Capítulo 4

Siempre eran los ojos los que revelaban su herencia lumaterana y esta vez no fue diferente. Al cruzar las puertas de Charyn, los dos guardias se rieron por lo bajo y Finnikin oyó cómo murmuraban la palabra «perros». Daba igual si eran gente de la Roca, del Río o de las Llanuras, si eran morenos o rubios, los lumateranos tenían los ojos hundidos en sus cuencas. Finnikin había oído que una vez el rey de Charyn había ordenado a sus guardias medir la distancia que había entre los ojos y la nariz de unos prisioneros lumateranos y como consideraba que estaban demasiado juntos, por lo tanto, no eran humanos. Odiaba ese reino. La única vez que Sir Topher y él habían visitado la corte de Charyn, durante los primeros años del exilio, había llegado a temer por sus vidas. Aquella semana ocurrieron cosas extrañas y siniestras en palacio, por la noche se oyeron gritos espeluznantes y aullidos llenos de furia. Muchos decían que la sangre real estaba contaminada y que el rey y su descendencia estaban medio locos.

El camino que llevaba a la capital estaba bordeado de casas de piedra. Eran muy sencillas a excepción de la entrada, decorada con rosales que aún no habían florecido. Aunque tardarían al menos diez días, habían planeado viajar por la orilla de uno de los tres ríos de Charyn hasta llegar a Sorel. Si había exiliados en esas tierras, el río era el lugar donde los encontrarían. Los lumateranos eran, principalmente, gente sentimental, y se sentían atraídos por los sitios que les recordaban al paisaje de su mundo perdido.

Cuatro días más tarde encontraron un campamento. Desde la colina donde estaban, pudieron ver un pequeño asentamiento de unos cincuenta exiliados. Empezaron a descender por la ladera y Finnikin, encabezando el grupo, se agarraba a las ramas mientras se deslizaba hacia la estrecha orilla donde habían montado las tiendas.

Dos exiliados, un hombre y una mujer, se acercaron para darles la bienvenida. Como siempre, al principio hubo un momento de desconfianza en sus miradas. Aunque los campamentos estaban lejos los unos de los otros, los exiliados habían oído historias de lo que había pasado en otros reinos y eran conscientes de su propia vulnerabilidad. En sus viajes, Sir Topher y Finnikin a menudo se topaban con los mismos exiliados, pero no conocían a aquellas personas. Era obvio que habían sabido cómo esconderse.

Sir Topher hizo las presentaciones oportunas y el hombre se quedó mirando a Finnikin atentamente. Luego asintió con la cabeza y le extendió el brazo doblado a la altura del codo, con el puño apretado con fuerza. Era el saludo de las gentes del Río de Lumatere.

—Hijo de Trevanion —saludó el hombre.

Finnikin levantó el brazo de la misma forma y agarró la otra mano del hombre.

—Nosotros vivíamos en el Río en la época en que Trevanion regresó para defenderlo —explicó la mujer—. Mi nombre es Emmian y este es mi marido, Cibrian.

A Finnikin no le sorprendió que la gente del Río lumaterano se hubiera hecho cargo de los exiliados, igual que lo había hecho en muchos otros campamentos. Junto a los monteses, eran los más fuertes del reino.

—Tu madre provenía de la Roca, Finnikin —afirmó Cibrian.

Finnikin asintió con la cabeza.

—Pasé casi toda mi infancia allí con mi tía abuela, excepto cuando mi padre estaba de permiso.

—¿Los has visto en tus viajes? Tengo una hermana que se casó con el zapatero de la Roca.

—Me acuerdo muy bien de él —respondió Finnikin, sonriendo—, pero en nuestros viajes nos hemos encontrado con muy poca gente del Pueblo de la Roca. Creemos que la mayoría se quedaron allí cuando los ancianos se lo ordenaron. Dudo que ninguno de ellos escapara del reino a no ser que estuvieran en la plaza ese día.

—No sé si es un castigo o una bendición —dijo Emmian en voz baja.

Cibrian los llevó con el resto y Finnikin saludó a un grupo de exiliados que debía tener su misma edad. Al verlos, pensó en Balthazar y Lucian y se imaginó cómo serían ahora, de mayores.

Empezaron a caer unas gotas de lluvia y Cibrian les llevó a su morada. Los exiliados estaban bien equipados. Las tiendas estaban hechas de piel dura de caballo, contaban con muchas provisiones e incluso alguna cabra. Finnikin supuso que algunos de ellos trabajaban en aldeas cercanas. Los niños parecían más sanos que en los otros campamentos y pensó que quizá tuvieran un curandero.

—Esta primavera fuimos muy afortunados al recibir la benevolente visita de Lord August de las Llanuras, un conocido vuestro, por lo que he oído —le comentó Cibrian a Sir Topher—. Nos pidió que estuviéramos atentos a la visita del hijo de Trevanion y del Primer Caballero real.

Sir Topher y Finnikin intercambiaron miradas.

—¿Cómo es que Lord August estaba en Charyn si trabaja para la corte de Belegonia? —preguntó.

—Asuntos de palacio. Iba de camino a casa cuando nos hizo una visita. Nos pidió que os dijéramos que fuerais a Belegonia si estabais por la zona.

—Nosotros nos dirigimos hacia el sur, a Sorel —dijo Sir Topher.

—Su petición fue muy clara, señor.

La tienda de Emmian y Cibrian era espaciosa. Había dos niños, de unos ocho o diez años, sentados en una esquina y, en cuanto les vieron entrar, salieron corriendo hacia sus padres. Finnikin se fijó en cómo Emmian los abrazaba y los acariciaba. Eran unos niños queridos. Luego miró hacia donde estaba el ladrón de Sarnak, acurrucado en su propio odio, al lado de la novicia y no pudo evitar hacer una comparación.

La chiquilla le miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Nos puedes contar la historia de Lady Beatriss y el capitán Trevanion? —le preguntó.

Los adultos se pusieron tensos, con una expresión en sus rostros que reflejaba preocupación y culpa. Finnikin recordó lo mucho que los lumateranos disfrutaban de las historias de amor. Él mismo había crecido escuchando una y otra vez la historia del joven rey que salió a cabalgar por las montañas y se encontró a una chica salvaje del Monte que le robó el corazón. No se había dado cuenta de que la historia de Beatriss y Trevanion había despertado el mismo interés.

—Están cansados, Jenna. Ahora no tienen tiempo de contar historias —contestó su padre bruscamente.

Finnikin observó cómo todos los adultos de la tienda apartaban la mirada o hacían ver que estaban ocupados, como si en realidad la niña no hubiera formulado esa pregunta. Incluso Sir Topher estaba concentrado en el río, y de repente Finnikin sintió lo mucho que echaba de menos a su padre, un lujo que rara vez se permitía.

Pero Evanjalin tenía la vista clavada en él, se negaba a apartar la mirada. Había algo en su expresión, una pregunta en sus ojos, que le hizo aclararse la garganta.

—Fue un amor intenso —dijo con brusquedad—, muy intenso.

Las mejillas de la chiquilla enrojecieron de emoción mientras que el niño, decepcionado, dejó caer los hombros. Finnikin había sentido exactamente lo mismo cada vez que su tía abuela Celestina empezaba a divagar sobre los votos matrimoniales que el rey le había jurado a la chica de Monte el día de su boda. Finnikin prefería la parte de las justas y las luchas de espadas protagonizadas por la Guardia Real durante las celebraciones.

—Pero, si me lo permites, tengo que remontarme a mucho antes —dijo Finnikin dirigiéndose al niño—, cuando Trevanion del Río defendió a su pueblo con tan solo una poderosa espada y ¡cuarenta hombres entregados!

Evanjalin se mordió el labio como si reprimiera una carcajada y Finnikin no pudo evitar sonreír abiertamente. El niño se incorporó con una mirada de emoción en el rostro y asintió con la cabeza, deseando que Finnikin continuara.

—Mi padre era un humilde soldado de a pie. De joven fue testigo de cómo, año tras año, los bárbaros, que vivían más allá de las fronteras de Skuldenore, llegaban navegando por su querido río en barcos dragón que parecían surgir del cielo. Primero saqueaban las tierras del norte, en Sarnak y, luego, seguían hasta Lumatere. Aquellos extranjeros eran brutales, saqueadores de la peor calaña.

—¿Se llevaban las tiendas y la comida? —preguntó el niño con impaciencia y, por un instante, Finnikin creyó tener delante al propio Balthazar. Se quedó paralizado de tristeza y no supo encontrar las palabras para continuar con la historia.

Oyó un ruidito, como si alguien se aclarara la garganta, y alzó la vista para mirar a Evanjalin. Por su expresión, parecía que comprendía lo que le pasaba y Finnikin volvió a recuperar la voz.

—Robaban oro, por supuesto —dijo Finnikin y se tragó el nudo de la garganta— y plata. Lumatere tenía las mejores minas de la nación, eran un sueño hecho realidad para los invasores bárbaros. Desgraciadamente el rey había heredado una Guardia Real cobarde y llena de holgazanes, capitaneada por su propio primo, y eso les facilitaba las cosas a los extranjeros para hacer lo que querían.

—¿Dónde estaba Trevanion? —preguntó la niña.

—Protegiendo a un duque despreciable de las Llanuras. Pero las cosas cambiaron cuando cumplió veinte años. Los bárbaros volvieron y decidieron que el oro y la plata ya no eran suficientes, ahora querían llevarse a los jóvenes del río para convertirlos en esclavos en su país. Los mayores que intentaron impedírselo murieron en la batalla. Así fue cómo Trevanion perdió a sus padres y a sus hermanas. En esa misma época mi madre murió cuando nací, así que ya os podéis imaginar la rabia y tristeza que sintió.

»Un día, cuando el rey estaba visitando al despreciable duque, Trevanion se abrió camino entre la guardia y se plantó delante del líder del reino. Le exigió al rey que le contara qué pensaba hacer para proteger a su gente. Lo que no sabía Trevanion era que el rey se pasaba las noches en vela, impotente en su palacio, mientras que sus tierras eran saqueadas y su gente secuestrada. ¿Pero qué podía hacer un rey con una guardia débil? Trevanion, como es lógico, fue arrestado.

—¿Le torturaron? —preguntó el niño a media voz.

—No. El rey tenía un plan. Cada noche, con la excusa de que le debía una disculpa, bajaba a hablar con Trevanion sobre los invasores bárbaros y su ociosa guardia. Trevanion le hizo una promesa. Si le dejaba libre, él escogería a los cuarenta mejores hombres de Lumatere y darían fin a los saqueos anuales.

»Trevanion fue inflexible durante el entrenamiento de sus hombres, pero valió la pena. Al cabo de un año, cuando los bárbaros regresaron, no pudieron conquistar el río de Trevanion. A los veintiún años fue nombrado capitán de la guardia. Sus guerreros eran hombres intrépidos y el reino quedó a salvo de los invasores. Nadie osaba desafiar a la guardia de Trevanion. Incluso los monteses se quedaron tranquilos, al margen, y todos sabemos lo difícil que es mantenerlos bajo control.

—¿Pero qué pasó con el otro capitán de la guardia, el primo del rey? —preguntó el niño.

Finnikin oyó una inhalación brusca y supo que no era el momento de mencionar al rey impostor a esos niños. Pero los adultos conocían el resto de la historia. Al primo del rey lo acogieron en la corte real de Charyn y allí esperó durante diez años hasta que vio el momento propicio para apoderarse del trono de Lumatere.

—¿No queréis oír la historia de Trevanion y Lady Beatriss?

—Oh, sí, por favor —le rogó la chiquilla.

—¿Seguro? Porque quizá la historia de Trevanion cuando trabajaba en palacio como nuevo capitán de la guardia te parezca aburrida —dijo Finnikin, dirigiéndose al niño, que negó con la cabeza solemnemente—. Ahora es cuando aparece Lady Beatriss. A la vista, parecía muy delicada. Era una novicia de Lagrami, como muchas otras de las chicas privilegiadas del reino. Se les enseñaba a ser buenas esposas, a saber hacer todas aquellas cosas que mandaba su posición social. He oído a algunos decir que fue una debilidad de Trevanion enamorarse de aquella muchacha consentida de Lumatere, pero él vio algo en ella que los otros no podían ver.

—Era casi tan hermosa como las princesas —murmuró Emmian.

—Nadie era tan hermosa como las princesas —dijo una voz que pertenecía a uno de los exiliados que estaba fuera de la tienda.

Finnikin comprobó que, a pesar de que lloviznaba, tenía una buena audiencia.

—Trevanion no estaría de acuerdo con esa afirmación. Pero ese no fue siempre el caso. Veréis, Lady Beatriss era la niñera de Balthazar y de Isaboe, además de ser una amiga fiel de las otras tres princesas. Ahora bien, yo seré el primero en admitir que los dos hijos menores, y yo incluido, no se lo poníamos muy fácil a Beatriss. Balthazar e Isaboe eran muy… digamos que a veces estaban demasiado llenos de vida. No le tenían miedo a nada y se pasaban el día en lo alto de la torre, gritando «¡eh, vosotros!» a los niños de los aldeanos, mientras la pobre Beatriss los apartaba pidiéndoles que se comportaran.

»Pero Balthazar quería mucho a los aldeanos. Decía que eran «sus vecinos» y le gustaba salir del palacio y hablar con ellos de uno en uno. Les decía: “Sus rosales son preciosos, Esmine. Voy a tener que llevarme uno para dárselo a mi madre”, o “Espero que comparta su vino con mi padre cuando las uvas estén maduras, señor Ward”. La reina había criado a sus hijos de modo que no vieran diferencias entre los más pobres aldeanos y ellos mismos, aunque en más de una ocasión nos dio un sopapo por enseñar a los niños del pueblo a tirar flechas desde los tejados de sus casas.

»Un día, Balthazar colgaba de la torre peligrosamente cuando dio la casualidad de que el capitán de la Guardia Real cruzaba el foso para entrar en el palacio. Recuerdo un tremendo rugido y a Trevanion ordenándonos que nos bajásemos de la torre. “¡Incluida tú!”, gritó señalando a Lady Beatriss.

Los más jóvenes de la tienda se echaron a reír e incluso Sir Topher se rio entre dientes.

—Me acuerdo muy bien de ese bramido —dijo Cibrian, asintiendo con la cabeza.

—Lady Beatriss, temblando de miedo, bajó de la torre hasta el foso y nosotros la seguimos para recibir la peor bronca de nuestras vidas. La pobre Beatriss sollozaba, pero Trevanion gritaba: «¡Deja de lloriquear! ¡Son los hijos del rey! Y no les debe pasar nada malo. Hay que ser funcional, mujer. ¿Es que no eres más que una muñeca con una cara bonita y un padre poderoso?».

Tanto dentro como fuera de la tienda se oyeron muestras de asombro.

—Como es lógico, le obligaron a disculparse ante ella, pero Trevanion se negó. Su trabajo era proteger a la familia real, le dijo al rey, y necesitaba total libertad para garantizar su seguridad. Entretanto, enviaron a Beatriss de vuelta a la casa solariega de su padre hasta que se calmara el alboroto. Las tres princesas mayores se negaron a hablar con el rey hasta que Trevanion no se disculpara, y Balthazar e Isaboe se entristecieron porque su nueva niñera era la mujer más mala de toda Lumatere. Y así quedaron las cosas.

Finnikin descansó un instante, casi hipnotizado por las miradas de anticipación de los niños y adultos que le rodeaban. Algunos de los que estaban fuera de la tienda se abrieron paso para sentarse al lado de Cibrian y su familia. Evanjalin tenía los brazos alrededor de las rodillas y la cabeza apoyada en ellas. Su mirada era distante, pero no había perdido la sonrisa y eso le removió algo por dentro.

—Todo cambió el día en que mi padre me llevaba de vuelta a casa de mi madre en el Pueblo de la Roca. Balthazar e Isaboe le pidieron acompañarnos y ¿quién mejor que el capitán de la Guardia Real para protegerlos? Incluso la mujer más mala de Lumatere estuvo de acuerdo.

»De camino, paramos en las Llanuras para entregar unos documentos al duque de Sennington, el padre de Beatriss. Trevanion nos ordenó que nos quedáramos con los caballos mientras él bajaba el sendero que llevaba hasta la casa solariega. Al cabo de un rato, empezamos a impacientarnos y nos fuimos hasta un prado cercano sin darnos cuenta de que había un toro muy enfadado. Era enorme y nos estaba fulminando con la mirada. Cuando Trevanion se acercó y se percató del peligro, su primera reacción fue empezar a correr hacia el prado. Aquel día fue una de las únicas veces que he visto miedo en los ojos de mi padre. Era el capitán de la Guardia Real, el mejor espadachín de la región pero ¿qué sabía un chico del río sobre toros?

—¿Y qué sabe la gente del río de nada? —bromeó uno de las Llanuras.

—Más que tú, granjero paleto —le contestó un exiliado de las gentes del río y hubieron más risas.

Finnikin vio que las bromas y las risas eran algo nuevo para aquella gente.

—Y dio la casualidad que en ese preciso instante pasaba por allí Lady Beatriss, una muchacha que en el fondo era una granjera y entendía a los animales. Antes de que nos diéramos cuenta, empezó a mover los brazos y nos gritó que nos fuéramos corriendo en cuanto el toro se volviera hacia ella. Echamos a correr a toda velocidad y saltamos la valla, aunque a día de hoy no tengo ni idea de cómo lo conseguimos, pero nos pusimos a salvo. Ella no tuvo la misma suerte, claro. Juro que voló por los aires cuando el toro se la llevó por delante. Mi padre no tuvo otra opción que mutilar al animal. Sacó a Beatriss del prado y la dejó debajo de un árbol. La princesa Isaboe sollozaba encima del cuerpo de Beatriss, rogando que abriera los ojos. Y así lo hizo al cabo de unos instantes. Cuando vio que todos estábamos a salvo, respiró, aliviada, miró a Trevanion y le dijo: «¿Le ha parecido eso lo bastante funcional, capitán?». Luego le dio una bofetada porque él tenía la mano encima de su muslo y se desmayó de inmediato.

Las mujeres empezaron a aplaudir y los hombres gruñeron, pero los niños se quedaron mirando a Finnikin, estupefactos.

—Aquel día mi padre empezó a cortejarla.

Finnikin alzó la mirada al acabar la historia. La tienda estaba repleta de gente, de jovencitas con sonrisas melancólicas y jóvenes que imaginaban ser el capitán Trevanion. Pero eran las expresiones que dibujaban las caras de los mayores las que llamaron más la atención de Finnikin. Reflejaban una mezcla de alegría y tristeza al recordar el mundo que habían perdido.

—Ah, Trevanion —murmuró Cibrian al sentarse justo fuera de la tienda donde los niños ya dormían—, debería haberse postrado ante el rey impostor.

El hombre había terminado de limpiar cinco grandes truchas y las estaba asando al fuego.

—No —dijo Finnikin con firmeza—. La guardia del rey solo debe postrarse ante su legítimo líder. El rey impostor tuvo algo que ver en las muertes de la familia real y mi padre lo sabía. Lo que no sabía es que cogerían a Lady Beatriss como ocurrió después.

—Rezo a la Diosa Lagrami para que haga regresar a tu padre sano y salvo y de ese modo nos muestre el camino a casa, Finnikin —dijo Cibrian.

—Si logramos convencer a Belegonia para que nos cedan un trozo de tierra, ¿os uniréis a nosotros tú y tu gente? —preguntó Finnikin.

Cibrian negó tristemente con la cabeza.

—Si aceptamos una nueva patria, estaremos aceptando que hemos perdido Lumatere para siempre.

—Quizá sea esa la realidad.

—No traicionaría a esta gente por nada en el mundo —dijo Cibrian en voz baja— pero entre nosotros hay lumateranos que tienen ciertas… habilidades, que no estaban tan solo limitadas a los Habitantes del Bosque. Dicen que Balthazar va a volver.

Sentada a su lado, Finnikin sintió cómo Evanjalin se ponía tensa.

—Sueños y premoniciones —continuó el hombre—. ¿Es posible que la bruja Seranonna esté intentando invertir la maldición desde más allá de la tumba?

Con una sola mirada, Sir Topher advirtió a Finnikin para que no reaccionara y, en vez de contestar, se concentraron en la comida.

Después de cenar, Finnikin se sentó en la tienda que compartía con sus tres compañeros de viaje y apuntó los nombres de la gente de Cibrian en el Libro de Lumatere. Hasta la fecha, en sus viajes, ya había localizado a mil setecientos treinta exiliados. El censo de la población de Lumatere la primavera antes de los cinco días de lo innombrable era de seis mil doce personas.

—¿Podemos confiar en Lord August? —le preguntó discretamente a Sir Topher en belegoniano mientras terminaba las anotaciones—. Creo que deberíamos ir directamente a Sorel.

—Él es el único vínculo que tenemos con la corte de Belegonia. Quizás esté dispuesto a hacernos una oferta en nombre del rey, Finnikin.

—Entonces, ¿por qué estaba en Charyn? Nunca nos hemos fiado de los charynitas.

—Y tú nunca te has fiado de los duques lumateranos que eligen trabajar para cortes extranjeras —respondió Sir Topher.

—Escogiste no gozar de la comodidad que te ofrecían las cortes extranjeras.

—Es distinto para el Primer Caballero real. Pero entiendo la decisión del duque e incluso la del embajador en Osteria. ¿O es que no han colaborado con nosotros para que las condiciones de vida de los exiliados mejoraran? Responderemos a su invitación, Finnikin. Irás a visitarle.

—¿Por qué yo?

—Eres el hijo de Trevanion. Tu padre trabajó para el suyo.

—Mi padre odiaba al suyo.

—Irás, Finnikin —dijo Sir Topher con firmeza—. Podría tratarse del paso más importante hacia la obtención de un hogar para nuestro pueblo. —Se volvió para ver dónde estaban la novicia y el ladrón—. Nos llevaremos uno cada uno. Evanjalin irá contigo. No queremos que el ladrón cause problemas en casa de Lord August. He oído rumores de que han visto al sacerdote real cerca de aquí y sería igual de importante poder contactar con él.

Finnikin cerró su libro.

—Todas estas historias sobre el retorno de Balthazar y el deseo de ver otra vez a Trevanion solo significan que los exiliados seguirán anclados en el pasado, esperando un milagro.

—Ya hace casi diez años —suspiró Sir Topher—. No es de extrañar que la gente piense en ello. Déjales con sus sueños y supersticiones mientras nosotros avanzamos.