Capítulo 5

—¡NO, no y mil veces no!

En la nueva casa de la calle de los Giubbonari, Nani miraba furibundo un traje de abad de seda negra, compuesto des pantalones, chaqueta, calcetines y zapatos con hebilla dorada, cuidadosamente extendido en la cama de su dormitorio.

—Por lo que más quiera, parón —gimió el joven cambiando de tono, mientras Marco y Guido lo observaban sonriendo con los brazos cruzados—. ¡No me obligue a vestirme de cura! ¡Justo usted, que me salvó de los escolapios, que querían que me ordenara!

Se refería a cuando, hacía varios años, tras haber sido educado en el internado de los escolapios de Venecia, había escapado de los buenos padres, quienes, admirados por su inteligencia, querían que se ordenara sacerdote, y se había refugiado en casa del avogadore, que lo había puesto bajo su protección y le había permitido llevar una vida libre y rica de satisfacciones amorosas.

—Por el amor de Dios, Nani, deja ya de quejarte —lo interrumpió Pisani—. Para empezar, los abades no son sacerdotes, son unos jóvenes que dedican unos años a servir a la Iglesia antes de decidir si ordenarse o no. Si esto te puede consolar, piensa que, en su juventud, el más famoso de nuestros aventureros, Giacomo Casanova, fue abad un par de años y eso no le impidió divertirse.

El doctor Valentini se entrometió.

—Con ese traje, que, por otra parte, te sentará como un guante, el pelo rubio y los ojos verdes serás bien recibido en todos los palacios, podrás asistir a las recepciones, ir al teatro…

Nani lo escrutaba, cada vez más conforme e interesado.

—Por último —dijo Marco retomando la palabra—, necesito a alguien que sepa moverse en los ambientes eclesiásticos y averigüe cosas sin llamar la atención.

—En resumen, que me toca hacer de agente secreto. Bueno, si no hay más remedio…

—Estupendo, veo que nos hemos entendido —dijo Pisani—. Vamos al comedor, Nuzzi nos está esperando.

Por deseo de Marco, la noche anterior Paolo Nuzzi había llevado a los venecianos a dar una vuelta por las ruinas romanas. A pie, vestidos como la gente del pueblo, pero bien armados y empuñando unas linternas, habían recorrido las calles medievales abarrotadas que rodeaban el gueto judío y habían comprobado que las ventanas y las puertas estaban cerradas a cal y canto. Al llegar a los pies del Campidoglio, habían subido la escalinata para admirar la perfecta estructura de la plaza trazada por Michelangelo.

—¿Puedes, Guido? —había preguntado Paolo a Valentini, que resoplaba. Habían hecho buenas migas y parecía que se conocían de toda la vida.

—No soy viejo, solo tengo un poco de barriga —había refunfuñado el médico.

—Este es el lugar de la memoria de la ciudad —les había explicado Paolo al llegar a la estatua de Marco Aurelio—. En la Antigüedad aquí se celebraban las ceremonias civiles y religiosas más importantes, después fue la sede del ayuntamiento de Roma y ahora los papas tienen aquí sus oficinas gubernamentales. Aquí vive y trabaja el gobernador Cosimo Imperiali. Además, Su Santidad ha ordenado que los tesoros arqueológicos de Roma, que no dejan de aparecer por todas partes, se guarden en el palacio de los Conservatori, para que nadie los venda en el extranjero ni vayan a parar a las colecciones privadas.

Gracias a que la noche estaba despejada y a que había luna llena, desde la terraza que había a espaldas del palacio de los Senatori habían podido contemplar las ruinas de los foros romanos, los restos del mercado de Trajano a su izquierda y las columnas paralelas de la vía Sacra, hasta la mole del Coliseo, que destacaba al fondo.

Paolo les había señalado a su derecha los restos del Palatino y más abajo la explanada del Circo Máximo, que había quedado reducido a un simple prado.

—Bajemos —les propuso Marco.

La comitiva caminó entre los mármoles y la maleza, donde antaño latía el corazón del Imperio romano.

Recorrieron la avenida flanqueada por dos hileras de chopos, dejando a su derecha las imponentes columnas del templo de los Dioscuros y los huertos y jardines de villa Farnese.

—Pensad que esta explanada se llama Campo Vaccino porque en ella tiene lugar el mercado de los bueyes y las vacas —les explicó Paolo rompiendo el silencio—. Justo aquí, donde antaño se erigían los edificios del gobierno, los templos, las basílicas, los arcos triunfales, las columnas honorarias y la curia senatorial. Aquí, donde hablaba Cicerón y donde César fue asesinado con veinte puñaladas.

Dejaron atrás el arco de Tito, semienterrado en el terreno, rodeando la iglesia de Santa Francesca Romana, y ante ellos apareció la imponente mole del Coliseo, bañado por la luz de la luna, que jugaba entre los arcos y se insinuaba en los deambulatorios externos.

—Entremos —sugirió Pisani.

Guiados por Nuzzi e iluminándose con las linternas, enfilaron el pasillo y llegaron a una escalera que subía a la primera planta, dejaron atrás el deambulatorio y entraron.

Los venecianos contuvieron a duras penas un grito de asombro.

—¡Está lleno de plantas! —exclamó Gasparetto.

De hecho, la inmensa palangana con tres pisos de gradas y una galería en lo alto parecía un inmenso jardín. Las matas, los pequeños árboles y las cascadas de hojas se perseguían de una grada a otra hasta la platea inferior, donde se percibía el movimiento de hombres y animales. Se oyó un balido, al que respondió un sonoro rebuzno.

—No temáis —les explicó Nuzzi—. Son pastores y vaqueros, que pasan aquí la noche con sus animales. Antes se acomodaban en los arcos externos, pero desde que el papa los hizo cerrar, agrupan aquí a su ganado. Respecto a las plantas —prosiguió—, son un curioso fenómeno espontáneo. Según parece, el microclima que se forma en esta gran cuenca favorece su crecimiento. Los botánicos las han estudiado. En el siglo XVII Domenico Panaroli contó más de trescientas especies, entre las que había plantas medicinales como la camomila, la artemisa, la malva, la borraja y el hipérico.

—¿Es verdad que aquí hay fantasmas? —preguntó Nani en tono preocupado.

—Solo es una leyenda a la que, hace siglos, dio crédito Benvenuto Cellini, que participó en una de las invocaciones diabólicas condenadas por la Iglesia. A veces, por la noche, vengo aquí a pensar y jamás he visto uno.

Dejando atrás el Coliseo, el grupo bajó por la vía Sacra, pasó por delante del arco de Constantino y prosiguió entre las ruinas del Palatino, donde se erigían los palacios imperiales.

Tampoco el Palatino estaba tan solitario como les había parecido desde lo alto del Campidoglio. Por todas partes se oían suspiros, ronquidos, gritos o balidos. Entre las sombras de las columnas se oían pasos furtivos, ruido de guijarros que se movían.

—Los pastores y vaqueros también pasan aquí la noche con sus animales y no faltan los mal intencionados —explicó Paolo—. Los rincones de los antiguos palacios son un refugio ideal para los delincuentes.

—¿Tenemos que ir, paròn? —refunfuñó Nani, que siempre había tenido miedo de la oscuridad.

Las linternas dibujaban los contornos de los muros que emergían del terreno, creaban sombras entre las columnas rotas. De la boca de un subterráneo les llegó un soplo de aire gélido. Algo se movió en la espesura de un pequeño bosque.

De repente, oyeron una voz catarrosa elevarse entre dos columnas:

—¿Quiénes sois? ¿Espíritus que se han elevado de los infiernos para apoderarse de nuestras almas inmortales?

El grupo alzó las linternas hacia la voz e iluminó un montón de harapos que fue asumiendo aspecto humano poco a poco. Un viejo canoso y andrajoso los observaba sentado en un capitel.

—¿Quiénes sois? —refunfuñó guiñando los ojos, que quedaron rodeados al instante de una tela de araña de arrugas—. No sois espíritus.

—Por supuesto que no. —Paolo sonrío—. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí?

El viejo se rascó una rodilla.

—Espero el fin del mundo.

—¿Y sabes si aún tendrás que esperarlo mucho?

—No, no, las sombras son cada vez más densas, por la noche deambulan en grupo, se hunden en la tierra y desaparecen. Veo fuegos aquí y allí. Transportan cosas, metales que chocan.

—¿Y no tienes miedo?

—Soy un pobre viejo, voy a ver a los frailes, me curan las llagas y me dan sopa para comer, espero que Dios me llame pronto a su lado. Siempre he creído en Dios. No temo a Satanás, como esos pastores ignorantes.

Dicho esto, se echó a dormir de nuevo.

La comitiva veneciana se había trasladado hacía un par de días al palacete de la calle de los Giubbonari, que iba a ser su residencia y su cuartel general durante su estancia en Roma. Paolo Nuzzi lo había elegido a propósito. El edificio tenía dos plantas. En la superior, con vistas a la calle y al pórtico que daba al patio, se encontraban los dormitorios y una amplia estancia, además de la sala y el comedor, ideal para celebrar reuniones. La planta baja comunicaba con la calle a través de una puerta grande, que se abría también al patio, rodeado por la cuadra y un almacén, además de los depósitos para las herramientas. En el ala derecha se encontraban la cocina y las habitaciones de los criados.

Nuzzi había pensado en todo: en las cuadras, además de los arreos que colgaban de las paredes, había cuatro caballos de raza española, con las crines y la cola largas, como estaba de moda en Roma.

Marco y Guido, seguidos de Nani, que había vuelto a protestar por el vestido de abad, y de Gasparetto, se reunieron con el conde en la sala. Este no estaba solo: lo acompañaban un hombre y una mujer de mediana edad, ataviados con ropa de trabajo, que miraban intrigados a su alrededor. El hombre era achaparrado y calvo, tenía la cara marcada, pero debajo de sus cejas blancas brillaban unos ojos muy vivos. A la mujer, menuda y regordeta, le favorecía el uniforme de trabajo y, además, inspiraba simpatía.

—Os presento a Clemente y a su mujer, Gigia —dijo Paolo esbozando una de sus irresistibles sonrisas, que iluminaban sus ojos oscuros—. Me los ha prestado mi familia —continuó mientras los dos criados hacían una torpe reverencia—. Pensé que ibais a necesitar ayuda doméstica y Clemente y Gigia, además de ser de toda confianza, trabajan para nosotros desde hace veinte años. Se ocuparán de la casa y los almacenes. Además, Gigia es una magnífica cocinera. Clemente, por su parte, es el cochero de mi padre, al que no le ha hecho ninguna gracia tener que privarse de él. Si necesitáis una carroza, podéis disponer de las de mi familia.

—Eres un amigo inestimable, Paolo —dijo Marco agradecido.

—Además, podéis estar tranquilos —lo interrumpió Nuzzi—, lo que se diga en esta casa no saldrá de ella.

—¡Manos a la obra! —dijo Marco tomando asiento con sus amigos alrededor de la mesa—. Nani y Gasparetto participarán en las reuniones, porque tendrán que llevar a cabo ciertas tareas, como nosotros. Empezaremos por ellos. Nani se presentará como el abad Giovanni Pisani de Venecia, que está visitando Roma por estudios. Tú —prosiguió dirigiéndose al ayudante de Guido— usarás tu verdadero nombre, Gaspare Patelli di Bologna, y fingirás ser un comerciante de hierbas y sustancias medicinales. Entiendes lo suficiente de medicina como para salir del paso y así podrás acercarte a los presuntos magos, brujos y agitadores.

Paolo asintió con la cabeza y tomó la palabra a la vez que ponía varios documentos sobre la mesa.

—He pedido para cada uno de nosotros un salvoconducto de la curia, que os autoriza a entrar en las oficinas, hospitales, cárceles y monasterios. Además tendremos un afidávit firmado por el gobernador de Roma en persona, con el que podremos pedir ayuda a la guardia en cualquier situación.

Marco dio las órdenes pertinentes.

—Tú, Gasparetto, te darás una vuelta por los mercados y las tabernas para oír lo que dice la gente. Nani, tú irás vestido de abad —dijo y vio que el joven hacía una mueca— y, en compañía de Clemente, que conoce el camino, irás a ver las vírgenes que lloran sangre y a tratar de averiguar cuál es el truco. En cuanto a nosotros —prosiguió dirigiéndose a Guido y Paolo—, trataremos de saber algo más sobre la hostia incendiada.

—Si me permites —lo interrumpió Paolo—, podríamos visitar el monasterio de las Barberine, que no queda muy lejos, donde hace tiempo se produjeron los casos de posesión diabólica.

El terrible suceso de la hostia, que había ardido mientras el sacerdote la alzaba, aterrorizando a los fieles, a tal punto que ninguno de los que había presenciado el hecho había querido volver a ir a misa, se había producido en la bonita iglesia de Santa Maria degli Angeli, obra de Michelangelo, que se erigía sobre las ruinas de las termas de Diocleciano y que pertenecía a la orden de los cartujos.

Precedidos de Paolo, que los había guiado hasta allí, Marco y Guido descabalgaron delante del gran nicho de ladrillos de época romana que constituía la insólita fachada y ataron sus caballos. Tras dejar atrás el deambulatorio, llegaron a un espacio amplio y luminoso, en apariencia desierto.

—En el proyecto de Michelangelo esta era la nave central —les explicó Nuzzi—, pero Vanvitelli cambió por completo la disposición en 1749 y ahora el altar está delante de vosotros. Mirad el cuadrante del suelo: a mediodía recibe el rayo de sol que entra por los ventanales del ábside.

Alzando la nariz, Marco y Guido observaron las bóvedas majestuosas, sostenidas por las poderosas columnas romanas de granito oriental que dividían el claro espacio trazado por Michelangelo. Contemplaron las ventanas ovales que se abrían alrededor de la nave y el agujero creado para dirigir el rayo del cuadrante. Se miraron.

—¿Piensas lo mismo que yo? —preguntó Guido rompiendo el silencio.

—Arquímedes —convino Marco enigmático. Luego, dirigiéndose a Paolo, añadió—: ¿Con quién hay que hablar para subir al techo?

Nuzzi lo escrutó con perplejidad y recorrió con la mirada el espacio desierto.

—Allí, delante del altar de San Bruno —contestó—, veo la túnica blanca de un cartujo arrodillado.

Al oír los pasos de los tres hombres en el mármol del pavimento, el fraile se levantó y escrutó a los recién llegados a la vez que amagaba una bendición. Era alto, huesudo y tenía aire ascético.

—Sois valientes, hijos míos —comentó—. Visitar una iglesia que, después de que se incendiara la hostia… —Se hizo la señal de la cruz—. La gente dice que el demonio se pasea por ella.

—Estamos investigando los hechos por orden de Su Santidad —explicó Nuzzi presentando a sus compañeros—. ¿Qué sucedió exactamente?

El cartujo exhaló un suspiro.

—Soy el padre Camillo, el indigno abad del monasterio —les contó—. Ese domingo celebraba la misa de mediodía en el altar mayor. La iglesia estaba abarrotada de fieles cuando, al alzar la sagrada forma, mientras la contemplaba iluminada por el sol que a esa hora bañaba el altar, vi cómo se arrugaba formando una llama entre mis dedos y, que Dios me perdone, la dejé caer. La gente empezó a gritar y salió corriendo de la iglesia.

Al oír las voces, tres frailes más salieron de la sacristía y observaron vacilantes la reunión.

—¿Se puede subir al techo del presbiterio? —lo interrumpió Valentini.

—Sí, por supuesto —asintió el padre Camillo señalando a un fraile joven y esmirriado—. El hermano Luciano les enseñará el camino, pero…

—Sospechamos que se trata de una acción humana, no diabólica —le explicó Pisani.

Tras subir la escalera que había sido construida en la estructura romana de ladrillos, llegaron al tejado desde un pequeño claustro que había más allá de la sacristía y tuvieron la suerte de encontrarse directamente en la cubierta con dos declives del presbiterio.

Jadeando un poco, Valentini observó preocupado la enorme extensión ondulada de tejas que cubrían la basílica a su espalda.

—Si hubiera tenido que atravesarlas todas —dijo suspirando—, no habría podido.

El presbiterio se iluminaba a través de las grandes ventanas rectangulares que daban a una cómoda plataforma. El grupo accedió a ella bajando por una escalera de mano que estaba apoyada en la pared.

—Si la razón está de nuestra parte —reflexionó Guido observando las ventanas—, debería haber un agujero en una de estas ventanas.

Los tres empezaron a examinarlas mientras Luciano, el fraile joven, se quedaba rezagado.

—Aquí está —exclamó al cabo de poco tiempo Nuzzi, que aún no había entendido adónde querían ir a parar sus amigos.

Estos se acercaron corriendo a él. Mientras Marco se inclinaba para recoger varios pedazos de cristal, Guido examinó el agujero de unos diez centímetros de diámetro que había sido realizado en el panel más alto de la vidriera izquierda, justo en dirección al altar mayor.

—¿Recuerdas los espejos ustorios con los que Arquímedes quemó los barcos romanos que había delante de Siracusa y salvó la ciudad? —dijo Pisani.

Nuzzi empezaba a comprender.

—Es posible que en esa historia haya una buena dosis de imaginación —continuó Marco—, pero los expertos en óptica saben que los espejos realizados con un determinado grado de curvatura y colocados de cierta manera pueden recoger y multiplicar los rayos solares, sobre todo si estos rebotan unos en otros. Si la luz se proyecta hacia un objeto inflamable, este puede llegar a arder.

—¡Santo cielo! —exclamó Nuzzi—. ¿Quién puede haberlo hecho?

—Estamos aquí para descubrirlo. —Marco sonrió a la vez que les mostraba los fragmentos de cristal que había recogido—. Pero antes de proceder, nuestros desconocidos tuvieron que agujerear el cristal para que pudiera pasar el rayo incendiario y lo hicieron con habilidad. ¿Veis los pedazos de cristal manchados de un material pegajoso? Por lo visto, pegaron la plancha a un pedazo de madera u otro material para que los pedazos cayeran en el tejado y no en la iglesia.

—¿Por qué hablas en plural? —le preguntó Paolo.

Guido se lo explicó:

—Porque Marco ha notado que varias personas pisaron las tejas que hay arriba y porque, además, para mejorar el resultado es necesario colocar estratégicamente varios espejos.

—¿Y nadie los vio?

—Creo que subieron la noche anterior —prosiguió Valentini—. Luego, el día de la misa, en el momento de la elevación, tres o cuatro se colocaron estratégicamente, cada uno con un espejo, para que la luz solar rebotara de uno a otro, y el último la proyectó, potenciada, hacia la hostia, que ardió. Después se quedaron escondidos en los tejados hasta que oscureció de nuevo, seguros de que, en medio del terror generalizado, a nadie se le ocurriría subir aquí a echar un vistazo.

Aclarado el misterio, volvieron a la basílica y los venecianos contaron al padre Camillo lo que habían descubierto.

—Satanás no tiene nada que ver con lo que pasó —lo tranquilizó Guido—. La hostia se incendió debido a un fenómeno óptico.

El sacerdote parecía más sereno que cuando habían llegado. No obstante, seguía preguntando:

—Pero ¿por qué? ¿Quién puede haber sido?

—Hemos venido a Roma para descubrirlo —le recordó Valentini dándole unas amistosas palmaditas en un hombro.

El sol de octubre, tibio y ventilado, los recibió cuando salieron y les abrió el apetito.

—Aquí cerca hay un mesón sencillo, pero limpio —les dijo Paolo—. Así probaréis la cocina popular romana.

Trotando ligeramente embocaron el callejón que estaba a la izquierda de la iglesia de Santa Maria degli Angeli, dejaron los caballos reposando en un cobertizo próximo y entraron en un local protegido por una cortina, donde se veía la insignia de hierro de un jarro pintado.

En el local en penumbra la actividad era frenética. Alrededor de las toscas mesas de madera había sentados hombres del pueblo de varias edades, vestidos con la típica camisa ceñida por una ancha banda encima de los pantalones, que les llegaban a la rodilla. Comían de buena gana platos de pasta, partiendo las grandes hogazas de pan que se veían entre las jarras de vino.

—¡Eh, Beppe! ¿Tienes más? —gritó un parroquiano con la ropa polvorienta, quizá un albañil de la zona, aludiendo a su plato vacío.

—Yo quiero un buen pedazo de cordero —ordenó otro, cuya chaqueta oscura revelaba su condición de empleado público.

—Ya voy, ya voy —respondió Beppe saliendo de detrás de la barra que había delante una cocina humeante, donde se entreveía a un par de mujeres trabajando, pero cuando vio a los recién llegados se apresuró a hacerles una reverencia—. Entren, señores. —Brincando sobre sus piernas torcidas, que a duras penas sostenían el peso considerable de su barriga, los llevó a un pequeño patio donde se podía disfrutar de la agradable sombra de un gran nogal.

Los esperaba una mesa puesta con un mantel blanco y una vajilla de porcelana, destinada a los clientes más importantes.

—Macarrones con pagliata y vino de los Castelli para todos —pidió Nuzzi mientras se sentaban. Al ver la mirada de perplejidad de sus compañeros, afirmó—: Os gustarán, a pesar de que están cocinados con tripa de cordero, muy limpia, os lo aseguro. Es un plato popular. No lo encontraréis en los palacios aristocráticos. Después aún nos quedará tiempo para hacer la última visita. El monasterio carmelitano de las Barberine está aquí al lado. Os contarán lo que sucedió.

—Cuanto antes conozcamos los hechos, mejor —aprobó Marco disponiéndose a afrontar la aventura gastronómica—. No hay tiempo que perder.