7. Los soñadores

En la arena quedé largamente, semihundido, quejándome de la pérdida de Dindi, de la que me sentía culpable, pues sólo yo había provocado nuestra fuga de Avalón. Ciertas tardes, mientras el aire se tornaba, durante unos minutos, rosado y verde, creía verlo cruzar, brincando en las rocas con sus largas piernas, agitada la caperuza, pero me desilusionaba pronto, al advertir que sus verdes se deshacían en la sombra. La arena vagabunda me cubría y me descubría; yo aguardaba, ignorando qué, y entretanto el paisaje me ofrecía la visión del mar súbitamente embravecido, que estrellaba su espumosa cólera contra las peñas, o súbitamente sereno y soñoliento, como olvidado de ser mar, y me proponía meditaciones nada originales, sobre la vida y sus mudanzas. Por fin, al cabo de una quincena, una niña que buscaba conchillas y caracoles para armar un collarcito, me desenterró en la pequeña playa, y ahí empezó, de mano en mano y de siglo en siglo, la ronda que me conduciría a Verona.

La niña me entregó a su madre, la cual, estúpidamente espantada, me entregó a su confesor, de quien pasé, en el Mont Saint-Michel y entre andamiajes, al Abad benedictino, que me zambulló en la consabida agua bendita y me vendió a una noble señora, pues necesitaba dinero para proseguir la obra del monasterio; la susodicha noble y madura señora (versión medieval de Mrs. Vanbruck) me entregó a su juvenil amante; del amante me heredó su esposa, luego su hijo, luego su nieta, una monjita que me hizo el honor de creer que yo había sido elaborado por el Diablo, y me dio a su Obispo, que previa inmersión en el agua santa acostumbrada no supo qué hacer conmigo y me metió en un cajón; de donde, años más tarde, me sacó, añadiéndome a sus bienes, un sacristán, que me legó a su querida, que me legó a su hermano, a quien me arrebató un amigo muy maquillado y demasiado íntimo, el que, lustros después pesaroso de una existencia pecadora, me donó a la imagen negra de las Santas Marías del Mar; a la cual me robó un gitano que, extrañamente, no era supersticioso, pero que debiera haberlo sido, pues concluyó con un cuchillo gitano en el vientre; cuyo acuchillador me vendió a un caballero que coleccionaba rarezas, quien a su turno me brindó a una doncella que en una farsa representaba a la perfección el papel de Virgen Loca; la cual Loca, harta del caballero, me empeñó y no me retiró, de modo que fui comprado por un barbero poeta, que en Roma (ya estaba en Roma) me hizo montar una vez más en sortija, con sobrio engarce de oro bajo, y me lució mientras rasuraba mandíbulas y reducía pelambres, hasta que un día se entretuvo y me dejó un instante en un platillo; de cuya superficie me escurrieron los dedos hábiles de un cliente que conmigo disparó, pero lo secundé poco, porque transcurrido un mes, en Verona y en la posada mísera donde se albergaba, se apropió de mí un malandrín, quien me confió a su socio para que me vendiera, cosa que éste logró en el portal de la basílica de San Zeno.

Debo decir que ninguno de los mentados, beatos o bandidos, señores o plebeyos, con ser tan numerosos, poseyó un interés suficiente para que mi atención discurseadora se detenga hoy en él. El más sustancial del lote, incluyendo al Obispo que compuso un inhallable análisis de los cuatro tratados de San Dionisio Aeropagita, fue el barbero frecuentador de estrofas, pero su breve obra tampoco merece que le dedique demasiado espacio. Tras la fantasía suntuosa de Avalón y el vecindario de Arthur, Roldán, Sir Launcelot, Amadís, Dindi, Morgana, Gog y Magog, resultaban opacos los mayores personajes, y no obstante el insensato tedio que allí, ahito de maravillas, me afligió, dolíame la nostalgia de la isla encantada, al cotejar su imaginativa hermosura con el mediocre ritmo de la llamada vida real. Hubo que esperar a que apareciera el viejo condottiero Giovanni di Férula en el atrio de San Zeno, para que con él participase en la composición de un cuadro estético y psicológico que a mi juicio es digno de permanecer en la memoria.

El guerrero acusaba a la sazón sesenta y nueve años, y en verdad cargaría cuatro o cinco más. Era sumamente bizarro, y cuando se lo toleraba el reumatismo, manejaba con marcial soltura su cuerpo todavía espigado y nervioso. En ocasiones se distraía (porque de lo contrario su mirada, al girar de repente la cabeza, parecía o trataba de parecer la de un halcón altanero), y en esos momentos de descuido sus ojos oscuros se tornaban dormilones y calmos. Tardé semanas en rastrear en mis recuerdos los otros ojos que los del sufrido soldado me evocaban, hasta que por fin los ubiqué: eran idénticos a los ojos soñadores de los Osiris pintados en la sala del Sarcófago de la tumba de Nefertari; y esa circunstancia, no bien asocié las imágenes heterogéneas, encendió más aún el afecto especial que me inspiraba el condottiero, desde que el ladrón apoyado en uno de los leones marmóreos del pórtico de la basílica, me deslizó en el rugoso anular derecho de dicho Micer Giovanni di Férula, a cambio de dos monedas de plata.

¿He referido antes que yo dominaba a la sazón la ciencia misteriosa de las líneas de la mano? La había visto practicar desde tiempos muy antiguos, y Yerko, el cíngaro que raptó a la obesa, la enorme Zoe, de la finca de los Exacustodios, sobresalía en ese arte sensible. Así que en cuanto estuve en la diestra de Micer Giovanni, supe por los dibujos que en su palma se extendían, como una hidrográfica red en un mapa, que el condottiero, aunque lo disimulase con desplantes fanfarrones, era un hombre indeciso; que la línea de su existencia pronto iba a llegar a su término; y que en esa mano faltaban totalmente, desoladamente, del principio al final, los signos indicadores del triunfo. Tal vez fue la certidumbre enternecedora de su fracaso, sumada a la reminiscencia de mi Reina bienamada, lo que más me atrajo en él, puesto que su quebranto disfrazado de firmeza lo acercó a mis propias debilidades jactanciosas.

La biografía de Giovanni di Férula se enlaza ajustadísimamente con la del gran condottiero Ugguccione della Faggiuola, a quien no tuve la honra de conocer, porque había muerto años antes de que Micer Giovanni se cruzase en mi camino, pero cuyo nombre prestigioso no se le caía a éste de los labios. Habían sido inseparables, y aunque mi nuevo amo era apenas menor que el célebre Ugguccione, nunca consiguió superarlo, ni igualarlo, ni pasó de actuar como uno de sus subalternos, cada vez que el jefe contrataba con una de las facciones en guerra la prestación de sus servicios profesionales y los de su hueste mercenaria. La vida de Micer Giovanni fue, pues, la típica vida de aquellos que alquilaban la suya, ya a favor de los gibelinos, partidarios del Emperador, ya a la de los güelfos, partidarios del Papa, y que según su conveniencia cambiaban de bando, sólo que no avanzó de la tercera o cuarta fila, ni supo aprovechar ese zigzagueo de la Economía aliada a la Guerra o, por expresarlo menos crudamente, esa alianza de Mercurio y de Marte, hasta que desembocó en la vejez pobre, maltratado, y empero aún capaz de levantar la voz ronca y de teatralizar una escena petulante, como desafío fugaz al Destino adverso. Hubiera sido insoportable, de no contribuir a su personalidad, como dije, cierto elemento ingenuo, que de repente en su distracción lo rejuvenecía, y que mostraba cuan vulnerable era, en verdad, aquel aparente bravucón. Por supuesto y muy aisladamente, había gozado de algunos períodos de bienandanza, en las épocas propicias en que Ugguccione se desempeñó como Podestá de Arezzo y de Pisa o como Vicario de Genova, pero ninguna de esas vueltas se ingenió para recoger los frutos que asegurarían la holgura de su ancianidad. Luego, al tiempo en que la Desgracia asomó su negro rostro en el campo de su jefe, ella se ensañó también contra el leal Giovanni, viudo ya y desparramados sus hijos legítimos y naturales. Fue el período último del condottiero Ugguccione, en que, hostigado por los de Pisa y los de Lucca, que odiaban su elocuencia engañadora, su lujo desenfrenado y el rigor de sus tributos y empréstitos forzosos, no le quedó más remedio que ampararse en la corte del Señorío de Verona. Allí lo siguió Giovanni, y lo siguió también —lo cual es más singular— el desterrado poeta Dante Alighieri, el glorioso vagabundo, quien suponía a Ugguccione capaz de echar a los güelfos de Florencia, y de asegurar la apoteosis de su retorno a la patria. Nada de lo calculado aconteció: murió Ugguccione; Dante aceptó la invitación de Guido Novello, señor de Ravena, de ser su huésped y enseñar Poesía en la flamante universidad; y Giovanni, desconcertado, extraviado luego del fallecimiento imprevisto de su guía y del desbande de sus secuaces, optó asimismo por tomar el camino de Ravena, que nutría su decadencia de memorias fastuosas, mezclando el tesoro de sus mármoles y sus mosaicos antiguos con la fortificada tosquedad de su actual aparato bélico. El subordinado de Ugguccione, valiéndose de la nombradía de éste, ofreció inútilmente sus servicios al Príncipe, quien acaso lo juzgó incapaz de elaborar planes y de organizar campañas, y Micer Giovanni vegetó madurando vagas expectativas, hasta que de repente Guido Novello se acordó de él y lo mandó llamar. No era, como Di Férula anhelaba, para poner bajo su mando una mesnada que lucharía contra algún tirano vecino. Habíasele ocurrido al señor de Ravena, evidentemente para sacarse de encima al pedigüeño fastidioso, agregarlo a la embajada que Dante conduciría a Venecia, a fin de ocuparse de lo más contrario a lo que el condottiero consagrara hasta ese día sus esfuerzos: de evitar la guerra entre Ravena y la República Serenísima. Y allá se fue Giovanni di Férula, escoltando con negociadores sagaces, con prelados y con otros hombres de armas, a la macilenta, encorvada, espiritada figura del Alighieri, quien viajaba en busca de aquello que sin lograrlo había perseguido desde la juventud: en busca de paz.

¿Qué lo habrá inducido a Giovanni a adquirirme, el día que precedió a la partida? No le sobraba el dinero: por el contrario, le hacía mucha falta. Tengo presente el garbo estudiado, medido, de su silueta, en el instante en que frente a mí se paró en el portal de San Zeno a donde había ido a agradecer su providencial designación. El sol hacía espejear las mallas de su cota y las empuñaduras de sus puñales; brillaba la ondulación de sus ralos cabellos grises; servíanle de fondo unas cúpulas, los arcos de un puente y las torres macizas del castillo de los Escalígeros. Se inclinó a tocarme, al tiempo que palpaba la medalla de San Juan Bautista que pendía de su muñeca y, en medio del borbotón de elogios que el pillastre vendedor me prodigaba, me compró sin regatear. ¿Habrá pensado que el Escarabajo, ofrecido en la hora oportuna, robustecería su suerte? ¿Me atribuía poderes secretos? Dio por mí las dos monedas de plata que le quedaban. Pero ni la buena ni la mala suerte dependen de mí. Cada humano es el artífice de su propio destino, y mis poseedores, según les fuese en la terrena peregrinación, le asignaron a mi presencia influjos benignos o aciagos. Nada hice, nada pude hacer, en un sentido o en el opuesto. Traté de transmitir a quien me llevaba, si lo amé, una forma de aliento y de calor, el contacto de una compañía sincera. Eso es todo. En cuanto a Giovanni di Férula, le había ido y le iba mal; a su desventura la fui averiguando a medida que la intimidad creció entre nosotros y que me enteré de su historia.

La embajada cumplió su política gestión, pero el retorno de los emisarios tuvo consecuencias fatales. Es difícil explicarse las razones por las cuales, concluido el acuerdo, el Dux Soranzo rehusó facilitar a los plenipotenciarios una nave que los devolvería sin inconvenientes a Ravena, e ignoro si habrá que atribuirlo a celos ruines causados por el desenlace de las gestiones. Esa desconsideración los obligó a viajar penosamente, a etapas cortas, atravesando una zona que infestaban los pantanos insalubres, en la estación en que pululaban los mosquitos conductores de la malaria. Un mes después, ya de vuelta en Ravena, expiró Dante, y se lo ensalzó con discursos y funerales magníficos. También enfermó Giovanni, y si bien lo salvó su resistencia curtida, el siguiente lapso en que se debatió allí fue desmejorando, víctima de los reumatismos y convulsivas toses, que combatía afectando un empaque y un vigor engañosos.

Sin embargo su participación en la embajada ante la Serenísima —dentro de la cual no le cupo ninguna tarea— culminó para él en un efecto práctico, tan inesperado como provechoso. En Venecia y en circunstancias que después detallaré, trabó relación con Andrea Polo, hermano menor de Marco, el preclaro navegante, y a ello debió los beneficios que facilitaron, cuando oscilaba al borde de la ruina total, su postrer temporada en el mundo. Era el nombrado Andrea un solterón casi septuagenario, que vivía en el palacio familiar de la calle de San Giovanni Grisostomo, frontero a la plazuela llamada, desde que Marco tornó de Oriente relatando prodigios, «del Millioni», y fue excepcional que Di Férula y él se encontrasen, porque rarísimamente abandonaba aquel refugio atiborrado de remembranzas exóticas. Se encontraron, pues, y entre ambos se estableció una insólita simpatía, resultando del hecho de que, en cierto modo, se completaban y armonizaban: Andrea Polo era sobradamente rico, y Giovanni di Férula ejemplarmente pobre; el primero, desde la niñez, lejos de su padre, su tío y su hermano, que vagaban por tierras asiáticas, se sintió acechado y en peligro, y no podía dominar un miedo irracional que se manifestaba en bruscos temblores; en tanto que el segundo estaba habituado, desde siempre, a arriesgar el pellejo en pro de causas o de personas que a menudo desconocía o no entendía por entero; y finalmente ambos descollaban por ilusos y por una común inseguridad, que en Andrea se translucía sin que le fuese dado ocultarla, y que Giovanni disfrazaba tras la máscara del desenfado, y la copia estilística no muy feliz del mandón Ugguccione.

En el antiguo palacio, el vínculo singular que unió a Micer Andrea y Micer Giovanni, se estrechó hasta el punto en que los dos se habrán preguntado cómo habían podido vivir hasta entonces separadamente.

Formaron una curiosa pareja de ancianos, en la que Andrea parecía el mayor, pues lo habían avejentado y destruido las aprensiones y desasosiegos que suelen acarrear la soledad y la riqueza, en tanto que Giovanni di Férula se había visto obligado, para subsistir encarando condiciones muy duras, a representar una parodia de juventud que se reflejaba en la gallardía artificial de su porte. Sentados frente a frente, friolentamente cubiertos de lanas, Giovanni con el inútil espadón entre las piernas, charlaban durante horas. Por la tarde, agregábaseles Donna Pia Morosini, parienta remota y amiga de la infancia de Andrea, y la pareja se transformaba en un terceto cotidiano, pues la imponente señora prolongó la costumbre de visitar a Andrea, y ahora a Andrea y a Giovanni, todos los días, y de contribuir a la conversación, delante del fuego que ardía en verano y en invierno, con la esperanza de aplacar la humedad que trepaba por las paredes, y que se infiltraba en los huesos, desatando las carrasperas y rezongos de los tres.

¡Cuánto tiempo ha transcurrido desde aquellos años! No obstante, mi memoria fotográfica me permite rever la escena repetida, con diáfana claridad. Sobre la chimenea y sus leños crepitantes, fulge la Tabla de Oro, entregada a los Polo, a su regreso, por Kublai Khan. Emperador de Asia, que ennoblece la inscripción afirmadora de su amparo a los portadores, y ordena la ayuda de los países que atravesasen, en favor de quienes, más que la de mercaderes prósperos, ostentaban la jerarquía de miembros de una misión diplomática extraordinariamente conspicua. Está allí la áurea lámina, brillando, como un escudo que adornan signos misteriosos. En torno, el baile de las llamas pincela de púrpura y amarillo la lívida faz angulosa de Micer Andrea Polo, desfigurada por los tics constantes que le fruncen la afilada nariz y le multiplican los guiños escudriñadores de penumbras, bajo el gorro de piel de marmota. Luego de jugar con los dibujos grises y plateados de su gruesa túnica, sobre la cual culebrea un dragón color turquesa, los movedizos pinceles detiénense en la alta, hierática figura de Donna Pia Morosini, que estira hacia el fuego las desnudas manos secas. La señora tiñe de rojo su cabello, que debe de ser blanco, y eso acentúa la dramática palidez de sus ojos pequeños: un rostro que se destaca sobre lo sombrío de la ropa, ceñida a su cuerpo flaco, de largos huesos, y que animan varios collares de bolas de oro y de ámbar, pese a las restrictivas leyes suntuarias del Gran Consejo. Mas a Donna Pia Morosini, que goza ya de dos Dux en su genealogía, uno de ellos Duque de Candía, de un Patriarca de Constantinopla y de un Roger Morosini que con sus naves se atrevió a amenazar al Emperador bizantino, no le importan las oficiales limitaciones, tanto es así que la cola de su vestido alcanza una longitud de dos brazos, en lugar de uno, como dispone la ley que tan a menudo alteran: para algo desempeña muy honoríficas tareas en Palacio, junto a la esposa del Dux, la Dogaresa Donna Franceschina. Cierra la semicircunferencia trazada alrededor de los troncos humeantes, Micer Giovanni di Férula, en cuya faz bruñida por los soles y los vientos, el flamígero pincel delinea arrugas amargas, ilumina unas pupilas oscuras, de un candor casi infantil, y termina divirtiéndose con el diseño florido de la hopalanda bermeja, regalo de Andrea Polo, y lustrando la empuñadura del arma, en la cual se enclavijan las dos manos callosas del condottiero, y en la que yo, el Escarabajo, el testigo, lanzo, si el viejo mueve la diestra, un rayo veloz, exquisitamente azul.

Ciertamente conversan, pero lo que en rigor hace cada uno es hablar de sí mismo, y sus monólogos entrelazados, que interceptan el resuello y la tos, concretan un deshilvanado diálogo, al parecer de un interés intenso, cuya efectiva atracción deriva de lo mucho que se preocupan los tres por sus propias y respectivas personalidades. Pude percatarme en el curso de las tertulias que los reunían, de que los fragmentos autobiográficos elaborados por Andrea, Pia y Giovanni, aunque fundados en determinadas noticias auténticas, deformaban tanto la verdad que habían concluido por dar origen a otra verdad inexistente, en la cual sus distintos tramadores terminaron creyendo, a pesar de lo fantasiosa y arbitraria que fuera, y de que cada uno se esforzaba, al transmitírsela a sus interlocutores, por convencerlos naturalmente de su exactitud, cosa que éstos aceptaban sin discutir, a cambio de ser, a su vez, espontáneamente creídos. La intercambiada aceptación de las extravagancias del terceto, determinó su honda felicidad. Aislados en la atmósfera de sus compartidos sueños, los dos caballeros y la dama usufructuaban una beatitud absoluta, lo cual hacía que en cuanto debían, como consecuencia de la diversidad de sus obligaciones, separarse y afrontar las alternativas de la realidad áspera, a la que consideraban injusta y errónea, anhelaban el instante en que tornarían a encontrarse y en que, como tres tejedores que juntos urden las mágicas fábulas de un tapiz, volverían a tejer su paño precioso de soñadores.

Chapoteaba el agua del río San Giovanni Grisostomo, contra las roídas paredes del palacio. De tanto en tanto, pasaba una góndola de proa rostrada, al impulso de doce remos, o un despacioso lanchon agobiado bajo la paja para las bestias, pero ni los gritos de los hombres, si se rozaban los rechinantes costados de las embarcaciones, ni los golpes que las mismas, trabadas, daban a la esquina de la casa de Polo, conseguían desviar a los conversadores de las alucinaciones grandiosas en cuya descripción insistían, como hipnotizados. Me costó penetrar en sus mentes, y aislar en ellas lo fraguado de lo que no lo era: he aquí lo que al cabo de bastante tiempo deduje, con referencia a Andrea, Giovanni y Pia, uno por uno.

Cuando Nicoló y Maffeo Polo, padre y tío de Andrea, se repatriaron, después de su primer viaje, ocupáronse inmediatamente de preparar el segundo, ajetreo que les exigió un par de años, aplicados a la acumulación de mercaderías, de acuerdo con los contactos establecidos con sus agencias de Constantinopla y de Sudak, hasta que emprendieron de nuevo la larguísima expedición, con la Tabla de Oro por imperial pasaporte, y Marco, hijo del uno y sobrino del otro, como flamante agregado a la riesgosa aventura. Marco contaba diecisiete años; detrás quedaba nuestro Andrea, de doce, a cargo de una tía, pues había muerto la madre de los dos. Desde su partida, Andrea vivió para aguardarlos. Escuálido, endeble, neurótico, apartado de toda relación externa, esperaba sus noticias. Llegaron éstas al principio, espaciadas y cortas, retransmitidas por otro tío, radicado en Sudak, y Andrea se enteró de que sus parientes habían atravesado las desolaciones de Persia, de su visita a las tumbas de los Reyes Magos (los que en el Pesebre adoraron a Dios), y de la grave enfermedad de Marco, que durante un año obligó a los Polo a detenerse para que se recuperara, gozando del clima saludable de Balkh, de Badakhshan. Pero aquí es menester que yo también me detenga, porque el Badakshan de Marco Polo, ¡oh Khepri!, es el mío natal, y él se refería en sus cartas, como más tarde en su libro, a las dulces montañas arboladas de donde se extrae el lapislázuli más fino del mundo, que seguramente, como los rubíes, tuvo por efecto la extensa estadía de los comerciantes en la región. La correspondencia se truncó, en momentos en que Marco anunciaba el ascenso a la meseta de Pamir, y el siguiente propósito de atravesar el atroz desierto de Gobi. Fue hacia entonces que dejó de existir el tío de Sudak, el intermediario, y que Andrea, separado por completo de los suyos, quedó abandonado en el caserón, con la tía cegata, decrépita, escuchando, en medio de los pavores nocturnos, los aletazos, topetazos y azotes del agua infatigable que batía las tapias, e irguiéndose súbitamente en el lecho, cuando las exclamaciones obscenas de un borracho, o el galope estrepitoso de adinerados donceles que andaban de juerga (en aquella Venecia con caballos, inconcebible), estremecían la plazuela y el canal. Sus ojos se dilatarían, horadando la negrura, y su pensamiento volaría hacia los ausentes, clamando por su vuelta. Ignoraba que tardarían tres años y medio en llegar a la residencia veraniega del Emperador, y que no los verían en Venecia hasta que hubiesen transcurrido veintiséis. ¡Veintiséis años! Mientras pasaban, lentísimamente, Andrea Polo improvisaba ficciones, sobre la base de las cartas escasas que recibiera, y de lo que recordaba de los relatos acerca de Kublai Khan y su Corte, en la lueñe Cambaluc, la futura Pekín, que oyera a los viejos Polo. Su retraimiento, intensificado por el deceso de su tía, por la pobreza de su constitución, no plenamente normal, y por quiméricas inspiraciones, cuyos rasgos peculiares se acentuaron a medida que el tiempo corría, contribuyó lustro a lustro al vacilar de su razón, y a que en la soledad de la Cá Polo, alimentada con peregrinas imágenes y lecturas, Andrea diera cabo a su desvarío, persuadiéndose de que él también había participado del viaje maravilloso, aún más, de que acaso era su único sobreviviente, porque nada sabía de los demás, perdidos en comarcas de nombres imposibles. Y como con nadie se trataba, fuera de sus criados, nadie pudo ni siquiera ensayar de desvanecer sus espejismos, iluminado por los cuales vivió, entre riquezas inexistentes y memorias descabelladas y espléndidas. La ceremonia de la sepultura de su tía en la iglesia de San Lorenzo, lo forzó a salir de su reclusión. Estaba hincado sobre las frías losas, que reposaban en fundamentos tan vetustos como Venecia, y sintió que una mano descarnada oprimía la suya. Sorprendido, reconoció a Donna Pia Morosini, compañera de su infancia en días en que las madres de ambos vivían aún. Fue así como se reanudó la heredada amistad, que periódicamente admitió la presencia de la dama en el cerrado palacio.

Era Donna Pia, a la sazón, una viuda todavía joven, sin hijos. Severa, majestuosa, nadie se hubiese atrevido a dudar de su moralidad, por el hecho de que frecuentaba a Andrea Polo, de cuyos agotamientos y chifladuras se murmuraba. Espiaban los traslados de su silla de manos, ornada con la banda de azur sobre campo de oro de los Morosini. Pertrechada en la arrogancia de su estirpe y de los grandes señores venecianos que había producido, suplía la falta de belleza y de gracia con la nobleza de los pausados modales y el aspecto patricio. Cuando la silla se mostraba en los alrededores de San Marcos, donde acudía a sus diarias devociones, el público se apartaba, y se inclinaban algunos. Sabíanla del círculo íntimo de Donna Franceschina; sabían también que, en cumplimiento de un secreto voto, acompañaba con un cirio tiritante en la diestra, los cortejos fúnebres que circulaban por la ciudad. Avanzó el tiempo, y arañaba los sesenta años, el mediodía definitivo en que vio a Dante Alighieri por primera vez: fue eso en el curso de una de las ocasiones previas a la embajada del poeta, de las cuales los especialistas rastrean los documentos. A esa altura de su existencia vacía y soberbiosa, calculo yo que lo que había minado la cordura de la señora Morosini, desequilibrándola, había sido la carencia total de amores, de los placeres higiénicos que otorga la sensualidad saciada, y que la estrecha armadura convencional que la ceñía y que se evidenciaba en el desdén acerbo de su gesto, había terminado por ahogarla, de tal manera que la pobre Donna Pia, como su pariente Andrea Polo, aunque por diferentes razones, había perdido el juicio. Eso, que no se trasuntaba en la distinción solemne de su tono, ajustó más todavía los lazos que la aliaban a Andrea. Cada uno de ellos había hallado en el otro el interlocutor ideal. Andrea aludía a sus viajes apócrifos, cuya complicada irrealidad daba por cierta, y Pia insinuaba los sentimientos apasionados que le había sugerido a Dante Alighieri; porque en eso último, en el disparate de su elucubración, se cimentaba el trastorno de la señora. Acaso el poeta la hubiese mirado, casualmente, en alguna de las recepciones; acaso le hubiese hablado, de paso, al acudir a saludar a la Dogaresa. Desconozco los detalles y confundo las costumbres. Pero me consta, por comentarios que a sus propios criados oí, que era materialmente imposible que entre Micer Dante y Donna Pia se hubiese establecido la más mínima intimidad. Nunca ocurrieron las circunstancias exigidas para ello, y por lo demás ni la edad de la dama ni su tipo, coincidían en nada con las exigencias del gusto del florentino. Tal como Andrea había imaginado sus fantásticos viajes, sin moverse de su casa, Pia Morosini había concebido el amor del Dante por ella, y hasta llegó a decir que, entusiasmado, la llamó «Beatrice», probablemente sin que Alighieri siquiera recordase la vez fugaz en que se habían visto.

Mucho hacía que los dos amigos se confiaban sus respectivas excentricidades, exaltados, egoístas, en el asilo del salón palaciego, cuando Nicoló, Maffeo y Marco Polo volvieron a Venecia. Andrea no los esperaba ya, y sin previo aviso se presentaron. Tampoco los reconoció; ninguno los reconoció, en la ciudad. Repito que desde su partida habían corrido veintiséis años. Marco, que al despedirse tenía diecisiete, regresaba de cuarenta y tres, y tanto él como los de la generación anterior no conservaban ni un solo rasgo que los identificase. Los mayores eran dos ancianos. Por otra parte, los tres vestían de tan estrambótico y miserable modo, y hablaban un idioma tan sospechoso en el que los vocablos venecianos deformes, naufragaban bajo el alud de los términos chinos y de varias lenguas de Oriente, que la servidumbre les negó el acceso, la tarde en que llamaron a las puertas del palacio, y alborotaron a los vecinos con sus voces, proclamando que eran los Polo, Nicoló, Maffeo y Marco Polo, que estaban de vuelta y que querían entrar en su casa. Tanta bulla hicieron, que Andrea y Pia (pues aconteció esto, hallándose de visita la aristocrática Morosini) se pusieron a una ventana, para averiguar el motivo del desorden, y en la plaza que sería después «dei Millioni», avistaron vagamente a tres personajes embozados con pieles andrajosas y tocados con turbantes grotescos, como una mezcla de tártaros y de árabes maltrechos por el fatigoso andar, que insistían en su afán de ser admitidos, berreando que eran los Polo…, los Polo… los Polo… Finalmente, para evitar la propagación del escándalo, pues se juntaba gente en la plazuela, Andrea se resignó a adoptar la única posible solución, o sea ordenar que les permitiesen subir. De no haberse encontrado allí Donna Pia, lo obvio es que el timorato les hubiese negado hasta una entrevista momentánea, pero le infundió valor la presencia de una dama de traza tan eminente. ¡Los Polo! Los Polo habían muerto, sólo Dios sabe en qué fecha, en qué montaña infranqueable, en qué páramo, en qué estepa lúgubre, confundidos por el silbar de los vientos gélidos y perennes; o en una batalla, o bajo el hacha del verdugo de un príncipe sanguinario… Habían muerto, y eso no se discutía. Aquéllos no podían ser más que tres impostores. Andrea, amedrentado, se aferró a ese concepto: tres impostores y nada más, mientras oía el golpe de sus botas claveteadas, escalón a escalón, y los farsantes ascendían hacia él. No bien aparecieron en la sala, lanzó un hondo suspiro de alivio. ¡Santo Dios! Si los hubiese distinguido bien desde la altura, no hubiera tolerado que entrasen. ¡Aquellos pordioseros pretender ser los Polo, los favoritos del Gran Khan! De haber logrado volver los Polo auténticos, por milagro, lo habrían hecho con la pompa de los tres Reyes Magos a quienes Marco mencionara en sus cartas juveniles, resplandecientes de alhajas, coronados por raras diademas, arrastrando mantos de sedas multicolores y capas de pieles lujosas e ignotas, rodeados por pajes cobrizos de rasgados ojos, con perlas en los lóbulos y ajorcas en los tobillos; y traerían en las tendidas manos el orgullo de sus obsequios, las arquetas de marfil y de sándalo, tachonadas de piedras fúlgidas, los cálices de oro, las sartas de esmeraldas y de rubíes. Pero ¡estos tres desgraciados! ¡Estos mendigos tartamudeantes, que miraban a derecha e izquierda, comentando en su jerga de rufianes astutos los pormenores del aposento!

Sentóse Micer Andrea con Donna Pia a su lado (ah, estas escenas las sé, punto por punto, porque ambos se las refirieron luego, sin omitir prolijidad, a mi señor Giovanni di Férula, añadiéndoles yo mis deducciones), y los extraños huéspedes quedaron de pie, como embobados al principio, víctimas sin duda del hechizo evocador de esa casa que era la suya, lo cual hizo caer en error a Andrea, acerca de lo que turbaba el ánimo de los intrusos, pues infirió que tanto la eximia Morosini como él habían impresionado, con su evidente grandeza, a los dichos pelafustanes, pero pronto se desengañó, porque bastó que levantara el tono, al dirigirse, con la máxima dignidad de que disponía, a los recién venidos, para que éstos recuperasen el aplomo, lo llamasen, ante su asombro irritado, «piccolo Andrea» y redoblasen las aclaraciones de que eran los Polo, concluyendo por abrazarlo y marearlo con los rancios olores de sus horribles atuendos. Es fácil imaginar el desagrado, la confusión y la cólera (también el miedo, en el caso de Andrea), de la pareja señoril del palacio, ante tal demostración. Trompeteó en balde el vozarrón de Donna Pia. Ibanse los Polo de una sala a la siguiente, indicando, recuperando en la memoria, riéndose y parloteando en su lengua endiablada, y Andrea y la señora les iban detrás, con los criados, sin conseguir detenerlos, mientras de una manera simbólica tomaban posesión del palacio. Los forasteros no respondían a sus interrogatorios, ni cedían a su forcejear; se asomaban a las ventanas, trataban de ubicar los cambios en las arquitecturas, en las perspectivas, aplaudían el deslizarse de una barca abarrotada de frutas y verduras luminosas… Por fin abrazaron nuevamente al Polo segundón; le anunciaron que dentro de cuatro días darían un banquete, al que invitarían a sus familiares y a lo más granado de Venecia, y se fueron como habían llegado, con estruendo de carcajadas en la escalera, previniendo al absorto Andrea de que tuviese lista la casa para la ocasión.

El festín es famoso, y fue descrito en numerosas oportunidades. Lo que se ignora, ha sido la angustia incesante que en el curso de esos cuatro días atenazó a Andrea, y de la cual no lo defendieron los razonamientos y halagos de la Donna, quien le certificaba que todo no tenía más trascendencia que la de una típica broma veneciana, carnavalesca, perpetrada por tres simuladores que únicamente buscaron divertirse, porque pronto afluyeron los testimonios de que sus allegados y la flor de la ciudadanía aceptaban el misterioso convite. Ni aun entonces se convenció Andrea de la realidad del asunto. Pero el cuarto día, muy temprano, fue invadida la Cá Polo por dos docenas de individuos que Andrea designó, generalizando, como «los chinos», los cuales se dedicaron silenciosamente a preparar las amplias habitaciones donde se desarrollaría la fiesta, y apenas contestaron a las preguntas y reclamos de Andrea, con chillidos de monos. A la hora prevista, fueron desembocando o descabalgando la parentela y los patricios, que asaltaron los aposentos y aturdieron a Andrea y a Pia con sus estériles averiguaciones, hasta que los tres intrigantes hicieron su aparición, lavados, peinados, perfumados, revestidos de magnífico raso carmesí, y se inició el desconcertante ágape exquisito, servido por los pajes de ojos almendrados, mientras se multiplicaban el indagar y el brujulear de los presentes, que poco a poco se rendían a la certidumbre de que ésos fuesen los verdaderos Polo. Lo reafirmó, como se sabe, la anécdota de que después del primer manjar, los anfitriones se despojaron de los ropajes, los desgarraron y para envidia general los distribuyeron entre los esclavos. Sucesivamente lucieron mantos de damasco escarlata y de terciopelo púrpura, y reprodujeron la operación, ante los atónitos comensales, hasta que por fin surgieron cubiertos con los limosneros harapos que perturbaron a Andrea la primera vez, y al rasgarlos dejaron llover, entre las orfebrerías, los postres monumentales, los cuchillos y la cera iluminadora, una cascada tan soberbia de pedrería, que su reverberación roja, azul, amarilla y verde obligó a cerrar los párpados a la deslumbrada concurrencia, y desató, desde todos los ámbitos, un segundo chorro de clamores. Los nombres de los lugares fantásticos brotaron de los labios de los Polo; de sitios que recorrieran o de que tuvieran noticia, muchos de los cuales resonaban por fin en Europa, de tal suerte que el resplandor que irradiaban las gemas se acentuó con el derivado de los relatos, y que los prodigios de Kublai Khan, nieto del invencible Genghis, amo de la Gran Muralla y del Gran Canal, dueño de dominios inmensos, dejaron boquiabierto al auditorio, sobre todo cuando, al narrar Marco, en su trabalenguas, una batalla a la cual se lanzaron los tártaros al son de enormes tambores y timbales, de repente esos instrumentos atronaron y estremecieron al palacio, y fue como si la horda lo cruzase en un relámpago de aceros y de joyas.

Andrea escuchaba, con los ojos bajos. Estaba en un extremo de la mesa desmontable, que sustentaba parte de los tesoros traídos por su padre, su tío y su hermano, los bronces de la época de la dinastía Sung, las bellas vasijas de formas arcaicas, los trípodes, las labradas representaciones de la Nube, del Dragón, de la Cigarra, de los Poderes de la Tempestad. Las lágrimas humedecían las mejillas del menor de los Polo, y los tics le torcían el semblante. Luchaba por disimular las unas y los otros; se acongojaba, en el corazón del alegre bullicio, como si fuese el único extranjero. Simultáneamente, asistía al regreso de los suyos y al desmoronarse de sus sueños, de sus invenciones.

La sensación de haber sido burlado y despojado —tan injusta— se aguzó los días subsiguientes. Los Polo no lo consultaban ni tenían en cuenta en absoluto, a él, que había sido desde la adolescencia el exclusivo señor de la casa, y que como nadie sabía de sus espectros y de sus arcanos nocturnos. La recorrían a recios trancos, dando órdenes a su servidumbre y a la de Andrea. Entonces se suspendieron de las paredes algunos finísimos brocados, con las figuras de los infaltables dragones, fénix, flores, pájaros y frutas, trazados con hilos de oro y plata en la seda; la Tabla de Oro imperial tronó sobre el fuego, con sendos vasos de porcelana de Chingtechen a los lados y con el blanco sahumador que, siete siglos después, desde la mano enguantada de Mrs. Vanbruck, que se paseaba parpadeandole a un joven y esbelto guardián, volví a ver en el Museo del Louvre.

¡Pobre Andrea! Ahora, a su residencia acudían de continuo los ávidos por oír a su hermano explicarles cómo había gobernado una provincia, cuya capital albergaba a más de un millón y medio de familias y a cientos de miles de talleres. ¡Pobre Andrea! Marco y los viejos bogaban en el áureo espejear de la gloria y la fortuna, así que los visitantes venían no sólo atraídos por su biografía rápidamente legendaria, sino por la perspectiva de emprender negocios pingües, y el palacio se llenó de hombres sutiles y rapaces, que intercambiaban miradas ladinas, y manejaban las monedas, los ducados, acariciándolos con la mismo ternura con que rozaban las telas delicadas que los esclavos de los Polo acarrearon desde Catay, desde China, pero también desde los inalcanzables puertos y ciudades que su flota primero y su caravana después, conocieran en el viaje de retorno, que los condujo al estrecho de Malaca, a Sumatra, o Ceilán, a las costas de la India, a Ormuz, y por fin, ya más fácilmente, a Tabriz, Trebisonda, Constantinopla y Negroponto. ¡Qué viaje! ¡Qué peripecias! Al cabo de quince meses, de los seiscientos expedicionarios que había al partir, apenas dieciocho pisaron el suelo de Ormuz. Los comerciantes exclamaban: «¡Oh! ¡oh! ¡ah! ¡ah!», y musitaban los nombres geográficos, musicales, como si lamiesen almíbares, mientras Marco Polo se destacaba en el medio, triunfal, exhibiendo telas, dando a respirar y a probar especias fragantes, el alcanfor, el clavo, la canela, la nuez moscada, las pimientas, el jengibre, que embalsamaban los más ocultos rincones, y que, como eróticos polvillos parecían desprenderse de las alas de los dos policromados papagayos hindúes que revoloteaban doquier. En vano se encastilló Andrea en las modestas buhardillas del palacio, que en verano ardían y se helaban en invierno: allí lo buscaron y descubrieron los aromas mezclados, picantes, furtivos, indescifrables, y el solitario se figuraba que su escondite se hallaba en la altura de una selva mágica. Hasta el refugio subió, en pos de él, la arrogancia de Donna Pia Morosini, que como su amigo execraba la irrupción grosera y petulante, desbaratadora de su ilusa intimidad, y que cada vez que volvió, al levantar el velo que le anieblaba el rostro, desprendía los jirones de telarañas que se le habían adherido en el tramo final de la tenebrosa escalera.

Empero, aquella tortura, impuesta por la desazón de la propia víctima, se fue suavizando. Primero Maffeo y luego Nicoló, que con tan excluyente desdén habían tratado al sobrino y al hijo, olvidándolo en la melancolía del desván, quizás arrepentidos lo recordaron en sus testamentos, de manera que como, a poco de otorgarlos, se despidieron de este mundo, Andrea se encontró impensadamente, con que era rico, muy rico. Y luego Marco, movido por la mercantil ambición, había armado una galera para guerrear con los genoveses, quienes a su vez anhelaban apoderarse del comercio oriental, y a su bordo se había incorporado a la flota veneciana, perseguidora de la destrucción de los rivales. Hubo en Curzola un combate cruento, y la derrota abatió a los de la Serenísima: siete mil cayeron prisioneros, entre ellos Marco Polo, como consecuencia de lo cual durante un año permaneció en una cárcel genovesa. Si la ausencia alivió a su medroso hermano, hay que reconocer que a Marco tampoco le fue mal tras las rejas, pues de no haber quedado allí, sin poder trajinar ni urdir negocios, quién sabe si hoy hubiera existido su libro célebre, el que compuso en el presidio con la ayuda de un escritorzuelo de Pisa, en un francés de oil, bastante contrahecho.

Rico y libre, Andrea descendió de su guarida. Tornaba a adueñarse del palacio del río San Giovanni Grisostomo. Suyo sería, hasta que el cautivo Marco reapareciera, por lo que se entregó a la dicha de recobrarlo aposento a aposento, mirando y palpando sus tapices, sus porcelanas, sus bronces, sus lacas y sus esmaltes, como si le perteneciesen. Ya no andaban por ahí, fijándole precio a todo, los inmundos traficantes. Donna Pia, su compañera, su cómplice, igual que anteriormente, estaba junto a él, y lo secundaba en el especial empeño de rescatar lo perdido, los sueños, las quimeras, nutridas ahora por el fausto de la decoración. Caminaban, hablando de China, del Dante, de viajes, de amor, los dos ilusos el que nunca salió de Venecia y la que nunca fue amada; citaba el uno una ciudad cuyas estructuras vertían sus reflejos en el río Amarillo, y la otra citaba un verso de la «Comedia». Desde los muros, los contemplaban los tigres, las panteras, los gerifaltes, los grifos, asomados a florestas intrincadas, en las que prevalecían los bambúes del Tibet y el ébano y el áloe de Annam, en tanto que los papagayos no retenían su aletear y parlotear, como si ellos también habitasen esos bosques de seda. Y los esclavos de Marco Polo, aturdidos por la ausencia de su señor, giraban alrededor de la excelente pareja formada por los soñadores, cuyo idioma no entendían, y si al comienzo escapaban por las galerías como simios espantadizos, concluyeron por acercárseles humildemente y por descifrar y acatar sus órdenes. Aquella beatitud se completó con el hallazgo de unos textos de Marco, en los que éste había anotado varios vocabularios del imperio de Kublai, que Andrea aprendió concienzudamente, para alegría de los siervos. Todo lo mencionado contribuyó a que el menor de los Polo reconstruyese su personalidad ficticia, con tal pasión que ni siquiera pudo el retorno de Marco desmoronarla, y que, reinstalado éste en su casa y reanudada la vida habitual, con el consabido entrar y salir de los especuladores, de los comisionistas, de los consignatarios, del mundo de los mercados y de los almacenes, Andrea se limitó a retirarse, con altivo menosprecio, a sus desvanes, ahora algo mejor alhajados, donde siguió reinando al par de Donna Pia Morosini, como si fuesen dos monarcas restituidos a la dignidad de su exilio.

El destierro pasó sin que nadie lo advirtiese, aparte, quizá, de los chinos esclavos, a quienes Andrea sedujo con su amable timidez. ¿Por qué no eligió y compró otra morada entonces? ¿Por qué no se casó con Donna Pia? Sospecho que ambas eventualidades, de facilidad aparente, resultaban imposibles de afrontar, ya que nada ejercía tanto poder sobre Andrea como el palacio, la Cá Polo, del cual no se hubiera arriesgado a separarse, y si no había aprovechado la ausencia de sus deudos para contraer matrimonio con la viuda y establecerse con ella allí, era tarde ahora para tales fines. Quien lo hizo fue Marco; se casó con una vecina, y borró por completo de su mente al hermano pusilánime.

La soledad de Andrea en las buhardillas, meramente cortada por las visitas de la dama, estimuló su locura. Se sucedieron los años, y le fue costando mayores sacrificios a la artrítica y asmática señora Morosini trepar la estrecha escalera. En ocasiones, los entierros y las ceremonias a los cuales la obligaban a asistir sus promesas, tan hondamente la rendían que durante días no tornaba al palacio, donde acechábala la ansiedad de su amigo. Volvía trayendo las etiqueteras novedades de la corte ducal y la enumeración de las muertes venecianas, pero lo que interesaba a Andrea no era lo que fuera de la casa acontecía, sino lo que se desarrollaba en su interior: ¿había visto a su cuñada? ¿a Marco?, ¿atestaban siempre al palacio los entrometidos?

También golpearon a su puerta, de vez en vez, escribanos y administradores, con papeles que rehusaba firmar y con cuentas que pagaba a regañadientes. Depositaba su confianza en Donna Pia y en ninguno más, de modo que recibía únicamente a su mensajero y, despedidos sus domésticos personales, a uno de los chinos, Lung, que se había zafado del resto para ser su propio y no compartido esclavo. Con su demencia, creció su avaricia. Velaba, en el secreto del altillo, sobre un carcomido cofre que nutrían las monedas de oro y plata, una fortuna inútil como su vida. Espiaba por los ventanucos lo que alcanzaba del canal, o se acurrucaba en la escalera, para recoger los rumores que giraban en su caracol y, a medida que el tiempo se iba, fuésele aguzando el oído, al revés de lo que suele suceder, lo que le permitió distinguir nítidamente las voces de las niñas, de las tres hijas de Marco, en el runrún numérico de los que cotizaban el damasco, el raso y el velludo, o hablaban confusamente de navíos y de caravanas. Puesto de cuclillas en el piso, Lung, que era viejo, marfilino y taciturno, conversaba entre lánguidas pausas con él, usando una jerigonza desvaída que nadie más hubiese interpretado.

Estaba solo, una mañana, pues el chino había salido a adquirir con que alimentarlo, cuando de pronto se abrió la puerta, y entraron tres niñas, azoradas primero y que luego sé echaron a reír y a dar rápidas vueltas alrededor del anciano quien, hundido el gorro hasta las orejas, dormitaba en su sillón, el cual parecía flotar sobre la paja esparcida en el suelo. Mientras lo envolvían con su danza, gritábanle las pequeñas: «¡Tío Loco! ¡Tío Loco!», para por fin esfumarse ante su estupor. No podían ser sino sus sobrinas, Fantina, Bellela y Moreta (Andrea había anotado sus nombres), y fue vano que se levantara, y que tras ellas ensayara de correr con torpe indecisión, porque al asomarse en lo alto de los escalones, ni rastro quedaba de su fuga, excluidas las vocecitas disminuyentes que reiteraban:

—¡Tío Loco! ¡Tío Loco!

Aquella irrupción enajenó a Andrea, y se tradujo en bruscas palpitaciones. Porfiaba, refiriéndose a ella, en los momentos más inesperados, ante Donna Pia, ante Lung, o hablando solo, y poco a poco fue exagerando la trascendencia del asunto, como si no hubiese sido una burla trivial de chicuelas, sino un insulto gravísimo, el fruto de una especie de confabulación. Durante la noche, alzábase del lecho, cauteloso, creyendo haber oído la grita agraviante; abría despacio la puerta, y se inclinaba sobre el espiralado barandal, hasta que Lung, suavemente, lo devolvía a la cama. La ofuscación no cejó ni siquiera después de que las niñas se convirtieron en adolescentes y de que, fieles a la costumbre, se casaron muy jóvenes y se fueron de la casa. Infructuosamente persiguió Donna Pia los fantasmas alrededor, y concluyó por ceder y por seguirle el juego a Andrea. ¿Acaso no se lo seguía, asimismo, en lo concerniente a los imaginarios viajes? ¿Acaso él no se lo devolvía, llamándola Madonna Beatrice? Ambos engendradores de pasados inexistentes, habían instituido, en la zona más extrema y divorciada de la Cá Polo, el reino de la irrealidad, y habían reconquistado la armonía inefable, intransferible, que el retorno de Marco amenazara. Apenas si, de súbito, reaparecía la desazón que suscitaran las niñas y que trazó tan profundo surco en la emotividad de Andrea, pues no la separaba de las imágenes de vigilancia y de peligro. Por lo demás, en el desorden de su espíritu, la avaricia había terminado por asimilar arbitrariamente el episodio, a la obligación de cuidar el cofre que encerraba su heredada fortuna, a cuya inmóvil riqueza su superstición consideraba algo así como un amuleto, protector hechicero de su seguridad.

Ignoro de qué ardides se valió Donna Pia, para obtener que abandonase sus celdas, y bajase con ella hasta la pedregosa plaza de San Marcos, el día en que la cruzó la embajada de Dante Alighieri, rumbo al palacio de los Dux. Ni Andrea ni la señora comentaron posteriormente, aclarándolos a Giovanni di Férula, las estratagemas y los argumentos utilizados, así que nada sé al respecto, puesto que todo lo que conozco previo a la instalación del condottiero en la Cá Polo, deriva de esas conversaciones. Lo cierto es que lo consiguió, y que Micer Andrea Polo y Donna Pia Morosini estaban entre el público, sin duda en lugares de excepción debidos a su patricia calidad, mientras pasábamos nosotros, deslumbrados por la belleza de la plaza, como parte de un largo séquito venido de Ravena, que avanzó con lento ritmo, trémulos en la brisa los estandartes, sobre el cabrilleo de los ropajes eclesiásticos y el fulgor de las armaduras inflamadas.

Fue aquélla mi inicial aproximación a Venecia. He vuelto allí otras veces, la más divertida cuando Dolly y la duquesa de Brompton fueron huéspedes de Charlie Béistegui, antes de que éste comprase el Palazzo Labia. La he visto crecer y la amo. En seguida se apoderó de mí, con su encantamiento, aunque no era aún la Venecia que uno y dos siglos más tarde sobrepasaría en original hermosura a cualquier ciudad del mundo. Había andamios en la fachada de San Marcos, y de su trabazón emergían las cúpulas, todavía sin coronamiento, y los cuatro áureos caballos, traídos de Constantinopla hacía más de una centuria. El palacio ducal continuaba alzando su primitiva y austera fortificación almenada, pero ya se erguía el esbelto campanil, y ya se elevaban al cielo, en la Piazzeta, las dos columnas de Oriente. El cielo nos envolvía, pictóricamente azul, atravesado por el aleteo chillón de las gaviotas y por la jactancia de nuestras trompetas.

Nos dirigíamos, repito, al palacio, a causa del problema de la paz entre las dos ciudades, rencorosas por el contrabando de la sal. Dante nos precedía, enrojecidos los ojos miopes y enfermos, marcado el pétreo rostro por la dura expresión de quien lleva sobre la espalda gibada una inmensa fatiga. Apoyada la mano en el brazo de Dino Pierini, el joven florentino, miraba, parpadeando, la vastedad azul. De cerca lo seguía Micer Giovanni di Férula, y yo estaba en su diestra de arrugas, de venas salientes, de piel manchada con herrumbres bajo el vello gris, de uñas amarillas y rotas. El veterano, el caduco, caminaba dilatando el pecho bajo la cota, flameantes en el yelmo las recién compradas plumas; yo medía el latir de su vieja sangre cansina. Sentía también cómo se estiraba una invisible comunicación entre los desalientos distintos del guerrero y del poeta, y quizá fui el único capaz de advertir, por mi posición incomparable, la transmitida lasitud que los vinculaba, en medio de tanta pompa, de tanto orgullo, de los clamores y del metálico bocinar que hería el aire. Pero esa pesadumbre se desvaneció en mi ánimo frente al espectáculo de la plaza. Volví a experimentar, como en la isla de Avalón durante los torneos, el júbilo, el hechizo con el cual me exalta la teatralidad de los desfiles y revistas ostentosas. Supongo, en consecuencia, que fui el culpable; que tal como Giovanni me transfería su desengaño en pleno alborozo, yo le endosé mi euforia, desorganizándole la anciana mente. Nos hallábamos en la entrada palaciega, por la cual ya habían desaparecido Alighieri y la cabeza de la comitiva, y de sopetón, verdaderamente a deshora, Micer Giovanni desenvainó la espada, que arrojó fuego, como un rayo en cuyo extremo ardía yo con llama de añil, y lanzó un grito de frenético placer, digno de su maestro, el gran Ugguccione, un chillido que resonó venciendo los de las espantadas gaviotas.

Una actitud tan extemporánea no podía sino provocar una gresca. Otras espadas saltaron y se blandieron; acudieron los guardias, prestas las picas; tironearon de Giovanni, para tranquilizarlo, los estupefactos raveneses; y sólo cuando el perfil de rapiña del propio Dante se recortó, por segunda vez, en la medialuz del arco, y dio una orden, restablecióse la calma. La abierta boca de la entrada continuó tragándose la comitiva, que finalmente se perdió dentro del que más que de palacio tenía facha de castillo y, como la basílica inmediata, enseñaba aquí y allá las cicatrices de los andamios. La comitiva entró, menos Giovanni, a quien la custodia le prohibió el acceso. Mohíno, pero sin desprenderse del empaque, el viejo avanzó, como un gallo, a través de la Piazzetta, hasta sentarse en la escalonada base octogonal de una de las dos columnas levantinas que enmarcan el Adriático. Se quitó el yelmo, sacudiendo el plumaje; se secó con la mano (mi mano) el sudor de la cara curtida; echó una mirada arrogante a ambos lados, y en ese momento pareció notar que tenía un compañero en la grada. Era Andrea Polo.

Como Micer Giovanni, Micer Andrea no había ingresado en el palacio ducal. Ni lo intentó; fue suficiente que Donna Pia Morosini se incorporase al cortejo, con varias damas y señores; ya le contaría ella después la versión de la Dogaresa Franceschina, de lo que los enviados habían resuelto con el Dux y sus consejeros, por ahora lo preferible era permanecer al amparo de la noble columna, saboreando la delicia del sol veneciano, ausente siempre de su desván, lo que justificaba su palidez, más intensa y por supuesto natural que la de Donna Pia, quien lograba la suya gracias al derroche de ungüentos y polvos.

Entonces se estableció entre el forastero y el recluso un diálogo infrecuente, que inauguró Giovanni, dirigiendo sus palabras a la plaza, pero espiando con el rabillo del ojo a su vecino. Se quejó con acidez de la mala suerte que lo privaba de estar en el interior del palacio, de la incomprensión de los de la Serenísima, quienes habían interpretado mal su acción, al desenvainar la espada, ya que lo que él pretendió fue tributar un homenaje a la República. Andrea, tras un titubeo de segundos dijo, hablándole asimismo al lugar espacioso:

—Yo… lo consideré un homenaje… Fue algo muy bello…

Vaciló otra vez, tosió y prosiguió:

—Además… aquí se está mejor que en esas salas sombrías. El sol…

Ambos levantaron las cabezas simultáneamente, y recibieron en los rostros el calor y la luz. A continuación se enfrentaron sus desconfianzas, altanera la de Micer Giovanni, la de Micer Andrea cobardona. Y ahí fue el diálogo cuyos ocultos resortes más tarde descubrí, porque todavía sabía muy poco de ellos. ¿Cómo podía adivinar el Escarabajo que mentía Andrea Polo, refiriéndose a sus viajes incomparables, a sus aventuras remotas? ¿Cómo iba a detectar las fronteras de la exageración y de la mentira, en la urdimbre de las frases encrestadas de Giovanni di Férula si, evidentemente para contrarrestar el lujo excesivo de la narración de Andrea, se adjudicaba las condottieras victorias de Ugguccione, en Florencia, en Pisa, en la batalla de Montecatini, donde él no había recibido más que estocadas y mendrugos? Entregados a la representación de sus comedias heroicas, los dos ancianos se esponjaban al sol, feliz cada uno con el interlocutor ponderativo, que reclamaba más gloria y más portento, y los producía generosamente a su turno.

Giovanni habrá deducido que el gran viajero de la buhardilla era un acaudalado mercader señoril, a cuya sombra convendría arrimarse, pues en Ravena, después de su traspiés véneto, no le esperaba ningún futuro; y Andrea, jugando con las perspectivas de la enfermedad que consumía a su hermano Marco, habrá pensado que, llegado el momento y disponible el palacio entero, aquel bravo tan gárrulo y tan famoso, junto al cual tan bien se sentía, acaso se aviniera a ponerse a su servicio y a escudarlo contra todo lo que para destruirlo se conjuraba. Algo de verdad había en sus respectivas posiciones erróneas, ya que en realidad Andrea era acaudalado, y era valiente Giovanni; el embuste residía en su afán de personificar a otros, de ponerse, impunemente, mientras departían, las máscaras prestigiosas de Marco y de Ugguccione, y en ostentar un entusiasmo postizamente juvenil, cuando lo positivo es que eran viejos… viejos… viejos…, y que nada que mereciera ser recordado y elogiado había enaltecido sus vidas. Tanto lo excitó al lunático Andrea la eventualidad de disponer de la compañía del guerrero en la Cá Polo, que se lo dejó entrever como una contingencia que dependía del tiempo, a lo que Micer Giovanni contestó con las señas de la posada de Ravena donde lo hallarían, y con la afirmación de que nada le procuraría tanto gusto. Salieron en ese instante a la Piazzetta los emisarios, y entre ellos Donna Pia Morosini, pendiente de la indiferencia y de la extenuación de Dante. Al pie de la columna despidiéronse los dos invencioneros, los dos inconscientes espontáneos, recitadores de patrañas: Di Férula se sumó al cortejo, y Andrea regresó a su casa con la señora.

Tardó en ser entregada en Ravena la invitación de Andrea Polo. Apareció justo cuando el abandonado condottiero oscilaba en la disyuntiva entre el suicidio y la mendicidad, y cuando yo sufría en las sucias manos de un prestamista. Giovanni, aliviado, reconfortado, me rescató y volví a Venecia en el anular huesudo del capitán, a quien remozó terapéuticamente la ilusión cálida. Quedó así constituido, en torno del fuego de la Cá Polo, el arcaico triángulo que antes describí: Andrea y su ropaje exótico: Di Férula y su espada; Donna Pia y su enlutado artificio. Su felicidad se concretó como algo tan consistente que se palpaba su existencia, como si emergiese de las llamas y los abrigase. Marco Polo, Ugguccione della Faggiuola y Dante Alighieri habían muerto; ahora estaban ellos ahí; ellos, los propietarios de las tres inmortales imágenes, la del viajero, la del héroe y la del poeta, a las que utilizaban para el aderezo de sus disfraces venturosos. En ocasiones dejaban sus sitios de la chimenea, a fin de recorrer el palacio cuyos tapices y objetos certificaban el extraordinario viaje. Andrea, flotantes las mangas plateadas y grises de la túnica, los señalaba de camino, y la perspectiva se dilataba en su descripción, hacia templos y desiertos del Tibet, de Cipango, de la Gran Turquía. Sonaba el espadón de Giovanni contra las losas, silbaba el asma de Donna Pia Morosini; Lung y los esclavos chinos se arrodillaban, como si los adorasen. Con el terceto vetusto, se habían establecido en la Cá Polo dos de los asociados más eficaces de la Felicidad: la Gloria y el Amor. Fue aquélla una etapa muy agradable. Yo había concluido por discernir las falsías que le daban apoyo, y no me importaba, como no les importaban a los actores que no las diferenciaban ya. Lo importante era la atmósfera de prestigio, de invulnerabilidad y de dicha, generada poéticamente por la sola virtud de la palabra. Pero he aprendido que cada oportunidad en que algo alcanza, en este mundo, a una cumbre de perfección, por pequeña que sea, surgen fuerzas antagónicas que incuban su ruina, aun sin buscarlo al comienzo. Dichas fuerzas se encarnaron, en el caso que voy exponiendo, en Moreta, la hija menor de Marco Polo.

Hacía tiempo que las jóvenes, más o menos bien casadas, se habían eliminado de la escena hacia otras ciudades, llevándose de la herencia paterna lo que les correspondía. A una, a Moreta, que tuvo por esposo a un bellaco de Bolonia (por lo que contó), le había ido mal y, estafada, defraudada, optó por recurrir al techo de sus mayores, puesto que no disponía de otro. Andrea no tuvo más remedio que aceptarlo: hizo un amago de rechazo, pero la sobrina lo intimidó con armar un escándalo, ya que tanto derecho tenía ella como su tío a la propiedad en común de la Cá Polo, y el apocado Andrea a nada le temía tanto como a cualquier manifestación que perturbase su paz. Cedió y fue amable, mas la paz se había perdido.

Al principio no se advirtió, porque Moreta aplicó su habilidad a tornarse invisible. Desde temprano desaparecía y, silenciosa como los chinos, se ignoraba cuándo tornaba al palacio, para esfumarse, como una laucha, hacia su rincón. Era diminuta y trigueña, de rasgos agudos a semejanza de su padre y su tío, y lo único que en ella se destacaba eran los negrísimos ojos, cuya redonda fijeza ratonil, cuando miraba, trasuntaba una voluntad imprevisible en su supuesta fragilidad. Los soñadores, perturbados en el primer momento, como si una repentina piedra hubiese caído en la placidez del estanque donde yacían, transcurrido un mes se convencieron, agotados los comentarios, de que no los afligía riesgo alguno. La pobre niña existía apenas; no se la veía, no se la oía, no incomodaba; hubiera sido injusto pretender arrojarla de la casa ancestral a los azares de una vida cruel, para la cual carecía de defensas. ¡Qué equivocado estaba yo, que no obstante mi mundana pericia participé, de su caritativa opinión!

Un día nos enteramos de que con ella, al atardecer, había venido un hombre al palacio. Lung nos lo reveló. Postergaron los ancianos, acumulando las discusiones, la reacción lógica y, por lo que se infirió, el hombre permaneció allí la noche entera. Una semana después, Lung nos comunicó, más con ademanes de repudio que con frases, que Moreta había repetido el episodio, y que el hombre no era el mismo. Ninguna determinación adoptaron tampoco entonces, los que alrededor del fuego se limitaban a condolerse e indignarse. La preciosa armonía que beneficiara a la Cá Polo se iba carcomiendo, reemplazada por una zozobra, que no se notaba aún sino como un vago anuncio de borrasca. El terceto se empecinó en el afán de combatir la inquietud, aferrándose a sus mitos, pero pronto constó que no se requerían las pesquisas del esclavo asiático para poseer la certidumbre de que los genios del Mal, los eternos demonios que rondaran la cueva de mis Siete Durmientes de Éfeso, se había entronizado en medio de nuestras paredes venecianas. Estimulada por ellos, Moreta renunció al disimulo. No fue ya un hombre, fueron varios, los que acudieron a la calle, a la «contrada» de San Giovanni Grisostomo, y trajeron más mujeres y música, de manera que los aposentos resonaron hasta el alba con sus cantos y gritos de ebrios licenciosos. Acorralados en la altura, los viejos concluyeron que la única solución factible les imponía asumir la postergada responsabilidad. Vaciló Andrea en afrontarla, mas la ofendida Morosini y el colérico Di Férula lo urgieron para que actuase, así que, por intermedio de Lung, Andrea reclamó la presencia de su sobrina en la sala de la Tabla de Oro.

Si hubiese gozado del don de prever lo que provocaba con eso, posiblemente el desarrollo ulterior de los acontecimientos hubiera sido distinto y preferible, pero la situación había tocado un fondo que exigía disposiciones drásticas. Minutos después de que se plantó ante la trinidad justiciera, atestiguamos el fenómeno de que la acusada se metamorfosease en acusadora, y confieso que me asombraron la capacidad de resistencia que encerraba un cuerpo tan pequeño, de aspecto tan endeble como el de Moreta, y la violenta rebeldía que chispeaba en sus ojos ávidos y astutos de roedor. Se diría que apresuraba su discurso para morder a los improvisados inquisidores. Y ¡qué discurso pronunció, si discurso cabe llamar a aquello! El más blando calificativo que endilgó a Andrea y sus acompañantes, fue el de falsarios. Los tachó de ladrones, hipócritas, dementes y de múltiples linduras que prefiero olvidar. En el aluvión de insultos inspirados por el despecho, de sinrazones surgidas de la rabia de que se intentase reconvenirla y privarla de su placer, vibraron las terribles verdades, y Andrea Polo, Giovanni y Pia se vieron despojados, entre carcajadas histéricas, como si en público y a tirones los desnudaran, de los viajes que efectivamente realizó el hermano del primero, de las proezas que incumbían al jefe del segundo, y del amor que improvisó el magín de la tercera. Todo lo conocía la rata; todo lo había revisado e indagado, y lo despedazaba ahora. El argumento legal de su derecho al caserón, se perdió en el alud de improperios soeces y de exactitudes indiscutibles. Donna Pia se echó a llorar, y ambos caballeros se levantaron, mudos y rojos, Andrea grotescamente deformado por los tics, en tanto que Moreta corría escaleras abajo, sin cesar de burlarse, y un portazo ponía fin al incidente. Recuperáronse con dificultad Polo y el condottiero; intentaron serenar a la señora, y Donna Pia alzó las manos temblorosas, rogándoles que no hablaran. Fue estéril que tratasen de reconstituir con ella el semicírculo, al calor de los encendidos leños, porque la dama, a su vez y muy despacio, cubierta con el negro rebozo y rechazando afirmarse en sus manos solícitas, descendió la escalera y en su góndola se alejó por el río.

Durante una quincena, no volvió. Volvieron, en cambio, los alegres amigos de Moreta, y el bullicioso ambiente prevaleció en uno de los pisos de la Cá mientras que en el otro reinaban la lóbrega melancolía y el oscuro silencio. El retorno de Pia Morosini no contribuyó a recrear la atmósfera de extática bienandanza previa a la llegada de la intrusa. La Felicidad, antes dueña de la casa y protectora de los soñadores, había desertado. Se rehízo el grupo, en el resplandor de la Tabla de Kublai Khan, frente a la cual Andrea entrecerraba los vergonzosos párpados, callaba Giovanni, y aflautábanse en el pecho de Pia los asmáticos silbidos. Nada tenían que decirse. Eran víctimas de la expoliación y del oprobio; sus emocionantes fantasías habían sido aventadas por la maligna torpeza de la razón y de la realidad y esa certidumbre dolorosa se ahondaba a causa del contraste que abajo mostraba la fiesta insolente, cotidiana. Moreta Polo, la rata, paradójicamente los había entrampado en su ratonera.

Erré al suponer que Donna Pia nos daría la espalda, y dejaría de frecuentar a su encogido pariente. Al contrario, redobló la asiduidad, como queriendo probar que era fiel al pasado que compartieran, a aquella dicha común cuyo recuerdo atesoraba. Aunque no se modificó el clima de tristeza y desengaño, el gesto fortaleció a sus atribulados compañeros, y en el andar de unos siete días, me percaté de que en el aire empezaba a despuntar algo, titubeante, que no pude definir sino como una leve claridad de confianza. Uniéronse hasta rozarse las tres cabezas, las dos canosas y la teñida de rojo, y menudeaban los cuchicheos, en tan diversa voz, que ni siquiera yo, enclavado como el halcón en la alcándara en la empuñadura de Di Férula, logré desentrañar el enigma de los susurros. Una temperatura de conspiración acentuó el enardecimiento ofrecido por la leña restallante.

No fue menester alargar la espera, para que el secreto me fuese revelado. La próxima noche en que no asomó la luna, una noche en la que Venecia se borró, sin que ni una cúpula, ni un campanil, ni un tejado sobrenadasen en la negrura que la ahogó por completo, tanto que se dijera que había naufragado, como un navío enorme, en el misterio de las aguas cuyo líquido azabache chapoteaba y rezongaba, la tertulia de murmullos se estiró, en el aposento de la Tabla de Oro, harto más que lo habitual, hasta que partieron los últimos huéspedes de Moreta, jaraneando, relinchando y rebuznando al atravesar la plazuela dei Millioni, y enmudeció la antigua casa. Lung, que se movía como si fuese hecho de plumas livianas, confirmó la noticia de que nadie quedaba en el palacio, aparte de la sobrina de Andrea, pues hacía horas que los chinos se habían retirado a dormir. Entornó un postigo Donna Pia, comprobó que afuera la oscuridad continuaba siendo impenetrable y lo avisó a los demás. Entonces los tres, precedidos en la escalera por Lung, que protegía con la palma una vela indecisa, ganaron a paso de lobo la habitación donde reposaba Moreta, excepcionalmente sola para su desventura, y demasiado fiada en la impunidad de su triunfo. Elevó el esclavo la vela, y las sombras de los viejos se derramaron, embrujadas, amenazadoras, sobre los muros tendidos con sedas que Marco trajera de Oriente y que fingían un jardín en el que las mariposas volaban entre glicinas. Donna Pia se tapó la cara con el luto del manto; se oyó un sofocado grito, el del aterrado Andrea, cuando Giovanni desenvainó la espada con la diestra en cuyo anular yo fulgía, y tras un breve tintineo de la medalla de San Juan que colgaba de su muñeca, hundió la hoja en el pecho de la joven. Como un relámpago, la lejana visión del asesinato de César en la Curia de Pompeyo, atravesó mi atestada memoria, pero aquél no era el momento de recordar sino el de observar y acopiar recuerdos, porque la venerable Donna Pia descubría su rostro de pintarrajeada palidez, un trágico rostro estatuario y milenario de Parca o de Melpómene; Andrea se roía las uñas, retrocediendo; el condottiero limpiaba su arma chorreante con las cobijas del lecho en el que Moreta había adoptado una inmóvil posición anormal, tortuosa, dislocada, y luego la envolvía en el sangriento cobertor; y entre él y Lung, que le había pasado la lucecilla al trémulo Andrea, alzaban el cuerpo inerte, para trasladarlo hasta la puerta del río.

Continuaba amarrada allí, vacía, la góndola de la descendiente de los ilustres Morosini, y tanteando las bandas, en su popa se ubicaron los cuatro personajes, luego de esconder el bulto bajo la toldilla. Cogió Lung el alto remo y partimos, sin más rumor que los que producían el sumergirse de la estrecha pala y el sollozar suavísimo de Andrea. Nos abismamos en la densidad tenebrosa, desprovistos hasta de una farola mezquina. ¿Qué instinto guiaba al chino en el indistinguible laberinto fluvial? ¿Era Donna Pia quien, moviendo apenas los desaparecidos labios en la inexistente cara, encaminaba al bogador? Avanzábamos, sigilosos, fantasmales; zigzagueábamos de un canal al otro; y Venecia se perfilaba en sensibles matices del gris, sobre el negro espesor que confundía cielo y agua, y que permitía adivinar la ambigua corcova de un puente plomizo, la opacidad de un muelle, un esbozo de columna, el contorno de un quieto batel, de modo que aunque no veíamos la ciudad, la sentíamos a la redonda, como si para esa fría noche de crimen la hubiesen reconstruido con niebla, ceniza y humo. De súbito Giovanni hundió hasta el codo en la helada corriente el brazo homicida y yo, en repentino contacto con el agua, asocié la situación, que no podía ser más opuesta, con la reminiscencia del Nilo y de mi amada Nefertari.

¡Oh, Reina!, ¡oh gran Reina! ¡Diosa y Reina! Gracias a ti, nuestra góndola, en la que la presencia fatídica de Giovanni me traía a la memoria sus ojos de Osiris, ahora apuntados a la infernal cerrazón, se transformó en la eterna barca ritual del Destino y de la Muerte, que ocupada por dioses severos flotaba hacia regiones recónditas. No tenía en cuenta yo la impiedad de los tripulantes y la eliminación de una joven mujer: solidario con ellos y con su mimado egoísmo, únicamente consideré la perversa destrucción psicológica intentada por Moreta; y con Donna Pia Morosini, Micer Andrea Polo, Micer Giovanni di Férula y Lung, hendía el agua de compacta tinta, rumbo al solemne Adriático. No bien en él entramos y azotó a la góndola la brisa, advertí que Giovanni se paraba, apoyado en los gavilanes de la espada, junto a la noble señora, y que Andrea permanecía acurrucado en el suelo. Ya se percibía algo más de los alrededores. Una bandada anónima riñó en las azulinas tinieblas. Nos internamos bastante, hasta que el condottiero dio la orden de detenerse. En seguida recogió de la proa una piedra pesada y una cuerda que estaban ocultas, lo cual me afirmó en la idea de que el asesinato había sido planeado sin relegar detalle, y con la ayuda del chino, anudó la carga al envuelto cadáver, que arrojaron de golpe al mar. Trazó Donna Pia la señal de la cruz, y sus cómplices, con excepción de Lung, la copiaron. Acto continuo emprendimos el regreso; Andrea y Giovanni saltaron a tierra en la parte de San Canciano, y volvieron a pie, a la Cá Polo sin cambiar palabra, en tanto que la dama era llevada por Lung a la Cá Morosini de la remota calle del Collalto, un palacio que creo que hoy no existe, aunque hay varios más que ostentan ese célebre nombre.

La noche inmediata, al presentarse los alborotadores en nuestro «campo», se sorprendieron pues les rehusaban la entrada los chinos. Vagabundearon un rato por la zona, tiraron guijarros a las ventanas, sacudieron el aldabón, llamaron ociosamente a Moreta, agitaron panderos, tañeron laúdes, cantaron a coro, y fueron tan infructuosas esas tentativas como las de los días siguientes, hasta que terminaron por desertar y evaporarse. Mientras se producían tales escenas, Andrea y Giovanni perseveraban sentados a ambos lados del fuego en el salón de la Tabla, como dos estatuas, o como víctimas de un encanto que los había privado de movimiento y de voz. Así los halló Donna Pia, cuando por fin resolvió regresar, y su presencia tuvo la virtud de devolverles la agilidad y el lenguaje, porque en cuanto se instaló entre ellos, lo que al pronto dijo, acomodándose el peinado, fue que tenía en una arqueta veinticuatro cartas de Dante Alighieri, «veinticuatro cartas de amor» —puntualizó, ruborizándose— y que vacilaba ante la posibilidad de darlas a conocer al público. Replicó Andrea Polo que debía hacerlo sin duda; Giovanni opinó igual; y al rato el condottiero explicaba por qué había mandado arrestar a Castruccio Castracani, después de su victoria de Montecatini, y Andrea contaba hazañas de la época en que era gobernador de Yangchow y de la ocasión en que, en el curso de una batalla, construyó para el Khan mogol una máquina artillera que sembró la desolación entre los enemigos. Mágicamente, o tal vez naturalmente, suprimida Moreta, los tres habían reivindicado sus máscaras y sus sueños, su felicidad. Se entregaron, pues, descartados los remordimientos, a ser felices. Lo fueron más aún que antes, porque ahora sus extrañas ilusiones les pertenecían, hasta cierto punto, por derecho de conquista. Y si en un tiempo la Cá Polo se estremeció por la bulla que metían los compinches procaces de la sensual Moreta, resonó ahora con las exclamaciones de los tres locos seniles que proclamaban la espléndida genialidad de sus vidas.

Tres meses después, en verano, al crepúsculo, bajaban Andrea y Giovanni galantemente la escalinata, acompañando a Donna Pia hasta la góndola. Adelante, con una antorcha iba el guerrero. Al torcer en el primer rellano, creí ver, atónito, que Moreta subía hacia nosotros. También la debió ver Giovanni, que interrumpió su marcha, en tanto que los otros dos seguían su descenso, de lo que deduje que ellos (ignoro por qué arbitrariedad de los mecanismos astrales) no veían (o imaginaban) como nosotros a un pequeño ser transparente, cristalino, en cuya inexplicable diafanidad fulguraba el carbón de hambrientos ojos ratoniles, que se acercaba como suspendido en el aire. El condottiero se asió del barandal, con la diestra en la que yo hubiera querido lanzar un grito, pero apenas pude emitir unas pobres chispas azules y, soltando la antorcha, se llevó la otra mano, crispada, al corazón. Ante el asombro de Andrea y Pia, rodó rugiendo por los escalones. Micer Polo levantó la tea, se inclinó sobre su viejo amigo, y comprobó que había muerto. Del menudo espectro, ni rastro quedaba; en vano lo busqué, desde mi aposento de la mano que pendía, inservible, entre los balaustres. Probablemente Moreta se había limitado a cumplir su misión vengativa. Después, he pensado, a veces, que pudo tratarse (aunque no) de una alucinación.

A Giovanni di Férula lo velaron revestido con un sudario de finísima seda blanca, en la cámara de la Tabla de Oro donde había transcurrido la etapa final de su historia lamentable. Largos y lagrimeantes cirios ardieron rodeándolo, hora tras hora, el día y la noche consecutivos a su deceso, y Donna Pia no abandonó nunca su lado. Enhebraba interminables oraciones, a las que redoblaron los frailes que sin declinar se sucedían en el palacio. Experta en velatorios y ceremonias fúnebres, la majestuosa Morosini asumió la obligación de organizar la despedida del capitán al par que el débil Andrea se diluía, rezando entre dientes, en el claroscuro de los rincones. A mí me habían dejado en el anular derecho de Giovanni, cuyas dos manos se cruzaban y aferraban un crucifijo. Repulsivas moscas azules se pasearon a cada instante sobre la faz de mármol bruno del condottiero, y los chinos las aventaban con hojas de palma, pero los insectos, atraídos por el calor, volvían, tercos y zumbones. Sepultaron a mi dueño en la iglesia de San Giovanni Grisostomo, y cuando lo depositaron en un hueco del piso, a un costado de la nave, me consternó y espantó que no me quitasen de su rígido dedo, y que me emparedasen con él.

Por segunda vez en mi intrincada crónica, me condenaban al encierro de una tumba, pero ésta era incomparablemente más angustiosa que la que en el Valle de las Reinas compartí con la sublime Nefertari. Allá estaba cerca de alguien a quien amaba y sigo amando; allá, en la atmósfera de Egipto, donde lo misterioso adquiere una insólita materialidad, la presencia de mi Reina y de sus dioses aliviaba de repente mi vigilia. Yo contemplaba desde cierta distancia el desfile inaudible de su ronda, que aguardaba constantemente, y eso les asignaba a mis días una razón de ser. Aquí, en cambio, estaba adherido a los despojos de un anciano a quien nada me unía, ni espiritual ni sentimentalmente. A diferencia de la tumba de Nefertari, en la que la embalsamada Reina se anulaba bajo una superposición de policromos ataúdes, el caduco condottiero yacía desnudo, inmediato, deplorable. La oscuridad fue cediendo, a medida que el cuerpo se pudría, y que una fosforescencia de pesadilla (¿era una fosforescencia?) iluminaba el interior del nicho con macabra lividez. Empezaron a moverse y a reproducirse en la materia corrupta unos gusanos que se alimentaban de la descomposición y, en tanto el hedor imposible de soportar colmaba el espacio estrecho, y el ufano Micer Giovanni di Férula, huérfano de laureles, negado por sus hijos lejanos y por quienes con él ambicionaron ganar celebridad y fortuna, se desintegraba y deshacía, reduciéndose a nauseabundos líquidos y a pulpas que concluyeron por difuminarse también, como las gruesas larvas malévolas sentí (pero ¿cuántos años manaron hasta culminar en esa sensación?) que me deslizaba por sus falanges descarnadas, hasta caer y golpear contra el esqueleto del veterano de Ugguccione. Ningún resplandor alumbraba ya la desarticulada osamenta. Si algo me reconfortó en el extenso período en el cual subsistí encalabozado dentro de una sórdida humedad, bajo las losas de San Giovanni Grisostomo, fue la higiénica, la estética satisfacción de saberme de piedra, de duro y puro lapislázuli de Afganistán, y de no ser, loados dioses, eso, miserable, inexorablemente condenado a la carroña, mal pese a su vanidad, a su oro, a su corona, mitra o lujurioso vigor, que se llama hombre.

Quedé en el subsuelo de la iglesia hasta el alborear del siglo XVI, plazo en que se procedió a remodelarla. Me descubrió un albañil, y al salir a la luz comprobé nuevamente que la Historia exige, de tanto en tanto, que me redescubran y se extasíen. También tuve tiempo de maravillarme yo, mientras el obrero me hacía girar, porque en los altares recién emplazados vibraba el revolucionario color de las flamantes pinturas sacras. En seguida comprendí que me esperaba un mundo distinto, y como quien se despereza y desentumece, luego de una soporífera modorra, me apresté a participar, si lo permitía el Destino, de lo que ese mundo me concediera. No restaba del gran Micer Giovanni más que polvo y algún roto huesillo.