y de Nueva York, y de nuestras conversaciones
sobre Carlota Fainberg.
Que así el amor lo que ha perdido alaba,
El bucanero ciego fatigaba
Los terrosos caminos de Inglaterra.
Ladrado por los perros de las granjas,
Pifia de los muchachos del poblado,
Dormía un achacoso y agrietado
Sueño en el negro polvo de las zanjas.
Sabia que en remotas playas de oro
Era suyo un recóndito tesoro
Y esto aliviaba su contraria suerte;
A ti también, en otras playas de oro,
Te aguarda incorruptible tu tesoro:
La vasta y vaga y necesaria muerte.
JORGE LUIS BORGES, El
hacedor
Inventar una historia es también intuir su longitud y su
forma. Nada más terminar Carlota Fainberg
me di cuenta de que los límites del relato a los que me habla
ceñido eran demasiado estrechos para todo lo que hubiera querido
contar, para el flujo de palabras e imágenes que los personajes y
los lugares por donde transitan despertaban en mí. Pero escribir no
es sólo ponerse delante de un papel o de un ordenador, es también
esperar, dejar que las cosas vayan sedimentándose en la
imaginación, y también en el olvido, esperar a que llegue el
momento preciso para rescatarlas. Yo no suelo tardar mucho en
escribir una historia, pero cada vez tardo más en ponerme a
escribirla: entre el momento en que se me ocurre una idea para un
relato y el de su escritura pueden pasar muchos años, y ese largo
tiempo de inacción me parece tan decisivo como el del trabajo
real.
Me hicieron falta cinco años para volver a la historia de
Carlota Fainberg, que permanecía en
suspenso, pero no olvidada, y sin advertirlo yo crecía con otros
viajes, otras experiencias, otras conversaciones y lecturas. Empecé
por fin a reescribirla en la primavera de este año, y, para mi
sorpresa, muy pronto se impuso sobre mí como una invención nueva,
que crecía siguiendo las líneas esbozadas en el relato primitivo.
La melodía sigue siendo la misma, pero el tiempo, en el sentido
musical, creo que se ha hecho más largo, con ondulaciones y
resonancias nuevas. El resultado no es un cuento largo, como yo
imaginaba, sino una novela corta, y uso ese término sabiendo
perfectamente a qué me arriesgo. Muchas novelas que se publican
ahora son, técnicamente, novelas cortas, pero sus autores y sus
editores procuran no decirlo, sabiendo que aquí lo breve se
califica de menor y se considera secundario. Si alguien dice
abiertamente que ha escrito una novela corta enseguida se
sospechará que no ha tenido capacidad o talento para escribir una
novela larga. Pero la novela corta es tal vez la modalidad
narrativa en la que mejor resplandece la maestría. Quien lee
Otra vuelta de tuerca, La invención de Morel, La muerte
en Venecia, Los adioses, El doctor Jekyll y Mr. Hyde, encuentra a la vez la
intensidad y la unidad de tiempo de lectura del cuento y la
amplitud interior de la novela. La razón principal para escribir un
libro es la misma que para leerlo: que a uno le guste mucho estar
haciendo lo que hace. Lector inveterado de novelas cortas, yo he
disfrutado tanto inventando y escribiendo esta Carlota Fainberg que me ha dado algo de pena que se
acabara tan pronto.
I
El hombre sentado junto a mí dijo estas palabras con menos
tristeza que melodramatismo y se quedó callado unos instantes,
bebiendo pensativamente de su Diet Pepsi. Se notaba que las había
pensado muchas veces, que se las había dicho a si mismo en voz
alta, como cuando uno ha recibido una injuria o un mal modo y luego
se desvela repitiendo y perfeccionando la respuesta que no supo o
no tuvo valor para decir a tiempo. Frente a nosotros, al otro lado
del muro de cristal, la nieve caía tan espesa que no era posible
ver nada, y la luz declinante de las dos de la tarde era tan neutra
y tan ajena a la hora del día como la de los tubos fluorescentes
que iluminaban las grandes bóvedas del aeropuerto de
Pittsburgh.
–Se lo prometí a Mariluz, claro está, cuando los dos nos
sinceramos y no tuve más remedio que contárselo todo -no me miraba
ahora, tenía los ojos fijos en los torbellinos silenciosos de
nieve, y quizás en ese gesto también había una parte de ligera
impostura, de representación-. Pero tú me comprendes, Claudio, el
verdadero motivo no es ése. Mi mujer no es tonta, ella sabe que las
ocasiones no paran de presentarse, y que un hombre, por muy buena
voluntad que tenga, es difícil, si es hombre, que pueda controlarse
siempre. Es que no quiero estropearme el recuerdo, ¿me explico? La
magia de aquellos días.
Llevaba varias horas con él y acababa de darme cuenta de que
no sabía su nombre. Me lo había dicho, incluso se había apresurado
a darme su tarjeta, antes de que nos sentáramos en los taburetes
del falso bar inglés en la zona de tránsitos del aeropuerto de
Pittsburgh, pero yo no presté atención, o me olvidé del nombre nada
más oírlo, y ahora me encontraba en la circunstancia absurda de
estar recibiendo las confesiones sentimentales o sexuales de un
desconocido que me llamaba por mi first name y se comportaba como
si fuéramos amigos de toda la vida. As a matter of fact, como dicen
aquí, nos habíamos visto por primera vez hacia las once a.m., en un
puesto de prensa, o más bien él había visto sobresalir del bolsillo
de mi gabardina un ejemplar atrasado de El País
Internacional, e inmediatamente se había dirigido a mí en
español, con la seguridad absoluta, según dijo más tarde, de que
éramos compatriotas.
–Tú haz caso de lo que me dice la experiencia, Claudio -yo no
me acordaba de su nombre, pero él manejaba ya fluidamente el mío-.
Un español reconoce a otro mucho antes de oírlo hablar, nada más
que viéndole la pinta. Vas por Nueva York, un ejemplo, por la
Quinta Avenida, a la hora de más gentío y más tráfico, ves en un
semáforo a una pareja, de espaldas a ti, los dos con camisas y
vaqueros, de unos treinta y tantos años, ella con un poco de culo,
con zapatillas de deporte muy nuevas, con un jersey fino echado por
los hombros, o atado a la cintura, y no sé por qué pero lo sabes,
lo puedes jurar: «Esos dos son españoles». Qué le vas a hacer,
tenemos esa pinta, ese look, como dicen ahora.
Me disgustó que una persona tan vulgar se concediera tales
prerrogativas sobre lo que él llamaba mi pinta. Si alguien así, tan
cheap, para decirlo con crudeza, me identificaba tan rápidamente
como compatriota suyo, era que tal vez yo compartía, sin darme
cuenta, una parte de su vulgaridad, de su ruda franqueza española.
También debo añadir que con los años me he acostumbrado a lo que al
principio me atosigaba tanto, a las formalidades y reservas de la
etiqueta académica norteamericana, y que ya me siento incómodo, o
más exactamente, embarrassed, ante cualquier despliegue excesivo de
simpatía, que casi nunca llega sin su contrapartida de mala
educación.
Hay otra consideración que no debo eludir: en los viajes soy
del todo incapaz de relacionarme con los otros, apenas salgo de
casa hacia el aeropuerto o la estación de ferrocarril, es como si
me sumergiera en el agua vestido con un traje de buzo, y cualquier
amenaza de conversación me incomoda. Pertenezco a lo que los
sociólogos llaman aquí, con una metáfora no infortunada, el tipo
cocoon. Aunque no esté en mi casa, bien calefactada y forrada de
moquetas, por dondequiera que voy me envuelve mi capullo cálido de
confortable privacy. Abro con avaricia cualquiera de los libros o
los journals que he escogido para el viaje, o recurro, si tengo
mucho trabajo, a algún paper urgente, a mi pequeño ordenador, mi
imprescindible lap top, me pongo las gafas de cerca, las que llevan
una oportuna cadenita para evitar su pérdida, guardo las otras en
su funda y en el bolsillo interior de mi chaqueta, y por lo que a
mí respecta, aunque me encuentre en un aeropuerto populoso,
igualmente podía estar en mi despacho del departamento, en una de
esas tardes de final de semestre en que ya apenas quedan
estudiantes y reina en las aulas, en los patios alfombrados de
césped y en los corredores, un silencio de verdad
claustral.
Cuando aquel hombre me interpeló, señalando el periódico en
papel biblia que sobresalía de mi bolsillo, mi primer impulso fue
ocultarlo, y el segundo fingir que no comprendía su idioma, pero
estaba claro que era demasiado tarde para escabullirse sin
indignidad de aquella situación. Muy incómodo, aunque sonriendo, le
dije que sí, que era español, y esa coincidencia le hizo
calurosamente suponer que habría otras, y que yo también estaría
esperando que fuera anunciado el vuelo de United Airlines hacia
Miami. Contesté que no, si bien no le dije el vuelo que yo
esperaba, pero dio igual, porque él, ajeno a esas barreras
invisibles pero terminantes que ciertos silencios levantan en
América, me preguntó cuál era el mío, y yo no tuve en aquel momento
la entereza de negarle esa información con una muestra adecuada de
reserva anglosaxon. El avión que yo debería haber tomado varias
horas antes volaría, si alguna vez amainaba la tormenta de nieve, a
Buenos Aires, y fue al pronunciar ese nombre cuando sin yo saberlo
estuve perdido del todo. Resultó que mi compatriota conocía esa
ciudad, dijo, «como la palma de su mano», palma que ahora
decididamente me tendió, más bien volcada hacia abajo, en una
especie de dinámica horizontal que anunciaba un apretón de
vehemencia temible y del todo innecesaria, según tenían por
costumbre hace años los ejecutivos y los jefes de ventas
españoles.
Previendo horas de calma y de lectura, yo me había resignado
sin dificultad al contratiempo del blizzard, que según los mapas de
los meteorólogos y las amenazantes imágenes transmitidas vía
satélite borraba bajo una lenta espiral todo el nordeste de los
Estados Unidos. Ya nevaba muy fuerte cuando viajé a Pittsburgh,
siendo aún noche cerrada, en un tren rápido, confortable y casi
vacío desde la estación de Humbert, Pensilvania, que está muy cerca
(al menos en términos norteamericanos) del Humbert College, donde
yo he venido labrándome en los últimos años una posición decorosa,
aunque todavía insegura, como associate professor. Podía haber
pedido a un compañero del departamento o a un estudiante que me
diera un ride hasta la estación: preferí llevar mi coche y dejarlo
en el estacionamiento subterráneo próximo a ella, evitando así la
circunstancia siempre algo unpleasant de pedir un favor. (En
América hay una frontera muy precisa, pero también invisible para
el no iniciado, entre los favores que pueden pedirse y los que no,
y un paso inoportuno al otro lado de ella puede traer consigo
desagradables consecuencias, un enturbiarse repentino de la
superficie tan afable de las cosas, un matiz elusivo en las miradas
y las sonrisas, hasta ese momento tan francas, que uno
recibía.)
Aún no había aceptado la posibilidad de que el mal tiempo me
obligara a cancelar un viaje tan deseado, y de tanta relevancia
profesional para mí, en aquellos momentos decisivos, pero
tortuosos, de mi carrera académica. Pero esa madrugada, antes de
llegar al aeropuerto, los weather forecast de la radio ya se
mostraban, como de costumbre en este país, infalibles. Empezó a
nevar, tal como estaba anunciado, a las siete en punto de la
mañana. En los primeros tiempos de mi vida en América yo desdeñaba
la exactitud de esas predicciones con la típica incredulidad
española, lo cual más de una vez estuvo a punto de costarme un
disgusto, porque con un temporal de nieve a escala americana no
caben frívolas improvisaciones españolas. El asombro y el pavor
ante la escala del espacio y el poderío temible de la naturaleza
son la primera lección que aprende el europeo recién llegado a un
continente tan descomunal.
Ahora estaba seguro de que el blizzard iba a ser de los que
hacen época. En el momento del check in me palpitaba ligeramente el
corazón. Me daba cuenta de que no podría soportar que me anularan
el viaje, que mi imaginación no aceptaba la expectativa del regreso
a la estación acogedora, pero depresiva, de Humbert, al
estacionamiento (qué horror que en España se haya generalizado la
palabra «parking»), al olor de la calefacción de mi coche, a los
patios vacíos y cubiertos de nieve del Humbert College, a mi casita
de Humbert Lane, en la que algunas veces me encierro, el viernes a
mediodía, terminada la última clase de la semana, con la certeza
absoluta de que no hablaré con nadie hasta el lunes siguiente. Qué
ancho se vuelve el tiempo entonces, acogedor y a la vez abismal,
tan ligeramente opresivo como la calefacción, como el perfecto
aislamiento de las casas contra el frío exterior, contra la
oscuridad de esas noches en las que no se ve a nadie en toda la
longitud de Humbert Lane. Las únicas huellas de presencia humana
son los faros de algún coche que pasa, ni siquiera el ruido del
motor, porque el hermetismo de los cristales y los ajustes de las
ventanas lo borra.
La amable chica del desk, sin embargo, me ofreció una sólida
esperanza: según las últimas observaciones la tormenta cedería en
algún momento de las próximas horas, antes de arreciar de verdad,
lo cual iba a permitir el despegue de un cierto número de aviones,
entre los cuales, me aseguró la chica con una sonrisa no por
profesional menos alentadora, se encontraba sin la menor duda el
mío.
Me constaba que en la conferencia de Buenos Aires mi paper
sobre el soneto Blind Pew, uno, para mi
gusto, de los más excelsos de Borges, era esperado no sin cierto
suspense. A una indudable satisfacción profesional, mi instinto
latino superponía la avidez, sólo a medias reconocida, por
encontrarme en una ciudad con calles y aceras en las que la gente
caminara, por bares y cafés llenos de ruido de vasos y de
conversaciones (aunque también, infortunadamente, de humo de
tabaco). Ya imaginaba un tibio otoño austral que resarciera o al
menos me consolara del despiadado invierno de Pensilvania, que no
sólo había batido todos los récords del siglo en cuanto a su
crudeza, sino que también amenazaba con sobrepasarlos en su
duración. No soy hombre al que le venga grande la soledad ni que se
deje abatir por la monotonía invernal del Humbert College, que
otros han encontrado insoportable. Pero aquel spring semester
(aunque aquí la palabra spring es sobre todo un involuntario
sarcasmo) se me hizo el más largo de mi ya prolongada experiencia
en América, así que cuando recibí la carta, con membrete de la
Universidad Nacional San Martín, en la que se me confirmaba la
invitación a la Conference sobre Borges, no exagero si digo, con
oportuno casticismo, que vi el cielo abierto. Rápidamente puse bajo
asedio benévolo, aunque insistente, a Morini, el chairman del
departamento, hasta conseguir un go ahead, no por oficioso menos
significativo para mí: en fechas cercanas se dirimía mi ascenso a
la condición soñada de full professor, y cualquier mérito que
pudiera añadir a mi currículum cobraba una importancia, nunca mejor
dicho, decisiva.
Morini, que tiene la ventaja de ser latinoamericano, logró
con su inveterada destreza administrativa que el departamento me
costeara el fare del viaje (del hotel y la estancia se ocupaba la
parte bonaerense). Me despidió calurosamente en su despacho, con un
afecto que auguraba las mejores perspectivas para mí, pero no se
privó de lanzarme una de sus pullas, que a lo largo de los años yo
ya me he acostumbrado a no tomarle en
consideración:
–Espero que al llegar al Cono Sur no se despierte tu sangre
de conquistador español, y te entren ganas de ultimar a algunos
indios.
Cosas de Morini. Otro descubrimiento del español en América
es que ha de cargar resignadamente sobre sus hombros con todo el
peso intacto de la Leyenda Negra. Pero lo importante para mí era
que iba a leer mi paper en Buenos Aires, y que el apretón de manos,
inusualmente warm, con que Morini se despidió de mí podía ser
interpretado como un buen augurio para mi porvenir. En Buenos
Aires, además, estaría en las fechas de mi visita, por una feliz
casualidad, mi amigo y colega Mario Said, al que llevaba sin ver ya
varios años, desde que por falta de paciencia o exceso de nostalgia
volvió a la Argentina abandonando en Estados Unidos una carrera
académica tal vez menos brillante de lo que su talento habría
podido augurar.
En la vida los grandes cataclismos de felicidad o de
desgracia son mucho menos frecuentes de lo que sugieren las novelas
y el cine. Según mi experiencia (tampoco demasiado amplia, me
apresuro a matizar), cuentan mucho más en la biografía de
cualquiera esos pequeños disappointments que malogran las ocasiones
de satisfacción no demasiado espectaculares, pero sí muy modestas,
y por lo tanto muy sólidas, que suelen presentársenos a casi todos
nosotros. En el aeropuerto de Pittsburgh, cuando me vi más o menos
arrastrado por un compatriota inoportuno a tomar un café, «o algo
más», según él dijo, en un sospechoso oak bar donde ya estaban
instalados, o apalancados, como se dice ahora en España, dos gordos
tristes y ostensiblemente redneck bebiendo cerveza, me di cuenta de
todo lo que había esperado disfrutar de la lectura y de la simple
expectativa del viaje en las horas que faltaban para que saliera mi
vuelo, y de la desconsideración con que aquel hombre me había
arrebatado una parte del tiempo que me pertenecía, y que ya no iba
nunca a serme devuelto.
Furioso en secreto, expoliado de unas horas irrepetibles de
mi vida, acepté que me invitara a algo, no a una cerveza, desde
luego, sino a un prudente milk shake. Moví la cabeza
afirmativamente mientras él me hablaba y sonreí mirándolo sin
fijeza y sin atenderlo, aunque inclinándome hacia él, de esa manera
en que todos sonreímos y decimos que sí con la cabeza en los
parties. Así que, aunque acepté su tarjeta y la leí antes de
guardarla y oí su nombre cuando me apretó con tanta fuerza la mano,
no llegué a enterarme de cómo se llamaba, o me enteré y se me
olvidó, o ni siquiera eso, las sílabas del nombre que sonaron en mi
oído no llegaron a alcanzar esa zona de la corteza cerebral donde
se interpretan (descodifican más bien) las percepciones auditivas.
Yo creo que sólo empecé a hacerle algo de caso o me lo tomé más en
serio un poco después, cuando se quedó callado frente al ventanal
donde arreciaba la ventisca y dijo algo que sin él saberlo sugería
una curiosa intertextuality con mi soneto de
Borges:
–Pero da igual que yo no vuelva a Buenos Aires, es como si
hubiera un tesoro esperándome siempre.
Mientras se alejaba hacia la máquina expendedora de soft
drinks yo aproveché para mirar furtivamente su nombre en la tarjeta
que me había dado:
El del señor Abengoa era, desde luego, decididamente
helpless, pero él compensaba esa deficiencia con su desenvoltura
envidiable, de la que yo aún carezco, después de todos estos años
de vida en América y práctica cotidiana del inglés. Todavía me da
miedo cuando he de usar una palabra de pronunciación difícil, y
tengo observado que el desánimo o la melancolía afectan severamente
a mi dominio del idioma. Contra todo pronóstico, Abengoa se hacía
entender, y no sólo en un bar o en un counter de venta de billetes,
sino incluso, según me contaba con toda naturalidad, y con una
falta notable de vanagloria, en difíciles reuniones de negocios, lo
mismo en Europa que en Estados Unidos, y últimamente también en
algunos países asiáticos, Tailandia o Indonesia, por donde la firma
en la que trabajaba había empezado a expandirse.
–Los españoles estamos comiéndonos el mundo, Claudio, y no
nos damos cuenta, siempre con nuestro complejo de inferioridad,
pidiendo perdón por donde vamos, en vez de tirar para adelante y
cerrar con doble llave el sepulcro de don Quijote.
Tuve la tentación profesoral de corregirlo, explicándole que
el sepulcro que había que cerrar con doble llave, según el rancio
dictamen de Joaquín Costa, no era el de don Quijote, sino el del
Cid, pero casi me conmovió aquel nuevo ejercicio de
intertextualidad involuntaria, aquella mezcla, si se me disculpa la
pedantería, de recio noventayochismo y de freudian slip, ejemplo
magnífico tal vez de lo que Umberto Eco, durante la lecture
memorable que nos dio en el Humbert Hall, llamó la fertilitá dell' errore. A partir de entonces, by
the way, y usando quizás las prerrogativas de su cargo, Morini, al
hablar del ilustre profesor italiano, se refería siempre a él como
«Umberto»: Umberto le había mandado un e-mail muy afectuoso,
Umberto le iba a escribir el prólogo a la traducción italiana de su
último libro, el deán le había pedido a él, Morini, que en su
calidad de amigo de Umberto le pidiera que aceptase un puesto de
visiting professor. Qué duda cabe de que los latinoamericanos, aun
siendo tan celosos de su identidad y sus raíces indígenas, nos
llevan mucha ventaja en la soltura de su cosmopolitismo. Morini, en
el party que hubo después de la charla multitudinaria del insigne
semiólogo y (en mi opinión) dudoso novelista, le hablaba de tú a tú
diciéndole, con la copa en la mano, «Caro Umberto». Yo apenas me
atreví a acercarme y a murmurar con voz áspera, «Congratulations,
Mr. Eco», huyendo enseguida hacia otra esquina del party entre
otras cosas porque Morini, sin duda por su nerviosismo inevitable
de anfitrión, no se acordó de presentarme, y casi abarcaba él solo
con su propia presencia todo el espacio disponible en torno al
maestro.
–Tu Pepsi-Cola, Claudio -dijo Abengoa, tendiéndome la lata
helada y rechazando de nuevo, con un ademán muy español de ofensa,
las monedas que yo había vuelto a ofrecerle. Se sentó a mi lado,
frente al muro de cristal, y chasqueó la lengua con un sonido de
disgusto después del primer trago-. Hay que ver, lo que daría yo
ahora mismo por una buena caña de Mahou, con mucha espuma, en la
cervecería Santa Bárbara de Madrid, por ejemplo, con unas almendras
fritas bien saladas, con un plato de berberechos… Eso, y una tía,
las dos cosas mejores de la vida, el paraíso
terrenal.
Mi locuaz compatriota había empezado poco a poco a
interesarme, pero no por sus devaneos sexuales, sino por los
textuales, y por el modo en que yo, como un lector, podía
deconstruir su discurso, no desde la autoridad que él le imprimía
(¿se ha reparado lo suficiente en los paralelismos y las
equivalencias entre authorship y authority?) sino desde mis propias
estrategias interpretativas, determinadas a su vez por el hic et nunc de nuestro encuentro, y -para decirlo
descaradamente, descarnadamente- por mis intereses. No existe narración inocente, ni lectura
inocente, así que el texto es a la vez la batalla y el botín, o,
para usar la equivalencia valientemente sugerida por Daniella
Marshall Norris, todo semantic field es en realidad un battlefield,
incluso, se me ocurre a mí (tendría que apuntar esta idea para un
posible desarrollo), un oilfield en el que la prospección
petrolífera sólo tiene éxito verdadero cuando llega a las capas más
profundas.
Aun careciendo del menor atisbo de formación lingüística,
Abengoa se daba cuenta de que toda lectura es, como mínimo, una
segunda o tercera lectura, y que el signo verbal no es menos
arbitrario o simbólico que una incisión paleolítica en el colmillo
de un mamut. Me explicó que Worldwide Resorts, la empresa para la
que trabajaba, era, en realidad, una compañía española, cuyas
oficinas centrales están en Alicante (o en Alacant, según me he
informado que es más correcto decir), lo cual no es obstáculo para
que posea una nutrida y competitiva red de hoteles «de alto
standing» en varios continentes. En cuanto a la denominación
enigmática de su cargo dentro de la compañía, Strategical Advisor,
Abengoa me la aclaró apelando con el mayor desparpajo a una nueva
encrucijada textual:
–Yo soy el buscador de los tesoros escondidos, como si
dijéramos.
En la última década, me explicó, no sin una fatigosa
abundancia de vacuos tecnicismos empresariales, la compañía había
llevado a cabo una expansión sólida y gradual fuera de España, «a
nivel de los dos lados del océano», seleccionando hoteles más o
menos en crisis, anticuados o mal gestionados, adquiriéndolos con
toda clase de precauciones financieras y aplicándoles
inmediatamente planes rigurosos de rehabilitación y viabilidad, de
downsizing y uplifting, para usar el vocabulario, en ocasiones
sorprendente, del propio Abengoa. En todo esto, su strategical
advisory consistía en una tarea a medias de espionaje y de análisis
financiero, de exploración aventurera y contabilidad. Era él quien
viajaba por las capitales del mundo buscando hoteles que se
ajustaran a los intereses de Worldwide Resorts, o estudiando otros
cuyos propietarios los hubieran puesto ya en venta, pero que no
habrían aceptado con facilidad la inspección exhaustiva de un
posible comprador demasiado reticente.
–Y así me paso la vida, Claudio -me dijo, poniéndome
embarazosamente, aunque por un solo instante, una mano en la
rodilla, en un ademán de confianza o camaradería propiciado tal vez
por la tormenta de nieve, certificado por nuestra condición de
españoles-, de hotel en hotel, como si dijéramos, de ciudad en
ciudad. Cansa, no te creas. Más de una vez me da la tentación de
arrepentirme por no haberme quedado de asesor fiscal, que es lo que
yo era antes, haciéndole a la gente las declaraciones de la renta y
viéndoles la mala cara que ponen cuando se les dice lo que tienen
que pagar. Aunque también te digo la verdad, a mí lo que más me
gusta es ver mundo y conocer gente nueva.
Me había llamado la atención, entre tantas desvaídas figuras
como pululaban por el aeropuerto, incoloras bajo la luz artificial,
agriamente flacas o de una blanda e ilimitada gordura, la solidez
física de Abengoa, la rotundidad española de su figura. No era
alto, sino más bien stocky, y su cuello parecía más corto debido a
un jersey de lana con dos botones en el hombro derecho y una
hechura que le subrayaba la curva de una barriga notoria pero
también fornida, la barriga de un hombre a la vez activo y
familiar, tentado por el fitness pero también por la paella, y más
aficionado a las cañas de cerveza y a los berberechos que a los
complejos vitamínicos o al providencial Prozac. Tenía el pelo
entreverado de gris y se peinaba con una raya anticuada. Lucía, en
la claridad neutra y lívida del aeropuerto, un bronceado de pura
salud casi rural, sin la menor sospecha de artificio. (No como
Morini, dicho sea de paso, que se aplica en la cara un tanning
torrefacto no indigno de Julio Iglesias, o de un magnate panameño
del narcotráfico, y que tiene el pelo tan sospechosamente negro y
abundante que unas veces da la impresión de que se lo tiñe y otras
de que lleva peluquín, incluso de que se tiñe el
peluquín.)
A mí cualquier viaje me deja desguazado, y no soy capaz de
encarar sin desaliento las complicaciones más comunes de la vida
práctica, tan llevaderas, sin embargo, en los Estados Unidos. No
habría necesitado escuchar lo que Abengoa me estaba contando para
darme cuenta de que tenía una constitución inmune a la fatiga, un
frame of mind tan robusto que ni los compromisos incesantes ni el
jet-lag de los viajes transatlánticos lo aturdían. Pertenecía a ese
tipo de personas enérgicas y prácticas que a mí me han amedrentado
a lo largo de toda mi vida, desde que en la infancia conocí a la
primera de ellas, mi tío Guillermo, que hablaba muy alto y lo hacía
todo muy rápido, que regentaba un negocio de ferretería, fumaba y
conducía coches con la misma acelerada brusquedad, dándome siempre
la sensación de que yo era muy torpe y muy lento, y además nada
listo. Cada vez que encuentro una persona así noto el mismo
principio como de encogimiento que cuando mi tío Guillermo llegaba
a casa hablando muy alto y empujando la puerta como para ganar
tiempo antes de que yo se la abriera. Siempre me acerco con miedo a
los empleados de las ferreterías y de los talleres de automóviles.
Me bastan unos segundos para reconocer ese modelo siempre idéntico
de hombre hábil, decidido, veloz, y cuando uno de ellos me habla
muy alto o se agita amenazadoramente cerca de mí con la energía de
sus tareas y de sus destrezas pienso, igual que al ver a Marcelo M.
Abengoa: «Otra vez el tío Guillermo».
–Lo que es la vida moderna, Claudio, la revolución del
transporte, como yo digo -hablaba sin darse cuenta de que por unos
instantes yo no lo había escuchado-. Ayer estuve comiendo con unos
clientes en Francfort. Y pasado mañana, desde Miami, tengo que
volar a Santiago de Chile. Gran país, tremendo dinamismo. ¿Sabes
cómo les gusta llamarse a los chilenos? Los jaguares del
Pacífico…
Tan sólo de oírlo me mareaba un poco, casi me rozaba el golpe
de viento de la agitación de sus viajes, como el trajín de los
artefactos incomprensibles de la ferretería de mi tío Guillermo.
Llegaba a una ciudad, me dijo, y desde el instante en que el taxi
se detenía ante la puerta del hotel él ya estaba observándolo todo,
especialmente aquello que un viajero no adiestrado, no profesional,
nunca percibiría, los signos, en definitiva, los onion layers del
significado, término este que a mí me da un poco de reparo traducir
por «las capas de cebolla», los más obvios y los menos
perceptibles, el grado de conservación del edificio y la limpieza
de los puños del botones uniformado que le llevaba la maleta a la
habitación, la calidad de los desayunos, la topografía de los
alrededores, todo, hasta el olor y el ruido del aire un poco antes
de que saliera el agua de los grifos.
Aquel hombre tan basto, tan franco, tan adicto a la carcajada
y al apretón de manos, podía también volverse, me dijo, no sin
cierto orgullo, un consumado espía. Con cualquier pretexto o sin
ser visto se colaba en todas las dependencias, aun en las de acceso
más restringido, probaba todos los servicios, todos los platos del
menú, se instalaba durante horas en un sillón del vestíbulo con un
periódico abierto y estudiaba el tipo de clientes que recibía el
hotel y el grado de corrección o de kindness con que eran tratados.
«Me gusta cómo se les llama aquí, Claudio, en América, no clientes
ni huéspedes, sino guests, ¿se pronuncia así? Invitados. Estos tíos
sí que saben.» Se fijaba en todo, lo escuchaba, lo olía todo.
Tardaba un par de semanas en considerar que poseía toda la
información necesaria para un dictamen certero, si bien esa nada
española afición por la accuracy que descubrí en él se equilibraba,
me explicó, con un olfato profesional instantáneo, comparable al
del enólogo que sólo a través del aroma o del color de un vino ya
predice sin vacilación su calidad, o al crítico impresionista de la
vieja escuela que determinaba la «belleza» -entre comillas, desde
luego- de un texto, o incluso su «valor» -¡comillas urgentes otra
vez!– literario nada más que leyendo al azar unas pocas
frases.
Desde que le vi y empecé a escucharlo yo había creído
dilucidar en Abengoa todos los síntomas del autodidacta, del
self-made-man. No sin sorpresa, y sin que él le diera a esa
información demasiada importancia, me enteré de que poseía una
licenciatura en Económicas y diversos másters en hostelería y
gestión. Era capaz de leer balances e informes financieros sobre el
input y el output y el cashflow que para mí habrían sido sin duda
tan incomprensibles como los escritos teóricos de José Lezama Lima,
por poner un ejemplo que espero no sea interpretado como
antilatinoamericano. Pero para saber si un hotel estaba hundido
para siempre o si tenía algún porvenir, me dijo, le bastaba entrar
en el vestíbulo y oler el aire los primeros segundos, o mirar el
color y el grado de desgaste de la moqueta, o el estado de las uñas
o de los lacrimales de un recepcionista.
–Así que cuando empujé la puerta del Town Hall de Buenos
Aires y respiré en el vestíbulo comprendí que aquel sitio estaba
completamente acabado, Claudio, hundido, en el fondo, encallado,
igual que un transatlántico, como si dijéramos, tipo Titanic. Hasta
me entraron ganas de dar media vuelta y largarme de allí en el
mismo taxi en el que había llegado, porque también me di cuenta,
por el olor y por los uniformes grises de los empleados, de que
aquella ruina no había ya modo de ponerla a flote, aunque ocupaba
una manzana entera en el mismo centro de Buenos Aires, a tres pasos
de la plaza de Mayo. Imagínate lo que valdría el solar, incluso en
esos tiempos, te hablo del 89, cuando la hiperinflación, que
parecía cada mañana que el país entero iba a irse al carajo. Los
dependientes de las tiendas no daban abasto a cambiar las etiquetas
con los precios. Se iba la luz porque no había dinero para comprar
repuestos y arreglar las averías de las centrales eléctricas, las
aceras parecía que las hubieran bombardeado, todas con socavones
enormes, tapados de cualquier manera con tablas, parabas un taxi y
si abrías la puerta con demasiada fuerza podías quedarte con ella
en la mano, de lo viejos que estaban todos. Para los extranjeros,
claro, aquello era la gloria. En tres días un dólar podía valer el
doble. Por cuatro dólares podía uno comer como un príncipe en el
mejor restaurante de la ciudad o llevarse al hotel a una periquita
de lujo… Los aviones de vuelta volaban a Madrid con todas las
turistas forradas en abrigos de pieles. Por cierto, que Mariluz
todavía tiene el que le compré entonces, por ver si se ablandaba y
me perdonaba. Había informes de que en medio de aquel desastre el
propietario del Town Hall estaba ahogado financieramente y lo
pondría en venta muy pronto. De manera que tomé un avión y me
planté en Buenos Aires, yo las cosas las hago como las pienso, ya
te digo, me bajé del taxi, le pagué al taxista con un puñado de
esos billetes que tenían entonces, los australes, que valían menos
que un puñado de pipas, entré en el hall, o en el lobby, como le
dicen en inglés, y pensé, nada más llenarme los pulmones de aquel
aire que olía a viejo: «Marcelo, este sitio es una ruina y lo
seguirá siendo para quien lo compre, por muy barato que le
salga».
Mientras hablaba, Abengoa permanecía atento a todo, a la
gente que pasaba, a los que se sentaban cerca de nosotros, a la
nieve en los ventanales, a las mujeres especialmente, pude
observar, y al mismo tiempo tenía un aire de concentración
meditabunda, que daba de pronto a su cara una expresión fugaz de
severidad, sobre todo cuando se refería a asuntos de su negocio: he
meant business, como dicen aquí, y en cuanto llegaba ese momento
comprendí que podía fácilmente intimidar, no ya a mí, que al fin y
al cabo me asusto de cualquiera que me haga un gesto hostil o
autoritario, sino a individuos curtidos en las guerras sin cuartel
del mundo financiero, aún más temible, me imagino, que nuestras
pequeñas intrigas y zancadillas académicas.
Con una vigorosa gesticulación a la que ya no estoy
acostumbrado, Abengoa extendió los dos brazos hacia arriba como
para abarcar algo inmenso, explicándome la enormidad del hotel Town
Hall de Buenos Aires: tenía quince pisos en su cuerpo central, pero
lo flanqueaban torreones y terrazas de diversas alturas, como en
los rascacielos antiguos de Nueva York, a los que se parecía mucho
en su arquitectura y en su colosalismo. Había sido muy moderno
cincuenta o sesenta años atrás, en la edad de oro del Waldorf
Astoria y del Rockefeller Center, en un Buenos Aires que parecía
destinado a una pujanza tan sin límites como la de las grandes
metrópolis de Norteamérica. Cuando Abengoa entró en él, el Town
Hall era ya como un museo arqueológico de la hostelería del siglo
XX, con vigilantes de uniforme gris que, por falta de personal,
hacían de recepcionistas, de camareros y de botones, incluso de
ascensoristas, porque aquél era uno de los pocos hoteles del mundo
que aún no había abolido los ascensores manuales. Un muchacho
mustio, con granos en el cuello, dotado de un gorro cilíndrico con
barbuquejo y de una paciencia o una resignación de otro siglo,
atendía a los timbrazos que sonaban en cada piso y manejaba con la
mirada vacía palancas con mangos de cobre y de latón dorado y
puertas metálicas plegables que daban una extraordinaria sensación
de precariedad al viajero acostumbrado a la solvencia de los
ascensores automáticos.
Su mujer iba a reunirse con él unos días más tarde: Abengoa
pensó que a ella el hotel le gustaría. A las mujeres, me dijo, les
gusta ir a sitios que parezcan de época, les hacen sentirse
distinguidas y románticas:
–Si de algo entiendo yo, Claudio, es de hoteles y de mujeres.
Pero desengáñate, la experiencia me dice que no hay hotel como la
casa de uno, y en lo que respecta a las mujeres, después de haber
probado algunas (no tantas como camas de hotel, no vayas a
creerte), me quedo con la mía. Seguro que me comprendes, tú tienes
mucha cara de casado. Ojo, no digo que lo estés: digo que tienes
cara de casado, eso es también como un sello, como el que llevamos
los españoles en el extranjero.
Abengoa estaría, calculé, en sus late forties, y su
corpulencia ágil, su estatura chata, su pelo peinado con raya,
contrastaban con la apariencia de las personas que iban y venían
por el aeropuerto tan llamativamente como la lana de su jersey, el
paño y el corte europeo de su abrigo y el cuero de sus zapatos se
distinguían de las t-shirts y de las desaliñadas prendas y
zapatillas deportivas que llevaba todo el mundo. Me tendió mi Diet
Pepsi y al sentarse a mi lado señaló con la suya, todavía sin
abrir, en dirección al ventanal donde ya casi empezaba a anochecer,
sin que nuestros vuelos fueran anunciados ni cancelados, sin que
hubiera el menor síntoma de que en un tiempo aceptable se terminase
aquella espera eterna en la irrealidad creciente del aeropuerto de
Pittsburgh: empujada por el viento, la nieve, en la luz cada vez
más escasa, cobraba una fosforescencia sucia.
–Hay que ver -me dijo, entornando los ojos, no sé si
adormecida o soñadoramente (una irritante deficiencia del español
es que usa la palabra sueño para dos cosas tan distintas como sleep
y dream)-. Parece mentira, si te paras a pensarlo. Nosotros aquí
perdidos en una tormenta de nieve, y en Miami, ahora mismo, todas
esas chiquitas rubias bañándose en topless…
–Esto no es España -le dije, no sé si para ilustrarlo o para
desengañarlo de esa idea tan española, nacida sin duda de las
películas, de que en Estados Unidos reina una gran libertad de
costumbres-. Si una mujer se quita aquí la parte de arriba del
bikini la llevan presa por escándalo público.
Tuve un instante de abatimiento invencible: nunca iba a salir
mi avión hacia Buenos Aires, aquel hombre no iba a dejar de
importunarme con sus confidencias, con sus exageraciones y sus
manías españolas, con su impávido sexismo. En los monitores de
vídeo se alternaban los mapas meteorológicos de la costa Este y las
columnas de los horarios y destinos de vuelos junto a los que
parpadeaban signos de delayed o cancelled. El mío, por fortuna, aún
era de los primeros, aún me estaba permitido un cierto grado de
esperanza. En un televisor el anchor de un programa de la CNN
hablaba ya de la tormenta de nieve llamándola Blizzard '94, como si
fuera un acontecimiento deportivo o uno de esos megahits del
grandioso show biz norteamericano.
Afuera, en las pistas borradas por la nieve y la niebla, el
viento alcanzaba temperaturas polares, pero el interior de la
terminal de tránsitos, con el suelo forrado de moquetas color
burdeos, estaba tan insanamente overheated que Abengoa y yo
acabamos por quitarnos los abrigos y las chaquetas, y al poco él
tuvo que sacarse también su recio jersey de lana, hecho para climas
más humanos, pero para calefacciones menos tórridas. Con una
inconsecuencia muy norteamericana, una chica gorda, con pantalón de
chándal y t-shirt de manga corta, lamía un ice cream casi tan
montañoso como ella apoyándose en el muro de cristal, de espaldas
al panorama ártico de la snowstorm. Abengoa la miró con cara de
pena. Miraba exactamente a todas las mujeres, sin que se le pasara
ninguna, calibrándolas de arriba abajo en fracciones de segundo, en
parpadeos más rápidos que los de una Polaroid.
–Para mujeres las de Buenos Aires, Claudio, ya las verás
cuando llegues. Inolvidables. Espectaculares. Matrícula de Honor.
He recorrido medio mundo, y puedo decirte que la calidad de la
pierna femenina en el Río de la Plata es insuperable. Ojo, también
en la otra orilla, la banda oriental, como dicen ellos, en
Montevideo. En Montevideo destacan, por así decirlo, las morenas
con el pelo liso, lo tienen tan negro que les brilla como crin de
caballo. En Buenos Aires lo mejor son las rubias, teñidas o no, da
lo mismo, las rubias y las pelirrojas, Claudio, de parar la
circulación. Porque además está cómo se visten, las minifaldas
ajustadas que se ponen, los tacones altos. ¿Te has dado cuenta de
que en todas las horas que llevamos sentados aquí no ha pasado ni
una sola mujer con tacones?
No me había dado cuenta, claro. Uno se va haciendo poco a
poco a la vida de aquí, y cuando vuelve a España ya encuentra algo
up setting que las mujeres se pinten los labios y se pongan tacones
y minifalda para hacer el shopping en la mantequería de la esquina,
o que las chicas acudan a la junior high school maquilladas como
gheisas, con corpiño, o top, según creo que llaman a esa prenda
innegablemente turbadora, con los tiernos ombligos al aire,
traspasados por un anillo… Por lo demás, oír hablar de mujeres en
términos físicos era algo que me sonaba igual de antiguo que el
abrigo echado por los hombros de mi padre, o que aquellos
cigarrillos negros sin filtro que ya entonces habían empezado a
matarlo sin que él lo sospechara.
Mientras escuchaba a Abengoa, yo miraba instintivamente a mi
alrededor, por miedo a que aquella conversación fuera sorprendida,
como si estuviera en el departamento y alguna faculty de feminismo
agresivo rondara en busca de una oportunidad de acusarme de verbal
harrassment o de male chauvinism. Pero él, Abengoa, estaba claro
que vivía en otro mundo, no sé si más feliz, pero sí menos
sobresaltado. Su ignorancia de las tremendas gender wars me
pareció, contra mi voluntad, tan envidiable como su desenvoltura de
narrador inocente, o naïf, para ser más exactos, aunque ya sé que
tal noción es en sí misma tan discutible, tan, lo diré claro,
sospechosa, como la de autor, o la de
(italics, por supuesto) obra.
–Las mujeres y los hoteles -dijo, como recapitulando,
bebiendo tan pensativamente como si probara un sorbo de vino, y esa
declaración fue el principio de su confidencia, o de su relato, si
he de aplicar le mot juste, pues hasta entonces, cabría decir, se
había limitado a enunciar lo que llama Derrida su aparato
pretextual-. Ésa es mi vida, Claudio, con sus luces y sus sombras,
no te lo niego. A causa de una mujer y de un hotel no puedo volver
a Buenos Aires…
Era de esas personas que buscan siempre corroboraciones
materiales o documentales a lo que están diciendo: si hablan de su
mujer y de sus hijos, nos muestran la foto que llevan en la
cartera; si aseguran que un poema o una música los emocionan, se
remangan casi temiblemente la camisa para que veamos cómo se les
eriza el vello nada más que al mencionar esa emoción arrolladora;
si nos cuentan que pertenecen a un club de aviación, o de pesca
submarina, producen inmediatamente del interior de un bolsillo la
tarjeta que lo certifica. Abengoa, al hablarme del hotel Town Hall
(«esos argentinos, siempre con la manía de ponerle nombres ingleses
a todo»), rebuscó en una bien surtida cartera hasta encontrar un
pequeño calendario de algunos años atrás que tenía en el reverso la
foto en color de un edificio vagamente parecido al Waldorf Astoria,
con un letrero vertical en la fachada que imitaba el del Radio City
Music Hall. Entonces no me paré a pensar en la rareza de que
Abengoa siguiera llevando en la cartera un calendario tan pasado.
Era una foto nocturna, pero los colores del letrero luminoso y del
cielo azul marino, así como la luz que procedía del lobby y
brillaba en algunas ventanas, tenían esa crudeza de las postales
turísticas españolas de los años sesenta: justo cuando el bigote
fino de mi padre era aún negro y él salía a la calle con el abrigo
por encima de los hombros y un cigarrillo recién encendido en un
lado de la boca, en esos tiempos en que las estrellas de cine
todavía fumaban y las compañías tabaqueras guardaban el secreto del
cáncer de pulmón. Qué raro, pensé, mientras Abengoa no dejaba de
hablarme, que este hombre no mucho mayor que yo me esté haciendo
recordar a mi padre.
–No te niego que desde fuera el edificio impresiona -estaba
diciendo Abengoa cuando volví de mí mismo, del breve sueño pasajero
en el que aparecía mi padre, joven todavía e intocado por la
muerte, con su pelo negro y ondulado, con la sonrisa que tenía al
volver a casa, cuando se quitaba el abrigo de los hombros, pero no
el cigarro de la boca, y sacaba del bolsillo, como regalo para mí,
un cucurucho de papel lleno de cacahuetes recién tostados, o de
castañas asadas, si era el tiempo-. El hall, las lámparas, incluso
los ascensores, si me apuras, a pesar de aquellos manubrios, tenían
clase, como dice Mariluz, que en cuanto vio aquellas maderas y
aquellas alfombras se quedó encantada, como romántica que es. Todo
lo antiguo le gusta, no puede remediarlo, las civilizaciones, el
antiguo Egipto, todo lo exótico, el Oriente, los Califas, la China
milenaria. Cada vez que la llevo a la Alhambra y entra en el Patio
de los Leones se echa a llorar, se queda en éxtasis, dice que en
una encarnación anterior ella debió de ser una sultana o una
princesa mora. Recuérdame que te enseñe después la foto que nos
hicimos los dos vestidos de moros en la Alhambra, una de esas fotos
que parecen antiguas…
Temí que buscase de nuevo en la cartera, que me enseñara la
previsible sucesión de sus snapshots de familia. También, debo
confesarlo, me impacientaba aquella divagación tan poco pertinente
al hilo principal de su historia. ¿Me estaba convirtiendo, a esas
alturas de mi vida profesional, en un receptor pasivo y acrítico,
en eso que Cortázar llamó, certera, pero infortunadamente, «un
lector hembra»? ¿Estaba Abengoa, sin saberlo, ejerciendo la
digression como transgression, como ruptura del discurso narrativo
canónico, al modo de ciertos textos de Juan Goytisolo que yo mismo
analicé en un paper titulado Homo/hiper/hetero/textualidad, al que hizo una
mención muy breve, pero halagadora, el profesor Paul Julian Smith
en uno de sus trabajos más recientes? (Imagino el disgusto que se
llevaría Morini cuando leyó mi nombre en un artículo de la
indiscutible primera figura de los Hispanic
Studies.)
–Perdona, Claudio, que no me acuerdo de lo que estaba
contándote -por instinto Abengoa regresaba a la narración lineal-.
Con tantos aeropuertos y cambios de horario no tiene uno la cabeza
en su sitio.
–El hotel de Buenos Aires -dije, algo nervioso, impaciente-.
Tu llegada.
–Pues lo que te digo -había guardado el calendario y la
cartera y se cruzaba de brazos para resumir confortablemente su
narración-. Un desastre. No quiero contarte en qué estado se
encontraban las habitaciones, sobre todo en los pisos más altos, en
el piso quince, que fue a donde me mandaron, al extremo de un ala,
como si el hotel estuviera lleno, aunque yo ya me había dado cuenta
de que no podían tener más de cuatro o cinco habitaciones ocupadas.
¡Cuatro o cinco, Claudio, de un total de novecientas! Los muebles
de desecho, el espejo del armario roto, la mesa de noche quemada de
colillas, y también la colcha, claro, y la moqueta, tan raspada que
en algunos sitios se veía la tarima de madera, y la televisión de
aquellas en blanco y negro con la pantalla abombada. Del cuarto de
baño ni te cuento, de una falta de profesionalidad vergonzosa, de
juzgado de guardia, la ventana que no cerraba bien, la ducha de
aquellas que antes llamábamos de alcachofa, toda oxidada, una
pastilla de jabón a medio gastar, el papel higiénico negruzco y
áspero, como el que tenían en los hoteles soviéticos, que te lijaba
el culo, con perdón, te lo digo por experiencia, de cuando
estuvimos Mariluz y yo en un viaje organizado por la ruta del
Doctor Zhivago. La habitación, un verdadero mausoleo, y la cama un
ataúd, con el somier flojo, que se hundía hacia el centro, y la
ropa de cama una mortaja, pero todo, eso sí, de gran lujo, la cama
queen size, la bañera doble, el lavabo de mármol, los muebles con
terminaciones de marfil y aluminio. Un lujo, por lo menos, de hace
sesenta años, y sin que hubieran tocado ni arreglado nada desde
entonces, las puertas que no ajustaban, las sillas cojas, la
cisterna del retrete gorgoteando día y noche, la televisión con
rayas, que había que darle un golpe para que se quedara quieta la
imagen, y además sólo podía verse tres o cuatro horas al día, por
las restricciones eléctricas de entonces. Ésa era otra, los cortes
de energía. Se iba la luz de pronto y tardaba horas en volver, así
que si un negocio no disponía de su propio generador iba a la
ruina, se pudría la comida en los frigoríficos, se quedaba la gente
atrapada en los ascensores o tenía que subir a pie diez o quince
pisos…
No era sólo el hotel Town Hall, me contó, era Buenos Aires
entera desmoronándose, cayéndose a pedazos, las aceras reventadas,
tapadas con tablones, los cables ilegales del teléfono o de la
electricidad que se quemaban de noche y caían ardiendo a la calle,
las tiendas de lujo de la calle Florida o del barrio de la Recoleta
iluminadas por bujías o velas o lámparas de keroseno en los
atardeceres, el ruido monótono de los generadores de electricidad
oyéndose en todas partes, la gente yendo de un lado a otro
desesperada o alucinada, contando billetes usados en medio de la
calle o en los autobuses que se caían de viejos, haciendo colas
ante las puertas de los bancos para desprenderse de la irrisoria
moneda nacional y comprar dólares.
–Yo me había citado con Mariluz en Buenos Aires, por aquello
de conformarla un poco por tantos viajes en que la dejaba sola, ya
sabes, una segunda luna de miel. Además, a ella le gustan mucho los
tangos, todo lo que sea típico, lo auténtico, como dice ella, nada
de imitaciones, se muere por la samba brasileña, y por el fado
portugués, pero el tango es que la vuelve loca. Viajar a Buenos
Aires y escuchar tangos en El Viejo Almacén era el sueño de su
vida, lo más grande, no sé, como para un japonés escuchar el
concierto de Aranjuez en Aranjuez. Esto era un miércoles, y ella
iba a llegar el viernes, pero cuando vi el aspecto que tenía el
hotel estuve a punto de llamarla para que cancelara el billete. Y
la llamé, ahora que me acuerdo, pero el teléfono no funcionaba, la
gente robaba entonces los cables del teléfono para vender el cobre.
Tampoco podía llamar al room service, en caso de que lo hubiera,
así que decidí salir a tomar algo antes de que se me hiciera más
tarde, y también para no quedarme dormido a deshoras, es lo peor
que puedes hacer cuando vuelas tan lejos y se te trastorna el reloj
biológico, como yo digo. Actividad, Claudio, es el único remedio,
lo peor es quedarse tirado en la cama y ponerse triste mirando la
televisión, que también era de pena. Imagínate, eran tan pobres que
en los concursos el premio máximo podía ser una cafetera, o una
batidora. Guardé mis cosas en el armario, me di una ducha en aquel
cuarto de baño repugnante, intenté llamar de nuevo a Mariluz o a
recepción y seguía sin haber línea, puse la tele y no había
empezado todavía la programación, ya te digo que sólo funcionaba
cuatro horas, de seis a diez de la noche. Así que nada, había que
tirarse a la calle. Y mira por dónde, justo cuando yo salía de mi
habitación vi que se abría una puerta en el otro extremo del
pasillo. Pero en vez de a una criada vieja, una mucama, como dicen
ellos, o uno de esos huéspedes con cara de momia que hay en los
hoteles antiguos, ¿sabes a quién vi aparecer?
Dije que no con impaciencia, ya puerilmente atrapado en el
relato: en su manejo de las pausas Abengoa mostraba un perfecto
control de los devices narrativos.
–A una tía de caerse de espaldas -dijo, triunfal, tras unos
segundos muy calculados de silencio-. A la mujer más guapa que he
visto en mi vida.
Dijo que lucía una gran melena rubia, un traje de chaqueta
oscuro, ancho en los hombros y muy ceñido a las caderas, unos
tacones que la hacían parecer más alta, «aunque sin la menor
necesidad», unos ojos rasgados, verdes, felinos (el adjetivo es
suyo), espléndidamente maquillados, que se fijaron enseguida en él
al mismo tiempo que su boca grande y carnal le sonreía sin reserva
ninguna, la típica sonrisa de la mujer porteña, me anunció, como
quien le anticipa las maravillas de un país al viajero que se
dispone a visitarlo por primera vez.
–Pero no la vi más que unos segundos -prosiguió, right to the
point, ajeno a toda incertidumbre, a todo sobresalto teórico-. Por
que vino un apagón y yo no tenía mechero ni cerillas. Justo un poco
antes me había quitado del tabaco, el cuatro de abril, ahora ha
hecho cinco años.
Dio unos pasos en la total oscuridad y rápidamente se sintió
perdido. Su acendrado miedo al ridículo -otro rasgo arqueológico de
españolidad- le impedía pedir auxilio, llamar a la mujer para que
le ayudara a orientarse. No escuchó pasos, ni el sonido de ninguna
puerta, pero le pareció que sonaba muy cerca el motor de una
aspiradora. También olió un aroma fuerte de colonia o perfume, tal
vez de madreselva, que lo excitó mucho, me dijo, ya que una de sus
flaquezas eran esos olores refinados de las mujeres, «que las
envuelven», añadió, ya emocionado, «y al oler el aire cerca de
ellas parece que uno estuviera oliéndoles la piel debajo de la
ropa».
Pensó en el hueco de las escaleras y en el del ascensor, en
los quince pisos de profundidad que podrían abrirse ante él si daba
un mal paso. En la oscuridad notaba de golpe todo el derrumbamiento
físico de las catorce horas de vuelo transatlántico. Entonces
volvió la luz y se encontró paralizado y absurdo en medio del
pasillo, y ya no vio ni rastro de la mujer que lo había mirado tan
prometedoramente unos segundos atrás. Sí vio a una criada de
uniforme que cruzó al fondo, de una habitación a otra, con una
aspiradora en la mano, moviéndose como furtivamente, volviendo un
segundo la cabeza hacia él y haciendo luego como que no le había
visto, quizás por temor a que le pidiera algo. Durante un segundo
le pareció que atisbaba en el aire un olor a madreselva. Pensó
distraídamente que el ruido que le había llegado unos segundos
antes no podía ser el de la aspiradora. ¿Cómo iba a serlo, si no
había corriente eléctrica? Pero de nuevo Abengoa se aventuraba a un
twist narrativo:
–Claudio, por cierto, ¿tú estás casado? – dijo de
pronto.
–Lo estuve -creo que no pude evitar un gesto de desagrado o
de melancolía al responderle. ¿Pensaba que el impudor con que se
refería a su propia vida le autorizaba a enterarse de la mía? Iba a
decirle, casi contra mi voluntad, que estaba divorciado de una
mujer norteamericana, y que me quedaba el triste alivio de no haber
tenido hijos que siguieran atándome a ella a pesar de la ruptura y
la distancia, pero Abengoa ya estaba en otra cosa, en lo suyo,
apenas habría oído mi respuesta.
–Pues entonces comprenderás lo que voy a decirte. Los
hombres, Claudio, no tenemos arreglo. Yo no sé éstos de aquí, pero
lo que es a nosotros, los latinos, los españoles, no hay quien nos
corrija. Como yo digo, la jodienda no tiene enmienda. Unos minutos
antes yo estaba sintiéndome solo en la habitación del hotel y
pensando en las ganas que tenía de que llegara Mariluz. Ya sabes:
Buenos Aires, el tango, la segunda luna de miel y tal. Y que conste
que yo a Mariluz la idolatro, Claudio, veintidós años casados y ni
un solo día me he arrepentido ni he tenido la tentación de dejarla
por otra. Bueno, pues vi a la rubia en la puerta de aquella
habitación y me olvidé completamente de Mariluz. Peor todavía,
Claudio, para que no digas que te oculto nada, me puse a calcular
el tiempo que me faltaba para intentar beneficiarme a la rubia
antes de que Mariluz llegara a Buenos Aires, menos de cuarenta y
ocho horas después.
Era muy improbable que aquel hombre hubiera leído Les Confessions de Rousseau: y sin embargo había
heredado su influjo, casi hacía paráfrasis de sus peores excesos de
exhibicionismo. Abengoa, como Rousseau, parecía incapaz de callarse
nada, no por simpatía hacia mí, ni por necesidad de confiarse a
alguien, sino nada más que por hablar, por la pura urgencia
española de conversar con quien sea, o de pegar la hebra, como dice
siempre mi colega C.W Waynne, de Lincoln, Nebraska, que es un
enamorado de Delibes, hasta tal punto que en invierno lleva boina,
y no gorro de nieve, y está teniendo problemas en su departamento,
radicalmente non smoking, por su afición a fumar
picadura.
–Las cosas como son, Claudio, yo me conozco: si estoy en
casa, en España, no hay ningún peligro, me encuentro en la gloria
con Mariluz, y con mis dos hijas, que son estupendas, la mayor hace
Filología Inglesa y la pequeña empieza el curso que viene
Empresariales. Pero cuando salgo al extranjero, cuando me veo solo
en un hotel, en otro país, no tengo remedio, incluso antes, nada
más llegar a la terminal internacional de Barajas ya se me están
yendo los ojos, ¿no te pasa a ti? Ese bullicio, todas esas mujeres,
de todas las razas, tan misteriosas, empujando sus carritos de
equipajes, llamando por teléfono cualquiera sabe adónde. Si se me
cruza una que me gusta no paro hasta tirarle los tejos, y nunca me
doy por vencido antes de presentar batalla, que es lo que les pasa
a tantos hombres, que se rinden sin luchar, como yo digo, sobre
todo ahora, que hay tantos como afeminados, como debilitados, con
esos pendientes y esas coletas que se dejan. ¿Has leído eso que
dice un informe científico, que cada vez producen menos
espermatozoides? Yo subo al avión y ya voy pensando si me tocará en
el asiento de al lado una de esas rubias estupendas que he visto
esperando en la cola, o fumando en la cafetería, pasan cerca de mi
y abro bien la nariz para oler mejor esas colonias extranjeras que
se ponen, y si me roza una en el pasillo del avión, o al entrar o
al salir del lavabo, en esos vuelos que duran toda la noche, me da
como un instinto de irme detrás de ella, como siguen los perros el
rastro de las hembras, aunque esté fea la comparación. ¿No te pasa
lo mismo cuando sales al extranjero?
«Yo es que vivo en el extranjero», pensaba haberle dicho,
pero en ese momento Abengoa había dejado de hacerme caso, tal vez
sumergido en un paréntesis de contratiempo y actividad frustrada
que lo apartaba de su narración, y hasta de mi presencia. Miró el
reloj, se removió en el asiento, miró de soslayo a una chica que
pasaba, y que sin duda no merecería su interés: una rubia mustia,
con anchas gafas de miope, con coleta, en bermudas, con sneakers de
colores reflectantes. Qué raro no haber notado hasta entonces lo
que a él le desazonaba tanto, que no hubiera mujeres bien vestidas
en el aeropuerto, que no se escucharan entre tantos pasos cansados
y bovinos el redoble de unos zapatos de tacón…
Hacía un rato que era noche cerrada y ya no soplaba el
viento. La nieve caía muy tupida, suave, vertical, porosa, y a la
luz de los grandes reflectores se distinguían algunos aviones
inmóviles en las pistas de aterrizaje. Tenía hambre, y le ofrecí a
Abengoa uno de los whole wheat sandwiches que me había preparado en
casa antes del viaje, a fin de evitar los precios delictivos que
cargan en los snack bars de los aeropuertos, así como las muy
dudosas cualidades nutritivas de los alimentos que expenden. Comió
con agradecimiento y voracidad, aunque no sin manifestar su
añoranza por la, según él, incomparable comida española, por la
dieta mediterránea. Yo creo que la euforia del lunch -modesto, pero
sustancioso- le animaba a continuar más enérgicamente su relato. Si
en ese momento hubieran anunciado la salida de su vuelo o del mío
estoy seguro de que se habría sentido disappointed. ¿Pero no me
habría ocurrido lo mismo a mí? ¿No es el relato, y sobre todo el
relato oral, un territorio cómplice?
–Podía haber esperado a encontrármela abajo, en el bar o en
el hall, pero para ganar tiempo, ya sabes que yo lo tenía muy
justo, me armé de valor y llamé a su puerta, sin preocuparme
siquiera de inventar un pretexto. Pero no me contestó nadie, y
además no se veía luz, ni se oía nada dentro de la habitación, así
que pensé que a lo mejor había llamado a una puerta que no era.
Rondé un rato por el pasillo, pero no vi ni oí nada, y además la
misma criada vieja de antes, la mucama, andaba por allí con su
aspiradora y sus trapos de limpieza, sin limpiar nada, desde luego,
pero mirándome raro, como si supiera lo que yo estaba buscando.
Llamé al ascensor para bajar al hall. Tardó una eternidad en subir,
y cuando el ascensorista abrió y volvió a cerrar la cortina
metálica y empezó a manejar aquellos botones y manubrios tan
antiguos, la caja se movía de una manera muy brusca, como
desplomándose y parándose luego, y todo crujía y gruñía, ya sabes,
como esos armatostes antiguos, y yo pensaba, estoy a quince pisos
de altura, verás como haya un corte de luz o este tío tan pálido se
equivoque de palanca.
–No se preocupe -le dijo el ascensorista, acostumbrado sin
duda a adivinarles el pensamiento a los viajeros novatos-. Le
informo al señor de que en sesenta años esta maquinaria sólo ha
fallado una vez.
Por aprensión, Abengoa no quiso preguntar cuándo, ni con qué
consecuencias. En el lobby vio con cierta sorpresa que había dos o
tres recién llegados con bolsas y maletas rellenando impresos en el
desk de recepción. La burocracia en Argentina es terrible, me dijo,
siempre proclive a las informaciones pedagógicas, mucho peor que en
España, para que nos quejemos tanto: hasta para salir del país le
hacen a uno rellenar papeles y papeles, y poner sellos, y pagar
tasas. En aquel momento, en el lobby del hotel Town Hall, la
inquietud erótica que se le despertaba en el extranjero llegaba a
borrarle su preciado instinto profesional: sólo tenía ojos para
buscar a la mujer a la que había visto un instante en el pasillo
del piso quince.
Examinó el bar, que era inmenso y estaba en penumbra, y tenía
anchas columnas blancas cuyos capiteles dorados se perdían en las
oscuridades del techo y arañas tremendas, aunque cubiertas de polvo
y sin duda inservibles, que él sentía gravitar sobre su cabeza como
si estuvieran a punto de caérsele encima. Todo eran reliquias de
viejas grandezas decaídas, dijo Abengoa, «estilo inglés, que es lo
que les gusta a los argentinos»: había hondos sillones de cuero
deslucidos o desollados, estanterías con libros que no tenían pinta
de haber sido abiertas en medio siglo, mesas bajas sobre las cuales
podía encontrarse un ejemplar de La Nación
o The Times sujeto por un bastidor de
madera, «ya sabes, como en los clubs ingleses».
En la barra, un barman con smoking rojo agitaba una
coctelera. Inclinó exageradamente la cabeza lamida de gomina cuando
Abengoa pasó cerca de él, dedicándole una sonrisa cuyo servilismo
quedaba malogrado por la notoria ausencia de un
diente.
Del bar se pasaba al comedor por un arco de proporciones
catedralicias. Había, calculó con ojo experto, unas doscientas
mesas, y todas ellas tenían puesto un mantel y un servicio
perfectamente ordenado para la cena, con cubiertos de plata
ligeramente amarilla y cristalería exquisita, pero no se veía el
menor rastro de camareros ni de comensales. Vio fugazmente, o creyó
que veía, a alguien sentado muy al fondo, medio oculto por una
columna. Su instinto de cazador, de skirt chaser para decirlo con
más exactitud, se sobresaltó durante unos segundos, los que tardó
en darse cuenta de que aquella figura inmóvil, iluminada por la luz
de la mesa en la que apoyaba los codos, no era la mujer a la que
había visto en el corredor. En realidad, descubrió fijándose con
más cuidado, después de un parpadeo, aquella figura que había
imaginado ver con tanta exactitud, el pelo rubio y el rojo de los
labios tentadoramente resaltados por la luz artificial, incluso el
hilo vertical de humo de un cigarrillo, no era más que una sombra,
y ni siquiera de una presencia humana, sino tal vez de uno de los
brazos de las arañas del techo, un espejismo de su propio cerebro y
de sus ojos fatigados.
La soledad entonces lo desalentó, cosa muy poco habitual en
él, que atribuía tales abatimientos a los desarreglos horarios y
alimenticios, al mero efecto del jet-lag. Habría debido quedarse a
cenar en el hotel, para investigar la calidad de la comida y del
servicio, pero imaginaba de antemano que ambos serían espantosos, y
aunque no era nada tímido lo arredraba un poco sentarse a solas en
aquel comedor tan inmenso, tan abrumado por la proximidad de la
ruina.
Decidió que saldría a cenar algo: lo desanimó el aspecto de
la ciudad solitaria y a oscuras. «Parecía que todo el mundo se
había marchado, Claudio, que habían dado al país por imposible. En
la plaza de Mayo, ni siquiera en las ventanas de la Casa Rosada
había luz. Como si hubieran dicho, apaga y
vámonos.»
La única luz de toda la plaza era una llama que ardía, dijo
Abengoa, en uno de esos braseros de bronce que se ven en las
películas de romanos, junto al muro de un edificio con columnas «de
templo clásico», precisó, no sin volver a informarme de la pasión
de su mujer por todo lo que tuviera que ver con la Antigüedad. La
llama, agitada por el viento, difundía una claridad rojiza e
inestable sobre la acera: esta vez Abengoa sí vio con exacta
nitidez a la mujer del hotel, con el mismo traje de chaqueta, la
melena ahora pelirroja por el brillo del fuego. Sin que lo
detuvieran consideraciones de decoro o cansancio se lanzó a cruzar
entre los jardines de la plaza, de pronto animoso y lúcido,
despejado, sin rastro de jet-lag, sintiendo que su deseo crecía con
una oleada cálida de certidumbre: la mujer estaba sola en Buenos
Aires, tan sola como él, había salido a cenar y al verle a él había
resuelto, con la desenvoltura admirable de las extranjeras, que
irían juntos a un restaurante, ahorrándose el oprobio que pesa
siempre sobre los comensales solitarios. «Imagínate, Claudio, me
puse a cien cuando vi que me reconocía, que me hacía un saludo con
la mano.»
Pero el saludo no debió de ser de bienvenida, sino de adiós:
cuando Abengoa llegó al otro lado la mujer ya no estaba parada
junto a las columnas de aquel edificio, que resultó ser la
catedral. Buscó en las zonas oscuras del atrio, siguió caminando
por la acera en dirección a una calle muy ancha y algo mejor
iluminada, aunque no mucho, con tal aire de desolación que se
sorprendió al comprobar que era la famosa avenida de Mayo. Se
sentía estafado, humillado: con la desilusión regresaba el
abatimiento. En una pequeña trattoria tomó una pizza y media frasca
de vino. El tinto italiano, ácido y ligero, lo reanimó, y terminó
la cena con una copita de grappa. La misteriosa mujer rubia, según
él mismo la denominó, seguía siendo el centro de sus
prioridades.
–Tú no me vas a comprender, Claudio, porque a ti se te ve, no
te lo tomes a mal, que eres un poco triste, como todos los
artistas. Pero es que a mí la tristeza no me dura, aunque algunas
veces me empeñe, es como un amigo mío que se empeña en coger el
hábito de fumar y no lo consigue, fíjate qué tío más raro, enciende
un pitillo y al principio le gusta, me dice, pero luego se aburre
enseguida, se compra un paquete y lo pone en la guantera del coche
a ver si se aficiona a fumar conduciendo, pero se le olvida que lo
lleva. Yo comprendo que si me durara más la tristeza tendría más
vida interior, por ejemplo, aquella noche en Buenos Aires, pero fue
tomarme la pizza tan rica, tan fina y tan bien tostada, y beberme
el vino y luego la grappa, y me puse tan contento, y fíjate si
somos tramposos los hombres que en un momento pensaba que cuando
llegara Mariluz iba a llevarla a aquella trattoria y al momento
siguiente ya estaba dándole vueltas a cómo podría montar guardia
cerca de la habitación de la rubia sin llamar la
atención…
Estaba inclinada, una rodilla más alta que la otra, tratando
de ajustar en el pie izquierdo un zapato negro de tacón, que
Abengoa encontró sumamente sofisticado, como los que llevaban las
mujeres en las películas de antes. Modelado por la media oscura y
traslúcida, el pie descalzo de la mujer tenía una forma exquisita.
La mucama vieja (a estas alturas del relato Abengoa había pasado a
llamarla «la vieja de los cojones») limpiaba en el otro extremo del
pasillo el marco dorado de un espejo, lo cual le permitía espiar
sagazmente sin volver la cabeza.
–Se me torció el taco -dijo ella: tenía una voz porteña un
poco ronca, pero espléndida, tan envolvente (me pregunto de dónde
había sacado Abengoa ese adjetivo, que desde ese momento empezó a
usar con cierta profusión), como el perfume de madreselva, que tan
cerca de ella cobraba una intensidad de tentación-. Según caminaba
casi me caí.
–¿Se ha hecho usted daño? – Abengoa imitaba al contarme la
escena el tono inusualmente polite que había empleado con ella-. Si
me lo permite, le ayudo.
–Estaba por pedírselo.
Comprendió enseguida, me dijo, no sin jactancia, que la
torcedura era un pretexto: la mujer rubia se incorporó apoyando
todo su peso en él, y le apretó la muñeca, casi la palma de la
mano, mientras se aseguraba de que podía caminar con firmeza. Echó
a un lado la gran melena para sonreírle dándole las gracias. Estaba
tan cerca de él que sin la menor dificultad, con sólo aproximarse
un poco, habrían podido abrazarse.
«No me vas a creer, pero en el fondo yo soy un gran tímido»:
Abengoa subrayó esa declaración melancólica, aunque improbable, con
un movimiento pesaroso de cabeza. La mirada de la mujer, los labios
entreabiertos y rojos, la melena rubia, el olor a madreselva, le
empujaban, según su expresión literal, a tirar
p’alante: pero se acobardó, inesperadamente, se achantó, para
usar de nuevo sus palabras, temía de pronto que aquella fuera
demasiada mujer para él, se sentía tan amedrentado como un chico de
quince años, qué vergüenza, qué golpe bajo para su self esteem,
seguía lamentando cinco años después.
Se despidió de ella, le deseó buenas noches, se volvió cuando
ya estaba llegando a la puerta de su habitación y enrojeció al ver
que ella también se volvía con la llave en la mano, invitándolo una
vez más sin palabras o burlándose de su indecisión. Volvió a decir
buenas noches, inclinó tontamente la cabeza, con un envaramiento de
español asustado por el extranjero, que se convirtió en
mortificación cuando reparó en el sonido de la aspiradora y vio de
soslayo que la criada impertinente lo miraba con sarcasmo o con
lástima y le hacía una seña con la mano, como urgiéndole a que
entrara en su habitación, a que no hiciera más el
tonto.
Se tiró en la cama, irritado consigo mismo, cayó en la cuenta
de que aún no había hablado por teléfono con su mujer, que estaría
ya muy nerviosa por la proximidad del viaje, haciendo maletas,
buscando el pasaporte y el billete, asegurándose de que no olvidaba
el transilium imprescindible para dormir en la larguísima travesía
nocturna. Después de calcular no sin dificultad la hora que sería
en España, llamó a Mariluz (cuando me hablaba de ella usaba siempre
su nombre de pila, como si también yo la conociera). Su voz sonaba
a la vez cercana y confusa, distorsionada por el estado de desastre
de las líneas telefónicas argentinas. Estaba como loca, me dijo
Abengoa, y al decirlo se le puso una ancha sonrisa no sé si de
ternura o de indulgencia que sólo le rondaba por la cara cuando se
refería a su mujer. Estaba tan ilusionada con el viaje y con el
reencuentro de los dos que a él le hizo casi sentirse un canalla,
«y eso que ya sabes que yo no soy un sentimental»: cualquiera que
le estuviera escuchando habría dicho que Abengoa y yo llevábamos
toda la vida conociéndonos, y como el tiempo de espera en los
aeropuertos se vuelve tan raro enseguida, yo ya no sabía desde
cuándo estaba escuchándole, y se me confundían no sólo las horas,
sino también los espacios, la terminal del aeropuerto de Pittsburgh
y el hotel Town Hall de Buenos Aires, y el cansancio que me
apretaba en las sienes y en la nuca por culpa de la larga espera,
del rumor de la gente y de los acondicionadores de aire, me parecía
el mismo que había agobiado aquella vez a Abengoa a causa del
jet-lag.
Con vehemencia, con temerosa picardía, Mariluz puso un tono
íntimo de voz para decirle que le echaba de menos en la cama tan
grande, le preguntó cómo era la cama en la que él estaba ahora
mismo acostado. A seis mil kilómetros de distancia, dijo Abengoa,
la voz de su mujer le despertaba inopinadamente un discreto
arousal.
Unos golpes sonaron entonces en la puerta: separados entre
sí, como sigilosos, y Abengoa al mismo tiempo se sintió
adúlteramente incitado y tuvo miedo de que Mariluz pudiera oírlos y
descubriera lo que significaban, aunque en la misma fracción de
segundo comprendió, con una anticipación de desengaño, que quien
llamaba a su puerta también podría ser un camarero, o la mucama
vieja. «Pero yo sabía que era ella, Claudio, lo sabía al oír esos
golpes igual que si hubiera olido el perfume de madreselva, hasta
me parecía que ya lo estaba oliendo a través de la
puerta.»
No preguntó quién llamaba, tan sólo miró hacia la puerta
apretando en la palma de su mano la parte del teléfono próxima a su
boca, mientras que por el auricular seguía escuchando la voz de
pronto cotidiana y un poco desacreditada de su mujer. Pero no tuvo
que inventar un pretexto para colgar de inmediato. Mariluz, con su
prudencia habitual, dijo que una llamada desde tan lejos costaría
mucho dinero, y más desde un hotel, que muy pronto se hablarían en
persona. «Dime una cosa bonita, anda», le pidió al despedirse, y
él, ya incorporado, impaciente por colgar y abrir la puerta, le
dijo «pues que te quiero, chata», con distracción, hasta algo
irritado en su desasosiego masculino.
Pero cuando abrió ya no había nadie: había tardado mucho en
responder, pensó, mezquinamente resentido contra Mariluz, queriendo
imaginar ahora, para aliviar la decepción, que quien había llamado
podía ser un camarero, tal vez el obsequioso ascensorista, o la
vieja impertinente y sucia de la aspiradora. En el corredor, a
pesar de las arañas decrépitas y de los grandes espejos, tan sólo
había un poco de luz mustia, que parecía tan usada y gastada como
los dibujos de la alfombra o el tejido amarillento de los
cortinajes. Se dio cuenta de que oía una música al mismo tiempo que
reparó en la raya de luz oblicua que procedía de una puerta
entornada, la misma que había visto abrir a la mujer de la melena
teñida de rubio y los labios pintados de rojo.
–Lo vi claro, Claudio -dijo, cortando el aire con la mano
derecha extendida como para indicarme una inflexible línea recta-.
Esta vez sí que no iba a arrugarme.
En el espejo turbio de polvo que la mucama había fingido
limpiar un poco antes mientras le espiaba, Abengoa «se pasó
revista», se dio un toque en la corbata, en la raya del pelo, sacó
pecho y, por usar sus mismas palabras, se tiró de cabeza a la
aventura. Conforme se acercaba a la puerta entornada la luz que
procedía de ella se le antojaba más vívida, y la música se iba
volviendo más precisa: inevitablemente, lo que Abengoa escuchaba o
recordaba haber escuchado era un bolero, género musical con el que
me confieso nada acquainted, pero del que no ignoro las
connotaciones, las culturales y sexuales, gracias a los valiosos
estudios de Iris M. Zavala.
–En todos los días de mi vida no se me olvidará aquel bolero,
Claudio, se me eriza el vello al acordarme -de nuevo hizo ademán de
remangarse para constatar el celebrado efecto físico de su
emoción-. Caminemos. ¿Tú no lo
conoces?
Iba a decirle que desdichadamente mis conocimientos de la
música popular latinoamericana no llegan más allá de los cantos
reivindicativos de Quilapayún, Inti Ilimani et
allii, que escuchaba con frecuencia, aunque sin mucha atención,
en los años ya tan lejanos de mi vida universitaria en Madrid. Pero
una vez enunciado el score musical de su relato, Abengoa se
adentraba en los preparativos del clímax sin detenerse a observar
el efecto de sus astucias narrativas (¿es inocente o casual el
hecho, ya señalado por Lacan, de que la misma palabra aluda a la
culminación del juego sexual y el juego textual, a la encrucijada
de texto y sexo en la que ambos se subvierten, ya convertidos en
text y sex, para usar el pun revelador formulado casi en su lecho
de muerte por el eximio Paul de Man?).
Empujó la puerta, la fue cerrando sin volverse, se recostó
contra ella mirando a la mujer que estaba al otro lado de la cama
inmensa y decrépita de aquella habitación que resultó ser la suite
nupcial, también ella recostada, echada perezosamente contra el
alféizar de la ventana, desde la cual Abengoa vio luego, sin
prestar mucha atención, un paisaje apocalíptico de rascacielos con
todas las luces apagadas, iluminados durante fracciones de segundo
por los relámpagos de una tormenta que se abatió poco después sobre
la ciudad con una lluvia furiosa de trópico. Al fondo de la
habitación el disco de boleros giraba en uno de esos tocadiscos
antiguos que estaban como empotrados en un mueble, me explicó
Abengoa, siempre atento al detalle circunstancial.
«Tardabas tanto»: eso fue lo que le dijo la mujer, y por el
modo en que Abengoa repitió sus palabras daba la impresión de que
eran más bien el título de uno de aquellos boleros. No hablaron
nada más, fueron el uno hacia el otro como deslizándose sin sonido
de pasos sobre la moqueta tiñosa, y al abrazarse ella apretó contra
él sus caderas hasta hincarle casi dolorosamente los huesos anchos
de la pelvis, moviéndose onduladamente, rozándole sin
incertidumbres de preámbulo, sin el menor residuo de pudor. Aquí
debo repetir, no sin embarrassment, las palabras textuales de
Abengoa: «Restregándoseme toda».
Es obvio que no me ahorró a continuación ningún detalle sobre
su performance, que aun pareciéndole a él inusitados y hasta
triunfales seguían muy estrechamente las secuencias narrativas de
esas adult movies que ahora están empezando a estudiarse incluso en
algunos circunspectos departamentos de español como muestras de la
retórica del exceso que subyace al discurso pornográfico. Igual que
en ellas, Abengoa se extendió imperturbablemente en pormenores
sobre la insaciabilidad de la mujer y lo inagotable de su propia
potencia, relatando con particular detalle, aunque sin poner
énfasis en la excepcionalidad de sus atributos viriles, ciertas
prácticas sexuales no vinculadas a la genitalidad reproductiva,
sino a variantes de analidad y oralidad cuya significación
transgresora no ofrece ninguna duda desde los estudios pioneros y
esclarecedores de Michel Foucault, estudios que todos citamos
tantas veces en nuestros papers, aunque yo confieso, para mi
vergüenza (y si se supiera, también para mi ruina), que jamás he
terminado de leer ninguno de ellos, y que cuanto más empeño pongo
en descifrarlos menos los entiendo, lo cual sin duda es una prueba
de mis tristes limitaciones intelectuales.
Llegando al clímax de su relato, Abengoa se olvidaba de todo,
hasta de que dicho relato presuponía un destinatario, es decir, yo.
Cuando me dijo que él y la mujer escucharon truenos y golpes de
lluvia y vieron fogonazos de relámpagos durante toda la noche, y
que se quedaron dormidos después del amanecer, Abengoa tenía en la
cara una sonrisa casi obscena de satisfacción, que me hizo pensar
en la discutida, aunque tentadora tesis de Andrea Billington sobre
una posible textual ejaculation.
–Por la mañana nos dimos cuenta de que ni siquiera nos
habíamos dicho nuestros nombres -dijo Abengoa con orgullo, con
vanagloria íntima-. Se llama Carlota. Se llama Carlota Fainberg y
no voy a verla nunca más en mi vida.
Sabía que en realidad era imposible, que no podía darse el
azar de que se cruzara con ella en el aeropuerto de Francfort o en
el de Jakarta o en el lobby del hotel Hyatt de Shanghai, por
mencionar tres sitios en los que había creído o deseado verla. Con
un tenso rencor, con rabia abatida, incluso con cierta compasión de
sí misma, ella le había dicho «Yo nunca salgo de aquí, nunca voy a
ninguna parte».
A lo largo de los cinco años que llevaba sin verla y sin
poder olvidarla la imaginaba muchas veces encerrada en el piso
quince del hotel Town Hall como en una de esas torres medievales o
góticas de las películas de donde los caballeros rescataban a unas
damas cautivas. La ciudad, Buenos Aires, desertada y cayéndose en
pedazos, azotada en las noches sin luz por tormentas tropicales que
arrojaban sus tremendas descargas eléctricas sobre los pararrayos
de rascacielos deshabitados, había ido haciéndose más borrosa en su
recuerdo y sin embargo se le aparecía con una extraña exactitud en
algunos sueños, convertida en un telón de fondo, en el paisaje que
había visto desde la ventana del piso decimoquinto el día entero y
las dos noches que pasó encerrado en la habitación de Carlota
Fainberg, la suite nupcial barroca y decrépita en la que de algún
modo él, Abengoa, se había desposado con ella, se le había
entregado con una desvergüenza y un abandono de sí mismo quizás
superiores, pensaba a veces con algo de remordimiento, a las que
ella le mostraba: siempre, en el fondo, desde que la vio por
primera vez hasta aquel momento final en que apareció en la puerta
de la habitación donde él estaba con Mariluz («Qué apuro, Claudio,
el peor momento de mi vida»), Carlota Fainberg le había
amedrentado, como las mujeres ya adultas que le gustaban tanto
cuando aún era un muchacho, y como las que a mí me amedrentan
todavía, dicho sea de paso. En cada uno de los instantes de
excitación y de gozo que había conocido con ella había existido el
agobio y el miedo de no estar a la altura de sus devoradoras
exigencias, de su voluptuosa tiranía. Era, siguió pensando siempre
Abengoa, aunque jamás lo habría confesado, demasiada mujer para él,
para su romo, aunque sólido formato español, demasiado alta,
demasiado grande, demasiado ancha de caderas y muslos, demasiado
rubia, demasiado porteña, con sus expresiones políglotas y sus
pulseras y collares que no se quitaba nunca y que emitían un ruido
metálico como de campanas chinas cuando el gran cuerpo de ella
recibía los golpes enconados y rítmicos de su embestida masculina,
de su hombría española y adúltera de cuarentón en celo
perpetuo.
Le habían gustado tantas mujeres, todas las mujeres, pero
ahora, aunque las siguiera mirando y deseando, en realidad ninguna
llegaba a gustarle, ni de lejos, tanto como ella, de modo que aquel
adulterio había tenido la ventaja para su matrimonio de haberle
vuelto mucho más casto, y desde luego más fiel. Ninguna mujer que
no fuera Carlota Fainberg o que no se le pareciera mucho llegaba a
tentarle de verdad. Ya apenas tenía esperanza de encontrarse con
ella alguna vez, pero la seguía buscando en el deseo que le
inspiraban cierto tipo de mujeres, y nada más que ellas: rubias,
aunque teñidas, de una edad en torno a los cuarenta años, a los
cuarenta y tantos, nada de jovencitas, descartaba con un aire de
experto, de entendido que rechaza los placeres obvios para otros,
nada de gigantas de la alta costura con las piernas largas y flacas
y las tetas y los labios hinchados de silicona: mujeres ya hechas,
decía, cuajadas, maduras en el sentido que tiene la palabra cuando
se aplica a la fruta, blancas de carnes, con esa blancura de las
mujeres a las que no les sienta bien el sol, con un punto de
carnosidad sin abandono, que dé a las manos y a la boca del amante
un gozo de abundancia; mujeres firmes, ya trabajadas por la vida,
conscientes de las ventajas que la cosmética y la moda otorgan a la
belleza, diestras en las sofisticaciones deliciosas del lápiz de
labios, de la lencería, del esmalte de uñas, del calzado,
conscientes del valor del tiempo que aún les queda para seguir
gozando de la plenitud física de la vida…
Buscar ese modelo de mujer que era una anticipación y un
recuerdo de Carlota Fainberg se había convertido en un hábito de su
mirada desde el instante mismo en que llegaba a un aeropuerto, se
bajaba del taxi guardando meticulosamente el recibo de cara a su
cuenta de gastos, avanzaba a paso de carga hacia las puertas de
cristales que se abrían ante él dejándole respirar el aire
artificial de las terminales, que no se parece en nada al de la
vida real, porque es un aire siempre mucho más frío o más caliente,
como esterilizado o filtrado, un aire que da enseguida mareo, que
une su efecto con el de la iluminación blanca y el brillo de las
superficies de plástico para hacerle perder a uno el sentido de la
realidad, para deshacerle su anclaje cotidiano en el espacio y en
el tiempo. Está luego el zumbido que se percibe aunque no se
escucha, el de los ventiladores, el de los acondicionadores, la
vibración de las escaleras mecánicas o de los paneles deslizantes,
las voces de los avisos, las de los televisores que cuelgan ahora
sobre los asientos forrados de tejido sintético de todas las salas
de espera de los aeropuertos de América: moquetas, linóleos,
paredes y suelos de plástico, siempre brillantes, tan bruñidos como
esas frutas opulentas y falsas que venden en los supermercados,
llamadas urgentes a pasajeros atrasados, trepidaciones de motores
de aviones que despegan o aterrizan, y sobre todo tantas caras,
tantos desconocidos, todos singulares y de algún modo idénticos,
cada uno con la particularidad exasperante de su vida y sus
circunstancias y su cara y su manera de andar y todos prácticamente
iguales en la uniformidad del vestuario, la horrenda ropa
deportiva, las camisetas que ciñen protuberancias pectorales
monstruosas y los pantalones de chándal que tiemblan bajo la
presión de culos anchos como mesas, las gorras de visera con un
broche de plástico en la nuca, las caras gordas, las caras
hinchadas, con una mezcla de infantilismo rosado y de torpe
decrepitud, o de decrepitud rosada e infantilismo torpe, porque hay
niños de carnes infladas que arrastran los pies como viejos y
ancianas que se visten de rosa y naranja y se embadurnan la cara de
polvos rosados y se tiñen el pelo de color platino. En esos
aeropuertos, que se van volviendo más irreales y espectrales según
pasan las horas y se acentúa el cansancio, uno se encuentra perdido
en un mundo que parece ignorar el término medio, donde el aire
acondicionado sopla como viento polar y la calefacción alcanza
temperaturas de horno, donde se cruzan atletas bronceados y mujeres
con piernas nervudas de ciclista con gordos y gordas que se han
empantanado más allá de los límites de la gordura humana, donde a
un paso de una tienda de pañuelos de seda exclusivos o de la ropa o
las joyas más caras de la Tierra crepita una fritanga de grasas
inmundas en un puesto a todo color de perritos calientes o de
hamburguesas en el que también los empleados llevan uniformes a
todo color y etiquetas en las solapas con sus nombres de pila, o
peor aún, con sus diminutivos, porque los americanos creen como en
un artículo de fe en la simpatía inmediata, en el toque personal de
llamar Mandy o Phil a un expendedor de comida rápida que gana
literalmente una mierda después de pasarse trabajando diez o doce
horas y que además se ve en la obligación humillante de llevar una
camisa de colores o de rayas y una gorra ridícula, tal vez decorada
con monigotes de dibujos animados.
Y allí, entre aquella gente, en medio de aquellas voces
agudas y nasales que se repetían amplificadas en los avisos de la
megafonía, bajo aquellas luces que parecían irradiar de la misma
blancura de las paredes y de la neutralidad estéril del aire,
Marcelo Abengoa estaba sentado como en una mesa de la acera en un
café español, como lo habría estado mi padre hace tantos años,
perfectamente calzado y vestido, sin la menor concesión a la
comodidad desganada de la ropa deportiva, sin fingir una edad más
joven que la suya ni un origen más cosmopolita, con su jersey de
lana verdadera y sus pantalones de algodón, con sus zapatos negros
y sus calcetines de hilo, con su opulencia sólida de buena
alimentación y demoradas sobremesas, imperturbable, inmodificable a
pesar de los viajes transcontinentales y de la trepidación
políglota de los negocios, tan indiferente al jet-lag como a las
coacciones sutiles que impone en todo la vida norteamericana, y a
las que yo suelo tan medrosamente acomodarme, con el mismo miedo al
qué dirán que si viviera en una provincia española de los años
cuarenta. Miraba en torno suyo con los brazos cruzados, con
aprobadora ironía, con gestos instantáneos de cálculo en los que
valoraba el precio del traje o del reloj de alguien que pasaba
cerca de nosotros con la misma pericia con que estudiaba las
piernas o el talle de una mujer o vislumbraba durante unas décimas
de segundo el interior de un escote.
Pensé, no sin alarma, que también a mí me habría juzgado en
el primer vistazo, habría calibrado la cuantía de mi cuenta
corriente y de mis ingresos personales, mi relevancia social, y yo,
que al principio, unas horas antes, si esas palabras sirven para
orientarse en el tiempo enrarecido de la espera en el aeropuerto,
le había mirado por encima, con notoria condescendencia, ahora
estaba empezando, inconfesablemente, a sentirme intimidado por él,
a notar en mí mismo el apocamiento ante la autoridad o la energía
de otros, que ha sido una de las sensaciones más constantes de mi
vida: lo mismo sentía en el instituto hacia algunos profesores, y
en el ejército hacia cabos y suboficiales, y en mi familia hacia mi
tío Guillermo, y en la autoescuela hacia el monitor que me enseñaba
a conducir, y en mi trabajo, en Humbert College, hacia Morini, que
al igual que todos los demás en esta larga serie que aquí sólo he
esbozado, parece saber acerca de todo mucho más que yo, y tener más
astucia y reflejos, y más dotes de mando, y más facilidad para los
idiomas.
Me había acostumbrado a aquel gesto suyo de entornar los ojos
y quedarse un poco ausente aunque no dejara de hablar: ahora
imaginaba que no estaría sólo recordando a Carlota Fainberg, sino
también viéndola, porque hasta sus arrebatos de romanticismo debían
de tener una sustancia práctica, un fondo tangible, sin la menor
neblina de desmemoria o de melancolía. «Como si hubiera un tesoro
esperándome y fuera mío aunque yo no vuelva nunca para recogerlo»,
me había dicho, aunque no sé si con estas palabras literales: no un
tesoro conjetural o soñado, sino algo que habían visto sus ojos y
disfrutado sus manos, una mujer que no se parecía a ninguna de las
que había conocido hasta entonces y a la que no podría parecerse
ninguna de las que encontrara después, aunque perteneciesen con más
o menos vaguedad a ese modelo tan querido, el que de vez en cuando
lo inquietaba en los aeropuertos y en las terrazas de los cafés o
en las tiendas de lujo de las ciudades extranjeras. Incluso allí
mismo, en aquel erial para los aficionados a la belleza femenina,
el aeropuerto de Pittsburgh, un rato antes de encontrarse conmigo,
me dijo que había visto a una posible Carlota Fainberg, y que la
había estado siguiendo durante unos minutos, hasta que la perdió de
golpe, no porque desapareciera, sino porque al ver la cara que
había estado ocultando la hermosa y teñida melena rubia le ocurrió
lo que tantas otras veces, que se extinguió el hechizo, y el
espejismo de Carlota Fainberg se convirtió en una mujer vulgar,
dejándolo defraudado, pero no sumido en el desaliento, en parte
porque él, Abengoa, tendía a no desalentarse nunca, en parte
también porque la visión pasajera de la mujer rubia le había
reavivado la memoria de su amor bonaerense, de las dos noches y el
día entero de sigilosa penumbra que había pasado en la suite
nupcial del hotel Town Hall.
Ni siquiera su estado físico -pero eso lo pensó más tarde-
era el habitual en sus despertares: invariablemente él se
despertaba ya perfectamente despejado y descansado, impaciente por
saltar de la cama, por «pegarse un duchazo», según decía, y apenas
había terminado de afeitarse ya estaba llamando por teléfono para
pedir el desayuno o para concertar alguna cita de negocios. Sin
duda la languidez de aquel despertar era otro de los síntomas que
le impedían reconocerse, cumplir satisfactoriamente esa primera
tarea de todas las mañanas que consiste en recordar quiénes
somos.
Un segundo factor de extrañeza fue descubrir que estaba
desnudo: aún no sabía quién era, pero sí que probablemente nunca en
su vida había dormido sin calzoncillos, y desde luego casi nunca
sin pijama. La desnudez sin duda tenía que ver con aquella especie
de debilitamiento físico que le impedía levantarse, y que tenía
mucho de abandono sensual a los placeres matinales del duermevela y
la pereza, placeres que él, el Abengoa consciente que aún tardaría
en tomar posesión de su organismo y de su persona física y mental
un tiempo lento y difícil de medir en segundos o minutos, ni
siquiera había imaginado hasta entonces.
Se volvió de lado, encogiendo las rodillas como para dormirse
de nuevo, y vio sobre la mesa de noche la foto en blanco y negro de
unos novios sonrientes, él de chaqué y pelo engominado, ella rubia
y con una sonrisa ancha como una carcajada: por un momento cobró
fuerza, me dijo, con su debilidad por los giros de sonido técnico,
«la hipótesis Niágara». Parecía que la foto hubiera sido tomada
mucho tiempo atrás, pero la cara de la mujer tuvo la virtud de
despertarle por fin la memoria de la noche inmediata: con un
estremecimiento debilitador de placer físico reconoció en la mujer
de la foto a Carlota Fainberg, y al reconocerla también le vino a
la memoria su nombre y cada uno de los pormenores de una noche que
le parecía como sucedida fuera del espacio y del tiempo. En ese
alud de conciencia recobrada le llegó también, muy al final, su
propio nombre, su viaje a Buenos Aires, la decadencia y el enigma
del hotel Town Hall, en cuya suite nupcial, recapacitó con orgullo,
aunque no sin alarma, se había acostado con la mujer del
recepcionista jefe: ya despierto, la inteligencia práctica de
Abengoa funcionaba a su velocidad de siempre, y en un segundo había
comparado la cara masculina de la foto con la del individuo pálido
y hosco que le había atendido la mañana anterior en el mostrador de
recepción. Retrospectivamente comprendía su cara de vinagre, su
lividez hepática: tan mayor para ese puesto mediocre y para esa
mujer espectacular, tan acabado profesionalmente.
Ahora notaba también el olor que lo envolvía casi con la
misma densidad que las sábanas, un olor mezclado de perfume de
madreselva y de cuerpos que habían sudado y segregado mucho. Hombre
activo, le inquietó no saber la hora y comprobar que también había
dormido sin su inseparable Rolex. Empezó a incorporarse, a ver si
lo encontraba sobre la mesa de noche, pero el esfuerzo de pronto le
pareció enorme, le faltaron las ganas, le volvía el sueño, se dijo
ya medio adormilado que se quedaría en la cama unos pocos minutos
más, que tenía derecho a un poco de descanso después de tantos
viajes, después de una noche tan sexualmente heroica como la que
acababa de pasar. Antes de dormirse, al recostarse de lado en la
almohada, donde había manchas de carmín y era más fuerte el olor a
madreselva, vio un instante la cara del novio en la foto de la mesa
de noche, y pensó con lástima, con un poco de remordimiento, que
debería de estar enfermo, porque la foto no podía ser de muchos
años atrás, y sin embargo, al verlo en la recepción, el hombre le
había parecido un viejo, tenía ya todo el pelo
blanco.
–Qué vergüenza -apenas había cerrado los ojos, una voz áspera
lo sobresaltó, y con ella una sombra que se movía muy cerca, una
mano que volvía enérgicamente la foto nupcial de cara a la pared-.
Por lo menos podrían tenerle un respeto a ese pedazo de
pan.
La voz no era porteña: era tan española como los modales de
la mujer que había entrado en la habitación trayendo una bandeja,
la criada o mucama que rondaba siempre por los corredores del piso
decimoquinto. Con una mano terminante y artrítica volvió hacia la
pared la foto de la mesa de noche: con la otra, un poco temblorosa,
le ofreció a Abengoa un zumo de naranja en una copa de cristal de
bohemia ligeramente mellada en el filo, sin servilismo, incluso sin
la menor educación, con evidente desprecio, en el que sin embargo
él alcanzó a distinguir una parte de lástima.
–Tome, que falta le hace. Venga, bébaselo
todo.
Mientras Abengoa bebía, incorporado a medias en la cama, la
mujer lo miraba como ansiosamente, como una enfermera que no se fía
de que un paciente vaya a tomarse su medicina. «Mira que si me está
envenenando», pensó él, ya habituado a la
inverosimilitud.
–Levántese y váyase -la mujer le recogió el vaso y con la
misma urgente brusquedad fue echando su ropa encima de la cama-.
Antes de que sea tarde y la cosa ya no tenga
remedio.
–¿Se ha enterado el marido? – Abengoa consideró necesario
apelar a la solidaridad entre españoles, se vio huyendo
ridículamente desnudo por el pasillo, protegido tan sólo por el
ovillo de su ropa sobre la entrepierna.
–Pobre hombre -la criada miraba ahora otra foto del
matrimonio, colgada en la pared, enmarcada, mucho más grande que la
de la mesa de noche-. Sabiéndolo todo y sin enterarse de nada. Ni
muerta y enterrada y podrida lo dejará nunca en
paz.
Salió sin mirar a Abengoa y sin decir nada más. Él apartó
desganadamente las sábanas, queriendo reunir fuerzas para
levantarse, y al verse desnudo descubrió que tenía señales de
mordiscos y manchas rosadas y violetas alrededor de todo el
vientre, en los lados interiores de los muslos. Se puso los
calzoncillos y los calcetines y se sintió mucho más seguro, con más
empuje para afrontar el número alarmante de tareas que le iba
presentando su mala conciencia: enterarse de la hora y calcular la
que sería en España, lo primero de todo, apartar las cortinas para
que entrara el sol, irse a su habitación, darse una
ducha.
Pero el reloj estaba parado, y según la luz gris que vio al
asomarse a la ventana igual podían ser las nueve de la mañana que
las siete o las ocho de la tarde. Estaba de pie junto a los
cortinajes de color salmón que olían a polvo y le flojeaban las
piernas, tenía mareo y algo de fiebre, aunque tal vez era sólo el
bochorno del día nublado. Sentía una mezcla muy rara de felicidad y
abatimiento, de desasosiego y lasitud. La ciudad, desde aquella
altura, le parecía idéntica a cualquier metrópolis de cualquier
sitio del mundo, rascacielos y puentes de hormigón y extensiones
industriales y portuarias que iban a perderse en una sucia lejanía
marítima, de un gris semejante al del cielo
nublado.
–Te lo confieso, Claudio, yo no tengo tanta sensibilidad -me
dijo, interrumpiendo su relato, apartando los ojos del ventanal en
el que le había parecido estar viendo no las pistas del aeropuerto
de Pittsburgh, sino aquel panorama de Buenos Aires-. Pero es que
todo esto que te cuento que se me pasaba por la cabeza es como si
se le hubiera ocurrido a otro. Fíjate, casi me pega más que se te
ocurriera a ti.
No sé si esto lo dijo con algo de admiración o sólo con ese
paternalismo un poco desdeñoso que yo había ido notando en él según
pasaban las horas, a medida que su perspicacia empresarial iba
reuniendo datos para evaluar mi posición en el mundo y el volumen
aproximado de mis ganancias, así como mis perspectivas de progreso.
Como narrador era de una versatilidad desconcertante: en unos
segundos, en unas pocas frases, pasaba de un conato de romanticismo
a una observación salaz o directamente grosera, de una confidencia
sexual a una elipsis violenta, un poco al modo de las tan
celebradas de Goddard en Á bout de souffle,
película esta que yo en realidad no he visto, pero que me veo
obligado a citar mucho en los últimos tiempos. Incapaz de mantener
la distancia necesaria hacia sus materiales y sus tricks
narrativos, yo le seguía embobado por donde él quería llevarme,
como las ratas y los niños seguían el sonido de la flauta del
proverbial Pied Piper, o el flautista de Hamelín, como le llamaban
en los cuentos españoles de hace tantos años.
Ahora, por ejemplo, me daba cuenta de que se estaba
aproximando a un momento de tensión, quizás insatisfecho consigo
mismo por las digresiones acerca del tiempo atmosférico o del color
del cielo en Buenos Aires. Saltándose o resumiendo detalles
intermedios, a los que por lo demás era muy aficionado (la recogida
de su ropa, la inspección del pasillo antes de salir de la suite,
el regreso a su habitación, donde la cama intacta fue un nuevo
recordatorio del desorden en que había quedado la otra), Abengoa
pasó a describirse en un estado físico y de ánimo plenamente
restablecido, sobre todo después de una ducha y de un desayuno
abundante, aunque servido con la desganada negligencia tan propia
de un hotel al borde de la ruina, y por lo tanto vulnerable a una
ofensiva financiera de Worldwide Resorts. Se sentía sólidamente
satisfecho de su aventura nocturna, pero consciente de la doble
imprudencia, profesional y conyugal, que había cometido. Aquella
mujer, Carlota Fainberg, si lo pensaba más fríamente, daba indicios
de estar algo perturbada, y Mariluz, en su venturosa inocencia de
ama de casa española («Te lo juro, Claudio, con cuarenta y ocho
años y tiene cosas de niña»), no era nada tonta, y cualquier
descuido podía ponerla en la pista de un descubrimiento embarazoso.
De hecho, muy pronto estaría en camino, quizás ya tenia preparadas
las maletas, impaciente como era, y se disponía a tomar un taxi
hacia Barajas, en la adelantada tarde española de aquel día en el
que Abengoa no acababa aún de situarse
temporalmente.
De nuevo activo, incontenible de energía empresarial, para
ganar tiempo se hizo el nudo de la corbata delante del espejo a la
vez que intentaba una conferencia internacional, sin conseguir ni
lo uno ni lo otro, pues tenía los dedos inusualmente torpes, hasta
un poco temblorosos, y el desastre de las comunicaciones
bonaerenses convertía el teléfono, con inusitada frecuencia, en un
aparato tan obsoleto como el viejo ascensor, y mucho más inútil.
Consiguió al menos contactar con recepción -el verbo contactar le
gustaba mucho a Abengoa-, aunque no le pareció que su enérgica
protesta lograra despabilar del todo a la soñolienta voz porteña
que se escuchaba al otro lado. Pensó de pronto que quien le hablaba
podía ser el marido de Carlota Fainberg: tras un instante de
embarrassment se animó a dirigirse a él con un sarcasmo despectivo,
propio de quien se había pasado la noche entera poniéndole los
cuernos con una mujer cuyas exigencias sexuales jamás podrían ser
saciadas por aquel rancio carcamal argentino.
Profesional hasta la médula, para decirlo con sus orgullosas
palabras, decidió que por el bien de los intereses de Worldwide
Resorts y de su propia estabilidad conyugal no le convenía
prolongar su tórrido romance con Carlota Fainberg. Era una mujer
demasiado fantástica, pensaba ahora, peligrosísima en su
apasionamiento, tan potencialmente escandalosa como los gritos que
daba en el momento del orgasmo, que era muy largo y tenía una cosa
entre halagadora y alarmante de éxtasis felino. Hablaba muy alto y
se reía a grandes carcajadas, sin recatarse nunca, sin pensar que
podían escucharla y reconocer su voz al otro lado de la puerta o de
los muros tan delgados de las habitaciones. En los intermedios de
reposo que le había concedido esa noche a Abengoa, aprovechaba para
fumar sin sosiego, para poner de nuevo un disco de boleros, para
hablarle de una carrera teatral que al parecer había sido gloriosa,
pero que había terminado prematuramente, quizás por culpa de su
matrimonio, aunque de estos detalles Abengoa no se enteró muy bien,
en parte porque, como todas las personas prácticas, no solía poner
oído a lo que no le interesaba, y en parte también porque a pesar
de sus esfuerzos de vez en cuando lo rendía el sueño, con gran
irritación de su amante infatigable, que le reñía afectando mohines
repentinos de mujer desatendida, o lo sacudía hincándole entre el
pelo sus uñas largas y rojas, o empleaba para despertarlo de nuevo
las artes más sutiles y vampíricas de la estimulación, poniéndolo
enseguida «a punto», como decía él, no sin vanagloria, llevándole a
alcanzar estertores supremos de dulzura y debilitamiento, «como si
ya no pudiera más, Claudio, como si fuera a morirme», decía,
moviendo la cabeza, y salía del ensimismamiento del recuerdo y me
miraba como preguntándose si yo, en mi limitada experiencia, podría
comprender lo que me estaba contando.
Pero no podía dejarse llevar, decidió delante del espejo algo
escarchado de su deplorable habitación, ya con el nudo de la
corbata hecho, «en perfecto estado de revista, como nos decían en
la mili», con su traje impecable de ejecutivo internacional,
dispuesto a llevar a cabo una de aquellas inspecciones exhaustivas
de las dependencias hoteleras que le habían hecho a la vez célebre
y temido en el oficio. Lo ocurrido con Carlota Fainberg había sido
«muy bonito, una noche inolvidable», pero sólo eso, una noche, «el
sueño de una noche», dijo Abengoa, con inesperada intertsexualidad
shakespeareana. Haría su trabajo, y cuando llegara Mariluz la
pasearía por Buenos Aires, le compraría un abrigo de pieles, la
llevaría a cenar a La Cabaña y a escuchar tangos a El Viejo
Almacén, aprovechando que la ruina del país multiplicaba
fantásticamente, casi a cada hora, el valor de los dólares. ¿Y no
aconsejaba precisamente esa coyuntura económica una acción rápida y
decidida sobre aquel dinosaurio hotelero del Town Hall, «un take
over con dos cojones», para decirlo, no sin sonrojo, con las
palabras literales del propio Abengoa?
De esas cavilaciones tan severas lo distrajo un ruido
quejumbroso y complicado, pero ya familiar, y hasta excitante,
porque lo asociaba a la presencia de Carlota: el ascensor que subía
despacio y se detenía frente a su habitación. Oyó el gruñido
metálico de la puerta plegable, y a continuación unos pasos lentos
y firmes resonaron sobre la madera bruñida del suelo del pasillo.
Se quedó quieto, todavía delante del espejo, seguro de que los
pasos se le acercaban, de que un segundo después Carlota Fainberg
llamaría a su puerta. Tuvo un atisbo de fastidio masculino: ahora
prefería estar solo, nada importunaba más a un hombre que las
enfadosas solicitudes de esas mujeres muy sentimentales que
atribuyen toda clase de significados a una simple y saludable
aventura sexual, y que enseguida están preguntándole a uno qué
piensa, y contándole con una especie de urgencia confesional la
vida entera, sus historias prolijas de maridos y amantes, y uno
mientras tanto ha de esforzarse en mantener abiertos los ojos, y en
poner cara de interés, aunque en el fondo de su alma lo que está
deseando de verdad es quedarse solo y tranquilo en la cama,
durmiendo a pierna suelta… Tendría que decirle que estaba muy
ocupado: incluso, con toda la crudeza de la verdad, debería
informarle de la próxima llegada de su mujer.
Pero los pasos no se acercaban. Estaban alejándose, y los
borró del todo el golpe de una puerta al cerrarse. Lo que ahora se
oía era la aspiradora de la alcahueta vieja, la chismosa mucama
española. Abengoa, después de acumular fastidio por la anticipación
de la llegada de Carlota Fainberg, se sentía dolido y defraudado,
casi afrentado por el hecho de que ella ni siquiera se hubiese
parado un segundo delante de su puerta. Pero la estrategia más
rentable con las mujeres, me explicó, es la de hacerse el duro: él
iría a ocuparse tranquilamente de sus obligaciones, bajaría al
restaurante del hotel para almorzar (o cenar, todavía no estaba
seguro), haría sus averiguaciones, se daría un paseo por la avenida
de Mayo, que se parece tanto a la Gran Vía de
Madrid.
Era preferible que ella, Carlota, supiera que no lo tenía
seguro, que no era la clase de hombre que va como un perro dócil
detrás de una mujer. Salió enérgicamente de la habitación, no sin
llevar consigo su cuaderno de notas con el lápiz de oro, regalo de
Mariluz, y su pequeña cámara fotográfica, que le era muy útil a la
hora de ilustrar sus informes, y que también se apresuró a
mostrarme, por ese afán documental al que ya me he referido. Salió
de la habitación, pero no llegó ni a pulsar el timbre de llamada
del ascensor.
–Fue la música, Claudio, el bolero, el mismo de la otra vez.
Y qué quieres que te diga, no somos de piedra…
Cuando empujó la puerta de la suite nupcial, Carlota estaba
esperándolo como en una repetición exacta de la noche anterior. Las
cortinas echadas no dejaban entrar la luz del día, y ella llevaba
el mismo traje de chaqueta y el mismo peinado, y al dar un paso
hacia él le dijo las mismas palabras: «Tardabas
tanto».
El cansancio, la angustia, enredaban el sueño y el recuerdo.
La noche anterior había pensado que el encuentro prodigioso que
estaba sucediéndole era irreal y era también irrepetible: pero todo
se repitió, casi punto por punto, desde los boleros en el
tocadiscos anticuado hasta las carcajadas y los gritos de Carlota,
y también el ruido de la tormenta y la furiosa lluvia contra los
cristales, y los cigarrillos ávidamente fumados por ella, echada en
el respaldo, contando las mismas historias sobre triunfos teatrales
con la misma convicción y la misma amargura que si él no las
hubiera escuchado ya, desnuda y grande, resplandeciendo de sudor,
el pelo rubio sobre la cara y las cejas negras, tan oscuras como el
vello púbico. Había vuelto a tener los mismos accesos de silencio y
de miedo, cuando se llevaba el dedo índice a los labios hinchados
como si hubiera oído que se acercaba alguien, y lo único que él
escuchaba era el ruido del ascensor.
No le preguntó qué había hecho en su ausencia ni le dijo
dónde había estado ella. Repitió las mismas miradas de desafío y de
asombro, le explicó los matices del vocabulario erótico porteño que
él ya había aprendido la noche anterior, volvió a usar caricias y
sugerencias idénticas, le mordió con la misma dosis de deseo y de
furia exactamente en los lugares donde él ya tenía la huella de sus
dientes, de la succión de sus labios. Y él volvió a vivir lo que
creyó que nunca se repetiría, el orgulloso poderío viril, la
dulzura y la vanidad de la conquista, la extenuación y la delicia
al filo del desvanecimiento, el peso abrumador del sueño en los
párpados, en el cuerpo entero, arañado y dolido, ebrio, rebosado de
cansancio y de gozo. Me dirigió una de sus miradas de exacta
evaluación y me dijo, creo que con cierta sorna:
–Pero qué voy a contarte yo a ti de estas cosas, Claudio, si
tú habrás vivido en directo la revolución sexual en todas esas
universidades americanas, la contracultura, como dice
Mariluz.
Sonreí tontamente, asentí con la cabeza, aunque mirando al
suelo, acordándome de que en la época de la contracultura yo estaba
interno en un horrible colegio salesiano, donde sólo tuve acceso a
la muy modesta revolución sexual del onanismo contaminado de culpa,
de miedo no sólo a ir al infierno, sino también a quedarme
paralítico o raquítico, según nos advertían los buenos padres
encargados de nuestra educación. ¿Por qué me intimidaba tanto ese
compatriota rudo y provinciano que no sabía pronunciar
correctamente ni la palabra más fácil en inglés y a quien dentro de
muy poco tiempo, unas horas como máximo, dejaría de ver para
siempre? Más aún: ¿por qué, en el fondo, le daba tanto crédito a lo
que me contaba, a aquella suma de los lugares comunes más tristes
del palurdo donjuanismo español?
De tanto hablar dijo que se le había quedado la boca seca, y
que iría a comprar un paquete de chicles al newstand más próximo,
que era, me di cuenta como de una coincidencia en un sueño, el
mismo en el que nos habíamos encontrado, ya no sabía cuánto tiempo
atrás, yo con mi edición de El País
Internacional asomando del bolsillo de mi raincoat, él, ahora
advertí retrospectivamente ese detalle, con una lujosa revista de
automovilismo o de motociclismo… Lo vi desaparecer tras un
expositor de best-sellers, y entonces se me ocurrió la idea, a la
vez perentoria y absurda, de aprovechar ese momento para marcharme
de allí, para salir a toda prisa, subiéndome quizás a uno de
aquellos remolques eléctricos que cruzaban veloz y silenciosamente
de unas terminales a otras, transportando equipajes y pasajeros
ancianos o impedidos: estábamos en la de tránsitos, pero yo debía
ir a la internacional, y Abengoa a la de domestic flights, así que
no me costaría nada perderlo de vista para siempre, no se le
ocurriría ir a buscarme. Apreté el handle del maletín de mi
computer, dispuesto a levantarme, notando el entumecimiento de las
horas de espera, incapaz de imaginar el ridículo de que Abengoa me
sorprendiera en el arranque de la huida. Apareció por fin,
masticando sonoramente el chicle, me ofreció uno sonriéndome con la
misma cara de astucia y de burla que si me hubiera leído el
pensamiento. Unos segundos después yo ya estaba de nuevo atrapado
en su relato y no me era posible la huida:
–En resumen, Claudio, que me desperté de milagro cuando no
faltaban ni dos horas para la llegada del vuelo de Madrid y no me
quedaban ya fuerzas ni para levantarme de la cama y darle al grifo
de la ducha. Me miré en el espejo y estaba muy pálido, con la barba
crecida, con toda esta parte del cuello morada de mordiscos. Qué
mujer, Carlota Fainberg, qué vampira, me sentía como si me hubiera
chupado la vida, pero no te creas que se rendía, ni siquiera
entonces, fue detrás de mí hacia el cuarto de baño y empezó a
restregárseme, no quería que me metiera en la ducha. Me puse serio,
la aparté de mí, le dije que aunque no llevaba alianza estaba
casado, que mi mujer iba a llegar esa misma mañana, y que aunque
fuera doloroso para los dos yo no pensaba poner en peligro mi
matrimonio. Eso le dije, Claudio, con esas palabras, más que nada
por ver si se llevaba un corte y no me hacía perder más tiempo.
Entonces se puso arrogante, levantó la barbilla y me di más cuenta
todavía de lo alta que era, allí desnuda, en aquel cuarto de baño,
mirándome un poco desde arriba, eso que iba descalza. Me dijo que
qué me había creído yo, un gallito español, eso me dijo, gallito,
con esa elle que hacen los argentinos, que ella también estaba
casada, y que tampoco iba a romper su matrimonio. Se echó a reír
cuando dijo eso, lo repitió, romper su matrimonio, y de la
carcajada le temblaban las tetas, qué me había pensado yo, por un
asunto cualquiera, por un calentón de una o dos noches… Eso me
dolió, Claudio, me hirió muy hondo, me sentí traicionado. Pero no
tenía tiempo que perder, aún me faltaba ducharme y ponerme ropa
limpia y tomar algo para que no me temblaran las piernas, y
encontrar un taxi que no se cayera hecho pedazos camino del
aeropuerto.
–Y ella, ¿qué hizo?
–¿Carlota? – en la rapidez del relato Abengoa se había
olvidado de ella, como quien deja algo en la habitación del hotel
al marcharse a toda prisa-. Se quedó en la cama, fumando, con las
cortinas echadas, mirándome con cara de burla mientras me vestía,
como si me dijera: «Anda, ve corriendo a reunirte con tu
mujercita». Parecía que además de con los ojos me miraba con los
pezones tan grandes que tenía, como fresas, Claudio, y casi del
mismo color… Y salí echando hostias, menos mal que encontré taxi
rápido y que el avión de Madrid aterrizó con una hora de retraso y
me dio tiempo a recuperarme un poco. Mariluz llegó muy cansada y
demacrada, lógico, no está acostumbrada a esos viajes, pero tan
cariñosa como siempre, la pobre, tan romántica cuando me vio y se
echó en mis brazos, con el gesto que ponen las mujeres en esas
películas que le gustan a ella, de gente que se encuentra en
Venecia o que vuelve a verse después de muchos años. Me da
vergüenza confesártelo, porque Mariluz, para mí, es más que la
compañera de mi vida, no es una amiga, es mi amigo, como le digo
yo, mi cómplice en todo: bueno, pues cuando la vi aparecer entre
los pasajeros la encontré más llenita y más baja de lo que yo
recordaba, y aunque no quería compararla con Carlota Fainberg
tampoco podía evitarlo, claro. Ya verás que las mujeres argentinas
tienen otro garbo, como más mundo, será por la mezcla de razas, o
porque se psicoanalizan todas, o por esos nombres y apellidos que
les ponen. Me reconocerás que no es lo mismo llamarse Mariluz
Padilla Soto que llamarse Carlota, Carlota
Fainberg.
Cuando llegaron de vuelta al hotel temió encontrarse con
Carlota out of the blue y no tener los reflejos suficientes para
que su mujer no empezara a sospechar: también le aterraba la
posibilidad de que Carlota, en el fondo una histérica, le armara un
escándalo. Como todo culpable, sentía un deseo compulsivo de
agradar y se imaginaba rodeado de potenciales delatores. La mirada
que les dirigió el viejo recepcionista a Mariluz y a él cuando
entraban en el lobby fue, dijo Abengoa, glacial: el individuo
levantó los ojos húmedos por encima de las gafas caídas sobre la
punta de la nariz aguileña y cruzó un gesto o una señal alarmante
con el ascensorista, quien le hizo una reverencia exagerada a
Mariluz, no sin al mismo tiempo mirar a Abengoa como ofreciéndole
su complicidad, el valor de su silencio.
–Yo no sé si todo eran imaginaciones mías, el caso es que
Mariluz no parecía encontrar nada sospechoso. El hotel le encantó,
como te puedes imaginar, ya te he dicho que es una romántica, la
pobre, de una sensibilidad tremenda, basta que una cosa sea un poco
antigua para que a ella le entusiasme. Figúrate que está empeñada
en que la lleve a Viena a ver en directo el concierto ese de año
nuevo, menuda castaña, ella vestida de largo, y yo de frac, el
sueño de su vida, los dos llevando el ritmo con las palmas mientras
la orquesta toca valses. Pero yo no bajaba la guardia, y me asusté
cuando nos montamos en el ascensor con todas sus maletas y aquel
desaprensivo empezó a manejar los botones y las manivelas. Yo creo
que hasta me guiñó un ojo, imagínate, lo mismo me estaba pidiendo
que comprara su silencio. Y mientras tanto, Mariluz encantada, sin
que le importaran las sacudidas ni los crujidos de la maquinaria,
emocionada, decía que era como uno de esos ascensores de las
películas antiguas, y efectivamente lo era, para qué vamos a
engañarnos, de la época de las películas mudas, me parece a mí.
Suspiraba, me miraba con cara de felicidad, como si con la emoción
se le hubiera quitado el cansancio, estaba tan contenta que en el
taxi, cuando llegamos a la avenida Nueve de Julio, había empezado a
tararear Mi Buenos Aires querido. Lo mismo
le pasó una vez que la llevé a ver uno de esos templos de la India,
con tantas estatuas de monos y elefantes, que daba mareo nada más
mirarlas, cincuenta grados a la sombra y ella tan fresca, saltando
entre aquellas ruinas llenas de maleza que estarían infestadas de
toda clase de bichos, de cobras, de serpientes de cascabel, ella
encantada, con un sombrero de paja y encima un pañuelo blanco que
se ataba debajo de la barbilla, como en esa serie que dieron en
televisión sobre los ingleses en la India, no se perdió un
capítulo, la tía, los tiene todos grabados en vídeo. Yo le sonreía
y a cada piso que iba subiendo el ascensor me asustaba más, mira
que si al abrirse la puerta aparecía Carlota, y me decía algo
inconveniente, o yo me ponía colorado, menuda es Mariluz para
captar esas cosas. Llegamos al piso quince y a mí se me paró el
corazón al mismo tiempo que el ascensorista paraba aquella
maquinaria, mirándome muy fijo, el tío, como queriendo decirme que
conocía mi secreto, que podía chantajearme, cualquiera se fía de
esos sudamericanos. Abrió el ascensor, nos dejó pasar delante de
él, y en el pasillo no había nadie más que la mucama de las
narices, arrastrando una aspiradora que era más vieja todavía que
ella. Yo ya creía que íbamos a llegar a la habitación sin
problemas, y entonces…
–Apareció Carlota.
–En efecto. Detrás de una columna. Con su traje de chaqueta y
sus tacones, perfecta, con los labios pintados, con la melenaza
rubia, muy pálida, mirando con cara de pánico, pero no nos miraba
ni a mí ni a Mariluz, sino hacia la puerta del ascensor. En ese
momento, tal como yo había temido, me puse rojo, como si tuviera
quince años, fíjate, se me eriza el pelo nada más acordarme. Menos
mal que el ascensorista, que también hacía de botones, estaba
atareado con las maletas de Mariluz y no se dio cuenta de nada.
Carlota, todavía detrás de la columna, me miraba ahora como
queriendo decirme algo muy urgente, ya sin la arrogancia de antes,
con una cara que daba un poco de lástima. Pero yo pasé a su lado
sin mirarla siquiera. Me parecía que el pasillo era esta vez mucho
más largo, que no llegábamos nunca a la habitación. Yo le iba
avisando a Mariluz de que no esperara una suite de lujo, pero ella
no hacía caso, se había colgado de mi brazo y me apoyaba la cabeza
en el hombro, cantando muy bajito El día que me
quieras, y yo le dije, mientras el ascensorista abría la
puerta, que lo que le hacía falta ahora era darse una ducha muy
caliente, tomarse un tranquilizante y dormir. Ya sabes con qué
rapidez inventa uno planes en esas situaciones: yo la dejaba
dormida, iba a la habitación de Carlota, le pedía por favor que no
me persiguiera, le explicaba que lo nuestro había sido muy bonito,
pero que no podía durar, y que en el fondo era mejor así, conservar
el recuerdo como un tesoro, etcétera. Pero no contaba con un
imprevisto. Como digo yo siempre, el hombre propone, Dios dispone y
la mujer descompone…
Abengoa tenía la intrigante virtud de despertarme recuerdos
impresentables: esta vez, con su horrible refrán, me acordé de esos
stickers que se llevaban antes en las ventanillas traseras de los
coches españoles, con slogans tan esclarecidos como «Zoi ezpañó,
cazi ná», «Suegra a bordo», o «No me toque el pito, que me irrito»,
letreros que a veces se repetían en ciertos platillos de cerámica
colgados sobre las chimeneas, o sobre las barras de los bares: «La
mujer española, cocina y escayola», «Hoy no se fía, mañana sí».
Pero yo, lo confieso en los términos formulados por Chapman, ya
tenía mucho más interés en la story de Abengoa que en su discourse,
lo cual, en un profesor universitario, no deja de ser un poco
childish: atrapado en una fugaz suspension of disbelief, yo
abdicaba de todos mis escrúpulos narratológicos y quería
simplemente saber lo que pasaba a continuación.
–Con lo que yo no contaba, Claudio, para serte sincero, era
con la libido de mi señora, que si ya en el taxi se me arrimaba
tanto y parecía tan soñolienta no era por el cansancio del vuelo
transoceánico, sino porque al verme, según me dijo después, se
había puesto muy caliente, cosa que jamás me diría en nuestro
domicilio conyugal. Pero en un hotel, y en un hotel de época, en
Buenos Aires, y a tantos miles de kilómetros de Madrid, ese
romanticismo suyo se le convirtió en unas ganas incontenibles de
hacer el acto, que es como le gusta decirlo a ella. Cuando yo salí
del cuarto de baño diciéndole todo servicial que ya le tenía
preparada la ducha y el valium, descubrí, no te lo pierdas, que
había entornado las cortinas, y que se había quitado los zapatos y
las medias y estaba tendida encima de la colcha, con las manos
detrás de la cabeza, como La maja vestida, claro que a punto de
convertirse en La maja desnuda. Mira si soy canalla, que me fijé en
lo cortas que tiene las piernas. Imagínate, Claudio, qué
compromiso, después de la noche que acababa de pasar con Carlota,
que me temblaban todavía las rodillas, ¿iba a ser yo capaz de
cumplirle a mi mujer? ¿A ti qué te parece?
Dejó pasar unos segundos de silencio y yo no dije nada, sin
duda puse cara de tonto, de bobo espectador en una pausa de la
intriga.
–Pues le cumplí -se echó hacia atrás en el respaldo del
asiento, cruzó los brazos, apretando el chicle entre los dientes,
pero enseguida volvió a incorporarse-. O casi… -nuevo silencio-. Me
vine abajo al final, tú ya me entiendes, pero no fue del todo culpa
mía, porque a pesar del estrés, y de lo dolorido que estaba, yo iba
respondiendo con toda dignidad a las caricias ardientes de Mariluz,
que estaba, te lo aseguro, desconocida, con unas ganas de agradar,
como dicen los taurinos, muy superiores a las de nuestras noches en
casa. Se había puesto encima de mí, cosa que en ella no es nada
habitual, y nos estábamos acercando, por así decirlo, al desenlace.
¿Y sabes lo que pasó?
Entendí que debía negar con la cabeza: él me miró unos
instantes sin decir nada para prolongar el
suspense.
–Desde donde yo estaba, volviendo a un lado la cabeza, podía
ver la puerta de la habitación. Y vi que se abría poco a poco,
mientras Mariluz, encima de mí, subía y bajaba temblando toda y
respirando muy fuerte, con los ojos cerrados, y en la puerta
apareció Carlota, con un cigarrillo en la mano, me acuerdo muy
bien, y se nos quedó mirando a los dos, primero a Mariluz, que le
daba la espalda, y luego a mí, a los ojos, yo no sé si con cara de
curiosidad, o de pena, o de burla, como comparando el cuerpo de mi
mujer con el suyo, aunque tampoco podíamos vernos muy bien, porque
en la habitación había muy poca claridad. Y claro, pasó lo que
pasó. Mariluz al principio insistía y se esforzaba como si aquello
pudiera arreglarse, pero luego se quedó quieta, todavía encima de
mí, se limpió el sudor de la cara y me preguntó si me pasaba algo,
y luego me dijo que no tenía importancia, que no me preocupara, lo
normal que se dice en estos casos, aunque eso a mí, tengo que
decírtelo, no me ha ocurrido casi nunca. Vamos, sin casi, no me ha
ocurrido nunca, salvo aquella vez…
–¿Y Carlota? – me atreví a interrumpirle: Abengoa hablaba
otra vez como si se hubiera olvidado de ella, de su presencia en el
relato.
–Movió un poco la mano, como diciéndome adiós, y un segundo
después volví a mirar hacia la puerta y ya no estaba. Debió de
tomar el ascensor, porque lo oí arrancar muy fuerte en ese momento,
tan fuerte que tembló hasta la cama. Ya no la vi nunca
más.
–¿Se marchó del hotel?
–Nos marchamos nosotros -Abengoa miró su reloj y se frotó las
manos, con el gesto de quien ha cumplido una tarea, luego alzó los
ojos hacia el monitor donde ya se anunciaba, desde unos minutos
antes, la salida del vuelo hacia Miami. El blizzard amainaba,
tampoco faltaría mucho para que señalaran la partida de mi avión:
qué raro, ahora, pensar que de verdad estaba a punto de ir a Buenos
Aires-. Esa misma tarde tuvimos que cambiarnos a un hotel mucho
mejor y más moderno, te lo recomiendo, el Libertador, en Córdoba y
Maipú. Gajes del oficio. Al rato de irse Carlota llamaron con
muchos golpes a la puerta y era el recepcionista jefe, el tipo del
pelo blanco y las gafas al que yo le había puesto aquella gran
cornamenta. Fuera de sí, al tío, hecho una fiera, le temblaba la
barbilla. Pero lo que había descubierto, menos mal, no era mi
aventura con su mujer, sino que yo trabajaba para Worldwide
Resorts. Me dijo a gritos, sin el menor respeto a Mariluz, que yo
era un infiltrado, un espía, y que como a todos los espías, iban a
expulsarme sin honor, y que nos fuéramos inmediatamente de allí,
que el hotel no estaba en venta, que si nos creíamos los gallegos
de mierda que podíamos comprar el país. Yo me conozco, Claudio: si
Mariluz no me sujeta le parto la cara. Y además, esa tarde, en el
otro hotel, ella encontró mi ropa sucia con manchas de carmín y con
olor a madreselva y a tabaco, y se coló en la ducha como un policía
cuando yo estaba desprevenido y me pilló los mordiscos, pero mejor
no te sigo contando, me costó semanas, meses, conseguir que me
perdonara, y todavía no sé si ha vuelto a confiar en
mí.
No oculto que me decepcionó el final tan apresurado de la
historia, o más bien su falta algo desaliñada de final. ¿Carecía
Abengoa de lo que Frank Kermode ha llamado «the sense of an
ending», o se inclinaba, sin saberlo, por esa predilección hacia
los finales abiertos que se inculca ahora en los writing workshops
de las universidades? Media hora más tarde fue anunciado por los
altavoces el boarding para el vuelo a Miami. Como a mí aún me
sobraba mucho tiempo, acompañé a Abengoa hasta la gate que le
correspondía, y me sorprendió descubrir que notaba cierta congoja
al despedirme de él. Viviendo en América hay veces en las que uno
se siente, por sorpresa, horriblemente solo. En el último momento,
estrechándome largamente la mano, Abengoa me dijo:
–Claudio, ahora mismo te cambiaría ese billete tuyo a Buenos
Aires.
Me doy cuenta de que no estoy acostumbrado a que me reciba
nadie al final de un viaje. Pero en Buenos Aires, en el aeropuerto
de Ezeiza, me estaba esperando cuando llegué mi viejo amigo Mario
Said, que tiene una ascendencia tucumana y siria, y que después de
largos años en la vida académica norteamericana -incluyendo unos
semesters no muy afortunados en Humbert College, donde hicimos una
amistad inusualmente cálida para aquellos climas a veces tan
ingratos-, volvió a la Argentina, y ahora enseña, no sin cierta
melancolía, en la universidad de su provincia, quejándose aún de
las intrigas de los Spanish departments, dolido todavía porque le
negaron lo que yo ahora estaba a punto de conseguir, el full
professorship, el tenure, la plaza fija, como yo le había traducido
a Marcelo Abengoa cuando me preguntó, con embarazosa insistencia,
por mi situación profesional. Conduciendo desde el aeropuerto hacia
la ciudad, Mario reanudó enseguida sus quejas antiguas sobre la
remota universidad americana donde había sido rechazado hacía ya
varios años, como si el tiempo no le aliviara las
heridas.
–Mira, hermano, por fin me libré de aquella vaina gringa
-Mario Said tiene los ojos grandes y muy negros, muy brillantes, un
poco húmedos, con la misma negrura del pelo rizado, y la boca
carnosa de árabe se le tuerce hacia abajo en un gesto como de pena
meditabunda, como de añoranza sin consuelo de algo-. Ahora no gano
un mango, pero no tengo que bajarme los pantalones delante de
ningún cabrón de chairman, como aquel que tuve hace mil años en
Lexington, Kentucky, Morini, se llamaba, una serpiente auténtica,
hermano, no más dándome jabón, prometiéndome el tenure, y de pronto
un día me pareció como que dejaba de verme, y dejaron de verme
todos los del departamento, y cuando se juntaron para evaluarme me
tiraron sin compasión al tacho de la basura…
–¿Morini? – sentí una opresión en el pecho, no me atreví a
apartar los ojos de la carretera-. ¿Amadeo Morini, uno muy alto,
con mucho pelo, con bigote, con un moreno de
lámpara?
–Y, el mismo. ¿Lo conoces?
–Ahora es mi chairman.
–La pucha, hermano, la jodiste -el gesto de la boca de mi
amigo Mario Said se convirtió en un rictus trágico: yo apenas me
fijaba ya en el paisaje liso y suavemente verde, en los primeros
edificios de las afueras de Buenos Aires, no muy distintos, por lo
demás, de los de Pittsburgh, con la diferencia de que en Pittsburgh
prácticamente sólo hay afueras-. En cuanto le das la espalda te
clava un puñal. Si querés un consejo, no le digas que sos amigo
mío, no se lo digas nunca.
–Ya se lo he dicho.
–¿Y le has dicho también que ibas a verme en Buenos
Aires?
–Como que me pidió que te diera recuerdos, y te traigo una
separata suya dedicada…
Atento al tráfico, Mario Said movía la cabeza rizada y
aguileña con una pesadumbre bíblica, muy inclinado encima del
volante, como un conductor novato. Para no perder del todo el
sosiego y los nervios procuré cambiar de conversación, y le
pregunté cómo le iba de vuelta en su país, cómo estaba su hija, a
la que yo recordaba como una niña seria y callada, de pelo y tez
tan morenos como los de su padre, con quien vivía, los dos solos en
un apartamento pequeño de Humbert Heights, después de un divorcio
muy difícil. Me había parecido una niña triste, irritada por
dentro, aislada entre adultos.
–Ya tiene trece años, la Mandy, ya no consiente que la llame
Morochita -ahora a Mario Said se le puso en la cara una gran
sonrisa, enseguida velada por el brillo de los ojos bajo los
carnosos párpados entornados-. Te la encontrás por la calle y no la
conoces, hermano, algunos me ven con ella del brazo y me toman por
un lolitero. ¿Sabes lo malo? Que quiere que nos vayamos de vuelta a
los Estados Unidos. Allá en Tucumán no hace otra cosa que sentarse
delante de la televisión a ver CNN y Cartoon Network y las
películas de TNT. Hay que joderse en esta vida, la pucha. Cuando yo
era pequeño, en Tucumán, los niños de la calle me llamaban el
Turco. Me fui huyendo a España cuando vino el Proceso y allá me
llamaban algunos sudaca, o moro, si no me escuchaban hablar. Emigré
a los Estados Unidos, nació mi hija y la llamaron la India. ¿Y
sabes cómo la llaman ahora las niñas en la escuela? La gringa, la
gringuita. Vos por lo menos sos de un solo sitio…
Hacía un otoño suave, con largas tardes doradas en las que
más de una vez, y contra mi costumbre, eludí mis obligaciones
académicas para pasearme sin descanso, sin hacer nada, sólo
disfrutando de la sensación perdida de ir por ahí llevado por la
curiosidad y la indolencia, de mirar escaparates, parques,
edificios, librerías, mujeres. Mario me llevó a cenar a un sitio
italiano, inmenso y populoso, que se llamaba Los teatros de Buenos
Aires, en el que uno sentía, como una corriente eléctrica, esa
agitada vitalidad que le aturde al llegar a Nueva York, sobre todo
si se llega desde el letargo silencioso de Humbert, Pensilvania.
Nos emborrachamos sin darnos mucha cuenta, exaltados por la alegría
tan inusual de estar juntos y sabernos amigos, charlando y
caminando hasta muy tarde por calles luminosas y llenas de gente,
de cafés, de carteles luminosos de teatros. No saber orientarme en
aquella inmensidad era casi una liberación: me guiaba mi amigo, me
iba mostrando lugares que se me olvidaban enseguida, me acompañó en
un taxi hasta mi hotel y al llegar allí aún nos quedaban ganas de
seguir hablando y bebiendo, y tomamos un par de gin tonics en el
bar, todo ya un poco borroso, el bar del hotel y Buenos Aires y la
cara de Mario Said, el recuerdo de Humbert College y las confusas
perspectivas de mi carrera académica.
Mario Said se marchó a Tucumán a la mañana siguiente de mi
llegada. Nos despedimos con una gran resaca y con una nostalgia
anticipada por las conversaciones, las caminatas y las copas que
habíamos compartido, y que nos prometimos reanudar al cabo de no
demasiado tiempo, tal vez allí mismo, en Buenos Aires, o en Madrid,
que a Mario le gustaba tanto, y donde seguía pensando que tal vez
debió quedarse: siempre me decía que en los años del exilio Madrid
le suavizaba las nostalgias de volver, y que caminando por Lavapiés
o La Latina, sobre todo de noche, tenía la sensación de que estaba
en San Telmo. Nos despedimos con un abrazo antiguo, largo y
apretado, tan lento como todos los gestos de Mario Said, que
hablaba, comía y bebía muy despacio, como extasiado y a la vez
ausente, que partía el pan con las dos manos anchas y morenas tan
ritualmente como lo habrían hecho sus antepasados mercaderes o
beduinos. Cuando ya había arrancado el coche lo detuvo un momento y
asomó la cabeza como para decirme algo que hubiese
olvidado:
–Y vos, ¿no te volvés a España?
Me encogí de hombros y no le dije nada, y le hice adiós con
la mano hasta que desapareció en el siguiente
cruce.
Había pensado asistir esa mañana a la conference, pero me dio
pereza y me puse a caminar sin propósito, diciéndome que ya me
incorporaría después del lunch break, a tiempo de escuchar la
ponencia de un profesor Shelter, o Seltzer, que según creo
trabajaba en Brooklyn College, y que iba a hablar de la influencia
de Borges en la más reciente novela española, campo este que no es
el mío, pero por el que quizás me conviniera empezar a
interesarme.
Paseando ociosamente por Buenos Aires le di la razón al ya
borroso Abengoa, a quien había tenido tan cerca durante unas pocas
horas de mi vida y a quien seguramente no volvería a ver más: su
ojo clínico, como él mismo habría dicho, resultó muy acertado. Me
gustaba ver a esas mujeres bellas y enérgicas taconeando por las
calles, entrando y saliendo de las tiendas exclusivas de la
Recoleta, que, para mi sorpresa, no resultaban menos espectaculares
que las de Madison Avenue.
Me sentía raro, exaltado. Hacía cosas que no estoy
acostumbrado a hacer. Paseando ese mediodía por la calle Córdoba vi
un restauran te que tenía en la puerta una gran vaca disecada, una
vaca monumental, saludable, con esa expresión de felicidad budista
que tienen las vacas en el campo. Tras el cristal del escaparate se
veía una parrilla sobre un fuego de carbones que relucían como las
gemas de un tesoro, y encima de ella se tostaban trozos rojos y
brillantes de carne, cuartos enteros de animal, como en un banquete
homérico. Del interior venía un aroma incomparable de carne a la
parrilla y grasa quemada, un humo suculento de gula, de bárbaro
colesterol, que despertó en mí deseos sepultados hacía mucho
tiempo, desde antes de que adoptara los austeros (y también
desabridos, a qué ocultarlo) hábitos alimenticios norteamericanos.
Consulté la lista de precios y aunque éstos no eran disparatados
estaban muy por encima de la mezquindad de mi cuenta de gastos (en
ese aspecto, Morini, el chairman, puede ser tan abusivamente
tightfisted como un dómine Cabra).
Iba a alejarme de allí, no sin desconsuelo, diciéndome a mí
mismo que una de las más insalubres costumbres gastronómicas de
España es la de los almuerzos abundantes, pero mis pasos no
obedecieron a mi voluntad, y mientras yo me dictaba la orden de
continuar el paseo y tomar un sándwich rápido en algún puesto
callejero, otra parte de mí, la que había sido hechizada y drogada
por el olor de la carne, entró decididamente en el restaurante, que
era muy grande y estaba muy animado, se dejó guiar hacia una mesa
por un obsequioso camarero de cara y ademanes italianos, que
desplegó ante mí una carta forrada en piel auténtica de vaca, en
piel entera, quiero decir, con un pelo rubio y suave como el de la
vaca disecada del escaparate. No ignoro que la carne roja es una
mina de colesterol y de otras sustancias nocivas, y hace tiempo que
perdí la costumbre de tomar vino con el almuerzo, pero aquel día me
atreví a tomarme uno de esos steaks maravillosos a los que llaman,
algo misleadingly para un español, bifes de chorizo, así como una
jarrita entera de vino italiano, áspero y delicioso, servido
oportunamente, cada vez que quedaba mediada mi copa, por el atento
camarero que me había guiado hasta la mesa, hacia el que acabé
sintiendo una simpatía desbordada, una gratitud rayana en la
emoción. No tenía esa amabilidad demasiado rápida de los waiters
americanos, que lo marean a uno con su solicitud excesiva, de un
dinamismo gimnástico, llenándole vasos de agua helada, sin que uno
los pida, preguntándole si everything is OK y al mismo tiempo
mirando a otro lado, importunándole para saber si quiere pedir otra
cerveza, casi haciéndole pedir más cosas a achuchones. Este
camarero porteño no me agobiaba, pero estaba siempre atento a mí,
evitándome esa situación deplorable de quien come a solas en un
restaurante y alza la mano para pedir algo y nadie le hace caso.
Cuando vio que había terminado el inolvidable bife de chorizo me
animó a probar como postre el flan con dulce de leche de la casa,
que me tomé entero, a pesar de su consistencia y del peso y la
hinchazón de mi estómago, tan poco acostumbrado a tales festines.
Nada mejor para culminar la comida que un café y un digestivo,
aconsejó: me hizo olvidar ese líquido infame al que llaman coffee
en América sirviéndome un café muy negro y aromático, y el
digestivo que me trajo no era, como yo había supuesto, una infusión
de poleo o similar, sino una copa diminuta de grappa siciliana,
destilada, según él, en el pueblecito de sus antepasados. Justo al
probarla me acordé de que Abengoa había terminado con un copa de
grappa su primera cena en Buenos Aires.
Casi con lágrimas en los ojos (lágrimas de agradecimiento y
de digestión, como las de los cocodrilos), me despedí del camarero
estrechándole la mano y prometiéndole que volvería, y que si
viajaba alguna vez a Sicilia visitaría aquella aldea cuyo nombre,
repetido por él y leído por mí en la botella de grappa, ya se me
había olvidado. Le dejé, creo yo, una propina principesca, y crucé
el gran salón del restaurante hacia la salida procurando avanzar en
línea recta entre las mesas y no tambalearme.
Había pensado asistir a la sesión de la tarde de la
conference, cuyo momento estelar iba a ser la keynote speech
impartida nada me nos que por la célebre Ann Gadea Simpson
Mariátegui, de Palo Alto, California, que exhibe los apellidos de
sus exmaridos como si fueran los trofeos de un guerrero jíbaro, y a
la que llaman, no sin razón, la Terminator del New Lesbian
Criticism. Su último libro, que me prestó Morini, aconsejándome
vivamente que lo leyera («para que veas por dónde van los tiros,
como dicen ustedes en la madre patria, siempre tan belicosos»), se
titulaba «(Under) writing the female body: Sor
Juana Inés de la Cruz/Frida Khalo/Madonna» y venía gozando en
los Spanish departments de un prestigio (a mi parecer, desde luego)
un tanto overrated, pero inatacable. De pronto, en todos los
parties, en los almuerzos del Faculty Club, ése era el libro que
todo el mundo acababa de leer, y que yo trataba de disimular que
aún no había leído.
Tenía tanto sueño que me desplomé en un taxi y casi me quedé
dormido en el trayecto hacia el hotel. Me eché en la cama,
calculando que tendría tiempo para una catnap de veinte minutos o
media hora antes de irme a la lecture de Simpson Mariátegui, que se
titulaba, por cierto, según leí en el programa, From Aleph to Anus: Faces (and feces) in Borges. An
attempt at Postcolonial Anallysis. Sentí placenteramente cómo
me iba deslizando hacia el sueño, bien ahíto de comida, de vino
tinto, de café, de grappa, en un estado de beatitud física que me
hizo acordarme de la cara colorada y la barriga prieta de mi fugaz
amigo Marcelo Abengoa, acordarme o soñar con él, que me contaba
algo, aunque yo no distinguía bien sus palabras, había comido y
bebido demasiado…
No me desperté a tiempo de ir esa tarde a la conference, pero
a la mañana siguiente, cuando acudí por fin a ella, la ilusión de
haber sido invitado empezó a convertirse en un sentimiento de
incomodidad, hasta de un poco de fastidio, como si yo no tuviera
mucho que hacer allí ni en realidad me uniera nada con la mayor
parte de las personas con las que me cruzaba, aunque exteriormente
era idéntico a casi todas ellas, distinguiéndome apenas por el
nombre que llevaba en el badge plastificado de la solapa. No me
enteraba de una gran parte de las cosas que escuchaba, aunque
entendiera perfectamente las palabras españolas o inglesas en que
se decía, y estuviera ya muy habituado a casi todas ellas. Después
de asistir a tantas conferences y seminars, aquélla fue la primera
vez que me di cuenta de algo muy curioso: todos los scholars, aun
hablando idiomas diversos y viniendo de varios continentes,
repetíamos siempre el mismo gesto durante la lectura de nuestros
papers, e incluso después, en las charlas de pasillo o en los
comedores: cada vez que queríamos indicar que citábamos algo, que
lo entrecomillábamos para ponerlo en duda, extendíamos los brazos a
los costados para dibujar en el aire, con los dedos índice y
corazón de cada mano, el signo de las comillas, como si las puntas
de los dedos rascaran o aletearan brevemente en el
vacío.
Mi paper sobre narratividad e intertextualidad en el soneto
Blind Pew, además, no me tocó leerlo en la
sesión plenaria, tal como estaba scheduled. Por culpa de una
confusión, de un malentendido achacable a la falta de seriedad (tan
latina) de los organizadores, fui desplazado a un aula marginal y a
una hora imposible, las ocho y media de la mañana del último día.
Mi nombre atrajo una exigua audience de cuatro personas, pero
cuando me situé delante del lectern y me puse las gafas para
empezar a leer noté que había entrado un quinto espectador. Se me
atragantó el primer carraspeo de cortesía: quien había entrado era,
para mi sorpresa y mi infortunio, Ann Gadea Simpson Mariátegui, a
quien reconocí por sus fotos, porque nunca, hasta aquel día
desdichado, la había visto in the flesh. ¿Cómo era posible que
ella, la diva de la Conference, hubiera madrugado para molestarse
en asistir a la lecture de un casi don nadie? Pero yo soy muy torpe
o muy perezoso para sospechar, y en aquel momento no se me ocurrió
hacerme con demasiado ahínco esa pregunta.
Leí, muy nervioso, con la boca seca, sin atreverme a
desplazar la mano hasta el vaso de agua y a llevármelo a los
labios, porque temía que se me notara mucho el temblor, que se me
derramara el agua. A Simpson Mariátegui no me atrevía a mirarla: de
vez en cuando buscaba la mirada de una chica joven sentada en la
primera fila, bastante fea, con gafas grandes, pálida, con el pelo
color de paja sin brillo, con las mejillas un poco abruptas de
acné. La veía mover la cabeza aprobadoramente hacia lo que yo
decía, tomar notas, empecé a sentir hacia ella una mezcla muy rara
de lástima y de gratitud. Tras un tiempo eterno terminé mi
exposición, sonreí, con la sonrisa tonta y rígida del miedo, me
quité las gafas, agradecí una o dos palmadas anémicas, producto de
la temerosa efusión de la señorita de la primera
fila.
Al principio me pareció que escaparía a salvo. Pero el
silencio de Simpson Mariátegui era ese instante de inmovilidad en
que la fiera entona sus músculos para saltar sobre la presa
inerme.
Alzó la mano, se puso en pie, mordiendo la punta de un
bolígrafo, punta que luego volvió hacia mí en un gesto no muy
distinto del de apuntar una pistola. Me aplastó. Me humilló. Me
sumió en el ridículo. Me negó el derecho a hablar de Borges, dada
mi condición de no latinoamericano. Me acusó de alimentar la
leyenda de Borges, ese escritor elitista y europeo que dio la
espalda a las genuinas culturas indígenas latinoamericanas. Me
recordó, citándose con desenvoltura a sí misma, su celebrada
ecuación Europe=Eu/rape. A esas alturas la chica de los granos, mi
oyente fervorosa, bajaba la cabeza cuando yo buscaba un poco de
ayuda en sus ojos, como si yo le diera tanta pena que no pudiese
mirarme, o como si quisiera ocultar ante la iracunda Terminator
cualquier rastro de simpatía hacia mí.
Ya en jarras, Simpson Mariátegui se preguntó hasta cuándo iba
a ser tolerada la fascinación europea, heterosexual y masculina por
los mitos del expolio colonial, pues no otra cosa, según ella, era
La isla del tesoro, uno de cuyos
personajes, el mendigo ciego que se llama Pew, protagoniza el poema
de Borges que yo había intentado analizar, y que tantas veces me he
repetido a mí mismo de memoria, sin que deje nunca de emocionarme
de una manera honda y misteriosa, de hacerme una compañía siempre
leal incluso en los episodios más mezquinos de la soledad o el
infortunio:
Lejos del mar y de la hermosa
guerra,
Que así el amor lo que ha perdido
alaba,
El bucanero ciego
fatigaba
Los terrosos caminos de
Inglaterra…
Sabía que en remotas playas de
oro
Era suyo un recóndito
tesoro
Y esto aliviaba su contraria
suerte…
Si pensaba en la humillación a que me había sometido aquella
mujer que no me había visto nunca y a la que yo no le había hecho
nada (mi paper no lo escuchó casi nadie, pero los exabruptos de Ann
Gadea contra mí fueron el gossip de todo el simposium), si me
acordaba del modo en que me había mirado, golpeando el bolígrafo
contra su notebook y agitando ligeramente la cadenilla de las
gafas, con un sonido no muy distinto al cascabeleo de una
rattlesnake, aún me picaba la cara como si fuera a ponerme
colorado, la cara y el pelo, y tenía que rascarme, en medio de
Buenos Aires, y me ponía a murmurar entre dientes palabras que de
ser oídas acarrearían mi expulsión inmediata de Humbert
College.
Había llamado a Borges dead white male trash, la tía, y a mí
me había acusado más o menos de complicidad hereditaria, en mi
condición imperdonable de español, con las cárceles de la
Inquisición, con el genocidio de las poblaciones indígenas, con las
aberraciones sexuales cometidas por Hernán Cortés con Malinche, su
amante Native American. Pero si de todos modos iba a ir hablando
solo por la calle, mejor me ponía a recitar versos de
Borges.
A ti también, en otras playas de
oro,
Te aguarda incorruptible tu
tesoro…
Ya estaba delante de la puerta giratoria del Town Hall, y sin
meditación ni propósito, sin incertidumbre, con una ligera
sensación de ser guiado o atraído, me vi empujándola, y enseguida
fui como envuelto o abducted por ella, en su lento torbellino, y me
encontré, en menos de un segundo, en otro mundo que no tenía nada
que ver con el que habla dejado en la acera, en la vereda, como
dicen los argentinos, con una palabra tan bella: estaba en el lobby
de un hotel Art Déco, una versión disminuida y decrépita del
Waldorf Astoria, un lugar donde no es que el tiempo se hubiera
detenido, como suelen decir en las novelas, sino donde se habían
detenido las cosas, porque el tiempo sí que había pasado muy
cruelmente por ellas, envejeciéndolas sin rastro de nobleza, más
allá del efecto de la negligencia humana, hasta un punto espectral
como de ruina geológica.
En el aeropuerto de Pittsburgh había imaginado este lugar a
través de la voz de Marcelo Abengoa. Ahora lo reconocía como si ya
hubiera estado en él, porque la descripción que había escuchado era
de una perfecta accuracy: los empleados lentos, con uniforme gris
de largas botonaduras hasta el cuello y gorrito circular, la
alfombra barroca y densa, pero con calvas ignominiosas, las
columnas de mármol de una altura y una solidez de templo egipcio,
el salón de amplitud inmensa en medio del cual pendía una araña tan
grande como la copa invertida de un árbol. (Algo más que tienen en
común Buenos Aires y Nueva York es la escala ingente de algunos
espacios interiores, tan ajena a las mezquinas estrechuras
europeas.)
Me fijé, sin embargo, en que el recepcionista no era el
hombre de pelo blanco y gafas del que me había hablado Abengoa. No
era viejo, pero tampoco era joven, no tenía casi pelo, pero tampoco
se hubiera podido decir que estaba calvo. Anotaba algo en un libro
ciclópeo de registro cuando pasé junto a él, y no levantó los ojos.
El ascensorista sí que era con toda seguridad el que Abengoa
conoció: tenía el pelo brillante y planchado hacia atrás, con ese
aplastamiento excesivo que tiene el pelo de ciertos borrachos que
se peinan mucho, aunque no se laven la cabeza. Necesitaba con la
misma urgencia un afeitado y un uniforme limpio, y no se había
molestado en abrocharse los botones superiores de su chaquetilla de
ascensorista de 1940.
Me extrañó que nadie me interpelara. Supongo que la
inminencia de la ruina absoluta los había sumido a todos en un
estupor de indiferencia y desgana. En los cuatro años transcurridos
desde el viaje de Abengoa todo parecía haberse ido degradando con
una persistencia monótona, al mismo tiempo que la ciudad revivía y
se recobraba de los peores estragos de la crisis, y al parecer
también del pánico a los militares, según me había dicho Mario
Said, que tenía tantos motivos para seguir
temiéndoles.
Entré en el salón: los ventanales que daban a la calle eran
tan altos como vidrieras góticas, pero los cortinajes, que parecían
por su espesor los del escenario de un teatro de ópera, estaban
casi echados, de modo que apenas entraba la claridad de la mañana,
y la única iluminación eran algunas lámparas encendidas junto a
sillones orejeros como de club inglés, con tapicerías muy rozadas,
pero que conservaban todavía un noble olor a cuero. Sobre las mesas
bajas había anchos periódicos de tipografía anticuada, sujetos con
bastidores de madera: La Nación, el
Times de Londres, exactamente como había
dicho Abengoa. Me imaginé que en otro tiempo los leerían solemnes
patricios porteños, partidarios de las costumbres británicas y de
los golpes militares, del five o'clock tea y la picana, según el
macabro dictamen de mi amigo Mario, que en el año setenta y seis se
salvó de milagro de que lo desaparecieran en una de aquellas
cárceles secretas a las que llamaban, con precisión siniestra,
chupaderos, y tardó quince años en volver: «Hay que joderse», me
decía en sus trances de más pesadumbre en Humbert College, «los
patriotas me dejaron sin patria».
Sin darme mucha cuenta, esa mañana yo me había ido deslizando
hacia un estado de ánimo así de sombrío. Me sentía solo en aquel
extremo del mundo, en una ciudad de diez millones de habitantes en
la que no conocía a nadie. Me dolían los pies, había pasado mala
noche, porque los viajes y los hoteles me trastornan fácilmente el
sueño, seguía teniendo en carne viva la herida abierta en mi
dignidad por aquella mujer a la que ahora procuraba aplicarle los
adjetivos que hubiera escogido para ella el despiadado Abengoa. ¡Y
yo no me había defendido, no había contestado nada, ni una palabra,
me había quedado balbuciendo detrás del lectern, la había visto
salir del aula con una arrogancia como de matador (o matadora), con
las caderas echadas hacia delante, mirando de medio lado al
tendido, a los cuatro oyentes pusilánimes o despistados que se
encargarían luego de difundir mi ridículo, y a los que lo único que
les faltó fue sacar los pañuelos para pedir una oreja, o dos
orejas, las mías!
Inopinadamente me veía aquejado, en el hotel Town Hall, de un
deseo inaplazable de caminar y respirar en una calle de mi país, de
tomarme una ración de gambas o de berberechos y una caña de espuma
blanca y densa en aquel lugar que me había recordado Abengoa, la
cervecería Santa Bárbara de Madrid. Me emocioné bochornosamente al
repetirme una de sus vulgaridades: «Es que España tira mucho». Para
reunir fuerzas, antes de enfrentarme de nuevo a la intemperie de la
calle, me dirigí a la barra que se vislumbraba al fondo del salón y
esperé a que apareciera algún camarero. Tardó en llegar,
abrochándose una chaquetilla roja que olía a transpiración rancia,
como las prendas que se ponen los actores en el teatro: se ve que
el personal había sido severamente downsized, como habría dicho
Abengoa, porque era el ascensorista el que atendía el
bar.
Iba a pedir una Diet Pepsi, pero tuve uno de esos arrebatos
raros que me daban en Buenos Aires y ordené un double scotch, yo
que apenas bebo, y además lo pedí straight, sin agua ni hielo. En
los Estados Unidos me he acostumbrado a pagar la bebida en cuanto
me la sirven. Pero este camarero no aceptó el billete que yo le
ofrecía. Ni que decir tiene que la ración de whisky era mucho más
generosa que en América, donde se lo vierten a uno sobre el hielo
del vaso con la misma mezquindad que si fuera un raro producto
farmacéutico.
–Invitación de la casa -dijo-. Tuvo suerte el señor. Si llega
a venir mañana nos encuentra cerrados.
–¿Es que van a restaurar el hotel? – pensé que tal vez
Abengoa y Worldwide Resorts habían logrado su
propósito.
–Qué más quisiéramos nosotros -el camarero, con una
desenvoltura que me pareció astonishing, se había servido otro
whisky, aún más generoso que el mío, y encendía un cigarrillo-. Lo
cierran. Lo derriban. El señor debe de ser distraído: ¿no vio el
cartelón de fierro sobre la fachada? Al final el patrón se rindió.
Se lo comieron los bancos. No pudo resistir más y el corazón se le
partió. Tres días hace que le dimos sepultura, en la bóveda de sus
viejos, en la Chacarita. Mire qué broma, el país entero para
arriba, saliendo de la crisis, y nosotros para abajo, tirados en la
vereda, como quien dice. El Town Hall, que era un tótem
porteño.
El camarero apuró su scotch de un trago y se sirvió otro, con
el cigarrillo en la boca, esparciendo ceniza sobre la barra y las
solapas de la chaquetilla, con los ojos guiñados, porque le
molestaba el humo, con un aspecto general de carelessness más bien
encanallada. Junto al bar estaba el gran arco de acceso al comedor.
Pensé que ese lugar dentro de muy poco ya no existiría y con la
copa en la mano me interné en aquel espacio que tenía una vastedad
y una penumbra de catedral abandonada. Se parecía a esos comedores
en lujo que se ven en las fotografías de los transatlánticos
antiguos. Todas las mesas tenían manteles blancos y vajillas y
cubiertos preparados como para un gran almuerzo inminente, pero la
falta de luz -el comedor sólo estaba alumbrado por la muy escasa
que le llegaba del salón- provocaba un efecto lóbrego de concavidad
y de ausencia.
Pero tampoco aquí estaba yo completamente solo: al
acostumbrarse mi pupila a la penumbra vi una mujer sentada en una
mesa, muy al fondo, pero esa presencia humana, más que habitar el
espacio o mitigar su desolación, la subrayaba, como una figura muy
pequeña al pie de una columna en un templo en ruina. Junto a la
mujer, sobre la mesa en la que estaba acodada, como aguardando a un
camarero que viniera a servirla, había una lámpara encendida, uno
de esos candelabros con cera falsa y llama de cristal. Era rubia, y
al aproximarme un poco más a ella le calculé unos cuarenta años.
Era rubia y tenía el pelo turbulento y rizado y los labios pintados
de rojo y llevaba una chaqueta de hombros anchos y cuadrados con un
escote que descubría la piel muy blanca del cuello. Parecía que
estaba queriendo llamar mi atención: tal vez me confundía de lejos
con el camarero que no llegaba. Tenía un cigarrillo apagado en la
mano, seguramente iba a pedirme fuego.
No la había visto nunca, pero la reconocí en un instante.
Aquella manera tan directa de mirarme a los ojos mientras señalaba
el cigarrillo apagado era una invitación equívoca que yo no había
visto en la mirada de ninguna mujer, igual que hasta entonces no
había olido aquel perfume tan fuerte de
madreselva.
Avancé entre las mesas hacia ella, sin saber qué haría ni qué
iba a decirle. Me faltaba el aire, tenía que respirar más hondo.
«Carlota», dije, pero apenas me salía la voz, como cuando iba por
la calle diciéndome versos de Borges, «Carlota Fainberg». Pero otra
voz mucho más fuerte que la mía se superpuso a ella y la borró,
quebrando el instante en que yo me acercaba a Carlota Fainberg como
si fuera arrojada contra el suelo una ampolla de
cristal.
–Señor, eh, señor, vuelva, adónde va, no se puede entrar
ahí.
Miré hacia atrás y el camarero estaba haciéndome un ademán de
urgencia desde el arco de entrada del salón. Soy muy manso con
cualquiera que muestre una autoridad rotunda hacia mí: aturdido,
volví la cara hacia la mesa donde había visto a Carlota Fainberg,
pero ya no estaba, aunque la luz seguía encendida, como si el
vozarrón del camarero también la hubiera asustado.
Llegué al bar y me di cuenta de algo que absurdamente no
había advertido hasta entonces: el camarero ascensorista estaba
blind drunk, tanto que la bofetada de alcohol me llegó desde bien
lejos, y cuando quería apoyar el codo en la barra le fallaba el
equilibrio y casi se le desplomaba la cabeza sobre ella. Tenía los
ojos bloodshot, inyectados en sangre, como se dice en España, y se
rascaba sin ceremonia el cuello de la chaquetilla inmunda y el
mentón oscurecido de barba. Se había servido otro scotch y fumaba
mascando el filtro del cigarrillo. Con un gesto muy desagradable de
camaradería agitó la botella para que yo le acercara mi copa. Le
faltaba un diente más que durante la visita de Abengoa. Miré de
soslayo a la mesa donde había estado Carlota Fainberg, la única
iluminada del comedor. Me pareció que aún flotaba en el aire el
humo de su cigarrillo, abandonado en el cenicero: pero no podía
ser, yo la había visto con el cigarrillo apagado en la mano, tal
vez pidiéndome fuego, con un gesto que se habrá perdido muy pronto,
imagino, cuando ya no queden mujeres atractivas que fumen y pidan
fuego a los desconocidos. Hubiera querido ir a buscarla, pero no me
atrevía. Soy de esos hombres pusilánimes que viven intimidados por
el personal subalterno. Escuché muy fuerte el ruido de una
aspiradora: una mujer encorvada y muy vieja la manejaba entre los
butacones del salón.
–Perdone el señor que lo llamara tan fuerte -en la voz del
camarero no había el menor tono de disculpa-. Pero es que todas las
dependencias del hotel, salvo las de servicio, están selladas por
orden judicial. Se lo llevarán todo, todos los muebles, las
alfombras, todos los recuerdos del patrón y de la señora
Carlota.
–¿Quién? – lo pregunté como si no hubiera escuchado bien ese
nombre, que me había estremecido.
–La señora Carlota, la esposa del patrón, el señor Isaac
Fainberg. El Fangio de la hostelería rioplatense, lo
llamaban…
–Creo que llegué a conocerlo, hace años -improvisé, con un
ligero pálpito de impostura, de una curiosidad que iba pareciéndose
al miedo-. ¿Puede recordarme cómo era?
–Y, cómo no, se ve que al señor lo impresionó el personaje.
Alto, con su pelo blanco, con sus lentes que le hacían tan serio.
En cuanto apretaron los malos tiempos al señor Fainberg no le
importó cambiarse el saco de patrón por el uniforme de
recepcionista. ¿Quiere creer que fuera de nosotros muy poca gente
sabía que él era el dueño? Yo lo miraba y pensaba: al patrón van
cuatro lustros que le dura el velorio. Porque de entonces acá se
torcieron las cosas y el Town Hall no volvió a ser ni sombra. Pero
si me pone el señor esa cara de pena no le sigo contando. ¿Tomará
otro trago, otra copita, como dicen ustedes en España? Lindo país
el suyo. Mis viejos vinieron de allá, mi papá de La Rioja, mi mamá
de la provincia de Lugo, dígame si no puedo presumir de
background.
El camarero llenó las dos copas: las llenó tanto que al
chocar la suya con la mía en un incongruente toast (¿por La Rioja,
por Lugo, por España, por los good old times del hotel Town Hall?),
las dos se derramaron un poco.
–Supongo que la viuda, la señora Carlota, se hará cargo de
todo -dije, y el camarero me miró primero con desconcierto, y luego
con un gesto de burla, chasqueando los labios brillantes de
alcohol.
–¿Pero de qué viuda me habla el señor, si fue el patrón quien
se quedó viudo de la señora Carlota? Ya me parecía raro que usted
lo hubiera conocido.
–No hará mucho tiempo de eso…
–¿Pues no le dije recién que habían pasado cuatro lustros,
veinte años, según mi cuenta?
Pensé, con un sentimiento retardado de fraude, que Abengoa me
había mentido, pero no alcanzaba a comprender por qué, ni en qué
materiales de la realidad se había basado su innecesaria ficción:
pensé que mi imaginación había inventado a la mujer rubia sentada
junto a la mesa, con el cigarrillo en la mano, invitándome a
acercarme a ella, como en cualquiera de esas películas que habían
alimentado los embustes de Abengoa. Pero el camarero estaba
hablándome, y yo, tan perdido en mis fantasmagorías, no le prestaba
atención.
–… Eso fue lo que acabó con el patrón, y poco después con el
hotel. Vino en todos los diarios, noticia de primera página. Antes
de casarse con el patrón y abandonar su carrera, la señora Carlota
había sido una de las estrellas más rutilantes de la calle
Corrientes, no sé si la conoce, el Broadway de Buenos Aires. Aún me
acuerdo de ver cuando pibe su cara en las marquesinas de los
teatros, rodeada de luces. Pero se enamoró del patrón y lo dejó
todo por él, amour fou a primera vista. Linda historia de amor, ¿no
le parece?
Sin darme cuenta yo había acabado mi copa. Una parte de
racionalidad y prudencia extraviada dentro de mí me advertía con
espanto que aún no había llegado el lunchtime y yo estaba ya
borracho. Malignamente el camarero me sirvió más alcohol, que yo no
rechacé. El ruido de la aspiradora estaba mucho más cerca, a mi
espalda. Se interrumpió de golpe y me volví. La criada me miró con
una expresión interrogativa, con un cierto descaro, acercándome
mucho sus ojos guiñados, como si no me viera bien. Su cofia y su
delantal pertenecían, como la aspiradora, a los años de gloria del
hotel. Estaba prácticamente encima de nosotros, espiándonos sin
molestarse ya en fingir que limpiaba, pero el camarero siguió
hablándome como si ella no existiera.
–Pero las grandes historias de amor nunca acaban bien, ¿no es
cierto? Acá confluyen el Eros y el Tánatos. En cinco años todo
terminó. Yo aún no trabajaba en el hotel, pero me lo
contaron.
–¿Se mató en el ascensor? – especulé, con una vehemencia en
gran medida alcohólica-. Hubo algún fallo, y cayó desde uno de los
pisos altos…
–Desde el piso quince -el camarero me miraba ahora con
extrañeza, como recelando algo o arrepintiéndose de su propia
locuacidad-. Pero qué quiere que le cuente, si el señor parece que
ya lo sabe todo. La señora Carlota acababa de salir de sus
aposentos, que estaban donde después se ubicó la suite nupcial. No
encontró al ascensorista de servicio, o quiso manejar el aparato
ella sola, y créame, se lo dice un profesional, ésa no es una tarea
tan fácil como el público piensa. No le exagero si le digo que yo a
ese aparato le tomé cariño, a pesar de su leyenda, no es uno de
esos ascensores automáticos de ahora, tan impersonales, le doy mi
palabra de que es como un Stradivarius. Me da congoja pensar que va
a perderse. El último ascensor manual de Buenos Aires. Como dijo un
diario de entonces, fue el ataúd de la señora
Carlota.
«El patrón la mató. Él trucó el mecanismo para que Carlota
muriera.»
El camarero y yo tardamos un instante en darnos cuenta de
dónde venía la voz y a quién pertenecía, una voz tan indiferente
como esas que leen los partes informativos en la radio. Al
principio la mujer soportó en silencio nuestras dos miradas. Era
pequeña, un poco encorvada, una de esas mujeres de otros tiempos
que llegaban a la vejez con la columna vertebral torcida y las
rodillas destrozadas por el trabajo doméstico. Cuando volvió a
hablar, con el duro acento de España apenas matizado por
inflexiones argentinas, sólo me miraba a mi, pero no había fijeza
en sus pupilas demasiado miopes. ¿Habría sido ella quien le contó
la historia a Abengoa, quien le dio la idea para el prolijo embuste
que él me contó a mí?
–Ahora que está muerto el patrón y que el hotel lo van a
derribar ya no importa que se sepa -dijo, severamente en pie,
vestida de negro, como una aldeana española-. El señor Fainberg se
volvió loco por ella, pero a Carlota él no le importaba nada. Yo la
conocía bien: fui su asistenta en el teatro, y cuando se casó con
Fainberg me trajo con ella. Al poco tiempo se aburrió y empezó a
decir que por culpa de aquel hombre había tenido que renunciar a su
carrera. Mentira, se lo digo yo. La carrera de Carlota estaba ya
terminada, y por eso aceptó casarse con él, para asegurarse una
posición. Y durante los cinco años que vivió después no paró de
engañarlo. De mí no se ocultaba: cómo iba a ocultarse, si yo la
había visto en sus comienzos. Pero cada vez era peor, se ofrecía a
los clientes, como una puta debajo de un farol. Se iba a una
habitación con cualquiera de ellos y el patrón andaba por los
pasillos buscándola, y me sacudía a mí para que le dijera dónde
estaba. Algunas veces la llegó a sorprender con un amante y entró
en la habitación para expulsarlo a patadas, imagine la vergüenza
para un hotel de esta categoría, el escándalo. Yo andaba siempre
cerca, por si ella me necesitaba, pero no vaya a creerse que me
trataba a mí mejor que a su marido. Tenía la cabeza llena de humo,
creía que todavía era una gran actriz de Buenos Aires, y el público
ya la había olvidado. Una mañana la vi salir de la habitación de un
gringo con el que había pasado toda la noche, en el piso quince,
dando un escándalo. Desde mi cuartillo había estado yo oyendo las
risas de los dos, los golpes en la pared, el ruido de la cama, los
gritos de ella, y además los del gringo, que eran como los de los
vaqueros en las películas del Oeste, cuando se suben a un toro o a
un caballo salvaje, los muy idiotas. Cuando Carlota salió, el
ascensor estaba abierto justo en aquella planta, y no había
ascensorista, mire qué casualidad, si no faltaba nunca. A ella le
gustaba manejarlo sola. La vi entrar en el ascensor y un minuto
después ya estaba muerta y destrozada.
La mujer dejó de hablar, pero no de mirarme. Tuve un
escalofrío al descubrir que me había quedado solo con ella. Recordé
con vaguedad que mientras la escuchaba sonó un timbre y el camarero
se marchó, quitándose la chaquetilla roja. Yo dejé mi vaso vacío
sobre la barra e intenté algún gesto que aliviara la rígida
situación, encogerme de hombros o sonreír. Pero yo no había
inventado a la mujer rubia, a pesar del alcohol y de la falta de
luz, yo la había visto, había llegado a sentir su perfume de
madreselva, casi lo percibía ahora mismo, rozándome como una
insinuación, como una presencia de algo.
–Usted la ha seguido viendo todos estos años -dije, pero la
mujer me miraba como si yo le hablara en un idioma desconocido-.
Usted la veía en el piso quince, y la ha visto hace un rato en el
comedor, ¿verdad? Siempre cerca de ella, como entonces, por si
necesita algo. La ha visto haciéndome un guiño, pidiendo fuego,
como lo haría con los clientes cuando estaba viva, fingiendo que se
le había torcido un tacón.
–Tiene que irse de aquí -la mujer inesperadamente volvió a
conectar la aspiradora, y al inclinarse para limpiar con ella en
algún punto de la extensión ilimitada de la alfombra fue otra vez
una criada vieja y menuda, trivial y algo patética, una emigrante
sin fortuna, sin el menor misterio-. Tiene que marcharse enseguida.
Usted es muy joven para pensar tanto en los
muertos.
Y fue por este río de sueñera y de
barro
Que vinieron las naves a fundarme la
patria.
Dormí esa tarde una siesta extenuada e inquieta y cuando me
desperté tenía fiebre, y cada vez que tragaba saliva parecía que se
me iba a desgarrar la garganta. Siempre llevo en los viajes un
frasco de Tylenol: tomé dos pastillas que me aliviaron un poco, y
procuré beber mucha agua, a sorbos, por el dolor de la garganta.
Apenas fue de noche me dormí con la somnolencia engañosa de la
fiebre. Aún tenía esperanzas de encontrarme mejor por la mañana, o
al menos de estar en condiciones de ir al aeropuerto y tomar el
avión. Pedí que me despertaran a las siete. A las cuatro y media
estaba despierto, con la cara ardiendo, con la lengua áspera, con
la garganta hinchada, en un estado físico y moral deplorable que
sólo puede comprender quien haya pasado a solas una noche de fiebre
en la habitación de un hotel.
A las siete acepté el hecho de que no estaba en condiciones
de emprender el viaje. Delirando de fiebre tuve que verme envuelto
en tortuosas gestiones telefónicas, primero para cancelar mi
billete e intentar que me hicieran una reserva en el vuelo del día
siguiente sin pagar una penalización exorbitante, luego para que la
dirección del hotel me permitiera quedarme una noche más, lo cual
trajo consigo malentendidos y dificultades y dilaciones que se
volvían más lentos y se enredaban más laberínticamente por culpa de
la fiebre que seguía subiéndome, y que cuando remitía era para
dejarme tirado en la cama de aquella habitación a cada momento más
hostil como un despojo de mí mismo.
Llamé también a Morini, y por miedo a que creyera que mi
enfermedad era un pretexto para alargar el viaje exageré
innecesariamente mi estado y puse un poco más ronca la voz: que no
me preocupara, me dijo, que la salud era lo primero, que él lo
tenía todo bajo control, para eso estaban los
amigos.
El miércoles me encontré por fin en condiciones de viajar.
Recuerdo como una pesadilla los trámites del check in en Ezeiza,
las colas populosas delante de los desks, el espacio exiguo del
asiento en clase turista donde pasé doce horas en las que me venía
en oleadas el presentimiento de la fiebre, el pánico de que me
volviera a subir en aquel avión agobiante, convirtiéndome de nuevo
en eso que es uno cuando está solo y se pone enfermo en un país
extranjero: un paria.
En los diez días de mi ausencia la nieve había desaparecido
de los paisajes boscosos de Pensilvania, y con ella cualquier
rastro del invierno que dejé atrás al marcharme. En las praderas de
Humbert College, en el gran espacio abierto de Humbert Commons, el
césped resplandecía al sol con un verde fuerte y luminoso, y todo
el aire estaba perfumado de savia, del olor a la hierba que iban
cortando con su ronroneo monótono los lawn mowers. Los
estadounidenses se toman tan fanáticamente en serio las promesas
del buen tiempo como las del american way of life: bajo los grandes
chestnuts del campus, en los que habían estallado casi al mismo
tiempo los brotes de hojas nuevas y los racimos de flores rosadas,
las estudiantes, apenas había empezado a apretar el sol, se tendían
en la hierba ya vestidas del todo de verano, en shorts, en
camiseta, descalzas, manchas de piel muy blanca sobre el verde
intenso de la pradera revivida en unos días tras seis meses de
invierno.
No oculto que me latía incontroladamente el corazón cuando
empujé la puerta enorme y pesada que da paso al Humbert Hall, donde
están las aulas y las oficinas del departamento. La noche anterior,
cuando llegué a casa, desguazado por el viaje, puse el contestador
automático por ver si había dejado algún mensaje Morini: esa tarde,
mientras yo sobrevolaba en un 747 el golfo de México, se habría
decidido mi ascenso a full professorship. Pero en la answering
machine no había ningún recado, ni de Morini ni de nadie, y ese
silencio ya me pareció un mal augurio. Me consolé como pude
recordando algo que me había dicho Morini una vez, que no le
gustaba dejar mensajes importantes en ese aparato sin alma. Tuve la
tentación de llamarlo a su casa: pero jamás me habría atrevido a
esa hora, las diez y media de la noche. En Pensilvania llamar por
teléfono después de las diez es casi tan pecado (y casi tan delito)
como ponerse a beber alcohol una mañana de domingo en el
aparcamiento de una iglesia.
Dormí bien, a pesar de todo, porque había pasado en vela las
tres noches anteriores, y porque me tomé dos somníferos. Nada es
más beneficioso para mi equilibrio personal que una buena noche de
sueño. A pesar de la inquietud conduje con buen ánimo las veinte
millas de Humbert Drive que me separaban del trabajo, y al dejar
estacionado mi coche saludé con un Hi lo más optimista que pude a
las ancianas secretarias del Spanish Department, que habían salido
del edificio para fumarse un pitillo. Suelen ser muy amables
conmigo, pero esa tarde me contestaron muy distraídamente, y una de
ellas, la jefa de administración, miró para otro lado, como si no
me hubiera visto.
Pero habrá que ir al grano, por usar la expresión que repetía
Marcelo M. Abengoa. Entré en el despacho de Morini, que estaba
hablando por teléfono y me sonrió y me tendió la mano pidiéndome
por gestos que me sentara, y que después de tenerme veinte minutos
esperando a que terminara una conversación a todas luces banal, o
cuando menos susceptible de ser abreviada, me dijo sin mayores
preámbulos que sentía tener que ser él quien me diera la noticia, y
que el departamento había desestimado mi ascenso, decidiéndose por
otro candidato más suitable.
Hasta ese momento yo no había sabido que hubiera otro
aspirante al mismo puesto que todo el mundo, durante los últimos
meses, me había asegurado que sería para mí. Pude mantener la
dignidad porque estaba sentado: si la noticia me pilla en pie es
probable que las piernas no me hubieran sostenido. Con un hilo de
voz pregunté quién era el otro candidato:
–Candidata. Creo que os conocisteis en Buenos Aires -Morini
se miró las puntas de las uñas, perfectamente polished-. Ann Gadea
Simpson Mariátegui.
Al decir ese nombre (esa lista amenazadora de nombres, más
bien, como si en vez de una mujer mi victoriosa adversaria fuese
todo un pelotón de terminators), Morini levantó los ojos para
estudiar el efecto que provocaba en mí. Me imaginé impasible,
digno, despectivo, orgulloso, golpeado, pero no vencido, apreté los
dientes y respiré hondo y suave intentando no echarme a llorar, a
llorar embarracado, como decían antes las madres
españolas.
–Yo soy tu amigo, Claudio, desde el principio aposté por ti,
tú eras mi candidato. Pero no te oculto que al surgir la
candidatura de S.M. (ella prefiere que se la llame con esas
iniciales, como sabes), tú no tenías a ghost of a chance, estabas
perdido, y no sabes cómo me cuesta decirte esto, qué malas noches
he pasado. No es sólo su currículum, sus publicaciones, el número
de mentions que tiene en trabajos de otros, en los journals más
respetados. Comprende que es una mujer, y que es lesbiana. Más del
diez por ciento de este país es gay y lesbian, Claudio. ¿Y cuántos
profesores de este departamento tenían hasta ahora esa sexual
orientation?
Me encogí de hombros: habría debido sujetarme a los brazos
del sillón, porque Morini amplió la sonrisa y
dijo:
–Sólo yo.
–¿Tú? – casi me levanté de la sorpresa, de la incredulidad:
¿Morini gay? ¿Morini, que en los años anteriores a las severas
prohibiciones del sexual intercourse entre profesores y estudiantes
había sido un seductor implacable de las alumnas más jóvenes,
fascinadas por su tez morena, su bigote y su melena negra, su
leyenda romántica y muy nebulosa de ex guerrillero urbano o payador
perseguido (leyenda más bien dudosa, pero muy cultivada por él
mismo)?
–Bueno, no exactamente gay -por un momento pareció que tenía
miedo de que yo le echase en cara todas sus aventuras con mujeres-.
No seas narrowminded, Claudio. Yo me definiría como
bisexual.
–Pues ni eso te lo había notado yo, qué quieres que te
diga.
–¿Y crees que no me sentía intimidado ante una persona como
tú, tan macho español, tan blatantly heterosexual, y te ruego que
no te sientas ofendido? Ha sido muy duro, todos estos años de
sufrir en silencio, de temer que alguien como tú advirtiera mi
diferencia. Pero por fin me he atrevido a lanzarme out of the
closet, a mostrarme como soy de verdad.
Iba a decirle que yo no le había notado ningún cambio, pero
preferí encerrarme, por usar su propio vocabulario, en el closet de
mi propio rencor.
–Y no pongas esa cara de self pity, Claudio, por favor, no te
aproveches de nuestra amistad para hacer que me sienta culpable
-puede que yo tuviera cara de self pity, pero Morini no mostraba en
la suya ni un rasgo de piedad, ni de compasión-. Reconócelo, no te
has renovado mucho últimamente. ¿Sobre quién das cursos, qué papers
escribes? Siempre la vieja guardia, los viejos varones europeos
muertos, y desde luego, eso sí, todos straight, el viejo machismo
español no se rinde.
–Pero si publiqué hace nada un articulo sobre Juan Goytisolo,
y acuérdate que me citó elogiosamente Paul Julian
Smith.
–¡Cómo no iba a salir de nuevo Paul Julian Smith y su célebre
cita! – Morini, melodramáticamente, alzaba los brazos como
invocando al cielo-. No es por herir tu vanidad, Claudio, pero
en rigueur no fue exactamente una cita, fue
más bien una mención de pasada, ni siquiera una
footnote.
Me espantó aquel signo de mezquindad: el tipo se había
molestado en comprobar que entre los cientos de notas con letra
diminuta al final del artículo de Paul Julian Smith no estaba mi
nombre, detalle que por cierto yo tampoco había dejado de
advertir.
–Pero tú también has escrito sobre Cervantes, Morini -acerté
desmayadamente a objetar.
–Por supuesto, pero desde un approach innovador, teniendo en
cuenta a Lacan y a Kristeva, y sobre todo la Queer Theory, el
cutting edge de la crítica, atreviéndome, arriesgándome un poco,
Claudio, off the beaten track, acuérdate de mi estudio sobre drag
queen epistemology y cross dressing en la segunda parte del
Quijote… Pero ustedes los españoles no pueden soportar que su gran
héroe fuese en realidad completamente queer, que lo mandasen a la
cárcel no por un delito fiscal, sino en un episodio típicamente
español de gay bashing, de persecución al homosexual, al judío, al
disidente, al maricón, como dicen ustedes, que menuda palabra, ya
casi equivale a una lapidación.
Morini empezó a ordenar unos papeles sobre su amplia mesa de
chairman, se quedó como estudiando una carta o un formulario, algo
de mucha importancia, parecía, lo fue dejando caer poco a poco
mientras levantaba la cabeza, todavía sin mirarme, y se subía las
gafas. Pensé: «Ahora viene lo peor».
–Hay otros problemas, Claudio -dijo, ya muy serio-. Soy tu
amigo y no quiero ocultártelo.
Tragué saliva y con un gesto lo animé a continuar el
suplicio.
–Sospechas de racismo. De cierto race bias, al
menos.
–Pero eso es una calumnia -balbucí, como un acusado sin
defensa, sintiéndome ya definitivamente perdido-. Tú me conoces
desde hace años, Morini, sabes que yo jamás, ni de palabra ni de
obra…
–Esa estudiante tuya, Ayesha algo…
–¿Una chica negra, bastante gorda? – nada más decir esas
palabras me arrepentí, comprendiendo que yo mismo estaba labrándome
la perdición: Morini ponía cara de estar a punto de mesarse los
cabellos, o entregarme a esa Inquisición a la que me suponía tan
próximo.
–«Una chica negra, bastante gorda» -Morini imitaba mi acento
español, aunque bajando la voz, y mirando un instante de soslayo la
puerta del despacho, que estaba cerrada-. ¿Quieres buscarme la
ruina, Claudio, hablando de esa manera delante de mí? ¡Y luego te
quejas de que te acusen de white supremacist! Esta chica
african-american, sobre cuyo aspecto físico no hay necesidad de
hacer ninguna observación ofensiva y/o discriminatoria, vino a
quejárseme porque le habías marcado su último paper con una
C.
–Por lo menos la aprobé, ¿no? No sabe nada de nada. No
interviene en las clases, ni siquiera habla con los demás
estudiantes. Se queda dormida masticando.
–La aprobaste, Claudio, qué palabra. Ustedes los españoles
siempre aprobando y desaprobando a la gente, siempre con el
espíritu de gran inquisidor. ¿Estás seguro de que la race y el
gender de esa chica no te inclinaron, aun de manera subconsciente,
a darle esa mark tan baja? Soy tu amigo, Claudio, a mí me puedes
abrir el corazón.
–Por Dios, Morini, los dos mejores estudiantes que tengo son
chicas, una de ellas african-american, y la otra china, perdona,
chinese-american.
Casi sonreí, creyendo que me había apuntado una mínima
victoria, pero Morini no parecía nada convencido, ni siquiera dio
la impresión de haber escuchado mis últimas palabras. De nuevo tomó
de la mesa un papel, un formulario o el cuadernillo de un journal,
y sujetándolo entre las dos manos levantó despacio la cabeza y
empezó a hablar antes de mirarme. Me sentía como si estuviera a
punto de ser enviado a un campo de reeducación
norvietnamita.
–Me ha sido muy difícil, Claudio, pero soy tu amigo y la
amistad yo la pongo por encima de todo. No te oculto que tu
situación en Humbert College no es envidiable. Te he defendido
mucho, pero eso no basta, también tienes tú que poner de tu parte.
Tendrías que dar algún signo, enrolarte en algún taller de race
sensitivity, citar a otros autores, ¡y autoras!, en tus cursos. Ann
Gadea, te adelanto, es una mujer magnánima. Me ha dicho que te
valora mucho, que espera colaborar contigo en el día a día del
departamento…
Justo entonces yo tendría que haberme levantado y haber
salido del despacho de Morini dando un portazo, pero no lo hice.
Salí un rato después, y entonces las secretarias, que están siempre
al acecho, me sonrieron con perfecta falsedad y me desearon
angelicalmente a good day, no sin la complacencia de ver humillado
a alguien que ocupa una posición superior. Encerrado en mi oficina,
le escribí a Morini, después de deliberaciones dolorosas y de
borradores sucesivamente más audaces, una letter of resignation, en
la que más o menos venía a decirle que escupía sobre la limosna
académica y laboral que me había ofrecido.
Releí la carta, la doblé, la guardé en un sobre con el
membrete del departamento, imaginé con anticipado orgullo una
travesía del desierto académico tan ardua como la de mi amigo Mario
Said. Al salir de la oficina, camino del despacho de Morini, me
puse la carta en el bolsillo.
Todavía la tengo allí, dos semanas más tarde. Me digo que
este retraso no es una cuestión de cobardía, sino de prudencia.
¿Voy a volver a España, a estas alturas de mi vida, voy a empezar
otra vez de cero en cualquier otra parte, ahora que tengo casi
pagado el mortgage de mi casita, y que según parece, Morini y Ann
Gadea quieren contar conmigo y valoran mucho mi posible aportación
en la nueva etapa del departamento?
A finales de mayo, cuando termine el spring semester, he
decidido que viajaré a Madrid. Entre unas cosas y otras ya hace
tres años que no voy a España. Tendré que mirar en mis papeles a
ver si no he perdido la tarjeta de Marcelo Abengoa. Me gustaría
decirle que el hotel Town Hall de Buenos Aires ya habrá sido
derribado, y que sólo en nosotros dos, en nuestro recuerdo o
nuestra imaginación, sigue habitando todavía Carlota
Fainberg.
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29/04/2009
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Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/