4
Vivía en un estudio en la calle Verneuil, en el quinto piso. En aquella habitación, un poco oscura, amontonaba recuerdos de su infancia, las tarjetas postales de sus amigos y las invitaciones a viajar de las oficinas de turismo. Un solo lujo, el teléfono. La fotografía de un chiquillo de cabellos cortos y ojos demasiado brillantes: Daniel Diersant a la edad en la que soñaba con piratas y con indios. Había escrito su nombre al dorso de la fotografía, con esta dedicatoria a sí mismo: "Soy un gran jefe del país frío, conduzco mi trineo más rápido que el viento. Hasta pronto."
Sobre la cómoda, un muñeco de goma: Mickey Mouse cosmonauta. Y sobre la cama, la alfombra, una butaca o en otra parte, un elefante rosa como los que ven cuando están ebrios ciertos caballeros falsamente ampulosos y un poco cabezas de huevo que Daniel había admirado siempre en la literatura anglosajona. Era un prototipo de los plásticos especiales que la Seac fabricaba en Choisy: flexibles, resistentes, incombustibles, etc. Como único cuadro, una vaca rojiza en un verde prado, con un koan zen debajo: "Después de andar cuatro mil días, la vaca llega al final del universo; ¿qué hace?"
Daniel se levantó bostezando y frotándose sus doloridas sienes. ¡Asquerosa pesadilla! ¿Qué mal se ocultaba en su cerebro? No le gustaban esos calores precoces de junio que abren el verano con una fogosidad brutal. Necesitaba suaves transiciones en la vida. La vida entera tal vez sea una transición, se decía sin creer en ello. Sí, imbécil, una suave transición entre nada y nada. ¡Y no tan suave! Se arrastró hasta el cuarto de baño. De todos modos, lo que le molestaba no era el tiempo que h ce, sino el tiempo que pasa. ¿Podía desquiciarse también este último? Absurdo. Se miró con curiosidad en el espejo del lavabo. Tenía los ojos ligeramente asiáticos los labios gruesos, el mentón algo huidizo, la nariz un poco achatada. Sus cabellos claros avanzaban en desorden sobre su frente cruzada por dos arrugas muy finas que le conferían el aire de un niño ocupado en resolver un problema demasiado arduo para su edad. Resultaba curioso: si hubiera visto aquella cabeza sobre los hombros de un sosia, sin duda no la hubiese reconocido.
Tomó un comprimido de alcasogyl Cerba (una especie de aspirina) con un sorbo de agua y abrió distraídamente un tubo de mebsital Nerek. Hizo rodar en su mano izquierda una gragea de un blanco casi malva. Todas las drogas le atraían sin que tuviera realmente el deseo de usarlas. Coleccionaba las muestras de productos farmacéuticos, empezando desde luego por los de Nerek y Cerba. Las jóvenes que llevaba a su casa quedaban fascinadas por los pequeños frascos multicolores. Y algunas no resistían a la tentación de deslizar un tubo de somnífero en su bolso. Por algunos barbitúricos, aquellas bellas nerviosas de cuerpo tarifado hubieran dado su alma. Olfateaban también con envidia y desconfianza las píldoras azules de nidopan, el anticonceptivo Cerba. Pero el frasco de mebsital estaba oculto. Daniel sólo tenía uno y no quería exponerse a que le robasen aquella pieza rara. Además, Ellen le había dicho que iban a retirar el producto de la circulación, a causa de los efectos secundarios, que superaban todo lo que se había imaginado. Los investigadores de Nerek habían querido reunir en un solo compuesto los medios del narco-análisis, de la anfetamina y del oniro-análisis. Se afirmaba que el mebsital hacía más permeable la barrera del inconsciente admitiendo que existiera un inconsciente y una barrera, y de ahí la aparición de sueños de un rico contenido simbólico… admitiendo que existieran unos sueños y os símbolos. Pero el Ministerio de Sanidad francés había negado su visto bueno. A causa de los efectos cronolíticos, pretendía Ellen.
—¿Qué es la cronólisis?
"—Una perturbación profunda del tiempo.
"—¿En la mente del sujeto?
"—Naturalmente, pero si se tiene predisposición o si la dosis es excesiva, el tiempo termina por no existir para el enfermo. Entonces, el sueño puede prolongarse indefinidamente. Sustituye a la realidad, y de ahí que en algunos casos resulte imposible el retorno al estado de vigilia. Y unos minutos le parecen a veces días o meses al soñador. Se han producido ya accidentes muy graves: la locura o la muerte…
"—Es curioso que oiga hablar de ello por primera vez.
"—Los laboratorios se esfuerzan en mantener el secreto sobre ese fenómeno…"
Daniel se tumbó en la cama, dejó el tubo sobre la mesilla de noche y cruzó las manos detrás de la nuca, su postura favorita para la meditación. No podía creer enteramente en aquella historia de cronólisis. ¿Por qué no probarlo? ¿Una gragea o dos? ¿O medio tubo? No acababa de decidirse.
Viajar… ¿Es cierto que no se llega a ninguna parte? Tal vez existe algún modo de salir, alguna puerta cuyo secreto se transmiten los privilegiados de siglo en siglo. No, ya no hay islas vírgenes ni superiores desconocidos. A menos que…
¿Por qué tomar el camino del sur? El sur es la muerte. El futuro se dibujaba en gris. Daniel se decía que hubiera preferido un verdadero fracaso, con sus consecuencias: la lucha por la vida y no únicamente por los mejores puestos. Por encima de las lamentaciones, una vaga cólera crecía en él. ¡Me las pagarán!
Pero, ¿contra quién volverse? No hay nada más estúpido que odiar al mundo entero. O tal vez no hay nada más juicioso…
Dio un salto en el espacio y el tiempo. Había franqueado la doble puerta del santuario. Se detuvo, deslumbrado, como un prisionero que acaba de salir de un oscuro calabozo. Había vivido o soñado aquella escena centenares de veces. De repente adquiría una dimensión simbólica y resumía su suerte subalterna, sus sentimientos de culpabilidad, su miedo secreto al juicio de Dios y de los hombres.
Muebles de época, tapices firmados y cuadros de maestros: cosas que él apenas apreciaba y que en realidad detestaba. Y se reprochaba a sí mismo el dejarse impresionar por aquellos signos externos del poder. Alto, imperioso, discretamente elegante, el Administrador delegado Max Roland le esperaba, al abrigo de un lujoso escritorio, separado de las butacas de alto respaldo, destinadas a los visitantes, por un no man's land de tres o cuatro metros.
—Siéntese, Diersant.
El Administrador delegado se mantenía al acecho detrás de su ciudadela cincelada. Sus gafas de cristales alargados y sin montura le daban, cuando sonreía, el aire de un intelectual norteamericano de los años cincuenta: mitad anuncio de dentífrico, mitad animal harto. Gran patrono. Semidiós. Un pato salvaje que se considera el cisne blanco del jardín eterno, decía Sarthès. Una corriente de aire casi fresco barría silenciosamente el escritorio. Max Roland hojeaba un expediente, al parecer de un modo maquinal, aunque quizá no había que confiar en aquel aire aburrido y distraído, camuflaje demasiado clásico del carnicero que se dispone a saltar sobre su presa. De pronto, alzó los ojos y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa.
—Antes de ingresar en la Seac estaba usted en la empresa Laurent-Duvernois, ¿no es cierto?
—Sí.
—Incluso trabajó en la puesta a punto de su famoso D-aminogel…
—Sí.
—Por lo tanto, los Laboratorios Laurent-Duvernois le habían empleado como químico…
—En efecto.
—¿A qué se debe que sea usted ahora traductor? Es una evolución curiosa.
—Esa evolución, como usted la llama, ha sido decidida por la Seac.
—Explíquese.
—No soy yo quién tiene que explicarse, señor. Supongo que en un momento determinado había demasiados químicos, e insuficientes traductores técnicos. Yo había hecho siempre traducciones… a menos que me hayan atraído a una trampa.
—Además, tiene usted treinta y cuatro años y no está casado.
Daniel se encogió de hombros. Max Roland continuó:
—Ya sabe usted que los psicólogos atribuyen mucha importancia a esos detalles. Podrían sospechar que permanece usted soltero porque a la edad de dos años y medio soñó que asesinaba a su padre a hachazos para casarse con su madre. Pero supongo que no es ese el caso.
Un helado resplandor brilló por un instante en la mirada de Max Roland. Daniel no se tomó la molestia de añadir un comentario a aquella broma bastante siniestra.
—Y ahora, ¿cuáles son sus proyectos?
Daniel vaciló. Siempre hay que fingir amor al dinero, para no resultar sospechoso en un mundo en el que el dinero es dios. Daniel se creía capaz de engañar a cualquiera. Se esforzó en admirar el horrible péndulo de bronce que le ocultaba los papeles colocados delante del administrador.
—Naturalmente, me gustaría mejorar mi situación.
—¿Y podría decirme lo que significa esto?
Es mi destino, pensó Daniel. Por una vez que estaba dispuesto a seguir el juego, tiene que ocurrir esto… Max Roland le tendió una hoja de papel que Daniel cogió con una mano un poco temblorosa. Como si supiera ya de qué se trataba… Era una carta, y vio que estaba dirigida a él. Los Laboratorios Nerek & Frobacher al señor Daniel Diersant.
¿Cómo había caído en manos de Max Roland? ¿Otra hazaña de Forestier?
Leyó:
Muy Sr. nuestro:
Por mediación del Sr. Robert Sarthès nos hemos enterado de que quedará usted libre a partir del 1 de octubre de 1966. Al parecer, la experiencia profesional que ha adquirido en la Oficina de Documentación Técnica de la Seac, y en el Centro Europeo de Bioquímica Aplicada (C. E.R. B.A.), así como su doble formación técnica y lingüística, corresponden a las calificaciones exigidas para un cargo a proveer en Wilmington (Delaware), en la sede de nuestra filial común con Du Pont de Nemours.
Daniel cerró los ojos. ¡Es una falsedad, no tiene ningún sentido! ¿Por qué han inventado eso? Al mismo tiempo, no podía evitar el esperar que la carta procediera efectivamente de Nerek y que hubiera sido misteriosamente intervenida por Forestier, los tipos de la Seac o de Cerba. Y se avergonzó de aquella esperanza pueril. ¡Idiota! ¿Así que crees aún en ello? ¡Lo que te faltaba! Volvió a abrir los ojos y se fijó en la fecha: 19 de septiembre de 1966. Una trampa. ¡Era una trampa cronolítica! Estamos a 30 de julio, sin duda alguna. Anoche me dejé localizar por Forestier en la fábrica de Choisy… Miró a su alrededor, pero no vio ningún calendario.
—La fecha…
—¿Qué pasa con la fecha?
Daniel renunció a continuar para no evidenciar su angustia. Sí, son fuertes. ¿Para qué discutir? Siempre tienen razón. Devolvió la carta con un gesto de cansancio. Tal vez tendría que habérsela quedado, puesto que iba dirigida a él. Pero estaba demasiado cansado. Deseaba acabar de una vez con todo aquello.
—No entiendo nada —dijo—. Si esa carta me hubiese sido enviada por Nerek, estaría en mi poder y no en el suyo. ¿A qué día estamos?
Max Roland le miró fríamente.
—Estamos en el último día de su colaboración con la Seac. Pase por Caja esta tarde para cobrar su liquidación.
Daniel volvió a encontrarse en la calle después de haberse cruzado con Forestier en los pasillos de la sede. El jefe de Seguridad exhibía una sonrisa victoriosa. ¿Están tratando de volverme loco, o qué? ¿Qué es lo que no encaja? Se detuvo en un bar. Nunca había tenido tendencia a buscar en el alcohol la solución de sus problemas, y no podía permitirse aún el lujo de la embriaguez. Necesitaba más que nunca toda su lucidez. Se concedió un solo vaso y bebió lentamente, evitando mirar el calendario colgado de la pared al lado del teléfono. El tiempo era gris, el sol tenía un aspecto de leche cuajada. A las cuatro y cuarto, la noche parecía ya a punto de caer. Daniel temblaba en su traje de verano. A su alrededor, los hombres llevaban gabardinas o pellizas, las mujeres abrigos o impermeables. Vio un quiosco de periódicos y pensó que tenía que enfrentarse con la verdad ahora o nunca. Compró el France-Soir, pero no encontró el valor suficiente para mirar la fecha hasta que entró en el refugio de su automóvil. Al abrigo del mundo y del tiempo. Y sin embargo tenía frío, tenía miedo. El periódico era del 20 de noviembre. Recordó la advertencia de Ellen. El mebsital producía tal efecto cronolítico que Nerek había tenido que retirarlo del mercado. ¡Dios mío! ¿Qué es lo que he hecho? ¿Un experimento? ¿O he intentado suicidarme con esa porquería? Y ahora lo he olvidado todo… ¡Pero eso no tiene sentido!
No importa cómo, había perdido la clara noción del tiempo. Un vacío de varios meses se abría en su memoria. Era algo más que una simple amnesia. O algo menos. Recobró poco a poco la calma. Se sentía lúcido. Pero su lucidez no le devolvería los tres meses escamoteados, del mismo modo que no le hubiese ayudado a sanar de una enfermedad de hígado o de un tumor en el cerebro. Cuanto más trataba de recordar, más le invadía la cólera. ¡Esos cerdos me las pagarán! Apretó los puños contra sus sienes. ¡Es preciso que yo haya vivido durante ese tiempo! He trabajado, pues… en la Seac, en Cerba o Dios sabe dónde. Sacó su cartera del bolsillo interior de su chaqueta, la abrió. Tenía dinero: un fajo entero de billetes de quinientos francos. Mi liquidación… intacta, Dios mío. ¿Y la carta? Bueno, la carta no existía. Era una pesadilla cronolítica. Lo que temía o lo que esperaba se mezclaba en su mente con lo que realmente le sucedía. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Regresar a mi casa y pedir ayuda? No tenía el menor deseo de confiarse a los psiquiatras. Tal vez podría arreglárselas solo, sobre todo si no había cambiado de empleo ni de alojamiento. Veamos, las llaves. Sí, aquí están. Las llaves de su casa, en la calle Verneuil. Se enterneció un poco pensando en Babar, su elefante rosa. Pero no tenía ganas de regresar. O tal vez tenía miedo. La idea de volver a encontrarse solo en su habitación le aterraba.
Cruzó los brazos sobre el volante, apoyó la frente sobre el dorso de su mano para reflexionar. Tal vez Ellen se había marchado ya de Francia. No lo recordaba. Cuando la había conocido, vivía en un hotel cerca de la estación del Este, pero él la encontraba casi siempre en casa de su amiga Monika Gersten, en Montmartre. Aquello parecía muy lejano en el espacio y el tiempo. Decidió arriesgarse a la expedición, aunque sin gran esperanza. Tercer piso. Señorita Monika Gersten, periodista… Sí, Monika se decía corresponsal de varios periódicos alemanes. Daniel sintió vértigo y tuvo que apoyarse contra la pared. Por esta vez, amigo mío, estás salvado. Esperó unos segundos antes de llamar. Tal vez Ellen estaría allí. Por otra parte, no tenía importancia. Monika sabría cómo advertir a su amiga.
Tocó con la mano un radiador ardiente. La calefacción central funcionaba. Normal, un veinte de noviembre. Su angustia se disipó un poco. Llamó. Con tal de que Monika estuviera en casa. Reconoció el paso ligero y ruidoso de la joven. El alivio que experimentó entonces le hizo medir la intensidad de su confusión. Monika abrió la puerta con un gesto brusco y miró fríamente a Daniel. Casi como Max Roland le había mirado unas horas o unos meses antes. Llevaba un vestido de noche de color rojo. El corpiño ajustado en la cintura se entreabría en el pecho realzando sus senos. Sus cabellos rubio-rojizos dejaban al descubierto su frente y sus orejas. Su rostro era de un óvalo muy alargado, su nariz pequeña y recta, sus labios de trazo firme. Daniel sonrió. Por un instante temió haberse equivocado. Era Monika Gersten, desde luego. La admiró, asaltado por recuerdos inciertos, luchando entre el deseo y una angustia indefinida.
—Hola, Monika —dijo—. He vuelto.
Pero la alemana no se apartó para dejarle entrar, y su mirada no se suavizó. Daniel dio un paso hacia ella. Entonces, ella le abofeteó con todas sus fuerzas, por dos veces, izquierda y derecha, sin un grito ni una palabra. Daniel retrocedió, y Monika aprovechó la ocasión para cerrar violentamente la puerta.
Daniel volvió a descender a la calle, desconcertado. Ni siquiera trataba de comprender. Monika era ahora su enemiga. Ellen también, quizá. Habían pasado más de cien días desde su último encuentro, al menos del último que recordaba. A no ser que… Se le ocurrió una idea. Abrió el capó del Volks para examinar la etiqueta de repaso del motor. La fecha: 18 de julio de 1966. El kilometraje: 74650. Saltó hacia la parte delantera para ver la cifra del cuentakilómetros: 75072. Volvió a cerrar el capó, se sentó al volante, tiró de la portezuela, cerró los ojos. Dormir. Aquella esperanza llenó su cabeza, se esparció por todos sus nervios, por todo su cuerpo: dormir.
Dios
mío
qué
cansado
estoy
me
parece
que
dormiré
durante
todo
un
siglo, y durmió un par o tres de horas con un sueño febril, enfermizo, extraño. Al despertar, se acordó de su entrevista con Sarthès en la fábrica de Choisy. Bostezó y se frotó los ojos. Esos cerdos me han echado a la calle y podré descansar. El tiempo era bueno y la noche llena de estrellas. Altair, Deneb, Vega… ¿He soñado que había visto Orión? Consultó su reloj. Es la hora, tengo que ponerme en marcha. Esa enfermedad de dormir no importa cuándo y no importa dónde empieza a fastidiarme.
Giró antes de llegar a la fábrica y tomó la avenida de Villeneuve. ¿Qué es lo que voy a contarle a Sarthès? ¿Que me marcho a América? Bah, ya veremos… Hizo sonar dos veces el claxon y el vigilante nocturno en uniforme azul o negro se acercó a la verja.
—¿Qué desea?
—Quiero ver al patrón.
—¿Qué patrón?
—¿Cómo que qué patrón? ¿Acaso tiene usted varios?
—Montones. Es lo malo de la Seac. ¿Quiere usted ver al Gran Dragón?
—Desde luego.
—Voy a telefonear.
—¿Lo cree usted necesario?
—Después de las nueve de la noche, es el reglamento.
Daniel subió de nuevo al Volks, dejando la portezuela entreabierta para releer la carta de Ellen a la luz de la lamparilla del techo.
Querido Daniel:
No creas que me he olvidado de ti. Desde el accidente temporal del 29 (o del 31) de julio no he dejado de estar contigo. Y volveremos a vernos sin tardanza. No te digo dónde ni cuándo. Estas palabras, lo has comprendido ya, no tienen ningún sentido en el mundo en que ahora vivimos.
Debo tranquilizarte a propósito del mebsital. Ese producto no es más peligroso que cualquier otro barbitúrico. La cronólisis era una invención mía. Invención o profecía: sin duda existirá algún día. Incluso debe existir hasta cierto punto, ya que el tiempo parece haber estallado. Pero no es apenas posible que sea por efecto del mebsital. En 1966 no se había puesto a punto ninguna droga cronolítica, y yo no he tomado grageas de color malva…
Unos segundos más tarde, Daniel cruzaba velozmente el patio de la fábrica, bajo un cielo claro en el que las constelaciones del verano brillaban débilmente. Decorado de luna, de hielo y de hormigón, con extraños reflejos deslizándose sobre los icebergs. Aminoró la velocidad, contemplando las estrellas. Su cansancio volvió de golpe. Apretó los dientes. Sí, saldría de esto, lo juraba. Ya no estaba solo. Encontraría de nuevo a Ellen, y ella lucharía a su lado. Súbitamente, el automóvil de Forestier cargó contra el suyo, primero a la derecha, luego a la izquierda. Por los dos lados, era el mismo 404 gris metalizado. Daniel dio un salto hacia adelante de siete u ocho segundos. El Volks y el 404 de la derecha se habían detenido uno detrás del otro, casi sobre la misma línea. El segundo 404 había cruzado la plaza y se había situado en la avenida que descendía hacia los garajes. ¿Forestier? Sin duda. Pero, ¿por qué dos Forestier, en dos automóviles idénticos, encarnizados en aplastar el Volkswagen?
Los edificios se erguían muy altos por todas partes. Los ventanales proyectaban unos reflejos azulados. Aquel decorado futurista no era el que conocía Daniel… Forestier se apeó del automóvil vestido con una especie de uniforme negro. ¿Pesadilla, accidente temporal o cronólisis? No se ha inventado aún ninguna droga cronolítica y, por otra parte, es probable que ni siquiera exista la cronólisis. Pero, si se ha producido un accidente temporal, no estoy ya en 1966. Daniel cerró los ojos. Se había convertido en un reflejo. No ceder al pánico. Este no es el mundo en el que he vivido —o creído vivir— treinta y cuatro años. Pero tampoco es una pesadilla. No una simple pesadilla. Los acontecimientos obedecen a unas leyes obscuras y sin embargo lógicas. Estoy seguro de ello… Como un niño, tenía que aprender a vivir en un universo misterioso.
Esperaba a Forestier. Una vez más. Y nunca había experimentado de modo tan agudo aquella angustiosa impresión de libertad y de impotencia a partes iguales. No podía influir ya realmente sobre el futuro, tal vez porque el futuro, en el sentido habitual de la palabra, había desaparecido.
—¿Qué diablos hace usted aquí? —gritó el jefe de Seguridad—. ¿Cree que está en la autopista?
—Estoy en la autopista —dijo Daniel tranquilamente. Una tranquilidad engañosa. En realidad, oscilaba entre el furor y el pánico. Y, sin embargo, recordaba haber estado tranquilo cien mil veces en unas circunstancias casi iguales.
Forestier estalló en una risa brutal.
—¿Pretende tomarme el pelo?
Era el Forestier que Daniel conocía, con su rostro huesudo, sus ojos hundidos bajo unas espesas cejas, una arruga profunda como una cicatriz cruzando su mejilla, su enorme mentón. Pero llevaba un extraño atuendo negro y se tocaba con una extravagante gorra de visera. Parecía un hombre-rana.
Daniel experimentó una sensación de disgusto: la cosa volvía a empezar, las mismas palabras acudían a su boca y no podía evitar el pronunciarlas.
—Admitamos que yo iba demasiado aprisa. Y usted llevaba todas las luces apagadas, ¿no es cierto? Estamos a la par. No hablemos más del asunto. Buenas noches.
—Un momento, Diersant. No se haga el listo. ¿Ha venido a ver al Gran Dragón?
—Tengo derecho a ello.
—Se equivoca. Ayer le despidieron de la Seac, amigo. No tiene nada que hacer aquí.
¡Cerdo! Bruscamente, Daniel se sublevó: contra el tiempo, contra la vida, el destino, la fuerza de las cosas y el peso del pasado. Doblaba el espinazo desde hacía siglos, pero aquello iba a cambiar. ¡Salir adelante, Dios mío, quería salir adelante!
—¡Asqueroso polizonte! Sus historias me importan un pimiento. La Seac es un cesto de cangrejos, y usted un montón de basura. Adiós.
—¡Bravo, Diersant! —exclamó una voz detrás de él.
Daniel se volvió. El conductor del segundo 404 se acercaba tranquilamente. Daniel reconoció al ingeniero del traje raído al que había encontrado… ¿Dónde había encontrado al individuo de alrededor de cuarenta y cinco años, simpático, mal vestido, sonriente, con las manos en los bolsillos, una corbata grasienta y unos zapatos desfondados?
—Soy yo, Larcher —dijo—. ¿Me reconoces? Saltó sobre el césped.
—Llego a tiempo, ¿eh?
—¿A tiempo para qué?
—¡Para sacarte de entre las garras de ese granuja!
—Te agradezco que hayas venido, pero creo que me las arreglaré solo.
—¡Oh, eso es algo que me asombraría! Tu aspecto da a entender otra cosa…
Daniel distinguía claramente los rasgos cincelados del ingeniero. Era casi plenilunio. Se estrecharon la mano. Forestier se echó a reír y retrocedió dos o tres pasos.
—¡Con sus compinches o sin sus compinches, no saldrá usted bien librado, Diersant!
Larcher apoyó una mano en el hombro de Daniel.
—Ven a mi despacho.
—¿Tienes un despacho?
—¡Y vaya despacho!
Cruzaron el césped: alfombras orientales auténticas sobre las cuales se borraban inmediatamente las huellas de los pasos, muebles de caoba, sillones de cuero rojo… Daniel encontraba de nuevo poco a poco una agradable impresión de seguridad. Se dejó caer en un sillón amplio como un sueño infantil. El ingeniero del traje raído contemplaba fijamente la pared con las cejas fruncidas. Una T mayúscula se dibujaba entre sus ojos, un poco alta. Su labio inferior recubría ligeramente al otro y le trazaba una sonrisa inquisitiva. Se distraía manipulando una bola azul, brillante, como las que se cuelgan de los árboles de Navidad.
—Bueno, amigo, ¿qué opinas de todo esto?
Daniel se encogió de hombros. Acababa de darse cuenta de que seguía llevando aquel traje azul petróleo pasado de moda y no demasiado limpio que Forestier y sus cómplices le habían obligado a ponerse. Su aspecto no era mejor que el del ingeniero. Dos miserables parados en el lujoso despacho de un P.- D. G., uno de ellos riendo, el otro asustado. Curiosa historia. ¡Ah! Ahora me acuerdo, conocí a este individuo en la oficina de colocación.
—¿Que opino de qué?
—Del decorado. Es el cuchitril en el que trabajaba antes. Ocupo las oficinas. Al menos cuando están vacías. Es lo único que puedo hacer. ¿Imaginas lo que representan dieciocho meses de paro forzoso?
—¿Tanto tiempo? Sin embargo, tú eres ingeniero…
—¿Y qué? ¿No te has dado cuenta aún de que su sociedad empezaba a descarrilar? Exactamente dieciocho meses, y hubiese podido durar mucho más. Pero hace dieciocho meses que me harté, eso es todo.
—Y te equivocaste.
—Bueno, eso parece. De todos modos, no me arrepiento de nada. Aquí, las cosas no serían tan malas si no fuera por los granujas de HKH. Pero saldré adelante.
—¿Quiénes son los granujas de HKH?
Larcher se tumbó cómodamente de lado, con las piernas cruzadas por encima del brazo de su sillón y la barbilla en su mano.
—¡Acabas de salir de entre sus garras, amigo!
La postura daba a su voz un tono sibilante, cortado, confidencial.
—No me preguntes qué es HKH. No sé absolutamente nada. Pero los granujas están siempre ahí tratando de atraparte, al menos al principio. Con un poco de experiencia, acabas por despistarles. Resulta incluso divertido. ¡Todo un arte, ya lo verás! Nunca ponen los pies aquí, por ejemplo. Ahora, empiezo a creer que saldré adelante.
Daniel sonrió melancólicamente.
—Hay algo que no comprendo.
—Hay un montón de cosas que yo no comprendo. Anda, dilo.
—¿A qué día estamos hoy?
—Bueno, será el día que tú quieras… No, espera, la cosa no es tan sencilla. No se trata de una cuestión de voluntad. Requiere cierta práctica. Al principio, se dan vueltas y más vueltas en redondo. De todos modos, nada demuestra que la fecha sea la misma para ti y para mí. El tiempo está enfermo…
—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Un accidente temporal?
—¿Accidente temporal? Eso no quiere decir nada.
—¿Qué, entonces?
—Las cosas han sido siempre así, pero en términos generales nadie se da cuenta. A ti y a mí, y sin duda a otros muchos, nos ha ocurrido algo que nos ha abierto los ojos. Algo que nos ha permitido tener acceso al mundo real. Estoy seguro de ello: el mundo real es este, no el otro, no el de antes.
—Entonces, ¿he sufrido un accidente?
—Es probable.
—Y a ti, ¿qué te ocurrió?
—Dieciocho meses de paro forzoso: ¿no te basta como explicación? Bueno, tal vez tengas razón. En realidad, empecé a vivir al quedar en paro forzoso. Y no me arrepiento de nada. Pero cuando era joven me habían atiborrado el cráneo de conceptos tales como trabajo, familia, patria, etcétera. Me quedé sin trabajo, mi mujer se largó con un joven ejecutivo, y en cuanto a la patria estaba del lado de los patronos: es normal después de todo, tienen la misma etimología, la patria de los patronos, sería incluso un bonito slogan… Bueno, me estoy saliendo del tema. No tiene nada de raro, aquí se pierde uno continuamente, ya lo verás. Lo cierto es que me sentí completamente fracasado. Era un desgraciado, un don nadie. Un día me dije: vale más acabar con todo. Caí en la trampa. O tal vez no era una trampa, amigo mío, lo ignoro. Me disparé un tiro en la cabeza y, desde luego, fallé el golpe. ¡Nunca fui capaz de acertar en nada en aquel cochino mundo! Pero, desde que estoy aquí, la cosa va mejor. No lamento nada.
—Fallaste… ¿y después?
—Prefiero no pensar en ello.
—¿No se te ha ocurrido la idea de que puedes estar muerto?
—¡Ja, ja!
Larcher emitió una risa forzada y un poco chirriante.
—¿Crees en esas tonterías? No estoy muerto, no. ¡Precisamente acabo de nacer!
El teléfono vibró a su derecha, mientras se encendía una lucecita. Larcher descolgó.
—¿Te das cuenta? Incluso me llaman por teléfono… ¡Sólo me falta una atractiva secretaria!
Unos ventiladores invisibles barrían la estancia con chorros de aire fresco. Las persianas echadas creaban una penumbra móvil, en la cual se recortaba un lago de luz, exactamente en medio del escritorio principal. Larcher paseaba sobre aquella mancha su basta mano que sostenía la boquilla como un arma. Estamos en agosto, pensó Daniel. Por eso están vacíos los despachos, naturalmente. Larcher se las ha arreglado para volver a poner en marcha el sistema acondicionador de aire, simplemente…
Un amplio ventanal se abría sobre un cielo de porcelana japonesa. Hubiérase dicho que la civilización contenía por un instante su aliento deletéreo. Daniel se puso en pie para observar una pequeña nube de color rosa a lo lejos sobre la ciudad. El despacho de Larcher estaba situado cerca de los Campos Eliseos. Era fácil comprobarlo desde las ventanas. Pero normalmente no había nubes de color de rosa encima de París… Daniel supo súbitamente lo que deseaba: una playa desierta, lejos del mundo, el mar, la arena blanca, los cocoteros, una nube de color rosa en el cielo y un cangrejo un poco chiflado que treparía a los árboles, de cuando en cuando, para cortar una nuez… ¿Hay en este planeta o en alguna otra parte cangrejos que trepen a los árboles?
—¿HKH? —aulló Larcher al teléfono—. ¡Nunca he oído hablar de eso! ¡Deje de tomarme el pelo! ¿Eh? ¡Explíqueme qué es su KHH o HKH o lo que sea!
Pero no esperó la respuesta y colgó bruscamente.
—Eh, Diersant, escucha un poco.
Daniel volvió a sentarse. ¡Dios mío, qué cansado estoy! Era mejor que el Volks: el confort tiene sus ventajas.
—Dime, Diersant, ¿acaso estás en contacto con el Hospital Garichankar?
—En contacto es mucho decir.
Según Ellen, la ambulancia marcada Hospital Garichankar era una trampa. Una trampa de HKH. ¿Y qué pensar de los hombres vestidos de blanco llegados a Choisy en el 404 n.° 2? Además, tenía la carta de Ellen en su bolsillo, a menos que… a menos que ya no estuviera allí o de que nunca hubiese estado allí. Daniel se sintió más solo que nunca… ¡Oh! No precisamente solo, era una cuestión de punto de vista. Dos identidades coexistían en él. Había un Daniel Diersant que miraba al otro, aunque eso no era un remedio para la soledad. Cogió su cartera, sacó de ella su tarjeta de la Seac que llevaba ahora el famoso signo, K negra entre dos H marrón oscuro… Tendió a Forestier el rectángulo con una antigua fotografía, que el jefe de Seguridad rechazó preguntando en tono frío:
—¿Me está tomando el pelo, Diersant, o se ha vuelto loco?
Daniel apretó los dientes para disimular su furor. No era el momento de confesar que ignoraba el sentido de aquel extraño signo. Cerró los ojos y escuchó los golpes de gong que se superponían al lejano redoble de los tambores. Luego estallaron los címbalos. Un rumor angustioso pero ya familiar. Peligro. Sí, aquello debía ser una advertencia. El camino del futuro estaba cerrado por aquel lado. Cuando volvió a abrir los ojos, Forestier le miraba con una expresión de odio. Luego, el segundo personaje le dirigió lo que él interpretó como una señal de connivencia. ¡Ah! Había visto ya antes aquella cabeza…
—Su tarjeta HKH es falsa —dijo el jefe de Seguridad—. ¿Quién se la ha dado? ¿El Hospital Garichankar?
Unos enfermeros tocados con un casco de astronauta… Eso no existe, no puede existir…
—Mi pobre Forestier, está usted ridículo con ese atuendo —dijo Daniel despectivamente—. Vaya a vestirse como es debido y déjeme en paz. ¡No creo en el Hospital Garichankar, ni en HKH, y su mascarada no me divierte!
Forestier se encogió de hombros.
—Mire su automóvil, Diersant.
Daniel se volvió. El Volkswagen no era más que un montón de chatarra, con la parte delantera y el lado derecho completamente hundidos. Si hubiese ido al volante, hubiera quedado aplastado. Sí, déjà vu-déjà vécu. ¡Salir adelante!
—Vamos, no se haga más el tonto.
—De acuerdo, es un golpe preparado, pero no me cogerá…
Un leve roce advirtió a Daniel que el segundo enfermero había deslizado algo en el bolsillo de su chaqueta, tal vez un mensaje. Le reconoció. Era el ingeniero del traje raído que Ellen le había presentado. ¿Un aliado en el Tiempo incierto? Lo necesitaba. Leería el mensaje más tarde. Los golpes de gong, los redobles de tambor y la algazara de los címbalos le impedían concentrarse. Y Forestier le observaba.
El jefe de Seguridad empujó con una mano la camilla antigravedad, que se deslizó hacia Daniel. Este se desasió y retrocedió de un salto. Ni enfermo ni herido. No tengo el menor deseo de subir a tu ambulancia, asqueroso polizonte. Yo no estaba en mi automóvil en el momento del accidente. ¡Una afortunada casualidad! Se volvió hacia el Volks. Y, no obstante… El claro de luna iluminaba los restos del coche. En la parte delantera o lo que quedaba de ella, una masa oscura yacía entre los asientos retorcidos y el parabrisas destrozado. Un cadáver… ¡Salir adelante! Se había evadido ya de aquella secuencia-trampa abriendo un camino que debía poder tomar de nuevo. Hizo sonar el claxon dos veces y se apeó del automóvil. El vigilante nocturno en uniforme de color oscuro se acercó, al otro lado de la verja. Sostenía en la mano un objeto corto y brillante que podía ser un arma o un generador portátil de micronieblas.
—¿Qué quiere usted, a esta hora?
—Estoy citado con el Gran Dragón.
—¿Tiene usted su tarjeta?
Daniel tendió su tarjeta HKH a través de la verja, sujetándola fuertemente por una esquina.
—Sí, parece en orden. Voy a telefonear.
—¿Es realmente necesario?
—Bueno, ya sabe, los Vodrans andan por ahí…
—¿Los qué?
—Los Vodrans. Y es casi medianoche.
¡Tan tarde ya! Daniel experimentaba una confusa sensación de expectativa y de ansiedad. Y de impaciencia. Había vivido aquella escena diez o cien veces, pero cada secuencia era sutilmente distinta de las otras. Además, el vigilante nocturno no le había hablado nunca de los Vodrans. ¿Quiénes eran los Vodrans?
No lamentaba haber venido. El camino del futuro pasaba por el camino de Choisy. No podría arrancarse a los escombros del tiempo sin franquear el obstáculo de la fábrica.
Dejó la portezuela izquierda entreabierta para leer a la luz de la lamparilla del techo, mientras esperaba al vigilante, la carta que le había entregado el compañero de Forestier, el ex ingeniero del traje raído. Con un leve sobresalto de placer y de inquietud, reconoció la escritura vivaz, tensa y regular de Ellen.
Querido Daniel:
Se me ha hecho difícil comunicar contigo. Después del accidente temporal del 29 (o del 31) de julio, el mundo obedece a otras leyes, ya te habrás dado cuenta. Tengo la oportunidad de enviarte esta carta por medio del ingeniero Larcher que es, creo, un amigo… aunque en lo Indeterminado no se puede estar seguro de nada ni de nadie. Volveremos a vernos muy pronto, pero no puedo decirte dónde ni cuándo: eso no tendría ningún sentido en el espacio y el tiempo en los que vivimos.
Sabes que en 1966 no existían aún cronolíticos. Hay que descartar, pues, la hipótesis mebsital. Tal vez el mebsital ha desempeñado un cierto papel. Ignoro cuál. De todos modos, no es el esencial. Trataremos de establecer contacto con el Hospital Garichankar para pedir una explicación… Sobre todo, desconfía: la ambulancia de Forestier no pertenece al Hospital. Es una trampa.
Hasta pronto. Ellen.
Unos minutos más tarde, el Volks corría por la avenida principal de la fábrica, bajo un cielo claro en el que la luna llena hacía casi invisibles las estrellas. El decorado era grandioso: oasis polar o circo ultraterreno en la noche hierática. Las constelaciones temblaban ligeramente. Daniel aminoró la velocidad para observarlas. Todo marchaba bien. Tenía que intentarlo una vez más. Imposible salir adelante sin pasar por allí. Luchó contra la somnolencia que le invadía y retuvo su pie derecho que se hacía pesado. El 404 de Forestier apareció primero a la izquierda, luego a la derecha, luego en frente. Tres automóviles grises exactamente iguales. Sólo uno de ellos pertenecía realmente a Forestier. En teoría, el de la derecha. Si todo ocurría como la última vez, Larcher debía de encontrarse en el de la izquierda. Pero, ¿quién ocupaba el tercero, el que llegaba del fondo de la fábrica? El Volks rodaba a quince por hora. Los tres 404 seguían avanzando. Daniel vaciló. Necesitaba conocer mejor las leyes de aquel mundo. Por consiguiente, tenía que realizar algunos experimentos, aunque calculaba mal los riesgos. ¿Qué pasará si me precipito contra el automóvil de Forestier… o contra otro? Su pie derecho apretó ligeramente el acelerador. El tiempo pareció inmovilizarse. El Volks empezó a vibrar. Los 404 oscilaron como si patinaran sobre una capa de hielo. Daban la impresión de estar lanzados a toda velocidad, pero apenas se movían. Daniel no estaba seguro de haber deseado aquello. Si podía actuar así sobre el tiempo, aquel universo no era más que una ilusión, una proyección mental. O era el acto la ilusión… y no el mundo. ¿Cómo podía saberlo? Su pie se movió sobre el acelerador, sin apretar. Los automóviles grises se balancearon airosamente. Aumentó un poco la presión. Los 404 retrocedieron mientras el Volks avanzaba. ¿Había que continuar el experimento; o tratar de pasar a cualquier precio? La tentación de lanzarse contra el vehículo de Forestier para ver lo que ocurriría era fuerte. Finalmente, se decidió. Pisó el acelerador a fondo. Durante unas décimas de segundos experimentó una impresión de cataclismo. Luego, todo volvió a la normalidad. El Volks y el 404 estaban parados uno detrás del otro, casi tocándose. Los 404 números 2 y 3 se hallaban a corta distancia, uno en la avenida de los garajes, el otro en la avenida principal, enmarcando a los dos primeros.
Daniel abrió la portezuela del Volks… y resistió al impulso que le ordenaba saltar al encuentro de Forestier tal como había hecho las otras veces. Permaneció en su asiento completamente inmóvil, apretando el volante con una mano, tenso, esforzándose en dominar su miedo. Cuatro hombres descendieron del primer automóvil, encabezados por Forestier. El jefe de Seguridad hizo un vago gesto de amenaza en dirección a Daniel. Inmediatamente después salieron otros tres personajes del 404 que se había detenido en la avenida principal. Todos llevaban unos conjuntos negros con rayas rojas. Podía habérseles tomado por unos héroes de historietas infantiles. Se reunieron en el centro de la plazoleta. No parecían interesarse por Daniel. Las puertas del automóvil número 3 se cerraron de golpe simultáneamente. Daniel se sobresaltó. Cuatro hombres vestidos con batas y pantalones blancos se desplegaron en frente de los otros siete. Sobre su pecho se veía una inscripción en letras rojas: Hospital Garichankar. Los dos grupos se inmovilizaron a unos pasos de distancia el uno del otro, perfectamente alineados. Luego, una voz profirió una especie de grito de guerra, en medio de un silencio mineral: ¡HKH! ¿Procedía de los blancos, o de los negros? Más bien de los negros, aunque eso era una simple impresión. ¿Cuáles eran los amigos? ¿Cuáles los enemigos? Tal vez todos eran enemigos. Daniel volvió a cerrar suavemente la portezuela, puso el motor en marcha y arrancó. El Volks se deslizó con todas las luces apagadas entre el 404 número 1 y el 404 número 3, rozó a Forestier y a los hombres vestidos de negro y se adentró en la avenida principal.