13
JUEVES
(WASHINGTON)
Matthew Gladyce, el secretario de Prensa del presidente, sabía que en las próximas veinticuatro horas tendría que tomar las decisiones más importantes de su vida profesional. Su trabajo consistía en controlar las respuestas de los medios de comunicación a los trágicos acontecimientos que habían conmocionado el mundo en los tres últimos días. También tendría que informar al pueblo de Estados Unidos de qué era exactamente lo que se disponía a hacer su presidente para afrontar tales acontecimientos, y justificar al mismo tiempo sus acciones. Gladyce tenía que ser muy cuidadoso.
Ahora, en esta mañana del jueves después de la Semana Santa, en medio de la crisis, Matthew Gladyce evitó todo contacto directo con los medios de comunicación. Sus ayudantes tuvieron reuniones en la sala de Prensa de la Casa Blanca, pero se limitaron a entregar comunicados de prensa redactados cuidadosamente y a esquivar las preguntas que se les hacían.
Matthew no contestó al teléfono, que sonaba con insistencia en su despacho, y sus secretarias se ocuparon de interceptar todas las llamadas y de librarle de los reporteros insistentes y de los poderosos comentaristas de televisión que trataban de hacerle pagar ahora los favores que les debía. Su trabajo consistía en proteger al presidente de Estados Unidos.
Gracias a su larga experiencia como periodista, Matthew Gladyce sabía que en Estados Unidos no existía un ritual más reverenciado que la tradicional insolencia de los medios de comunicación, tanto escritos como televisados, para con los miembros importantes del establishment. Las imperiosas estrellas de la televisión se atrevían a gritar a los afables miembros del gabinete, dar palmaditas en el hombro al propio presidente, y perseguir a los candidatos para los altos puestos con la ferocidad propia de fiscales acusadores. Los periódicos publicaban libelos en nombre de la libertad de expresión. Hubo una época en la que él mismo había formado parte de todo eso, e incluso lo había admirado. Había disfrutado con el odio inevitable que todo funcionario público siente por los representantes de los medios de comunicación. Pero los tres años que llevaba como secretario de Prensa le habían cambiado. Al igual que el resto de la Administración y, en realidad, al igual que todas las figuras gubernamentales a lo largo de la historia, había terminado por desconfiar y devaluar esa gran institución de la democracia conocida como libertad de expresión. Como todas las figuras con autoridad, había terminado por considerarla como una agresión. Los medios de comunicación se habían convertido para él en criminales santificados que robaban a las instituciones y privaban a los ciudadanos de su buen nombre. Y eso sólo lo hacían para vender sus periódicos y anuncios publicitarios a trescientos millones de personas.
Hoy estaba decidido a no darles a aquellos hijos de perra la menor oportunidad. Sería él quien les arrojaría la pelota a su debido tiempo.
Pensó en los cuatro últimos días y en todas las preguntas que le habían planteado los medios de comunicación. El presidente se había aislado de toda comunicación directa y Matthew Gladyce se había encargado de llevar la pelota. El lunes se le preguntó: «¿Por qué los secuestradores no han planteado todavía ninguna exigencia? ¿Está relacionado el secuestro de la hija del presidente con el asesinato del papa?». Finalmente, aquellas preguntas se contestaron por sí mismas, gracias a Dios. Eso, al menos, había quedado debidamente solventado. Ambos hechos estaban relacionados. Y los secuestradores habían planteado sus exigencias.
Gladyce había emitido el comunicado de prensa bajo la supervisión directa del propio presidente. Aquellos acontecimientos constituían un ataque concertado contra el prestigio y la autoridad mundial de Estados Unidos. Luego vino el asesinato de la hija del presidente y las estúpidas y jodidas preguntas:
—¿Cómo reaccionó el presidente al enterarse del asesinato?
Ante esta pregunta, Gladyce perdió los nervios.
—¿Qué demonios cree que puede haber sentido, estúpido? —le replicó al periodista.
Luego se le hizo otra pregunta aún más estúpida:
—¿Esto le ha recordado al presidente los asesinatos de sus tíos?
En ese preciso momento, Gladyce decidió dejar las conferencias de prensa en manos de sus ayudantes.
Pero ahora tenía que salir a la palestra. Tendría que defender el ultimátum del presidente dirigido contra el sultán de Sherhaben. Eliminaría la amenaza de destruir el sultanato de Sherhaben. Diría que si se liberaba a los rehenes y se detenía a Yabril, la ciudad de Dak no sería destruida. Siempre encontraría una forma de salir adelante cuando Dak fuera destruida. Pero lo más importante de todo era que el presidente aparecería por televisión esa misma tarde, para dirigirse a toda la nación.
Miró por la ventana de su despacho. La Casa Blanca estaba rodeada por los camiones de la televisión y los corresponsales de prensa procedentes de todo el mundo. «Que los jodan a todos», pensó Gladyce. Sólo sabrían aquello que él quisiera que supieran.
JUEVES
(SHERHABEN)
Los enviados de Estados Unidos llegaron a Sherhaben. Su avión aterrizó en una pista paralela, lejos de donde se hallaba el avión de los rehenes, mandado por Yabril y rodeado todavía por las tropas de Sherhaben. Detrás de éstas había gran cantidad de camiones de la televisión, corresponsales de prensa venidos de todo el mundo y una multitud de curiosos que habían viajado hasta allí desde la ciudad de Dak.
Sharif Waleeb, el embajador de Sherhaben, había tomado pastillas para dormir durante la mayor parte del viaje. Bert Audick y Arthur Wix habían hablado, el primero tratando de convencer al segundo para que modificara las exigencias del presidente, de modo que pudieran lograr la liberación de los rehenes sin necesidad de emprender ninguna acción drástica.
—No tengo autorización para negociar —dijo finalmente Wix—. Sólo tengo que transmitir un estricto comunicado del presidente. Ellos ya han tenido su diversión, ahora van a tener que pagar por ello.
—Por el amor de Dios —exclamó Audick con hosquedad—, es usted el asesor de Seguridad Nacional. Asesore, pues.
—No hay nada que asesorar —replicó Wix con expresión pétrea—. El presidente ya ha tomado su decisión.
Tras la llegada al palacio del sultán, Wix y Audick fueron escoltados por guardias armados a sus suites palaciegas. De hecho, el palacio parecía estar tomado por formaciones militares. El embajador Waleeb fue llevado inmediatamente a presencia del sultán, a quien presentó formalmente los documentos del ultimátum.
En la ornamentada sala de conferencias oficial, ambos se abrazaron, pero como iban vestidos con ropas occidentales, se sintieron ridículos al hacerlo.
—Sus cables y la conversación telefónica que sostuvo conmigo son algo que no puedo creer —dijo el sultán—. Sin lugar a dudas, mi querido Waleeb, tiene que tratarse de un farol. Va en contra del carácter estadounidense. Destruirán su reputación mundial de moralidad internacional y actuarán en contra de su muy arraigada codicia. Si destruyen Dak pierden cincuenta mil millones. ¿Qué significa esta amenaza que puede tener las más calamitosas consecuencias?
Waleeb, un hombre pequeño, aunque tan pulcro como un muñeco, se sentía tan aterrorizado que el sultán tuvo que darle un apretón de manos para infundirle el valor suficiente para hablar.
—Alteza —dijo finalmente Waleeb—, os ruego que consideréis esto con la mayor atención. Disponen de una película en la que se os ve apoyando a Yabril. De eso no cabe duda. En cuanto al presidente Kennedy, no está fanfarroneando. La ciudad de Dak será destruida. Y en cuanto a las consecuencias calamitosas que están en el memorándum, y que son conocidas por su Congreso y el personal gubernamental, son mucho peores de lo que parece. Me dio el mensaje para que os lo transmitiera personalmente. Un mensaje que, de una forma inteligente, no ha permitido que sea oficial. Jura que si no cumplís con sus exigencias de liberar a los rehenes y entregarle a Yabril, el Estado de Sherhaben dejará de existir.
El sultán no creyó la amenaza, pensando que cualquiera podía aterrorizar a este pequeño hombre.
—Y cuando Kennedy le comunicó eso, ¿qué aspecto tenía? —preguntó—. ¿Es un hombre que expresa esa clase de amenazas sólo para asustar? ¿Apoyará su gobierno una acción de esa clase? Se jugará toda su carrera política a esta única carta. ¿No se trata sólo de una estratagema negociadora?
Waleeb se levantó de la silla bordada en oro en la que se había sentado. De repente, su diminuta figura de muñeco se hizo impresionante. El sultán pudo comprobar que tenía una voz potente.
—Alteza, Kennedy sabía exactamente lo que diríais, palabra por palabra. Veinticuatro horas después de la destrucción de Dak, todo el Estado de Sherhaben será destruido si no cumplís con sus exigencias. Y ésa es la razón por la que no se puede salvar Dak. Ésa es la única forma de que dispone para convenceros de que está hablando en serio. También dijo que estaríais de acuerdo con sus exigencias después de que Dak hubiera quedado destruida, pero no antes. Estaba sereno, y sonreía. Ya no es el mismo hombre que era. Ahora es Azazel.
Más tarde, los dos enviados del presidente de Estados Unidos fueron conducidos a una espléndida sala de recepción, que incluía terrazas con aire acondicionado y una piscina. Fueron atendidos por sirvientes masculinos con vestimenta árabe, que les trajeron comida y bebidas no alcohólicas. El sultán les saludó, rodeado por sus consejeros y guardaespaldas.
El embajador Waleeb hizo las presentaciones. El sultán ya conocía a Bert Audick. Habían estado estrechamente relacionados con motivo de pasados contratos petrolíferos, y Audick había sido su anfitrión en sus visitas a Estados Unidos, comportándose de una forma discreta y atenta. El sultán lo saludó cálidamente.
El segundo hombre fue una sorpresa para él, y al sentir que se le encogía el corazón, el sultán reconoció la presencia del peligro y empezó a creer en la realidad de la amenaza de Kennedy. Porque el segundo tribuno, como el sultán los consideraba, no era otro que Arthur Wix, el consejero de Seguridad Nacional del presidente y, además, un judío. Tenía fama de ser una de las figuras militares más poderosas en Estados Unidos y enemigo declarado de los Estados árabes en su lucha contra Israel. El sultán no dejó de observar que Arthur Wix no le ofreció la mano, sino que se limitó a inclinar la cabeza en un gesto de cortesía. Lo siguiente que cruzó por la mente del sultán fue la idea de que si la amenaza del presidente era real, ¿por qué enviar a un funcionario tan destacado a que corriera tal peligro? ¿Y si aprehendía a estos tribunos como rehenes? ¿No perecerían si se lanzaba cualquier ataque contra Sherhaben? ¿Se atrevería Audick a venir arriesgándose a una posible muerte? Por lo que sabía de él, ciertamente no. Eso significaba que aún quedaba espacio para la negociación y que la amenaza de Kennedy era una fanfarronada. O bien Kennedy era un loco y no le preocupaba lo que les sucediera a sus enviados y cumpliría la amenaza de todos modos. Observó la sala de recepción que le servía como cámara de Estado. Era mucho más lujosa que cualquiera de la Casa Blanca. Las paredes estaban pintadas de oro, las alfombras eran las más caras del mundo, con dibujos exquisitos de las que jamás podría existir un duplicado, el mármol era el más puro y estaba trabajado con la mayor laboriosidad. ¿Cómo podía destruirse todo eso?
—Mi embajador me ha transmitido el mensaje de su presidente —dijo el sultán con una serena dignidad—. Me resulta muy difícil creer que el líder del mundo libre se atreva a plantear tal amenaza, y mucho menos a ponerla en práctica. Y estoy perdido. ¿Qué influencia puedo tener yo sobre ese bandido de Yabril? ¿Acaso su presidente es otro Atila? ¿Se imagina que gobierna la antigua Roma, en lugar de los modernos Estados Unidos?
Fue Audick el primero en hablar.
—Sultán Maurobi —dijo—, he venido aquí como amigo suyo, para ayudarle a usted y a su país. El presidente tiene la intención de cumplir su amenaza. Parece ser que no tiene usted alternativa. Tiene que entregarnos a ese Yabril.
El sultán permaneció en silencio durante un largo rato. Luego se volvió hacia Arthur Wix.
—¿Y qué está usted haciendo aquí? —preguntó con ironía—. ¿Es que Estados Unidos puede prescindir de un hombre tan importante como usted, si me niego a cumplir con las exigencias de su presidente?
—Se discutió cuidadosamente el hecho de que nos mantendría como rehenes si se negara a cumplir con esas exigencias —dijo Arthur Wix con una expresión absolutamente impasible. No demostró para nada la cólera y el odio que sentía por el sultán—. Como gobernante de un país independiente, está justificada su cólera y su contra amenaza. Pero ésa es precisamente la razón por la que estoy aquí. Para asegurarle que ya se han dado las necesarias órdenes militares. El presidente dispone de ese poder como comandante en jefe de las fuerzas armadas estadounidenses. Dentro de poco, la ciudad de Dak dejará de existir. Veinticuatro horas más tarde, si usted no obedece, el país de Sherhaben también será destruido. Todo esto dejará de existir —dijo señalando la sala con un gesto—. Y usted se verá obligado a vivir de la caridad de los gobernantes de sus países vecinos. Seguirá siendo sultán, pero será un sultán de nada.
El sultán no demostró su cólera. Se volvió hacia el otro hombre y preguntó:
—¿Tiene usted algo más que añadir?
—No cabe la menor duda de que Kennedy se dispone a cumplir su amenaza —contestó Bert Audick, casi con timidez—. Pero en nuestro gobierno hay otras personas que están en desacuerdo. Esta acción puede acabar con su presidencia. —Se volvió hacia Arthur Wix y añadió, casi como pidiendo disculpas—: Creo que esto es algo de lo que tenemos que hablar abiertamente.
Wix le miró con gesto hosco. Había temido esa posibilidad. Desde el punto de vista estratégico, siempre era posible que Audick tratara de negociar por su cuenta. El hijo de perra iba a tratar de socavar toda la situación, sólo para salvar sus condenados cincuenta mil millones.
Arthur Wix miró venenosamente a Audick y le dijo al sultán:
—No hay ninguna posibilidad de negociación.
Audick le dirigió a Wix una mirada desafiante y luego volvió a dirigirse al sultán:
—Creo que, basándome en nuestra larga relación, es justo decirle que hay una esperanza. Y tengo la impresión de que debo decírselo ahora, delante de mi compatriota, y no en una audiencia privada con usted, como podría haber hecho fácilmente. El Congreso de Estados Unidos va a celebrar una sesión especial para destituir al presidente Kennedy. Si podemos anunciar la noticia de que usted está liberando a los rehenes, le garantizo que Dak no será destruida.
—¿Y no tendré que entregar a Yabril? —preguntó el sultán.
—No —contestó Audick—. Pero no debe insistir en la liberación del asesino del papa. A pesar de toda su actitud diplomática, el sultán no pudo reprimir un matiz de regocijo al decir:
—Señor Wix, ¿no le parece que ésa es una solución mucho más razonable?
—¿Mi presidente destituido porque un terrorista asesinó a su hija? ¿Y luego dejar libre al asesino? —replicó Wix—. No, no lo creo.
—A ese tipo lo podemos atrapar más tarde —intervino Audick.
Wix le dirigió tal mirada de desprecio y odio que Audick se dio cuenta de que aquel hombre sería su enemigo durante toda la vida.
—Dentro de dos horas nos reuniremos todos con mi amigo Yabril —dijo el sultán—. Cenaremos juntos y llegaremos a un acuerdo. Le convenceré con dulces palabras o por la fuerza. Pero los rehenes sólo quedarán en libertad cuando sepamos que la ciudad de Dak está a salvo. Caballeros, tienen mi promesa como musulmán y como gobernante de Sherhaben.
A continuación, el sultán dio órdenes a su centro de comunicaciones para que le hicieran saber el resultado de la votación del Congreso en cuanto ésta se produjera. Hizo escoltar a los enviados estadounidenses a sus habitaciones para que se bañaran y se cambiaran de ropa.
El sultán ordenó que Yabril fuera sacado a hurtadillas del avión y traído al palacio. A Yabril se le hizo esperar en el enorme salón de recepción, y no dejó de observar que éste estaba ocupado por los guardias uniformados de seguridad del sultán. También había observado otras señales que le indicaban que el palacio se hallaba en estado de alerta. Yabril percibió inmediatamente el peligro que se cernía sobre él, pero ya no podía hacer nada.
Una vez en la sala de recepción, se sintió algo más aliviado cuando el sultán lo abrazó. Luego éste le informó sobre lo que había sucedido con los tribunos estadounidenses.
—Les prometí que dejarías libres a los rehenes, sin más negociaciones. Ahora sólo tenemos que esperar la decisión del Congreso de Estados Unidos.
—Pero eso significará que mi amigo, Romeo, se sentirá abandonado por mí —replicó Yabril—. Eso es un golpe a mi reputación.
—Cuando lo juzguen por el asesinato del papa, tu causa ganará mucho más en publicidad —dijo el sultán sonriendo—. Y el hecho de que hayas quedado en libertad después de este golpe y del asesinato de la hija del presidente de Estados Unidos, eso es gloria. Pero qué desagradable y pequeña sorpresa me diste al final. Matar a una joven a sangre fría. Eso no me gustó nada y, desde luego, no ha sido inteligente.
—Sirvió para aclarar algunas cosas —dijo Yabril.
—Y ahora tienes que estar satisfecho. En realidad, habrás conseguido la destitución del presidente de Estados Unidos, algo en lo que ni siquiera te hubieras atrevido a soñar. —El sultán dio una orden a uno de sus ayudantes—. Ve a las habitaciones del señor Audick y tráelo aquí.
Cuando Bert Audick entró en la sala no le dio la mano a Yabril ni le dirigió ningún gesto de reconocimiento. Simplemente lo miró con fijeza. Yabril inclinó la cabeza y sonrió. Estaba familiarizado con aquellos tipos, con aquellos chupadores de la sangre árabe, que hacían contratos con sultanes y reyes para enriquecer a Estados Unidos y otros países extranjeros.
—Señor Audick —dijo el sultán—, le ruego que le explique a mi amigo los mecanismos por los que su Congreso se dispone a destituir a su presidente.
Audick así lo hizo. Fue convincente, y Yabril le creyó, a pesar de lo cual preguntó:
—¿Y si algo sale mal y no obtienen ustedes las dos terceras partes de los votos?
—Entonces, usted, yo y el sultán nos habremos quedado sin una pizca de suerte —contestó Audick con gravedad.
El presidente Francis Xavier Kennedy miró por encima los documentos que Matthew Gladyce le presentó y estampó en ellos sus iniciales. Vio la expresión de satisfacción en el rostro de Gladyce y se dio cuenta exactamente de lo que significaba: que entre los dos estaban engañando al pueblo estadounidense. En cualquier otro momento, en otras circunstancias, habría destruido aquella expresión de suficiencia, pero Francis Kennedy sabía que se encontraba en el momento más peligroso de su carrera política, y tenía que utilizar todas las armas de las que pudiera disponer.
Esta noche, el Congreso trataría de destituirlo, utilizando la ambigua redacción de la vigesimoquinta enmienda de la Constitución. Quizá pudiera ganar la batalla a largo plazo, pero para entonces ya sería demasiado tarde. Bert Audick habría acordado la liberación de los rehenes, permitiendo a cambio que Yabril escapara. La muerte de su hija no sería vengada y el asesino del papa quedaría libre. Pero Kennedy contaba con su llamamiento a la nación, a través de la televisión, para lanzar tal oleada de telegramas de protesta que hiciera vacilar al Congreso. Sabía que el pueblo apoyaría su acción; todos se sentían encolerizados por la muerte del papa y de su hija. Habían sintonizado con él. Y en ese momento experimentó una feroz comunión con el pueblo, al que consideraba como su aliado en contra de un Congreso corrupto y de los hombres de negocios pragmáticos y despiadados como Bert Audick.
Tal y como le había sucedido a lo largo de toda su vida, sentía las tragedias de los infortunados, la masa del pueblo luchando por abrirse camino en la vida. Al principio de su carrera se había jurado que jamás se dejaría corromper por ese amor por el dinero que parecía generar todos los logros de los hombres dotados. Llegó a despreciar el poder de los ricos, del dinero utilizado como arma. Pero ahora veía que siempre había tenido la sensación de ser un campeón invulnerable y situado por encima de los infortunios de sus semejantes. Siempre había formado parte de los ricos, aunque defendiera a los pobres. Hasta ahora, nunca había comprendido el odio que debían de sentir las clases menos privilegiadas. Ahora lo sentía él mismo. Ahora, los ricos, los poderosos le derribarían. Ahora debía ganar por su propio bien. Y ahora sentía ese odio.
Pero se negó a ser condescendiente consigo mismo. Debía mantener la cabeza clara para afrontar la crisis que se avecinaba. Aun cuando fuera destituido, debía asegurarse de que volvería a recuperar el poder. Y entonces, sus planes llegarían muy lejos. El Congreso y los ricos quizá ganaran esta batalla, pero comprendió con toda claridad que debía hacerles perder la guerra. El pueblo de Estados Unidos no sufriría alegremente la humillación, y en el mes de noviembre habría otras elecciones. Toda esta crisis redundaría en su favor, aunque perdiera; su tragedia sería una de sus armas. Pero debía llevar cuidado para ocultar esos planes de largo alcance, incluso ante su equipo personal.
Kennedy comprendió que se estaba preparando para el poder definitivo. No había otro camino, excepto someterse a la derrota y a toda su angustia, y eso era algo a lo que no podría sobrevivir.
El mediodía del jueves, nueve horas antes de la sesión especial del Congreso que destituiría del cargo al presidente de Estados Unidos, Francis Kennedy se reunió con sus asesores, su estado mayor y la vicepresidenta Helen du Pray.
Sería su última reunión estratégica antes de que se produjera la votación en el Congreso, y todos ellos sabían que el enemigo disponía de los dos tercios de los votos necesarios. Francis Kennedy comprendió inmediatamente que el estado de ánimo reinante entre los presentes en la sala era de depresión y derrota.
Les dirigió a todos una sonrisa alegre e inició la sesión dándole las gracias a Theodore Tappy, el jefe de la CÍA, por no haber firmado la propuesta de destitución. Luego se volvió hacia la vicepresidenta y se echó a reír, con una risa que expresaba un buen humor genuino.
—Helen —dijo con una satisfacción sin afectación—, no quisiera estar en su lugar por nada del mundo. ¿Se da cuenta de los muchos enemigos que se ha ganado al negarse a firmar los documentos de destitución? Podría haberse convertido usted en la primera mujer presidente de Estados Unidos. El Congreso la odia porque, sin su firma, no pueden llevar a cabo su plan original. Los hombres la odiarán por haber sido tan magnánima. Las feministas la considerarán una traidora. Dios santo, ¿cómo es posible que una veterana como usted se haya metido en este lío? Y, a propósito, quiero expresarle mi agradecimiento por su lealtad.
—Ellos estaban equivocados, señor presidente —dijo Helen du Pray—. Y lo siguen estando ahora al continuar. ¿Existe alguna posibilidad de negociar con el Congreso?
—No puedo hacer eso —contestó Francis Kennedy—. Y ellos tampoco querrán. —Luego, volviéndose hacia Dazzy, preguntó—: ¿Se han cumplido mis órdenes? ¿Está la flota aeronaval camino de Dak?
—Sí, señor —contestó Dazzy. Después se agitó incómodo en la silla—. Pero los jefes de Estado Mayor aún no han dado el «adelante» final. Se mantendrán a la espera, hasta que el Congreso vote esta noche. Si la destitución tiene éxito, harán volver los aviones a casa. —Se detuvo un momento, antes de añadir—: No le han desobedecido. Han seguido sus órdenes. Simplemente piensan que podrán detenerlo todo si usted pierde esta noche.
Kennedy se volvió a mirar a Helen du Pray con una expresión grave en su rostro.
—Si la destitución tiene éxito, usted será presidente —dijo—. Puede usted ordenar a los jefes de Estado Mayor que procedan a la destrucción de la ciudad de Dak. ¿Dará usted esa orden?
—No —contestó Helen du Pray. Se produjo un largo e incómodo silencio en la sala. La vicepresidenta no alteró la expresión de su rostro y le habló directamente a Kennedy—. Le he demostrado mi lealtad. Como vicepresidenta, he apoyado su decisión sobre Dak, tal y como era mi deber. Me resistí a la petición de firmar los documentos de destitución. Pero si me convierto en presidente, y confío de todo corazón que no sea así, entonces tendré que seguir mi propia conciencia y tomar mi propia decisión.
Francis Kennedy asintió. Le dirigió una sonrisa. Era aquella misma sonrisa que a ella le partía el corazón.
—Tiene usted toda la razón —le dijo con suavidad—. Le he hecho la pregunta sólo para saberlo, no para persuadirla de otra cosa. —Después, se dirigió a todos los presentes—. Bien, lo más importante ahora es preparar el borrador de un texto que pueda leer en mi discurso de esta noche por televisión. Eugene, ¿están listas ya las emisoras? ¿Han emitido boletines anunciando que hablaré esta noche?
—Lawrence Salentine está aquí para hablarle de eso —contestó Eugene Dazzy con precaución—. Parece que aquí hay gato encerrado. ¿Quiere que le haga venir? Está en mi despacho.
—No se atreverán —dijo Francis Kennedy con suavidad—. No se atreverán a mostrar su musculatura tan a las claras. —Permaneció pensativo durante un largo rato—. Dígale que venga.
Mientras esperaban, discutieron acerca de la duración del discurso.
—No más de media hora —dijo Kennedy—. Para entonces ya debería haber hecho el trabajo.
Y todos ellos supieron a qué se refería. Francis Kennedy en la televisión era capaz de abrumar a cualquier audiencia, excepto al Congreso. Tenía un rostro de lo más atractivo, unos ojos asombrosamente azules y contaba además con la energía controlada de su cuerpo. Poseía una voz de tonalidades mágicas que sonaba con las melodías propias de la lírica de los grandes poetas irlandeses. A ellos se añadía que su pensamiento, la progresión de su lógica fuera siempre absolutamente clara. El Congreso y el club Sócrates serían los malos de Estados Unidos. Y todo eso se vería apoyado por el mito mágico de sus dos tíos martirizados.
Cuando Lawrence Salentine fue conducido a la sala, Kennedy le habló directamente, sin molestarse en saludarlo.
—Confío en que no vaya a decir lo que creo que va a decir.
—No tengo forma de saber lo que está pensando —replicó Salentine con frialdad—. Las demás redes de emisoras me han elegido para comunicarle nuestra decisión de no ofrecerle espacio televisivo esta noche. Entendemos que hacerlo así sería interferir en el proceso de destitución.
—Señor Salentine —dijo Kennedy sonriéndole—, la destitución, aunque tenga éxito, sólo durará treinta días. ¿Qué pasará luego?
No era propio de Francis Kennedy el proferir amenazas. Por un momento, Salentine pensó que tanto él como los jefes de las demás emisoras se habían embarcado en un juego muy peligroso. La justificación legal del gobierno federal para conceder y revisar licencias de emisoras de televisión ya se había convertido en un documento arcaico en términos prácticos, pero un presidente fuerte podría hincarle los dientes. Salentine sabía que tenía que andarse con mucho cuidado.
—Señor presidente, precisamente por tener la sensación de que nuestra responsabilidad es tan importante, debemos negarle espacio televisivo esta noche. Se encuentra usted en un proceso de destitución, muy a pesar mío y de todos los estadounidenses. Es una gran tragedia, y cuenta usted con toda mi comprensión. Pero las emisoras creen que permitirle hablar iría en contra de los mejores intereses de la nación o de nuestro proceso democrático. —Guardó un momento de silencio y añadió—: Sin embargo, una vez que haya votado el Congreso, le ofreceremos ese tiempo, tanto si pierde como si gana.
—Puede usted marcharse —dijo Kennedy después de haber emitido una risita de conejo.
Lawrence Salentine fue escoltado por uno de los guardias del servicio secreto. Después Kennedy se volvió hacia los demás.
—Caballeros, pueden estar seguros de que esta vez se les ha ido la mano. Han violado el espíritu de la Constitución.
El rostro de Kennedy estaba muy serio y el azul de sus ojos parecía haber pasado de la tonalidad clara a otra mucho más oscura.
El tráfico estaba congestionado en varios kilómetros a la redonda de la Casa Blanca, dejando sólo pequeños pasillos por los que transitaban los vehículos oficiales. Las cámaras de televisión y sus camiones de apoyo dominaban toda la zona. Los congresistas que se dirigían a Capítol Hill eran abordados sin ceremonias por los periodistas, que les interrogaban acerca de esta sesión especial del Congreso. Finalmente, por las emisoras de televisión se emitió un boletín anunciando que el Congreso se reuniría a las once de la noche para votar una moción para destituir de su cargo al presidente Kennedy.
En la Casa Blanca, Kennedy y su equipo ya habían hecho todo lo que podían para defenderse del ataque. Oddblood Gray había llamado a todos los senadores y congresistas, intercediendo ante ellos. Eugene Dazzy había hecho numerosas llamadas a los diferentes miembros del club Sócrates, tratando de asegurarse el apoyo de algunos segmentos de los grandes negocios. Christian Klee había enviado informes legales a los líderes del Congreso, resaltando que la destitución sería ilegal sin la firma de la vicepresidenta. El Congreso había rechazado este argumento.
Justo poco antes de las once, Kennedy y los miembros de su equipo se reunieron en la sala Amarilla para ver la gran pantalla de televisión que se había instalado allí, montada sobre ruedas. Aunque la sesión del Congreso no se emitiría por las cadenas comerciales de televisión, se filmaría para su posterior uso y se emitiría a la Casa Blanca por un cable especial.
El congresista Jintz y el senador Lambertino habían hecho muy bien su trabajo. Todo estaba a la perfección. Patsy Troyca y Elizabeth Stone habían trabajado en estrecho contacto para solucionar todos los detalles administrativos. Se habían preparado todos los documentos necesarios para la destitución del presidente.
En la sala Amarilla, Francis Kennedy y su equipo personal observaron los procedimientos en su pantalla de televisión. El Congreso aún tardaría un cierto tiempo en pasar por todas las formalidades de los discursos y las llamadas a votación. Pero sabían cuál sería el resultado. En esta ocasión, el Congreso y el club Sócrates se habían comportado como un bloque.
—Otto, has hecho todo lo que has podido —dijo Kennedy mirando a Oddblood Gray.
En ese momento, uno de los oficiales de servicio en la Casa Blanca entró y entregó a Dazzy un memorándum. Dazzy lo miró, y luego lo estudió. La conmoción que sintió se reflejó en la expresión de su rostro. Le entregó el memorándum a Kennedy.
En la pantalla de televisión, el Congreso acababa de votar la destitución de Francis Xavier Kennedy de la presidencia.
SHERHABEN
VIERNES, 6 DE LA MAÑANA
Eran las once de la noche del jueves, hora de Washington, pero las seis de la mañana en Sherhaben, cuando el sultán convocó a todos a tomar un desayuno temprano en las terrazas de la sala de recepción. Bert Audick y Arthur Wix llegaron poco después. Yabril fue escoltado por el propio sultán. Se había instalado una mesa enorme con incontables frutas y bebidas, tanto frías como calientes.
El sultán Maurobi sonreía ampliamente. No presentó a Yabril a los estadounidenses, y no hubo la menor pretensión de cortesía entre ellos.
—Tengo la satisfacción de anunciarles —dijo el sultán—, es más, mi corazón rebosa de alegría al anunciarles que mi amigo Yabril está de acuerdo en liberar a todos sus rehenes. No habrá mayores exigencias por parte de él, y confío en que su país no plantee a su vez más exigencias.
—No puedo negociar o cambiar en ningún sentido las exigencias de mi presidente —dijo Arthur Wix con el rostro bañado en sudor—. Tiene usted que entregarnos a este asesino.
—Ya no es su presidente —dijo el sultán, sonriendo—. El Congreso de Estados Unidos acaba de destituirlo. Se me ha informado de que ya han sido canceladas las órdenes para bombardear la ciudad de Dak. Los rehenes quedarán en libertad. Han conseguido ustedes su victoria. No queda ninguna otra cosa que puedan pedir.
Yabril miró a Wix a los ojos y vio el odio que anidaba en ellos. Aquél era uno de los hombres más poderosos del ejército más poderoso sobre la faz de la tierra y él, Yabril, lo había derrotado. El cuerpo de Yabril se sintió recorrido por una gran oleada de energía: había logrado destituir al presidente de Estados Unidos. Por un momento, en su mente apareció la imagen de sí mismo apretando el arma contra el cabello sedoso de Theresa Kennedy. Recordó de nuevo aquella sensación de pérdida, de lamentación, en el momento de apretar el gatillo, el ligero estallido de angustia cuando su cuerpo fue lanzado hacia el aire del desierto. Inclinó la cabeza ante Wix y los otros hombres presentes en la sala.
El sultán Maurobi hizo gestos para que los sirvientes trajeran bandejas de fruta y bebidas a sus invitados. Arthur Wix dejó su vaso sobre la mesa y preguntó:
—¿Está seguro de que es absolutamente correcta su información sobre la destitución del presidente?
—Dispondré que hable usted directamente con su despacho, en Estados Unidos —dijo el sultán—. Pero antes debo cumplir con mi deber como anfitrión.
El sultán exigió a todos tomar juntos una comida completa, e insistió en que durante ella se acordaran las disposiciones finales para la liberación de los rehenes. Yabril ocupó su sitio a la derecha del sultán. Arthur Wix se sentó a la izquierda.
Estaban sentados en los divanes colocados a lo largo de la mesa baja, cuando el primer ministro del sultán entró corriendo y le rogó al sultán que le acompañara a la otra habitación por unos momentos. El sultán se mostró impaciente, hasta que finalmente el primer ministro le susurró algo al oído. El sultán levantó las cejas con una expresión de sorpresa y luego dijo a sus invitados:
—Ha sucedido algo imprevisto. Ha sido cortada toda comunicación con Estados Unidos, no sólo a nosotros, sino a todo el mundo. Continúen con su desayuno, por favor, mientras conferencio con mis asesores.
Después de la salida del sultán, ninguno de los hombres sentados ante la mesa pronunció una sola palabra. Sólo Yabril se sirvió del contenido de los platos calientes y las bandejas de fruta. Poco después, los estadounidenses se levantaron de la mesa y se reunieron en la terraza. Los sirvientes les ofrecieron bebidas frías. Yabril continuó comiendo.
—Espero que Kennedy no haya cometido ninguna tontería —dijo Bert Audick, ya en la terraza—. Espero que no haya tratado de burlar la Constitución.
—Dios santo —exclamó Wix—, primero su hija, y ahora ha perdido su país. Y todo a causa de ese polla pequeña que sigue ahí sentado, comiendo como un jodido mendigo.
—Todo esto es terrible —dijo Bert Audick. A continuación entró de nuevo en la sala y le dijo a Yabril—: Come bien. Espero que tengas un buen lugar donde ocultarte en el futuro. Habrá mucha gente buscándote.
Yabril se echó a reír. Había terminado de comer y estaba encendiendo un cigarrillo.
—Oh, sí —asintió—. Me convertiré en un mendigo en Jerusalén.
En ese momento, el sultán Maurobi entró en la sala. Lo seguían por lo menos cincuenta hombres armados, que tomaron posiciones para dominar la sala. Cuatro de ellos se situaron detrás de Yabril. Otros cuatro se colocaron tras los estadounidenses, en la terraza. Había una expresión de sorpresa y conmoción en el rostro del sultán. El color de su piel parecía amarillo, tenía los ojos muy abiertos y los párpados parecían haberse plegado hacia atrás.
—Caballeros —dijo, vacilante—. Mis queridos señores, esto será tan increíble para ustedes como para mí. El Congreso ha anulado su votación de destitución de Kennedy y ha declarado el estado de sitio. —Hizo una pausa y dejó que su mano descansara sobre el hombro de Yabril—. Y, caballeros, en este momento aviones de la Sexta Flota de Estados Unidos están destruyendo mi ciudad de Dak.
—¿Se está bombardeando la ciudad de Dak? —preguntó Arthur Wix casi con júbilo.
—Sí —contestó el sultán—. Es un acto bárbaro pero, desde luego, convincente.
Todos se quedaron mirando a Yabril, quien ahora se veía rodeado de cerca por cuatro guardias armados. Yabril encendió un cigarrillo y dijo pensativamente:
—Finalmente, veré Estados Unidos. Ése siempre ha sido uno de mis sueños. —Miró a los estadounidenses, pero le habló al sultán. Creo que yo habría tenido un gran éxito en Estados Unidos.
—Sin la menor duda —admitió el sultán—. Una parte de la exigencia es que te entregue vivo. Me temo que debo dar las órdenes necesarias para que no puedas causarte ningún daño a ti mismo.
—Estados Unidos es un país civilizado —dijo Yabril—. Seré sometido a un proceso legal que será largo y agotador, puesto que dispondré de los mejores abogados. ¿Por qué razón iba a hacerme daño yo mismo? Será una nueva experiencia para mí, ¿y quién sabe lo que puede suceder? El mundo siempre cambia. Estados Unidos es un país demasiado civilizado como para torturar y, además, yo ya he soportado la tortura bajo los israelíes, así que nada puede sorprenderme ya —dijo, sonriéndole a Wix.
—Como usted mismo acaba de decir, el mundo cambia —replicó Arthur Wix con serenidad—. No ha tenido éxito. Ya no será el héroe que creía ser.
Yabril se echó a reír con ganas. Levantó los brazos con un gesto exuberante.
—Pues claro que he tenido éxito —casi gritó—. He conmovido al mundo sobre su propio eje. ¿Acaso cree que alguien hará caso de su idealismo de pacotilla después de que sus aviones hayan destruido la ciudad de Dak? ¿Cuándo se olvidará el mundo de mi nombre? ¿Y cree que voy a salir de escena precisamente ahora, cuando aún falta lo mejor?
El sultán dio una palmada y gritó una orden a los soldados, que sujetaron a Yabril y le pusieron esposas en las muñecas y una cuerda alrededor del cuello.
—Con suavidad, con suavidad —dijo el sultán. Una vez que Yabril estuvo amarrado con seguridad, le tocó suavemente en la frente—. Ruego tu perdón. No tengo otra alternativa. Tengo petróleo que vender y una ciudad que reconstruir. Te deseo todo lo mejor, viejo amigo. Que tengas buena suerte en Estados Unidos.
CIUDAD DE NUEVA YORK
JUEVES POR LA NOCHE
Mientras el Congreso destituía al presidente Francis Xavier Kennedy, posiblemente de un modo ilegal, mientras el mundo esperaba la resolución de la crisis terrorista, había muchos cientos de miles de personas que vivían en Nueva York y a las que no les importaba nada lo que estaba sucediendo. Tenían sus propias vidas que vivir y sus propios problemas que afrontar. Este jueves por la noche, muchos de esos miles de personas convergieron en la zona de Times Square, un lugar que en otros tiempos había sido el corazón de la mayor ciudad del mundo, donde el Gran Camino Blanco, incluyendo a Broadway, se extendía desde Central Park hasta Times Square.
Esas personas tenían intereses muy variados. Los hombres de clase media, ávidos y cornudos, deambulaban por las librerías pornográficas para adultos. Los cinéfilos veían miles de metros de película de hombres desnudos, mujeres desnudas, y que se permitían realizar los actos sexuales más íntimos con variados animales en su papel de mejores amigos del hombre. Bandas de jovenzuelos, llevando en los bolsillos destornilladores letales pero legales, realizaban sus valientes correrías como los caballeros de los viejos tiempos, dispuestos a descuartizar a los dragones y a divertirse un poco haciéndolo, con el irreprimible buen humor propio de los jóvenes. Los chulos, las prostitutas, los ladrones y los asesinos se preparaban después del anochecer, sin tener que pagar nada extra por la brillante luz de neón de lo que quedaba del Gran Camino Blanco. Los turistas, como corderos, balaban por ver Times Square, donde en la víspera de Año Nuevo caía la bola que proclamaba la llegada de otro alegre año nuevo. En la mayoría de los edificios de la zona y en las callejas que llevaban a ella había carteles con un enorme corazón rojo, dentro del cual se leía la inscripción: «QUIERO A NUEVA YORK». Cortesía de Louis Inch.
Aquel jueves, cerca de la medianoche, Blade Booker deambulaba por el bar Times Square y el Cinema Club a la búsqueda de un cliente. Blade Booker era un joven negro que se destacaba por su habilidad para moverse. Era capaz de conseguirle a uno coca, heroína o una amplia variedad de pastillas. También podía conseguir un arma, aunque nada grande, sólo pistolas, revólveres y hasta una pequeña arma del 22, aunque, después de haber recibido una de sus balas, ya no había vuelto a meterse en eso. No era un chulo, pero se las entendía muy bien con las mujeres. Era capaz de hablar de toda su mierda, y sabía escucharlas. Se pasaba más de una noche con una chica, escuchando sus sueños. Hasta la más baja de las busconas, que hacía con los hombres cosas que les cortaban la respiración, tenía sueños que contar. Blade Booker escuchaba, disfrutaba escuchando; se sentía muy bien cuando las mujeres le contaban sus sueños. Le encantaba toda aquella mierda. Bueno, acertarían la lotería, o su carta astrológica demostraba que el próximo año aparecería un hombre que las amaría, tendrían un bebé, o sus hijos crecerían y serían médicos, abogados, profesores universitarios, o trabajarían en la tele; sus hijos cantarían, o bailarían, o actuarían tan bien como Richard Pryor, y quizá hasta se convirtieran en otro Eddie Murphy.
Blade Booker estaba esperando a que se vaciara el Cinema Palace sueco, después de finalizada la película, clasificada X. Muchos de los amantes del cine pasarían por allí para tomar una copa y una hamburguesa, y cabía la esperanza de ver a algún gatito. Irían saliendo poco a poco, y solos, pero se los distinguía por la mirada abstraída de sus ojos, como si estuvieran tratando de resolver un problema científico insoluble. La mayoría de ellos también tenían una expresión melancólica en el rostro. Eran gente solitaria.
Había busconas por todo el lugar, pero Blade Booker tenía a la suya situada en una esquina estratégica. Los hombres del bar podían verla sentada ante una pequeña mesa casi cubierta por su enorme bolso rojo. Era una rubia de Duluth, Minnesota, de huesos grandes, con los ojos azules helados por la heroína. Blade Booker la había rescatado de un destino peor que la muerte: de vivir en una granja donde el frío del invierno le habría helado los pezones, dejándoselos tan duros como piedras. Pero siempre se mostraba cariñoso con ella. La mujer tenía muy buena reputación, y él era uno de los pocos que podía trabajar con ella.
Se llamaba Kimberly Ansley y seis años antes había destrozado a su chulo con un hacha, mientras él estaba durmiendo. «Lleva cuidado con las chicas llamadas Kimberly y Tiffany», decía siempre Booker. Había sido detenida y acusada, juzgada y declarada culpable, pero sólo de homicidio sin premeditación, después de que la defensa demostrara que ella tenía numerosos cardenales y de que no había sido «responsable», ya que era heroinómana. La habían sentenciado a ingresar en una institución correccional, donde la habían curado, declarado sana y dejado de nuevo en libertad por las calles de Nueva York. Y allí había instalado su residencia, en los barriosbajos situados alrededor de Greenwich Village, tras haber conseguido un apartamento en uno de los proyectos urbanísticos construidos por el ayuntamiento y de los que huían hasta los pobres.
Blade Booker y Kimberly eran socios. Él era medio chulo, medio asaltante, y se enorgullecía de esa distinción.
Kimberly recogía a un cineasta en el bar de Times Square y luego conducía a su cliente a una casa de pisos a medio camino de la Novena Avenida, para un rápido acto sexual. En ese momento, Blade surgía de entre las sombras y golpeaba la cabeza del hombre con una porra del departamento de Policía de Nueva York. Luego se repartían el dinero que encontraban en la cartera del hombre, aunque Blade siempre se quedaba con las tarjetas de crédito y las joyas. No por avidez, sino porque no confiaba en el buen juicio de Kimberly.
Lo mejor de todo esto era que, en general, el hombre en cuestión era un esposo errante nada inclinado a informar a la policía del incidente, para no tener que contestar enojosas preguntas sobre qué estaba haciendo en una calleja oscura de la Novena Avenida, cuando su esposa lo estaba esperando en Merrick, Long Island, o Trenton, Nueva Jersey. Como simple medida de seguridad, tanto Blade como Kim evitaban aparecer por el bar Cinema de Times Square durante una semana. Y tampoco iban por la Novena Avenida. Entonces se trasladaban a la Segunda. En una ciudad como Nueva York, eso era como marcharse a otra estrella de la galaxia. Ésa era la razón principal por la que a Blade Booker le gustaba tanto Nueva York. Era invisible, como La Sombra, el hombre de las mil caras. Y era también como aquellos insectos y pájaros que veía en los canales de televisión pública, que cambiaban de color para confundirse con el terreno; aquellos insectos que se enterraban para escapar de los depredadores. En resumen, a diferencia de la mayoría de los ciudadanos, Blade Booker se sentía a salvo en Nueva York.
El jueves por la noche no habían tenido mucha suerte. Pero Kimberly estaba hermosa bajo esta luz, con su cabello rubio reluciendo como un halo, y sus pechos, empolvados de blanco, sobresaliéndole como medias lunas de su escotado vestido verde. Un caballero con un encanto tímido y de buen humor, aunque ligeramente sobrecargado de ansia de placer, llevó su copa a la mesa donde estaba sentada ella y preguntó amablemente si podía sentarse. Blade les observó, extrañado ante las ironías de este mundo. Aquí estaba este hombre tan bien vestido, que sin duda alguna era algún tipo importante, como un abogado o profesor o, quién sabe, quizá fuera un político de segunda categoría, como consejero municipal o hasta senador del estado, en compañía de una asesina a hachazos, que recibiría como postre un buen golpe en la cabeza. Y todo eso debido a su polla. Ése era el problema. El hombre pasa por la vida utilizando sólo la mitad de su cerebro por culpa de su polla. Realmente, era una pena. Quizá antes de golpear al tipo le permitiera metérsela a Kimberly para que se volviera medio loco. Luego, le daría. Parecía un buen tipo, se estaba comportando como un caballero, encendiéndole el cigarrillo a Kimberly, pidiéndole una copa, sin apresurarla, aunque era evidente que se moría de ganas de salir de allí con ella.
Blade terminó su copa cuando Kim le hizo una señal. Vio que ella empezaba a levantarse, abriendo el bolso rojo, buscando allí Dios sabe qué. Blade abandonó el bar y salió a la calle. Era una noche clara de principios de primavera, y sintió hambre al percibir el olor de los perritos calientes, las hamburguesas y las cebollas friéndose en las parrillas de los restaurantes al aire libre, pero eso podía esperar hasta que hubiera terminado de realizar su trabajo. Echó a caminar por la calle Cuarenta y dos. Aún había mucha gente, a pesar de que ya era casi medianoche, con los rostros coloreados por las incontables luces de neón de las hileras de los cines, los restaurantes, las carteleras gigantescas y los haces cónicos de los proyectores de los hoteles. Le encantó el paseo desde la Séptima hasta la Novena Avenida. Entró en el vestíbulo del edificio de pisos y se situó en el hueco de la escalera. Podría salir cuando Kim abrazara al cliente. Encendió un cigarrillo y sacó la porra de la funda que llevaba bajo la chaqueta.
Los escuchó acercarse y entrar en el vestíbulo. La puerta se cerró con un clic, y el bolso de Kim tintineó. Y luego escuchó la voz de Kim transmitiéndole la frase convenida:
—Sólo hay un piso.
Esperó un par de minutos antes de salir del hueco de la escalera, y vaciló al contemplar una imagen tan bonita. Allí estaba Kim, en el primer escalón, con las piernas abiertas, los macizos y encantadores muslos blancos al descubierto, y al tipo amable y bien vestido, con la polla fuera, metiéndosela. Por un momento, Kim pareció elevarse en el aire, y luego Blade vio con horror que ella seguía elevándose, y que los escalones se elevaban con ella, y luego vio sobre su cabeza el cielo claro, como si toda la parte superior del edificio se hubiera desgarrado. Trató de encontrar refugio, intentó cambiar de color para adaptarse al de las piedras y cascotes que caían por el hueco que dejaba el cielo al descubierto. Levantó la porra como para rogar, para rezar, para dar testimonio de que su vida no podía acabar allí, en aquel instante. Todo eso sucedió en una fracción de segundo.
Cecil Clarkson e Isabel Domaine habían salido de un teatro de Broadway después de haber visto una obra musical encantadora y bajaron caminando por la calle Cuarenta y dos y Times Square. Los dos eran negros, como, de hecho, la gran mayoría de personas que se veían por allí, pero no se parecían en nada a Blade Booker. Cecil Clarkson tenía diecinueve años y asistía a cursos de escritura en la Nueva Escuela para la Investigación Social. Isabel contaba dieciocho años y asistía a todas las obras que podía, tanto en Broadway como fuera de Broadway, porque le gustaba mucho el teatro y confiaba en ser actriz algún día. Estaban enamorados, como sólo pueden estarlo los jóvenes, absolutamente convencidos de que ellos dos eran las únicas personas en el mundo. Mientras caminaban desde la Séptima hasta la Octava Avenida, las cegadoras luces de neón los bañaron en una luz benevolente, y su belleza pareció crear a su alrededor una especie de magia que los protegía de los mendigos borrachos, los drogadictos medio locos, los buscones, chulos y posibles ladrones. Cecil era un joven evidentemente alto y fuerte, que parecía capaz de matar a cualquiera que se atreviera a tocar el cuerpo de Isabel.
Se detuvieron ante una enorme hamburguesería con la parrilla al aire libre y comieron de pie ante el mostrador, sin atreverse a entrar en un local cuyo suelo estaba sucio de servilletas de papel y platos de cartón. Con los perritos calientes y las hamburguesas, Cecil bebió una cerveza e Isabel tomó una Pepsi. Contemplaron a la apresurada humanidad que llenaba las aceras, incluso a una hora tan avanzada de la noche. Observaron con perfecta ecuanimidad la oleada de desechos humanos, las heces de la ciudad, que pasaban ante ellos, y en ningún momento se les ocurrió pensar que allí pudieran correr algún peligro. Sentían lástima por toda aquella gente que no disponían de su futuro tan prometedor, de su bendición presente y duradera. Cuando la oleada humana aminoró un tanto, volvieron a la calle e iniciaron el camino desde la Séptima a la Octava Avenida. Por encima de los techos pintados de las luces de neón brillaba un cielo iluminado, que parpadeaba con luces más débiles. Isabel sintió el aire primaveral en su rostro, que apoyó en el hombro de Cecil, poniéndole una mano en el pecho y acariciándole la nuca con la otra. Cecil sintió una gran ternura. Ambos eran muy felices, como lo habían sido miles y miles de millones de seres humanos jóvenes antes que ellos, experimentando uno de los pocos momentos perfectos que ofrece la vida. De repente, y ante el asombro de Cecil, todas las alegres luces rojas y verdes se apagaron y lo único que pudo ver fue la bóveda del cielo, con sus débiles estrellas; inmediatamente después los dos, en su perfecto estado de bendición, se disolvieron en la nada.
Un grupo de ocho turistas que visitaba la ciudad de Nueva York durante las largas vacaciones de Semana Santa, caminó desde la catedral de San Patricio hasta llegar a la Quinta Avenida, giró por la calle Cuarenta y dos y continuó paseando tranquilamente hacia el bosque de luces de neón que los atraía. Lo habían visto en la televisión cuando, en la víspera de Año Nuevo, cientos de miles de personas se reunían para aparecer en la pequeña pantalla y saludar la llegada del Año Nuevo.
Estaba todo tan sucio que parecía como si hubiese una alfombra de basuras que cubriera las calles. La gente parecía amenazadora, borracha, drogada o conducía como loca al verse encerrada entre las grandes torres de acero a través de las que tenía que moverse. Las mujeres iban alegremente vestidas, a tono con las mujeres de los carteles expuestos en el exterior de los cines porno. Parecían moverse a través de niveles diferentes de un mismo infierno, con el vacío de un cielo sin estrellas y las farolas de las calles emitiendo un chorro de luz amarillenta como el pus.
Los turistas, cuatro parejas casadas de una pequeña ciudad de Ohio, con sus hijos ya mayores, habían decidido hacer un viaje a Nueva York como una especie de celebración. Habían cumplido con parte de su deber en la vida, y cumplido un destino necesario. Se habían casado, habían educado a sus hijos, y logrado seguir unas carreras de moderado éxito. Ahora habría un nuevo principio para ellos, el principio de una nueva clase de vida. Ya habían ganado su principal batalla.
Los cines X no les interesaban; también había muchos en Ohio. Lo que más les interesaba y les asustaba de Times Square era su propia fealdad, y el que la gente que llenaba las calles pareciera tan malvada bajo las luces de neón que manchaban la noche. Todos ellos llevaban en las solapas grandes chapas con la frase en rojo «QUIERO A NUEVA YORK», que habían comprado en su primer día de estancia en la ciudad. Entonces, una de las mujeres se arrancó la chapa y la tiró por una rejilla de alcantarilla.
—Salgamos de aquí —dijo.
El grupo dio media vuelta y caminó de regreso hacia la Sexta Avenida, alejándose del gran pasillo de neón. Estaban a punto de doblar la esquina cuando escucharon un «buum» distante; luego percibieron una débil bocanada de viento, y luego, por las largas avenidas desde la Novena a la Sexta, descendió un rugiente tornado de aire lleno de metal, latas de soda, cubos de basura y unos pocos coches que parecían estar volando por los aires. Impulsado por un instinto animal, el grupo giró la esquina de la Sexta Avenida, para apartarse del camino seguido por aquella bocanada de viento, pero una ráfaga tumultuosa de aire los arrastró hacia el suelo. Desde lejos, escucharon el estruendo de los edificios al desmoronarse, los gritos de miles de personas en el trance de morir. Permanecieron encogidos bajo la protección de la esquina, sin saber lo que había sucedido.
Acababan de salir del radio de destrucción causado por la explosión de la bomba nuclear. Fueron ocho de los supervivientes de la mayor calamidad que había asolado Estados Unidos en tiempos de paz.
Uno de los hombres se levantó con un esfuerzo y ayudó a los demás a hacer lo mismo.
—Condenado Nueva York —dijo—. Espero que hayan muerto todos los taxistas.
En el coche patrulla de la policía que se movía con lentitud por entre el tráfico entre la Séptima y la Octava Avenida iban dos policías jóvenes, uno italiano y otro negro. No les importaba verse embotellados en el tráfico; aquél era el lugar más seguro de toda la zona. Sabían que por las oscuras calles laterales podía haber gran cantidad de ladrones robando las radios de los coches, o chulos degradados y camellos haciendo gestos amenazadores a los pacíficos transeúntes de Nueva York, pero ellos no deseaban verse involucrados en todos aquellos delitos. Además, la política del departamento de Policía de Nueva York consistía ahora en tolerar aquellos pequeños delitos. Por Nueva York se había extendido una especie de licencia para los subprivilegiados, lo que les permitía obtener su botín de los ciudadanos de más éxito, respetuosos con la ley. Después de todo, ¿había derecho a que hubiese hombres y mujeres que pudieran permitirse coches de cincuenta mil dólares, con radios y sistemas musicales por valor de varios miles de dólares más, mientras que había miles de personas sin hogar que ni siquiera tenían dinero para pagarse una comida decente, o para comprar una jeringuilla estéril para darse un pico? ¿Había derecho a que aquellas personas pudientes, mentalmente gruesas, plácidas y que eran ciudadanos como bueyes, se atrevieran a caminar por las calles de Nueva York sin llevar un arma o, al menos, un mortal destornillador en los bolsillos, sólo para disfrutar de las fabulosas vistas de la mayor ciudad del mundo, y no tuvieran que pagar ningún precio por ello? Al fin y al cabo, en Estados Unidos aún quedaba un destello de aquel antiguo espíritu revolucionario que no podía resistirse a esa tentación. Y los tribunales, los mandos superiores de la policía, los editoriales de los periódicos más respetables, apoyaban tímidamente el espíritu republicano del robo, el contrabando, la violación e incluso el asesinato en las calles de Nueva York. A los pobres de la ciudad no les quedaba ningún otro recurso; sus vidas se habían visto arruinadas por la pobreza, por una vida familiar inútil, y hasta por la misma arquitectura de la ciudad. De hecho, uno de los periodistas escribió un artículo preguntándose cómo era posible que todos aquellos delitos se cometieran a las mismas puertas de Louis Inch, el dios de las inmobiliarias, que estaba reestructurando la ciudad de Nueva York con altísimos edificios de apartamentos que impedían el paso del sol y protegían los cielos, llenos de estrellas, con hojas de acero.
Los dos policías vieron a Blade Booker abandonar el bar Cinema de Times Square. Le conocían bien.
—¿Lo seguimos? —le preguntó uno al otro.
—Sería una pérdida de tiempo. Podríamos atraparlo en plena faena y no tardaría en quedar en libertad.
Luego vieron a la rubia y a su donjuán salir del local y echar a andar por el mismo camino, hacia la Novena Avenida.
—Pobre tipo —comentó uno de los policías—. Cree que se la va a tirar, y resulta que lo van a asaltar.
—Le quedará en la cabeza un chichón tan duro como tenía la polla —comentó el otro.
Y ambos se echaron a reír.
Su coche seguía moviéndose lentamente, centímetro a centímetro, mientras los dos policías observaban la acción que se desarrollaba en la calle. Era medianoche y no tardarían en terminar su turno, así que no querían verse metidos en nada que les obligara a actuar en la calle. Observaron a las innumerables prostitutas interponiéndose en el camino de los peatones, a los camellos negros anunciando su mercancía como un actor en la televisión, a los ladrones y carteristas a la búsqueda de posibles víctimas, tratando de entablar conversación con los turistas. Sentados en la oscuridad del coche patrulla y mirando hacia las calles brillantemente iluminadas por un sol de neón, vieron a la escoria de Nueva York arrastrándose hacia los infiernos particulares de cada cual.
Los dos policías estaban constantemente alerta, temerosos de que algún maníaco introdujera una escopeta por la ventanilla y empezara a disparar. Vieron a dos camellos interponerse en el camino de un hombre bien vestido, que trató de alejarse a toda prisa, pero que fue retenido por cuatro manos. El conductor del coche patrulla apretó el acelerador y se detuvo junto a ellos. Los camellos soltaron al hombre bien vestido, que sonrió con alivio. Y en ese preciso instante, las dos aceras de la calle se hundieron y enterraron la calle Cuarenta y dos, entre la Novena y la Séptima Avenida.
Se apagaron todas las luces de neón del Gran Camino Blanco, el fabuloso Broadway. La oscuridad sólo quedó iluminada por los incendios, los edificios envueltos en llamas, los cuerpos ardiendo. Vehículos llameantes moviéndose como antorchas en la noche. Y todo ello acompañado por un gran tañido de campanas, por el ulular de las incontables sirenas de los vehículos de bomberos, las ambulancias y los coches de policía a medida que se acercaban al corazón destrozado de Nueva York.
Éstas sólo fueron unas pocas de las aproximadamente diez mil personas que murieron y las veinte mil que resultaron heridas cuando explotó la bomba nuclear colocada por Gresse y Tibbot en el edificio de la Autoridad Portuaria, en la esquina entre la Novena Avenida y la calle Cuarenta y dos.
La explosión fue un gran estampido, seguido por un viento ululante y luego el crujido del cemento y del acero al desgarrarse. La sacudida produjo sus daños con una precisión matemática. Toda la zona situada entre la Séptima Avenida hasta el río Hudson, y desde la calle Cuarenta y dos a la Cuarenta y cinco quedó completamente aplanada. Fuera de esa zona, el daño fue comparativamente mínimo. La radiación sólo fue letal dentro de ese perímetro. La zona inmobiliaria más valiosa, aparte de Tokio, había dejado de tener valor.
De los muertos, más del setenta por ciento fueron negros o hispanos, y el otro treinta por ciento fueron blancos o turistas extranjeros. En las avenidas Novena y Décima, que se habían convertido en terreno de acampada para los que no tenían hogar, y en el propio edificio de la Autoridad Portuaria, donde dormían muchos transeúntes, los cuerpos quedaron achicharrados y convertidos en pequeños troncos.
Más allá del radio de destrucción, en todo Manhattan, los cristales de las ventanas se hicieron añicos, los coches de las calles quedaron aplastados por los cascotes que cayeron; apenas una hora después de la explosión los puentes de Manhattan quedaron colapsados con vehículos que huían de la ciudad hacia Nueva Jersey y Long Island.