Mike Resnick y Susan Shwartz
Bibi
Los gritos de sus hijos la despertaron en su madriguera. Se estiró, suavizando el dolor en sus huesos. En el quieto amanecer, ella se aventuró hacia el lago en busca de agua. Ella vio menos de los desechos de sus enemigos de los que hubiera visto nunca antes. Casi nada quedaba recién muerto, aunque unos pocos pájaros volando en círculos la prevenían: será pronto. Mis hijos no!, ella lloró en silencio. Ellos tenían fiebre, estaban enfermo y algunos muriendo. Pero dónde estaban? Nadie se había acercado al lago. Nadie exploraba la orilla del bosque, buscándola. Ella tenía que encontrarlos pronto, antes de que se convirtiera en una madre sin hijos.
La tierra estaba seca y parda, como siempre lo había estado, pero había diferencias. Los senderos se perdían, los pájaros ya no huían de ella volando, los pocos antílopes que vio eran más pequeños y más rápidos que cualquiera que ella pudiera recordar. Ella se sintió incómoda, caminando a campo abierto, sin árboles a donde trepar en el caso de que cruzara su camino con el de las terribles criaturas parecidas a perros que podían tragársela con tres mordidas. Ella agarró su macana, que no era otra cosa que un viejo hueso fémur. Había visto a un gran gato derribar a un antílope y esperó con paciencia para que llenara su barriga; entonces peleó con los pájaros por los restos y se retiró hasta que llevaba una nueva arma y comida.
Levantó la vista al cielo de nuevo. Los pájaros parecían más pequeños y todos tenían los colores equivocados. Todavía eran ominosos y de malos augurios mientras se deslizaban por las corrientes termales muy altas por encima de la sabana, a la búsqueda de la carne del recién muerto. Mientras que el sol estaba más alto, ella se retiró hacia las confortables sombras de los árboles. Su estómago protestaba y ella le dio la vuelta a un tronco seco, buscando termitas. Pero el tronco se deshizo en polvo y ella se dio cuenta, mientras que buscaba entre los restos, encontrando nuevos insectos larvarios, de que el regimiento principal se había mudado a mejores entornos. Qué fácil había sido encontrar comida. En los mejores días de su juventud, ella podía haber viajado rápido, sacando comida del suelo o arrancando la que colgaba de las ramas. Ahora le tomaba horas llenarse la panza para no llorar como un bebé, y ella apenas podía escuchar los llantos o tosidos de las bestias. Le sangraban los pies, suaves después de tanto descanso, pero ella persistió. Había dormido demasiado.
El campamento se encontraba a 40 kilómetros hacia el Oeste de Moroto, en el agobiante calor del país de Karamojo. Hasta las moscas se ponían letárgicas allí. Remolinos de polvo surcaban el paisaje vacío, rojos y enfurecidos, levantándose decenas de metros hacia el asombroso cielo azul.
Dos norias proveían con agua a todas las tiendas. Una las deleitaba con fresca agua clara por dos o tres minutos a la vez, antes de quedarse muerta por media hora o más, mientras que la otra ofrecía un lento y lodoso chorrito de caliente líquido café.
- Despierta! Despierta!
Algo pesado cayó encima del catre de Jeremy Harris y un niño le gritó en los oídos. Traduciendo automáticamente el excitado Swahili del niño, Jeremy fijó la vista en su atormentador, apenas de poco más de un metro de alto, con los ojos vidriosos; luego miró hacia fuera. Qué diablos estaba haciendo ese muchachito despertándolo prácticamente a mitad de la noche?
- El Dr. Umurungi me dijo que lo llamara. Se acuerda del viejo Kabute? Se murió a la medianoche.
Jeremy lo recordaba: ni siquiera de cuarenta años pero ya increíblemente anciano, casi momificado, consumido por el SIDA que amenaza con terminar con el trabajo en Uganda que Idi Amín comenzó y que Milton Obote continuó. Ellos dos murieron. Tarde o temprano, todos se iban a morir.
Los ojos del niño reflejaban conciencia y resignación: él había perdido ya a ambos padres debido a la enfermedad y él mismo era VIH positivo. Sería un milagro si llegaba a la pubertad. Olvídate del AZT: los trabajadores sociales serían felices si pudieran ofrecerles tres comidas al día.
- Perdón -dijo Jeremy-. Quieren que yo hable con la familia?
Podía pensar en algunas personas mejor calificadas que él por lenguaje o raza para hablar con la familia del difunto -una madre anciana, dos esposas conmovidas. Una llevaba la marca del sarcoma de Kaposi, color púrpura contra negro, y tosía casi en forma constante. Había algunos hijos; Jeremy apostaría fuerte a que todos ellos eran VIH positivos. Jeremy era un voluntario, no un médico: si lo necesitaban para conducir, él conduciría. Si querían que efectuara pruebas médicas, le ensañarían y mirarían después para otro lado. Si querían una clase de inglés, él la enseñaría. Cuando llegaba a tratarse de sobornar oficiales, él no tenía igual. Y lo mejor de todo, cuando (nunca si) necesitaban fondos de emergencia, su viejo entrenamiento en Wall Streetpodía hacerlo sacar de una descuidada víctima filantrópica- o le permitiría a la preza donarlo anónimamente y mantenerlo deducible de impuestos.
Lo que más necesitaban en estos días era, sin embargo, un enterrador. En Nueva York, Jeremy había entrenado con un entrenador que iba a su gimnasio privado, cuando no iba al club universitario, al centro de entrenamiento de su compañía o a cualquiera de los lugares que le tomaban una gran parte de su muy privada vida. Pero cavar tumbas aquí afuera, en la selva, le dio más musculatura de la que su entrenador hubiera soñado posible.
- El Dr. Umurungi dijo que ellos abandonaron el campamento, llevando el cuerpo de Kabute con ellos.
El niño abrió amplia la cubierta de la tienda. Jeremy entrecerró los ojos mirando al amanecer y maldijo con las creativas majaderías de los agentes en inversiones con quienes solía empatar bebida por bebida en Harry’s. Aquí no solo las mujeres y los niños no recibirían el tratamiento adecuado -qué pasa si se nos mueren un mes antes de lo esperado, murmuró la oscuridad dentro de él; porque aquí todos estamos en fila rumbo a la muerte- sino que al llevarse un cadáver, tendrían suerte si no se topaban con hyenas en la llanura o con cocodrilos al cruzar los ríos en el camino de regreso a su villa y esto era en el improbable supuesto de que no fuesen saqueados por bandidos Somalíes o Sudaneses. Él bajó los pies decidido y el niño prácticamente se abrazó a sí mismo con alivio. Al alcanzar sus botas y pantalón, Jeremy los sacudió antes de ponérselos. Dobló las cubiertas de cama, sólo por acomodarlas. Un lugar para todo, o te volverás loco, viviendo en una tienda del campamento de asistencia contra el SIDA. Todo en su lugar.
Abrió la caja en donde guardaba sus megavitaminas y las otras drogas, tragando un puñado de píldoras sin ayuda de agua, antes de regresar los frasquitos junto a los informes, registros médicos y unas cuantas cartas que llevaba en el portafolios. De las cartas, la más reciente era de sus padres en Vermont. Se la sabía de memoria.
No era muy larga. Sorprendentemente, no fue su madre quien la había escrito, sino su padre, quien siempre fue mejor manejando herramientas que palabras. El hecho de que Jeremy tuviera la habilidad para inyectarle vida innatural al antiguo camión del campamento era un regalo que provenía de su padre y que sólo hasta hoy había llegado a valorar. De niño, había vivido con el miedo de que esas habilidades fueran a encadenarlo a las manos toscas y las ropas manchadas con grasa y aceite, a la vida en una gasolinera, a un pueblo, a una forma de vida de la que él había peleado por huir.
Hijo,
No querías que tu madre y yo fuésemos al aeropuerto para verte partir, así que no tuve una oportunidad para despedirme. De cualquier forma, no creo que yo fuese capaz de decir lo que he estado pensando acerca de allá. Para mí las cosas se mueven demasiado rápido en Nueva York y tú probablemente estabas todo complicado con arreglar tus asuntos y decirle adiós a tus amigos (Qué amigos?, pensó Jeremy para sí mismo. La única persona, la única otra persona a la que él podría haber deseado ver jamás estaría allí de nuevo).
Y con tu madre allí tratando de no llorar, yo no podría haber dicho lo que deseaba decir. Tú y yo nunca tuvimos muchos que decirnos que no fuera acerca de automóviles, o “cómo te ha ido en la escuela?”, ó “eso es muy interesante”. Y ahora me avergüenzo. Siempre pensé que a lo mejor yo había sido el padre equivocado para ti… pero esa agua ya pasó bajo el puente. Quiero que sepas que tú no tienes que hacer esto. Eres mi hijo, y estoy orgulloso de ti. Si estás enfermo, regresa a casa y tu madre y yo cuidaremos de ti. Tú siempre tendrás aquí tu lugar.
Con amor, (su padre había tachado eso, y luego escrito de vuelta la palabra. Es probable que temiera que si tenía que transcribir de nuevo la carta, jamás la enviaría).
Tu padre.
Con gentileza, Jeremy reemplazó la carta en la bolsa plástica que usaba para protegerla. Entonces sacó la pequeña y maltratada caja con las mancuernillas monogramadas y otra carta, esta sin abrir. Jeremy recordó al hombre a quien él le había regalado las mancuernillas. Como siempre, estaba sorprendido de que la caja le hubiera llegado junto con la carta y el regalo rechazado dentro.
Habría sido un acto de piedad si algún oficial de aduana hubiera escuchado las mancuernillas golpeteando dentro y se hubiera robado la caja, antes de que le llegara a él. Fue un acto de piedad que Raymond no le arrojara encima las mancuernillas junto con todo su coraje, cuando se enteró acerca de lo desastrosamente descuidado que Jeremy había sido.
- Regalos! Siempre dándome cosas como si yo no supiera elegirlas por mí mismo. Bien, este último regalo que me diste es verdadero matón, no es cierto?
Ray salió, cerrándole la puerta encima a Jeremy y a cualquier oportunidad que hubieran tenido para una vida en común, y también a todos esos regalos, excepto por ese regalo mortífero que él llevaba dentro.
Jeremy dejó la caja debajo de la almohada de su catre y metió la carta en su bolsillo. Tal vez hoy encontraría el momento -o el coraje- para abrirla. O para tirarla.
O tal vez lo había perdido.
Él se dio la vuelta para enfrentar al niño. Tengo que estar aquí, le dijo al fantasma de su padre. Todo en el lugar que corresponde. Tal como él lo estaba.
Automáticamente, se revisó él mismo. No había lesiones. Ni fiebre. Ni cansancio agotador, ni tosidos, ni rastro de sudores nocturnos. Nada de qué preocuparse.
Aún.
Como muchas personas en el mundo, Jeremy Harris era VIH positivo. El veredicto lo había sorprendido como sentencia al infierno, aunque se suponía que no debería haberlo hecho. Su vida había sido tan meticulosamente arreglada: ochenta horas por semana donde los fines de semana se fundían con los días de la semana laboral en los que él a veces vivía en el teléfono para poder amasar fortuna y pagar así por su lugarcito en Fire Island; las semanas y los fines de semana en los Cabos, donde la cerveza era fría, los mariscos condimentados y la compañía, sería mejor que él no pensara en eso… o en cuántos de sus viejos amigos todavía estaban vivos. Tienes que caminar una delgada línea entre la indiferencia, la cual puede matarte, y la preocupación excesiva, la que puede despedazarte.
La última vez que él visitó sus viejos rumbos, los Cabos era como un pueblo fantasma. Nadie sabía dónde estaba Raymond (o tal vez él les dijo que mantuvieran su boca cerrada). Todo ese grupo de escritores y artistas y tipos listos con dinero se habían convertido en gente como su padre, que no eran buenos con la palabras acerca de las cosas reales. Los sobrevivientes estaban emborrachándose hasta el olvido o, como Jeremy, trabajando hasta el punto del agotamiento mientras se volvían ricos y fanáticos de las dietas. Y todo para qué? Para mirar a otros amigos que se van muriendo a la espera de una medicina que el 98% de ellos jamás podría pagar aún y cuando la descubrieran? Se suscribió a revistas médicas y siguió las últimas investigaciones en VIS -virus de inmunodeficiencia en simios- y en la vacuna que fue desarrollada por la Escuela de Medicina de Harvard, una que había protegido monos por tres años. Hasta se había permitido la esperanza cuando John Hopkins mostró a una mujer de 43 años que había tenido tres hijos saludables después de que la diagnosticaron como VIH positiva, y cuando, no importando cuánto lo trataran, ellos no podían ser infectados con VIH de su sangre. Tal vez soy un mutante igual que ella!, pensó desesperadamente. Lo cual, por supuesto, lo hizo sentirse más como un exiliado de la raza humana.
Él fue a Montreal para visitar Pharma Biochem, donde una nueva droga, la 3TC, combinada con el AZT, mostraba resultados prometedores. Monitoreó la fusión Glaxo-Wellcome PLC con la atención que el agonizante le pone a los últimos ritos porque eso tenía que afectar el abasto de la AZT que él esperaba que un día iba a necesitar. Qué beneficio le daba a él? Todos los biotecnólogos le habían fallado. AZT era más un veneno que una cura, y con los costos actuales de la atención médica como estaban hoy…
Por supuesto, en tanto como él figurara en las listas de comisiones, tendría seguro de hombre clave por parte de la compañía. Difícilmente pensaba que lo mantendrían vigente (eso sí que sería un hallazgo!) cuando él se pusiera verdaderamente enfermo. Y si él cambiaba de compañía y resultaba con ARC o el SIDA en todo su apogeo, allí estaría él con una cláusula de pre-existencia. Cuando el dinero se le acabó finalmente -su portafolio era sólido tan solo, no enorme- él quedaría en la calle, y esto no era Wall Street, así que se quedaría con Medicaid para ese tiempo.
Así que Jeremy se mantuvo en forma. Todos los días se inspeccionaba buscando deterioros. Mientras que sus amigos y sus amantes enfermaban y morían a su alrededor, Jeremy se dio cuenta de que él era lo que los investigadores llamaban un No-progresivo; podían quedarle 10, 15 o 20 años todavía.
Un hombre infectado hacía 17 años todavía tenía un conteo normal de células blancas CD-4. tal vez Jeremy pudiera tener esa suerte también. Día tras día, él trabajó duro y se ejercitó duro y esperó ya fuera por la enfermedad o por una cura. No le puedes llamar vida a eso, le dijo su siquiatra.
En un homenaje a Audrey Hepburn en el Thalia, por amor de Dios, un volante le mencionó como ella se había muerto de hambre cuando era niña, trabajando para la Resistencia. Hasta que el cáncer la dejó demasiado débil para continuar, ella había intentado alimentar niños en Etiopía.
El mismísimo siguiente día, el Wall Street Journal había publicado una historia acerca de la epidemia de SIDA en Zambia y en Uganda. Si eso no era una clase de profecía, entonces él no sabía nada acerca de oportunidades de mercado. Así que él liquidó sus acciones y colocó el dinero en fondos seguros con bonos Triple-A, le dijo adiós a su entrenador, vendió su condominio por un buen precio a pesar de las podridas tasas de interés y se descargó de su casa de playa. Sus amigos pensaron que se había vuelto loco, su siquiatra pensó que él se había vuelto cuerdo y le ayudó a negociar entre la selva de las leyes, y su familia simplemente se puso a llorar y quiso que él regresara a casa en donde todos murmurarían acerca de “el muchacho de Jeff Harris, qué vergüenza, tan joven para irse”. El dinero y una condenadamente buena organización lo posibilitaron para gancharse con una organización de ayuda; y aquí estaba ahora.
Terminó con su chequeo diario. No quedaba nada para que los niños o los changos se robaran. Todo en su lugar correcto, excepto por el toque final. Él había abandonado las corbatas Hermes, los trajes hechos a la medida, el meticuloso arreglo estilo Manhattan con ropas de las más baratas, las más resistentes y las más en onda que pudiera encontrar, pero una nota de gracia se quedaba con él. De su armario de zapatos sacó un carrete con cinta roja, cortó un par de pulgadas, y las pegó en su camisa. Los ojos del niño se abrieron y él adelantó una mano ansiosa. Así que Jeremy sonrió y cortó para él un listón de SIDA también, y así salieron los dos.
Él caminó a través del campamento, que parecía como dos mundos aparte para él -o, en realidad, tres. Estaba el mundo habitado por los empleados del campamento: inmaculadas tiendas agrupadas, una impecable cafetería, la enfermería- era demasiado pequeña y demasiado fácil de victimar por las inclemencias del tiempo como para llamarla hospital; hasta enfermería parecía darle una dignidad que no tenía.
Entonces estaba el mundo de los Africanos: los que llegaban por docenas y finalmente por centenares, una vez que se extendió el rumor de que otro europeo loco estaba regalando comida y medicinas, y que una pequeña ciudad de lodo y de enjutas cabañas ahora rodeaba por completo el mundo de los dependientes del campamento.
Finalmente estaba el pequeño mundo habitado tan solo por él y por Elizabeth, una pareja que no cabía en ninguno de los otros dos mundos. Jeremy, cuyo entrenamiento médico quedaba limitado a un certificado de salvavidas que se ganó en las clases de natación cuando tenía doce años, y Elizabeth, quien había nacido en Uganda y fue criada en Europa y no pertenecía a ninguna de esas sociedades.
Mientras pasaba junto a una enorme pila de tiendas dobladas y sin usar, vio a una manada de monos verbetos acercándose hacia una familia de Africanos que estaban calentando en una fogata sus desayunos de puré de plátano. El hambre hacía más bravos a los simios, la bravura los hacía tontos, y Jeremy sabía que al menos una familia iba a tener carne para la comida.
Al final llegó hasta la tienda de la cafetería y se detuvo delante de Elizabeth, quien estaba escribiendo meticulosas notas en un diario mientras que su taza de té permanecía sin tocar y enfriándose, enseguida de la lámpara Coleman sobre la mesita del desayuno.
- Eres tú, Jeremy? -le preguntó ella sin levantar la vista.
La pronunciación de la Dra. Elizabeth Umurungi siempre sonaba como la de una mujer inglesa de clase alta -una que hablaba francés perfecto- más que la de una angolesa educada en convento que había huido a Gran Bretaña con sus padres cuando Idi Amín comenzó a diezmar el país.
- No, es el padre Damián -le respondió él, enredando el suéter en sus estrechos hombros. Era extraño: cada noche él se iba a dormir sudando y preguntándose si volvería a estar fresco de nuevo, y cada mañana despertaba temblando y preguntándose si volvería a sentir calor de nuevo. Esto es África para ti.
- Considerando todos los aspectos, difícilmente calificas como santo -ella replicó-. Lástima. Nos hacen falta uno o dos milagros.
Ella había estado terminando su residencia para el momento en el que él había hecho su MBA: tenían amigos o al menos contactos en común, y en lo que parecía otra vida, habían esquiado en las mismas colinas suizas. Una de las pocas personas en las que él había confiado, ella monitoreaba su estatus de células T junto con las de los ugandeses cuyas largas derrotas ella había peleado.
Ella le sirvió una apaleada taza de té que él miró con sospechas.
- Sé que no es esa melcocha de hierbas de diseñador que solías comprar. No va a matarte. La deshidratación y el hambre sí. Siéntate.
Le hubiera gustado comer junto al fuego, prefiriendo el aire frío y el humo al apretujado interior oscuro y a las interminables conversaciones médicas en la cafetería, pero tanto como él se aburría por tales conversaciones, él estaba mucho más aburrido con su propia compañía, así que decidió comer a la mesa de Elizabeth. Su comida consistió no en los alimentos saludables meticulosamente elegidos, pesados y cocinados que había considerado un asunto de mera supervivencia, sino en posho y puré de plátano lo cual, aún aquí, no era mucho.
- Crees que deberíamos hacer un viaje de abastecimiento? -le preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
- Recibí un cheque de dividendos -él adelantó-. Sé buena y compra pollos. Podemos usar los huesos para la sopa.
(“Dinero!”, le escupió Raymond. “Eso es todo en lo que piensas! Bien, vamos a verte tratar de llevártelo todo contigo!”)
Ella lo miró por fin.
- Nostálgico por Manhattan? La sopa de pollo no es tan mágica. Mientras podamos darle de comer a todos en el campamento, está bien. Pero necesito que me lleves a otra parte.
Él se inclinó elaboradamente. Con él, ella no tendría que preocuparse de que la asaltaran, o de cómo regresar al campamento a salvo.
- Quieres perseguir a los aldeanos que se fueron esta mañana? Jabito me habló de ellos cuando me despertó.
- Jabito es muy chismoso. Cabeza vieja; hombros jóvenes.
- Qué es lo que esperas?
- Espero que la gente no huya de los doctores que están tratando de ayudarlos -replicó Elizabeth con la soberbia adquirida en una infancia transcurrida entre París, Londres y Kampala. Elizabeth podía haber aprendido paciencia y compasión en su auto impuesta tarea de ayudar a reconstruir el país que había exiliado a su familia, pero los aires de grande dame aún le colgaban encima. Sin embargo Jeremy tenía que admitir que en ella hasta una maltratada bata de laboratorio y una vieja camiseta de algodón lucían chic. Ella había sido modelo en París. No del tipo con el que él había pretendido babear como nervioso adolescente leyendo la edición de trajes de baño del Sports Illustrated cada año, sino la clase de modelo que aparece en Vogue y que tiene a los diseñadores peleando uno con el otro sobre quién tendrá el privilegio en esta temporada de colgar miles de dólares de seda sobre sus arrogantes y elegantes huesos. Las que una vez fueron prospectos de estrella siempre estaban abandonando carreras y volviendo a la escuela, así que la historia acerca de ella que apareció en la revista People -“Supermodelo Abandona la Pasarela por la Escuela de Medicina”- obtuvo una o dos cejas levantadas antes de que todos en el grupo de estudio de Jeremy regresaran a su actitud en onda. Y a trabajarse el culo hasta el fin.
Mientras que eso podía intimidar a los lugareños, también los intimidaba, así que ellos mantenían una distancia que la entristecía. Por mucho que su piel fuese oscura, ella era aquí más extranjera que el propio Jeremy. Tal vez más que cualquiera.
- Tengo sus registros médicos, como estaban -agregó ella.
- Tienes un Land Rover?
Ella le sonrió:
- Mejor que eso. Tengo un camión de plataforma con una llanta de refacción casi nueva.
- Dónde lo conseguiste? -le preguntó él excitadamente-. Creo que acabas de decirme que el dinero se te había terminado.
- Y así es. Lo obtuvimos de un donador -ella hizo una pausa y entonces compuso su afirmación-. Lo obtuve de un donador. Tú no eres el único mago financiero que hay por aquí.
- Si eres un mago de las finanzas, cómo fue que te acabaste todos los millones que hiciste modelando? -le preguntó él, sonriendo.
Ella suspiró y le dijo:
- Soborné a muchas personas equivocadas cuando decidí establecer el campamento. Entonces tuve que regresar y sobornar a las correctas. Cuesta una fortuna importar nuestro equipo. Ya vamos en nuestro quinto Land Rover; sabes cuánto cuesta uno, y lo rápido que se desgastan aquí? -hizo una pausa y luego agregó-. Luego están mis pequeños errores, como las cien tiendas de campaña en las que nadie quiere dormir. Costaron más de ochocientos dólares cada una y no puedo lograr que un solo paciente pase una noche dentro de ellas.
Él hubiera querido bromear diciendo “Bueno pero ellos son tu pueblo…”, sólo que cortó las palabras justo a tiempo. Ellos no eran ya su pueblo y, de hecho, desconfiaban más de esta mujer occidentalizada, de esta “Europea negra”, de lo que desconfiaban de Jeremy quien, a ojos de ellos, era solamente otro Americano torpe y bien intencionado, una típica Maravilla de Dos Años que venía a trabajar sus culpas a costa de sus padres.
- Por supuesto que no van a dormir en ellas -dijo Jeremy-. Las tiendas tienen rincones y los demonios viven en los rincones. Es mucho mejor vivir en bonitas chozas redondas.
- Ellos te han dicho eso? -él asintió-. Por qué no me lo habían dicho a mí?
- Tú eres Ugandesa -respondió-. Probablemente asumieron que lo sabías.
- Me fui cuando era una niña -dijo ella irritablemente-. No puedo acordarme de cada superstición que ellos… nosotros… tenemos -entonces hizo una pausa-. Quisiera saber por qué ellos confían en ti y no en mí.
- Nosotros los subordinados sabemos que no hay que confiar en el gran jefe -le dijo él sonriendo.
Por un momento él pensó que ella estallaría de furia pero, finalmente, ella rió.
- Lo que sea -dijo-. Tengo dostambos de petrol y una radio. Viajaremos con estilo.
Y con suficiente espacio para traer de vuelta a los aldeanos, ya sea que quieran venir o no. Asumiendo que no los encontremos muertos a un lado del camino, o tales partes de ellos que las hienas hayan dejado atrás.
- Qué pasa si no quieren venir?
- Qué le sucederá a los niños? -replicó Elizabeth-. La vieja no lo puede hacer todo. Es triste: dos nueras, ambas con hijos. Bajo circunstancias normales, ella hubiera tenido todo lo necesario para una tranquila y honrosa ancianidad. Las nueras harían todo el trabajo por ella -ella suspiró-. Pero ahora ella debe atenderlas y criar a los hijos hasta que ellos también se enfermen.
- Ella salió positiva en las pruebas?
- Es negativa. Pero eso no es una sorpresa. Ella vive un estilo tradicional, y en su cultura las mujeres no tienen sexo una vez que llegan a la menopausia. Además su esposo murió hace años. El hijo debió contagiarse de su grupo de circuncisión, o tal vez de una puta en Kampala o Entebe -ella hizo un gesto señalando hacia un camión de plataforma en el otro extremo del campamento-. Agarra tus cosas y pongamos este show en camino. Te estaré esperando en el camión.
Él se le reunió unos pocos minutos mas tarde, subió al asiento del conductor, puso el vehículo en cambio y arrancaron. El camino cortaba hacia dentro y hacia fuera de la selva, pasando a través de docenas de aldeas, muchas de ellas totalmente desiertas, aunque a primera vista era imposible determinar si estaban vacías debido a la guerra o al SIDA.
- Dios mío, odio estos baches! -murmuró Jeremy mientras que el viaje le causaba dolores en la espalda y en los riñones.
- Los locales juegan a tratar de adivinar de quién son -le dijo Elizabeth con una sonrisa amarga.
- ¿De quién son qué? -repitió Jeremy sin comprender.
- Los baches -le explicó ella-. Tratan de adivinar si fueron hechos por las tropas de Amín, o las de Nyerere, o las de Obote, o las de Okello o las de Musaveti.
- Qué encantadora forma de pasar tu infancia -dijo Jeremy sarcásticamente-. Tratando de adivinar cuál monstruo homicida destruyó el camino que pasa por tu aldea.
- Musaveti es un buen hombre -dijo Elizabeth con firmeza-. Y Nyerere es un santo.
- Tres de cinco todavía no son buenas apuestas -respondió Jeremy-. En especial cuando tienes que vivirlos a todos.
Elizabeth agarró rápido su sombrero cuando otro bordo lo envió volando hacia la ventana.
- Debemos llegar al final del pavimento bastante pronto -dijo ella.
- Mejorará?
- Es mucho mejor después de la temporada de lluvias. No puedes reparar el pavimento por aquí, pero si sólo son agujeros en un camino de tierra, las lluvias lo emparejarán.
- Nada puede nivelar este camino -dijo Jeremy con devoción. Miró hacia fuera por la ventana lateral justo cuando el pavimento terminaba. Los arbustos espinosos, que habían estado invadiendo las shambas en la sabana y a los lados del camino, habían triunfado por completo. El pasto, que era verde e interminable unos pocos kilómetros atrás, ahora existía sólo en bolsones aislados y estaba salpicado por los huesos de ñus salvajes y kobs. El polvo rojo del camino le oscurecía la vista, pero pudo mirar a las manadas de monos vervet, además de algún ocasional mono rojo de colobo, esparciéndose entre los árboles y observando al vehículo de extraño ruido y molesto olor desde la seguridad del enramado.
Mientras que el camión bajaba la velocidad para cruzar una lugga -la cama seca de un río- Jeremy vio a una figura que desaparecía entre los arbustos espinosos a algunos cuarenta metros hacia su derecha.
- ¿Qué pasa? -le preguntó Elizabeth cuando Jeremy hizo parar al camión.
- Hay algo allá atrás.
- ¿Qué?
Él sacudió la cabeza.
- No sé -hizo una pausa, arrugando la frente-. Creo que era una mujer o un niño; era demasiado pequeño para ser un hombre.
Ella se encogió de hombros.
- Nada inusual acerca de eso. Uganda tiene mucha gente y mucha selva. Tiendes a encontrar a unos en la otra.
- Deja de paternizarme -él respondió irritado.
- Entonces deja de elaborar sobre lo que es obvio -le replicó ella-. Viste a una mujer en la selva.
- Había algo raro, creo.
- ¿Raro extraño o raro simpático? -quiso saber ella.
- Raro extraño.
- ¿Qué?
Él hizo una pausa, incómodo.
- Sólo tuve una mirada rápida de ella, o él, pero…
- ¿Pero qué? -insistió ella.
- Caminaba como si le dolieran los pies, y nadie en África camina de esa forma.
- Tal vez se hirió un pie.
- El Africano promedio pasa toda su vida caminando descalzo sobre piedras y entre campo espinoso. No creo que puedas cortar uno de esos pies ni con un cuchillo.
- Eso no tiene sentido -dijo ella-. Me corté mi propio pie hace dos días.
- Tú no eres una Africana promedio -él replicó-. Pasaste la mayor parte de tu vida en Europa y en América.
Ella ignoró el comentario, agarró los binoculares y los sostuvo delante de sus ojos.
- Allí afuera no hay nada. Es probable que fuera un espejismo del calor. O tal vez un reflejo en el parabrisas te hizo pensar que viste una mujer en vez de un árbol.
Él se encogió de hombros.
- Tal vez.
O tal vez sus ojos comenzaban a irse, excepto porque era demasiado pronto en el ciclo de la enfermedad como para que él empezara a tener alucinaciones. Y además, él no tenía la enfermedad todavía.
Jeremy continuó mirando por la ventana mientras reanudaba la conducción. Observó a un par de chacales de lomo plateado, y unos cuantos minutos después tuvo que esquivar a una familia de hienas que peleaban sobre los restos de un gamo pequeño, pero no encontró señales de la pequeña figura que él había visto. O que pensó haber visto.
Se dio cuenta de que el sudor comenzaba a correr bajo su cuerpo, así que transfirió la carta a otro bolsillo para mantenerla seca.
- ¿Qué es eso? -le preguntó ella.
- Em, nada -respondió-. Sólo una carta de un viejo amigo.
- Pero todavía no la has abierto.
- Le estoy sacando la vuelta.
- Te gustaría que te la leyera mientras que conduces? -le ofreció ella.
- No es necesario.
- No sería un problema.
- No.
Llegaron a otra aldea. Había dieciséis cabañas cayéndose en ruinas. Cerca había un gran boma con púas para el ganado; enseguida habían cuatro shambas desiertas, los árboles de mango y de plátano peleando una batalla perdida por sobrevivir contra la selva invasora. La aldea contaba con un pozo para que la gente no tuviera que beber agua contaminada (buena chanza, pensó Jeremy. La cristalina agua de la corriente cercana estaba infestada con bilharzia. Las personas mirarían a la lodosa agua que era segura saliendo del pozo y todas las veces optaría por el agua de la corriente). Sólo había un problema: no había gente. Como muchas otras aldeas, estaba completamente desierta.
- Me pongo tan enferma viendo esto -recalcó Elizabeth, señalando hacia las cabañas vacías.
- Ahora para dónde? -le preguntó Jeremy, mirando hacia delante, a donde el camino se partía y tomaba dos direcciones.
- No estoy segura, pero creo que debemos ir al noroeste.
Ella vio una bestia extraña, rugiendo constantemente y eructando humo de horrendo olor. No era como ninguna otra cosa que ella conociera, extraña y terrible aún para esta tierra extraña y terrible. Rápidamente se ocultó detrás de un arbusto de espinas y esperó para alejarse al trote.
La bestia tenía los mas inusuales medios para atraer a sus víctimas. En lugar de acecharlas hasta caerles encima golpeándolas, como lo hacen los grandes gatos y los caninos, le mostraba una imagen de un humano muy similar a ella. Es indudable que se esperaba que ella se acercara por curiosidad y entonces eso abriría sus esclavizantes fauces y se la tragaría completa.
Tendría que estar preparada para esta bestia en el futuro porque ella tenía demasiada tarea por hacer y era seguro que la volvería a encontrar.
Se las arreglaron para extraviarse, por supuesto. después de tres días de llantas ponchadas (cinco de ellas), caminos falsos (once), piquetes de insectos (tres millones) y temperamentos explosivos (más allá de todo cómputo), el camión surgió de entre la espesura a escasos treinta y cinco kilómetros de donde había entrado, y dio la vuelta hacia un camino que era la mejor alternativa que Jeremy pudo hallar con sudor, mapa, frecuentes intercambios de maldiciones por radio y el ocasional grito a cualquier persona a la que pasaban por el camino.
- Mira adelante -dijo Elizabeth, señalando.
Mientras que se acercaban a una aldea, una pluma de humo se curvaba ascendiendo y una manada de pájaros los sobrevoló. Jeremy estaba habituado a que los niños al mirar su Land Rover corrieran a un lado o adelante con gritos emocionados, pero por algún motivo los habitantes de esta aldea, hasta los niños, miraron en silencio al camión y regresaban enseguida a sus propios asuntos.
- Qué piensas de esto? -preguntó Jeremy, con la frente arrugada, mientras que el camión apisonaba el rudo camino.
- No sé -dijo Elizabeth-. Ellos saben que les traemos comida y medicinas. Deberían estar rodeándonos para saludarnos.
- Has visto una reacción como esta?
- No -respondió ella, preocupada también-. Ni siquiera cuando era niña.
- No se comportan con miedo -él señaló-. Sólo… no sé… precavidos.
Enseguida de una de las chozas había un montículo de tierra amontonada. Aunque lo habían rodeado con una ruda cerca que debía haberle causado muchos problemas a alguien para construirla e instalarla, el suelo estaba maltratado, las marcas de lodo esparcidas en varios lugares, como si algo hubiera tratado de excavarla. Jeremy sintió el jalón de un músculo de su quijada. Esa gente no tendría demasiada fuerza disponible como para excavar lo suficientemente hondo la tumba de un hombre, y siempre quedaba el problema de cómo salir del pozo una vez que hubiese sido cavado.
Dos niños se acomodaron junto al camino, saludándolos. Cuando él los saludó en respuesta, ellos se retiraron despacio. Pensó que los había reconocido. Se habían alimentado en el campamento durante una semana, pero el largo camino a casa les había hecho sudar el recién ganado peso. Las costillas se les hacían evidentes por encima de sus barrigas las cuales, gracias a Dios, todavía no comenzaban a hincharse con esa horrenda parodia de gordura que es la severa desnutrición.
Acurrucada fuera de la choza más cercana, la más saludable -o mejor dicho, la menos enferma- de las jóvenes esposas del muerto atendía a unos cuantos pollos polvorientos. Más allá de las chozas, una res famélica levantó la cabeza al ver a los recién llegados, y enseguida regresó al absolutamente importante asunto de pastar la tierra casi pelona. El niño mayor empujó a la res, dirigiéndola hacia dos vacas en condiciones igualmente pobres.
Aún, concluyó Jeremy, estos aldeanos la van haciendo mejor que muchos de los que había visto. Tenían posho del centro de asistencia. Tendrían leche. Hasta podían tener huevos y carne. Era una sorpresa que no les hubiera quedado nada de eso. Por años, todo el país había sido poca cosa más que la escena de un crimen que se llamaba a sí mismo Gobierno, y ahora, apenas un paso más arriba, se había convertido en un lugar de plagas.
Que Dios los ayude a todos.
Alta y delgada, con la cabeza erguida, la madre del muerto apareció en el umbral. Tenía un bebé en los brazos y otros dos agarrados a sus piernas. Ella caminó hasta donde estaba la mujer acurrucada y le pasó al bebé. La mujer más joven abrió su vestido y comenzó a alimentar al bebé -o trató de hacerlo.
- Eso va a infectar al pequeño! -murmuró Jeremy.
- Quieres que hablen con nosotros? Entonces quédate quieto -Elizabeth salió del camión, levantó una mano saludando y habló en Swahili formal, muy distinto del “Swahili de cocina” que Jeremy había aprendido.
Jeremy apagó el motor y abrió la puerta, bajando para reunirse con Elizabeth justo cuando ella levantaba una mano. Los saludos habrían continuado ceremoniosamente, con una invitación a una comida que seguiría de allí, pero los alimentos eran escasos y no había tiempo que perder, como los gestos de disculpa parecían indicar. Abruptamente, ella aplaudió con las manos. Los niños se esparcieron, desapareciendo dentro de varias chozas para emerger en seguida vestidos con las gastadas camisetas de Michael Jordan que habían recibido, cada una decorada con un moño de cinta roja. Jeremy hizo una mueca. Él recordaba haber regalado aquellos moños y haberle pasado una moneda a uno de esos muchachitos, a quien se le había caído un diente el día anterior. El hada de los dientes ha llegado a Uganda. Correcto. Te garantizaría tres deseos, hijo, si pudiera.
- Sabemos que tienes buenas intenciones, Memsaab -estaba diciendo la anciana-, pero nosotros no tenemos fe en tu magia. Preferimos la nuestra. Por eso regresamos a casa.
- Pero quién te va a ayudar -le preguntó Elizabeth, tratando de ignorar la palabra “Memsaab”, la cual sólo se ofrecía a los blancos y a los extranjeros, jamás de una negra Ugandesa a otra-. Tus nietos son muy jóvenes. Tu hijo está muerto y sus esposas están enfermas. Hizo una pausa y agregó-: No es correcto que vivas sola, sin que tu familia comparta tus cargas.
- Quisiera que nos permitieras llevarlos a todos de vuelta -Jeremy balbuceó en inglés.
- Maldición, Jeremy! -susurró Elizabeth-. Sé que la intención es buena, pero eso es un insulto!
La anciana se volvió hacia Jeremy:
- Mi padre está muerto -dijo-. Mi esposo está muerto. Mis hijos están muertos. Mis nietos son demasiado jóvenes para darme órdenes. Uganda ha sido independiente por 30 de las largas lluvias. No voy a recibir órdenes de ti o de ningún otro europeo. Ya no necesito llamarte Bwana.
Cuando Jeremy logró pronunciar una disculpa, Elizabeth sintió lástima por él.
- Por qué no descargas el camión? -le sugirió ella. Eso le ganó una mirada de asombro por parte de la anciana. Aún con toda su dedicación, su Swahili, su intento para hacerse a sí misma parecer como una buena hija de la tribu, para ellos Elizabeth era todavía una Europea. Era aún más extraña por ser una Europea negra y una mujer que era capaz de dar órdenes a hombres, en especial a hombres blancos, en esta sociedad en donde a las esposas todavía puedes comprarlas y venderlas.
- Si nos tuvieras…
Protesta inmediata, invitación y una disculpa siguieron en ese orden. Cómo podían poner en duda su bienvenida?
- Nos quedaremos unos cuantos días y observaremos a los niños. Encontraremos la manera de hacernos útiles a ustedes.
La mujer sonrió. Era una sorpresa que, dada su edad y el estado de salud, todavía poseyera la mayor parte de sus dientes y que le brillaran a la luz del sol.
- Pero ya tenemos ayuda, Memsaab -Elizabeth se resintió. Allí estaba esa palabra otra vez. Era demasiado para su fraternidad, para su adecuación-. Mi bibi ha venido a ayudarme.
- Su bebé? -preguntó Jeremy, tratando de traducir.
- Bibi es mamá -respondió Elizabeth-. Debes haber visto ya esos carteles en las viejas tiendas y dukas por el camino hacia Kampala, las que dicen Babito? Esa es una contracción, o en realidad un acronismo, por Baba, Bibi y Toto: papá, mamá, bebé. En otras palabras, tiendas para toda la familia -hizo una pausa-. Ahora, por favor ve a descargar el camión antes de que la ofendas de nuevo.
Jeremy descargó saco tras saco de posho, que es el maíz con el que los Africanos hacen un guisado (que por cierto Jeremy pensaba que tenía el aspecto, consistencia y sabor de la pasta para hacer papel), y por último una caja de preciosa leche en polvo que podrían utilizar para los críos cuando (nunca si, sólo cuando) se agotara la leche de sus madres. Si le tomaran en cuenta su opinión acerca de eso, deberían bebérsela desde ahora: si una madre era VIH positiva, un bebé podría contagiarse si es que no lo había contraído en la matriz.
Elizabeth Umurungi desapareció en el oscuro interior de la choza llevando su maletín médico, dejando a Jeremy de pie afuera. Los niños se acercaron a mirarlo mientras que él terminaba de descargar el camión. Conciente de su presencia, él se embolsó las llaves, alcanzó el interior del compartimiento de guantes y deslizó el revólver en uno de sus bolsillos. No tenía caso ponerles la tentación en el camino.
Cuando él caminó hasta la puerta de la choza, Elizabeth y la anciana estaban arrodillados junto a una tarima encima de la cual se hallaba la segunda esposa. Jeremy la recordaba del centro de asistencia. Le sorprendió que ella hubiera aguantado el regreso viva.
- Dénme un poco de agua -ordenó Elizabeth, sin siquiera molestarse en dar la vuelta-. Alcohol para frotar también. Tenemos que bajar esta fiebre.
Uno de los niños corrió de inmediato para obedecer a esta no tan extranjera con instrumentos brillantes y con esa manera de darle órdenes a un hombre más alto y fuerte de lo que su padre lo había sido. Cuando el niño regresó con una sartén de lámina llena con agua dudosamente limpia, Jeremy la llevó dentro junto con el alcohol para frotar. Elizabeth bañó con esponja a la mujer sobre la tarima, mientras que la otra mujer se mantenía cerca y trataba de calmar a la paciente. El rostro de la enferma brillaba, su vida titilando en ella como carbones en una lámpara de ébano, aumentando, flameando… él pensó que en cualquier momento seguramente iba a agotarse ardiendo hasta quedar oscura.
- Ayúdenla a que se quede quieta! -ordenó Elizabeth cuando la paciente comenzó a sacudirse y Jeremy, quien siempre usó bandas para el sudor y guantes cuando entrenaba en su gimnasio del West Side, saltó para obedecer.
Al concluir, la anciana sostuvo a su nuera contra un hombro mientras que Elizabeth extraía una jeringa y la usaba.
De la vieja bibi no hubo señal alguna. Era probable que fuese demasiado tímida o que estuviese demasiado asustada para siquiera mirar a los extranjeros; Jeremy no envidió a Elizabeth por la tarea de convencerla de que saliera a donde ella pudiera examinarla.
Jeremy hizo una pausa, el saco de dormir en una mano, y miró alrededor de la choza que les habían prestado. Él estaba habituado a que el sudor le manchara las camisas al instante de habérselas puesto. Estaba acostumbrado a los insectos, a los animales; acostumbrado a cuidar de personas de maneras que hubieran hecho que se desmayaran sus compañeros del escritorio de canje de acciones. Pero la choza oscura y claustrofóbica con su suelo largamente no aseado, sus amenazantes moscas ruidosas, su imaginación conjuró la enfermedad durmiente, fiebre amarilla y tifoidea para principiantes, y entonces comenzó a insistir en enfermedades más exóticas.
Elizabeth tan sólo se encogió de hombros y extendió su saco de dormir sobre el piso. Tal vez fuera sólo lodo seco, pero seguro que olía a bosta de vacas.
La cena llegó y se fue, un huesudo pollo. Ellos protestaron porque traían sus propios alimentos, podían alimentar perfectamente bien a ellos mismos y a todos los demás; pero el pollo había sido sacrificado y cocinado, así que tuvieron que comérselo con cada muestra de aprecio por el sacrificio que representaba. Pese a las reprimendas de la madre y de la abuela para que dejaran a los invitados comer en paz, Jeremy se las arregló para pasarles al menos la mitad de su cena a los niños. Él mismo se sintió como un niño culpable, alimentando al perro de la familia por debajo de la mesa, y enseguida se sintió más culpable aún por comparar a esos niños hambrientos con mascotas de casa. Fue un festín para ellos y cuando sus rostros brillaron con la magra grasa del pellejo del pollo, comenzaron a bostezar y pronto se alejaron.
Elizabeth y Jeremy salieron de la choza y se sentaron fuera, agitando una fogata que Jeremy insistió en que encendieran. Se prometió a sí mismo que mañana él les enseñaría a los niños cómo tostar cosas a la lumbre, preguntándose con qué podría sustituir a los bombones. Él sacó entonces la carta de Ray, la estudió pensativo, y la regresó a su bolsillo, sin abrirla.
Más allá del círculo de la aldea y de sus pequeños sembradíos, mas oscuro que el cielo de la noche, yacía la tierra ignota. La selva regresaba después de la devastación sucedida en las décadas pasadas y, lentamente, las criaturas salvajes iban volviendo. Una hiena rió maníaca, un león rugió, y lejos en la distancia los hipopótamos gruñían y hacían ruidos.
Elizabeth recogió una rama verde y con ella agitó algunos troncos humeantes. Estos ardieron de nuevo y un baño de chispas se levantó hacia el oscuro cielo Africano.
- Dónde aprendiste a atender una fogata? -le preguntó Jeremy, cuya tarea en los campamentos solía ser encender las fogatas.
Por un momento, los ojos de ella brillaron con humor.
- Con las Niñas Exploradoras -le respondió con una sonrisa-. No en la selva, te aseguro.
Jeremy se esforzó por no hacer una mueca. Aún mantenía enrollado su saco de dormir.
- Te vas a quedar cubierto así toda la noche? -le preguntó ella.
- Por qué no duermo en el camión? -él le sugirió-. Es más propio de los ayudantes, no crees?
- Lo que te haga más feliz -dijo Elizabeth-. Parece que esos chicos adorarían pasar la noche hablando contigo.
Era obvio que ella habría preferido poder decir “con nosotros” que “contigo”. De pronto, ella aplastó una mosca tsetse con eficiencia quirúrgica. La mosca se quedó quieta por un minuto, luego se puso sobre sus patas y se alejó caminando torpemente.
- Nadie me dijo que llevaban armadura puesta hasta que llegué aquí -le dijo Jeremy, mirando con recelo a la mosca.
- Si se ponen peores, me reuniré contigo. Podemos tomar turnos haciendo guardia -ella suspiró a fondo-. Quisiera que tuviéramos algo de energía eléctrica -continuó-. Es mejor que luz de fogata, quiero decir. Me gustaría correrle algunas pruebas a esa mujer. Ella debería estar muerta con esa fiebre, tenía cuando menos treinta y nueve.
- Ella estaba ardiendo -Jeremy estuvo de acuerdo-. Pensé que iba a ponerme a excavar una tumba.
Él había tenido tanto cuidado al retener las flácidas manos de la enferma. Enfréntalo: él había tenido miedo, tal como lo había tenido cada día desde que había llegado allí. Con cada paciente que tocaba, enfrentaba la duda: eres tú el que sacará de balance a mis células T? Será tu SIDA el que me maté a mi también?
No era distinto para él de lo que lo era para los otros trabajadores de la asistencia social. Él lo sabía. Él no era nadie especial. Pero le avergonzaba preguntar si los demás tenían miedo también.
- Ves? -preguntó Elizabeth. Cuando menos ella podía escaparse dentro de la disciplina de su profesión. Ella podía hacer algo-. Sus lesiones parecen de verdad estar disminuyendo.
Había una droga en el mercado que reducía las lesiones -viruelas o sarcoma de Kaposi, no importa la diferencia- pero era tan cara que necesitarían el tesoro del Rey Salomón para pagar por ella.
- Algún riesgo de remisión? -Jeremy mantuvo la cara lejos de la luz de las llamas para que ella no pudiera ver la salvaje esperanza que se la calentó. Cuando menos él confiaba en que eso fuera esperanza y no el primer episodio de los bochornos nocturnos.
Elizabeth extendió una mano y gentilmente le tocó el brazo.
- Sólo Dios sabe -dijo suavemente-. Siempre hay alguna posibilidad, Jeremy. Siempre. Y tú eres un no progresivo. Cada día, cada mes en que te sostienes así se incrementan las posibilidades de una cura y nos da mas tiempo para estudiarte. Cuando regresemos al campamento, voy a probar tu sangre otra vez -ella hizo una pausa-. Quisiera que a ella pudiéramos hacerla volver. Y quisiera que apareciera la bibi de la anciana. Sabes que me han dicho que ella curó a otro de los aldeanos? Dijeron que él estaba muriéndose de SIDA. Eso no puede ser cierto, claro está, pero de cualquier manera me gustaría aprender de sus métodos.
- No me digas que crees en médicos brujos? -le preguntó Jeremy sonriendo.
- No creo en todas esas supersticiones que van junto con ellos, pero algunos de esos curanderos se han topado con medicinas que todavía son nuevas para la ciencia. Hay plantas que nadie ha clasificado aún, y es casi seguro que algunas de ellas resultarán efectivas en contra de ciertas enfermedades. Hay un Premio Nóbel a la espera del científico que traiga las plantas correctas -ella miró a las llamas-. Sí, quisiera poder convencer a la anciana de que me presentara con esta bibi suya. Quién sabe lo que podríamos aprender de ella?
- Tal vez después de unos días, cuando vean que no queremos causarle ningún daño… -comenzó a decir Jeremy.
- Ellos ya saben eso, Jeremy -dijo Elizabeth-. La mitad de ellos han estado en el campamento en un momento o en otro.
Ella removió el fuego con la rama, en silencio por un rato. El repentino coro de gritos de alarma y de ladridos de una tropa de babuinos les anunció que un leopardo se encontraba en el vecindario. La algarabía continuó por un par de minutos, volviéndose gradualmente más quieta cuando la tropa se fue retirando más alto en los árboles y el leopardo decidió buscar otra presa.
Jeremy buscó de nuevo la carta en su bolsillo, la extrajo, miró por décima vez en el día a la una vez familiar escritura y comenzó a regresarla a su bolsillo.
- Me estás volviendo loca con esa carta! -le espetó Elizabeth-. O lees la maldita cosa o la arrojas al fuego!
- No me siento con ganas de leerla -respondió Jeremy.
- Entonces yo la leeré! -le dijo ella, arrebatándola de él. Ella se inclinó sobre el papel y comenzó a leer en voz alta a la luz de las llamas:
Querido (es una broma) Jeremy:
después de que dejé de temblar y te abandoné, me regresé a los Cabos, donde Bud quería ir al Norte tras de ti con su AK47. pero Steve dijo que qué jodidos, Bud estaba limpio, no tenía caso desperdiciar su vida junto con las de ustedes y la mía. Y la de Steve. Él está enfermo de verdad. Neumonía ARC. Él la llama bombardeo ARC ligero cuando le queda suficiente aliento como para hablar. Me he mudado con ellos dos para tratar de ayudar. El dinero dura más de este modo y me gusta pensar que así soy útil. Es difícil mirarlo caerse en pedazos y saber que así es como voy a terminar yo también.
Entonces pienso que así es como también tú terminarás, y ya no está tan mal. Por esta vez tú no vas a poder escabullirte como comadreja para escapar. Sólo que tú lo llamas negociar, no es cierto? Es parte de las cosas importantes, como atención a los detalles y ejecución, de los que te hacen tan exitoso en la Calle. La calle Wall, no la 42, donde la gente se vende de otros modos. No hay mucha diferencia, o sí, ya llegado a esto? Hablando de ejecución, puedes estar seguro de que a los dos nos ejecutaste como todo un pro.
Podemos combatirlo, me dijiste. Tal vez tú puedas modificar lo que te queda de vida en una santa cruzada contra esta cosa que me regalaste. En cuanto a mí, yo sólo quiero vivir los años que me restan. En cierto modo envidio a Steve. Ya esta fuera de esto ahora, y tiene a Bud con él. Yo no sé lo que va a hacer Bud después de que él se le vaya. Escribir, tal vez. Estoy usando su computadora. No me importan los errores de ortografía. Bud está tratando de descansar, y si él supiera que te estoy escribiendo es probable que le daría un ataque.
Por qué diablos te tomas la molestia?, me preguntaría. Por una parte, quiero que tú sepas lo que has hecho.
Y quiero regresarte esas mancuernillas. Lo que Bud quería es empeñarlas, enviarte el recibo, y hacer un fiestón bárbaro, pero ese fue siempre trabajo tuyo, no es cierto? Con tu Tarjeta Platino, lo que fácil llega, fácil se va, cierto? Yo no quiero tomarme tus bebidas, y no quiero que mis amigos lo hagan tampoco. Y no quiero quedarme con esas cosas por aquí. Ví el catálogo de donde las ordenaste. Oro de 18 kilates. Ya sé cuánto pagaste. Debes haber estado loco. Quieres verte bien?, dijiste. De aquí eres. Tú eres mío. Maldito, si te perteneciera, por qué nunca me llevaste a tu casa? Ví esa foto de tus padres que tienes escondida en tu escritorio. Lucen bien. Tu padre -él es un tipo grande, tal vez lo bastante grande como para tomar otro hijo. Tal vez hasta valoró al que ya tenía- tú, ni hablar del clon que tejiste a pedacitos con la escuela de graduados, F. Scott Fitzgerald y el New Yorker, o qué diablos. En lugar de eso, mancuernillas de Tiffany. Y los malditos Hamptons y por qué no te mudas de los Cabos a la Ciudad, tiempo completo, y agarras la maldita Serie 7 y me ayudarás a encontrar un empleo. Entonces podré vestirme bien e ir contigo a banquetes para Greg Louganis o algo y que pongan mi nombre en los programas del comité. Y si tú te mueres primero, entonces yo seré la clase de persona a las que normalmente se le describe como “compañero de” en la sección de esquelas de del New York Times junto con todos los otros sujetos que se están muriendo demasiado jóvenes.
No, gracias.
Dijiste que yo era lo mejor que jamás te hubiera sucedido. Pero eso no era suficientemente bueno. Tenías que andar tonteando por ahí hasta salir positivo en VIH y pasármelo a mí, también.
Descuidado, eso es lo que eres. Estúpida, criminalmente descuidado. Como si las reglas no te aplicaran a tí. Ví como se comportan tus amigos cuando no los estás observando y tal vez no te importa. Ellos presionan a los meseros. Se meten en las filas. Le gritan a la gente por el teléfono, a personas que no les pueden devolver los gritos porque necesitan sus empleos. Hasta es posible que le hayas ladrado al doctor por el resultado de tu prueba enfrente de seis personas que tuvieron que quedarse esperando porque tú estabas allí y tú eras importante.
Bueno, pues te va a agarrar a tí también, Jeremy Harris, igual que como va a agarrar al sujeto con TB en la esquina de la calle, deseando hasta la madre morirse aquí, en donde hace calor.
Además, quiero regresar las mancuernillas porque yo no quiero llegar al punto donde tenga que empeñarlas y usar ese dinero. Yo no era tan listo como tú para hacer dinero. Jamás tuve tanto. Con suerte, cuando me vaya, me iré rápido. Si no, planeo estar en un lugar cálido, en alguna parte donde las personas tal vez me cuiden. Por eso dejé Nueva York. Cuando Steve se haya ido, es probable que yo me vaya a vivir mas al sur.
Si tuviera padres por quienes vivir, me iría a casa con ellos, tal vez, y no ocultaría su foto.
No es que importe la gran cosa. El estado mental es importante, creo; eso es lo que dijeron los doctores de Steve cuando lo enviaron a casa. No estábamos esperando por una cura milagrosa. A él no le quedaba mucho tiempo y nadie sabe eso mejor que él. Pero él es más feliz con su socio por allí y su jardín y su bote a la vista, lo jalamos para que quedara frente a su ventana. Él puede escuchar el océano y algunas veces, cuando puede comer, uno de nosotros va y le atrapa un pescado.
Así que aquí están las mancuernillas. Quédatelas, tíralas, o págale a Tiffany para que les cambien el monograma para el siguiente pendejo. No tiene caso desperdiciar las cosas buenas.
Steve acaba de despertar. Tengo que irme en un minuto. Bud ha gritado desde su recámara, “si le estás escribiendo a Jeremy, dile al hijo de perra que se consiga una vida”.
Tienes una. La desperdiciaste. No podía sucederte a tí: tú eras importante. Eras privilegiado. Pero de todos modos la desperdiciaste y ahora has desperdiciado la mía también. Consíguete una vida, en tanto puedas. Eso es lo que yo planeo hacer. Así que voy a vivir tanto como pueda. Primero, voy a cuidar de Steve. Le has ayudado a alguien así de cerca? No estoy hablando acerca de escribir cheques y regalar mancuernillas. Es como que complicado, solamente ayudando a alguien que está tan enfermo que te hace sentir… es como respetarte a tí mismo. Sabes, yo no la estaba haciendo allá. Tú pagabas las facturas. Yo sólo me la iba pasando, pienso. Pero lo odiaba.
No trates de contactarme. Esto no es algo que puedas negociar hablándome. Sé que tú eres mejor en eso que yo. La cosa es que en tanto yo no te vea, puedo recordar las cosas buenas. Pero si te veo, sé que me volveré a enfurecer. Y me dará miedo, como cuando lo escuché por primera vez, y recé para que me diera un ataque cardíaco en ese justo momento para que yo no tuviera que pasar por lo que ahora viene.
No me busques. Ni siquiera pienses en mí. Conoces la vieja frase: “podría decírtelo, pero entonces tendría que matarte”? Justo ahora, pienso que si te viera te mataría o moriría intentándolo. Y allí van los pocos años que me quedan. No estoy ansioso por desperdiciarlos.
Consíguete una vida, Jeremy. Si es que sabes cómo.
Raymond.
Elizabeth se detuvo, los ojos brillándole a la luz del fuego. Ella se quedó en silencio por un largo rato. Entonces levantó la vista.
- No sé qué decirte…
- Tal vez ahora entiendes por qué yo no quería saber lo que había en ella -él dijo agriamente.
- Es una terrible carga para llevarla -reconoció ella-. Pero no eres el único al que esto le ha sucedido.
- Eso es algo muy arrogante para decirlo. Al menos tú pudiste volver aquí…
Ella se movió abruptamente, luego se detuvo. Era como si ella deseara quitarle su carta -y su estúpida afirmación de defensa- y arrojarla al fuego.
- Yo no quería regresar sola. Yo no estaba sola en París. Jamás. Podía haber tenido a quien yo hubiera querido. Banqueros, petroleros, Franceses cuya sangre era tan azul que sorprendía que todavía pudieran respirar -ella suspiró-. A quien elegí fue a Paul. Ese era su nombre occidental, el que usaba en la escuela de medicina. Él era un Ibo.
Jeremy cerró los ojos y ponderó esta revelación. Achola e Ibo. Elizabeth habrá tenido tanto en común con Paul como lo tendrían una buena niña Judía que se enamorara de Moammar Quadafi.
- Perdón -murmuró él. A este paso, tendría que grabar una cinta o algo-: Jeremy Harris y Sus Mayores Disculpas!
Gruñó un hipopótamo, mucho más cerca que antes, y Jeremy miró en la oscuridad, tratando de descubrirlo sin éxito. No eran carnívoros, pero habían matado a mucha gente que se metía en su camino de noche.
Elizabeth escupió en el suelo, con todo lo chic, todo el estilo Europeo abandonado por un momento.
- Teníamos tales planes. Él iba a establecer la mejor clínica médica en África y yo iba a ser una interlocutora de altos vuelos, o levantaría fondos, probablemente ambas cosas. Íbamos a ser un puente entre las naciones, Paul y yo. Y dado que él era el hombre, y eso cuenta más de lo que puedas imaginar en este continente, pusimos la tienda en su país -ella suspiró otra vez, y sus hombros parecieron huesudos, no elegantes, ya no-. Lo intenté. Hice lo mejor que pude. Me atasqué lo suficiente como para que me llamaran inútil perra Achole.
- Por él?
- Por todos. Incluyéndolo a él.
Jeremy quiso alcanzar la carta pero se las arregló para controlarse.
- Y luego qué pasó?
- Apliqué yo misma para la escuela de medicina. Mis calificaciones eran buenas. Había tenido un primer lugar en la Universidad. Dadas las políticas de admisión en Harvard, yo sabía que podía ingresar como estudiante especial y luego cambiarme a la escuela de medicina. Cuando terminé, agarré mi dinero y construí el campamento de asistencia, convenciendo a unos cuantos doctores para que vinieran a Uganda, y le vendí espacio a unos cuantos como tú, que estaban ansiosos de pagar por trabajar aquí cualquiera que fuesen sus razones personales -hizo una pausa-. Era importante para mí cuando el campamento llegó a ser una realidad. Recolecté todos mis recortes de periódico y se los envié a Paul.
- Dónde está el ahora?
- Nigeria. O tal vez en el Infierno, por lo que sé. No hay mucha diferencia entre los dos. El mes pasado leí que hay otra revolución por allá; tal vez en esta ocasión sí le den un tiro.
Ella removió las llamas de nuevo.
Jeremy le miró la cara a la cambiante luz del fuego. Todo lo que le ví antes de esta noche fueron el aspecto de modelo y el exterior competente y en onda, pensó. Supongo que todos nosotros estamos atrapados dentro de nuestros cuerpos. Incluso alguien tan hermosa y tan lograda como Elizabeth.
- A Nigeria le irá bien con él -concluyó después de un largo silencio-. Ellos no necesitan un salvador -miró a las llamas otra vez-. Yo sólo quisiera saber por qué Uganda está condenada.
- Uganda no es la única -replicó Jeremy-. Todos los países Africanos tienen SIDA.
- Somos únicos -ella dijo inflexible-. Primero Amín, luego los otros carniceros, y ahora esto. Tú sabes, Kenya tiene una alta incidencia de VIH, casi tan alta como la nuestra; pero su pueblo no se está muriendo como el nuestro. Hasta he escuchado a viejos colonos en Nairobi, sentados en sus elegantes y blancos restaurantes y bares, quejándose acerca de eso. Pensaron que el SIDA iba a regresarles Kenia para ellos, pero la gente apenas se les está muriendo y ellos se sienten engañados! Y aquí, justo en la siguiente puerta, en la tierra más hermosa y fértil del continente, nosotros perdemos aldeas enteras -una mirada de furia se extendió por su rostro-. Eso no es justo!
- Tal vez deberíamos de aprender de otros países en lugar de resentirnos con ellos -dijo Jeremy, aunque muy dentro de él protestó una pequeña voz.
- Ha llegado su momento -ella le respondió-. Lo que necesitamos es mas información. Tarde o temprano vamos a averiguar lo que necesitamos acerca de los no progresivos que les permite combatir mejor la enfermedad. Tarde o temprano, vamos a encontrar a alguien con inmunidad natural…
- Que Dios le ayude a ese desgraciado -señaló Jeremy-. Seguro que lo van a convertir en una rata de laboratorio.
Una rata de laboratorio rica. Una rata de laboratorio célebre. Habrían fortunas creadas por la vacuna contra el SIDA, si vendías lo suficiente de tu alma como para cargar lo que el mercado pudiera pagar. El mercado, por supuesto, siendo sujetos como él, no mujeres como las que estaban muriéndose a dos chozas de distancia, peleando contra la fiebre y la larga derrota en sus vidas.
- O a esa desgraciada -ella respondió-. Quién lo sabe? Tal vez esta anciana madre es la indicada. Es seguro que ella ha vivido lo bastante.
- Dónde está ella?
- Quién lo sabe? -Elizabeth arrugó su frente-. He estado lejos por un largo tiempo. Mi ropa está mal, mi acento está mal, hasta mi magia está mal. Ellos no confían en mí.
Se sentaron en silencio junto a la titilante fogata por unos momento más. Por fin, Elizabeth bostezó, estirándose como uno de los niños. Jeremy le sonrió. Me apena que te doliera, pero me gustas más ahora que sé que eres un ser humano. Tal vez él y Elizabeth podrían adoptarse uno al otro o algo así. Él podría llegar a ser el tío Jeremy para cualquiera de los hijos que ella llegaría a tener. Si es que él vivía lo suficiente para verla conocer a un hombre con mejor sentido que el de Paul. No un sabio, pero muy bueno, pensó Jeremy. Y eso iba para ambos.
- De veras que yo me voy a acostar en el camión -dijo él, recogiendo su saco de dormir-. La choza es demasiado sofocante para mí, aunque se ponga frío aquí afuera, y de esta manera puedo echarle un ojo a las cosas.
- Mientras que estás bien dormido? -le preguntó Elizabeth. Él había esperado que ella estuviese demasiado soñolienta como para ponerse sarcástica.
- Buenas noches -le dijo él y caminó cansado hacia el desvencijado camión. Extendió su cobertor en la parte trasera del camión. Si algo trataba de agarrarlo, cuando menos lo escucharía acercarse, y él tenía la pistola, por si acaso.
Jeremy saltó instantáneamente despierto, con el corazón golpeando, el cuerpo empapado. Pero esto no era fiebre.
Algo estaba vigilándolo.
Se obligó a regresar a la quietud, manteniendo sus ojos cerrados. La mano, oculta bajo su cabeza, safó despacio el seguro de la pistola. Leopardo, bandido o lo que fuera, lo que tratara de atacarlo iba a quedar muy, muy sorprendido y, enseguida, muy, muy muerto.
Quieto. Juega tu parte. Él abrió despacio los ojos. Cuando se le ajustaron a la oscuridad, miró furtivo alrededor suyo. Una pequeña mancha de oscuridad se separó del umbral de la choza de la mujer enferma e hizo una pausa, mirando hacia el camión.
Maldición, esos chiquillos no tienen nada qué hacer andando por aquí de noche! Él había visto la cerca alrededor de la tumba del anciano. Tal vez a los carroñeros locales les apetece la carne viva para variar. Los niños parecen ansiosos de proveerla. Sabes perfectamente bien por qué sus madres no pueden vigilar a los niños, se dijo él mismo. Están enfermas o se están muriendo. Probablemente ambas cosas. Ni hablar acerca de lo que Elizabeth dijo sobre los milagros. El hecho de que sus padres hayan sobrevivido a la locura de Idi Amín la convertía en una optimista.
Le daría cinco minutos a ese niño, decidió Jeremy. Cinco. Si no hacía sus cosas en la selva o lo que fuera y regresaba entonces a la choza, él en persona lo escoltaría de vuelta a su madre.
Espera. No te muevas.
La sombra se separó de la protección de la choza se movió hacia el claro, rumbo a la tumba cercada. Se agazapó allí y Jeremy pudo ver los temblores que lo agitaban. No, que la agitaban. Había una niña entre los pequeños?, no podía recordarlo. Había tantos niños, cada uno para recibirlo con una sonrisa y un moño escarlata mientras le durara la reserva que tenía, que a veces él no los veía como los individuos que son, o en lo que crecerían si tenían suerte y llegaban a vivir. Esta era una niña, de apenas un metro veinte. Demasiado pequeña para andar sola. Él se espabiló para bajar del camión y hacerse cargo de la niña.
Aún no.
Temblaron los hombros de la niña. Vaya, le está llorando a su padre! A Jeremy se le inundaron los ojos. Parpadeó frenético y, cuando se le aclaró la vista, encontró que la niña acababa de voltearse.
Y no era una niña.
Tenía la cara de una anciana arrugada, con los ojos que parecían llenos de amor y compasión.
Esto es una locura! África me ha agarrado por fin. Debo estar alucinando. Cómo puedes mirar a un par de ojos, en especial en ese rostro tan antiguo, y leer en ellos compasión o cualquier otra cosa?
Un tosido llegó de la oscuridad de la selva, un tosido y el rasgar de garras, seguido por un aliento de rabia pura cuando la niña con la cara de anciana golpeaba al depredador con una macana. Por fin Jeremy pudo ver al atacante: un leopardo pequeño, flaco, atrevido debido al hambre.
No había tiempo que perder. Jeremy agarró la pistola, apuntó con ella lo mejor que pudo y disparó.
La explosión despertó a la aldea entera. Jeremy hizo una fogata enorme y efectuó un reconocimiento, perseguido por los comentarios irónicos de Elizabeth acerca de los poderosos cazadores. Un sendero de sangre y huellas de garras llevaba de vuelta a la selva y desaparecía una vez allí. Al regresar, él insistió en ver a todos los niños y contarlos, tratando sin éxito de determinar cuál de ellos era el que había golpeado al leopardo.
Gradualmente, los infantes dejaron de gritar. La mujer enferma en la choza dejó de gemir llamando a “Bibi”. Incluso ella consintió en beber algo de caldo y ponerse una camiseta que fue donada por Elizabeth.
Por fin la aldea regresó a la quietud y todos volvieron a dormir. después de un largo, largo rato, también Jeremy hizo lo mismo. Si alguien se aventuró a salir, él no lo escuchó, ni a ninguna otra cosa.
En la mañana, él se percató de que la radio y las bujías del camión habían desaparecido.
- Por qué iba alguien a llevárselos? -le preguntó a Elizabeth-. No es que se trate de alambre de teléfono o algo que puedan usar ellos como adorno. La radio no le sirve a nadie sin una batería, y las bujías son por completo inútiles; a menos que alguien pensara que se les ven bien metidas por los oídos -hizo una pausa-. Si no aparecen, estamos cagados: sin transporte ni manera de pedir ayuda.
- Todo lo que podemos hacer es preguntar -replicó Elizabeth cansada.
Entonces caminó rumbo a la choza de la anciana y entró en ella.
- Buenos días -le dijo con una sonrisa, mientras que la anciana levantaba la vista de su nuera a quien había estado atendiendo.
- Jambo, Memsaab -respondió la mujer.
- Ese es un saludo demasiado formal. Yo preferiría que me llamaras Elizabeth.
- Pero tú siempre eres formal, y no me llamas por mi nombre -señaló la mujer.
- Me disculpo, Maroka -dijo Elizabeth-. No pretendía ofenderte.
- Estoy segura de que no -Maroka alcanzó y tocó con gentileza el brazo de Elizabeth-. Eres una buena persona, Elizabeth.
Por fin Elizabeth miró a la joven mujer y casi tuvo que repetir todo. Los ojos de ella estaban alertas y animados, y ella no estaba ya cubierta con sudor. Elizabeth estiró una mano, buscando por signos de fiebre, sin encontrar ninguno.
- Ya ha comido?
- Sí, Elizabeth -respondió Maroka-. Ella ha tomado su posho y leche. Ha pedido por pombe, pero decidí que ella no debe tomar nada de esto hasta mañana.
Elizabeth examinó a la joven por unos minutos mas y entonces se incorporó.
- Es sorprendente -dijo por fin-. Mi medicina nunca ha podido hacer esto antes.
- Tu medicina no fue lo que la salvó -dijo Maroka-. Fue la magia de Bibi.
- Bibi vino aquí anoche? -preguntó Elizabeth.
- Sí.
- En dónde está ahora?
- Ocultándose -fue lo que Maroka respondió-. Ella es tímida con los extraños. Regresará cuando ustedes se hayan marchado.
Elizabeth miró a través de la puerta, preguntándose en dónde podía Bibi estar. Entonces sus ojos dieron con el camión y ella recordó el propósito de su visita.
- Hay un problema, Maroka -dijo-. Esta mañana encontramos que algunas cosas del camión se han extraviado. Debemos tenerlas de vuelta o el camión no funcionará.
- Un mono las tomó, Elizabeth -sugirió Maroka-. O tal vez un mandril.
- Por qué dices eso?
- Porque tú tienes muchas otras aldeas que visitar, y nadie en esta querrá detenerte de que continúes tu trabajo. Sabemos que es importante.
Elizabeth arrugó la frente. En una cultura en donde nadie habla con rudeza o dice nada molesto, la respuesta de Maroka era lo más cercano a ello que se podía llegar a decir “Porque no te queremos aquí, y nunca haríamos algo que evitara que te marcharas”.
- Todavía tenemos alimentos y medicinas para darte -dijo Elizabeth.
- Nosotros tenemos alimentos, así que es mejor que tu comida vaya con otra aldea menos afortunada -replicó Maroka-. Y no necesitamos tu medicina. La magia de Bibi es mucho más fuerte.
- Yo realmente quiero conocerla -señaló Elizabeth-, y aprender acerca de su magia.
- Pienso que ella te tiene miedo.
- Ayúdame por favor -dijo ansiosamente Elizabeth-. Ella es una anciana que es probable que nunca vaya a viajar a quince kilómetros de aquí. Cualquiera que sea su magia, es necesaria por toda Uganda.
Maroka hizo una pausa, considerando lo que ella acababa de oír.
- Es cierto -dijo por fin-. Le diré lo que acabas de decirme, Elizabeth.
- Gracias.
- Pero no creo que ella vaya a venir.
- Por favor pregúntale de cualquier manera -dijo Elizabeth. Ella inspeccionó a la mujer joven una vez más y entonces salió de la choza. Se reunió con Jeremy, quien todavía refunfuñaba debajo del cofre del camión, buscando otras descomposturas.
- Bien -le preguntó él-. Sabe ella en dónde están nuestras bujías y la radio?
- No estoy segura, pero no lo creo -afirmó Elizabeth.
- Te tomó quince minutos llegar a esa conclusión? -le preguntó él con sarcasmo.
- Me tomó quince segundos -le respondió ella-. El resto del tiempo hablamos de medicina. O de magia.
- No te sigo.
- Esa joven, la que yo pensé que hoy estaría muerta, se encuentra cien por ciento mejor.
- Qué fue lo que le diste? -quiso Jeremy saber.
- Nada que no le haya dado antes a otros cien pacientes -dijo Elizabeth, arrugando la frente-. Me asombra que ella se esté recuperando; pero todo lo que sé de medicina dice que ella no debería de estarlo.
- ¿Y ellos piensan que es magia? -le preguntó Jeremy-. ¿Aunque ellos te vieron administrando las medicinas?
- Es evidente que Bibi vino anoche y vertió un encantamiento sobre ella -respondió Elizabeth.
- ¿Un encantamiento?
Elizabeth se encogió de hombros.
- Una hoja. Una planta. Alguna clase de flor. Yo no sé qué. Pero Maroka está convencida de que Bibi es la que salvó a la joven -Elizabeth volvió a arrugar su frente-. Diablos, con todo lo que sé Maroka está en lo correcto. Esa es la razón por la que quiero encontrar a esa Bibi, más de lo que quiero encontrar nuestras bujías. Si esta mujer ha tropezado con alguna clase de medicina milagrosa, quiero saber cuál es.
- Tal vez ellos tienen razón -dijo Jeremy-. Tal vez es magia.
- ¡Esa es una tontería! -ella replicó-. ¡No existe tal cosa!
- No lo sé -insistió Jeremy-. Crear penicilina a partir de pan enmohecido me suena a magia. O agarrar un trozo de silicón y hacerlo pensar más rápido y con más precisión que un hombre, eso también me suena a magia. Estás demasiado preocupada por el proceso, Elizabeth, cuando lo que cuenta es el resultado. Si la mamá de la anciana puede sanar a la gente con magia o con cualquier otro medio, voy a traerle un montón de gente enferma en lugar de tratar de robarle sus secretos.
- No me gusta de lo que me estás acusando, Jeremy -dijo Elizabeth con agudeza-. Todo lo que quiero saber es qué es lo que ella está haciendo que los hace ponerse bien, si es que en verdad está haciendo algo del todo, y entonces quiero encontrar la manera de sintetizarlo, embotellarlo y distribuirlo.
- Tal vez no se puede hacer.
- Dame los hechos, y yo lo haré.
- Por citar a Don Quijote, los hechos son enemigos de la verdad.
- Esa es basura romántica -dijo Elizabeth-. Los hechos es todo lo que hay.
- No por estos rumbos -fue la respuesta de él.
- Ah, si?
Él sonrió:
- Pregúntale a los aldeanos: hay magia, también.
- Estás tratando de discutir? -le demandó ella.
- Una anciana desconocida puede andar por allí curando a la gente de SIDA -contestó Jeremy-. Todo de lo que tú estás preocupada es acerca de cómo lo hace, y todo lo que a mí me preocupa es que ella lo haga de nuevo. Ahora, si eso es querer discutir…
- No -replicó Elizabeth, pensativa-. No, supongo que en realidad no lo es. Tú tienes tus intereses puestos en ser curado; yo los tengo en encontrar cómo curar a la gente. Nuestros medios están condenados a diferir.
- Crecí con Peter Pan y Mamá Gansa y Mowgli y Oz, y tú creciste con hechos y datos y aldeas masacradas -respondió Jeremy-. Por supuesto que nuestros métodos son distintos.
- Tú simplemente no lo entenderías! -lo dijo ella con irritación.
- No -admitió él-, pero muéstrame una cura y yo creeré.
Ella se dio la vuelta enfurecida y se alejó caminando hacia la aldea, donde golpes de manos llamaban a todos los niños para que salieran de las chozas. Aquellos pocos que llevaban ropas encima las retorcían mientras que hacían una fila andrajosa e incómoda, esperando lo peor de los dos extranjeros, uno blanco y una negra.
- Correcto, creyente! -le dijo Elizabeth a Jeremy-. Tú puedes decirles qué fue lo que se nos perdió.
Era un buen reto decirlo en Swahili de cocina pero caminar de regreso al campamento de asistencia era una alternativa mucho menos atractiva.
Unos cuantos adultos se reunieron para reír divertidos con las incómodas descripciones de Jeremy acerca de los artículos perdidos. Los ojos de los niños simplemente se abrieron del todo y se miraban uno al otro. Entonces Elizabeth caminó arriba y debajo de la fila de niños, estudiando a cada uno. Por fin se detuvo frente al más alto de los muchachos, quien desde hacía mucho había superado la talla de su camiseta de Michael Jordan y llevaba puesta una sucia y maltratada camiseta de Muhammed Ali proveniente de otra era.
- Tú lo sabes, no es cierto? -dijo ella-. Puedo verlo en tu cara. Tú sabes quién tomó esas cosas.
Los pies descalzos del muchacho removieron el polvo. Él murmuró algo.
- No puedo escucharte -le dijo Elizabeth.
- Bibi se los llevó.
- Su mamá? -intervino Jeremy, confundido.
- Tal vez -respondió Elizabeth-. En Swahili formal, bibi también puede significar abuela.
- Quieres decir Maroka? -preguntó Jeremy, sorprendido.
Hubo indignadas protestas por parte de la más sana de las dos esposas, quien había salido a vigilar. De Maroka sólo hubo un ligero levantamiento de la cabeza.
Elizabeth volteó hacia el niño.
- Quiero que me digas dónde están nuestras cosas. No podemos irnos a casa sin ellas.
Más miradas laterales y precavidas, de niño a niño.
Elizabeth dejó al muchacho y se detuvo frente a una jovencita que no tenía más de seis o siete años de edad. No le dijo una sola palabra, sino que tan solo la miró. La jovencita pateó nerviosa el polvo rojo con sus pies descalzos y rechazó enfrentar la mirada de Elizabeth.
- Tú lo sabes? -le preguntó Elizabeth al fin.
- Ella dijo que no lo dijera.
- Quién dijo que no lo dijeras… y por qué?
La jovencita levantó la vista y entonces habló de prisa.
- Bibi. Ella dice que los corazones de ustedes son buenos, porque quieren ayudar. Pero ella también dice que si nos quedamos en la aldea de ustedes, todos vamos a ponernos más enfermos. Si nos hubiéramos marchado antes, mi padre todavía estaría vivo.
- Pero eso no es verdad! -protestó Elizabeth.
- Bibi dice que lo es -dijo la niña, mirando sin parpadear dentro de los ojos de Elizabeth.
Elizabeth siguió tratando, pero después de unos cuantos minutos llegó a ser obvio que los niños no iban a desobedecer a Bibi revelando dónde estaban ocultas las partes perdidas.
Elizabeth intercambió con Jeremy una mirada rápida y frustrada.
- Hermosa Uganda, tierra de mi pueblo, donde ningún buen propósito queda sin castigo -murmuró ella.
Jeremy se sentía tan deprimido como lo estuvo cuando le dieron los resultados de su primer examen de sangre. Las radios, si las maltrataban, podían ponerse ruidosas, y había un límite a la capacidad del camión para permanecer allí fuera sin mantenimiento. Déjenlo que se exceda y, aunque encuentren las partes, se quedarán varados en esta pequeña aldea.
- Bueno -dijo Elizabeth-, también puedo ponerme a dar mi ronda matutina -entonces hizo una mueca hacia Jeremy-. Estás listo para una opinión no científica.
- Esa es mi clase favorita.
- En lo personal, pienso que toda la maldita aldea necesita que le examinen su cabeza colectiva.
El día transcurrió sin eventos y, mientras que el enorme sol se ponía, Jeremy obtuvo suficiente ánimo de alguna parte como para reunir leña para el fuego. Los niños estaban ocupados reuniendo leña y agua, así como poniendo a los pollos en sus jaulas, las cuales se quedarían colgando en los árboles cercanos. Jeremy observó las amigables iniciativas de Elizabeth encontrándose con amable frialdad, mientras que los aldeanos habían decidido ya que la piel negra y el conocimiento de Uganda no la volvían a ella una más de ellos.
Él pensó en las partes perdidas por centésima ocasión. No podían contar con que nadie llegara aquí excepto por accidente. Ellos tenían que persuadir al ladrón para que regresara la radio y las bujías.
Elizabeth emergió de una choza y caminó para reunirse con Jeremy.
- Debo haber diagnosticado mal a esa mujer -dijo, confundida-. Ella mostraba todos los síntomas clásicos, y yo pensé que la fiebre se iba a acabar en materia de horas. Pero ahora ella ya no es una víctima de SIDA más de lo que yo lo soy. Diablos, hasta ese caso de caspa que tenía se le está acabando -ella sacudió la cabeza-. Maroka quiere que se siente mañana. Supongo que está en lo correcto; entre mas pronto esté de vuelta sobre sus pies, mejor.
- Quién la va a vigilar hasta que pueda regresar a los sembradíos?
Elizabeth se encogió de hombros.
- Aún no hemos visto a Bibi; dada su edad, ese sería un buen trabajo para ella -hizo una pausa-. Sabes, hay otra razón por la que me gustaría salir de aquí; la pobrecita nos tiene tanto miedo que se mantiene oculta en la selva. Yo no vine hasta aquí para hacer que una pobre anciana se saliera de su casa poniéndola a la merced de las hienas.
Ella parecía a punto de agregar algo más, pero entonces cambió de idea y se dirigió hacia la choza en donde dormía.
La oscuridad descendió y Jeremy pronto se quedó dormido en la parte trasera del camión. Cuando despertó por la mañana, el moño rojo había desaparecido de su camisa.
Interesante. Bajó del camión, se tomó sus píldoras, cortó otro moño para sí mismo y colocó el muy disminuido carrete dentro de su bolsillo, por si acaso.
Súbitamente supo que él estaba siendo vigilado. Se encontró mirando por encima del hombro, vigilando a las largas sombras afiladas en caso de que algún pequeño fragmento se separara de una de ellas y se dirigiera hacia el camión o a los campos o hacia la selva profunda.
Cuando hizo una pausa para limpiar su cara después de enjuagarla con un poco de agua, la sensación de que lo vigilaban se hizo mas fuerte todavía. Una o dos veces captó un fugaz movimiento en el lado lejano del claro, a la orilla de su visión.
La bibi de Maroka? No había podido mirarla bien, pero no podía imaginarse quién más podría ser. Él caminó a través del claro y pronto descubrió algunas huellas en el polvo. Eran lo bastante pequeñas para ser las huellas de un niño, pero eran profundas, como si la persona a la que pertenecían llevara cargando algo pesado.
Lo condujeron más y más profundo dentro de la selva. Pronto la vegetación se había cerrado alrededor de él. Pudo escuchar el pillido de los pájaros y el zumbido de los insectos, pero el único movimiento que pudo ver fue el ligero ondular de las hojas en la brisa caliente.
Casi pudo imaginar que él era algún hombre de la edad de piedra, abriendo su camino a través de la selva en persecución de su cena; seguramente el terreno no parecía muy distinto a como lo fue hacía un millón de años.
Una hiena rió en la distancia; en la mente de Jeremy se convirtió en un hienadonte de ciento cincuenta kilos. Un buitre circuló despacio por encima de sus cabezas; Jeremy pretendió que era un pterodáctilo.
Todavía estaba imaginando un pasado distante y una físicamente más imponente versión de sí mismo cuando de pronto llegó a un claro. Un enorme árbol muerto había caído -imaginó que un mastodonte lo había empujado- y un cercano montículo de termitas se elevaba a cosa de tres o cuatro metros por sobre el suelo.
Súbitamente se percató del montón de chiquillos, y vió al bebé (cómo es que ellos dejaron que los niños lo sacaran de la choza) en los brazos de lo que parecía ser otro niño. Esto es, parecía como otro niño hasta que él le dio un vistazo a la amplia y sensata cara. Era una mujer, no había duda de ello, porque estaba amamantando al infante. Su piel parecía increíblemente antigua, no tanto delineada sino gravada con arrugas. El escaso cabello rodeándola, creciendo muy por debajo de su frente estrecha, era blanco. Pero la sonrisa en sus labios mientras que miraba al bebé era muy hermosa y extrañamente familiar.
Te he visto antes, sé que lo he hecho. Pero dónde?
Jeremy dio un paso hacia ella. Una varita seca se rompió bajo sus pies y una docena de pájaros huyó de su escondite mientras que por entre el alto follaje una familia de monos colobos comenzaron a aullar. La mujer con el rostro antiguo dio un salto, sorprendida. Entonces ella depositó al bebé sobre un trozo de tela roja y huyó rumbo a la selva. El bebé, privado de su leche, de inmediato comenzó a llorar.
“Regresa, Bibi!” quiso él gritarle a ella. “Acaso puede ser así de atemorizante un Americano flaco y enfermo?”
Para cuando Jeremy logró calmar al bebé, colocándolo sobre los brazos de la mayor de las chiquillas y conminándolos a todos ellos para que creyeran que él no era alguna clase de monstruo sólo porque la anciana había huido, él se puso a ordenar sus pensamientos y su memoria. En un verano, para variar, él había rentado un lugar en Nantucket, no en los Hamptons: una casa vieja, dilapidada pero deseable que le había costado un montón. Aquél fue un buen verano, y él no escatimó ni un centavo de él, incluso a pesar de una semana de días lluviosos. Junto con la comida de mar, las veleadas y la vista de las ballenas, había tenido toda la vieja casa para merodear en ella. Y en su ático encontró un verdadero tesoro: treinta años de National Geographics. él amaba esa revista desde que era niño. De hecho, había soñado con convertirse en explorador, tal vez incluso en paleontólogo o en geocronólogo hasta que su tío Sid -el Vicepresidente ejecutivo- lo sentó para explicarle las verdades de la vida: préstamos estudiantiles, becas, línea de fondo. La mejor manera -y es probable que la única manera- de participar en esas expediciones era dándoles fondos.
Así que él empacó sus sueños para guardarlos, pero mantuvo su suscripción al National Geographics, se afilió a Conservación de la Naturaleza, y siempre hizo donativos al Museo Americano de Historia Natural. Esas eran causas nobles y deducibles de impuestos, pero la verdadera razón era que las amaba. Hoy, aquellas portadas amarillentas y frágiles páginas se agitaban en su imaginación, y recordó el descubrimiento del Dr. Donald Johanson, el Australopithecus afarensis, de algunos 3.2 millones de años de edad. Ella era el ancestro de la humanidad, una pequeña hembra a la que Johanson llamó Lucy debido al disco de los Beatles que su equipo de trabajo había tocado sin parar durante las excavaciones.
Ahora él la había visto. No como un cadáver momificado o un montón de huesos blancos, tampoco.
La había visto como un ser vivo y respirando. Dando de comer a su bis-bis-bis a la potencia N-bisnieta. Hasta conocía su nombre.
Bibi.
Mientras que todos los demás estaban celebrando, la milagrosamente recuperada joven emergió de la choza en donde se había esperado que muriera y Jeremy merodeó hasta el camión para recoger allí su “carnada”: un platón de posho y algunas frutas frescas.
No tenía sentido decirle a Elizabeth lo que él había visto o lo que él planeaba hacer acerca de ello. Ella le daría tantas explicaciones racionales que terminaría haciéndolo a él creer que no tenía caso alguno engatusar a la antigua mujer para que volviera. Así que mientras Elizabeth yacía profundamente dormida dentro de la choza, Jeremy extendió sus trampas en la parte trasera del camión y entonces se extendió justo enseguida de ellas. Se esforzó para cerrar los ojos: la luz de la luna se reflejaría en ellos y él había llegado a razonar que los sentidos superiores del australopithecus… pitheca? … lo detectarían.
Esperó.
Cuando llegó la mañana, la fruta se había ido.
- Fue ella -le dijo Jeremy a Elizabeth-. Sé que ella fue!
- Entonces qué vas a hacer?, dormir de nuevo en el camión?
Él negó con la cabeza.
- Ese es mi territorio y la vuelve a ella demasiado precavida.
- Seguro que no vas a meterte a la selva de noche!
- Quieres que te regresen las bujías, no es cierto? -replicó él.
- No a costa de tu vida.
- Estaré bien.
- Seguro que sí -dijo ella sarcástica-, si es que no te pierdes, es probable que te topes con ese leopardo al que le diste un tiro.
- Él está fuera del área -replicó Jeremy.
- Cómo lo sabes?
- Los mandriles están quietos en la noche.
Ella lo miró fijamente.
- Esto es en verdad estúpido, Jeremy.
- Es probable -estuvo él de acuerdo-. Pero a menos que tengas una idea mejor…
Ella anduvo a través de la selva, los ojos y los oídos alerta a cualquier peligro. Los animales eran distintos a los que ella estaba acostumbrada, más pequeños, pero igual de peligrosos… llegó hasta una pequeña corriente, checó con cuidado en busca de depredadores, entonces se agachó, ahuecó las manos y llevó algo del líquido de vida hacia sus labios. Un pájaro marabú descendió a poca distancia de ella y la hizo brincar.
Su primera urgencia, ahora que había satisfecho su sed, fue regresar a la cueva que había encontrado, donde estaría a salvo por la noche. Pero entonces el viento le trajo el aroma de la fruta hasta sus narices y ella decidió investigar…
Hacía mucho que la luna se había puesto y él estaba en la orilla de quedarse dormido, con la espalda apoyada contra el grueso tronco de un árbol de acacia, cuando por fin vio a esa pequeña figura familiar salir furtiva desde unos arbustos cercanos hacia el claro. Se detuvo para mirarlo a él y Jeremy se esforzó para permanecer sin movimiento. Pequeñas sombras le colgaban del cuello. Mientras que se acercaba, Jeremy vio lo que eran: ella, o uno de los niños que ella atendía, habían juntado las bujías con un cordón de hierba, para que ella las llevara puestas como un collar.
Ándale, corazoncito, pensó él mientras que su corazón golpeteaba. Él había extendido sus tesoros sobre el suelo: la tela roja con la que el bebé había sido envuelto, algunos duraznos secos, un platón de posho, un largo moño de listón escarlata. Vamos! Pero la pequeña criatura hizo una pausa, súbitamente asustada. Por favor, pensó de nuevo, esta vez implorando. Por favor, Bibi!
La figura se volvió hacia él, levantando la cabeza y enderezándose, lo que puso al collar de bujías a oscilar de nuevo. Entonces, atraída por los premios que él había preparado, se acercó más. Ella reconoció el trozo de tela y lo arrebató para llevarlo hasta su pecho, acunándolo como a un infante. Ella agarró un durazno seco y lo mordió rápido, los ojos brillando de placer. Entonces ella alcanzó el listón rojo.
Jeremy puso su mano en el otro extremo del listón. Bibi saltó hacia atrás.
Jeremy se inclinó con cuidado hacia adelante. Ella lo había visto con las mujeres y los niños; tenía que saber que él no era una amenaza. Aún así ella lo observó con precaución, sin retirar sus ojos de los de él, sin aflojar su puño del listón.
Muy bien. Piensa en el collar que puedes hacer. Piensa en cómo va a deleitar a los niños.
- Vamos -él le susurró despacio, con cuidado se ponía en pie. Entendería algún idioma del todo?-. Por supuesto que lo quieres. Es bonito. Te lo cambio. Esto por…
Él señaló al collar de bujías con un gesto de intercambiemos, que debe haber sido viejo cuando ella era joven.
La antigua mujer retrocedió. Qué lista, no? para qué negociar si lo puedes conseguir gratis? Él jaló suavemente el trozo de listón, tratando de jalarlo hacia él y a ella junto con él. Ella se dejó llevar y miró entonces al rostro de él. Jeremy se quedó impactado por los ojos de ella. Aún bajo la frente estrecha y arrugada, brillaban llenos de inteligencia. Este no era un primate; era una persona. Él le sonrió y ella le sonrió en respuesta. Me has visto antes. Soy tu amigo. Yo le disparé al leopardo.
- De veras que esas bujías me hacen falta -él le dijo con suavidad. Se inclinó, con precaución, manteniendo tenso el listón rojo. Él medía más de uno ochenta y ella escasos uno treinta. Un poco más, un poco más… y sus dedos se cerraron en el brazo de ella.
Él era fuerte, en especial comparado con ella, pero ella era truculenta. Aún mientras ella chillaba de ira, ella le permitió que él se acercara. Entonces, sonriendo de satisfacción por su propio ingenio, ella hundió sus romos dientes de tres millones de años de edad a fondo en el brazo de él.
Jeremy exclamó de sorpresa y dolor. Había oído que las mordidas humanas son tan dañinas como las de los grandes gatos, y aún más sucias; pero esta mordida ardió como si fuera hierro fundido.
Maldición!, pensé que habías venido a salvar a tus hijos, no a matarlos! Tanto así te decepcionamos? Y entonces llegó el pensamiento atemorizante: Que Dios me ayude, la he contaminado!
Se dio cuenta de que él sangraba como el proverbial marrano, el brazo hinchándosele, y la luz de la luna brilló sobre algunas feas líneas rojas que habían comenzado a viajar hacia sus nodos linfáticos. Pudo oír sus propios dientes golpeando mientras que él ardía y temblaba y trataba de usar su cinturón como torniquete.
Por qué, Bibi? No puedes haber cruzado los interminables eones sólo para morder a un hombre que ya se está muriendo. No tiene sentido!
Entonces se desmayó.
El cielo brillaba como si estuviese lleno de diamantes. Mas diamantes, o tal vez zafiros, se reflejaban en la brillante superficie del lago. O tal vez era un océano. Una cresta blanca cortó la superficie, pequeñas olas temblaron y enseguida se aplanaron cuando el agua se calmó. Jeremy se sacudió. Quería decirle a todos que era una buena señal que el agua estuviera turbulenta, porque significaba que los espíritus habían salido, o flotado, o algo. De cualquier modo, significaba que los milagros podían suceder de verdad, hasta a él. El brazo le ardía; todo le dolía; y su boca tenía el gusto de un montón de murciélagos apretados dentro de ella.
Volvió a agitarse y sintió cosas pesadas, forzándolo a recostarse. Abrió los ojos y vio a Bibi, la infinitamente amorosa madre de la raza entera, dibujada contra el cielo brillante, rodeada por una niebla color arco iris que se convertían en cristales mientras los miraba y luego caían en una lluvia de gemas. Lucy en el cielo con diamantes. Y yo que pensé que sólo era una canción.
Él había sido joven una vez, sin esa traición metida en la sangre y el cuerpo; y él había esquiado en el agua de los Cabos con chicos tan temerarios como él mismo. Él los había agarrado por los brazos y cantado: Todo el mundo nos está observando! Y así era, y Bibi miraba también, su fea, hermosa, infinitamente amorosa cara grave con preocupación.
- Si te enfermas, regresa a casa -le habían escrito sus padres-, y cuidaremos de ti.
Eso es precisamente lo que hice, quiso decir; he regresado a casa, y la madre de todos nosotros me está cuidando.
Entonces cayó en un sueño inquieto en el que él iba caminando, caminando, siempre caminando. Caminando no sólo a través de milenios sino a través de una maldita millonada de años rumbo a alguien que había llorado de dolor. Hacia un montón de alguienes. Y pensó que su corazón estallaría por el esfuerzo y la pena.
Jeremy despertó temblando y tres mujeres lo bañaban con esponja. La voz de un niño chilló como música de rock cuando el cantante hace falsete. Escuchó un golpe, un llanto y el niño salió de allí.
En la quieta luz gris de un amanecer que él ya no había esperado ver, encontró los atribulados ojos de Elizabeth Umurungi, enrojecidos, observándolo.
- Si no sale de esta ahora… -esperó que ella dijera. Pero en lugar de eso, él pudo leer en sus labios la letanía del Rosario.
Él lloró por su pena. Él imaginó que alguien le tomaba la mano en un cálido gesto, distinto a cualquiera que hubiera conocido. Lo llevó retrocediendo a través de los años, a través del golfo de la enfermedad, el miedo y la muerte, fuera del lugar en donde el cielo dejaba caer diamantes y de vuelta a los aromas y sonidos familiares de la pequeña aldea.
Las moscas zumbaban encima de su cabeza, golpeteando contra el techo tejido. Jeremy arrugó la nariz ante la peste del antiséptico, por completo abrumado por los familiares olores de los desechos animales, el sudor humano y las fogatas de la cocina. No muy lejos, el agua caía dentro de una vasija metálica… Dios, qué sed tenía! Trató de pedir agua. Algo entre un croaqueo y un gemido emergió de los labios que se abrieron agrietados con el esfuerzo. Otra voz hizo eco de la suya. Alguien fue hasta la puerta y llamó. Gritos que podrían ser de alegría llegaron desde fuera.
- Está regresando? Bien! Quédate con él.
Sus ojos estaban tan pegados por las lagañas que le pareció que le tomaba una hora abrirlos. Flexionó los dedos. Todavía estaban allí. Qué había pasado con su otro brazo, el que Bibi le mordió? Experimentalmente, lo movió, y se encogió de dolor.
- Yo no intentaría eso -dijo Elizabeth-. Has estado muy enfermo. Ha sido como una reacción a la vacuna contra la rabia. O tal vez el tétano.
El qué?
- Tal vez puedas ayudarme -continuó Elizabeth-. No sé lo que te agarró. Sólo sé que te encontré hinchado como un globo, con sangre saliéndote del brazo, y nada a la vista.
- Fue Bibi.
- No seas ridículo -dijo Elizabeth.
- Fue Bibi, y no lo hizo para herirme -susurró Jeremy débilmente.
- Basura.
- Ya lo verás -respondió Jeremy-. Le preguntarás tú misma.
- Por qué en todo el mundo iba ella a regresar aquí, especialmente si ella te mordió?
- Porque está preocupada por su hijo.
- Tú no eres su hijo -replicó Elizabeth con paciencia, como si se dirigiera a un niño.
- Todos somos sus hijos -dijo Jeremy-. De algún modo, ella sintió nuestro dolor, supo que estábamos en problemas, y con medios que nunca vamos a comprender, ella hizo lo que cualquier madre haría: vino a ayudarnos.
- Jeremy, has estado delirando. Todavía no piensas racionalmente -dijo Elizabeth-. Ella es una anciana, eso es todo. Es posible que hasta un poco retardada. Y probablemente es muda; los niños me dijeron que ella utilizó un lenguaje de señales cuando les habló.
- Ella puede hablar -dijo Jeremy con absoluta convicción-. Lo que sucede es que nadie comprende su idioma.
- Ah -dijo Elizabeth, sarcástica-. Y qué idioma es el que ella habla?
- No lo sé -murmuró Jeremy-. No se le ha escuchado en tres millones de años.
- Estás más enfermo de lo que pensé -dijo ella mientras que él se desmayaba de nuevo.
Cuando despertó, él se sentía bien. Más que bien. Se sentía mejor de lo que se había sentido en años. Por primera vez desde que contrajo el virus, se sintió listo para levantarse y arreglárselas con ese día.
Entonces, de pronto, la revelación lo impactó. Trató de sentarse, pero encontró que no tenía la fuerza. Un niño lo encontró, lo vió batallando y le llamó a Elizabeth.
- Qué es lo que pasa contigo, Jeremy? -ella le preguntó al entrar a la choza.
- Nada! -replicó-. Absolutamente nada!
Ella lo miró, confundida.
- No lo entiendes? -dijo él, excitado-. No hay nada malo conmigo!
- De qué estás hablando?
- Tan pronto como volvamos al campamento, quiero que me hagas otra prueba de sangre.
Ella lo observó como si esperara que le saliera espuma de la boca en cualquier momento.
- No creerás en serio que ya no eres VIH positivo, o si?
- Sólo pruébame -dijo con la voz reflejando absoluta convicción.
- Nunca ha habido un solo caso registrado de cura espontánea, Jeremy.
- No es espontánea! -respondió Jeremy excitado-. Y nadie hace registros de los que se curan en la selva. Ella me curó, tal como ha curado a tantos otros. Para eso es para lo que ella está aquí.
- Y cómo piensas que esta mujer vieja, analfabeta, ignorante por completo de toda medicina y tecnología, ha podido curar tu enfermedad incurable?
- Me mordió.
- Quieres decir que por todo este tiempo todo lo que yo tendría que haber hecho era morderte para que resultaras VIH negativo? -se burló Elizabeth.
- No. Ella tenía que hacerlo.
- Sin duda que ella te mordió porque le dabas miedo.
Una sensación de sobrecogedora fatiga cayó sobre él, haciéndolo recostarse sobre su almohada.
- Tengo lástima de ti -dijo.
- Tú tienes lástima de mí -repitió ella-. Por qué?
- Porque conoces demasiados hechos y muy poco de la verdad -dijo él mientras luchaba por permanecer despierto-. Vas a probar mi sangre y, como no crees en Bibi, vas a tomar dos o tres muestras más antes de reconocer lo que tus pruebas te dicen.
Casi pudo sentir él una ruda mano callosa cuando corrió con cariño a través de su cabello mientras que él se quedaba dormido de una vez.
Jeremy estaba fuera, cortando leña, sudando y sintiéndose grandioso por ello, cuando Elizabeth lo llamó para que fuera a su choza.
- Qué pasa? -le preguntó al llegar.
Ella sostenía las bujías, unidas por un cordón de listón escarlata.
- Qué sucedió?
- Dejé algo de joyería barata fuera de la choza -dijo Elizabeth-. Ella vino por la noche y aceptó el trueque -hizo una mueca-. Me costaron un collar de perlas cultivadas y un brazalete con chapa de plata.
- Creo que a ambas partes les fue bien -opinó Jeremy.
Él miró a través de la aldea, más allá de las chozas, hacia la selva.
Gracias, Bibi. Probablemente no te volveré a ver nunca, pero te debo mi vida, y me voy a dedicar a ayudar a otros de tus hijos.
Habían estado de vuelta en el campamento por un día. Jeremy había estado toda la mañana atendiendo pacientes y despachando comida, y estaba sentado en una de las sillas del campamento justo fuera de su tienda, leyendo una vieja copia del New Yorker, cuando Elizabeth apareció.
- Hice la prueba de tu sangre -ella le anunció.
- Y?
- No podría cultivar VIH de tu sangre aunque tuviera aquí todos los recursos de la Clínica Mayo -ella hizo una pausa y lo miró-. Tienes un milagro, Jeremy. Estás limpio. VIH negativo.
Repentinas lágrimas aparecieron y se derramaron de sus ojos. Por un mero instante él pensó que podía sentir la mano de Bibi apretando la suya, como una madre reconfortando a un hijo que ha estado desesperadamente enfermo.
- Te lo dije -afirmó por fin.
- No te creí entonces y no te creo ahora -respondió Elizabeth-. Pero quien sea y lo que sea ella, para nosotros ella vale su peso en oro -hizo una pausa momentánea-. Ella es el motivo por el cual dicen que Kabute no habría muerto si ellos lo hubieran traído de regreso a casa: porque ella estaba esperándolo aquí. Y es probable que ella sea la causa de que la mujer fatalmente enferma se curara de sus lesiones.
Jeremy sonrió:
- Probablemente, barajo! Por supuesto que fue ella. Y ahora yo voy a vivir. Voy a vivir para siempre!
La mañana siguiente era fresca y clara, así que decidieron tomar el desayuno fuera. El romper los huevos y freír el tocino atrajo a un pequeño tropel de changos vervet y una urraca Africana planeó por encima del fuego y arrebató un trozo de pan justo de la mano de Jeremy.
- Son tan bribonas -dijo Elizabeth mientras la urraca se alejaba volando con su presea.
- Es bueno saber que algo en este continente no está en peligro -señaló Jeremy.
Ella miró a la urraca por un momento más y luego se volvió hacia Jeremy.
- He estado pensando mucho en Bibi.
- Y? -le preguntó él.
- Tenemos que regresar y encontrarla -respondió Elizabeth.
- Mataría por tener la oportunidad de que la examinaran los investigadores de SIDA. Aún no sé si te compro la idea de que ella te curó dándote una mordida, pero lo que sea que haya sucedido, es obvio que ella te dio un agente bioquímico que mata al virus VIH -ella miró a Jeremy con recelo-. Nunca reemplazará a la vacuna SALT, pero simplemente no hay otra explicación. Yo tengo que encontrarla y traerla al campamento.
- Ella no es un animal de laboratorio -replicó Jeremy con seriedad-. Tiene que permanecer libre para hacer su trabajo.
- Su trabajo?
- Ella tiene otros niños que curar.
- Tú no eres un niño.
- Todos somos sus niños.
- Otra vez con eso -suspiró Elizabeth.
- No tienes que creérmelo -dijo Jeremy, protegiendo a su tocino mientras la urraca sobrevolaba rumbo a su plato-. Es suficiente con que yo lo haga.
- No estás siendo lógico, Jeremy.
- He sido lógico toda mi vida, y qué saqué con eso, más que algo de dinero que no necesito y una enfermedad incurable? -respondió Jeremy-. Por qué no observas de verdad a Uganda en algún momento? Este es un lugar mágico, aún con todos sus problemas. Escupe una semilla de mango por la ventana de tu Land Rover, y cuando vuelvas a pasar por allí seis meses después habrá crecido un árbol de mangos. Amín y sus sucesores virtualmente acabaron con la vida salvaje, y así todos los animales están volviendo. Gente enferma terminal se está curando de repente. Cómo quieres que no crea en la magia?
- No hay nada mágico acerca de Bibi.
- Creo que sí lo hay -dijo Jeremy-. Déjala sola.
- No puedo -protestó Elizabeth-. No hasta que la haya estudiado y averigüe cómo es que ella lo hace. Puede ser que jamás encontremos algo parecido a ella de nuevo.
- Piensa en ella -le dijo él-. Qué clase de vida piensas que ella va a tener, enviándola de una clínica a otra, enfrentándose a todos esos vampiros de bata blanca que ni siquiera una madre podría amar? -hizo una pausa-. Déjala que se quede en la selva. Estas personas no lo dirán. Además, tú me tienes a mí: Un voluntario VIH negativo certificado a tu disposición -él miró sin parpadear a los profundos ojos castaños de ella-. Déjala que se vaya, Elizabeth.
- Tú sabes que no puedo. Podemos salvar a millones de personas -ella se lanzó a muerte-. O es que eso no es importante para ti, ahora que ya estás curado?
- Sabes que no es cierto! -él replicó acalorado.
Iba a decir algo más, decirle lo injusta que era esa afirmación suya, como ningún verdadero amigo siquiera sugeriría eso. Pero entonces intervino una pequeña vocecilla en su cabeza: Y si ella tiene razón? Estoy pretendiendo creer en los poderes de Bibi? Realmente siento ahora que estoy curado, que nadie más importa? Buscó en su alma, lo cual no había hecho en un largo tiempo, porque no le había gustado mucho lo que encontraba por allí. Esta vez él no pudo encontrar que lo que lo asustaba se encontrara merodeando en el rincón más oscuro.
Bueno, sé que es una mentira, pensó con satisfacción; no tiene caso tratar de convencerte, también.
- Todo lo que sé es que vamos a cavar otras diez tumbas mañana por la mañana -respondió Elizabeth -y otras diez pasado mañana, y diez más otro día después, y vamos a seguir cavándolas hasta que hayamos vencido esta enfermedad o hasta que la última víctima se haya muerto. Ahora tenemos a una mujer que puede, sólo puede tener una cura para el SIDA. Piensas de veras que voy a dejar que ella se vaya?.
Él la miró por un largo momento.
- No -dijo con suavidad-. Sé que no lo harás.
- Entonces acompáñame mientras que la busco -continuó Elizabeth-. Ella ya te ayudó. Tal vez ella no se asuste tanto si ve que tú estás conmigo.
Él miró a su plato por un largo momento, considerando su respuesta. La urraca planeó por encima y por fin se decidió por un trozo de tocino que había en el piso de tierra junto al fuego.
- Está bien -dijo por fin-. Iré. Pero no vamos a encontrarla.
- Por qué piensas eso?
- Porque tú eres la antítesis de ella. Ella es la magia que surge del espíritu de esta tierra, mientras que tú eres la ciencia y la lógica y la duda educada a miles de kilómetros de distancia.
- La ciencia va a salvar a muchas mas personas que ella, una vez que yo averigüe qué es lo que ella hace -dijo Elizabeth.
Él movió la cabeza con tristeza:
- Todavía no lo ves, verdad?
- Ver qué?
- La ciencia la necesita -dijo Jeremy-. Ella no necesita a la ciencia. Nunca la ha necesitado, ni la necesitará -él suspiró a fondo-. Ella y tú son como aceite y agua, y sus mundos se tocan sólo fugazmente al pasar. Por eso es que nunca la vas a encontrar.
- Ya veremos -dijo Elizabeth, sombría.
Pasaron los siguientes tres meses siguiendo cada rumor, cada avistamiento imaginario de una anciana que ejecutaba hazañas de magia médica.
Exploraron los Volcanes de Virunga y regresaron con las manos vacías. Creyeron haber encontrado sus huellas al pie de las Montañas de la Luna, pero nunca la vieron. Se detenían en el campamento sólo lo suficiente para recoger provisiones frescas, entonces fueron hacia el árido semi-desierto al Norte del territorio de Karamojong, y al Oeste hacia el bien llamado Bosque Impenetrable. Pasaron una semana en las Cascadas de Murchinson, sólo para descubrir que la anciana a la que ellos seguían las huellas era una vieja bruja de Buganda a quien le faltaba un ojo y parte de una oreja.
A donde quiera que iban interrogaban a las personas de la localidad. Lejos de mostrar los síntomas de la “Enfermedad que Enflaca”, casi todos ellos radiaban de salud y rechazaban con fervor haber visto a nadie remotamente parecido a Bibi. Jeremy tuvo la impresión de que todos ellos se reían en secreto de los dos trabajadores de asistencia.
Por fin Elizabeth admitió su derrota y regresaron al campamento. Jeremy atendió a los enfermos y a los agonizantes por otra semana, y entonces pidió ver a Elizabeth en privado.
- Y bien? -le preguntó ella, cuando los dos estaban solos en la tienda de ella.
- Me he hecho una opinión -anunció él-. Me voy.
- Quieres decir que vuelves a tu casa?
Él sacudió su cabeza.
- No, me voy a quedar en Uganda.
- Entonces no entiendo…
- Todo lo que estamos haciendo aquí es prolongar vidas condenadas -dijo Jeremy-. Vine aquí para salvar algunas.
Súbitamente los ojos de Elizabeth se ampliaron con comprensión.
- Vas a ir a buscar a Bibi!
- Correcto.
- Pero si hemos pasado tres meses buscándola. Qué te hace pensar que tú podrás encontrarla?
Él no quería responder eso, por temor a herirla, pero por fin lo hizo.
- Estaré solo.
- Crees que eso hace una diferencia? -ella le preguntó.
- Sí, lo creo -Ok, así que no te pueden herir si no lo crees.
- Eres un tonto! -ella replicó-. A dónde vas a ir? En qué dirección vas a buscar? Cómo vas a subsistir?
- Me las arreglaré -dijo-. Y no tendré que encontrarla. Ella me va a encontrar a mí.
- Te morirás de hambre, o te toparás con un leopardo o con una hiena, o vas a beber del agua equivocada o comerás la comida equivocada -dijo Elizabeth-. No puedes sobrevivir solo en la selva.
- No me dí cuenta de que me tuvieras tan poca estima -él dijo, resentido.
- Es porque pienso tanto en ti que no quiero que vayas a salir muerto.
- Es mi decisión… y si el SIDA no me mata, tampoco lo hará ninguna otra cosa que esta tierra tenga que ofrecer -él sacó un documento manuscrito y lo puso encima de la mesa-. Esto pone todas mis inversiones a favor del campamento -súbitamente él sonrió-. La choza del Notario Público no abre hoy, pero creo que será suficiente en cualquier juzgado.
Elizabeth caminó hacia la puerta de la tienda y miró hacia fuera, al activo campamento, y luego regresó su atención a Jeremy.
- Vas a dejarlo todo por un sueño. No lo reconsiderarás?
Él sacudió la cabeza.
- Si yo lo reconsiderara, tendría que estar de acuerdo que no fue nada mas que un sueño y me quedaría. Y entonces me perdería la oportunidad de ayudarla a hacer su magia.
- No necesitamos magia -respondió ella con impaciencia-. Si esta crisis se resuelve, será resuelta por la ciencia.
- Para mí todo es magia, y quién dirá que la tuya es más poderosa que la de ellos? La ciencia no puede curarme, pero Bibi sí.
- Maldición, Jeremy, estás persiguiendo una ilusión. Ella no es mas que una anciana, no una criatura mitológica con asombrosos poderes de curación.
- Ella me curó con una mordida -afirmó él-. Cómo puedo no creer en eso?
- No sabemos si eso fue lo que te curó -insistió Elizabeth-. Ella puede haberte administrado cualquier número de medicamentos mientras que estabas delirando.
- Pudo haberlo hecho -estuvo él de acuerdo-. Pero no lo hizo.
Elizabeth hizo una pausa y lo miró con tristeza.
- Hay algo que yo pueda decir?
- Sí -respondió-. Dí “buena suerte”.
Aún lo estaba mirando ella en silencio cuando él abandonó la tienda.
Bibi caminó por la selva, los sentidos alertas contra la presencia de depredadores. Había muchos niños, muchos más de los que ella soñó que fuera posible. Ella podía sentir su llanto, su hambre, su dolor, y ella sabía que tenía mucho trabajo por hacer antes de que ella pudiera regresar a descansar de nuevo.
De pronto ella escuchó la rotura de una rama, y se agachó, lista para correr hacia un refugio. Un hombre se acercaba ruidosamente, sin intentar ocultar su presencia, asustando a los pájaros y a los simios con cada paso.
Su primer impulso fue el de huir, pero un instinto secreto la hizo quedarse, y entonces vio un rostro familiar, un rostro que reflejaba el amor no egoísta que estaba escrito por todo el suyo.
- Hola, Mamá -dijo ese hombre, ofreciéndole un durazno seco-. Te he traído un regalo.
Traducción: gran57