1: Una oración antes de la batalla
UNO
Una oración antes de la batalla
Oasis de Zedri,
en el 62.º año de Qu’aph el Astuto
(-1750, según el cálculo imperial)
Akhmen-hotep, el Querido por los Dioses, rey sacerdote de Ka-Sabar y señor de las Cumbres Quebradizas, despertó entre sus concubinas en las horas previas al amanecer y escuchó los débiles sonidos del gran ejército que lo rodeaba. Los sonidos se percibían a gran distancia en la quietud del desierto; podía oír los lejanos mugidos de los bueyes mientras los sacerdotes pasaban entre las manadas, y los relinchos de los caballos en el corral, al otro extremo del oasis. Del norte llegaba el tranquilizador tintineo de campanas de plata y el repique de címbalos de latón mientras los jóvenes acólitos de Neru recorrían el perímetro del campamento y mantenían a raya a los hambrientos espíritus del desierto.
El rey sacerdote inspiró hondo el aire perfumado y se llenó los pulmones con el incienso sagrado que, ardía en los tres pequeños braseros de la tienda. Sentía la mente despejada y el espíritu tranquilo, lo que tomó como un buen augurio en puertas de una batalla tan trascendental. El frescor de la noche del desierto contra la piel le resultaba agradable.
Akhmen-hotep se soltó de los brazos de sus mujeres moviéndose con cuidado y salió de debajo del peso de las pieles que se utilizaban para dormir. Cayó de rodillas delante del ídolo de bronce bruñido situado en la cabecera de la cama y se inclinó ante él, dándole las gracias al shedu por proteger su alma mientras dormía. El rey sacerdote mojó la yema del dedo en el pequeño cuenco de incienso que se encontraba al pie del ídolo y ungió la frente del adusto toro alado. El ídolo pareció brillar bajo la tenue luz mientras el espíritu de su interior aceptaba la ofrenda y el ciclo preceptivo volvía al punto de partida.
Se oyó un ruido en el grueso lino que cubría la entrada del recinto. Menukhet, el sirviente favorito del rey sacerdote, entró arrastrándose y pegó la frente al suelo arenoso. El anciano vestía un faldellín de lino blanco y sandalias de cuero de gran calidad, con unas tiras que le llegaban casi hasta las rodillas. Un ancho cinturón de cuero le rodeaba la cintura y llevaba una cinta de pelo, también de cuero y con piedras semipreciosas engastadas sobre la frente arrugada. Una capa corta de lana le envolvía los estrechos hombros para proteger los huesos del frío.
—Que las bendiciones de los dioses recaigan sobre vos, alteza —susurró el sirviente—. Vuestros generales, Suseb y Pakh-amn, os aguardan fuera. ¿Qué deseáis?
Akhmen-hotep levantó los musculosos brazos por encima de la cabeza y se estiró hasta rozar el techo de la tienda con las manos. Como toda la gente de Ka-Sabar, era un gigante; medía algo más de dos metros y diez centímetros. A los ochenta y cuatro años estaba en la flor de la vida, aún era enjuto y fuerte a pesar de los lujos del palacio real. Sus anchos hombros y la superficie lisa de su rostro mostraban las cicatrices de numerosas batallas, cada una de ellas una ofrenda a Geheb, dios de la tierra y dador de fuerza. Hacía mucho tiempo que a los reyes sacerdotes de Ka-Sabar se los consideraba guerreros temibles y líderes de hombres, y Akhmen-hotep era un auténtico hijo de la deidad patrona de la ciudad.
—Tráeme mis vestiduras de guerra y que mis generales me atiendan —ordenó.
El esclavo favorito inclinó la cabeza rapada una vez más y se retiró. Momentos después, media docena de esclavos entraron en el recinto; llevaban arcones de madera y un taburete de cedro para que se sentara el rey. Al igual que Menukhet, los esclavos iban ataviados con faldellines de lino y sandalias, pero llevaban las cabezas cubiertas con hekh’em, los finos velos ceremoniales que impedían que los indignos vieran al rey sacerdote en toda su gloria.
Los esclavos trabajaron con rapidez y en silencio en tanto preparaban a su señor para la guerra. Echaron más incienso sobre las brasas y le ofrecieron vino a Akhmen-hotep en una copa de oro. Mientras bebía, manos hábiles le limpiaron y aceitaron la piel y le ataron la corta barba formando una trenza con tiras entrelazadas de cuero brillante. Lo vistieron con un faldellín plisado del mejor lino blanco, le colocaron sandalias de cuero rojo en los pies y le rodearon la cintura con un cinturón compuesto de placas de oro batido con incrustaciones de lapislázuli. Le ciñeron anchos brazaletes de oro, grabados con las bendiciones de Geheb, alrededor de las muñecas y le pusieron un yelmo de bronce rematado con un león que rugía, sobre la cabeza rapada. A continuación, dos esclavos de más edad le colocaron la armadura de bandas de cuero entretejidas alrededor del fuerte torso y un ancho collar de oro, con incrustaciones de jeroglíficos de protección contra flechas y espadas, alrededor del cuello.
Mientras los armeros terminaban sus tareas, una pareja de esclavos cubiertos con velos entraron en el dormitorio con bandejas de dátiles, queso y pan con miel para que su señor interrumpiera el ayuno. Tras ellos llegaron dos nobles nehekharanos con armadura que cayeron de rodillas ante el rey sacerdote y tocaron el suelo con la frente.
—Levantaos —ordenó Akhmen-hotep.
Los generales se pusieron en cuclillas, y el rey sacerdote se acomodó en su silla de cedro.
—¿Qué nuevas hay del enemigo?
—El ejército del Usurpador ha acampado a lo largo de la cordillera, al norte del oasis, como esperábamos —contestó Suseb.
El paladín de Akhmen-hotep recibía el apodo del León de Ka-Sabar y era alto incluso entre su propia gente; en cuclillas, su cabeza estaba casi a la misma altura que la del rey sacerdote, que estaba sentado, lo que lo obligaba a torcer el cuello muy levemente para mostrar la adecuada deferencia. El paladín llevaba el yelmo bajo uno de sus fuertes brazos. El rostro apuesto y de mandíbula cuadrada estaba bien afeitado, al igual que la cabeza de piel oscura.
—Sus últimos guerreros llegaron hace sólo unas horas y parece que han sufrido mucho durante la larga marcha.
Akhmen-hotep frunció el entrecejo y preguntó:
—¿Cómo lo sabes?
—Los centinelas que tenemos en el perímetro norte pueden oír los quejidos y murmullos de temor que salen del campamento enemigo, y no hay indicios de tiendas ni de que estén encendiendo fogatas —explicó Suseb.
El rey sacerdote asintió con la cabeza.
—¿Qué dicen nuestros exploradores?
Suseb se volvió hacia su compañero. Pakh-amn, el jefe de Caballería del ejército, era uno de los hombres más acaudalados de Ka-Sabar. Su aceitado cabello negro formaba tirabuzones y se desparramaba sobre sus hombros caídos, y su armadura estaba decorada con rombos de oro. El general carraspeó.
—Ninguno de nuestros exploradores ha regresado aún —informó mientras inclinaba la cabeza—. Seguramente llegarán en cualquier momento.
Akhmen-hotep desechó la noticia con un gesto de la mano.
—¿Y los presagios? —preguntó.
—La Bruja Verde ha ocultado su rostro —declaró Pakh-amn, refiriéndose a Sakhmet, la funesta luna verde—, y un sacerdote de Geheb aseguró haber visto un león del desierto cazando solo entre las dunas al oeste. El sacerdote dijo que el león tenía las mandíbulas manchadas de sangre.
El rey sacerdote miró a los dos generales con el entrecejo fruncido.
—Son augurios magníficos, pero ¿y los oráculos? ¿Qué dicen? —quiso saber.
Ahora le tocó a Suseb inclinar la cabeza con pesar.
—El gran hierofante me ha garantizado que realizará una adivinación tras los sacrificios de la mañana —dijo el paladín—. No ha habido ocasión todavía. Incluso los sacerdotes de mayor rango están ocupados con tareas de baja categoría.
—Por supuesto —terció Akhmen-hotep.
El rey sacerdote hizo una ligera mueca al recordar la sombra que había caído sobre Ka-Sabar y las otras ciudades de Nehekhara apenas un mes antes. Todo sacerdote y acólito al que había tocado esa marea de oscuridad había muerto momentos después, y los grandes templos habían quedado diezmados.
Akhmen-hotep no le cabía la menor duda de que la vil sombra se había generado en la infestada Khemri. Todos los males que habían asolado la Tierra Bendita a lo largo de los últimos doscientos años se le podían achacar al tirano que reinaba allí, y el rey sacerdote había jurado que Nagash por fin, respondería ante los dioses de sus crímenes.
* * *
Los sacerdotes de Ptra le dieron la bienvenida al amanecer con el sonar de las trompetas. En la llanura que había al norte del gran oasis, los guerreros reunidos de la Hueste de Bronce de Ka-Sabar relucían como un mar de llamas doradas. Al este, la línea erosionada de las Cumbres Quebradizas estaba grabada con una cruda luz amarilla, mientras las interminables y onduladas dunas del Gran Desierto —lejos, al oeste— aún seguían envueltas en sombras.
Akhmen-hotep y los nobles del gran ejército, rutilantes con sus galas marciales, se congregaron junto a las aguas del oasis y les ofrecieron sacrificios a los dioses. Se quemó incienso poco común para ganarse el favor de Phakth, dios del cielo y proveedor de justicia rápida. Los nobles se hicieron cortes en los brazos y dejaron que sangraran sobre las arenas para apaciguar al gran Khsar, dios del desierto, y rogarle que azotara al ejército de Khemri con su toque despiadado. Se trajeron bueyes jóvenes a trompicones hasta el altar de piedra de Geheb y se vertió su sangre en brillantes cuencos de bronce que luego se pasaron entre los señores allí congregados. Los nobles tomaron largos tragos, suplicándole al dios que les prestara su fuerza.
El último y mayor sacrificio se reservó para Ptra, el más poderoso de los dioses. Akhmen-hotep se adelantó, rodeado por sus altísimos Ushabtis. Los leales guardaespaldas del rey sacerdote llevaban las marcas del favor de Geheb; tenían la piel dorada y sus cuerpos se movían con la fuerza y la agilidad del león del desierto. Avanzaban con aire amenazador alrededor del rey sacerdote portando enormes espadas a dos manos que relucían en sus manos como garras.
Se había cavado un gran pozo al borde del oasis, a la vista del ejército reunido, y se había apilado dentro madera seca traída desde Ka-Sabar a la que se prendió fuego. Los sacerdotes del dios del sol rodeaban la fogata entonando la invocación del Avance hacia la Victoria. Akhmen-hotep se situó ante las hambrientas llamas y extendió sus fuertes brazos. A su señal, gritos y alaridos sacudieron el aire mientras los Ushabtis traían a rastras a una veintena de esclavos jóvenes y los lanzaban a las llamas.
Akhmen-hotep se unió al cántico de los sacerdotes, apelando a Ptra para que desatara su cólera sobre Nagash el Usurpador. A medida que el humo se ennegrecía por encima del fuego y el aire se endulzaba debido al olor a carne asada, el rey sacerdote se volvió hacia Memnet, el gran hierofante.
—¿Qué augurios hay, santidad? —preguntó con respeto.
El sumo sacerdote de Ptra brillaba debido a la gloria reflejada del dios del sol. Su cuerpo bajo y redondo iba ataviado con una túnica entretejida con hilos de oro, y unos brazaletes dorados le pellizcaban la, blanda carne de los brazos morenos. Sobre el pecho llevaba el pulido disco solar de oro del templo, que estaba grabado con jeroglíficos sagrados y mostraba la imagen de Ptra y su ardiente carro de guerra. Un brillo de sudor le cubría el rostro carnoso, incluso tan temprano.
Memnet se humedeció los labios con nerviosismo y volvió el rostro hacia las llamas. Sus ojos hundidos, oscurecidos por una gruesa franja de kohl negro, no revelaban ninguno de los pensamientos íntimos del sacerdote. Estudió las formas que el humo adoptaba durante largo rato, mientras se convertía la boca en una fina línea.
Se hizo el silencio sobre los nobles desperdigados, roto sólo por el hambriento crepitar de las llamas. Akhmen-hotep miró al gran hierofante con el entrecejo fruncido.
—Los guerreros de Ka-Sabar esperan vuestras palabras, santidad —lo animó—. El enemigo aguarda.
Memnet observó los ondulados jirones de humo entrecerrando los ojos.
—Yo… —comenzó, y luego se quedó callado. Se retorció las manos rechonchas.
El rey sacerdote se acercó al hombre más bajo.
—¿Qué veis, hermano? —preguntó, sintiendo el peso de las miradas expectantes de un millar de nobles sobre sus hombros. Fríos dedos de temor le recorrieron la espalda.
—No…, no está claro —respondió Memnet con voz apagada.
Levantó la mirada hacia el rey y un destello de miedo apareció en sus ojos bordeados de negro. El gran hierofante volvió a mirar el fuego de los sacrificios. Respiró hondo.
—Ptra, Padre de Todo, ha hablado —anunció; su voz iba cobrando fuerza en tanto adoptaba las cadencias ceremoniales—. Mientras el sol brille sobre los guerreros de los fieles, la victoria está asegurada.
Un gran suspiro recorrió a la concurrencia, como una ráfaga de viento del desierto. Akhmen-hotep se volvió hacia sus nobles y levantó su gran khopesh de bronce hacia el cielo. La luz del dios del sol se reflejó en el afilado borde curvo.
—¡Los dioses están con nosotros! —exclamó, y su potente voz se extendió por encima de los murmullos de la multitud—. ¡Ha llegado el momento de limpiar la mácula de maldad de la Tierra Bendita! ¡Hoy, el reino de Nagash el Usurpador llegará a su fin!
Los nobles congregados respondieron con una gran ovación, alzando sus cimitarras y gritando los nombres de Ptra y Geheb. Sonaron las trompetas, y los Ushabtis echaron hacia atrás sus cabezas doradas y rugieron, mostrando sus colmillos leoninos hacia el cielo sin nubes. Al norte del oasis, las apretadas filas del gran ejército hicieron suyo el grito, a la vez que golpeaban las armas contra las caras de sus escudos bordeados de bronce y lanzaban desafíos en dirección al campamento enemigo, a más de una milla de distancia.
Akhmen-hotep regresó a sus tiendas a grandes zancadas mientras pedía su carro. Los nobles reunidos siguieron su ejemplo, ansiosos por unirse a sus guerreros y cosechar la gloria que los aguardaba. Nadie le prestó más atención a Memnet, salvo sus temerosos y agotados sacerdotes. El gran hierofante mantenía la mirada clavada en las llamas; sus labios se movían en silencio mientras trataba de desentrañar los augurios que guardaban en su interior.
A una milla de distancia, a lo largo del cerro rocoso que se extendía a ambos lados del antiguo camino comercial que llevaba a la lejana Ka-Sabar, los guerreros de Khemri yacían como un ejército de cadáveres sobre el suelo polvoriento.
Habían marchado noche y día, quemándose bajo el sol y congelándose en la oscuridad, impulsados por el látigo de sus generales y la implacable voluntad de su rey. Leguas y leguas pasaban bajo sus pies calzados con sandalias, con escasas pausas para descansar o comer. Años de hambruna y privaciones habían reducido sus cuerpos a poco más que tendones y hueso. El ejército se movía con rapidez, serpenteando camino abajo como una víbora del desierto mientras se abalanzaba sobre su enemigo. Viajaban con lo mínimo, sin tener que cargar con el peso de una caravana de provisiones o exageradas comitivas de sacerdotes. Cuando el ejército se detenía, los guerreros se desplomaban en la tierra y dormían. Al llegar el momento de ponerse en camino de nuevo, se levantaban en silencio y avanzaban arrastrando los pies. Comían y bebían en marcha, ingiriendo puñaditos de grano crudo acompañados de sorbos de agua de las petacas de cuero que llevaban a la cadera.
A aquellos que morían durante la marcha los dejaban al lado del camino. No se pronunciaban ritos por ellos, ni se ofrecían ofrendas para propiciar el favor de Djaf, el dios de la muerte. Tales cosas les estaban prohibidas desde hacía mucho a los ciudadanos de la Ciudad Viviente.
Los cadáveres se marchitaban bajo el despiadado calor del sol. Ni siquiera los buitres los tocaban.
Mientras la luz del alba se iba extendiendo por la tierra pedregosa y los guerreros de la hueste de Bronce gritaban los nombres de sus dioses hacia el cielo, los guerreros de Khemri fueron despertándose de su exhausto sueño. Levantaron las cabezas y parpadearon, abatidos, al oír el estruendo, volviendo sus rostros manchados de polvo hacia el oasis y el resplandeciente ejército que los aguardaba.
Un sonido seco y susurrante, parecido a un coro de langostas pululando, surgió de las sombras de los oscuros pabellones que se habían levantado tras las silenciosas filas del ejército. Moviéndose despacio, como si estuviera dentro de un sueño, el ejército de Nagash se puso en pie una vez más.
—Es como si marcharan hacia la muerte —apuntó Suseb el León mientras observaba cómo las filas del ejército enemigo descendían del cerro, arrastrando los pies y formaban en el borde de la brillante llanura.
El alto paladín se encontraba junto a su rey en la plataforma del carro blindado de Akhmen-hotep y aprovechaba la leve elevación para mirar por encima de las cabezas de sus tropas reunidas. Líneas dobles de arqueros constituían la vanguardia del ejército; sostenían sus altos arcos de madera y cuerno preparados mientras el enemigo se situaba lentamente a tiro. Las compañías de lanceros, casi veinte mil en total, esperaban tras ellos, extendiéndose como un muro de carne y bronce de casi dos millas de largo. Los espacios entre las compañías dejaban pasillos para los grupos de jinetes ligeros y aurigas, que el rey sacerdote optó por mantener en reserva en la retaguardia de la hueste que aguardaba. En cuanto el ejército de Khemri rompiera filas, pensaba desatar la caballería sobre los guerreros que huyeran y masacrarlos hasta el último de ellos.
Sería una guerra sin cuartel. La guerra en la Tierra Bendita no era así normalmente, pero Nagash no era un auténtico rey. Su reino de pesadilla en la Ciudad Viviente era una abominación, y Akhmen-hotep pensaba borrar su mácula para siempre.
El rey sacerdote y su guardaespaldas fueron conducidos hasta el centro de la línea de batalla, al otro lado del antiguo camino comercial. Una multitud de sacerdotes y sus séquitos aún seguían saliendo del oasis y abriéndose paso hasta la retaguardia del ejército, envueltos en nubes de incienso y portando los iconos de sus dioses ante ellos. Hashepra, el hierofante de Geheb, de piel color bronce, había llegado primero y ya estaba absorto en sus oraciones. Su pecho desnudo mostraba rayas hechas con sangre de sacrificios y su voz profunda entonaba la invocación de la Carne Inconquistable.
Akhmen-hotep estudió la masa de figuras oscuras que se extendía lentamente por la llanura delante de su ejército. Los lanceros y los hacheros se juntaban en compañías irregulares, mezclados con pequeños grupos de arqueros cubiertos de polvo. Su marchar arrastrando los pies levantaba una nube de polvo que ocultaba los movimientos de otras unidades que aún seguían en el cerro. Al rey sacerdote le pareció ver pequeñas unidades de caballería moviéndose despacio por el cerro, pero era difícil saberlo con certeza.
El enemigo está agotado y sus filas se han visto mermadas por la precipitada marcha. ¡Ved lo bajo que ha caído la gente de la Ciudad Viviente! Contamos con casi el doble de compañías a nuestras órdenes.
El paladín señaló los flancos del ejército.
—Ordenémosles a nuestras alas izquierda y derecha que avancen. Cuando se entable la batalla, podremos rodear al ejército del Usurpador y machacarlo.
Akhmen-hotep asintió con un movimiento de cabeza y aire pensativo. Había contado con eso cuando había alzado el estandarte de guerra contra la lejana Khemri y había apelado a los otros reyes sacerdotes para que se unieran contra el Usurpador. Nagash no toleraría que lo desafiaran. Lo había demostrado en Zandri, más de doscientos años antes. Por eso, Akhmen-hotep no había ocultado su avance sobre la Ciudad Viviente, pues sabía que Nagash se apresuraría a ir a su encuentro antes de que esa chispa de rebelión pudiera inflamar el resto de Nehekhara. Así que ahí estaba el demonio, a cientos de leguas de casa, tras haber presionado a su ejército más allá de lo que cualquier humano podría resistir en un arrebato de furia tiránica.
Nagash había hecho justo lo que él quería. Era como un obsequio de los dioses, y sin embargo, Akhmen-hotep no podía sacarse de encima un mal presentimiento mientras observaba cómo sus enemigos formaban para la batalla.
—¿Hemos recibido informes de nuestros exploradores? —preguntó el rey.
Suseb hizo una pausa.
—No, alteza —admitió, y luego se encogió de hombros—. Probablemente las patrullas del Usurpador los hayan perseguido hasta el desierto durante la noche y aún estén regresando a nuestra posición. No cabe duda de que pronto sabremos de ellos.
El rey sacerdote apretó con los labios.
—¿Y todavía no hay noticias de Bhagar? —inquirió.
Suseb negó con la cabeza. Bhagar era la ciudad nehekharana más cercana, un poco más que un pueblo comercial, y estaba situada al borde del Gran Desierto. Sus príncipes habían prometido su pequeño ejército a la causa de Akhmen-hotep, pero no había habido ni rastro de sus fuerzas desde que la hueste de Bronce había comenzado su lenta marcha. El paladín se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? —comentó—. Tal vez los hayan retrasado las tormentas de arena o quizá Nagash haya enviado una expedición punitiva contra ellos también. Poco importa. No necesitamos su ayuda contra una chusma como esta.
Suseb cruzó sus fuertes brazos y le lanzó una mirada de desdén a los guerreros del Usurpador que se aproximaban.
—Esto no será una batalla, alteza. Los mataremos como si fueran corderos.
—Tal vez —contestó el rey sacerdote—, pero has oído las historias que llegan de Khemri igual que yo. Si la mitad de lo que los mercaderes dicen es cierto, la Ciudad Viviente se ha convertido en un lugar realmente oscuro y espantoso. ¿Quién sabe con qué horribles poderes está tratando el Usurpador?
Suseb se rió entre dientes.
—Mirad a vuestro alrededor, alteza —terció, señalando la creciente concurrencia de sacerdotes con un amplio movimiento de la mano—. ¡Los dioses están con nosotros! ¡Que Nagash trate con sus demonios, el poder de la Tierra Bendita arde en nuestras venas!
Akhmen-hotep escuchó y se animó con las palabras de Suseb. Podía sentir el poder de Geheb ardiendo en sus extremidades, aguardando a ser desatado sobre el enemigo. Con semejantes bendiciones a su mando, ¿quién podría oponérseles?
—Sabias palabras, amigo mío —dijo, agarrando el brazo de Suseb—. Los dioses nos han puesto al enemigo en bandeja. Es hora de asestar el golpe mortal. Ve a ponerte al frente de los carros de guerra. Cuando dé la señal, aplasta al enemigo bajo tus ruedas.
Suseb inclinó la cabeza con respeto, pero una alegre mueca iluminaba su apuesto rostro ante la perspectiva de entrar en batalla. El León saltó con elegancia de la plataforma y, de inmediato, uno de los Ushabtis y un arquero alto y de vista aguda ocuparon su lugar en el carro del rey.
Solo con sus pensamientos, Akhmen-hotep volvió a estudiar la fuerza contraria que se aproximaba. Era un general hábil y experimentado; ver las silenciosas filas del enemigo que avanzaban arrastrando los pies debería haberlo llenado de un entusiasta júbilo. Una vez más, intentó deshacerse de una creciente sensación de temor.
El rey sacerdote le hizo señas a uno de sus mensajeros para que se acercara, y le dijo:
—Informa al jefe de Arqueros de que debe comenzar a disparar en cuanto el enemigo se ponga a tiro.
El muchacho asintió con la cabeza, repitió la orden palabra por palabra y salió corriendo en dirección a la línea de batalla.
Akhmen-hotep volvió el rostro hacia la intensa luz del sol y aguardó a que se entablara el combate.
Los guerreros de Khemri bajaron en avalancha por el cerro como si se tratara de agua que se derramara de una copa, se desplegaron formando un arco oscuro por la llanura blanca y se dirigieron de manera inexorable hacia la Hueste de Bronce. Nobles de ojos hundidos iban de un lado a otro detrás de sus compañías irregulares mientras los címbalos entrechocaban y los tambores batían marcando un ritmo fúnebre. Escuadrones de jinetes desaliñados avanzaban tras los soldados de a pie entrando y saliendo sigilosamente como sombras fantasmales de la nube de polvo que levantaban los pies en marcha de la infantería.
Los cuernos gemían a lo largo de la línea de batalla enemiga, apenas a ciento cincuenta metros. Los arqueros de Ka-Sabar permanecían veinte metros por delante de la infantería regular: tres mil hombres, dispuestos en tres compañías, con una docena de flechas por hombre clavadas en la arena, a sus pies. A la señal, los arqueros sacaron las primeras flechas de la arena y las colocaron en los potentes arcos compuestos. Las puntas de flecha de bronce brillaban intensamente mientras las apuntaban hacia el cielo sin nubes. Los arqueros se detuvieron durante un latido —los músculos les sobresalían en brazos y hombros—, y luego el cuerno de señales emitió una única nota penetrante y los arqueros dispararon a la vez. Las cuerdas de los arcos zumbaron y tres mil flechas de junco, dotadas de velocidad gracias a las oraciones a Phakth, dios del cielo, cayeron silbando en medio de las filas enemigas.
Los guerreros de Khemri se agacharon y levantaron sus escudos rectangulares. Las puntas de flecha atravesaron la madera contrachapada con un furioso golpeteo. Los hombres gritaron y cayeron tras ser alcanzados en el brazo o la pierna, o se desplomaron, inertes, en el suelo accidentado. La infantería aminoró la marcha momentáneamente bajo la espantosa lluvia, pero continuó presionando hacia delante con denuedo. Instantes después de la primera descarga, una segunda trazaba un arco hacia el cielo, y luego una tercera. A pesar de todo, el enemigo presionó al frente mientras sus compañías mermaban despacio bajo la constante lluvia de disparos.
Entonces, se oyó un estruendo de cascos, y varios escuadrones de caballería ligera salieron a la carga de la nube de polvo en dirección a la línea de arqueros. Los soldados de caballería empuñaron sus propios arcos de cuerno compactos y los guerreros de Khemri soltaron una descarga irregular mientras se abalanzaban sobre los arqueros. Las flechas volaron de un lado a otro a toda velocidad por el campo de la muerte. Caballos y hombres cayeron en medio de una masa de tierra y roca pulverizadas, pero los arqueros de la hueste de Bronce se sobrepusieron a los disparos enemigos. Protegidos por las invocaciones de sus sacerdotes sagrados, la mayoría de las flechas de Khemri se partieron o rebotaron en la piel desnuda sin causar daño.
Aun así los jinetes se echaron encima de la delgada línea de arqueros, haciendo caso omiso de las atroces pérdidas que les infligían los arqueros. Las cimitarras de bronce destellaban en las manos de los jinetes mientras se acercaban. A treinta metros, los arqueros dispararon una última descarga hacia las líneas delanteras de los jinetes, y luego dieron media vuelta y se dirigieron a toda velocidad hacia la protección de su línea de batalla.
Una entusiasta ovación surgió de las primeras líneas de la hueste de Bronce mientras se preparaban para la carga enemiga. Los jinetes de Khemri fustigaron las ijadas de sus monturas, pero los caballos, cansados, no pudieron alcanzar a los arqueros, que huían. Frustrados, frenaron a menos de una docena de metros de los gritos de la infantería, y luego dieron media vuelta y se retiraron, dejando a varios centenares de hermanos caídos desparramados por el campo de batalla.
No obstante, los sacrificios de la caballería le proporcionaron tiempo y distancia a la infantería del Usurpador, que ya estaba casi sobre sus enemigos. Con un último tañido de címbalos y un repiqueteo de tambores de cuero, las silenciosas compañías se lanzaron hacia delante blandiendo hachas de piedra y mazas de mango corto por encima de los escudos tachonados de flechas. Los dos ejércitos se unieron con el estrépito hueco del entrechocar de carne, madera y metal, salpicado de feroces gritos y los alaridos de los moribundos.
Los guerreros de la hueste de Bronce no retrocedieron ni un solo paso ante la fuerza de la carga enemiga. Llenos del vigor de Geheb, su dios patrón, astillaron escudos, destrozaron huesos e hicieron trizas a sus enemigos. Décadas de rabia acumulada contra el tirano de Khemri encontraron voz en un rugido ávido e inarticulado que resonó desde las filas de los guerreros de Ka-Sabar. Akhmen-hotep y los sacerdotes que entonaban cánticos notaron cómo los ecos les retumbaban en la piel y se sintieron sobrecogidos por el sonido.
El polvo se estaba haciendo más denso alrededor de la agitada mala de guerreros, lo que dificultaba la visión. Akhmen-hotep frunció el entrecejo mientras estudiaba las últimas filas de sus soldados de infantería. Estaban presionando hacia delante, ansiosos por tomar parte en la matanza, lo que tomó como una buena señal. El rey sacerdote buscó a los sacerdotes de Phakth. Los vio cerca de allí, envueltos en nubes de incienso aromático.
—¡Gloria al dios del cielo que acelera nuestras flechas en la batalla! —gritó—. ¿El gran Phakth extenderá su mano y nos limpiará el polvo de los ojos?
Sukhet, sumo sacerdote de Phakth, se encontraba en el centro de los sacerdotes que entonaban cánticos orando con la rapaba cabeza inclinada. Abrió un ojo y miró al rey sacerdote, enarcando una fina ceja.
—El polvo le pertenece a Geheb. Si queréis que se quede quieto, importunadlo a él en lugar de al Halcón del Aire —repuso el sacerdote con su voz nasal.
El rey sacerdote miró a Suseb con el entrecejo fruncido, pero no siguió presionando. En lugar de ello, se volvió hacia su trompeta.
—Toca avance general —ordenó.
Los cuernos gimieron, resonando de un extremo a otro de la línea. Los paladines de las compañías de infantería levantaron las espadas manchadas de sangre y les gritaron órdenes a sus hombres. Los guerreros dieron un paso al frente entre gritos, y luego otro. Las lanzas con puntas de bronce, asestando golpes y estocadas, derramaron sangre a raudales, y los agotados guerreros de la Ciudad Viviente cedieron terreno.
Paso a paso, los guerreros de Ka-Sabar hicieron retroceder al enemigo por donde había llegado. Treparon sobre los cadáveres ensangrentados de los caídos hasta que la sangre les manchó las tiras de las sandalias hasta los tobillos. Entretanto, las compañías que se encontraban en los extremos de la línea de batalla comenzaron a torcerse hacia dentro intentando rodear al enemigo, que se retiraba. La caballería ligera de Khemri hostigó los flancos de los lanceros con disparos de flecha, pero hizo poco por disminuir la velocidad del inexorable avance.
Akhmen-hotep le hizo señas al auriga, que cogió las riendas dobles y fustigó el tiro de caballos para que se pusiera en marcha. El carro se movió en medio del estruendo de las ruedas con borde de bronce siguiendo el ritmo del ejército que avanzaba.
Apareció un mensajero procedente del flanco derecho con el rostro encendido por la excitación.
—¡Suseb pide permiso para atacar! —exclamó con voz aflautada.
El rey sacerdote lo pensó un momento, maldiciendo la nube de polvo. Al final, negó con la cabeza.
—Aún no —contestó—. Dile al León que aguarde un poco más.
Así que el avance continuó. La hueste de Bronce se desplazaba de manera inexorable por la llanura, acercándose lenta pero constantemente a la cordillera. El carro de Akhmen-hotep rebotaba y se sacudía por encima de los cadáveres que habían quedado atrás tras el combate. Los sacerdotes de la ciudad se encontraban muy por detrás de él, ocultos por el polvo del avance, mientras la agitada nube seguía ocultando los enfrentamientos que se desarrollaban por delante. Podía oír el traqueteo de las ruedas del carro lejos, a izquierda y derecha, y los relinchos nerviosos de los caballos en tanto la caballería seguía el ritmo de la infantería. El rey sacerdote escuchó atentamente el timbre de la batalla esperando los primeros indicios de que habían penetrado las filas de las compañías enemigas y estas se batían en retirada.
A pesar de la continua y despiadada masacre, los guerreros de la Ciudad Viviente se negaban a ceder. Cuanto más se acercaban a los silenciosos pabellones negros que flanqueaban el cerro, más fuerte luchaban. Se apretaban contra los escudos de los lanceros enemigos como si la muerte que se avecinaba ante ellos fuera preferible a lo que les aguardaba a su espalda.
En menos de una hora, el combate estaba casi al pie de la cordillera baja. Desde la cima rocosa, a lo que más se asemejaba la batalla era al borde giratorio de una tormenta de arena iluminado desde el interior por intensos destellos intermitentes de color bronce.
Unas figuras aguardaban en silencio en la ladera, observando la tormenta que se aproximaba. Compañías de caballería pesada esperaban entre las oscuras tiendas de lino, sus estandartes colgaban lánguidamente en el aire caliente y en calma. Grupos más pequeños de infantería pesada, ataviados con armadura de cuero y que portaban escudos bordeados de bronce, permanecían arrodillados con estoicismo ante los grandes pabellones esperando la llamada a la batalla.
Un grupo de sacerdotes se encontraba en el centro de la línea, fuera de la tienda más grande. Altos y regios, llevaban túnicas negras del culto funerario de Khemri, aros con incrustaciones de zafiros y rubíes adornándoles las cabezas rapadas, y las barbas estrechas atadas con tiras de oro batido. Tenían la piel morena desvaída y los rostros aguileños demacrados, pero un poder oscuro flotaba sobre ellos como un sudario invisible, haciendo que el aire matutino brillara a su alrededor como un espejismo.
Esos hombres aterradores aguardaban junto a un esclavo anciano y encorvado que permanecía en cuclillas a sus pies y observaba el desarrollo de la batalla abajo, en la llanura. Los ojos azules del esclavo, que estaba ciego y casi desdentado, aparecían empañados por cataratas lechosas, y tenía la piel morena seca y arrugada como si fuera pergamino envejecido. Mantenía la calva cabeza ladeada, sosteniéndola en precario equilibrio sobre el esquelético cuello. Un fino hilo de baba le colgaba de los labios temblorosos.
Lentamente, la cabeza arrugada se enderezó. Una agitación se fue extendiendo entre los sacerdotes reunidos, que avanzaron arrastrando los pies y con los rostros expectantes. La boca del esclavo se movió.
—Es la hora. Abrid las tinajas —dijo con una voz asolada por el dolor y el peso de demasiados años.
Los sacerdotes le hicieron una reverencia al esclavo ciego en silencio y entraron en la tienda. Dentro había dos sarcófagos tallados en brillante mármol negro y verde apropiados para los cuerpos de un poderoso rey y su reina. Tenían siniestros jeroglíficos de poder grabados en la superficie y el aire que rodeaba los féretros era frío y húmedo como una tumba. Los sacerdotes apartaron la mirada de la espantosa figura tallada sobre el sarcófago del rey y se arrodillaron ante ocho pesadas tinajas situadas al pie del mismo.
Los sacerdotes cogieron las tinajas cubiertas de polvo y las sacaron al aire libre. Cada uno de los recipientes de arcilla vibraba de manera invisible en sus manos haciendo que un zumbido grave e inquietante les retumbara por los huesos.
Despacio y con temor, los sacerdotes dejaron las tinajas en el suelo desigual. Cada recipiente estaba precintado con una gruesa tira de cera oscura grabada con hileras de complicados jeroglíficos. Cuando todas las tinajas estuvieron en su sitio, los hombres sacaron sus irheps, las dagas ceremoniales curvas que se utilizaban para extraer los órganos de los muertos antes del sepelio. Los sacerdotes se armaron de valor y cortaron los sellos de cera. El murmullo se volvió más fuerte e insistente de inmediato, como el zumbido de incontables avispas furiosas. Las gruesas tapas de arcilla traquetearon con violencia sobre las tinajas.
Cerca de allí, los caballos respingaron violentamente y se apartaron de los recipientes sin sellar. Los sacerdotes estiraron las manos temblorosas y sacaron las tapas.
* * *
Akhmen-hotep levantó la mano para hacerle señas a su trompeta. Ese era el momento de hacer que avanzaran los carros y los jinetes para atravesar la línea enemiga de una vez por todas.
De repente, la agitada nube de polvo desapareció. El rey sacerdote sintió un viento frío deslizándose por la piel del brazo que mantenía levantado y la carne desnuda se le puso de gallina.
La cortina de polvo subió por la ladera rocosa del cerro, encogiéndose sobre sí misma. Durante un vertiginoso instante, Akhmen-hotep pudo ver el campo de batalla con todo detalle. Vio las compañías de infantería enemiga, que se movían penosamente, reducidas a grupos irregulares de guerreros atormentados que se habían visto obligados a retroceder hasta casi el mismo pie de la cordillera. Por detrás de ellos, el rey sacerdote vislumbró la ladera rocosa, que ascendía hacia una larga hilera de tiendas de lino negro y escuadrones de jinetes, cuyas monturas se empinaban y corcoveaban.
Entonces, descubrió a los sacerdotes y sus tinajas altas y pesadas. El polvo formaba remolinos que daban vueltas sobre los recipientes abiertos, y luego Akhmen-hotep los vio oscurecerse pasando de un castaño claro a un marrón oscuro, y después a un negro liso y brillante.
Un zumbido furioso y runruneante se extendió por la ladera rocosa y envolvió a los combatientes, atravesando armadura y carne y haciendo vibrar los huesos. Los caballos se sacudieron y relincharon con los ojos blancos de miedo. Los hombres dejaron caer las lanzas y se taparon los oídos con las manos para intentar bloquear el espantoso ruido.
El rey sacerdote observó con creciente terror mientras las columnas color ébano se estiraban hacia arriba y expulsaban una cortina de turbulenta oscuridad que se extendió como tinta por el cielo.