VI

Bien entrada la noche, Cósimo Herrera se acostó dando vueltas en la cabeza al compromiso que acababa de adquirir. A pesar de su experiencia como profesor, era consciente de que se enfrentaba a algo bastante más complejo que unas simples clases particulares: iba a convertirse en el Pigmalión de una muchacha desconocida de la que apenas sabía nada. Por un lado, le asustaba: aunque la joven parecía despierta y Marcial de Soto aseguraba que su voluntad de aprender era muy grande, no tenía muchas más referencias de Luisa, y sería terrible para ella descubrirse incapaz de seguir el ritmo que tendría que imponerle. Por otra parte, encontraba en aquel reto una oportunidad para sí mismo. Años atrás había pasado un trimestre dictando unas conferencias en la Universidad de Oxford, y recordaba haber envidiado su sistema de enseñanza. Cada profesor tenía asignada la formación de un número reducido de alumnos, con los que mantenía un contacto personal y directo, siguiendo de cerca sus lecturas, dificultades y avances. Hasta entonces él no había tenido la oportunidad de hacer nada parecido: estaba acostumbrado a enfrentarse con aulas casi abarrotadas de universitarios a los que no podía prestar la atención que hubiera querido porque era materialmente imposible dar un trato individual a doscientas personas. Luego se alarmó al pensar que quizá sería él quien no estaría a la altura de las circunstancias, y aquella idea casi le quitó el sueño. Se prometió a sí mismo trazar un minucioso plan de trabajo y exigirse tanto rigor y tanto entusiasmo como a la propia Luisa del Amo. Aquella noche se durmió muy tarde, y soñó con las torres de Oxford y las campanadas del reloj del Magdalen College, que, como el carillón del Ayuntamiento de Ribanova, daban en su sueño las horas cambiadas y con diez minutos de retraso.

Empezaron las clases el sábado siguiente. Luisa llegó a la casa del escritor con cinco minutos de antelación, un nudo en la garganta y la piel de gallina. Él la recibió con la misma inclinación de cabeza con que solía saludar a sus alumnos.

—¿No quieres quitarte el abrigo?

A ella le costó trabajo desabrochar los botones, y rogó para que el profesor no reparase en su temblor de manos. Él colgó la prenda en un perchero, y con un gesto la invitó a que le siguiera. Luisa caminó detrás intentando recuperar el ritmo de la respiración, y en el trayecto que separaba el vestíbulo del despacho del profesor advirtió que Cósimo Herrera no había sido capaz de conjurar el aire de provisionalidad que reinaba en la casa. Nada estaba en su sitio. Había pocos muebles y todos parecían estorbar; papeles por todas partes, libros en los rincones, encima de las mesas, en las estanterías, ocupando un lugar que no era el suyo. Las lámparas estaban mal orientadas, las cortinas tenían las borlas llenas de hilos, el espejo del pasillo se torcía a cada poco. Él notó su desconcierto ante el desorden.

—No he acabado de instalarme —dijo para disculparse.

Sabía que era una mala excusa: en realidad, llevaba años resistiéndose a hacer suyas las casas en las que vivía, y mantener el caos era una forma de señalar que sólo estaba de paso. Entraron en el despacho, y Luisa supo que era aquélla la habitación donde se encontraba Cósimo Herrera la tarde en que lo vio tras la ventana. Él ocupó la butaca que había detrás de la mesa. A indicación suya, ella se sentó frente a él.

—¿Has leído los libros?

Luisa asintió y le alargó varias cuartillas donde había escrito sus comentarios a las obras seleccionadas: tres piezas de Sófocles. Herrera examinó por encima aquellos papeles, pero no hizo ninguna observación. Se quedó pensando un momento, tamborileando sobre la mesa con la punta de sus dedos.

—Voy a decirte una serie de palabras. Relaciona cada una de ellas con algún personaje de las tragedias que has leído. ¿Estás de acuerdo? Vamos allá. Cobardía.

Luisa se sintió apremiada por los ojos de Cósimo Herrera.

—Ismene.

—Duda.

—Edipo.

—Lealtad.

—Antígona.

—Arrogancia.

Había respondido casi sin pensar, y Cósimo Herrera la miró extrañado.

—¿Has relacionado a Antígona con la arrogancia?

Luisa parecía turbada, pero aquello la animó a explicarse.

—Bueno, verá: Antígona entierra a su hermano, y supongo que hace falta mucho valor para eso, pero creo que también es una manera de demostrar a los demás que ella está al margen de las leyes y por encima de las órdenes del tirano.

Era una interpretación original para venir de una persona que no había recibido orientación teórica alguna sobre el teatro clásico, sus temas y sus personajes.

—Es una forma de verlo. En literatura, cualquier afirmación es válida siempre que la acompañe un razonamiento. ¿Has traído material para tomar notas? Voy a hablarte sobre la tragedia griega. Puedes interrumpirme para hacer preguntas.

Para Luisa del Amo, la tarde pasó como en un soplo. Era ya de noche cuando Cósimo Herrera detuvo la lección.

—Está bien por hoy. Además, debes estar cansada.

Luisa hubiera dado el alma por decir: «No señor, no estoy cansada en absoluto, puede usted seguir hasta mañana si quiere». Pero se limitó a sonreír y bajar los ojos.

—Para la próxima semana quiero que leas los tres libros siguientes. Trae un comentario de cada uno, y además quiero que hagas una ficha donde especifiques en dos líneas el tema del libro. Harás también un resumen, digamos de una media página. ¿Entendido?

Ella asintió.

—Muy bien. Hasta el próximo sábado a la misma hora.

La acompañó a la puerta. Ella se despidió con una adiós prácticamente inaudible, y cuando cruzó la verja recordó llena de vergüenza que ni siquiera había dado las gracias a Cósimo Herrera por aquella tarde inolvidable. Durante unos segundos pensó en volver sobre sus pasos, llamar al timbre y esperar a que el escritor abriera para expresarle su gratitud por las horas que le había dedicado, por explicarle todas aquellas cosas hermosas, por prestarle su tiempo y compartir con ella todo lo que sabía, pero pensó que quizá él no esperaba palabras de agradecimiento, sino simplemente que trabajase duro y aprovechase la oportunidad que se le ofrecía. Él era un profesor, ella una alumna: su progreso sería también el progreso de Cósimo Herrera. Luisa del Amo supo entonces que en su mano estaba el corresponder del mejor modo al gesto del escritor.

Se impuso una disciplina de trabajo tan seria como excesiva. A las diez de la mañana estaba en la librería. Pasaba allí tres horas y media. Luego se marchaba a la biblioteca del Casino, donde consumía leyendo las tres horas que quedaban antes de volver a El Unicornio para cumplir con el horario de tarde. Normalmente, la jornada vespertina era bastante tranquila, y podía leer gran parte del tiempo. Llegaba a casa a las ocho, y durante dos horas tomaba las lecciones a Rafael. Cenaba deprisa y corriendo, y no había terminado de recoger la mesa cuando ya estaba otra vez sobre los libros. Su madre empezó a preocuparse cuando Luisa le comunicó que prefería almorzar un bocadillo para poder pasar más tiempo en la biblioteca.

—¡Vas a enfermar! —le dijo—. Nadie es capaz de trabajar tanto. Ni siquiera ese profesor con pinta de artista de cine.

Ante la sorpresa de su madre, Luisa no contestó. Se limitó a recoger sus papeles y cambiarlos de sitio, y luego esperó a que todos estuvieran en la cama para levantarse de la suya, encender la lámpara y empezar a leer otra vez. Aunque ella no lo supo, Mercedes la observaba muchas veces desde las sombras del pasillo, la veía derramarse sobre los libros, tomar notas con su caligrafía febril, beber café para luchar contra el sueño, y algo más allá de su condición de madre le ayudó a comprender que no habría manera de luchar contra el empeño de su hija, que tendría que seguir haciendo la vista gorda ante sus ojeras, y fingir que no notaba que perdía peso y estaba más pálida, porque a pesar de las noches sin sueño y las comidas precarias, a pesar de las horas pasadas sobre los libros, los ojos de Luisa brillaban con una luz nueva y habían perdido el aura de tristeza que arrastraban desde su llegada a Ribanova.

Marcial de Soto visitó a Cósimo Herrera al día siguiente de la primera clase. Se sentía responsable de la muchacha: había sido él quien, con mucho tacto y notable habilidad diplomática, había empujado al escritor a hacerse cargo de ella.

—Perdone que me presente así, pero quería saber cómo van las cosas… con Luisa, quiero decir. Espero no molestarle.

—En absoluto. Pase, haga el favor. ¿Quiere una taza de té?

En realidad, Marcial de Soto sólo tomaba té cuando le dolían las tripas, y el aroma penetrante de la infusión tenía la virtud de revolverle los recuerdos del último cólico estomacal. Sin embargo, aceptó la bebida.

—Tenía usted razón respecto a esa chica. Es inteligente, capaz, y muy original en sus planteamientos. Le agradezco que me la haya enviado. Si quiere que le sea sincero, empezaba a echar de menos mi condición de profesor.

—Me alegro de que esto vaya a ser provechoso para ambos. He llegado a apreciar mucho a Luisa, y ella necesitaba de la ayuda de alguien —dio un sorbo pequeño a su taza—. ¿Y el trabajo de usted, Herrera? ¿Está escribiendo mucho?

Se arrepintió de inmediato al considerar la indiscreción de la pregunta: los novelistas solían ser bastante reservados con su tarea. Sin embargo, Cósimo Herrera llevaba días queriendo confiarse a alguien. Él mismo no entendía la razón: nunca había sido un hombre muy dado a las explicaciones, pero había pasado cuatro meses en Ribanova y tenía la sensación de que muchas cosas empezaban a ser distintas. Quizá por las secuelas de la primera etapa de aislamiento, quizá por el recrudecimiento severo de su soledad en los últimos meses, sentía la necesidad urgente de hacer algo que le resultaba ajeno: hablar de sí mismo, pero era tan conocido por todos su deseo de aislarse y su hermetismo inveterado que ya nadie le daba la ocasión de abrir un resquicio en la esfera clausurada de su privacidad.

—Cuando llegué a Ribanova llevaba más de seis meses sin escribir. No me pregunte por qué: es una historia muy larga y ni siquiera yo mismo he llegado a entenderla. El caso es que el otro día escribí un cuento. —Marcial de Soto sonrió detrás de las gafas y abrió la boca para decir algo, pero Cósimo Herrera lo detuvo con un gesto—. No, no crea que hice nada que valiera la pena. Sin embargo, ha sido un modo de volver a empezar.

Miró hacia un lado y hacia otro, y a Marcial de Soto le pareció que estaba cerciorándose de que nadie los escuchaba.

—Se me ha ocurrido una idea para una novela —respiró profundamente y miró al librero—. Creo que voy a volver a escribir. En serio, quiero decir.

—¿Los cuentos no son serios?

—Los cuentos malos no son serios. Y escribir cuentos buenos, que son más serios que cualquier otra cosa, me parece demasiado complicado. La novela está a medio camino.

—Me alegro mucho, Herrera. Bueno, yo no soy más que un vendedor de libros, y por supuesto que no sé nada sobre, ya sabe, la inspiración, el bloqueo del artista, todas esas cosas. Pero supongo que escribir una novela debe ser algo muy difícil… Le deseo mucha suerte.

—Hay algo que quería preguntarle: ¿quién es, exactamente, Macarena Altuna?

Los ojos esmirriados del librero se agrandaron un poco. Se pasó la mano por la frente y bebió otro sorbo de su taza.

—Macarena Urdiales y de Castro, condesa de Altuna. Tiene mi edad, y con ella se extingue un apellido de siglos. Todavía la recuerdo cuando era joven, tan hermosa, tan alta… Nunca se casó. Estuvo comprometida con el hijo de un nuevo rico, pero hubo un escándalo y anularon la boda. Ella vivió con sus padres en esta casa hasta que ellos murieron, y luego se trasladó a un piso en el centro de la ciudad. Vive sola. No tiene parientes ni hace demasiada vida social. ¿Por qué le interesa?

—En realidad, soy yo quien le interesa a ella. Quiere conocerme. Le alquilé la casa por medio de Juan Sebastián Arroyo, pero él se ocupó de los trámites y no llegamos a vernos. Ahora, no sé por qué, me propone que la visite. Me dejó una nota en el buzón esta mañana para invitarme a tomar café en su casa.

—Bueno, yo no rechazaría esa oportunidad. —Marcial de Soto se ajustó las gafas con el nudillo del índice—. Verá, es una mujer muy extraña… pero merece la pena hablar con ella.

—¿La trata usted?

—No mucho. Tenía amistad con Arroyo… Pero Arroyo tenía amistad con todo el mundo. De vez en cuando pasa por la librería para comprar figurines de moda. Sigue siendo una mujer muy elegante, a pesar de la edad. Es muy cortés, dicen que una excelente anfitriona. Tuvo una educación magnífica, a pesar de que sus padres no nadaban en la abundancia. Ya sabe cómo son esas familias de abolengo: no tienen para pan, pero tienen para estampitas. Me acuerdo de su padre, Prudencio Altuna, siempre tan preocupado por recordar a los demás la nobleza de sus orígenes. Macarena Altuna, sin embargo, no salió al padre. Ya le digo que no la conozco mucho, pero me parece que le trae sin cuidado el ringorrango de sus apellidos.

—Quiere que la visite mañana por la tarde. Supongo que negarme sería algo muy grosero, y además reconozco que siento curiosidad, sobre todo después de lo que me ha contado.

Marcial de Soto miró por la ventana y se quedó unos segundos en silencio, como si recordara algo. A Cósimo Herrera le pareció que había cerrado los ojos. Luego se puso de pie.

—Debo irme. Gracias por el té, Herrera. Y que se divierta mañana —estrechó la mano del escritor—. Téngame informado de los progresos de su alumna.

—Vuelva otro día —miró la taza, casi intacta, de Marcial de Soto—. Prometo que no le ofreceré ninguna infusión.

El librero, atribulado por el comentario, trató de disculparse, pero Herrera le dio una palmada amistosa en el hombro.

—La culpa es mía. A veces olvido que no todo el mundo tiene por qué disfrutar de las mismas cosas que yo. ¿Le parece bien café?

—Me parece perfecto. Siempre que esté muy fuerte y no lleve leche ni azúcar. Ya nos veremos.

Sólo el vicio de la curiosidad había llevado a Macarena Altuna a enviar la invitación a Cósimo Herrera: quería conocer al escritor, pero no bien había dejado el sobre azul en el buzón de la casa ya estaba arrepentida de su impertinencia. Aquello la hizo reflexionar sobre uno de los efectos nocivos de la vejez: uno se volvía caprichoso, intolerante, egoísta, pendiente nada más que de los deseos propios, y aprendía a disculpar con argumentos de urgencia las mismas apetencias que los padres corregían en los niños malcriados. Pues eso era lo que le había llevado a enviar el sobre al profesor: la simpleza de un capricho. Quería saber cómo era el hombre que estaba viviendo en su casa. Pero, sobre todo, sentía la necesidad inaplazable de ver Ribanova a través de los ojos de alguien a quien la ciudad no le había sido impuesta. No podía entender que un hombre que podía vivir en cualquier parte del mundo hubiera elegido para instalarse un lugar que ella detestaba más allá de todo lo razonable. Él le había enviado una nota breve, muy cortés, para agradecer y aceptar su invitación. Macarena Altuna preparó la mesa de café para dos, colocó flores frescas en los jarrones, y ya escuchaba el timbre de la puerta cuando recordó fugazmente a Juan Sebastián Arroyo. Con él, aquella reunión tan poco ortodoxa hubiera sido muy diferente, y una vez más añoró al buen amigo muerto. Seguía pensando en él cuando abrió la puerta y se encontró con el hombre que estaba viviendo en la casa de su niñez, de su juventud, la casa que fue testigo de su decepción, su soledad, y su envejecimiento. Allí estaba Cósimo Herrera, sin saber muy bien cómo actuar ni qué decirle. Ella le alargó la mano, y él dudó unos segundos de la conveniencia de besarla, pero al final optó por estrecharla con firmeza. Aquello gustó a Macarena Altuna: no se fiaba de las personas que saludaban dejando la mano flácida y como muerta.

—Señor Herrera, me alegro de que haya venido, Pase, haga el favor. Hace tiempo que tenía ganas de saludarle, pero no ha habido ocasión.

Él la siguió por el pasillo, y encontró una calidez grata en la atmósfera de la casa. Entraron en el gabinete de los helechos, donde el pez azul seguía nadando bajo la luz verde que filtraban las plantas, y Cósimo Herrera pensó entonces que nunca se había encontrado en una habitación tan confortable. Se sentó en el mismo sillón de mimbre que había ocupado Luisa unos días atrás, y ella le ofreció café o té.

—Lo que usted vaya a tomar.

A la condesa le divirtió comprobar que él se conducía con una cortesía un poco a la antigua. Lo observó con disimulo mientras servía el café, y la cabeza de él le recordó de pronto la de un emperador romano: pensó que a aquel cabello plateado le sentaría muy bien una corona de laurel.

—¿Azúcar?

—Una cucharada, gracias.

Ella también se sentó, y hubo unos segundos de silencio embarazoso. Fue Macarena Altuna quien lo rompió.

—Estará usted muy sorprendido de que le haya invitado.

Cósimo Herrera ensayó una sonrisa.

—Es lógico que se extrañe. Ha sido una impertinencia por mi parte, pero, qué quiere que le diga, los viejos podemos permitirnos ciertas libertades. Quería saber quién estaba viviendo en mi casa.

—Le aseguro que la estoy cuidando muy bien.

Ella se rio y a él le chocó el timbre juvenil de su carcajada.

—¡Por favor, no me interprete mal! Me trae sin cuidado ese caserón por el que, dicho sea de paso, no siento el menor afecto. Por lo que a mí respecta, puede usted pintar las paredes, quemar los muebles o arrasar lo poco que queda del jardín. No, no ponga esa cara. Fui muy desgraciada en esa casa, y uno relaciona los sitios con lo que ha pasado cerca de ellos. No pienso volver. Pero me interesaba conocerle a usted. Y, si quiere que sea sincera, también quería saber qué hace en Ribanova.

Cósimo Herrera empezaba a sentirse cómodo: aquella mujer tenía un encanto difícil de definir, que nacía precisamente de su franqueza un poco brutal al tratar cualquier asunto.

—¿Arroyo no le contó nada sobre mí?

Macarena Altuna le pasó un plato de pastas de té y él se fijó entonces en la blancura de sus manos.

—Tome una. Son de la confitería de Pelayo. Bueno, en realidad murió antes de poder responder a muchas preguntas. De hecho, poco antes me llamó por teléfono porque tenía algo muy importante que contarme. Quedamos citados dos días más tarde, pero ya sabe lo que ocurrió. De usted no me dijo gran cosa: un escritor famoso que quería pasar una temporada alejado de Madrid… Nada más. Me prometió que nos presentaría en cuanto usted llegase, pero no pudo ser. ¡Pobre Arroyo!

—Me hubiese gustado conocerle mejor. Y ya que le interesa, le diré que gracias a él me decidí a venir a la ciudad.

—Desde hace cincuenta años, todo el que llega a Ribanova es por mediación de Juan Sebastián. Por aquí han pasado muchos como usted… artistas, me refiero. Pintores, poetas, filósofos, cantantes de ópera y hasta estrellas de cine. Pero es usted el primero que se queda. Y eso es lo que no entiendo: que acepte esta ciudad lo suficiente como para no escapar de ella.

Cósimo Herrera escrutó a la condesa. Los ojos negros de ella permanecían clavados en los suyos, como si estuviera al acecho para descubrir cualquier mentira.

—¿De verdad le gusta Ribanova?

Él describió un gesto ambiguo con ambas manos y buscó la respuesta a una pregunta que nunca se había formulado.

—Ni más ni menos que cualquier otro sitio.

—¿Entonces?

Tuvo el convencimiento de que él tenía que reflexionar antes de dar una contestación. Hubo un silencio denso que casi permitió oír el burbujeo del pez azul.

—Recuerdo lo que me dijo Arroyo cuando me habló de Ribanova: «el lugar ideal para vivir cuando uno quiere marcharse de todos sitios». Así que llegué aquí por una carambola de la suerte. No, condesa, yo no elegí Ribanova. Digamos que tenía la necesidad de exiliarme del mundo… y acabé aquí.

A ella se le iluminaron un poco los ojos, y él tuvo la sensación de haber dado la respuesta correcta.

—Lo que no entiendo es cómo resiste tanto tiempo. ¿Cuánto lleva? ¿Cuatro meses?

—Algo así. Creo que me encuentro a gusto, y si lo que quiere escuchar es la verdad, tampoco tengo ningún sitio adonde ir. No tengo familia. Los amigos que me quedan andan desperdigados por media docena de países. Tengo conocidos, por supuesto, gente con quien salir a cenar y hacer vida social, pero también empiezo a tenerlos en Ribanova. No sé cuáles son sus razones para detestar esta ciudad… Porque la detesta.

—Es usted muy perspicaz —había cierta sorna en su tono.

—De cualquier forma, yo me siento bien en este sitio, y si la dueña de mi casa no tiene inconveniente en prorrogar mi contrato de alquiler, pienso quedarme una buena temporada.

Macarena Altuna lo escuchaba ladeando la cabeza. Él reparó en su escorzo magnífico, y pensó que, como le advirtiera Marcial de Soto, debió ser una mujer muy hermosa. Sonrió.

—Gracias, profesor. Ahora ya sé que está usted en Ribanova por eliminación —se arregló un poco el moño, del que escapaban algunos cabellos—. Y sepa que tiene derecho a preguntarme por qué motivo es tan grande mi animadversión a esta ciudad… pero no va a hacerlo. Es demasiado cortés.

—También soy curioso, a mi manera.

—Tengo setenta y tres años, profesor. No he salido nunca de este lugar. Toda mi vida ha transcurrido aquí y Ribanova ha sido el escenario de todo lo que me ha sucedido. No he sido feliz. Estuve a punto, ¿sabe? Tuve la felicidad a un paso, pero no me atreví a darlo. Ribanova no me dejó. Abandoné al único hombre al que he querido por seguir los dictados de una sociedad a la que no pertenecía. Me costó muchos años perdonarme a mí misma. Pero no espere que perdone también a Ribanova.

—Usted culpa a la ciudad, pero la decisión fue suya.

La boca de la condesa se contrajo en un rictus amargo.

—No sea ingenuo. A los veinte años las decisiones nunca son enteramente de uno. Y menos aquí, y hace medio siglo. Veinte años no es nada, señor Herrera. Nada cuando uno tiene enfrente a una sociedad enquistada en sus propios prejuicios.

—¿Por qué no se marchó?

Esta vez sonrió, y había en su voz un resto de vieja ternura.

—Yo tampoco tenía adónde ir. Ya ve: al final, resulta que no somos tan distintos. Dos desahuciados —estaba oscureciendo, y Macarena Altuna encendió una luz suave que iluminó el gabinete—. Tome otro café. Ése debe haberse quedado frío. Y no me diga que tiene que irse o pensaré que se ha enfadado.

Cósimo Herrera se rindió definitivamente al encanto de la dueña de la casa.

—La verdad, cuando recibí su invitación confieso que sentí cierto recelo, pero ahora me alegro de haber venido. Además, me está pareciendo usted un buen personaje de novela.

Ella volvió a reírse.

—No voy a discutir algo de lo que sabe usted más que yo. Pero espero de corazón que encuentre otros más interesantes, aunque si ha venido a Ribanova en busca de personajes memorables, creo que se ha equivocado de sitio.

—Y yo creo que es usted demasiado dura con esta ciudad. Concédale al menos el privilegio de la duda… y a mí la capacidad para localizar personas que merezcan aparecer en un libro.

Era ya de noche cuando Cósimo Herrera se despidió de su anfitriona con la promesa de volver a visitarla.

—A Arroyo le hubiera gustado saber que nos hemos conocido, ya que el pobre se murió sin hacer las presentaciones.

—Y yo me moriré sin saber qué era eso tan importante que quería contarme dos días antes de su muerte. Puede reírse si quiere, pero cuando uno se hace viejo el único placer que le queda es el de la curiosidad satisfecha. Hasta muy pronto, profesor, y quédese en la casa el tiempo que quiera. Aunque apostaría a que no aguantará mucho en Ribanova.

—Le advierto que podría usted perder la apuesta.

Ella lo miró por última vez desde la puerta entreabierta.

—Ya veremos, señor Herrera.

Rafael hizo sus exámenes de ingreso en la segunda semana de enero. Había pasado los últimos días encerrado a cal y canto en su habitación, de la que sólo salía para comer y recibir las lecciones de repaso, intentando aprovechar al máximo el tiempo que quedaba antes de la prueba. Por la noche, cuando se metía en la cama, seguía soñando con las declinaciones latinas y la Anábasis de Jenofonte, con las efemérides históricas y los nombres de los escritores que guardaba a la fuerza en los compartimientos de su cerebro y se mezclaban sin piedad con la regla de tres y el teorema de Pitágoras, con la fórmula del ácido sulfúrico y la polaridad de los imanes, con los rudimentos de la geometría, el trapecio isósceles y el triángulo escaleno y la pluma perdida en el jardín de mi tía, la destrucción de Cartago y las cenizas de la Gran Guerra, las huellas de Ulises, el descubrimiento de América, la invención de la guillotina, las andanzas de don Alonso Quijano, y Julio César cruzaba el Rubicón después de escuchar en silencio las advertencias certeras del capitán Rutherford. Su madre lo veía despertarse cada mañana estragado por los sueños confusos y repitiendo entre dientes las conjugaciones de los verbos irregulares, y a veces se arrepentía de haber participado en aquel conciliábulo entre Pedro y Enrique Dapena que estaba llevando a su hijo al borde del agotamiento. Luisa también parecía una sonámbula paseándose por la casa siempre con un libro en la mano, aprovechando cualquier instante del día y de la noche para leer, tomando notas y velando a escondidas.

—Esta casa era mejor cuando no había tantos libros —lo dijo delante de Teresa, cuando faltaban dos días para el examen de Rafael y su hijo se consumía sin remedio en la ansiedad de las vísperas.

Su cuñada meneó la cabeza y se puso la mano en la frente. Mercedes auguró uno de sus ataques de clarividencia.

—No empieces, Teresa. Me lo habías prometido.

—No puedo evitarlo. Me llegan vibraciones demasiado fuertes.

—Pues déjalas estar. Tus vibraciones son lo único que le falta a esta familia de locos. Julita idiotizada con ese novio suyo, Rafael a punto de sufrir un ataque de nervios, y Luisa todo el día con la cabeza metida en los libros.

—Bueno, tú también insististe en que el niño estudiara.

Mercedes puso cara de resignación.

—No me lo recuerdes. Y ahora, si suspende ese examen, habrá pasado casi dos meses trabajando como un loco para no conseguir nada.

Teresa entreabrió una sonrisa clara.

—No te preocupes, cuñada —su mirada se volvió maliciosa—. He consultado las cartas. No te enfades, nadie me ha visto y, además, hay buenas noticias. Rafael pasará la prueba.

Aunque nunca había querido reconocerlo, Mercedes Salanueva tenía cierta confianza en las habilidades cartománticas de Teresa del Amo. Sin embargo, no quiso echar las campanas al vuelo.

—Bueno, ya veremos. De todas formas, sólo quedan dos días. Ya tendremos tiempo para disgustarnos si las cosas se tuercen.

—Rafael va a aprobar, Mercedes. Y yo en tu lugar me preocuparía más por Luisa que por tu hijo.

Muy a su pesar, Mercedes no pudo dejar la conversación en ese punto.

—No entiendo lo que quieres decir.

Teresa chasqueó la lengua en un gesto de impaciencia.

—Te aseguro que yo tampoco. A veces las cartas no son tan claras como uno quisiera. Además, llevo tanto tiempo sin leerlas que luego me resulta difícil concentrarme. —Mercedes pasó por alto el reproche—. Pero Luisa nos oculta algo. Estoy convencida. Y será mejor darle un reconstituyente. Se va a quedar en los huesos.

—¿Eso también lo dicen las cartas?

—Eso lo digo yo, que cada día la encuentro más delgada. Y además, está pasando algo muy curioso. ¿Te das cuenta de que cada vez nos parecemos menos? Y, como comprenderás, no soy yo quien está cambiando.

Era verdad. Hubo un tiempo en que Teresa del Amo y su sobrina eran como dos gotas de agua, hasta el punto de que mirar a una y a otra era como ver a la misma persona en dos etapas de su vida. Pero en los últimos meses, Luisa parecía haberse vuelto una mujer distinta, y el cambio se había acentuado a partir del invierno. Había perdido la incertidumbre de los pasos, sus ojos indefinidos habían adquirido vida propia y nadaba en su fondo una tonalidad de ámbar que nunca hasta entonces habían tenido. El color del pelo tampoco era el mismo que cuando llegó a Ribanova. El talle se le había ido depurando con el paso de los meses, tenía el busto más firme y más estrecha la cintura, y el cuello, que siempre había sido blanco, parecía ahora más esbelto que nunca. Había variado el repertorio de sus gestos, movía más las manos al hablar, y flotaba en sus silencios una sombra de misterio que se colocaba sobre ella y permanecía como parte de su aura. Teresa, que tenía la costumbre y la capacidad de imaginarse a las personas tal y como iban a ser cuando pasase el tiempo, adivinó en Luisa a la mujer espléndida en que iba a convertirse algún día, cuando las líneas de su cuerpo se hubieran afianzado definitivamente y el aire ausente de su sobrina acabara por colocarla por encima del mundo. Al verla ahora, tan suya y tan distante, tan diferente a como había sido allá en Urquidi, Teresa del Amo se afirmaba en su convicción de que algo muy grande le estaba ocurriendo a Luisa: algo lo suficientemente importante como para cambiarla no sólo por dentro, sino también por fuera.

Como tantas otras veces, la vida dio la razón a las cartas de Teresa, y Rafael aprobó el examen. Fue Enrique Dapena quien se lo comunicó. Los Del Amo nunca lo supieron, pero había estado tres horas sentado frente a la puerta del tribunal que corregía los ejercicios aguardando los resultados y preparado para interceder ante Valerio Fluxá, el director del instituto, en el caso de que el chico no hubiera sido encontrado apto. No fue necesario echar mano de los favores personales. Había pasado, muy justo, pero había pasado, y fue el propio Fluxá quien se lo dijo, con las notas en la mano y la sonrisa a flor de piel después de abrazar a Enrique Dapena como si el examen lo hubiese hecho él y no Rafael del Amo.

Tenía tantas cosas que agradecer a los Dapena que cualquier ocasión le parecía propicia para testimoniar su afecto a algún miembro de la familia.

—Ha aprobado, Enrique. No ha sacado una nota muy alta, pero ha aprobado…

—Te agradezco que le hayas permitido hacer el examen. Ya sé que había acabado el plazo cuando presentamos la solicitud…

—Las reglas se han hecho para que uno se las salte. De todas formas, había plazas de sobra. Las clases empiezan la semana que viene. Dile a ese chico, Del Amo, que venga a verme si tiene algún problema.

Si había algo que agradara particularmente a Enrique Dapena era la oportunidad de dar buenas noticias, así que con las notas de Rafael en el bolsillo llamó a la puerta de los Del Amo. Fue Pedro quien abrió, y sin decir palabra le mostró las calificaciones de su hijo. Llamaron a Rafael, que se quedó mirando alternativamente a su padre y a Dapena, que sostenía el boletín de notas.

—Enhorabuena, chico. Dentro de una semana empezarás las clases en el instituto y, si te aplicas, antes de darte cuenta serás bachiller.

Pedro del Amo se volvió a Enrique Dapena y fijó en él los ojos indefensos.

—Gracias por todo, don Enrique —le dijo, como en un susurro—. Yo sé que se lo debemos a usted.

—No le quite méritos a su hijo: ha trabajado muy duro.

—Ya lo sé. Pero fue usted quien arregló los papeles, quien le buscó profesores… No sé cómo agradecerle lo que ha hecho por nosotros.

Enrique Dapena empezó a notar en el alma el cosquilleo que tan bien conocía. Estrechó la mano de Pedro del Amo y la del propio Rafael, repitió sus palabras de felicitación y luego volvió a su casa envuelto en las lágrimas de siempre. Visita Dapena se lo encontró en el umbral.

—¿Y qué es esta vez?

—El chico, Rafael. Ha aprobado.

Su mujer lanzó una carcajada feliz.

—No sabes cómo me alegro de que llores por esas cosas. Hay pañuelos limpios en el primer cajón de la cómoda.

Y dejando a su marido hecho un mar de lágrimas en la mesa de la cocina, se fue a la casa de al lado a dar la enhorabuena a los vecinos. Enrique Dapena se quedó solo limpiándose los ojos con un pañuelo blanco que olía a espliego, y sin querer evitarlo recordó a Valerio Fluxá. Lo había empleado como aprendiz en la zapatería cuando acababa de abrir el negocio y él tenía sólo doce años. Huérfano de madre, el padre del chico se consumía víctima de una silicosis después de varios años de trabajo en una mina de carbón, y los únicos ingresos que entraban en la casa eran los aportados por el niño. Enrique Dapena lo recordaba como era entonces: delgado, frágil, silencioso, y a pesar de su edad había en sus ojos una mirada de adulto fruto de las muchas responsabilidades que llevaba encima. El día en que su marido se quejó del aire fúnebre que tenía su ayudante, Visita Dapena montó en cólera.

—¿Y qué quieres que haga el pobre niño? No tiene madre, el padre se está muriendo y él anda clavando zapatos a la edad en que otros están jugando al marro en mitad de la calle. Bastante hace con no ser un sinvergüenza, porque la vida de ese chico es como para enfadarse con Dios.

Llevaban casados cinco años, y era la primera vez que Enrique Dapena veía alterarse a su mujer: Visitación Bal era de natural tranquilo y reposado, nada temperamental y poco dada a expresar su parecer con ninguna muestra de rigor, cuando menos de indignación. Aquella noche ella no quiso cenar en la mesa con él y con los tres hijos que tenían entonces, y cuando Enrique Dapena entró en la alcoba la encontró dormida y con la cara vuelta hacia la pared. Él se metió en la cama recordando a Valerio Fluxá, y fue la primera vez en su vida que dio rienda suelta al llanto: hasta entonces había sabido controlar sin problemas las ganas de llorar, de forma que le costó trabajo identificar de dónde salía aquel líquido cálido que se le escapaba de los ojos y que rodando por sus mejillas iba a mojar la almohada. Lloró por su aprendiz, por su orfandad prematura, por la vida miserable que llevaba al lado del padre enfermo, lloró por el niño triste que no podía jugar, y lloró tanto que Visita Dapena se despertó cuando las lágrimas de él mojaron también su parte de la almohada.

—¿Qué te pasa? —le preguntó mientras intentaba librarse de los nudos del sueño.

—Es ese niño, Valerio. Me da mucha pena.

Ella se sentó en la cama y se frotó los ojos.

—Pues con eso no llega, Enrique —la voz de ella había recuperado el tono pacífico de todos los días—. Habrá que hacer alguna cosa más que llorar.

Al día siguiente, Visitación Bal empezó a extender su instinto de madre hacia Valerio Fluxá. Comenzó por invitarlo a compartir el almuerzo familiar. El chico se negó durante unos días, y ella no insistió, pero siguió repitiendo la invitación hasta que el aprendiz se sentó con ellos a la mesa. De vez en cuando, al terminar la jornada laboral, ella le pedía por favor que la ayudase en alguna tarea menuda, y gratificaba su colaboración con pequeñas propinas que suponían siempre un arañazo al reducido presupuesto de la economía doméstica. Ella no le daba importancia, y hacía números otra vez, posponía la adquisición de las cortinas nuevas, regateaba un poco más en el mercado y visitaba las tiendas a primera hora de la mañana para conseguir mejores precios, pero siempre se las apañó para compensar con una moneda la ayuda que el aprendiz le hubiera prestado gratis y de mil amores. A media mañana, cuando pasaba por la zapatería a llevar al marido alguna cosa de comer, añadía siempre una ración igual para el chico, y fue Visita Dapena quien dio a Valerio Fluxá el primer trozo de chocolate que comió en su vida. Muchos años después, y al evocar a aquella mujer que fue lo más parecido a una madre que tuvo nunca, Valerio Fluxá había de mezclar su recuerdo con el del sabor delicioso de aquel dulce oscuro y macizo que se deshacía en su boca a las once de la mañana.

La silicosis acabó con los pulmones y con la vida del padre de Valerio Fluxá un año después de que el niño hubiera empezado a trabajar en el taller de zapatería. Enrique Dapena y su esposa acompañaron al huérfano en el velatorio y en el entierro, y Visitación Bal se espantó al comprobar que el mal estado de la casa donde vivían superaba con mucho sus peores expectativas. Aquel cuchitril de una sola habitación sin ventanas, paredes ganadas por la humedad y suelo de tierra era, además de otras cosas, un lugar insalubre. Después del entierro, el matrimonio volvió a su casa en silencio y con el alma encogida, ella callada, él llorando por el muerto y por el vivo, y aquella misma noche decidieron que Valerio Fluxá no podía vivir por más tiempo en aquella cuadra. A los dos días, el chico se trasladó a la casa de Todas las Almas con sus únicas posesiones: una muda de ropa, un taburete de madera y el silabario de colores en el que su padre le había enseñado a leer.

Por aquel entonces la casa de los Dapena empezaba a convertirse en lo que iba a ser: un lugar de paso para gentes sin demasiada fortuna y donde encontraban compañía y cobijo momentáneo toda una legión de personajes que llevaban la soledad como un estigma. Estaba Marcelo Expósito, un soldado de reemplazo del vecino cuartel de San Fernando que había sido inclusero y que confesaba a Visita Dapena que su mayor deseo era encontrar a los padres que lo habían abandonado; estaba Juan de Dios, un ciego de nacimiento que tocaba el violín con una destreza mágica y cuya única ilusión era ver correr el agua, pues decía que excepto ése podía imaginarse todos los fenómenos vedados a sus ojos sin luz; estaba Lorenzo Muñoz, el empleado de la imprenta, que había perdido a su esposa y a su hijo en el accidente de la Viña y desde entonces no había vuelto a sonreír. Toda una legión de seres faltos de amor que pasaban por la casa casi a diario y encontraban siempre un plato en la mesa, un café junto al brasero o simplemente un poco de conversación y de afecto que sirvieran de bálsamo a las heridas del alma. Muchos de ellos dejaron Ribanova, pero casi todos conservaron el contacto con la familia Dapena por medio del correo, y cuando Marcelo Expósito fue ascendido al grado de comandante de Infantería hizo llegar a Visitación Dapena una réplica de las estrellas de su gorra de militar y un fajín de gala como el que su nuevo rango le daba derecho a usar en las ocasiones especiales.

De todos aquéllos, fue Valerio Fluxá quien más tiempo se quedó en la casa y en la vida de los Dapena. Cuando se trasladó a la calle de Todas las Almas, Visitación Dapena acababa de tener a su cuarto hijo, y él se ofreció para asumir las tareas de niñera todo el tiempo que le dejara libre su trabajo en el taller de zapatería. Para la madre de familia numerosa, Valerio Fluxá fue más una ayuda que una carga, y a veces le decía riendo que habían hecho un buen negocio admitiéndole en la familia. Los niños lo adoraban, y él jugaba con ellos en el patio trasero, colaboraba en la tarea de bañarlos, les daba la comida, vigilaba que no se sentaran a la mesa con las manos sucias, mediaba en las disputas cuando las había y los paseaba por los cantones de la Alameda con el orgullo de un hermano mayor. Vivió con ellos hasta los quince años. Después ingresó en el seminario, pero, como confesó a Visitación Dapena, no con el propósito de hacer carrera en la Iglesia.

—Yo lo que quiero es estudiar —le dijo—. Si no, a buena hora dejaba yo esta casa para irme con los curas.

Porque, a pesar de la insistencia de Visita y las reconvenciones de Enrique Dapena, Valerio Fluxá no era capaz de creer en Dios. Visitación Bal, que estaba segura de ser la culpable de su falta de fe por haber dicho que aquel muchacho tenía motivos para enfadarse con el Altísimo, intentaba convencerlo con argumentos sacados del Catecismo, le relataba los episodios más emotivos de la historia sagrada, le leía la Biblia. No hubo nada que hacer. La conversión de Valerio Fluxá fue lo único que los Dapena no lograron de él. Aparte de su descreimiento, fue en el seminario un alumno ejemplar, puntual en las vísperas y los maitines, y uno de los pocos que no dudaba en levantarse con el alba para asistir al primer oficio religioso. Aprendió a ayudar a misa en latín y era el único que tocaba la campanilla en el momento justo y que no se dormía durante las pláticas, ni siquiera cuando le correspondía hacerlas a Hernán Gonsalves, el padre director, que se enredaba hasta la extenuación en consideraciones teológicas cuando la homilía corría a su cargo. Valerio Fluxá comía con los Dapena todos los domingos y les daba cuenta de sus progresos: era el primero de la clase en cinco asignaturas, estaba aprendiendo a tocar el órgano de la iglesia, cantaba en el coro y era capitán del equipo de fútbol del seminario. Algunas veces Visitación Dapena pensaba que había algo irreverente en aquel chico que aprovechaba al máximo las oportunidades que le brindaba una Iglesia en la que ni siquiera creía, pero ella misma encontró un modo de apaciguar su conciencia: el buen Dios tenía sin duda una deuda con aquel desdichado, y estaba saldándola con la estancia de Valerio Fluxá en el seminario de Ribanova.

Al terminar sus estudios, fue el propio Valerio quien comunicó al padre Gonsalves que no quería continuar su educación religiosa. El cura se enfadó: le había conseguido una beca para estudiar teología en la Universidad de Salamanca, y aquélla era una oportunidad única para un chico como él. Por unos segundos, Valerio Fluxá estuvo a punto de reconsiderar su decisión al pensar en las piedras centenarias de la universidad salmantina y la oportunidad de concluir su formación por cuenta de una Iglesia que nada significaba para él, pero se dio cuenta de que su falta de escrúpulos había tocado fondo. Agradeció muy vivamente al padre director el interés que se había tomado por él y los años de formación y acogida, pero estaba decidido a orientar su vida en otra dirección.

Así lo hizo. Se inscribió en la Escuela de Magisterio y volvió a trabajar por horas en el taller de Enrique Dapena para pagarse los estudios. En aquella época había alquilado junto con otros dos compañeros de seminario un piso diminuto en la calle del Obispo, pero seguía almorzando los domingos en casa de los Dapena y sirviendo de niñera a Visitación Bal, que había alumbrado ya al octavo de sus hijos. Valerio Fluxá acabó sus estudios de maestro, y lo hizo con el primer número de su promoción y una matrícula de honor. Durante un par de años dio clases de latín y griego en el colegio de la Compañía de Jesús, un centro de postín donde estudiaban las hijas de las familias antiguas de Ribanova y últimamente también las de los nuevos ricos que compensaban la cortedad del apellido con una saneada cuenta corriente. Pasado el tiempo, el aprendiz de zapatero consiguió licenciarse en lenguas clásicas como alumno libre, y veinte años después de su llegada a casa de los Dapena había llegado a ocupar el puesto de director del Instituto de Enseñanza Media. Enrique Dapena y Visitación Bal, que lo consideraron siempre como una especie de hijo mayor, fueron los primeros en saber que había conseguido la plaza, y Valerio Fluxá lo celebró con ellos y el resto de la familia con un almuerzo copioso en el salón de los espejos del hotel Almirante, en recuerdo de las muchas comidas y los trozos de chocolate de media mañana que había disfrutado el huérfano en la casa hospitalaria de la calle de Todas las Almas.

El aprobado de Rafael quitó también un peso de encima a Luisa del Amo. Liberada ya de sus obligaciones como profesora de su hermano, tenía mucho más tiempo para dedicarlo a sus lecturas y a la preparación de sus clases con Cósimo Herrera. Llevaba ya tres semanas acudiendo a la casa del escritor, y tenía la impresión de que en aquel corto espacio de tiempo sus conocimientos se habían duplicado. De todas formas, a Luisa del Amo le costaba olvidar que su maestro era el mismo hombre que la hacía temblar de amor, el mismo por quien había llorado, por quien había sufrido sin llegar a imaginar que un día no lejano iba a encontrarse bajo el mismo techo que él escuchando de sus labios una lección sobre literatura clásica. A pesar de que se veían semanalmente, las relaciones de ambos seguían siendo distantes: era Cósimo Herrera quien imponía los límites y Luisa del Amo quien los respetaba escrupulosamente. Luisa lo trataba de usted y se dirigía a él llamándole «profesor» o «señor Herrera». Él la tuteaba y la llamaba por su nombre, pero ésa era la única licencia vagamente afectuosa que se permitía. No le hacía preguntas sobre su vida personal, sobre sus gustos o sus aficiones. La recibía con una inclinación de cabeza y la despedía en el vestíbulo de la misma forma, y mientras transcurría la clase nunca hacía comentarios que no estuvieran directamente relacionados con la lección. Jamás quiso saber por qué motivo había empezado a leer y de todas formas ella tampoco hubiera podido contarle la verdad, porque habría sido realmente difícil explicarle que había sido por él y sólo por él que se había interesado en aprender todo el puñado de cosas que sabía. Por un lado, aquella frialdad en su relación volvía las cosas un poco más fáciles para Luisa del Amo, que seguía temblando al acercarse a su casa y todavía tartamudeaba al desearle las buenas tardes, pero al mismo tiempo a ella le dolía la distancia entre los dos, le dolía el desinterés de él por todo lo que no fueran los folios que emborronaba, los libros que leía o las dudas que en ella suscitaba la Retórica de Aristóteles, le dolía que nunca se hubiera interesado por su familia y su vida anterior y que tampoco tuviera para ella palabras de alabanza o de aliento. Por eso le extrañó sobremanera el día que, a punto de despedirse, le preguntó por los exámenes de su hermano: Luisa del Amo ni siquiera pensaba que él supiera de la existencia de Rafael.

—Los hizo hace ya dos semanas. Lo han admitido en el instituto, y el lunes empieza las clases.

—Pues habrá que darte la enhorabuena también a ti. —Cósimo Herrera se había quitado las gafas de concha que se ponía para las clases y Luisa del Amo encontró los ojos grises un poco más profundos que de ordinario—. Marcial de Soto me contó que le diste algunas clases.

Ella se sonrojó y bajó la cabeza.

—Sí, pero lo que yo hice no fue nada. Quiero decir que hubiera aprobado igual sin mi ayuda.

—Bueno, me imagino que a partir de ahora tendrás un poco más de tiempo para dedicar a estas lecciones. Si te parece bien, podemos reunirnos dos veces por semana. Quiero avanzar algunos temas y nos hará falta el tiempo. ¿Qué me dices?

Ahora él la estaba mirando de frente y Luisa del Amo sintió que las manos empezaban a sudarle.

—Me gustaría mucho, profesor. Sólo que yo tengo trabajo en El Unicornio hasta las siete y media.

—Lo sé. Había pensado que podríamos reunirnos los miércoles de ocho a diez. Dejaríamos la clase de los sábados como hasta ahora, aunque estoy pensando en organizar las lecciones de manera diferente.

—Lo que usted diga.

—Entonces, hasta el miércoles. Lee los dos siguientes libros de la lista. Y felicidades otra vez —sonrió fugazmente—, para tu hermano y también para ti.

En realidad, Cósimo Herrera llevaba algún tiempo pensando que un solo día de clase a la semana no era suficiente. O, al menos, no para la capacidad de Luisa del Amo y para los planes que estaba trazando con respecto a ella. Era verdad que en un principio pensaba que su ayuda iba a reducirse a algunas nociones sobre literatura universal, un puñado de consejos sobre determinadas lecturas y el préstamo de los libros que no estuvieran en las estanterías de El Unicornio. Pero, por lo visto, la vida en Ribanova le reservaba todavía algunas sorpresas. Luisa del Amo era mucho más que una joven interesada por la literatura: tenía, sin lugar a dudas, una inteligencia natural que superaba la de cualquier alumno que hubiera pasado por sus clases en los casi veinte años que llevaba ejerciendo como docente. Lo asombraba cada día con la audacia de sus interpretaciones, con la ambición sin límites de sus ideas, con su memoria casi prodigiosa que la llevaba a recordar versos enteros y las citas más complicadas con sólo leerlas una vez. Y si sus exposiciones orales resultaban brillantes, lo eran más todavía los textos que le entregaba semanalmente sobre las obras recomendadas. Aquella joven tenía talento, y la certeza de que de él dependía el que Luisa del Amo pudiera desarrollarlo en toda su extensión suponía una enorme responsabilidad: sin duda, la más grata que asumiera en toda su carrera como profesor. Decidió ser más ambicioso en sus planes, exigirle más cada vez, ir aumentando paulatinamente el número de horas de clase. Él mismo dedicaba varias horas semanales a preparar las lecciones, a seleccionar textos, a resumir para Luisa del Amo algunos tratados de comprensión difícil, y entre el tiempo dedicado a su labor como maestro y el que pasaba escribiendo, un buen día Cósimo Herrera se dio cuenta de que llevaba casi dos semanas sin acordarse del Premio. La sensación de haber aparcado durante algunos días la obsesión inevitable de la medalla de los suecos pareció dar alas nuevas a su imaginación, a su trabajo y a su vida. Se sintió renovado y casi feliz, como si el medio mes de olvido hubiese servido para purificar su cabeza y, lo que era más importante, los últimos rincones de su alma. De pronto, en aquella ciudad perdida, en aquella casa enorme que pertenecía a Macarena Altuna, Cósimo Herrera empezó a pensar en el Premio como en algo ajeno que nada tenía que ver con él. Disfrutaba de su nueva condición de residente en provincias, de su pobre categoría de escritor ilustre en una ciudad donde muy pocos habían leído sus libros, de su tarea reciente de moldeador de una inteligencia en estado puro que necesitaba de su ayuda para desarrollarse. Apartado por primera vez de la idea del Premio como algo posible, y convertida la medalla dorada en una cosa que sólo les sucedía a otros, Cósimo Herrera se vio libre para escribir a su aire, sin seguir directrices ni condicionamientos, sin sentir la presión de un montón de suecos locos que nada tenían que ver con él.

Con la satisfacción de haber regresado de modo definitivo a su trabajo como escritor, Cósimo Herrera decidió también quebrar la etapa de aislamiento a la que se había sometido voluntariamente. Nunca había sido muy aficionado a la vida social, exceptuando naturalmente la época pasada junto a Elena O’Neill, pero tenía que reconocer que desde su llegada a Ribanova había motivos para pensar que venía con intenciones de eremita. Al terminar de comer el sábado por la tarde, decidió reunirse con los tertulianos de Enrique Dapena, que a partir de las tres tomaban café en el Casino. Ya habían terminado la primera taza cuando Cósimo Herrera entró en el salón de fumadores, desierto a aquellas horas, y la presencia del escritor fue muy bien recibida. Isaac Brown, Enrique Dapena y Marcial de Soto le hicieron un hueco en la mesa que ocupaban, pidieron café para él y lo saludaron con tanto afecto que el escritor pensó que había sido injusto al demorarse en aceptar la invitación tantas veces formulada.

—Más vale tarde que nunca. —Cósimo Herrera quiso adelantarse a cualquier reproche.

—Lo importante, profesor, es que ahora ya sabe el camino —el acento americano de Isaac Brown chocaba con su sintaxis perfecta y la amplitud de su vocabulario— y esperamos que lo recorra muchas veces. Además, tendrá que hacerlo si no quiere que a Orayén le dé un ataque. Hoy precisamente no ha podido venir.

Estaban sentados junto al ventanal del salón, mirando hacia la calle de Corpus Christi. Los cristales de la ventana llegaban casi hasta el suelo, y así se tenía la vaga impresión de estar sentado en mitad de la acera. Julia del Amo pasó frente a ellos del brazo de Rodrigo Bermejo, y dirigió a los cuatro hombres un saludo alegre con la mano que su novio no sujetaba. Ellos correspondieron sonriendo al mismo tiempo, cautivados sin remedio por los ojos de agua y la piel delicada de la muchacha.

—¿Quién es? —Cósimo Herrera no recordaba a María Julia. Fue Enrique Dapena quien respondió.

—La hermana de su alumna, Julia. Él es hijo de Bermejo, ya sabe, el que tiene la consulta en la calle de la Reina.

Cósimo Herrera no fue insensible a la belleza de ella, que se acentuaba aún más al compararla con el pobre aspecto de Rodrigo Bermejo. Siguió con los ojos a la pareja que se alejaba ya camino de la Alameda, el cabello de ella brillando bajo el sol de invierno, erguida como un junco, con el paso suave y la cabeza ladeada hacia la de su novio, que tenía los hombros estrechos y la espalda algo arqueada, demasiado delgadas las piernas, demasiado largos los brazos, y había sin embargo algo extrañamente armónico en aquella pareja desigual. A Cósimo Herrera se le escapó lo que estaba pensando.

—Resulta curioso ver juntas a dos personas tan diferentes —carraspeó un poco, temiendo que pudieran malinterpretarlo—. Me refiero a que son tan distintos como el día y la noche.

—Entiendo lo que quiere decir. —Isaac Brown intervino para ayudarle a salir del atolladero—. Usted la ve a ella y luego lo ve a él y se pregunta cómo es posible que semejante belleza se conforme con un chico tan poco agraciado. El amor es así: no sabe de razones. De hecho, creo que no hay nada en los impulsos del hombre que esté tan alejado de la sensatez y del sentido común.

Marcial intervino sin levantar los ojos de la taza de café.

—El día que alguien averigüe cuáles son los mecanismos que mueven el corazón humano, empezaremos a despejar muchas incógnitas. Pero tengo la sensación de que va para largo. Y quizá es mejor así: que haya cosas que no podamos entender.

—Yo ni siquiera sé cómo llegué a enamorarme de mi mujer —era Enrique Dapena quien hablaba y fruncía el ceño levemente, como para ayudarse a recordar—. Éramos muy jóvenes. Yo trabajaba para su padre, y Visita venía todas las tardes por el taller. Hablaba con ella, ya saben, cosas sin importancia. Y un día, cuando se marchó, me quedé así como triste. A la mañana siguiente me declaré, y nos casamos en tres meses.

Cósimo Herrera sonrió.

—Es como un poema de Lugones —y recitó—. Al promediar la tarde de aquel día, cuando iba mi habitual adiós a darte, fue una vaga congoja de dejarte lo que me hizo saber que te quería.

Los tres hombres aplaudieron.

—¿Y usted, Herrera? Dadas las circunstancias, su soltería es difícil de entender. ¿Nunca se ha enamorado?

Cósimo Herrera pensó que, meses atrás, aquella pregunta tan directa le hubiera incomodado. Sin embargo, ni siquiera alteró el gesto: definitivamente, estaba cambiando mucho. Perdió la mirada en la calle, más para darse tiempo que para eludir los ojos atentos de los otros tres, que esperaban su respuesta.

—No estoy seguro. A veces creo que sí… Y otras veces me digo que no, porque lo hice todo tan rematadamente mal que prefiero pensar que no era amor. De lo contrario, debería darme con la cabeza contra todas las paredes que encontrara.

—Dejó que se marchara.

—Hice más que eso: asistí a su boda. Y evidentemente, era otro el que se casaba con ella. Aunque ya les digo que no estoy seguro de que fuera amor. A veces se confunde con otras cosas.

—Por ejemplo…

—Por ejemplo, con la tendencia a evitar la soledad. Con la demanda de compañía. Hay muchas personas que no saben estar solas y se pasan la vida buscando de quién enamorarse. Esa necesidad de compartir la vida con alguien me parece absurda, y hasta peligrosa. No me parece que tenga mucho sentido.

Isaac Brown tomó la palabra.

—Sin embargo, la necesidad de afecto me parece un motivo tan válido como cualquier otro para unirse a alguien determinado. El amor no dura siempre. Quiero decir, el amor como el que ahora mismo sienten esos dos jóvenes. La pasión sufre mutaciones que la convierten en otras cosas, y son esas cosas las que mantienen unidas a dos personas. Me refiero a la ternura, al cariño, al respeto mutuo… Hay gente que decide confiarlo todo al amor en estado puro, que es un sentimiento muy hermoso pero muy poco… cómo quieren que lo diga, muy poco interiorizado y basado más en reacciones primarias. Con su permiso, me quedo con ese cariño sosegado que lleva a dos personas a compartir su vida por motivos distintos al enamoramiento.

—No nos digas que estás reconsiderando tu estado de soltería.

Isaac Brown abrió mucho los ojos.

—¡Ni remotamente! Precisamente me he quedado solo por no haber encontrado a una persona con la que pudiera vivir los días que quedan después de la luna de miel. Y os aseguro que, de haber dado con ella, hubiera pasado a su lado todos los días de mi vida. Pero las cosas sucedieron de otro modo. Mirad, yo necesitaba a alguien con quien compartirlo absolutamente todo, que tuviera mis mismos intereses, mis mismas antipatías… y las mujeres con las que me crucé, fuera del entusiasmo de los primeros tiempos, no tenían gran cosa que compartir conmigo. La vida es muy larga… y más la vida en común. Demasiado larga para confiársela sólo a las mejores intenciones o al amor romántico. Yo quería una compañera, y no la encontré. Mala suerte.

Marcial de Soto llevaba un rato sin hablar, y a Cósimo Herrera le pareció que había cierta tristeza en su silencio.

—Y tú, Marcial… ¿Por qué no te has casado nunca? —Era Enrique Dapena quien preguntaba.

Él se encogió de hombros.

—Cosas que pasan —miró el reloj de la sala—. Las cuatro y cuarto. Con vuestro permiso, voy a marcharme. Tengo que catalogar un envío.

—Yo le acompaño. —Cósimo Herrera se puso el abrigo—. Mi alumna llega a las cuatro y media y no quiero que se encuentre la casa cerrada.

Salieron juntos del Casino. Empezaba a soplar el viento, y Marcial de Soto se caló hasta las cejas el sombrero de paño. Se despidió del profesor con un apretón de manos.

—Me alegro de que haya venido.

—Yo también. Ha sido una conversación muy interesante. Aunque sigo sin estar de acuerdo con Isaac Brown —miró fijamente a Marcial de Soto—. ¿Qué opina usted al respecto?

El librero volvió a encogerse de hombros y eludió los ojos grises de Cósimo Herrera.

—Yo no opino nada, profesor. Hace tiempo que estoy muy viejo para plantearme ese tipo de cosas —se cerró el abrigo y saludó de nuevo con una inclinación de cabeza.

—Hasta otro día.

Cósimo Herrera lo vio alejarse. Era evidente que Marcial de Soto tenía un secreto de proporciones considerables enterrado en el fondo de un alma donde todos pensaban que no había más que telarañas y libros viejos.