Ya es suficiente? No, para el hombre que había matado a su padre y prostituido a su madre, no habría suficiente venganza. La próxima vez le arañaría los párpados con sus garras y aguijonearía sus flancos con las espuelas hasta hacerlos sangrar.

Porque siempre habría una próxima vez. Merlín sería suyo para siempre, era su sino. Por muy señor de la luz que fuera, éstas eran las sombras que llevaba consigo en lo más hondo y de las que no se libraría jamás.

La próxima vez le tocaría a Merlín, pero también a Arturo. Jadeó, y los pájaros cayeron de los árboles, envenenados. Arturo…

Detuvo su aérea danza y el cielo se tornó más oscuro. ¿Qué haría a Arturo? En el convento le había chupado la sangre de buen grado. Quería verlo muerto, en pago por lo que había hecho a Accolon. Le habría gustado, bajo la apariencia de la piadosa hermana Ana, le habría gustado prepararlo para su entierro y coserlo a su sudario. Pero ahora… Ráfagas de ardiente deleite sacudieron siseantes todo su cuerpo. Le complacía ver cómo sufría Arturo ahora. Nunca más se libraría de su dolor. Tenía el cuerpo cubierto de cien heridas mutilantes, y cada cicatriz le recordaría la belleza y la fuerza que había perdido.

Más incluso, se regocijó: ¡cómo sufría en su mente! Nunca se perdonaría haber perdido la vaina de las reinas del País del Verano. Nunca volvería a verla. Ahora era para Mordred, como Arturo debía saber. Sería lo único que recibiría del padre que no conocía. De todos modos, ¿qué más necesitaría para crear una nueva estirpe de reyes?

Su grito se elevó hasta los astros y esparció las estrellas. ¡El rey Mordred! Sí, sólo por eso Arturo no debía morir. Mordred era aún demasiado joven para ocupar su lugar. Tenía que crecer y conocer el destino que le esperaba. Arturo debe vivir para conservar el reino hasta que llegue su hijo pero, mientras viva, tiene que pagar cada día, se dijo. Su mente vagó indolente ponderando lo que debía hacer. Era muy fácil terminar lo que había empezado Accolon. La herida que infligió a Arturo era la única que jamás se podría curar. La virilidad del rey pendía ahora de un hilo. Cortadlo, y nunca volvería a estar completo.

Esbozó una sonrisa y empezó a afilarse las terribles garras. Quizá podría hallar otro modo de castrarlo ella también. Era fácil para un hombre comportarse con nobleza cuando su fe nunca había sido puesta a prueba. Se desató en su cabeza una risa que parecía una tormenta de enfurecidos cuervos. ¿Cuán noble seréis, hermano mío, cuando descubráis que vuestro amigo se acuesta con vuestra esposa?

De las entrañas mismas de la tierra emergió su alarido. ¡Yo debería ser vuestra esposa!

La próxima vez haría suyo a Arturo, no sólo como amante sino como hermano, compañero, rey y elegido, para gobernar unidos y deslumbrar a todos. La próxima vez él la amaría cómo ella le había amado. No le perdería, no como todo cuanto antes había perdido. Estaba destinado a ser suyo desde tiempos inmemoriales, pero la desgraciada de Ginebra se había interpuesto entre ellos.

Se retorció en el aire expulsando pequeñas lenguas de fuego. De no haber sido por ella, Arturo habría abrazado su auténtico destino. Así pues, tenía que sufrir, Ginebra debía pagar. ¿Y Lanzarote? También él. Lo usaría como instrumento para la perdición de Ginebra.

Y Merlín, claro. Fue su mano, no otra, la que había causado tanta destrucción en su ciego afán de poner a Arturo en el trono. ¡Merlín, sí!

El espíritu hizo una mueca que dejó al descubierto todos sus dientes, tan afilados que serraron el viento. ¿Qué mejor para castigar a un hombre que concederle lo que tanto anhelaba? Merlín había jurado por su vida que encontraría al hijo de Arturo. ¡Que encuentre a Mordred por fin!

Dejó escapar una risa aguda, y una embarazada del valle vecino abortó.

Merlín daría con el niño, pero aún no. La búsqueda sería larga y dura, el camino, empinado. Al final Mordred será suyo; igual que Arturo años atrás. Merlín llevará a Mordred ante su padre, que lo entregará a Ginebra, y entonces se iniciará el último acto del destino que tienen marcado.

Ahora sólo había que descansar aquí un poco más, deleitarse en el azul del aire, flotar por ese verde árbol. Y luego…

Volvió a desperezarse y empezó a emerger del nido de águilas situado en lo alto del pino. ¿Dónde comenzar su venganza? En un lugar seguro, el más seguro que conociera.

Había llegado el momento de volver al convento, de hacerles pagar. Que cada uno de ellos pagara por cada milímetro de dolor que padeció. Gorgoteó extasiada de placer. Había permanecido veinte años recluida en aquel lugar, y todo ese tiempo nadie le había ahorrado el menor sufrimiento. Ahora no perdonaría.

Cada alma que la había hecho sufrir debía pagar.

Capítulo 18

La luz de la tarde reptaba por los aposentos del rey y bañaba en gris de duelo las blancas paredes y el rojo dosel del lecho. De pie junto a la ventana, con los brazos cruzados, Ginebra contemplaba los jardines. Ya había pasado el ecuador del estío y las hojas habían perdido su tierno verde. Al húmedo junio le había seguido un desapacible julio en el que, día tras día, las nubes estrangulaban al sol.

Detrás de ella Arturo, incorporado sobre las almohadas, reflexionaba.

–Así pues, ¿estamos de acuerdo -preguntó con vehemencia- en que Lanzarote debe casarse pronto?

La reina cerró los ojos. Que Arturo se encontrara lo bastante bien como para pensar en esas cuestiones era una buena señal. Además, demostraba una gran generosidad al querer recompensar a su fiel caballero por regresar junto a él. Debería alegrarse de que su esposo mejorara día a día, ahora que su terrible herida había comenzado a curarse por fin. En cambio no había nada que aliviara el dolor de Ginebra o la tensión que le agarrotaba el corazón.

Abrió los párpados y se obligó a prestarle atención. «Estamos de acuerdo», había dicho Arturo. ¿De veras? Clavó la mirada en la ventana hasta que los defectos y las burbujas del verdusco cristal giraron ante sus ojos.

–Sí.

–¡Bien! – exclamó Arturo-. Lo que pretendo es mantenerle aquí, en la corte, con nosotros. No. deseo que vuelva a marcharse a su tierra. Cuando Lanzarote está aquí, todos nos sentimos más alegres, ya lo sabéis.

–Sí.

–No os veo muy convencida.

–Sé que pensáis que gracias a él os sentís mejor.

–Me ha hecho recordar por qué quiero vivir -repuso Arturo con una sonrisa.

¿Y yo no, Arturo? le reprochó para sus adentros. Después de dedicar tantas horas a cuidaros, llorando junto a vuestro lecho, ¿acaso mi amor no era lo bastante bueno para que quisierais vivir por él?

–¿Ah, sí? Eso está bien -dijo.

–Si tuviera una esposa, no querría marcharse de aquí. – Arturo se echó a reír-. Si damos con la mujer adecuada, no deseará alejarse de ella.

–Estoy segura de que tenéis razón -concedió Ginebra al tiempo que se llevaba la mano a la cabeza, que le estallaba.

–No aprobáis la idea, lo noto -observó Arturo tras un breve silencio.

Ginebra quedó paralizada.

–Es que… no he pensado al respecto, nada más.

–Vamos, no lo neguéis, Ginebra, os conozco. – Arturo soltó una carcajada cargada de significado-. Queréis para él un romance de cuento de hadas, que encuentre a una dama y se enamore de ella. – Hizo una pausa mientras acariciaba con expresión distraída una de las fruncidas suturas del cuello-. Sin embargo, no todos tienen tanta suerte como nosotros. Y vos ya se lo habéis puesto bastante difícil a Lanzarote.

–¿Qué queréis decir? – preguntó la reina volviéndose hacia él.

Arturo se echó a reír.

–Vaya, Ginebra, sabéis que está enamorado de vos, como todos los jóvenes de la corte. Es ridículo.

¿Por qué es ridículo?, pensó ella. ¡No soy vieja!

–Claro que estáis fuera de su alcance, pero Dios sabe que debe de haber un montón de jovencitas deseosas de entregarle su amor.

Diosa, Madre, ayudadme a soportarlo…

–Supongo que sí.

–Pero ¿dónde encontraremos a la muchacha adecuada para un hombre como él? – Se interrumpió un instante y alargó el brazo-. ¿Ginebra? No estáis conmigo. Venid y sentaos mientras os hablo.

Ella tomó asiento junto a la cama, y Arturo le cogió la mano entre las suyas, dos poderosos puños cubiertos de cicatrices de guerra, y le dio unas cariñosas palmadas.

–¿Os acordáis del rey Pelles, a quien conocisteis en la batalla de los Reyes?

–¿El hermano de vuestro viejo amigo el rey Pellinore? Sí -respondió Ginebra.

Oh, sí, le recuerdo bien, pensó. No tenía más que cerrar los ojos para oír de nuevo la voz del rey Pellinore como un susurro en su oído: «Saludada mi hermano Pelles, Vuestra Majestad, os lo ruego… Es el rey de Terre Foraine, en el lejano noroeste.» «¿Vuestra Majestad?» Ante ella había un hombre flaco y desesperado, cuyo enjuto rostro tenía la mórbida palidez de los moribundos. En sus ojos concentraba todo el aliento vital; los tenía hundidos en las huesudas cuencas y resplandecían con el fuego de los fanáticos.

El encuentro tuvo lugar la noche de la batalla que o bien convertiría a Arturo en rey, o bien acabaría con todos ellos. «Espero que vuestros dioses estén con vosotros», había dicho ella. «¡Sólo hay un Dios, y Jesús es su nombre! – había exclamado el viejo con voz estridente-. ¡Nos dará la victoria, cabalgará en la punta de nuestras espadas y Sus enemigos probarán el sabor de la muerte!»

Un Dios, pensaba Ginebra ahora, el Señor Dios de las hostias, enemigo de la Madre, padre del odio y la muerte… El rey Pelles, sí, le recuerdo bien. Volvió en sí con un estremecimiento.

Arturo suspiró.

–Sabéis que su esposa murió joven y le dejó un único vástago, una niña. El rey Pelles cree que su mujer falleció como castigo a sus pecados, pero que su hija redimirá su destino. Le han vaticinado que su nieto será el caballero más noble del mundo. – Hizo una pausa para medir sus palabras-. Pero sólo si la muchacha llega inmaculada al lecho conyugal. La profecía exige que no conozca varón. Entonces, el mejor caballero de nuestra época acudirá a ella y será el padre de su hijo nacido en Cristo. Este niño está destinado a trabajar por Dios. Se llamará Galahad, el siervo de Dios.

–¿De modo que Pelles -dijo Ginebra, que sentía una sacudida de desagrado- para conseguir su loco sueño, niega a su hija el derecho de toda mujer de disfrutar de su pernada?

Arturo sonrió con cautela, observándola.

–En Terre Foraine no se siguen los dictados de la Diosa. En todo caso, si tiene que recibir al mejor caballero del mundo, ése debe ser Lanzarote.

¿Debe ser? se preguntó ella.

–¿Cuántos años tiene?

–Dieciocho, veinte… está en edad casadera. Dieciocho o veinte años más joven que yo, pensó Ginebra.

–¿Cómo se llama?

–Elaine.

–No me gusta ese nombre.

Arturo reprimió una sonrisa.

–No tiene comparación con Ginebra -concedió solemnemente.

–¿Dónde se encuentra ahora Elaine? – preguntó la reina mientras se movía incómoda en su silla y observaba a Arturo con creciente desasosiego.

–Oh, vive como una princesa en una torre de oro, al final de una escalera de plata, según me dijo Pelles, tras una puerta de bronce. Aseguran la torre tres candados, cada uno con una llave que guarda un señor dé la Corte, hasta que llegue el caballero que se convertirá en padre de su hijo.

–¿Qué? – Ginebra se estremeció de indignación y sorpresa-. ¿Tiene a la muchacha prisionera? ¿Y todo por su maldita virginidad? Oh, Arturo… -Se inclinó y le apretó la mano-. Esto es lo que ocurre cuando la ley de la Madre es abolida, ¿no os dais cuenta?

–No -respondió Arturo con calma-. He oído que es piadosa y virtuosa, y que ha elegido vivir de ese modo. Sencillamente está esperando la llegada de su caballero.

Ginebra se volvió. Sintió una punzada en las entrañas.

–¿Al mejor caballero del mundo?

–Eso cree el padre -contestó Arturo mirándola con atención.

–¿Y vos? ¿Qué creéis vos?

–Que es joven, adorable, pura e hija de un rey. Opino que sería la prometida perfecta para Lanzarote. – Carraspeó un poco-. Se os dan bien estos asuntos, Ginebra. ¿Por qué no se lo sugerís? Me gustaría saber qué piensa él.

Bajo la luz del atardecer Agravaine se dirigió al campo de entrenamiento. Caminaba a grandes zancadas, pisando con fuerza y agitando los brazos, y movía los labios con las maldiciones que brotaban furiosas en su cabeza. ¡Que os invadan llagas, profundas heridas y terribles enfermedades, Gawain! «¡Fuera! – le había espetado en la antecámara del rey-, ¡No vais a entrar, Agravaine, después de haber dicho estas cosas!»

¡Gracias, querido hermano! Agravaine volcó fuera todo lo que llevaba en su corazón y reanudaba su retahíla de invectivas. Que la peste llague a tu lengua, y se te claven al paladar como cuchillos. Que sufras dolores de muelas y huesos, infecciones del hígado y las entrañas, que se te pudran las uñas de los pies…

La cabeza le daba vueltas. En algún lugar tenía que haber una espada que le librara de todo eso, un golpe que le pusiera al mando del clan de las Órcadas, pero que no fuera una espada mercenaria. Los caballeros felones y los trotamundos eran buenos para el asesinato, pero en cuanto lo consumaban sus lenguas empezaban a trabajar: el asesino comenzaba a chismorrear en la taberna más cercana, a contar a todos su historia.

No, meditaba Agravaine mientras avanzaba. Lo que él necesitaba era otro hermano, más joven, que tuviera tanto que ganar como él si una mano desconocida segaba la vida de Gawain. Podrían incluso llegar a un acuerdo para ayudarse mutuamente en las adversidades…

Antes de darse cuenta ya estaba en la palestra. El lugar estaba muy concurrido a pesar de que comenzaba a anochecer. Los caballeros y las jóvenes promesas practicaban sus habilidades con las armas. Agravaine se abrió paso a través del gentío que rodeaba las puertas y se paró para mirar en torno a sí. Sabía que los encontraría allí.

A su derecha un caballero galopaba sobre un corcel por una zona estrecha y vallada, con la lanza apuntada hacia su oponente de paja. Enfrente, en otra área cercada se practicaban justas con escudos clavados en postes o se probaba la puntería en pequeños anillos que colgaban de unas cuerdas. A lo largo del campo, pajes y escuderos, encaramados a la empalizada, animaban a sus caballeros, y alrededor del palenque se veían caballos que hacían cabriolas, sudaban y echaban por la boca espumarajos que formaban hilachas humeantes al caer a la arena.

–¡Un solo golpe! ¡Un solo golpe!

La multitud prorrumpió en vítores cuando el caballero montado ensartó en su lanza a su oponente y le derribó de su caballito de madera. Agravaine se sintió un tanto aturdido a causa del alboroto y los olores. El siguiente grito le impulsó a reanudar su apresurada marcha.

–¡Sir Mador! ¡Sir Mador de las Praderas!

En el extremo más alejado de la palestra esperaba su turno de carga un caballero con pesada guarnición que montaba un caballo rebelón. Enarbolaba un estandarte de color verde y portaba un escudo con las armas de Mador. Agravaine sonrió mostrando todos sus dientes. ¡Mador, bien! Si éste estaba allí, Patrise no debía de andar lejos.

Agravaine lo divisó al fondo de la arena, donde los criados colocaban al muñeco de paja sobre su montura de madera para la carga de Mador. Al ver que Agravaine se acercaba, Patrise se volvió y sonrió.

–Sir Agravaine.

Éste inclinó la cabeza a modo de saludo y preguntó:

–¿Vuestro hermano está ensayando nuevos ataques hoy?

–Hoy y todos los días. – El lozano rostro de Patrise se transformó gracias a una tierna sonrisa-. Aunque todo el mundo dice que no tiene parangón. Sin embargo, debemos dar lo mejor de nosotros en honor de nuestra madre, eso me dice Mador todo el tiempo.

–¿Vuestra madre?

–No debería haberos dicho esto. – Patrise rió un tanto azorado-. Mador dice que no debemos hablar de ello.

Mador dice, Mador dice… Agravaine se calló la pulla que tenía preparada y esbozó una sonrisa.

–Podéis contármelo. La camaradería de la Tabla Redonda nos convierte prácticamente en hermanos de sangre.

Patrise se mordió el labio.

–Supongo que sí…

–¿Y qué dice vuestro padre?

–Nuestro padre está muerto.

Patrise desvió la mirada hacia el final de la palestra, donde sir Mador seguía esperando para su liza. Así pues, Mador es lo único que separa a Patrise del poder, pensó Agravaine, cuya alma graznó como un cuervo.

–Cayó durante un torneo. Después de su accidente, mi madre se prometió que sus hijos nunca se dedicarían a la caballería, pero antes de morir mi padre le hizo jurar que nos haría caballeros. El coste que ello ha supuesto la ha empobrecido y nuestra tierra está en peligro, de manera que debemos reponer su fortuna, como dice Mador. – Se volvió de nuevo hacia el otro extremo de la palestra-. ¡Ahí va!

El caballero armado avanzó lleno de furia. Con un suave movimiento caló la lanza, la clavó en el corazón de papel de su objetivo y lanzó al muñeco por el aire. Se oyeron hurras en todo el palenque ante el tour de force de Mador. Patrise enrojeció de orgullo.

–Mador dice que seré tan bueno como él algún día. – Rió-. Yo no estoy tan seguro, pero él sabe que lo intentaré.

Mador dice, Mador dice… Agravaine reprimió su irritación y abordó el tema que le interesaba.

–Vuestra tierra…

–Se encuentra más allá del río Severn, entre Gales y el Reino del Medio, justo en aquellas lindes -explicó Patrise-. Es un buen terreno verde y fértil… y es la tierra de mi corazón. – Señaló con un gesto a los vociferantes espectadores y los jinetes, ataviados de rojo, verde o azul chillones-. Mi corazón está en las colinas, no aquí. Quiero convencer a mi hermano de que se quede en la corte, para ganarse el favor del rey y la reina, mientras yo gobierno las Praderas hasta su regreso.

–¿Por él? – inquirió Agravaine con la mirada clavada en la lejana silueta de sir Mador, que se preparaba ya para otra carga-. ¿Y por qué no para vos?

–¿Qué queréis decir? – preguntó Patrise mirándole de hito en hito.

Agravaine contó hasta tres antes de contestar:

–Sois el heredero de vuestro hermano, ¿no?

–¡No! – exclamó Patrise, que se había ruborizado-. Oh, supongo que sí… Sí, es cierto que sólo estamos él y yo, pero Mador se casará y tendrá hijos, desde luego. No tiene más que veinte años… -El color de su tez cambió de nuevo-. Sin embargo…

–¿Qué? – preguntó Agravaine tensándose de manera imperceptible.

El otro se encogió de hombros y echó a reír con cierta turbación.

–Ama a la reina. – Meneó la cabeza, absorto en sus pensamientos-. Mejor dicho, la adora, no ve más mujer que ella. Sueña con Ginebra, la llama cuando duerme. Es la dama de sus sueños. – Volvió a enrojecer y desvió la mirada-. No debería deciros esto.

–Todos los hombres buscan a la mujer de sus sueños -afirmó Agravaine con suavidad-. Sir Mador no es diferente de los demás caballeros de la corte. Todos adoramos a Ginebra, es divina.

–Con todo, mi hermano encontrará a su amor cuando le llegue el momento. – Rió con alivio-. Tendrá una buena camada, muchos niños y niñas, y cuando así sea habrá sitio para todos nosotros en las Praderas.

–¿Nunca habéis pensado en poseer vos las tierras? – preguntó Agravaine con frialdad.

Patrise negó con la cabeza.

–Pertenecen a Mador -se limitó a responder-. Nació para gobernarlas.

Y podría morir por ellas también, pensó Agravaine, sino fueseis tan tonto. ¿Nacido para gobernarlas? Le hubiera gustado apretar la garganta de Patrise hasta que se le salieran los ojos. Miró hacia otro lado.

–Una vez leí que el primogénito no es siempre el legítimo propietario de las tierras -comentó-, y que, si el segundón tuviese más vigor y la firme voluntad de gobernar, debería colocarse en el lugar del hermano.

–¿Por qué habría de hacerla? – inquirió Patrise, que dejó escapar una risotada de incredulidad.

–Para dar más fuerza a las generaciones siguientes. Para eliminar a los débiles y podar el árbol familiar hasta que sólo los brotes más resistentes sobrevivan.

–Pero mi hermano es fuerte, además de joven…

–¿Acaso los hombres jóvenes no mueren nunca? – preguntó Agravaine mirándole fijamente a los ojos.

–¿Morir? No os comprendo. ¿Por qué me habláis de esto? – El rubor había desaparecido del rostro de Patrise, que mostraba ahora una expresión sombría-. Perdonadme, señor -añadió con rígida formalidad-, he disfrutado mucho con esta conversación, pero ahora debo ayudar a mi hermano en el palenque. – Carraspeó y miró de nuevo a Agravaine-. En verdad me considero muy afortunado de que sea mi hermano. Sólo deseo mantenerme a su lado.

–¡Muy bien! – exclamó Agravaine, y le dio unas palmadas en el hombro-. Que los dioses os concedan vuestros deseos. Yo también me siento bendecido por tener a mis hermanos; no existe vínculo más fuerte.

Alzó la vista y observó que sir Mador galopaba como un rayo y daba de lleno en la diana una vez más. Los hurras volvieron a resonar en el lugar.

–Debo dejaros para que vayáis a asistir a vuestro hermano -agregó Agravaine con una sonrisa luminosa-. Adiós, hasta otra ocasión.

Mientras se alejaba con paso airado, consciente de su fracaso, un nuevo agravio torturaba su corazón. ¿Ese palurdo de Patrise había osado tratarle con condescendencia? Los dos hermanos de las Praderas se contarían entre sus enemigos desde ese instante.

Sin embargo, la incursión en la palestra no había resultado inútil. Se había enterado de algo que nadie más sabía. ¿Quién podía sospecharlo? ¿Mador y la reina? ¡Qué buena carta para jugarla en la ocasión adecuada! Era muy probable que Ginebra le amara también. Una mujer como ella no podía vivir sin amor, y toda la corte sabía que Arturo había quedado castrado para unos cuantos meses.

El alma de Agravaine se inflamaba. Sí, debía observar a la reina y a Mador. Su rígida figura se adentró en la noche con una sola idea en la cabeza. La reina y Mador. Mador y la reina.

No, decidió Patrise antes de que Agravaine hubiera llegado a dar siquiera tres pasos, no está bien, no comprendo a esta gente, nunca la comprenderé. Sir Agravaine, el hermano de Gawain, el sobrino del rey, ¿hablándole de matar a su hermano y ocupar su puesto? Debo de haberle entendido mal. Me tomarán por un necio si se me ocurre comentarlo. No merece la pena que moleste a Mador con esta historia, desde luego. Su honrado corazón se relajó. Eso es, se dijo, ni una palabra a nadie. Las arrugas desaparecieron de su atribulada frente antes de reunirse con su hermano en la empalizada y cuando éste le preguntó entre jadeos de qué había hablado con Agravaine, contestó con voz firme:

–Puras trivialidades, querido hermano, nada de nada.

Capítulo 19

Ina entró en la cámara y cerró la puerta de golpe.

–Sir Lanzarote ha recibido vuestro mensaje, mi señora. Viene hacia aquí en estos momentos.

–Gracias, lna.

Tras una rápida reverencia la doncella salió, y su rígida espalda delató su disgusto y desconcierto. ¿Por qué la reina actuaba así? Dioses del cielo, ¿por qué?

Por supuesto, no podía expresar su indignación. Notaba siempre cuándo la reina sufría por sir Lanzarote, pues a sus grandes y observadores ojos no se les escapaba nunca el momento en que Ginebra comenzaba a reflexionar sobre su desdicha, a perderse en sus cavilaciones.

Durante la convalecencia del rey, Ginebra había puesto sus cinco sentidos en atenderle. «¡Llamad al médico, Ina!», «Ordenad a los bardos que vengan; un poco de música aliviará al rey.» Le había salvado la vida, toda la corte lo sabía. Sin embargo, ahora que él se encontraba mejor, solía pasarse las horas sentada, con la cabeza apoyada sobre una mano, hasta que sus ojos más bien semejaban cabecillas de alfiler y su rostro envejecido adquiría un tinte gris. En esos momentos un temblor la sacudía y la hacía salir de su ensimismamiento con un sobresalto. En otras ocasiones, de repente le entraba un arranque de cólera y le propinaba un cachete o cogía lo que tuviera más a mano para estamparlo contra la pared, aunque por lo general descargaba su mal humor contra sí misma, y eso, según Ina, era lo peor. Además ahora…

La doncella bajó por la escalera de la torre de la reina pisando ruidosamente con sus taconcitos de madera cada hueco escalón para desahogar su exasperación. Con lo bueno que era el rey, ¿por qué se empeñaba ahora en que sir Lanzarote encontrara esposa? Peor aún, ¿por qué tenía que ser la reina quien se lo dijera al caballero?

Ina frunció el entrecejo. Amados dioses, ¿es que nada pondría fin a la ciega estupidez de los hombres? De todos modos, que la reina hubiera accedido a los deseos del rey… Dioses del cielo, ¿qué clase de cruel locura era ésa? Después de lo sucedido entre ella y sir Lanzarote, contravenía la ley de la Diosa… atentaba contra la naturaleza, el amor y la vida misma. Así pues, ¿qué cabía hacer? Su semblante adquirió una expresión propia de un ser del Otro Mundo. Antes de llegar al último escalón la respuesta le había tensado el rostro con la fuerza de un puño apretado. Mi señora no debe hacerlo. Sir Lanzarote no debe amar a nadie más. Los Antiguos descenderán para detenerlos.

Ginebra se puso en pie con cierta rigidez. Se sentía como una anciana, entumecida después de estar tanto rato soñando con el pasado. El fuerte portazo resonó en sus oídos. Ina no lo aprobaba, lo sabía. Bueno, a ella también le desagradaba.

Se acercó a la ventana. A esta hora temprana de la mañana, la ligera bruma del verano pendía aún sobre las praderas. Las margaritas volvían ya sus dorados ojos hacia el sol y abrían gozosas sus pétalos rosas y blancos para dar la bienvenida a otro día. Mientras tanto… Diosa, Madre, ¿por qué ha de ser éste mi castigo? ¿Es que no hay nada que aparte de mí este cáliz de amargura?

Permaneció junto a la ventana, sintiendo cómo los dedos del sol acariciaban en balde su rostro y sus manos, gélidos. Una helada nostalgia atormentaba todo su cuerpo, pero cuando se rodeó con los brazos en un intento por darse algo de calor se percató de que su piel estaba gris, vieja, seca y arrugada. Vieja… pensó. Sí, vieja. Para un hombre que aún no ha cumplido los treinta, ¡una mujer diez años mayor es una vieja, una vieja! Sin embargo, cuando se enamoró de mí, sus sentimientos eran sinceros.

Entregada a la caricia del sol, se dejó llevar hasta el pasado. A medida que evocaba recuerdos, sus sentidos se adormecían y, a pesar suyo, se permitió soñar.

Lo primero en lo que se fijó fue el poder de su mirada: sus castaños ojos contenían el fuego del Otro Mundo. Había otros hombres tan altos como él, con aquellas manos, aquel cabello, pero ninguno poseía esa intensidad y esa gracia especial. La primera vez que se vieron él besó su mano y se arrodilló ante ella.

–Vos sois la señora de Camelot, la reina Ginebra. He venido para ofreceros mi espada.

Luego suspiró, y ella se oyó a sí misma suspirar a su vez. Su voz era como una caricia en sus oídos, como el sonido del viento entre los árboles. Su mano apoyada en la de ella era una promesa de días hermosos y largas noches de felicidad.

–Silencio… -le había dicho entonces.

En aquel momento, en su primer encuentro, ya podría haberle dicho: «Silencio, amor mío.» Tenía la sensación de que le había visto acudir a ella desde el tiempo antes del tiempo. Al principio era una especie de sombra que se dirigía hacia ella en la penumbra envuelta en un resplandor de oro y plata, hasta que se convirtió en la esbelta figura que tanto adoraba. Luego se fijó en la caída de su capa, el brillo de la torques dorada de los caballeros en su cuello, el lustre de sus cabellos castaños y su largo, recio y maravilloso rostro.

Sobre el lejano horizonte brillaba el cuerno de la luna y los cielos refulgían con un fuego de luz pálida.

Venid… Desde las aéreas mansiones de la luna y las lejanas regiones del mundo que está entre los mundos había llegado a sus oídos el insistente susurro de la vida misma. Venid… Aquella noche fatídica había visto en los ojos de él el destello de lágrimas sin derramar. Su mirada la interrogaba, y ella le había contestado sin palabras. Bienvenido, amor. Quizá se nos otorgará la paz de amar sin miedo a perder, de dar sin resentimiento; tal vez esto que ahora nace crecerá y florecerá entre nosotros, y llegará a desarrollarse en plenitud.

En sus ojos veía el brillo de los bosques y pensó que jamás había existido otra alma más bella. Los hoyuelos de su rostro esperaban su caricia, y quiso recorrer las líneas de su mentón hasta el día de su muerte.

Cuando se reunieron, la luna bañaba las matas de flores blancas y los árboles de hojas plateadas, cuyas ramas hacía cantar. Flotaba en el aire la tímida fragancia de las manzanas. Al besarse notaron que su hambre crecía igual que la marea. Él respiró hondo y dio un paso atrás para después atraerla hacia sí y estrechada contra su cuerpo.

–Sois la mujer de mis sueños, el amor qué tanto he esperado durante toda mi vida. Mas sois la esposa del rey. Oh, señora, señora, ¿qué sentido tiene todo esto?

–Silencio. Silencio, amor mío.

Y ella besó las lágrimas que le brotaron de los ojos y le llevó a su lecho.

Sin embargo llegó la hora en que tuvo que enfrentarse a él. Lanzarote, que sabía qué iba a decirle, alargó el brazo para cogerle la mano y llevársela a los labios.

–Entonces, señora -dijo con voz ronca-, debemos separamos, ¿es así?

–¿Sabéis que debo tomar esta decisión contra mi propia voluntad?

–Los Dioses mandan en nuestras vidas. Debemos obedecer. – Se echó hacia atrás el cabello; tenía los ojos muy brillantes-. Mi reina, despidámonos del mejor modo posible. Será una despedida que recordaremos durante mucho, mucho tiempo.

–Con vos me he sentido viva y he amado por primera vez.

–Mi alma -dijo él cogiéndola entre sus brazos- estará con vos hasta que nos encontremos en el Otro Mundo.

–Oh, amor mío… amor mío…

–Un beso y nos separaremos.

Un beso… El crujido del picaporte la hizo volver en sí temblando.

–Sir Lanzarote aquí, mi señora.

–Hacedle pasar.

Intentó no mirarle a la cara cuando cruzó el umbral. Sus labios, sus manos, cada uno de sus donosos movimientos, todo en él parecía ridiculizar su frío cuerpo atormentado que con tanto dolor ansiaba ser tocado. Le deslumbró el color ocre de su túnica y le pareció que se desmayaría si seguía mirando el balanceo de su capa. Se sorprendió alisando con la mano el sencillo vestido que llevaba puesto y deseó haberse ataviado mejor para él. Pero ¿por qué? Ya no era nada para ella, ni lo podría ser en el futuro.

Ina cerró la puerta y se quedaron solos. Pendía sobre ellos una dolorosa tensión. Él se inclinó, un poco rígido, y rozó su mano con los labios.

–¿Habéis mandado que viniera?

Qué frío, pensó ella, qué frío… Respiró hondo al apartarse.

–El rey me ha pedido que hablara con vos.

Fue entonces cuando por primera vez el rostro de Lanzarote mostró interés.

–¿Cómo está Su Majestad?

–Los médicos dicen que está mejorando mucho. Ya ha vuelto a caminar y habla de salir a montar pronto.

–Pronto le tendremos otra vez armado -afirmó Lanzarote con el rostro iluminado por una cálida sonrisa- y cabalgando en los torneos a la cabeza de todos sus caballeros.

–Eso mismo dice Gawain. – Ella trató de devolverle la sonrisa-. En cambio Kay insiste en que no es ninguna vergüenza mirar desde las gradas. Dice que él y el rey formarán una buena pareja de viejos inválidos, viendo las justas desde sus asientos y criticando la penosa equitación de todos los participantes.

Por los dioses del cielo, pensó Lanzarote, cuanto más se recupera Arturo, peor está ella. Se le tensó todo el cuerpo, presa del deseo de tenerla entre sus brazos. Nunca la había visto tan pálida por el sufrimiento, tan hermosa y desaliñada a la vez. No pudo soportado y se dio la vuelta.

Ginebra advirtió que se apartaba de ella. Qué frío, qué frío es… ¿Por qué me odia ahora? Levantó la cabeza.

–El rey quería que os hablara, Lanzarote -dijo con voz firme-. Le preocupa vuestra felicidad y vuestro futuro.

–No comprendo -repuso él con el entrecejo fruncido.

–Quiere que consideréis tomar esposa.

–¿Esposa? – Rió con incredulidad-. Nunca pienso en ello. – Meneó la cabeza-. Desde que era un muchacho me he entrenado para convertirme en caballero. Si me caso, tendría que dejar los torneos y las justas, las aventuras y los viajes. Tendría que estar con mi dama y quedarme en la corte junto a ella.

Ginebra tomó aliento y se forzó a continuar.

–Os he transmitido los deseos del rey. Tiene la esperanza de que así os retendrá aquí.

Lanzarote la miró con una expresión extraña, y ella intentó reír.

–El rey ha encontrado la esposa perfecta para vos. – Ginebra observó que abría los ojos como platos y prosiguió-. Una virgen inmaculada llamada Elaine, una joven muy cristiana. Es hija de un rey y se le ha vaticinado un destino glorioso.

Lanzarote estaba transfigurado.

–Que el Dios cristiano esté con ella si ésa es su religión -espetó-, ¡pero su destino jamás se unirá al mío!

–Oh, Lanzarote -interrumpió Ginebra, con los nervios crispados-, ¡algún día tendréis que casaros, como cualquier hombre! Incluso Gawain dejará la vida que lleva en cuanto de con la mujer adecuada. Hasta Kay encontrará a una que soportará su amargura.

–Perdonadme, señora -repuso muy serio-. No puedo casarme con esa dama y, por tanto, tampoco cortejarla.

–¿Por qué no podéis casaros? – exclamó Ginebra, transida de dolor. Y ¿por qué, pensó, trato de convenceros, cuando sé que si tocarais a otra dama me moriría?

Él hizo un gesto de rechazo y se negó a responder. Un terrible pensamiento sacudió a la reina.

–¡Tenéis una amante!

–¡No! – exclamó el caballero, que se volvió hacia ella pálido de pronto.

–¡Debe de ser eso!

–¡Os digo que no es cierto, señora!

–Admitidlo, Lanzarote -exclamó ella presa de la histeria-, ¡otros hombres las tienen! Sé qué esperan los caballeros cuando socorren una dama en peligro. Y he oído las historias que se cuentan en el salón de los caballeros.

–No sobre mí o los que considero mis amigos.

–¿Acaso sois diferente de otros hombres?

–¡Yo no frecuento prostitutas!

–¿Es que cualquier mujer que os ame ha de ser una prostituta?

–¡No! – Apretó los puños y luchó por controlarse. Sus ojos marrones estaban llenos de reproches-. Sólo los Dioses saben lo que os lleva a hablar de este modo. En todo caso no me quedaré aquí para recibir más insultos. Con vuestro permiso, mi señora.

Tras una rápida reverencia dio media vuelta y se encaminó con pasos largos hacia la puerta. Por un instante Ginebra permaneció quieta, incapaz de hablar, pero enseguida echó a correr en pos de él y le cogió de la manga.

–Oh, Lanzarote, perdonadme… No era mi intención…

El caballero se estremeció al sentir su contacto y se volvió hacía ella.

–Sois cruel al hablarme así. – Se la quedó mirando con amarga reprobación-. ¿Cómo puedo casarme si mi corazón os pertenece?

–Tenía que… Arturo dijo… -El llanto le impidió continuar.

–¿Por qué lloráis?

–Oh, Lanzarote, ¿por qué creéis que lloro? No deseo que os caséis, yo…

–Sabéis que os amo, ¿cómo habéis podido olvidarlo? – preguntó Lanzarote, con lágrimas en los ojos también-. ¡Compartimos lecho, os prometí que mi alma sería siempre vuestra!

–Y os marchasteis.

–¡VOS me ordenasteis que me fuera!

–El rey me pidió que os hablara…

–¡Sois la reina! Podéis hacer lo que os plazca.

–Pero una reina no siempre puede elegir lo que desea.

–Podéis conseguir que me quede a vuestro servicio. Una reina como vos siempre tendrá sus caballeros.

Una voz resonó en el oído de Ginebra como un eco. La vista se le nubló y vio a su madre resplandecer como una flor del bosque rodeada de hombres altos. «Una reina siempre tendrá sus caballeros», solía decirle con su hermosa sonrisa. Y entre ellos siempre había uno que era su amor verdadero, el elegido…

–Oh, Lanzarote… perdonadme, no he querido ofenderos. Sé que lo que hubo entre nosotros pertenece al pasado…

–Escuchadme, señora. – Su voz delataba el profundo dolor que sentía-. El pasado es el presente, está con nosotros ahora. Y juntos deciden lo que el mundo ha de ser para nosotros. – Le cogió la mano y se la acercó a la cara-. Sois mi dama. Siempre seré vuestro caballero.

El cuerpo y el alma de Ginebra desfallecieron. Le sujetó la cabeza entre las manos y la inclinó para darle un trémulo beso.

–Venid a mis aposentos en secreto -susurró-. Lo antes posible.

Capítulo 20

–Menuda mujer, ¿eh? – comentó con un suspiro Arturo, que apoyaba todo su peso en el hombro de Kay-, ¡menuda reina! – Respiró con dificultad después de este esfuerzo por hablar y caminar a la vez-. Ella es quien me ha mantenido con vida, Kay, de modo que es mi deber hacia ella ponerme bien cuanto antes.

–Como digáis, señor -repuso Kay.

El sudor de su rostro y su extraño color delataban lo mucho que le costaba aguantar el peso de Arturo, pues desde que recibió una puñalada en el muslo el dolor nunca le abandonaba. No obstante, cuando Bedivere y Gawain se ofrecieron a acompañar al rey en su primer paseo, ambos fueron rechazados con un gesto. Sólo Kay, su hermanastro, en quien siempre había confiado, ayudaría a Arturo. «Kay puede arreglárselas, ¿verdad, hermano?», había preguntado el monarca, entre entusiasmado e inquieto, y Kay, un hombre delgado, que ni siquiera antes de su herida había tenido mucha fuerza, había respondido con un rotundo «sí».

Sin embargo, era largo aquel ancho camino de grava que rodeaba las murallas del castillo, el lugar preferido por los caballeros para cortejar a sus damas, pasear y jugar. Ya habían pasado las horas más calurosas, y el suave aire del atardecer había animado a Arturo a comprobar sus fuerzas. Al correr la noticia, toda la corte había salido para saludar al rey, a quien habían dado por muerto. Se habían congregado allí muchos cortesanos, unos alborozados, otros con aire más solemne, solos o en parejas, y todos le miraban con atención, se inclinaban y le hacían reverencias cuando pasaba delante de ellos. Arturo, que avanzaba animoso de un grupo a otro, sentía que el amor que le profesaban le hacía revivir.

Unos pasos detrás de ellos, Gawain y Bedivere advertían el enorme esfuerzo que tenía que realizar Kay para soportar el peso de Arturo.

–¡Permitidme, señor! – dijo Bedivere con tono alegre al tiempo que se colaba entre ellos y dejaba caer el peso del soberano sobre su hombro para liberar a Kay.

–¿Qué…? – balbuceó éste lleno de rabia.

–¡Ah, ése es el juego! – exclamó Gawain-. ¡Id con cuidado, Bedivere, después me toca a mí!

Qué necio es Gawain, pensó con frío desprecio Agravaine, que caminaba detrás. Se comporta como un chiquillo, todo son bromas y travesuras para él. Todos intentan hacerse un hueco junto al rey y ganarse su favor al precio que sea. Menudos majaderos, se dijo al tiempo que escupía a un lado del camino.

Gawain le oyó y se dio la vuelta. ¿Qué molestaba tanto a Agravaine? Bueno, allá él. Lo importante era que Arturo ya sé sostenía en pie. Pronto lo verían montar a caballo por el campo.

Un caballo, sí. Gawain andaba con dificultad, pero se regocijaba de llevar el confortante peso de Arturo, que avanzaba con pies de plomo, temeroso de dar pasos grandes. ¿Se recuperaría algún día?

Gawain suspiró. ¿Quién podía saberlo? pensó. El estado del monarca había sido la comidilla del reino. Todos se preguntaban qué podría significar lo que le había ocurrido al rey, pero nadie daba con la respuesta. Los más viejos aseguraban que nunca antes había sucedido nada así. A cualquier caballero podían herirle cientos de veces a lo largo de su carrera, pero nunca tan cerca del sitio de la virilidad, de la caballería y de tantas otras cosas. Pues, ¿cómo podía un hombre ser un caballero si no podía montar a caballo? Gawain agitó los brazos alegremente e inquirió:

–¿Cuándo os veremos cabalgar de nuevo, mi señor?

Arturo tenía la frente arrugada a causa del dolor, pero cada paso que daba iba acompañado de una sonrisa triunfal.

–¡Pronto, Gawain, pronto! – contestó con voz ronca. Un pálido resplandor iluminó su rostro vuelto hacia arriba-. Entonces celebraremos un torneo.

–¡Mi señor! – Gawain prorrumpió en carcajadas-. ¿Un torneo en Camelot?

–Sí, sí. Ha pasado mucho tiempo desde el último.

–Estos jovenzuelos -intervino Bedivere, que señaló hacia adelante- se alegrarán cuando se enteren.

Arturo alzó la vista hacia dos jóvenes caballeros que le esperaban a la sombra de la muralla.

–Son Mador y su hermano Patrise, ¿verdad? – le susurró al oído.

–Sí, señor, los caballeros venidos de las fronteras galesas -explicó Bedivere.

Mador avanzó unos pasos y se arrodilló.

–¡Que los Dioses hagan que os recuperéis pronto, señor -exclamó con vehemencia- y bendigan y protejan a vos y a vuestra amada reina!

Agravaine observó que Arturo se emocionaba y tendía la mano al joven principiante para que se la besara. Cualquier otro hombre habría entendido el sentido real de las palabras de Mador. «Amada reina», ¿eh? Su oscura mirada se iluminó y el vello de la nuca empezó a erizársele. En efecto, Mador amaba a la reina, como le había dicho su hermano pequeño, Patrise. El mal que dormía en su interior se revolvió como una culebra. Miró de arriba abajo a sir Mador. Sí, era un joven muy atractivo, de tez pálida y gran pasión. ¿Hasta dónde había llegado con la reina, cuánto se había arriesgado?

Ningún hombre enamorado de una dama casada habría podido esperar tiempos mejores. Con su marido recuperado pero castrado, ¿viviría Ginebra sin un amor? Agravaine exhaló un suspiro de satisfacción. No, la reina no. Como todas las mujeres del País del Verano, vivía a través de sus muslos. No cabía duda de que tomaría un amante, y éste sería Mador. Habrá que vigilar a Mador, se dijo; a Mador y a la reina.

Delante de ellos el sendero conducía a un viejo roble cubierto de musgo a cuya sombra había un banco rústico. Hiedras y madreselvas formaban un dosel de deliciosa fragancia. Bedivere ayudó a Arturo, cuyo cuerpo además de ser pesado estaba muy debilitado, a caminar hasta allí para que descansara.

Tras sentarse y tomar aliento, Arturo dio las gracias a todos con humildad. Le rodeaban los hombres que más estimaba. Bendito sea Dios, rezó en silencio. Aquí están Kay, mi querido Bedivere y mis parientes más cercanos: Gawain con sus tres hermanos, Agravaine, Gaheris y Gareth, además… Levantó la cabeza y miró alrededor.

–¿Dónde está Lanzarote?

Diosa, Madre, que llegue a mí sano y salvo.

Ginebra miraba hacia la explanada desde la ventana. Ya había anochecido, pero la luna no había asomado aún su cabeza. La oscuridad ampararía a Lanzarote, pero un hombre que tuviera que escalar una torre agradecería un poco más de luz.

Lanzarote… Apretó los puños hasta clavarse las uñas en la palma de las manos. ¿Por qué le había pedido que se reuniera con ella esa noche? se preguntó. ¿Y por qué había accedido él? Cuando se lo dijo, había imaginado una luna llena navegando los mares del cielo para conducirle hasta sus brazos. Treparía por la vieja hiedra que cubría toda la torre hasta la ventana en que ella le aguardaría para ayudarle a entrar. Sin embargo, era una noche oscura, y con esa negrura y el peligro que suponía… ¿qué hacer si caía? Diosa, Madre, perdonadme, proteged a Lanzarote…

Sentada junto al hogar con el bastidor de su bordado ante sí, Ina detuvo su laboriosa aguja para observar la espalda rígida de la reina. No deja de atormentarse, pensó con pena, nunca está contenta, ni siquiera ahora que su amante vendrá…

Ginebra se dio la vuelta.

–Ina, he cometido un error al pedírselo. ¿Y si no acude?

La doncella levantó la cabeza.

–Ya debe de estar en camino, mi señora.

–¡Seguro que no! ¿Por qué habría de venir?

Ina refrenó sus maliciosos pensamientos y bajó la vista.

–No lo sé, señora.

–Tendrá que trepar en plena noche… -Ginebra comenzó a pasearse por la estancia, con los puños apretados.

–No se caerá-aseguró Ina.

–¡Pero es tan peligroso!

–¡Desde luego, pero no puede entrar por la puerta, entre los centinelas, para pasar la noche con la reina! – exclamó la doncella.

Por un instante pensó que se había excedido, pero Ginebra no la escuchaba, pues un nuevo temor la atormentaba.

–Creo que el rey lo sabe -dijo despacio.

–Por los Dioses del cielo, ¿qué sabe? – inquirió Ina, que se había quedado boquiabierta.

–Esta noche, mientras ayudaba a Arturo a acostarse, me preguntó si yo sabía dónde estaba Lanzarote, pues por la tarde había paseado con sus caballeros por el jardín y no le había visto.

–¡Es que no estaba allí!

–¡Pues claro que no! – exclamó Ginebra-. Había salido a cabalgar con sus primos, como hace tan a menudo. La cuestión es que Arturo reparó en su ausencia.

Ina dejó a un lado su labor.

–Señora, si el rey le echó de menos es porque le gusta su compañía. Después de todo, es su caballero, y le tiene en gran estima.

–¡Lo sé! – Ginebra se mordió el labio y rogó: Oh, Diosa, decidme qué he de hacer…

Ina advirtió su aflicción.

–En el país de la Diosa, señora, esto no es ningún pecado -dijo con firmeza mientras reanudaba el bordado-. Sabéis bien que en los viejos tiempos las reinas cambiaban de consorte cada año. Los caballeros de vuestra madre se enfrentaban una vez al año en combate para decidir quién sería el paladín.

–Pero ella conservaba a sus elegidos durante siete años -protestó.

–De acuerdo -concedió Ina impasible-. Vos lleváis ya diez con el rey, y tal como están las cosas, ahora no puede cumplir como marido con vos…

–Eso no durará siempre -replicó Ginebra. Sin embargo, las dos pensaron: Tal vez sí.

Se produjo un silencio que Ina no se atrevió a romper. Cuando Ginebra habló, el sufrimiento convirtió su voz en un susurro.

–Arturo… debo pensar en Arturo… oh, Ina, recemos porque Lanzarote no aparezca.

Se oyó un ruido en el exterior.

–¿Qué es eso? – exclamó Ina.

Ginebra corrió hacia la ventana y echó un vistazo. Al pie de la pared una figura embozada ponía las manos en la hiedra y comenzaba el ascenso.

–Ohhh…

Ina se levantó antes de que Ginebra se diera la vuelta.

–Buenas noches, mi señora -dijo sonriendo y tras una reverencia, se apresuró a salir.

Ginebra empezó a pasearse nerviosa por la alcoba. Estaba allí, ¡Lanzarote estaba allí! El corazón le latía deprisa dentro de la caverna de sus costillas. Diosa, Madre, ¿qué he hecho? Apagó todas las velas de la estancia menos una mientras supervisaba los coloridos tapices, las gruesas alfombras y el enorme lecho. Luego regresó junto a la ventana.

El embozado ya casi estaba arriba. Con firmes movimientos, aprovechaba las hendiduras de la piedra para escalar hasta que se agarró al marco de la ventana y se impulsó para entrar. Con gesto impaciente se deshizo de la capa de lana.

–¡Lanzarote!

En la penumbra de la cámara el caballero resplandecía. La luz de la vela producía destellos cobrizos en sus cabellos y encendía diminutas llamas en sus castaños ojos que ofrecían una mirada antiquísima que Ginebra no consiguió descifrar. En cambio la expresión atribulada y seria de su rostro no daba lugar a error.

Ginebra extendió los brazos hacia él, para alejarse un segundo después asustada. Se le saltaron las lágrimas.

–Oh, amor mío…

–¿Qué estamos haciendo? – preguntó él con voz ronca.

Ginebra se acercó a él, tras abrazarle, le hizo inclinar la cabeza para llegar a sus labios.

–Silencio ahora -dijo, y le besó-. Silencio, amor mío.

Capítulo 21

Ginebra, mi señora. Ginebra la reina… Sir Mador se deslizó la visera y se acomodó en la silla de montar mientras se dirigía con su caballo hacia la palestra. Con expresión ausente agradeció los vítores de la muchedumbre. Patrise, que caminaba a su lado, se despidió con un gesto del paje y del escudero de su hermano y supervisó la montura.

–Cincha, estribos, peto, gamarra, baticola… todo bien, Mador. – Levantó la cabeza protegiéndose los ojos con la mano-. Que Dios os acompañe, hermano -susurró.

–Gracias, hermano -repuso Mador emocionado. Ante él se extendía el largo pasillo de la palestra, con una empalizada de madera maciza en el centro para mantener separados a los combatientes. Al final, en su lado correspondiente del palenque, su contrincante se preparaba para la carga. Señor Dios misericordioso, que borraste los pecados del mundo, ten piedad de mí, que sólo soy un pobre pecador… Exhaló un suspiro y ofreció su alma a Dios. Después de la fatal caída que sufriera su padre durante un torneo, se había prometido que no moriría sin estar preparado.

Alzó la vista hacia la galería de espectadores. Allí estaba sentada la reina, rodeada por sus damas, resplandeciente con su traje blanco y oro. Al ver su radiante imagen entre las rendijas de su visera Mador contuvo la respiración. Siempre la había venerado sin reserva, pero ahora parecía aún más adorable, dulce, feliz y luminosa, como una mujer enamorada. Debe de ser por el rey, pensó. Cualquier mujer se sentiría orgullosa de haber ayudado a su esposo a regresar desde las fronteras de la muerte y tenerle junto a sí, sonriente y sano, como estaba ahora el rey.

Un rey como Arturo y una reina como Ginebra, el sol en el cielo y los verdes campos delante… ¿qué otra cosa podía querer un hombre? Lucharía bien, lo notaba en los huesos. Vencería por la reina y le ofrecería triunfante su victoria. Algún día sería el mejor caballero del mundo, el elegido para portar la banda de la reina y luchar por ella. Su espíritu se inflamó. ¿Luchar? ¡Morir por ella! El pulso de la sangre le retumbaba en las venas, y en sus oídos sonaba el cántico tan familiar: Ginebra, mi señora, Ginebra, la reina…

Incluso a esa distancia la arrebatada actitud de Mador mientras miraba hacia la galería delataba el objeto de sus pensamientos. Sir Gaheris, que ceñía la cincha de la montura de Agravaine, señaló con la cabeza hacia el otro extremo de la palestra.

–Esperemos que la mente de Mador no esté puesta hoy en la justa -masculló con tono sarcástico mientras apretaba el rígido cuero y aseguraba la lengüeta después de pasarla por la hebilla-. Será difícil derribarle, y más aún si tenéis el sol de frente. – Observó cómo Agravaine se acomodaba en la silla para asegurarse de que estaba bien sujeta. Tenía bastante buen aspecto con su nueva armadura negra, resplandeciente de pies a cabeza-. Que los Dioses os acompañen hoy.

Agravaine cogió las riendas y se alejó de Gaheris sin pronunciar palabra. Cuando llegó al extremo de la palestra se bajó con un golpe seco la visera y dejó escapar un suspiro de desprecio. Peso y volumen, nada más, definirían al vencedor del día. A Mador no le bastaría su entrenamiento para derribarlo.

–¡Sir Agravaine! – aulló la multitud.

El caballero hizo caso omiso del griterío. Por entre las rendijas de su casco vio que el heraldo bajaba la bandera y oyó la orden de «¡Adelante!». A esa distancia su oponente parecía un simple mozo, demasiado joven para luchar. De todos modos no se mostraría indulgente con él, se dijo al tiempo que espoleaba a su caballo. ¿Conque Gaheris creía que podrían derrotarle? Rió con frialdad y azuzó a su caballo para emprender un firme medio galope. Los jóvenes como Mador eran demasiado débiles para descabalgar a un orcadiano, a un hijo de Lot. Al prepararse para la descarga final pensó que sólo Lanzarote era lo bastante bueno para hacer prevalecer la destreza por encima del peso. En estas cavilaciones estaba cuando la lanza de Mador le golpeó en la parte baja del pecho que lo derribó de la silla. El impacto le dejó sin aliento, y la cabeza le retumbaba. A pesar del zumbido en los oídos, mientras gateaba para tratar de ponerse en pie oyó el sordo trapalear de la montura de Mador, que avanzaba hacia él. El corazón se le aceleró, pero no supo si era por la rabia o a causa del golpe. Buscó a tientas el escudo que tenía atado a la espalda y asió su acero con ferocidad en tanto que su mente repetía: A mí no, Mador… ningún hombre me hace esto a mí…

–¡Sir Mador! ¡Sir Mador! – exclamaba entusiasmado el gentío.

Pudríos, Mador, maldijo Agravaine; ojalá perezcáis por dentro, herido en lo más profundo como el rey… En ese momento Mador se acercó y Agravaine se encontró trillando el aire con su espada. El sol le cegaba y lo único que lograba distinguir era la descomunal figura que formaban caballo y jinete. El miedo a la derrota le recorría las venas como una fiebre. Montado a caballo, Mador contaba con una ventaja que ningún hombre podía desaprovechar. No tenía más que utilizar la vieja táctica de golpear a su derribado oponente y retirarse, hasta que éste acabara derrotado por el dolor y la pérdida de sangre. La voz de Mador atravesó el aire.

–¡Aquí, señor!

Mador levantó el brazo y blandió su arma. Agravaine agarró la espada y el escudo y se preparó para el siguiente impacto. Notó enseguida el dolor, y oyó el estrépito del metal cuando Mador le atacó por sorpresa. Luego vio cómo desmontaba de un salto y lanzaba las riendas a un paje que se alejó con el caballo.

–¡Mador! ¡Sir Mador! ¡Ha renunciado a su ventaja! – clamó la muchedumbre con tono aprobador.

Una arcada subió por la garganta de Agravaine y le llenó la boca de vómito. ¿Acaso Mador le despreciaba tanto como para machacarle en tierra? ¿Descabalgarle no había sido suficiente? ¿Tenía que humillarle? Una niebla roja veló sus ojos. Morid, Mador. Preparaos para morir. Lanzó a un lado el escudo y empuñando la espada avanzó hacia su contrincante con la intención de matarlo.

–¡Defendeos, Mador! – exclamó.

–¡Adelante, pues!

Mador no retrocedió cuando Agravaine se abalanzó sobre él y limpiamente esquivó el peso del corpulento orcadiano. A través de las delgadas rendijas, Agravaine apenas vio cómo la espada de Mador se alzaba sobre él, pero el fuerte golpe entre sus hombros le hizo caer de bruces.

–¡Sir Mador! – bramó extasiado el gentío-. ¡Mador de las Praderas!

Mador… Loco de rabia, Agravaine se puso de rodillas y, mientras gateaba para recuperar su espada, vio una bota de hierro que pisaba su hoja. En ese instante Mador le apuntó con su acero en la garganta.

–¿Os rendís? – exclamó la multitud, que en su entusiasmo se anticipaba a la pregunta ritual.

Sin embargo sir Mador retiró el pie de la espada, hizo una reverencia a su enemigo, que estaba a cuatro patas como un perro, y abrió los brazos en un gesto elocuente que significaba «comencemos de nuevo».

Ojalá todas las enfermedades y todas las viruelas corroan vuestras entrañas, Mador, y den al traste con vuestro más querido sueño…

–¡Sois generoso, señor! – vociferó Agravaine al recoger la espada y ponerse en pie despacio. Dedicó unos momentos a calmar su agitada alma-. ¡Bien… comencemos!

Mador corrió hacia él a una velocidad increíble. Agravaine recibió un golpe en la cabeza que le cegó por unos segundos, y mientras se tambaleaba su adversario se colocó raudo a su lado y le asestó en la espalda un fuerte mandoble que le derribó de nuevo. Agravaine, sudoroso, intentaba en vano defenderse. Que los Dioses deformen vuestra progenie, arruinen vuestra vida… No lograba imponerse. Mador atacaba y danzaba alrededor de su oponente, más alto y también más torpe.

Gaheris, que observaba la lid desde un lateral, lanzó una mirada furiosa a su hermano Gareth.

–¡El sol le daba en los ojos, no tenía ninguna oportunidad! – exclamó con indignación-. ¡Si le hubiera correspondido el otro lado de la palestra, ese palurdo no le habría visto en el suelo!

Desde la galería de espectadores, sir Gawain no era tan parcial.

–Agravaine se lo ha buscado -comentó a Arturo, y rió contento, complacido por la paliza que recibía su hermano-. Mador y su hermano Patrise os servirán bien, señor.

–Cierto. – El rostro de Arturo se ensombreció-. Pero preferiría estar yo mismo en el palenque.

–Ay, Arturo, pronto participarás en justas -intervino Ginebra, que le tendió una mano con gesto protector-. No penséis más en ello… Os estáis recuperando muy deprisa.

–En efecto, querida mía. – Arturo esbozó una sonrisa torcida-. Ya puedo cabalgar, pero aún no soy capaz de dominar a un corcel en un torneo.

De pronto el griterío se impuso al entrechocar de las espadas.

–¡Mirad eso! – exclamó Gawain con júbilo. Sir Mador golpeaba a su contrincante y de un mandoble le arrancó la espada de la mano. El alto orcadiano quedó de rodillas, derrotado y desarmado.

–¡Rendíos, Caballero! – bramó sir Mador, cuya voz resonó en la explanada.

¿Rendirme a vos, fatuo? ¿Rendirse un príncipe de las Órcadas a un patán de las Praderas? Por nada del mundo. Negó con la cabeza, protegida por el yelmo.

–¡Rendíos! – repitió sir Mador a voz en grito-. Estáis a mi merced, os he derrotado en justa lid. No tenéis elección. ¡Rendíos!

De nuevo la negra silueta negó con la cabeza.

–¡Rendíos! – exclamó sir Mador, cuya voz delataba verdadero pavor. Los entrenamientos no le habían preparado para nada semejante-. ¡Rendíos, caballero, o morid!

Agravaine se quitó los guanteletes y tras arrojarlos al suelo se dedicó a manipular los lazos del cuello. Un instante después se despojó del yelmo y lo lanzó lejos de sí. La multitud observó absorta cómo daba vueltas por el aire antes de caer en la arena. Enseguida volvieron a fijar su atención en Agravaine y su fiera expresión, en su mueca de cólera al apartarse el pelo de la cara y retar a Mador.

–¡Atacad, caballero! – bramó-. ¡No me rindo!

Los espectadores guardaron silencio, sobrecogidos.

Mador permanecía inmóvil, como enraizado en la tierra, presa del pánico. Patrise, que contemplaba la escena desde un lateral, lamentó el trance en que se veía su hermano. Nunca había matado a un hombre, y menos aún a un caballero derrotado, arrodillado a sus pies… y menos aún a un sobrino del rey, un caballero de la Tabla Redonda e hijo de un monarca. Oh, Mador, Mador, que Dios os ayude en estos momentos.

En la palestra, Mador se armó de valor y empuñó con determinación la espada. Luego la asió por la hoja, tendió la empuñadura hacia la galería e hincó una rodilla. Inclinó la cabeza al ofrecer así su arma. Su gesto significaba: «Entrego al rey este caballero; ¿debe vivir o morir?»

–¡Señor! – Gawain sujetó el brazo del trono del soberano y se arrodilló a su lado. Su rostro se contrajo y lloró igual que un niño-. ¡Señor, os ruego que salvéis la vida de mi hermano!

Arturo, escuchadme, suplicó Ginebra para sus adentros, inmóvil en su asiento. Las leyes de la caballería exigen que Agravaine muera. Tres veces ha rechazado la piedad que le ofrecía Mador. Ha elegido morir. En el profundo silencio, los ojos se le nublaron. Debéis deshaceros de él. Agravaine sólo representa tinieblas para todos nosotros. Tinieblas y fuego, oscuridad y muerte abrasadora… Volvió en sí con mal sabor de boca. ¿Qué es esto? se preguntó. Por los Dioses del cielo, ningún hombre debería morir en juegos de guerra como éstos.

–Arturo… -dijo al fin reuniendo sus fuerzas.

Sin embargo su esposo ya estaba en pie. Alzó el brazo derecho y su voz se oyó en todo el recinto.

–Levantaos, sir Agravaine, seguiréis con vida. Sir Mador, acercaos a la tarima para recibir el premio a vuestro coraje.

Gawain le agarró del brazo y le besó la mano al tiempo que la tensión desaparecía de sus hombros. Arturo le ayudó a levantarse.

–Vuestro hermano es un hombre muy valiente, Gawain -afirmó-. No hay muchos caballeros con tan poco miedo a la muerte. Sólo por eso merece vivir. ¡Y no dudo de que después de todo le haremos digno de nuestra confianza!

–Bendito seáis, mi señor.

Gawain se giró para ocultar sus lágrimas. Abajo, sir Mador se acercaba a la galería con el yelmo apoyado en la cintura, el rostro sucio del polvo del palenque y una expresión consternada en los ojos.

–No sabe aún si ha ganado -comentó Arturo a Ginebra con una sonrisa-. Decídselo vos, Ginebra.

La reina asintió. Se acercó a la barrera de la galería de madera que le llegaba hasta la cintura y estaba abarrotada de damas y señores que observaban al nuevo y joven caballero.

–Señor caballero -dijo-, el rey quiere honrar vuestra caballerosidad por haber perdonado la vida a un caballero derrotado. Y la reina celebra vuestra victoria.

La multitud prorrumpió en aplausos. Mador miró alrededor maravillado.

Por encima de él, Ginebra se inclinó de nuevo.

–Sir Mador -exclamó para imponer su voz al griterío-, sois valedor del nombre de caballero. Recibid esto como recompensa a la valía que habéis demostrado hoy.

Desde el balcón voló hasta él una tira de fina tela blanca. Mador la recogió con lágrimas en los ojos. Oyó la lejana melodía de las esferas. Mi señora Ginebra… llevaré en las lizas esta cinta en vuestro honor.

Se acercó el trozo de tela a los labios y sintió que su delicada fragancia le colmaba el alma. Una reina lo es todo, pensó humildemente, y yo no soy nada, pero algún día me contaré entre sus caballeros. Alzó el rostro hacia la galería, ciego de amor. Ginebra, mi señora; Ginebra, la reina.

Arturo miró hacia abajo y sonrió.

–Os ama, Ginebra -dijo con sarcasmo-. Todos os aman. – Le cogió la mano y sonrió mirándola a los ojos-. ¿Cómo no van a hacerlo?

El miedo se apoderó de la reina. Lanzarote… ¿Sospecha algo? se preguntó.

–Arturo…

Él levantó la mano para interrumpirla.

–Ginebra, yo soy el hombre que os amó antes que ninguno. Por eso entiendo lo que sienten. – Hizo una señal al chambelán y miró alrededor-. Que prosiga el torneo, señor. Por cierto ¿dónde está Lanzarote?

Esa noche, durante la cena en el gran salón, todos los presentes hablaban con admiración de Lanzarote. Encomiaban su coraje y su decisión de entrar en la palestra en último lugar para dar una oportunidad a los nuevos caballeros, así como su habilidad para derrotar a sus adversarios portando la cinta de la reina en una manga. En esos momentos estaba sentado en silencio, con la mirada clavada en la tarima en que Ginebra cenaba junto al rey. Aceptaba las alabanzas que recibía lo mejor que podía, mientras picoteaba de su plato y daba cuenta del vino.

Uno por uno, todos los cirios se consumieron. Por fin, una vez acabados los alimentos y la bebida, los caballeros y las damas se retiraron rebosantes de alegría a sus habitaciones. Cuando el último de los sirvientes se hubo marchado, Ginebra acompañó a Arturo a su cámara.

–Lanzarote no cambiará nunca, ¿verdad? – comentó Arturo complacido mientras se acomodaba en el lecho.

Diosa, Madre, haced que se duerma enseguida, no quiero hablar…

–¿Qué queréis decir?

–Me refiero a lo que acordamos. – Arturo dio unas palmadas en la cama-. Sentaos un minuto, por favor. Supongo que ya le habréis dicho lo que queremos para él.

Ginebra se sentó en el colchón.

–Le he dicho que queríais que encontrara esposa. Prefiere seguir dedicando su vida a las armas.

–¿Eso os dijo? – Arturo rió con amargura-. Bueno, tal vez sea lo mejor. – Su voz se animó a medida que hablaba-. Mirad lo que ha hecho hoy en el torneo. El último de la palestra, cuando apenas había luz, para favorecer a los más jóvenes.

–Tampoco es tan viejo -protestó Ginebra.

–Debe de tener unos treinta años -repuso Arturo con una sonrisa-. El joven Mador, por ejemplo, aún no ha cumplido los veintiuno. No, Lanzarote ya es bastante mayor.

¿Mayor? ¿Eso dónde me sitúa a mí? se preguntó la reina.

–Todavía es bueno.

–El mejor -afirmó Arturo-. Realmente es el mejor caballero del mundo. Hoy han venido reyes y paladines de las tierras más lejanas. ¡Y los ha derrotado a todos! – Emitió una risilla de satisfacción-. Debe de haber sido gracias a vuestra cinta, que llevaba ceñida en un brazo -añadió en broma-. Un homenaje al poder blanco y dorado. Sin embargo os advierto, Ginebra, que cuando vuelva a ponerme la armadura luciré otra, vez vuestra escarapela. – Le cogió la mano y agregó con tono solemne-. Lanzarote será siempre vuestro caballero, pues una reina debe tener sus propios caballeros, pero yo seré vuestro paladín en el palenque. – Ginebra le miró asustada. Los ojos de Arturo se oscurecieron mientras le acariciaba la mano-. Dios ha sido bueno conmigo -dijo pensativo- al otorgarme un caballero como Lanzarote y una esposa como vos… -La miró fijamente a los ojos y respirando hondo-. Sabéis que cada día me siento mejor, tanto que creo que podría… -La recostó sobre la cama-. Es decir, si me ayudáis, Ginebra, creo que podríamos… -Se interrumpió y dejó escapar una risilla-. Ya sabéis a qué me refiero. – Le puso la mano sobre un pecho-. Vamos, Ginebra.

Capítulo 22

Amanecer en Avalón… ¿acaso había algo más hermoso que contemplar la buena tierra de Dios?

Con el alma inflamada de gozo, el hermano Bonifacio dio gracias humildemente al Creador, que le había enviado a aquel lugar. Amaba Avalón más de lo que un buen cristiano debiera, y el paseo al alba con su compañero era una bendición. Al contemplar las verdes laderas desde la cima del monte era fácil comprender por qué los paganos afirmaban que la isla tenía la forma de su Diosa dormida.

Delante de ellos, en la distancia, el montículo del gran Tor resplandecía bajo los primeros rayos del sol. Alrededor de la verde isla las tranquilas aguas del lago brillaban como un espejo. Bonifacio llenó sus jóvenes pulmones con el delicioso aire del estío y experimentó una sensación de bienestar. Había pensado que era feliz en Londres, bien lo sabía Dios, sirviendo a su orden con el trabajo y la oración. Amaba la triste monotonía de las horas canónicas: vísperas, prima, nonas… Con la confianza de sus veintitantos años, había supuesto que viviría y moriría en la abadía a la que Dios le había llamado siendo un niño, pero el padre abad había oído la voz del Señor, que encomendaba a Su siervo a otra tarea. Bonifacio habría de difundir la palabra de Cristo en un lugar en que había gobernado el Diablo. Tenía que instalarse en Avalón y suplicar a los paganos que le permitieran unir sus plegarias a las suyas. De ese modo se convertiría en cabeza de puente para el Señor, propiciando que Sus soldados entraran allí cuando llegara el momento. ¡Qué gloria, qué pánico, qué reto, qué misión! Le explicaron que tendría junto a sí a un hermano de armas para cumplir su tarea y, en efecto un joven monje venido de Roma se unió a él enseguida. Esa labor sería la más importante de su vida. Todavía se sonrojaban sus pálidas mejillas cada vez que se paraba a pensarlo. ¿Cuánto tiempo llevaba en la Isla Sagrada? Y cada día le gustaba más el lugar.

Esa jornada supondría un nuevo giro en su labor. Por fin se reunirían con quien gobernaba allí.

«Adoran a la Gran Diosa -había dicho el abad-, lo que contraviene el mandamiento de Dios de que las mujeres están sometidas a los hombres.» Bonifacio recordó el destello de rabia que había fulgido en los ojos del padre. «Creen que las mujeres tienen derecho a disfrutar libremente de su cuerpo -había añadido el abad- y se les permite escoger a los hombres que llevarán a su lecho. Una sacerdotisa de la Diosa ejerce el poder allí como Señora de la isla. Se rodea de jovencitas y las adiestra en esas costumbres putescas. – Con expresión iracunda había alzado un dedo para dar fuerza a sus palabras-. Ganaos su confianza, demostradle que no suponéis ninguna amenaza. Tratad a sus muchachas como a la Madre de Nuestro Señor y, cuando Dios lo disponga, les devolveremos la dignidad de la pura feminidad que han perdido.»

Bonifacio se había entregado a su tarea con toda su alma. Estación tras estación, pedía audiencia a la Señora, siempre sin éxito. Ahora les habían anunciado que por fin les recibiría. Una de sus damiselas les conduciría a su morada. Así pues, Giorgio y él se encontraron de camino hacia allí. Bonifacio se volvió jubiloso hacia su compañero, que antes de que pudiera hablar comentó:

–¿Y a esto lo llaman verano? – Miró con expresión apesadumbrada en torno a sí-. ¡Pía María! ¿Cuándo vemos el sol?

Bonifacio le observó con preocupación. Tras compartir celda durante varios meses el joven italiano se había convertido en algo más que un hermano para él, más que un amigo. Sabía que Giorgio sufría desde que lo habían trasladado a este frío y remoto lugar de paganos, cuya lengua ignoraba. En los últimos días sus finos rasgos aquilinos parecían ensombrecidos por una sensación de pérdida. ¿Cuánto tiempo tardaría en desaparecer la frescura de su dorada tez, la alegría de sus oscuros ojos, su arrebatadora sonrisa? Bonifacio suspiró. Después de vivir en Roma, Giorgio podía encontrar poco que admirar en las arboledas de manzanos de la isla o en el revoloteo de las palomas, todo demasiado delicado y soso para un joven del palpitante sur. Giorgio añoraba su monasterio de Roma. Cuando hablaba de su iglesia y la sagrada hermandad que existía allí, Bonifacio se daba cuenta de que había dejado atrás una vida consagrada por completo a Dios, ideal, perfecta. En comparación, compartir la pequeña celda con él, rezar los dos solos en las horas canónicas y tratar de que los isleños abrazaran la fe de Cristo debía de antojársele poco atractivo. Bonifacio se mordió el labio y apretó la mandíbula con determinación. Debía esforzarse más para conseguir que Giorgio se sintiera feliz. Quizá cuando hubieran hablado con la Señora se le revelaría la voluntad de Dios… Su espíritu se inflamó.

A su lado, Giorgio le miró de reojo y meneó la cabeza. ¡Qué poco sabía su amigo! Claro que precisamente su inocencia, junto con su apostura, había constituido su salvoconducto para llegar allí. El padre abad de Londres debió de haberle elegido por su pureza y honradez, pero Bonifacio lo ignoraba. En cambio su abad había sido más claro con él. El superior de la orden le había explicado su misión con una sonrisa tan vieja como las colinas sobre las que descansaba la ciudad de Roma.

«Recordad que un pecado insignificante puede ayudar al Señor -le había dicho al tiempo que tendía las arrugadas manos-. El padre abad de Londres necesita a un joven apuesto para ganarse el corazón de una vieja puta. La bruja de Avalón ofrece la amistad de su cuerpo a cualquier hombre. Si os favorece a vos, pecad por el Señor. Os garantizo la absolución por adelantado.»

«¿Para cualquier cosa?» había preguntado Giorgio esperanzado.

Los ojos del superior arrugados como los de una tortuga, le habían mirado con la frialdad de una roca.

«Para todo lo que tengáis que hacer», había respondido.

Mientras recordaba pensó que su superior debía de haberse enterado de que las mujeres no le atraían en absoluto. Dejar Roma ya era bastante desgracia, pero no tan duro como separarse del chico al que su corazón veneraba, el niño de doce años que cantaba en el coro del monasterio. Nunca había conocido felicidad semejante a la de los momentos que pasaban escondidos tras los bancos del coro, o las sesiones secretas en la sacristía cuando le poseía. Cada noche, mientras rezaba, evocaba los sedosos labios del mozalbete, sus nalgas suaves como piel de melocotón, la rudeza de sus inexpertas manos, y ofrecía todo aquello a Dios. Tanto el chico como él eran criaturas de Dios, entregados a Su servicio, y le adoraban cada vez que se unían en un amor como aquél. Cuando el corazón era puro, el acto no constituía pecado.

Ahora comprendía hasta qué punto su abad le había bendecido. Así pues, si tenía que pecar por Dios con la puta de Avalón, lo haría, se dijo sin excesivo entusiasmo. Sin embargo, Dios no los había destinado a realizar esa tarea: la Señora no había mostrado ningún interés en ellos. Hasta ahora. Giorgio estaba convencido de que, pasara lo que pasara, la ramera de Avalón no se rendiría a ellos. No obstante, el Todopoderoso hacía milagros incluso más raros. Resplandeció al pensar que quizá podría ser.

Bonifacio caminaba a buen paso.

–Dios no culpa a los que no han conocido nunca Su amor -confirmó-. Estas mujeres ignoran los planes que Dios les reserva.

Mientras ascendían por la loma de Tor, atravesaban plateadas arboledas de manzanos y un poco más arriba, sumido en la oscuridad, un tupido pinar. Cerca de la cima se hallaba la morada de la Señora, lo sabían, aunque desconocían su ubicación exacta. Aún no lograban distinguir a los ocultos guardianes apostados allí. De pronto vislumbraron un resplandor entre los frondosos pinos y una mujer apareció a la vera del sendero. Vestía con telas verdes como el bosque, que ondulaban a merced de la suave brisa. La esbeltez de su cuerpo, que mantenía erguido, la hacía parecer más alta de lo que era, y bajo el velo con que se cubría la melena su rostro revelaba el antiguo desapego propio de otro mundo. Sus preciosas manos tostadas estaban entrelazadas como dos garras, y Bonifacio sintió un escalofrío al percatarse de que no las tenía lejos de la formidable daga que llevaba en la cintura. ¿Acaso siempre portaba consigo los instrumentos de la muerte? ¿Para qué los quería? Sin embargo nada traslucían su cara ni sus oscuros e insondables ojos. Los miraba con una expresión indefinida mientras aguardaba a que se acercaran.

–¿El plan de Dios para las mujeres? – Giorgio esbozó una sonrisa sarcástica, mientras trataba de mantener los ánimos elevados-. ¿La especie inferior, merecedora de la condena de Eva? – Señaló con la cabeza a la dama que les esperaba-. Confío que podamos hacérselo entender.

–¡Silencio, hermano! – siseó Bonifacio nervioso y rojo de furia.

Si la mujer había captado el intercambio de susurros no lo demostró.

–Soy Nemue, la primera dama de la Señora del Lago -murmuró con voz áspera, poco acostumbrada a hablar-. La Señora os da la bienvenida a su hogar…

Les saludó con la mano. Entre los árboles, los dos monjes vieron emerger y desaparecer una fachada de piedra blanca, con dos puertas macizas. Nemue les indicó con una señal que se acercaran, y cuando los dos hombres avanzaron vacilantes las puertas se abrieron solas.

–¡Entrad!

La fuerza de la orden de Nemue los obligó a adentrarse en la penumbra. Las puertas se cerraron detrás de ellos y Giorgio dejó escapar un grito agudo.

–¡Valor, hermano! – le exhortó Bonifacio con voz temblorosa-. Recordad que estamos cumpliendo la voluntad de Dios. -Salvum nos fac, Domine, rezó, Amado Señor, protégenos…

Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Se encontraron en una cámara iluminada sólo con unas lámparas en forma de dragón colocadas en hornacinas. La estancia era de adobe, techo bajo y abovedado como el interior de la tierra, y las pequeñas llamas brillaban por doquier cual estrellas. Por encima notaban la humedad de la masa de humus del gran Tor, pero en el palacio de la Señora el aire era cálido y dulce. Más que dulce… Bonifacio aspiró la fragancia entre complacido y temeroso, pues sabía que en cuanto le llegara a los pulmones su alma la anhelaría durante el resto de su vida.

Aguardaron allí, cada vez más amedrentados. Distinguieron un alto trono apoyado contra la pared, a cuyo pie descansaba un grupo de perros de reluciente pelo rojizo y largas patas, cada uno con un collar de oro con runas grabadas y piedras incrustadas. Miraban a los visitantes fijamente, en guardia, muy quietos, pero el destello de sus blancos dientes bastaba para hacer que el corazón de los dos jóvenes se encogiera. Bonifacio reanudó sus plegarias. ¿Cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo?

Comenzó como un susurro, una brisa apenas. Después la tierra tembló y al fondo de la cámara apareció una mujer alta, envuelta de la cabeza a los pies en finísimas telas. Lucía una diadema de cristal en forma de luna y portaba otra luna de cristal de roca en la mano. Sin moverse, creció hasta llenar toda la estancia, y en el espacio que la rodeaba resonaron los sordos aullidos de las criaturas que había arriba, así como el insistente rumor del agua del lago que había abajo.

–¿Señora? – dijo Bonifacio, casi llorando de miedo. La embozada figura volvió lentamente la cabeza.

–¿Qué queréis?

Para Bonifacio aquélla era la voz de la niñera de su infancia, mientras que a Giorgio le recordó el beso de su querida abuela, muerta hacía mucho tiempo.

–Señora, hemos venido para daros las gracias -respondió Bonifacio, que se sentía animado, aunque no sabía la razón.

–¿Por qué?

Giorgio también se tranquilizó. Si no hubiera sabido que se trataba de una bruja, habría jurado que detectaba en su voz tanto humor como bondad.

–Cuando llegamos aquí -explicó Bonifacio nos acogisteis graciosamente en vuestra isla.

La velada figura asintió.

–Pedisteis unir vuestras plegarias a las nuestras y en verdad habéis demostrado ser hombres de fe.

–¡Nuestro amor a Dios nos hace fuertes! – exclamó Bonifacio después de dirigir una mirada jubilosa a Giorgio-. Vinimos tan sólo para compartir ese amor con vosotros.

–¿Nada más?

De pronto la voz proveniente de la trémula gasa se volvió tan fría como cálida había sido antes.

–¿Nada más? – repitió Bonifacio-. Sí, en verdad eso fue lo único que nos trajo aquí.

La gélida acusación prosiguió.

–Pero hemos oído que vuestros padres cristianos tienen otro objetivo. Planean apropiarse de nuestros objetos sagrados.

–¿Cómo es posible? – inquirió Bonifacio con extrañeza-. Son los instrumentos de vuestra fe, no de la nuestra. – Su rostro reflejaba sinceridad-. Creedme, Señora, tan sólo aspiramos a una comunión basada en la sagrada verdad.

–Vos quizá -murmuró la Señora inclinando la cabeza-; sí no me cabe duda. – Se volvió hacia Giorgio y levantó una mano-. Pero ¿también vos?

El aire de la cámara pareció agitarse y una fuerza invisible agarró a Giorgio. Era como si un trémulo dedo le hurgara en el corazón. Giorgio sintió que desfallecía.

–Señora, yo… -tartamudeó.

«Peca por el Señor.» La voz del padre superior repicaba como un toque de difuntos. Nuestro Padre… Giorgio logró esbozar una sonrisa encantadora, echó la cabeza hacia atrás y pronunció con facilidad las frases que tenía preparadas.

–Señora, en la lejana Roma tenemos noticias de vuestra existencia -explicó con la intención de ganarse su favor-. Estoy aquí para conoceros. Os rogamos que nos permitáis aprender de vos. Confiamos en conoceros mejor en el futuro. Cualquier hombre se sentiría complacido de hallarse ante vuestra presencia. – Trató de componer una sonrisa respetuosa y pícara a la vez-. Quizá algún día contemplemos vuestro rostro sin los velos que lo ocultan. Para mí sería una magnífica visión, la mejor de todas. – Lanzó a la dama una mirada arrebatadora y recordó justo a tiempo que no debía dedicarle un guiño.

–¡Bien dicho, hermano! – exclamó Bonifacio con tono aprobador.

Siguió un silencio interminable, que rebasó los límites de lo soportable y durante el cual Giorgio se dio cuenta de que la Señora había oído sus pensamientos y visto lo que escondía su alma. La vergüenza le invadió. Se sintió desnudo, humillado, cruelmente expuesto como las putas de Roma cuando las despojan de su ropa para azotarlas.

–¿Es así, hermano Giorgio? – inquirió su anfitriona.

Giorgio notó que el alma se le escapaba. Dios del cielo, ¿podría la bruja absorberle la vida también?

Bonifacio le miraba con perplejidad y nerviosismo. Un nuevo temor emergió en la atribulada mente de Giorgio. La Señora podría expulsarles. Si les ordenaba abandonar la isla sagrada por su causa; ¿qué castigos le esperarían en Roma?

–Os rogamos que nos permitáis continuar con nuestros rezos aquí -exclamó histérico-. ¡Por el amor de Dios!

La quieta figura del trono inclinó la cabeza, y los cristales de su diadema en forma de luna lanzaron destellos de pálido fuego.

–Amor, sí. – Su voz era como música-. La religión debería ser amabilidad. La fe debería ser amor.

–Señora…

Alarmado, Bonifacio trató de recomponer la cordialidad con que se había iniciado la conversación. Giorgio se apresuró a secundar sus esfuerzos. En la susurrante oscuridad la gran figura velada escuchó pacientemente sus torpes ruegos. Al final levantó una mano.

–Ya basta -atajó con tono grave-. Lo que haya de ser será. Ni siquiera la Madre puede hacer retroceder las mareas. – Exhaló un suspiro que encerraba toda la tristeza del mundo-. Muy bien. Vosotros y vuestros hermanos podéis permanecer aquí.

Capítulo 23