CAPÍTULO I

PROCEDÍA de una larga estirpe de capitanes de navío, lo que probablemente explica todo el asunto. Su abuelo fue el capitán Trent, que descubrió el agujero en el Coalsack, aquella monstruosa nube de polvo entre Syrtis y toda la región Galliene y por tanto acortó meses de tiempo del antiguamente necesario para rodear el Coalsack y llegar a las nuevas colonias que quedaban más allá. Un tatara-tatara-tatara abuelo fue el capitán Trent, que hizo un mapa de las corrientes interestelares meteóricas en el grupo de sol Enid, por tanto no menos que ocho planetas altamente valiosos se hicieron asequibles a la ocupación humana y uno fue bautizado con el nombre de su descubridor.

Remontándonos más todavía, un tatara-tatara-tatara etcétera-abuelo mandó el segundo navío colonia que llegó a Delva. Llegó para encontrar a los que le antecedieron histéricos de terror y exigiendo ser evacuados y llevados a la patria, lo que no podía hacerse con su navío casi cargado hasta el máximo de su capacidad. Pero aquel capitán Trent entró en las junglas con ocho hombres del espacio y descubrió el ciclo activo de los áureos gigantes que en apariencia hacían imposible la colonia. Ahora había allí un refugio de caza para aquellas bestias, cuidadosamente vigilado para evitar que las especies interesantes fuesen aniquiladas por los cazadores de pieles.

Hubieron otros capitán Trent, retrocediendo hasta uno que mandó un navío comercial del siglo XVIII, cuando las naves cruzaban los océanos de agua solamente y un viaje costero de Londres a Escocia ocupaba tanto tiempo como actualmente ir de Riel a Punt y cuando navegar en un barco de vela tomaba tanto para llegar a las Azores como ahora se requiere para el viaje de sesenta años luz de Deneb a Kildare.

Pero la semejanza entre tal viaje a vela y el moderno no terminaba con el tiempo de navegación entre puertos. En aquellos primitivos días, como actualmente un navío que dejaba la rada, quedaba estrictamente a su propia merced hasta que volvía a echar anclas. Había allí, como hoy, la más absoluta falta de comunicación entre puertos excepto utilizando los navíos. Por tanto una carga con fuerte demanda en un puerto dado la semana pasada, podía ser despreciable esta semana en un mercado saturado, porque en el intervalo un navío o dos habían entrado con las mismas mercancías que ofrecer. Así, en aquellos días, como ahora, todos los capitanes de navío eran comerciantes. Compraban sagazmente y vendían con astucia, dependiendo de un porcentaje de los beneficios del viaje como prima y recompensa.

También, entonces, como ahora, había navíos que dejaban el puerto y de los que jamás se volvía a saber. Algunos se estrellaban en los arrecifes y otros se perdían en las tormentas. Pero otros peligros tenían su origen humano y aquel capitán Trent del siglo XVIII no era nada amable con sus originadores.

Se contaba de él que una vez entró en un puerto inglés con agujeros de balas de cañón en sus velas y remiendos en el casco y una reparación provisional en su palo mayor, y con unos cuantos ahorcados oscilando de las vergas. Explicó lacónicamente que un pirata atacó su navío, y que como no tenía manos disponibles para custodiar a los que se rindieron, no le quedó más remedio que colgarlos. En aquellos tiempos fue muy admirado. Pero ahora el mundo se había olvidado de él. Sin embargo, un tatara-tatara-etcétera, nieto de aquel capitán Trent, era capitán del «Yarrow», navío mercante que efectuó el viaje más beneficioso jamás realizado por ningún capitán de la historia.

No parecía prometedor en sus comienzos. El «Yarrow» era un anticuado navío mercante de un tamaño antieconómico en tiempos modernos. Su historial, sin embargo, era honorable. Iba impulsado por antiguas y seguras máquinas Lawlor que fielmente lo impulsaban a través del vacío a buena velocidad en el espacio normal, pero muchas veces más de prisa que la luz se producía un campo vibratorio en torno a su casco. Jamás hubo la menor dificultad con su atmósfera y la nave fue revisada al cumplir su decimocuarto año recibiendo certificados para realizar viajes de cualquier longitud en la galaxia. Pero tenía en contra su tamaño. Un patrón que podía ganar dinero con la nave lo emplearía mejor en un navío más grande. Requeriría especialísimas condiciones para hacerla beneficiosa el hecho de volverla a enviar al espacio.

Pero aquellas condiciones existían. Los propietarios del «Yarrow» se las explicaron al capitán Trent. El patrón escuchó. Mencionaron el comercio espacial en el grupo de los Pléyades que estaba a punto de terminar. Era cosa muy mala que el gobierno de Loren hubiese encomendado a un particular el obligar al comercio con aquel planeta poco próspero. Eso resultaba muy malo... quizás es legal, pero indeseable. La piratería se había practicado hasta tal grado que incluso los corsarios de las Pléyades se quejaban ahora del poco negocio que se hacía. He aquí por tanto la posibilidad de buenos beneficios y la oferta del navío al capitán Trent.

Los propietarios del «Yarrow» explicaron que se podían ganar estupendos beneficios con todos los navíos del tamaño del «Yarrow» en un viaje comercial a las Pléyades si, primero, se poseía un patrón de la capacidad del capitán Trent que lo gobernase y, segundo, si la nave estaba equipada con una defensa contra los piratas que había sido perfeccionada por uno de los ingenieros de la línea de vehículos espaciales.

Trent observó que él no tenía confianza en los mecanismos. Pareció poco ganoso de aceptar. Los propietarios alzaron su oferta. El quince por ciento de los beneficios del viaje en vez del diez para el patrón. Carta blanca absoluta en la elección de puertos a los que recalar. Su propia selección de la carga que debía instalarse a bordo. Su tripulación. Una garantía de cierta cantidad para efectuar el viaje, fuese o no beneficioso.

Estas eran condiciones muy extraordinarias. El capitán Trent escuchó en apariencia sin convencerse. Los propietarios sudaban. Explicaron urgentemente que el «Yarrow» era un peso muerto mientras permaneciese parado. Estaban ansiosos de enviarlo al espacio. Añadieron como cebo final que enviarían a McHinny para que fuese el ingeniero del navío y operase el aparato contra los piratas. Era al mismo tiempo su inventor. Sería el operador ideal. El «Yarrow» se encontraría a salvo contra el peligro de los piratas, que prácticamente habían cortado el comercio entre los sistemas solares de las Pléyades. ¿Qué más quería? ¿Derechos de salvamento? También podría reservárselos.

Era costumbre de los propietarios ofrecer derechos de salvamento cuando querían convencer a un patrón de su generosidad. Los derechos de salvamento significaban en un acuerdo que si el capitán encontraba alguna oportunidad para efectuar un salvamento, en el espacio o en Tierra, utilizaría al «Yarrow» para el trabajo siempre y cuando pagase la parte proporcional correspondiente a la manutención de la nave durante su utilización en las operaciones de salvamento.

El capitán Trent sonrió educado y, tras reflexionar, aceptó la proposición. Los propietarios del «Yarrow» le dieron palmaditas en la espalda y le felicitaron recalcando su generosidad y luego febrilmente prepararon al «Yarrow» para el despegue. Al cabo de tres días la nave estaba repleta de carga que Trent había aprobado. La rampa de lanzamiento lo envió al espacio. Y luego los propietarios se relajaron, agradecidos.

Porque aquel día era la víspera de la fecha señalada para aumentar en un veinte por ciento las pólizas de seguros en navíos y cargas que se dirigiesen a las Pléyades. Los propietarios del «Yarrow» querían que despegase antes de este aumento de las tarifas. Como Trent vio, si efectuaba el viaje y volvía otra vez a la patria, habría un gran beneficio para los propietarios. Pero si no regresaba, cobrarían el pleno valor asegurado del «Yarrow» y su cargamento. Trent se había dado cuenta de que en total preferirían cobrar el importe del seguro.

Eso no le molestó. Los precios serían altos y los beneficios excelentes en un sector del espacio en donde el comercio espacial se había convertido en tan aventurado que los propios piratas se habían puesto al lado de la ley de disminuir los retornos.

* * *

Trent revisó la posición del «Yarrow» descubriendo e identificando el planeta Gram. Pero no aterrizó allí. Volvió a la hiperimpulsión y condujo la nave en torno a la Nube Beta... un aislado peligro espacial de un año de luz de extensión, resultado de una explosión seminova del sol de su centro... y efectuó su primer aterrizaje en Dorade. Se enteró de que la situación de piratería y emolodeo por las espacionaves seguiría existiendo en las Pléyades. Aquí, arteramente, hizo dos negocios. Uno fue la venta de una carga no particularmente deseable y el otro la compra de armas pequeñas y de equipo policial fabricado para la exportación al departamento de policía de otros planetas. Representó un intercambio de esto por aquello. Se enteró de que el estado de cosas en las Pléyades había empeorado. La mayor parte de los patrones permanecían lejos de las Pléyades. El comercio interestelar en general se había reducido en el noventa por ciento entre los mundos de las Pléyades. Algunos navieros enviaron sus barcos mucho más lejos, con instrucciones de no regresar mientras el viaje espacial fuera tan peligroso en su grupo estelar patrio. Otros hicieron aterrizar a todas sus naves. La única comunicación real entre los planetas habitados de las Pléyades eran las pequeñas naves a las que los piratas o bucaneros no se molestaban en atacar por su escaso valor. Pero tampoco había muchas de éstas.

Trent consideró que esto era un estado de cosas prometedor. Despegó de Dorade. En la siguiente etapa de su viaje instruyó a sus tripulantes en el uso de las armas recién adquiridas. En particular recalcó sus enseñanzas en el estupendo acto del combate dentro de las espacionaves y sus compartimentos, tanques, bodegas y otros lugares que jamás se imaginaron pudieran ser zona de batalla. Encontraron la instrucción fascinante. Les informó de los métodos prácticos pero extraordinarios por los que los hombres de las lanchas espaciales podían abordar otra nave en el espacio, utilizando cargas conformadas contra un casco metálico para proporcionarles entrada. Estas instrucciones, claro, era para prepararlos contra los piratas.

Los tripulantes del «Yarrow» estaban encantados. Formáronse un concepto firme de que el capitán Trent planeaba para sí una piratería altamente beneficiosa. Escucharon sus nuevas lecciones con entusiasmo y esperanza.

El «Yarrow» siguió su camino. El antepasado de Trent hubiese mantenido a sus tripulantes mezclando pinturas o apretando y aflojando los foques para ajustarse a las diferencias de humedad de día a día. Si hubiesen sido marinos mercantes, ya sabrían cómo pelear. Pero Trent ejercitó a su tripulación en el uso de las armas.

Anticiparon consecuencias interesantes de su nueva eficiencia combativa. Miraban a Trent con ojos brillantes, esperando que les dijese que estaban a punto de capturar un carguero lleno de tesoros y con una serie de hembras aterrorizadas y por la tanto dóciles.

No les dio tal información, pero les mantuvo preocupados. Al poco el «Yarrow» aterrizó en Midway. Bajó a tierra solo. Hizo preguntas. Admitió que su intención era entrar a comerciar con las Pléyades.

Los agentes oficiales de Midway le previnieron solícitos. Sólo una nave había partido de Midway hacia las Pléyades desde hacía muchos meses. Ninguna noticia se tuvo de ellos. El único navío que se arriesgaba era el «Hecla», y había partido el día antes. El patrón consiguió desde los últimos informes de navíos desaparecidos que los piratas trabajaban en el lado lejano del grupo Pléyade. Se marchaba a toda potencia hacia Loren. Sería mejor que Trent no le imitara.

Pero Trent hizo lo contrario. Despegó el «Yarrow» de Midway sólo tres horas después de haber aterrizado. Inmediatamente la nave se encontró en el espacio e hizo que todas las armas pequeñas fueran distribuidas una vez más.

* * *

Durante cuatro días de la partida de Midway el «Yarrow» marchó tranquilo, en su superimpulsión y claro en aislamiento sin límites. Estaba rodeado por su campo superimpulsivo. A su través ninguna luz podía pasar, ningún mensaje de cualquier clase, excepto de una. Cada instrumento de a bordo conectado para informar sobre el universo exterior marcaba ahora cero. Era como si no hubiese cosmos, no hubiera galaxia, ni existencia más allá de las planchas del casco del navío. Por los ventanales nada se veía. Los comunicadores nada recibían El «Yarrow» estaba aislado como anteriores generaciones no pudieron jamás imaginar En superimpulsión un navío se encuentra prácticamente en otro universo vacío, en el que jamás sucede nada.

Pero el cuarto día de su despegue de Midway un único instrumento mostró lectura. Una aguja se agitó, en la sala de control. Una aguja detectora marcó la más diminuta indicación posible. Una luz se encendió. El hombre del espacio de la sala de control que estaba de guardia lo notificó a Trent a través de los altavoces de la cabina del capitán.

—Capitán. Señor, el detector de impulsión marca.

—Inmediatamente estaré ahí —contestó Trent.

Fue. Había menos de cinco metros desde su camarote hasta la sala de control, que recorrió apresurado. El amplio tablero de instrumentos se le enfrentaba al entrar, con todos sus diales e indicadores por encima igualmente extendidos pero menos apiñados que en la parte baja de control del panel. Debajo de cada instrumento una luz verde o ámbar decía que todas las unidades del equipo del navío operaban normalmente o estaban preparadas a hacerlo cuando la nave saliese de la superimpulsión. Pero la luz de debajo del detector de superimpulsión lucía roja.

—Todavía sin cambio, señor —dijo el hombre de vigilancia.

Trent gruñó mientras se sentaba en la silla del piloto. Casi de inmediato revertió el motor del «Yarrow». Empezó a reducir velocidad desde la inimaginable superimpulsión hasta millares de kilómetros por minuto, luego a centenares, por fin a decenas.

El detector informó más y más fuerte con indicaciones de otro supermotor operando dentro de un navío... ahora a un número relativamente bajo de kilómetros de distancia. Tenía que ser sin duda una nave. Y esa nave estaría informada por un detector de su sala de control de la existencia del «Yarrow» y de su cercana presencia.

Trent operó un conmutador. Un panel de instrumentos analizadores de señales se iluminó. Se puso a trabajar en ellos.

Había silencio excepto por el pequeño conjunto de ruiditos que cualquier navío hace mientras está funcionando. Eso significa que la nave va a alguna parte y por tanto que llegará eventualmente a algún lugar. Un navío en puerto con todos los aparatos de funcionamiento apagados parece terriblemente muerto. Pocos hombres del espacio se quedarán a bordo en un espaciopuerto. El silencio en demasiado opresivo.

El analizador de señales chasqueó. Había determinado la importancia del otro campo de superimpulsión. Números iluminados conservaron la información mientras los analizadores investigaban otras cosas. El detector de campo era muy débil. Su lectura era diez cuarenta con respecto al rumbo del «Yarrow».

No tenía rumbo. Si uno marcaba el movimiento del «Yarrow» el otro navío debía estar quieto. Pero esto quedaba a años luz de Midway y Midway seguía siendo el mundo más próximo. No es normal para un navío permanecer inmóvil en el espacio entre las estrellas. Trent hizo algo más anormal todavía. Encaminó al «Yarrow» hacia la fuente de señales de la superimpulsión.

Oprimió el botón de la alarma general y los altavoces por todo el navío emitieron el ronco bramido de probada emergencia. Habló por un micrófono y los mismos altavoces emitieron sus palabras con un peculiar efecto coral.

—Carguen las armas pequeñas —ordenó secamente—. Ocupen los puestos de combate. Lanzadores de cohetes a las escotillas. No disparen sin órdenes.

Se instaló más firmemente en la silla del piloto y el hombre de guardia se retiró y comenzó a sacar los trajes espaciales para los ocupantes de la sala de control. Trent continuó vigilando los diales y los aparatos analíticos de señales. Ahora tenía que fiarse únicamente de las lecturas de los instrumentos, pero en los demás aspectos este hecho del viaje del «Yarrow» era como divisar una vela cuando uno de sus antecesores capitaneaba un navío comercial en el siglo XVIII. El informe de una lectura en el detector de motores era equivalente al grito de «¡Vela a la vista!» que gritase desde la cofa el vigía de guardia. El uso penoso de Trent de los instrumentos de análisis de señales era igual al uso del telescopio por sus antecesores fijas las lentes en un puntito minúsculo del horizonte. Lo que podía seguir podría continuar duplicando las condiciones inmutables de lo que había ocurrido en tiempos más remotos, en los días de la navegación a vela.

El primer oficial del «Yarrow» entró.

—¿Los trajes espaciales, señor? —preguntó estoicamente.

—Será mejor que nos los pongamos, sí —asintió Trent, sin apartar los ojos de los instrumentos. El primer oficial dio la orden y se colocó su traje espacial descolgándolo de la pared trasera de la sala de control.

—¿Alguna otra orden, señor?

—¿Eh? Sí. Asegúrese de que el mecanismo del ingeniero esté preparado para funcionar. Quizá podamos probarlo. Pero el ingeniero es tan quisquilloso que continuamente intenta mejorarlo. Si ha hecho algo, que lo deje y que lo prepare para su uso.

—Sí, señor —contestó el primer oficial.

—Sería mejor saber lo que sucede —añadió Trent—. Hay un campo de superimpulsión delante de nosotros. Su fuerza es únicamente detectora; no es bastante potente para afectar al navío que lo emite. Pero eso significaría que nuestra impulsión ha sido también captada. No obstante nos encaminamos hacia él y no se ha movido. ¡Entienda usted eso!

Los navíos en hiperimpulsión se evitan con cuidado uno a otro, por razones evidentes. Pero el «Yarrow» marchaba hacia el navío que no estaba en movimiento pero que debía conocer la proximidad del «Yarrow». Tenía un campo muy débil, tan débil que posiblemente no podía hacer nada excepto notificar la presencia y aproximación del «Yarrow». ¡Pero no se había movido!

El primer oficial parpadeó y forcejeó con el problema.

—Quizá sería mejor que nos alejásemos, señor —sugirió.

Trent acabó de cerrar herméticamente su traje espacial y se puso el casco y abrió el visor.

—Vaya a ver si el mecanismo del ingeniero está preparado para su uso —ordenó—. Yo lo probaré primero.

El primer oficial se fue. Trent se encogió de hombros. Ningún navío en el espacio infestado de piratas permanecería inmóvil, emitiendo un campo débil de impulsión que era una invitación a los piratas para que se acercasen. El hecho de que uno hiciera exactamente aquello que sugería un acontecimiento muy especial en el curso de las cosas. El primer oficial no lo veía razón, por lo cual posiblemente explicaba que siguiese siendo un simple primer oficial.

El «Yarrow» continuó acercándose a la fuente de aquel débil campo de superimpulsión, capaz a esta distancia sólo de operar como detector de los campos de superimpulsión de otros navíos. Pero la aproximación del «Yarrow» no le hizo moverse, ni tampoco evitarlo o atacarle. Lo que seguía siendo irrazonable. Sugería que la tripulación del otro navío tenía algo entre manos que era demasiado absorbente para dejar que nadie se molestara en la lectura de los instrumentos.

La expresión de Trent era formidable y absorta. La parte formidable era la más fuerte. Sus labios formaban una fina línea apretada y recta. Desde su silla de piloto vigilaba de nuevo el tablero de control. El dispositivo de análisis de señales continuaba funcionando, reconsiderando los datos que era cuanto podía ofrecer. La fuente del notablemente débil detector de campo estaba a un millar y pico de kilómetros. A quinientos. A doscientos. A cien. Trent dijo con voz entrecortada:

—¡Sala de máquinas! ¿Está ese chisme preparado para su uso?

La voz del primer oficial replicó desde el altavoz.

—Sólo un momento, señor. El ingeniero dice que estaba mejorándolo. Pero lo ha vuelto a montar como estaba, señor.

Trent juró en voz baja. Hizo volver al «Yarrow» por segunda vez metiéndolo en la infinita negrura de la superimpulsión. El otro navío estaría en el espacio normal. Su motor estaba sintonizado sólo a potencia detectora, lo que significaba que no podría hacer nada excepto detectar otros motores. Aquel otro navío veía la Vía Láctea y un millar de millones de estrellas. El «Yarrow», acercándose, no vio nada. Era como uno de esos legendarios submarinos de las guerras de la Tierra. Estaba ciego y resultaba invisible porque iba en superimpulsión, pero se acercó más y más a su invisible presa.

—Que todos cierren los visores de sus cascos —dijo Trent con laconismo—. Utilicen aire de sus trajes espaciales. Voy a salir de la superimpulsión. Sala de máquinas, ¿qué hay de ese chisme?

La voz del primer oficial sonó turbada.

—¡Otro minuto, señor! ¡No más que otro minuto!

Trent dijo con la voz más helada que nunca.

—Ahora voy a salir. Háganme saber cuándo empiezan a cargarlo. Lanzadores de cohetes, preparados en espera de órdenes.

Luego cortó el interruptor de la superimpulsión.

Notó, claro, esas sensaciones agudamente desagradables que siempre acompañan al entrar o dejar el estado de superimpulsión. Una es un mareo profundo con náuseas que duran una fracción de segundo. Se siente el desamparo propio de una caída a través de una espiral que se contrae. Luego, de pronto, todo ha pasado.

El «Yarrow» había vuelto al espacio normal.

Pero el dial de objetos más próximo marcó algo imposiblemente cerca. La pantalla de proa mostró lo que Trent había imaginado. El otro navío y el porqué de estar inmóvil. Incluso mostró por qué nadie prestaba atención a las lecturas de los instrumentos del detector de motores.

A cuarenta kilómetros de donde el «Yarrow» acababa de salir en la superimpulsión, un voluminoso mercante estaba muerto en el espacio. A unos cinco kilómetros, un navío más pequeño, brillante y ligero estaba plantado y lanchas espaciales del navío de menor tamaño marchaban en dirección al navío grande.

La situación se explicaba por sí misma. Un pirata o un corsario había hecho estallar la superimpulsión de un barco mercante, probablemente del «Hecla» salido de Midway en dirección a las Pléyades, dispuesto a aterrizar en Loren. El mercante, evidentemente, se había quedado tullido y no podía huir. Mientras yacía desvalido, lanchas de la tripulación pirata se movían ahora para abordar a su víctima. Y los tripulantes del corsario estaban demasiado atareados vigilando para fijarse en los diales detectores.