Javier Moro

El sari rojo

APERTURA

Condúceme de las tinieblas a la luz, de la muerte a la inmortalidad.

Oración Védica

1

Nueva Delhi, 24 de mayo de 1991.

Sonia Gandhi no consigue creer que el hombre de su vida esté

muerto, que ya no sentirá sus caricias, ni el calor de sus besos. Que no volverá a ver esa sonrisa tan dulce que un d ía le arrebató el corazón. Todo ha sido tan rápido, tan brutal, tan inesperado que todavía no lo asimila. Su marido ha caído en atentado terrorista hace dos días. Se llamaba Rajiv Gandhi, ha sido primer ministro, y estaba a punto de volver a serlo, según las encuestas, si su campaña electoral no se hubiera visto truncada de manera tan trágica. Tenía cuarenta y seis años.

Hoy, la capital de la India se dispone a despedir los restos de este hijo ilustre de la patria. El féretro que contiene el cuerpo está te ndido en el gran salón de Teen Murti House, la residencia palaciega donde vivió su niñez cuando su abuelo, Jawaharlal Nehru, era primer ministro de la India. Es un palacete colonial, blanco, rodeado de un parque con grandes tamarindos y flamboyanes, cuyas flores rojas destacan sobre un césped amarillento de tanto calor. Originalmente diseñado para albergar al Comandante en Jefe de las fuerzas británicas, después de la independencia pasó a ser la residencia del máximo mandatario de la nueva nación India. Nehru se instaló allí, junto a su hija Indira y sus nietos. A los jardineros, cocineros y demás miembros del servicio que hoy, junto a miles de compatriotas, vienen a rendir tributo al líder asesinado, les cuesta creer que los restos mortales que yacen en esta capilla ardiente sean los de aquel niño que jugaba al escondite en esas habitaciones grandes como cuevas, con techos de seis metros de altura. Les parece que todavía resuena el eco de sus risas cuando correteaba persiguiendo a su hermano por aquellos largos pasillos, mientras su abuelo y su madre atendían a algún jefe de gobierno en uno de los salones.

Una gran foto de Rajiv con una guirnalda blanca está colocada sobre el féretro envuelto en una bandera azafrán, blanca y verde, los colores nacionales. S u sonrisa llena de frescura es la última imagen que se llevan en el recuerdo las miles de personas que desfilan por Teen Murti House, a pesar de los 43 grados que marca el mercurio. Es la imagen que también se llevarán sus familiares, porque el cuerpo de este hombre que las mujeres encontraban tan guapo ha quedado tan destrozado que los médicos, a pesar de haber intentado reconstruirlo, no han conseguido dar forma a la masa amorfa de carne que ha dejado la bomba. Dicen que en el esfuerzo para embalsamarle, uno de ellos se desmayó. De modo que se han limitado a poner algodón y vendas, y mucho hielo para que aguante hasta el día de la cremación.

«Por favor, tengan cuidado, no le hagan daño», dice su viuda esgrimiendo una mueca de dolor a los que vienen periódicamente a reponer hielo porque el calor sube, inexorablemente, y seguirá haciéndolo hasta los primeros días de julio, hasta que descarguen las lluvias monzónicas. Su único consuelo -que bien hubiera podido acabar igual si le hubiera acompañado, como tantas veces hacía-no le sirve porque en este momento quisiera morirse también. Quisiera estar con él, siempre con él, aquí y en la eternidad. Le quería más que a sí misma.

Es cierto, tiene a sus hijos. La pequeña, Priyanka, de diecinueve años, morena, alta, es una chica fuerte tanto de carácter como físicamente. Se ha ocupado de los preparativos de los funerales y está muy pendiente de su madre. Le insiste para que coma algo, pero la simple evocación de comida le produce náuseas. Lleva dos días a base de agua, café y zumo de lima. Su vieja amiga el asma, esa que le acompaña desde que era muy niña, ha vuelto a aparecer. Dos noches atrás, cuando le notificaron que su marido había sido víctima de un atentado, tuvo una crisis tan violenta que casi perdió el conocimiento. Su hija le buscó sus antihistamínicos y se los dio, aunque no consiguió consolarla. Teme que del calor y el dolor se ahogue de nuevo. Rahul, el mayor, tiene veintiún años, y acaba de llegar de Harvard, donde cursa sus estudios. En su hijo reconoce a su marido: las mismas facciones suaves, la misma sonrisa, la misma expresión de bondad. Ella le mira con infinita ternura. Qué joven le parece para encender la pira funeraria de su padre, como le corresponde al hijo según la tradición hindú. A la una de la tarde, la llegada de tres generales, representantes de sus respectivos ejércitos, señala el comienzo oficial del funeral de Estado. Justo antes de que los militares levanten el féretro con la ayuda de Rahul y otros amigos de la familia, Priyanka se acerca a acariciarlo, como si quisiera así despedirse de su padre antes de que éste emprenda el último viaje. Su madre, que ha estado ocupada en saludar a tantas personalidades, se mantiene a cierta distancia, mirando la escena con lágrimas en los ojos. Va vestida con un sari blanco impoluto, como corresponde a las viudas en la India. Lleva más de la mitad de su vida viviendo aquí, así que se siente india. En febrero pasado, celebró sus veintitrés años de matrimonio con Rajiv cenando en un restaurante en Teherán, donde le acompañaba en un viaje oficial. Sigue siendo muy guapa, como lo era a los dieciocho años, cuando le conoció. El cabello negro, veteado de incipientes canas, está cuidadosamente peinado hacia atrás, recogido en un moño y cubierto por un extremo del sari. Si no estuvieran hinchados por el llanto, sus ojos serían grandes. Son de color castaño oscuro, con largas cejas finamente depiladas. Tiene la nariz recta, los labios carnosos, la piel muy blanca y una mandíbula bien marcada. Hoy parece una de esas heroínas afligidas de una superproducción del cine indio, aunque su silueta y su porte altivo evocan alguna diosa del panteón romano, quizás porque el sari que lleva con gran soltura se parece a las túnicas de las mujeres de la antigüedad. O quizás por su físico. Ha nacido y se ha criado en Italia. Su nombre de soltera es Sonia Maino, aunque la conocen como Sonia Gandhi, ahora la viuda de Rajiv.

Más de medio millón de personas desafían el calor para ver pasar el cortejo fúnebre que se dirige al lugar de la cremación, a una distancia de unos diez kilómetros, detrás de las murallas que los emperadores mogoles erigieron para proteger a la antigua Delhi, en unos espléndidos jardines situados a orillas del río Yamuna. Escoltada por cinco pelotones de treinta y tres soldados cada uno, la plataforma sobre ruedas que lleva el féretro adornado con caléndulas es remolcada por un camión militar también cubierto de flores. En las banquetas de su interior van sentados los jefes de Estado Mayor. Le siguen los automóviles que transportan a la familia. Algún curioso acierta a ver a Sonia quitarse sus enormes gafas de sol para pasarse un pañuelo por la cara y, con mano temblorosa, secarse las lágrimas. El cortejo enfila la avenida Rajpath, bordeada de cuidados jardines donde generaciones de delhiitas han paseado a la sombra de sus grandes árboles, en su mayoría jambules de más de cien años, con frutos negros como higos. La mayoría de árboles fueron plantados para luchar contra el calor, cuando los ingleses decidieron hacer de Delhi la nueva capital del Imperio en detrimento de Calcuta. Levantaron una agradable ciudad jardín con anchas avenidas y perspectivas grandiosas, como correspondía a una capital imperial. La gran vista central de Rajpath, rebosante de una multitud portando clavelinas naranjas, el color sagrado de los hindúes, le trae recuerdos a Sonia de un pasado de felicidad, tan próximo en el tiempo y sin embargo tan lejano ahora... En esta misma avenida y frente a la Puerta de la India, versión local del arco de triunfo parisino, se encontraba el último 26 de enero, día de la fiesta nacional, presenciando el desfile militar junto a Rajiv ... ¿Cuántas veces lo ha presenciado? Casi tantas como años lleva en la India. Toda una vida. Una vida que se acaba.

Para añadir sorna a la tragedia, su coche se detiene y no consigue arrancar de nuevo. Los motores sufren con esta temperatura y a esta cadencia. Sonia y sus hijos abandonan el vehículo y la multitud se abalanza inmediatamente sobre ellos, forzando a los Gatos Negros, los comandos especiales de seguridad vestidos de negro, a desplegarse rápidamente y a formar una cadena humana para protegerles mientras cambian de automóvil. Luego el cortejo arranca de nuevo, al ritmo acompasado de los guardas de honor. Más tarde, en las calles estrechas cercanas a Connaught Place, la multitud se convierte en marea humana dispuesta a invadirlo todo, como si quisiera engullir el cortejo, y el sistema de seguridad consigue a duras penas mantenerla a raya. Los rostros de esa multitud muestran agotamiento, gotean perlas de sudor, y las miradas de ojos negros se detienen ante cuatro camiones militares llenos de periodistas del mundo entero. Hombres y mujeres, niños y ancianos con semblantes de desconsuelo y lágrimas en los ojos arrojan pétalos de flores al féretro.

El cortejo llega al lugar de la cremación a las cuatro y media de la tarde, con una hora de retraso sobre el horario previsto. Hay tanta gente que hoy no se ven los parterres floridos, sólo los grandes árboles, como centinelas de la eternidad que proyectan su benévola sombra sobre los asistentes, muchos vestidos con traje negro, como John Majar o el príncipe de Gales, otros de uniforme militar, como Yasser Arafat, todos chorreando sudor. La pira funeraria compuesta por diez quintales de madera está lista. Detrás, en una plataforma especialmente construida para la ocasión que domina la pira, se colocan los familiares más cercanos. A unos trescientos metros de distancia hacia el norte se encuentran los mausoleos de Nehru y de su hija Indira, levantados en el emplazamiento exacto donde tuvieron lugar sus cremaciones, y que ya nunca podrá destinarse a otro uso, tal y como indica la tradición. Rajiv tendrá pronto el suyo, en piedra labrada con forma de hoja de loto. La familia reunida en la muerte.

Unos soldados sacan el cuerpo de Rajiv del féretro y lo colocan sobre la pira funeraria, la cabeza orientada hacia el norte, según el ritual. Luego, los generales de los tres ejércitos pliegan cuidadosamente la bandera que envuelve el cadáver mutilado y cortan las cuerdas de la mortaja blanca que lo retiene. La familia está de pie, codo con codo. El sacerdote, un anciano con barbas luengas y blancas como la nieve que parece sacado de un cuento antiguo, marca las pautas de los ritos védicos y reza una corta oración:

«Condúceme de lo irreal a lo real, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la inmortalidad ... » Es un viejo conocido: también él presidió los funerales de Indira. A Rahul, vestido con una kurta blanca, le entrega una pequeña jarra llena de agua sagrada del Ganges. El joven, descalzo, cabizbajo y ensimismado tras sus gafas de pasta negra, da tres vueltas a la pira mientras va vertiendo unas gotas sobre su padre, cumpliendo así el rito purificador del alma. Luego se arrodilla ante sus restos y llora por dentro, sin que nadie le vea. Llora por un padre que siempre fue tolerante y compasivo y que adoraba a sus hijos. Brotan lágrimas secas de una herida que, intuye, nunca cicatrizará. Su madre y su hermana Priyanka, cuya digna serenidad conmueve a los presentes, se acercan a la pira y colocan meticulosamente troncos de madera de sándalo y cuentas de rosaría sobre el cuerpo, en unos gestos que son grabados por las televisiones del mundo entero. Llega la hora de despedirse. Sonia deposita una ofrenda sobre el cuerpo a la altura del corazón. Está hecha de alcanfor, cardamomo, clavo y azúcar y se supone que contribuye a erradicar las imperfecciones del alma. Luego le toca los pies en señal de veneración, como es costumbre en la India, junta sus manos a la altura del pecho, se inclina por última vez ante su marido y se retira. A través de las cámaras de televisión, el mundo descubre a esta mujer estoica que recuerda a Jacqueline Kennedy veintiocho años antes en Arlington. Son las cinco y veinte de la tarde.

Cinco minutos después, su hijo Rahul, serio y decidido, da tres vueltas a la pira antes de plantar la antorcha encendida que lleva en la mano entre los troncos de madera de sándalo. No le tiembla el pulso: es su deber de buen hijo ayudar a que el alma de su padre se libere de su envoltorio mortal y alcance el cielo. Durante unos segundos, parece que el tiempo se detiene. No se ve humo ni llamas, sólo se oyen los cantos védicos entre la multitud. Sonia ha vuelto a protegerse el rostro detrás de sus gafas de sol. Que no la vean llorar. Hay que mantenerse entera, como lo ha hecho hasta ahora, cueste lo que cueste. Entera como se mantuvo Rajiv cuando le tocó

encender la pira funeraria de su madre Indira Gandhi, hace tan sólo siete años, mientras el pequeño Rahul lloraba en sus brazos. Entera como la propia Indira cuando asistió a la cremación de su padre Jawaharlal Nehru, y luego a la de su hijo Sanjay, su ojo derecho, su heredero designado, muerto al estrellarse su avioneta una mañana soleada de domingo, hace ya once años. Una fecha que Sonia no puede olvidar porque a partir de aquel día nada volvió a ser como antes.

Ha tenido que sacar fuerzas de lo más profundo de su ser para encontrarse hoy aquí, porque los sacerdotes hindúes se negaban a que presenciase la cremación. No es costumbre que la viuda asista, menos aún si es de otra religión. Pero en eso Sonia se mostró inflexible. Reaccionó como lo hubiera hecho su suegra Indira, no dejándose avasallar ni por prejuicios ni por costumbres arcaicas. Bajo ningún concepto se quedaría en casa mientras el mundo entero iba a asistir a la segunda muerte de su marido. Así lo dijo a los organizadores del funeral. Ni siquiera tuvo que amenazarles con llevar el caso a la máxima autoridad del país porque ante la fue rza de su determinación, se achantaron. Sonia Gandhi bien merece una excepción.

Pero ahora hay que estar a la altura. No vacilar, no desmayarse, no decaer. Seguir viviendo, aunque resulta difícil hacerlo cuando lo que uno quiere es morirse. Qué difícil no dejarse ahogar por la emoción cuando los salmos védicos dan paso a unas salvas de cañón y los soldados, perfectamente formados, presentan sus armas y apuntan al suelo, en señal de luto, haciendo sonar sus cornetas. Cuando los dignatarios llegados del mundo entero, los generales con sus chamarras coloridas de tanta condecoración y los representantes del gobierno indio, con sus ropas de algodón arrugadas y empapadas después de haber esperado tanto tiempo en la canícula, se levantan al unísono y se quedan inmóviles, de piedra, en un breve y último homenaje. Cuando los amigos, venidos de Europa y América para dar el último adiós, no consiguen contener el llanto. Sonia reconoce entre ellos a Christian von Stieglitz, el amigo que le presentó a Rajiv cuando eran estudiantes en Cambridge, y que ha venido acompañado de Pilar, su mujer española.

Y luego el murmullo que sube de pronto, como un mar de fondo que viene de lejos, de los confines de la ciudad y quizás de las cuatro esquinas del inmenso país, y que se convierte en un solo grito, espantoso, gutural, el grito de miles de gargantas que parecen tomar conciencia de la irreversibilidad de la muerte cuando la hoguera prende súbitamente en una explosión de llamas y en pocos minutos envuelve el sudario en un abrazo fatal. Rahul da unos pasos hacia atrás. Sonia se tambalea. Su hija le pasa el brazo por encima de los hombros y la sostiene hasta que recobra fuerzas. A través del muro de llamas, los tres asisten al espectáculo antiguo y tremendo de ver cómo la persona que más quieren se consume y se convierte en cenizas. Es como otra muerte, lenta, penetrante, para que los vivos siempre recuerden que nadie escapa a lo inevitable del destino. Porque es una muerte que entra por los cinco sentidos. El olor a quemado, los colo res diáfanos de los vivos detrás del aire abrasador que sube de la hoguera levantando remolinos de ceniza, el sabor a sudor, a polvo y a humo que se queda pegado a los labios, y luego los gritos de « ¡Viva Rajiv Gandhi!» que brotan de la multitud conforman una escena renovada y eterna a la vez. A medida que las llamas ascienden, Rahul se dispone a efectuar la última parte del ritual Armado de un palo de bambú de unos tres metros de largo, da un golpe simbólico al cráneo de su padre, para que su alma ascienda al cielo en espera de su próxima reencarnación.

Para Sonia, no existen palabras para describir lo que está viendo, la escenificación del atroz sentimiento de pérdida que la desgarra por dentro, como si una fuerza invencible le estuviera destrozando las entrañas. Nunca como en este momento ha entendido el profundo significado de esta costumbre ancestral Recuerda que hizo una mueca de disgusto cuando, nada más llegar a la India, se enteró de la existencia del sati. ¡Qué horror, qué

barbarie!, pensó. Antiguamente, el pueblo adoraba a las viudas que tenían el valor de tirarse a la pira funeraria del marido para emprender junto al ser amado el viaje hacia la eternidad. Las que se entregaban heroicamente a las llamas pasaban a ser consideradas como divinidades y a ser veneradas como tales durante años, algunas durante siglos. El rito del sati, que tiene su origen en las familias nobles de los Rajput, la casta guerrera de la India del Norte, luego se popularizó a las clases más humildes, y acabó por corromperse. Los ingleses lo prohibieron, como luego también lo hizo el primer gobierno democrático de la India, por los abusos que se cometían en su nombre. Pero en el origen, convertirse en sati era una prueba de amor supremo que sólo puede comprender una mujer cuando ve arder el cadáver del marido que adora. Como Sonia en este momento, que ve el fuego como una liberación, como la única manera de acabar con esa pena tan total que embarga su alma.

«Reacciona», se dice a sí misma. No hay que dejarse arrastrar por la muerte. La vida es una lucha, bien lo sabe ella. El contacto físico con sus hijos la reconforta. Entonces, con fuerzas renovadas, brotan sentimientos encontrados: ansias de justicia, deseos de revancha por lo que han hecho a su marido, y una rebeldía profunda porque lo que ha ocurrido es inaceptable.

¿Se hubiera podido evitar?, se pregunta sin cesar. Ella lo intentaba en la medida de sus posibilidades, escrutando los rostros de todos los que se acercaban a su marido en los mítines electorales, intentando adivinar el bulto revelador de un arma bajo una camisa, o el gesto sospechoso de un asesino potencial. Porque siempre supo que podía ocurrir algo así. Lo supo desde el día en que Rajiv cedió al ruego de su madre, Indira Gandhi, entonces primera ministra, y se metió en política. Por eso, cuando hace dos días sonó el teléfono a las once menos diez de la noche, una hora tan insólita, Sonia se dio la vuelta en la cama y se tapó los oídos como para protegerse del golpe que sabía estaba a punto de recibir. La peor noticia de su vida era en el fondo una noticia esperada. Lo era todavía más desde que Sonia se enteró de que el gobierno había retirado a Rajiv el grado de máxima seguridad que le correspondía por haber sido primer ministro. En la jerga burocrática, tenía la categoría Z, y eso le daba derecho a la protección del SPG (Special Protection Group), lo que le hubiera protegido del atentado terrorista. ¿Por qué se lo retiraron, por mucho que ella lo reclamara? ¿Por desidia? ¿O

porque ese pretendido «olvido» satisfac ía los designios de sus adversarios políticos?

Un ruido seco, duro, indescriptible, la devuelve a la realidad. Suena como un tiro. O una pequeña explosión. Todos los que han asistido a una cremación saben de lo que se trata. Unos bajan la cabeza otros miran al cielo, otros están tan cautivados por el espectáculo que parecen hipnotizados y siguen mirando. El cráneo ha estallado por efecto de la presión del calor. El alma del difunto ya es libre. El ritual ha terminado. La gente lanza pétalos de flores a las llamas, mientras surge otra visión turbadora. Las manos largas y finas que igual acariciaban a sus hijos como reparaban un aparato electrónico

° firmaban acuerdos internacionales quedan al descubierto, y muestran unos dedos negros que se alzan y se retue rcen, en una despedida desgarradora desde el más allá. Adiós, hasta siempre.

Sonia rompe en sollozos. ¿Dónde está el consuelo? ¿En qué Dios hay que buscarlo? ¿Qué Dios permite que un hombre bueno como Rajiv salte en mil pedazos por el fanatismo de otros hombres' que también tienen familia, que también tienen hijos, que también saben acariciar y querer? ¿Qué sentido darle a toda esta tragedia? Sus hijos, preocupados porque la mezcla de humo, ceniza e intensa emoción le provoque un nuevo ataque de asma, se colocan cada uno a su lado, mientras ella se calma y contempla, rota por dentro, cómo su sueño de vivir largos años de felicidad junto a su marido se convierte en humo. Ciao, amore, hasta otra vida. La India entera la recordará

así, de pie e inmóvil como una piedra, estoica, ajena a los gritos de la muchedumbre que delira, mientras el fuego consume el cadáver de su esposo. Es la imagen viva del dolor contenido.

El rugido de un helicóptero del ejército ahoga los cánticos y los gritos de la multitud. La gente alza la vista hacia el cielo blanquecino de calor y polvo para recibir una lluvia de pétalos de rosa que caen desde el aparato que da vueltas sobre la pira. Mientras el cuerpo termina de arder, la familia baja los escalones de la plataforma. Con andar vacilante y rostros descompuestos, reciben unas palabras de condolencia del presidente de la República. En un desorden muy indio, las demás personalidades se agolpan. Todos quieren decirle unas palabras a Sonia: el vicepresidente norteamericano, el rey de Bután, los primeros ministros de Pakistán, de Nepal y de Bangladesh, el antiguo primer ministro Edgard Heath, los vicepresidentes de la Unión Soviética y China, la vieja amiga Benazir Bhutto, etc. Pero nadie consigue acercarse a la viuda porque de pronto esta lla el caos. Y es que el cadáver no sólo pertenece a la familia, o a los dignatarios extranjeros. La multitud, que en sus primeras filas está compuesta por militantes y responsables del partido de Rajiv, siente que les pertenece también a ellos. Son sólo una ínfima parte de los cuarenta millones de afiliados del partido que bajo la denominación banal y poco llamativa de Congress Party (Partido del Congreso) representa la mayor organización política democrática del mundo. Nació a mitad del siglo XIX como una asociación de grupúsculos políticos para exigir igualdad de derechos entre indios e ingleses dentro del Imperio. El Mahatma Gandhi lo transformó en un sólido partido cuya meta era conseguir la independencia por la vía de la no-violencia. Nehru fue su presidente, después lo fue su hija Indira, y Rajiv ha sido el último. A pesar del aire abrasador e irrespirable, ahora los militantes quieren ver de cerca los restos mortales de su líder convertidos en ceniza. Todos quieren lamer las llamas de la muerte y del recuerdo, de modo que arrancan las vallas metálicas como si fuesen briznas de paja y se abalanzan hacia la hoguera al grito de: « ¡Rajiv Gandhi es inmortal!» Los Gatos Negros, los comandos de elite, se ven obligados a intervenir. Forman una barrera humana alrededor de la familia, y deciden batirse en retirada, paso a paso, entre los gritos de histeria de una muchedumbre desatada, hasta llegar a los automóviles y ponerles a salvo.

Los días siguientes, Sonia, en estado de shock, se refugia en sí

misma. Vive ensimismada en sus recuerdos con Rajiv, rompiendo a sollozar cuando sale de la ensoñación y se encuentra frente a la terrible realidad de su ausencia. No puede dejar de pensar en su marido, no quiere parar de pensar en él, como si hacerlo fuese otra forma de darle muerte. Ni siquiera quisiera separarse de esas dos urnas que contienen las cenizas, pero es parte del ritual que la muerte vuelva a la vida.

Cuatro días después de la cremación, el 28 de mayo de 1991, Sonia, acompañada por sus hijos, sube a un compartimento especial de un tren que les lleva a Allahabad, la ciudad de los Nehru, donde todo empezó

hace más de cien años. En el compartimento totalmente recubierto de tela blanca salpicada de flores de margarita y jazmín, las urnas están colocadas en una especie de estrado junto a la foto enmarcada de un Rajiv sonriente. Sonia, Priyanka y Rahul viajan sentados en el suelo. El tren se detiene en un rosario de estaciones abarrotadas de gente que viene a rendir tributo a la memoria de su líder. El desbordamiento de emoción agota a Sonia, pero por nada en el mundo dejaría de saludar a esos pobres de rostros huesudos manchados de sudor y lágrimas que a pesar de todo sonríen para ofrecerle su consuelo. Las sonrisas de los pobres de la India son un regalo inmaterial, pero que anida en el corazón. Lo decían Nehru, su suegra y su marido: la confianza del pueblo, el calor de la gente, la veneración y, ¿por qué no?, el amor que te profesan compensa todos los sacrificios. Ése es el verdadero alimento de un político de raza, la justificación de todos sus sinsabores, lo que da sentido a su trabajo, a su vida. Durante las veinticuatro horas que el tren bautizado por la prensa con el nombre de heart-break express -el expreso del corazón roto-tarda en recorrer los seiscientos kilómetros de trayecto, Sonia es capaz de medir la intensidad del afecto del pueblo hacia su familia política «la familia», como la conocen los indios, tan popular que no es necesario precisar de cuál se trata-. Una familia que ha gobernado la India durante más de cuatro décadas, pero que lleva cuatro años fuera del poder. Sonia contempla a su hijo Rahul, que se ha quedado dormido entre dos estaciones. Ojalá nunca vuelva la familia al poder. Priyanka mira con aire ausente, también está agotada. Tiene un gran parecido con Indira, el mismo porte, los mismos ojos brillantes e inteligentes. Dios nos proteja.

En Allahabad, las cenizas son depositadas en Anand Bhawan, la mansión ancestral de los Nehru, que Indira, cuando fue nombrada primera ministra, convirtió en museo abierto al público. Un patio de estilo moruno con una fuente en el centro recuerda al propietario original, un juez musulmán de la Corte Suprema que en el año 1900 vendió la mansión a Motilal Nehru, el bisabuelo de Rajiv, un abogado brillante que ganaba tanto dinero que) dice la leyenda, mandaba su ropa por barco a una tintorería de Londres. Aquel hombre corpulento, que llevaba siempre un espeso bigote y que vestía como un gentleman, que era extrovertido, espléndido, han vivant y dicharachero, adoraba a su hijo Jawaharlal, quizás porque era el último que le quedaba, habiendo perdido dos hijos y una hija con anterioridad. Ese a mor, intenso y recíproco, estuvo en el origen de la lucha por la independencia de la sexta parte de la humanidad. Motilal quiso que su hijo desarrollase todo su potencial, lo que significaba darle la mejor educación posible, aunque eso implicase separarse de él: «Nunca pensé que te quería tanto como cuando tuve que dejarte por primera vez en Inglaterra, en el colegio interno», le escribió, porque no conseguía reponerse de la angustia de haberle dejado solo, tan lejos, a los trece años de edad. Lo que ganaba Motilal en un año hubiera bastado para ponerle un negocio y solucionarle la vida para siem.pre. Pero para el padre eso era una postura fácil y egoísta: «Pienso sin atisbo de vanidad alguna que soy el fundador de la fortuna de los Nehru. Te veo a ti, hijo mío querido, como el hombre que será capaz de construir sobre esos cimientos que he creado y espero tener la satisfacción de ver surgir un día una noble empresa que se alzará hacia el cielo... » La noble empresa acabó

siendo la lucha por la independencia del país, en la que padre e hijo se involucraron con toda la fuerza de sus convicciones.

La vida de los Nehru cambió cua ndo Jawaharlal presentó a su padre a un abogado que acababa de regresar de Sudáfrica y que estaba organizando la resistencia contra el poder colonial de los ingleses. Era un hombre singular, vestido con unos dhoti, calzones de algodón crudo tejido a mano. Tenía brazos y piernas desproporcionadamente largos que le hacían parecerse a un ave zancuda. Sus ojillos negros se cerraban cuando, detrás de sus gafas de montura metálica, esgrimía su típica sonrisa, entre maliciosa y bondadosa. Venerado como un santo por sus discípulos, era sin embargo un político hábil que poseía el arte de los gestos sencillos capaces de comunicar con el alma de la India. El joven Nehru le consideraba un genio. Así entró el Mahatma Gandhi en contacto con aquella familia, y la transformó para siempre. El extravagante Motilal abandonó la sofisticación por la sencillez, cambió sus trajes de franela de Saville Row y los sombreros de copa por un dhoti, como Gandhi. Ofreció su casa y su fortuna a la causa de la independencia. El enorme salón fue transformado por Motilal en sala de reunión del Partido del Congreso. El hogar de los Nehru se convirtió poco a poco en el hogar de la India entera. Siempre había multitud de simpatizantes en la verja deseando ver al padre y al hijo, deseando tener su darshan, la antigua tradición de origen religioso que consiste en buscar el contacto visual con una persona altamente venerada para así recibir su bendición, a falta de poder tocarle los pies o las manos. Hacia el final de su vida, Motilal, aquejado de fibrosis y de cáncer, compartió celda en la cárcel de Nainital con su hijo, que le cuidaba como podía. El patriarca murió sin llegar a ver la independencia, sin saber que su hijo, que el mundo conocería como Nehru, sería elegido primer mandatario de la nueva nación. Murió en esta casa de Anand Bhawan, un día de febrero de 1931, acompañado por su mujer, su hijo sosteniéndole la cabeza en su regazo.

Las habitaciones, pintadas de azul celeste y crema, conservan los mismos muebles, los mismos libros, las mismas fotos y recuerdos de los que vivieron en ellas. La del Mahatma Gandhi tiene una colchoneta en el suelo, una cómoda y una rueca que utilizaba para hilar algodón y que convirtió en símbolo de resistencia contra los ingleses. La habitación de Nehru tiene una cama sencilla de madera, una alfombra, muchos libros y una estatuilla de los tres monos que simbolizan los mandamientos budistas: no veas el mal, no escuches el mal, no digas el mal.

Sonia recuerda la primera vez que visitó este lugar. Fue su suegra Indira quien se lo mostró. En aquella ocasión, no reparó en la tremenda carga simbólica que tiene esta casa en la historia de la India. Simplemente, visitaba el hogar de los antepasados de su familia política, la casa donde habían nacido y se habían casado Nehru primero y luego su hija Indira. No había sido capaz de calibrar en su justa medida todo el significado que los muros de esta mansión encerraban, a pesar de que Indira le enseñó el cuarto de reunión secreto, en un sótano, que Nehru y sus compañeros del incipiente Partido del Congreso utilizaban cuando se escondían para escapar a las redadas de la policía británica. Ahora que vuelve con las cenizas de su marido, lo ve todo con otros ojos. Esta mansión victoriana no es el simple escenario de una vida familiar intensa; sus muros cuentan las intrigas, los sueños, las esperanzas y los reveses de la lucha por la independencia. Sus muros son la India moderna. La urna con las cenizas de Rajiv, el último objeto que hoy viene a añadirse a los demás, es como un punto al final de una larga frase que empezó a escribir Motilal Nehru en el siglo XIX cuando fundó aquí la sección local de una organización política llamada Partido del Congreso. El círculo se cierra.

A mediodía Sonia y sus hijos, acompañados de un pequeño cortejo, abandonan la casa familiar para dirigirse a las afueras, al Sangam, uno de los lugares más sagrados del hinduismo donde las aguas marrones del Yamuna se unen a las claras del Ganges, en la confluencia de otro río imaginario, el Sarásvati. Llegan a una enorme explanada de arena que va a dar a la orilla, dominada por un antiguo fuerte musulmán cuyos muros están cubiertos de hiedra y que contiene en su interior un ficus bengalí centenario que, según la leyenda, es capaz de liberar del ciclo de reencarnaciones a todo el que salta desde sus ramas. En esta explanada se celebra sucesivamente cada tres años la Kumbha Mela, una festividad a la que acuden millones de peregrinos de toda la India para lavar sus pecados, convirtiéndola en la concentración religiosa más multitudinaria del mundo. Hoy hay mucha gente también, pero el lugar es tan inmenso que parece desierto. En una plataforma sobre el río, un sacerdote amigo de la familia, el pandit Chuni Lal, realiza una ofrenda y entona unas oraciones sobre el ruido de fondo del tintineo de miles de campanillas y el eco de las caracolas, antes de entregar la urna de cobre a Rahul. El chico la toma en sus manos, se acerca a la orilla y la vierte despacio, esparciéndose las cenizas en las aguas tranquilas que reflejan los rayos dorados del sol, las mismas aguas que acogieron las cenizas de Motilal, las del Mahatma Gandhi y también las de Nehru. A cierta distancia, Sonia y Priyanka observan la escena, los rasgos crispados, y luego se acercan a Rahul y, en cuclillas, acarician el agua con las manos. Los testigos de la escena, entre los que se encuentra el secretario de su marido, se llevarán en el recuerdo la imagen de los tres juntos al borde del agua, Rahul sollozando sobre su madre, Priyanka apoyando su cabeza en el homb ro de Sonia y ella, inconsolable, con los ojos bañados en lágrimas que forman otro afluente que se une al Ganges, el gran río de la vida.

2

«Señora, éstos son los horarios de los vuelos a Milán.» Sonia no recuerda haberle pedido esa información al secretario de su esposo. Quizás lo hizo, en la confusión del principio, cuando ante la enormidad de la tragedia buscaba protección. Cuando de pronto pensó en huir de este país que devora a sus hijos, buscar el consuelo de su familia, el calor de los suyos, la seguridad de la pequeña ciudad de Orbassano, a las afueras de Turín, donde vivió su juventud hasta el día de su boda. Recuerda que nada más regresar del lugar del atentado en el sur de la India, con los restos mortales de su marido, habló por teléfono con su familia en Italia, que estaba estremecida. Su hermana mayor Anushka le dijo que ya no cogía el teléfono porque llamaban periodistas del mundo entero preguntando detalles de lo que había ocurrido y no sabía qué decirles. «Todavía no se sabe -le explicó Sonia-, pueden ser los sijs que mataron a Indira, o los fundamentalistas hindúes que mataron a Gandhi, o extremistas musulmanes de Cachemira... vete a saber. Estaba en la lista negra de por lo menos una docena de organizaciones terroristas... » Y

ahora Sonia se arrepiente de no haberle obligado a exigir al gobierno mayores medidas de protección. Rajiv no creía en ellas: «Si quieren matarte, te matan», decía.

Cuando tuvo a su madre al otro lado del teléfono, Sonia se desmoronó. La madre se hallaba en Roma, en casa de Nadia, la hermana pequeña, separada de un diplomático español. «Quizás deberías volver a Italia», le dijo.

-No sé... -le respondió Sonia con la voz entrecortada por el llanto.

¡Son tantas las dudas! Le parece que marcharse sería como matar una parte de sí misma, pero es cierto que vino a la India, adoptó sus costumbres, se enamoró de sus gentes por amor a Rajiv. Ahora, ¿qué sentido tiene quedarse? ¿No está cansada de vivir asediada por guardaespaldas que al llegar la hora fatídica se muestran incapaces de evitar lo peor? Le viene el recuerdo de cuando Rajiv, preocupado por la seguridad de los niños, pensó

en mandarlos a estudiar a la Escuela Americana de Moscú. A Sonia no le hacía ninguna gracia separarse de ellos. La tradición británica, luego adoptada por las clases pudientes de la India, de mandar a los hijos a un internado chocaba de lleno con su condición de mamma italiana. De modo que los dejaron en casa, en Nueva Delhi, y primero venían tutores todas las mañanas y luego iban escoltados al colegio a educarse en un ambiente

«norma!», lo que en la sociedad se consideró un acto de audacia, tal era el peso de las amenazas que se cernían sobre la familia del primer ministro. La sugerencia de su madre de volver a Italia toca una llaga que duele. Sonia se enfrenta a un conflicto que se ve incapaz, por ahora, de resolver. Un conflicto cruel, porque por un lado está la preocupación máxima, la seguridad de sus hijos, y parecería lógico emprender una mudanza de regreso a Italia, un cambio total de vida, el abandono de toda la tradición familiar de su marido, y por otro la inercia de tantos años aquí llevando el peso abrumador de los apellidos Nehru-Gandhi, y quedarse como están, en la misma casa, como guardianes de la memoria, rodeados de los ami gos fieles de siempre, del cariño de tantos, a sabiendas de lo difícil que resulta escapar de la telaraña de la política india. En suma, elegir entre la seguridad, la vida anónima y el desarraigo de un exilio autoimpuesto o seguir en el candelero, lo que podría llevar a uno de sus hijos a ser un día primer ministro y, quizás, a ser asesinado también. Como Indira o Rajiv. Entonces piensa que sí, que mejor cambiar de vida para salvarse, olvidarse de la política que detesta, huir del poder que siempre ha desde ñado y que la está destrozando. Pero... ¿se puede luchar contra el destino? Se siente muy india, ha aprendido a querer a la gente de este país, y se sabe querida por ellos.

¿Cómo romper ese nexo de unión con la memoria de su marido que representan los amigos, los compañeros, el afecto de la gente de la India?

Sería un poco como desalmarse. Además, el cuerpo no miente: sus gestos, su forma de andar, de mover la cabeza de lado a lado para decir que sí

pareciendo decir que no -tan típico de los indios-, su manera de juntar las manos, de mirar, de escuchar su acento ... todo su lenguaje corporal evoca al de una persona genuinamente india. ¿Qué haría ella en Italia? ¿Qué vida la espera en Orbassano, aparte de la compañía de su familia más cercana?

Aquí está su círculo de amigos, aquí está su mundo, aquí están veintitrés años de vida intensa -y feliz. Además, sus hijos ya no son niños... ¿Y ellos, querrán ir a vivir a un lugar que sólo han visitado de vacaciones? Después de haberse criado en las casas de dos primeros ministros de la India, la de la abuela Indira primero y la de su padre Rajiv, con todo lo que eso significa,

¿podrán acostumbrarse a una vida anónima en el extrarradio de una ciudad italiana de provincias? Es cierto, hablan italiano con fluidez, son medio italianos, pero se sienten indios por los cuatro costados. Aquí se han criado, aquí han aprendido de su padre a querer este inmenso, difícil y fascinante país; aquí han asumido los valores del bisabuelo Nehru, el gran héroe de la independencia y fundador de la India moderna, valores que tienen que ver con la integridad, la tolerancia, el desprecio al dinero y el culto al servicio a los demás, sobre todo a los más necesitados. Aquí se han criado, como una gran familia india, en la casa de la abuela Indira, que lo mismo les daba un achuchón mientras tomaba el té con Andrei Gromiko o Jacqueline Kennedy que les ayudaba a hacer los deberes en la mesa de la cocina. ¿Se conformarían sus hijos con una vida próspera y confortable en el mejor de los casos, pero alejada de todo lo que han mamado desde que nacieron? Y, para ella, ¿no sería una derrota regresar al pueblo de donde salió?

-Creo que mi vida está aquí, mamá... -acaba diciéndole Sonia cuando recupera la capacidad de hablar.

-Señora, tiene una visita.

El secretario que la ha interrumpido permanece en el umbral de la puerta hasta que Sonia le hace un gesto diciendo «ahora voy», y entonces el hombre se retira. Ella se despide de su madre y cuelga el teléfono, secándose las lágrimas. Al i ncorporarse se ajusta los pliegues del sari y se dirige al despacho de su marido, en la planta baja de la villa colonial donde han vivido desde que abandonaron la residencia del primer ministro. Al ver todos los objetos en su sitio, sus cámaras de fotos, sus libros, sus revistas, sus papeles, su radio, le parece por un instante que está todavía vivo, a punto de llegar de viaje, que lo que está viviendo no es más que un mal sueño, que la vida sigue igual porque es más fuerte que la muerte. Pero no es Rajiv quien entra por la puerta, sonriente, cansado y dispuesto a abrazarla, sino tres de sus compañeros de partido, tres veteranos con semblante triste y desconsolado, dos de ellos vestidos con camisas indias de cuello alto, el otro con traje tipo safari. Porque si este atentado ha devastado a la familia, también ha dejado al Partido del Congreso sin cabeza. y alguien tiene que liderar el Partido. ¿Quién será el próximo?, ésa es la pregunta que los gerifaltes que ahora visitan a Sonia se han hecho horas después de conocer la tragedia.

-Soniaji -dice el portavoz de la comitiva utilizando el sufijo ji que denota cariño y respeto-quiero que sepas que el Comité de Trabajo del Partido del Congreso, reunido bajo la presidencia del viejo amigo de tu marido, Narashima Rao, te ha elegido presidenta del partido. La elección ha sido unánime. Enhorabuena.

Sonia se los queda mirando, impasible. ¿No es la pena algo puro y sagrado? No le han dejado secarse las lágrimas por la muerte de su marido y ya están aquí los políticos. La vida sigue, y es cruel. Incapaz de sonreír, no tiene ni ganas ni fuerzas de fingir que está honrada por el resultado de la votación.

-No puedo aceptar. Mi mundo no es la política, ya lo sabéis. No quiero aceptar.

-Soniaji, no sé si te das cuenta de lo que el comité te está

ofreciendo. Te ofrece el poder absoluto del mayor partido del mundo. Y lo hace en bandeja de plata. Te ofrece la posibilidad de liderar un día este gran país. Sobre todo, te ofrece la posibilidad de asumir la herencia de tu marido para que su muerte no haya sido en balde...

-No creo que sea el momento de hablar de esto...

-El Comité de Trabajo ha deliberado durante largas horas antes de hacerte esta propuesta. Te aseguro que lo hemos pensado mucho. Tienes las manos libres y cuentas con todo nuestro apo yo.

Te pedimos que continúes con la tradición familiar. Es tu deber de buena hija de la India.

-Eres la única que puede colmar el vacío que ha dejado Rajiv añade otro.

-La India es un país muy grande... -responde Sonia-. No puedo ser la única entre mil millones.

-Eres la única Gandhi...

Sonia alza la vista al cielo, como si estuviera esperando ese argumento.

- ... Sin contar con tus hijos, claro.

-Mis hijos son muy jóvenes todavía, y tampoco están hoy para hablar de política.

-No es poca cosa en la India llamarse Gandhi... -añade otro.

-Sé lo que me quieres decir -le interrumpe Sonia-. Es un apellido que obliga, pero que también condena. Mira lo que ha pasado. En realidad, Sonia se llama así porque su suegra Indira se casó

con un parsi llamado Firoz Gandhi, no porque tuviera alguna relación de parentesco con el padre de la nación, el Mahatma Gandhi. Podía haberse llamado Kumar, o Bosé, o Kapur, o cualquiera de los apellidos comunes de la India. Pero la casualidad quiso que su apellido coincidiese con el del más célebre de los indios, el hombre más querido por su pueblo por haberlo guiado por el camino de la libertad. El hombre que se hizo tan íntimo de los Nehru que era considerado como uno más de la familia. Juntos consiguieron la independencia y lo hicieron gracias a un poderoso instrumento, el Partido del Congreso, que hoy está huérfano. Eso da a los Gandhi, incluida Sonia, un aura ante las masas que tiene un incalculable valor para los políticos de su partido.

-Mira... Tú eres la heredera de esta foto.

Uno de ellos señala una foto sobre una mesilla junto al sofá. Está

en un marco de plata, y muestra a Indira, de niña, sentada junto al Mahatma.

-Os agradezco mucho, de verdad, que hayáis pensado en mí para ese cargo. Es un gran honor, pero no lo merezco. Sabéis que detesto la notoriedad. Además no pertenezco a la familia directa, soy la nuera...

-Te casaste con un indio, y ya sabes que aquí la nuera pasa a formar parte de la familia del marido en cuanto se casa... Has cumplido religiosamente con nuestras costumbres. Eres tan india como cualquiera, y no cualquier india es la mujer de un Nehru-Gandhi. Mira esta foto... ¿ese sari rojo que llevabas el día de tu boda, no es el que Nehru tejió en la cárcel?

-Sí, pero eso no quita que sea extranjera...

-Al pueblo le da igual dónde hayas nacido. No serías la primera extranjera de nacimiento en ser presidenta -interrumpe el tercero-. Recuerda que Annie Besant, una de las primeras líderes del partido y la primera en liderarlo a nivel nacional, era irlandesa. La idea no es tan descabellada.

-Eran otros tiempos. Soy demasiado vulnerable para asumir ese puesto. ¿Os imagináis los ataques de la oposición? instrumentalizarían al pueblo contra mí, y sería un desastre para todos.

-Soniaji, te hacemos una oferta sin condiciones ... -dice el mayor de todos, un astuto político conocido por su habilidad en manipular, y que parece estar a punto de sacarse un as de la manga-... Quizás lo más importante para ti es que vas a volver a disponer del grado máximo de protecci ón, como cuando Rajiv era primer ministro.

-Lo siento, pero habéis llamado a la puerta equivocada. No tengo ambición de poder, nunca me ha gustado ese mundo, me desenvuelvo mal en él, aborrezco ser el foco de atención. A Rajiv tampoco le gustaba. Si se metió

en política, fue porque se lo pidió su madre. Si no, seguiría siendo un piloto de lndian Airlines, estaría vivo hoy y seríamos probablemente muy felices... Así

que, lo siento mucho, pero no contéis conmigo.

-Eres la única que puede evitar que el partido se derrumbe. Y si se rompe el partido, es muy probable que el país entero se desmorone. ¿Qué ha mantenido unida a la India desde la independencia? Nuestro partido. ¿Quién es el garante de los valores que permiten que todas las comunidades convivan en paz? El Congress. Desde que no estamos en el poder, mira cómo ganan terreno los viejos demonios: el odio entre comunidades, entre religiones, las tentaciones separatistas de tantos estados... El país entero corre hacia la ruina, sólo tú puedes ayudarnos a salvarlo. Tienes prestigio y la gente te quiere. Por eso hemos venido personalmente... a apelar a tu sentido de la responsabilidad.

-¿Responsabilidad? ¿Por qué ha de ser esta familia la que pague con la sangre de sus miembros un tributo constante al país? ¿Es que no ha bastado con Indira y Rajiv? ¿Queréis más?

-Piénsalo, Soniaji. Piensa en Nehru, en Indira, en Rajiv... Vuestra familia está tan íntimamente ligada a la India como una liana alrededor del tronco de un árbol. Sois la India. Sin vosotros, no somos nada. Sin ti, no hay porvenir para esta gran nación. Éste es el mensaje que venimos a transmitirte. Sabemos que son horas amargas, y te pedimos perdón por interrumpir tu duelo, pero no nos abandones. No tires por la borda tanto sacrificio y tanta lucha. Tienes en tu mano la antorcha de los NehruGandhi, no la apagues. Palabras, palabras, palabras... Siempre hay un propósito mayor, una meta más alta al final del camino, una razón más noble, una mejor justificación para adornar el fin último, que no deja de ser hacerse con el poder. Los políticos siempre encuentran argumentos y excusas para hablar de lo único que les interesa, el poder. A fuerza de haber vivido tantos años a la sombra de dos primeros ministros, Sonia se conoce el percal. Se imagina perfectamente la desolación de todos los cabezas de lista que iban a presentarse a las elecciones y que hoy también se sienten huérfanos. El asesinato de su marido ha roto los sueños de mucha gente, no sólo los suyos. Se imagina todas las conjeturas, las maniobras, las zancadillas, los engaños de todos los que luchan por la sucesión de Rajiv en el seno del partido. Es mucho lo que está en juego, por eso vienen los mandamases a rendirle pleitesía, sin perder un ápice de tiempo. No piensan en ella como ser humano, ni siquiera en estas horas bajas, sino como instrumento para mantener las riendas del poder. Es hora de posicionarse en el partido porque el poder no soporta el vacío. En un país de escasos recursos, donde las oportunidades son pocas, el poder político es la clave de la prosperidad individual.

Sonia aprendió de Rajiv e Indira a mantener a raya a los políticos, a no dejarse utilizar por ellos. Pero ellos son astutos y piensan que Sonia acabará cediendo, que lo hará, si no por ella, por sus hijos, por mantene r vivo el nombre de la familia, porque el poder es un imán del que es imposible escapar. ¿No dicen los poetas védicos que ni siquiera los dioses pueden resistirse a los elogios?

El día siguiente, Sonia manda una carta a la sede central del partido: «Estoy profundamente conmovida por la confianza depositada en mí

por el Comité de Trabajo. Pero la tragedia que se ha abatido sobre mis hijos y sobre mí no me permite aceptar la presidencia de esta gran organización.» Es un jarro de agua fría para los fieles que no aceptan su rechazo y que deciden seguir presionándola con todos los medios a su alcance. Cada mañana, simpatizantes del partido se manifiestan frente a su domicilio, una villa colonial situada en el número 10 de Janpath, una avenida del centro de Nueva Delhi. Llevan pancartas y gritan eslóganes de «Viva Rajiv Gandhi; Soniaji presidenta». Sonia, irritada, le ruega al secretario de su marido que eche a los manifestantes, que ponga fin a este espectáculo que le parece estúpido y sin sentido. «Que se busque n un sucesor -piensa ella-. Mi familia ya ha hecho bastante... »

Los que de verdad se sienten tranquilizados cuando leen la noticia en el periódico son sus parientes en Orbassano, cerca de Turín. «En la ciudad respiramos todos con alivio -declara una vecina-. Menos mal que no ha aceptado el puesto de su marido, hubiera supuesto un gran riesgo para ella y para sus hijos.»

ACTO I

LA DIOSA DURGA CABALGA

SOBRE UN TIGRE

Lo propio del poder es proteger.

PASCAL

3

Sonia tenía dieciocho años, la edad en que decidió ir a Inglaterra a aprender inglés, cuando se enamoró de Rajiv. Era tan guapa que la gente se volvía en la calle para mirarla. Caminaba muy erguida, y su pelo castaño oscuro y lacio enmarcaba su rostro de madonna. Josto Maffeo, un compañero de clase que los fines de semana compartía con ella el trayecto en autobús desde el pueblo de Orbassano, donde vivía con su familia, hasta el centro de la ciudad de Turín, hoy convertido en un conocido periodista, la recuerda como «una de las mujeres más guapas que he conocido en mi vida. Además de guapa era interesante, muy amiga de sus amigos, tranquila y equilibrada. No le gustaba participar en juergas multitudinarias y, eso sí, siempre mantenía una cierta reserva respecto a los demás».

No es de extrañar entonces que el padre de Sonia, un hombre fornido cuyo rostro de montañés llevaba la huella de un pasado duro de trabajo al aire libre, se opusiese con tanta vehemencia a que su hija fuese a estudiar inglés a Cambridge. El bueno de Stefano Maino, con su pelo corto peinado hacia atrás, su bigote espeso que hacía cosquillas a sus hijas al besarlas y sus mejillas encarnadas, estaba chapado a la antigua. Tanto es así

que años atrás, al instalarse en Orbassano y enterarse de que la escuela del pueblo era mixta, se negó a que sus hijas la frecuentasen y optó por mandarlas a Sangano, una población a diez kilómetros de distancia, a un colegio exclusivamente femenino. Cuando se fueron haciendo mayores, siempre quería saber en qué lugar y con quién se encontraban sus tres hijas. Tampoco le hacía mucha gracia que saliesen los fines de semana, y eso que no eran salidas nocturnas, lo que no hubiera tolerado. Eran salidas a Turín, a media hora de tren o de autobús, a pasear bajo los soportales de sus bellas avenidas o, si hacía malo, a merendar con las amigas en una de las famosas cremerie de la ciudad. Stefano era un hombre de principios estrictos e irremediablemente chocaba con sus hijas adolescentes. Quien solía hacerle frente era Anushka, la mayor, una c hica de carácter fuerte, rebelde y peleona. A su lado, Sonia era un ángel. La más pequeña, Nadia, todavía no daba problemas.

Su esposa, Paola, una mujer con facciones regulares, una sonrisa franca y aire más refinado, compensaba con su flexibilidad la severidad de Stefano. Era más abierta, más tolerante, más comprensiva. Quizás por ser mujer, era más capaz de entender a sus hijas, aunque su adolescencia fue muy distinta, en una aldea montañosa que no llegaba a los seiscientos habitantes, y en una época en que Italia era un país pobre. Muy pobre. Sus hijas no han tenido nunca que ordeñar vacas por obligación, o atender las faenas del campo o servir cafés en el bar de la familia. Ellas han sido fruto de la posguerra, hijas del Plan Marshall, de la expansión económica, del resurgir de Italia en Europa. Sólo han conocido la pobreza de refilón, cuando eran pequeñas, porque en los años de posguerra era imposible escapar al espectáculo de los lisiados y mendigos que buscaban el calor del sol y la caridad pública apoyados en los muros de la plaza del pueblo. y ese contacto las marcó para siempre, sobre todo a Sonia. En Vicenza, la ciudad grande más próxima a la aldea donde vivían, la pobreza se veía antes de llegar al centro, en esos barrios de chabolas, donde los ni ños jugaban desnudos o andaban con ropa hecha jirones.

-¿Por qué sus mamás dejan que vayan así, en cueros? preguntaba perpleja la pequeña Sonia.

-Esos niños van así porque no tienen ropa. No van así por gusto, sino porque no tienen más remedio. Porque son pobres.

La niña entendió por primera vez lo terrible que era la pobreza. Además, añadió su madre, algunas familias pasaban hambre. ¿No venía todos los meses el párroco del pueblo a casa a hacer acopio de leche en polvo, comida y ropa que luego repartía entre los más necesitados? Aquel párroco sabía que siempre podía contar con la familia Maino que, aunque también pasaba estrecheces, era católica devota y practicaba la caridad.

-El Evangelio dice que los pobres serán los primeros en entrar en el Reino de los Cielos... ¿No te lo han enseñado en la catequesis?

Sonia asentía, mientras ayudaba a su madre a preparar un paquete de ropa usada. En casa de los Maino, no se tiraba nada, no se desperdiciaba nada. Las pequeñas heredaban de las mayores. Lo que no se usaba se daba a los pobres. El recuerdo de la guerra estaba demasiado próximo como para olvidar el valor de las cosas.

Los padres de Sonia eran oriundos de la región del Véneto, en concreto de la aldea de Lusiana, en los montes Asiago, en las estribaciones de los Alpes, una zona ganadera que da su nombre a uno de los quesos más apreciados de Italia y conocida también por sus canteras de mármol. La familia paterna, los Maino, eran de modales rudos, honrados, directos y muy trabajadores. Una cualidad que no se le escapó a la madre de Sonia, Paola Predebon, hija de un ex carabinero que llevaba el bar del abuelo en la aldea de Comarolo di Conco, en el fondo del valle. Stefano y Paola se casaron en la bonita iglesia de Lusiana, consagrada al apóstol San Giacomo, con su torre alargada como una flecha que apunta al cielo y que parece el minarete de una mezquita, influencia sin duda de los otomanos que anduvieron por allí hace siglos.

Sonia nació a las nueve y media de la fría noche del 9 de diciembre de 1946 en el hospital civil de Marostíca, una muy antigua y pequeña ciudad amurallada a los pies de los montes Asiago. «É nata una bimbaaa!», la buena nueva alcanzó rápidamente la aldea de Lusiana, y el eco retumbó en los muros de piedra de las casas, en los establos, en las escarpaduras rocosas y las montañas de los alrededores hasta perderse a lo lejos, en cascada. Como homenaje a la recién llegada y siguiendo la tradición, los vecinos anudaron lazos de tela rosa en las verjas de las ventanas y las puertas de la aldea. A los pocos días fue bautizada por el párroco de Lusiana con el nombre de Edvige Antonia Albina Maino, en honor a la abuela materna. Pero Stefano quería otro nombre para su hija. A la mayor, bautizada como Ana, la llamaba Anushka, y a Antonia la llamó Sonia. Cumplía así la promesa que se había hecho a sí mismo después de escapar con vida del frente ruso. Como muchos italianos anclados en la pobreza, Stefano se había dejado seducir por las ideas fascistas y la propaganda de Mussolini y al principio de la guerra se había alistado en la división de infantería 116 de Vicenza, un regin1iento que pertenecía al cuerpo de bersaglieri, de gran reputación en el ejército italiano y en el que también había servido el Duce. Los bersaglieri, que eran conocidos por su rápida cadencia al desfilar, más de ciento treinta pasos por minuto, y sobre todo por el casco de ala ancha del que pendía un penacho de plumas de gallo negras y brillantes que caían de lado, estaban rodeados de un aura de valor e invulnerabilidad que la campaña de Rusia barrió de un plumazo. La división perdió tres cuartas partes de sus hombres en el primer encontronazo con los soviéticos. Hubo miles de prisioneros, entre los que se encontraba Stefano, que logró escapar junto con otros supervivientes. Consiguieron refugiarse en una granja en la estepa rusa, donde vivieron semanas bajo la protección de una familia de campesinos. Las mujeres les curaron las heridas, los hombres les proporcionaron víveres, y la experiencia, aparte de salvarles la vida, les cambió por completo. Como miles de soldados italianos, regresaron desilusionados con el fascismo y agradecidos a los rusos por haberles salvado. A partir de entonces, Stefano dejó de hablar de política; para él, estaba hecha de mentiras. En homenaje a la familia que le salvó la vida decidió poner a sus hijas nombres rusos. y por no discutir con su familia política ni con el cura para quien el nombre de Sonia no formaba parte del santoral -Sofía era aceptable; Sonia, no-, Stefano aceptó inscribirla en el registro con nombres plenamente católicos. Después del bautizo invitaron a vecinos y familia a un plato de bacalao a la Vicentina, el favorito de la región, con mucha polenta para mojar en la salsa. Fue un lujo conseguir bacalao porque en aquellos tiempos de posguerra había escasez de todo, hasta en Vicenza, la capital de la región situada a cincuenta kilómetros de distancia, abajo en la llanura.

La alegría de los Maino hubiera sido total de no ser por las dificultades que tenía Stefano para sacar adelante a su creciente prole. En esos años, era muy difícil escapar del zarpazo de la miseria. Tenían para comer, para vestirse, y poco más. Los Maino no tenían tierras, sólo unas vacas y una casa de piedra que él mismo levantó con sus manos, la última de la Rua Maino, la calle donde generaciones de parientes suyos, que originalmente habían llegado de Alemania, habían ido construyendo sus moradas. Eran espartanas, pero tenían unas magníficas vistas al valle. Muretes de piedra separaban los prados donde pacían las vacas, cuya cría era el recurso principal de la zona porque la tierra era mala para la agricultura, había demasiada piedra y demasiadas cuestas. Sonia y sus hermanas crecieron frente al espectáculo sublime del valle de Lusiana, que cambiaba de color según las estaciones. Todas las tonalidades y matices de verdes y pardos desfilaban ante sus ojos, del color esmeralda de los árboles en primavera al amarillo de los campos en verano, pasando por el cobrizo del otoño y el blanco del invierno. Para los niños, la primera nevada del año era como una gran fiesta que celebraban con júbilo; jugaban a hacer muñecos de nieve y a tirarse bolas por las calles blancas. Pero a Sonia la mezcla de ejercicio físico y frío le provocaba una fatiga en el pecho que la obligaba a volver pronto a casa. Le gustaba refugiarse al calor de la estufa de hierro fundido de la cocina, mientras el viento silbaba por las rendijas de las ventanas.

Los domingos por la mañana, el tintineo de los cencerros de las vacas se mezclaba con las campanadas de la iglesia, mientras la familia endomingada se dirigía a la misa que nunca se saltaban. Rezaban para que Stefano encontrara trabajo, para que el asma de Sonia remitiese, para que la situación general mejorase, para que las niñas tuvieran todo lo necesario y se criaran sanas y felices. A principios de los cincuenta, Stefano acabó

encontrando trabajo, pero no en su pueblo, sino del otro lado de las montañas, en Suiza. Su experiencia como albañil y su seriedad le valieron ser contratado varias temporadas. Se iba un mínimo de dos meses y regresaba con los bolsillos llenos de liras que duraban menos de lo que hubiera esperado.

En 1956, Stefano tomó la decisión de emigrar, como lo estaban haciendo sus tres hermanos y tantos paisanos. El polo industrial turinés, que había crecido alrededor de la Fiat, actuaba de imán para millones de italianos que querían huir de la pobreza del campo. Los Maino cruzaron en tren todo el norte de Italia y se instalaron en Orbassano, un pueblo industrial a las afueras de Turín.

Así lo hicieron porque Giovanni, uno de los hermanos de Stefano, al que llamaban «el Moro» por el color cetrino de su piel, se había casado con una chica de un pueblo cercano y aseguraba que el boom de la construcción necesitaba muchos brazos. Además Stefano conocía la región porque en los años treinta había trabajado de obrero para el ejército en la rehabilitación de fuertes militares en la frontera con Francia, en los Alpes. Le gustaban los piamonteses, quizás porque también eran montañeses; gente directa, franca, que no pierde el tiempo en contemplaciones.

Trabajo, trabajo y trabajo, ésa era la receta de Stefano para prosperar rápidamente. No hacía otra cosa, no se le conocían hobbies ni era aficionado a los deportes, aunque le gustaba ir al bar de Pier Luigi a ver en la televisión las finales del Juventus. A ese mismo bar acudía asiduamente su hija Sonia, porque Pier Luigi vendía los mejores helados de la zona. «Era molto vivace, molto biricchina», diría de la niña.

Cuando llegó a Orbassano, Stefano ya era oficial y de allí pasó a montar su propia empresa de construcción inmobiliaria. Empezó con reformas, luego construyó chalets, pequeños palazzi y más adelante casas adosadas. «Era un hombre muy recto», decía de él su amigo Danilo Quadri, un mecánico que le reparaba las averías de sus hormigoneras y demás maquinaria y que acabó convirtiéndose en su gran amigo. Todos los días se veían a la hora del café en el Bar de Nino, en la plaza frente al Ayuntamiento, un edificio de dos plantas con soportales, un reloj e n la fachada y una bandera italiana en el balcón. Al lado estaba la iglesia de San Juan Bautista, con su torreón característico y sus tejaditos picudos color turquesa, donde acudían a misa los domingos con sus respectivas familias. Stefano era un hombre de horarios fijos, amante de la rutina. Después de su cita diaria con su amigo Danilo, regresaba andando a casa por la Via Frejus, flanqueada de edificios sin gracia ni estilo donde un bloque de pisos surgía junto a una villa antigua en una mezcla muy característica del urbanismo popular de la posguerra. Su casa se encontraba en el número 14 de la Via Bellini, a una distancia de aproximadamente kilómetro y medio de la plaza del pueblo. Aquella villa de tres pisos rodeada de un pequeño jardín había sido el sueño de su vida. Cuando hubo saldado las deudas contraídas al empezar su negocio, buscó un solar a buen precio que estuviera cerca de la estación del trenino y de la de autobuses y lo compró a toca teja. Stefano levantó su casa en tiempo récord, con la típica tavernetta que ocupaba toda la planta baja. No había una casa que se preciase que no tuviera su tavernetta, muy cuidada, con su barra, su bar, su chimenea, que los padres utilizaban para reunirse con amigos o para celebrar aniversarios, y los hijos para sus guateques. Hizo la casa grande con idea de repartirla entre sus hijas cuando fuesen mayores. Aparte del trabajo, la familia era un valor fundamental en la vida de Stefano Maino, como buen italiano. Y, por supuesto, la religión. Valores todos que compartía con su mujer Paola, y que se esforzaban en transmitir a las niñas. Sonia tenía diez años cuando llegó a Orbassano. El cambio de una aldea de montaña a un suburbio de una gran ciudad como Turín fue impactante. Era una vida mucho más fácil, más entretenida, que ofrecía posibilidades infinitas. La única sombra en esa nueva vida tenía que ver con su origen. Eran unas paesane, como se llama despectivamente a los inmigrantes del campo en el norte de Italia. Un estigma que les hizo sentirse menos que los demás y que les creó un complejo que les duraría toda la vida. En la aldea nunca se habían sentido diferentes; aquí sí, sobre todo al principio, en el colegio, donde otras niñas las trataban de paesane por vestir a la antigua o con ropa «de pueblo». Orbassano no era ajena al ambiente clasista de Turín, una ciudad conservadora donde se almuerza a las doce, se toma el capuccino a las cinco en grandes pastelerías de estilo art déco y se cena a las siete de la tarde. Donde las señoras van siempre muy repeinadas, y los señores visten a la última. Donde el obrero quiere vivir como el patrón y lo imita, el patrón como los ricos burgueses de los que quiere formar parte, y los burgueses como los aristócratas a los que secretamente admiran. En aquella época, no existían veleidades de rebelión; nadie quería colgar al jefe, todos querían ser como él. La prosperidad parecía no tener fin y permitía que todos persiguiesen su sueño de movilidad social. Poco a poco y a medida que el padre prosperaba, el estatus social de la familia Maino fue elevándose. De hijas de «pastor de vacas y albañil», las niñas pasaron a ser a hijas de un constructor que vivía desahogadamente. De hijas de campesino inmigrante a hijas de empresario. Paola, la madre, una mujer más sensible al entorno social que su marido, en seguida captó los gustos de la burguesía turinesa -el estilo de vestir, los ademanes, etc ... -, y los transmitió a sus hijas, que rápidamente se hicieron unas «señoritas». Nunca hasta el punto de que ellas renegasen de sus orígenes, eran demasiado honradas para eso. Pero siempre supieron que nunca alcanzarían el estatus de los turineses de pura cepa porque no habían nacido allí.

Después de terminar la primaria en el colegio de chicas del pueblo de Sangano, Sonia hubiera querido continuar sus estudios en la escuela de Orbassano, pero su padre se opuso. «Nada de escuela pública para mis hijas. Para ellas, siempre lo mejor.» Lo mejor, según los Maino, era el colegio de las hermanas de María Auxiliadora en Giaveno, una bella ciudad medieval a unos veinte kilómetros de casa, conocido lugar de esparcimiento de muchos turineses. Allí tendrían la posibilidad de mezclarse con niñas de un «mejor ambiente» que en la escuela pública de Orbassano. Aparte de que valoraban mucho la educación religiosa, también querían quitarse el sambenito de paesane. De modo que dejaban a las niñas los lunes por la mañana y las recogían los viernes. No era un internado duro, al contrario, estaba lleno de monjas salesianas amables que en seguida tomaron afecto a Sonia. «La mayor tenía mucho genio y era difícil, pero Sonia era la bondad misma», diría de ella la hermana Domenica Rosso, quien fue asignada su tutora. «Che bel carattere, sempre gioviale», recuerda la hermana Giovanna Negri, antes de añadir: «Estudiaba para salir del paso, pero era risueña y siempre muy servicial.» Sonia mostraba ya una cualidad que se revelaría de gran importancia en su edad adulta: era conciliadora. «Tenía un talento especial para que dos compañeras que se peleaban dejasen de hacerlo, o para poner de acuerdo a un grupo y hacer una actividad en común. Era una chica muy serena, desde pequeña, quizás a causa de su problema, que la hizo madurar antes de tiempo... » El problema al que se refería la hermana Giovanna era el asma. Recuerda que los ataques de tos eran de tal intensidad que tuvieron que acomodarla en una habitación individual. Era la única interna que dormía sola, y lo hacía con las ventanas abiertas hasta en invierno, a pesar del viento glacial que soplaba de los Alpes. El internado, que contaba con doscientas alumnas, estaba en una loma que dominaba la ciudad: las torres de sus iglesias medievales emergían entre un mosaico de tejados antiguos, y del otro lado del río había un gran risco cuya cima solía estar cubierta de nieve. Cuando los ataques de tos cedían, Sonia, bajo su edredón de plumas, se quedaba mirando esa montaña, levemente iluminada por el reflejo de las luces de la ciudad y que le recordaba a su Lusiana natal.

Sonia aprendió a esquiar, como todos los piamonteses, para quienes el esquí es el rey de los deportes. Pero nunca fue una gran aficionada, como no lo fue a ningún deporte, porque temía que el ejercicio desencadenase un ataque de asma. Para compensar, a lo que sí se aficionó

mucho fue a la lectura, una pasión que le duraría toda la vida. Al principio, como era de rigor en los colegios católicos leía las vidas de los santos. Sobre todo le gustaban las historias de los misioneros que lo daban todo por los pobres en países lejanos. Ser misionera le parecía una vida heroica, llena de sentido, porque había que entregarse a los demás, y excitante, porque estaba llena de aventura. Las monjas del internado proyectaban regularmente películas que contaban las grandes gestas y mitos del cristianismo -como la vida de San Francisco de Asís, por ejemplo-y que dejaban a las niñas, sobre todo a Sonia, petrificadas de emoción. Pero el placer de los libros duraba más que el de las películas, y podía releerlos y recrearse al tiempo que aprendía de las experiencias y de los pensamientos de los personajes. La lectura le abría las puertas al mundo. Gracias a ella, y a su curiosidad innata, la adolescente Sonia desarrolló un sentimiento que las monjas llamaban amor mundi, amor del mundo según la exquisita descripción que había hecho de ello San Agustín.

En las clases tuvo que aprenderse la vida de los grandes héroes de la historia moderna de su país como el filósofo y político Mazzini, que contribuyó a que Italia fuese una república democrática; o las andanzas del peculiar Garibaldi, idealista y guerrero que peleó por la unificación del país. Aprendió sobre el Risorgiraento, el movimiento nacionalista del siglo XIX, pero del resto del mundo las monjas enseñaban poco. Por ejemplo, de la India, de su lucha por la independencia y de su irrupción como un Estado moderno ni siquiera oyó hablar. La vaga figura de Gandhi le sonaba algo, pero tampoco hubiera podido decir de quién se trataba, como la gran mayoría de estudiantes no sólo italianos, sino europeos. Nehru, en cambio, le era más familiar. La silueta de ese hombre elegante, tocado con su característica gorra, la vislumbró alguna vez de camino a la cama, ya con el camisón puesto, en el noticiero nocturno que sus padres veían en la televisión. De todas maneras, a Sonia la historia no le interesaba particularmente, como tampoco las materias científicas, o las que tuvieran que ver con la política. De siempre le gustaron los idiomas, para los cuales tenía una cierta facilidad. Su padre le había animado a aprender ruso y le había pagado un profesor particular. Sonia lo entendía y lo hablaba, aunque le costaba leerlo. También aprendió francés, en casa. Además los idiomas servían para viajar, para conocer otra gente, otras costumbres, otros mundos, para descubrir esos lugares que había podido avistar en las vidas de los misioneros.

Más tarde, cuando hubo dejado el internado de Giaveno y se matriculó en un instituto de Turín para hacer el preuniversitario, sus sueños infantiles se fueron transformando. Se fueron adaptando a la realidad. La idea de ser azafata de Alitalia, de ganarse la vida viajando por el mundo, llegó a seducirla. No requería un esfuerzo excesivo y, cuando hubiera terminado el bachillerato, cumpliría con casi todos los requisitos; era bien parecida, de buenos modales, medía lo que tenía que medir, sabía ruso y francés, lo tenía todo... Sólo le faltaba perfeccionar su inglés.

-Papá, quiero ir a Inglaterra a aprender bien inglés...

-Ni hablar.

A Stefano, la idea de que su hija viviese entre aviones y hoteles de acá para allá no le hacía la más mínima gracia, y tampoco le parecía algo serio. Si quería aprender inglés, ya le pagaba clases en una academia, no necesitaba marcharse de casa. ¿Acaso no había aprendido ruso con un profesor particular? ¿Acaso no había aprendido francés sin ir jamás a Francia? Sonia, que conocía bien la testarudez de su padre, evitaba enfrentarse a él, pero en el fondo era igual de cabezona cuando estaba convencida de lo que quería. De casta le viene al galgo...

Así que se granjeó el apoyo de su madre y mientras terminaba sus estudios, trabajaba esporádicamente en Fieratorino, la organización encargada de los congresos y las ferias industriales, como el famoso Salón del Automóvil Sonia hizo sus pinitos de azafata, y hasta de intérprete de ruso en un campeonato de golf. Le gustaba el contacto con gente diversa. La misma curiosidad que sentía hacia los idiomas la sentía hacia la cultura y el espíritu de la gente que los hablaba. El mundo era definitivamente mayor que la pequeña Orbassano, yesos trabajitos le ensanchaban el horizonte. Poco a poco, su sueño de ser azafata se fue transformando en el de ser profesora de idiomas o, mejor aún, intérprete en algún organismo internacional como las Naciones Unidas.

Como buen montañés, Stefano era autoritario y rígido, pero no tan terco como para no darse cuenta de las necesidades de sus hijas. Estaba atrapado en un dilema común a la gente de su generación: por una parte sentía la necesidad de tenerlas bajo control y de educarlas a la manera tradicional (las chicas podían hacer ciertas cosas; los chicos, en cambio, podían hacer todo lo que quisieran) y por otra veía que los tiempos cambiaban y que ya no se trataba de esperar a que encontrasen marido. y aun así, mejor que fuesen económicamente independientes para no tener que vivir bajo la férula de un hombre. De modo que ante la presión de su mujer que estaba empeñada en que sus hijas tuvieran una profesión, transigió, y aceptó hacerse cargo del viaje y de los estudios de Sonia en Inglaterra. Pero no estaban dispuestos a que su hija fuese de au pair a vivir con cualquier familia en una ciudad cualquiera. Eligieron Cambridge, cuna de una de las más prestigiosas universidades y colleges. En la edad en la que estaba Sonia, más valía rodearla del mejor ambiente posible... Ella se lo agradeci ó

abrazándole y besándole como cuando era pequeña, buscando las cosquillas de su bigote.

El 7 de enero de 1965, se despidió de sus hermanas y dio un fuerte achuchón a Stalin, el viejo perro que había sido su compañero de juegos durante toda su infancia. Sus padres la acompañaron hasta el aeropuerto de Milán, a una oretta de distancia. La neblina de la mañana dio paso a un día soleado y frío. Sonia se debatía entre la excitación de viajar sola por primera vez y el miedo a lo desconocido. Tenía dieciocho años y la vida por delante. Una vida que ni en sus sueños más descabellados hubiera podido imaginar.

4

«Para ellas, siempre lo mejor... » Stefano nunca escatimó con sus hijas. La Lennox Cook School era una de las mejores y más caras escuelas de idiomas de Cambridge, situada en una bonita calle un poco apartada del centro. Presumía de haber tenido al famoso escritor E. M. Foster entre sus profesores de literatura, aunque en aquellos años era demasiado mayor y sólo iba esporádicamente a dar alguna charla. Por el precio de la matrícula, la escuela se encargaba también de buscar una familia inglesa a cada estudiante que lo solicitase, para que pudiese vivir como huésped de pago. Comparado con el de Turín, el clima de Cambridge le pareció a Sonia deprimente: el frío congelaba los huesos a causa de la humedad, caía un chirimiri constante y se hacía de noche a las cuatro de la tarde. Además era un frío penetrante porque, para ahorrar, los radiadores de la casa se mantenían apagados la mayor parte del día. Para su sorpresa, el de su habitación funcionaba sólo con monedas. Había pensado que vivir en el seno de una familia inglesa sería como hacerlo con cualquier familia italiana, donde todo se compartía. Pero eso era desconocer las costumbres locales. Ser huésped de pago era un negocio más y, como tal, todo se contabilizaba. Descubrió horrorizada que tenía que pagar cada vez que quería darse un baño y que le iba a salir caro mantener el nivel de higiene diaria al que estaba acostumbrada. Pero lo peor eran las comidas. Nunca había comido col hervida ni carne con mermelada ni tortilla de patatas acompañada de... patatas. Levantarse por la mañana y encontrarse frente a una tostada con judías blancas en salsa de tomate le cortaba el apetito. Y la tostada con espaguetis blandos y pegajosos que le dieron un día le pareció una broma de mal gusto, aunque al ver que los demás le hincaban el diente con fruición, se dio cuenta de que así eran las cosas en ese país tan raro. A esto se sumaba la dificultad que tenía de expresarse: era incapaz de sostener una conversación fluida con la familia de acogida. En realidad, sabía menos inglés de lo que se había imaginado.

Al principio, pensó que nunca se acostumbraría. Su timidez constituía un obstáculo para relacionarse. Evitaba verse con otros italianos porque estaba allí para estudiar y no para divertirse. Los primeros días se dedicó a descubrir la ciudad. La iglesia gótica del King's College y el río lleno de bateas con turistas eran dos de sus lugares preferidos. Pero había muchos sitios interesantes como la capilla del Trinity College con sus estatuas y placas en honor a los grandes personajes que habían estudiado o investigado allí, como Isaac Newton, Lord Byron o el propio Nehru; el «puente matemático», el primer puente en el mundo diseñado según el análisis de las fuerzas matemáticas que actúan sobre su estructura ... No le pareció extraño que Cambridge fuese considerada una de las ciudades más bellas de Inglaterra, pero eso no dejaba de ser un pobre consuelo a su soledad. A la salida de clase solía deambular por las calles del centro. De vez en cuando entraba en una de las numerosas librerías, sobre todo en las que tenían prensa extranjera, para hojear alguna revista o periódico italianos. Ese fugaz contacto con su país era como un bálsamo. Sentía tanta nostalgia, echaba tanto de menos a los suyos, que al regresar a su cuarto gélido se le caía el alma a los pies. Pero ¿por qué demonios se me habrá antojado venir a estudiar a un sitio así?, se preguntaba mientras daba una fuerte calada a su inhalador.

Por muy tímida que fuese, era imposible no hacer amigos a los dieciocho años en un lugar como Cambridge, donde uno de cada cinco habitantes era estudiante. Los había de todas las nacionalidades y todas las razas y se dedicaban a todo tipo de actividades durante su tiempo libre, desde el deporte al arte dramático, pasando por escuchar música en vivo o ir de pícnic al Orchard Tea Garden, unos jardines en un paraje idílico que parecía sacado de una novela de Thomas Hardy y cuya cafetería servía una deliciosa tarta de queso. Son ellos los que habían impreso a la ciudad ese ambiente cosmopolita, divertido y a la vez interesante, por el que Cambridge era mundialmente conocida, y muchos eran como Sonia, es decir extranjeros sin familia ni amigos. Se necesitaban los unos a los otros.

Fue un chico alemán quien le habló por primera vez de un restaurante donde se comía decentemente. Christian von Stieglitz era un estudiante de Derecho Internacional en el Christ's College, un chico alto, bien parecido, con ojos de un azul intenso y mirada pícara. Medio inglés medio alemán, hablaba varios idiomas, aunque sentía predilección por el italiano y el francés. y por las italianas y las francesas, de modo que ... ¡qué mejor manera de unir lo útil a lo agradable que pululando por las escuelas de idiomas, llenas de guapas estudiantes! Así fue como conoció a Sonia, y la convenció para que probase el único lugar en Cambridge donde se comía decentemente. No era muy caro, y tampoco estaba lejos de la escuela. El Varsity era conocido por ser el restaurante más antiguo de la ciudad y se jactaba de haber tenido como ilustres comensales al príncipe Faisal y al duque de Edimburgo en su época de estudiantes. Diez años antes había sido comprado por una familia grecochipriota y desde entonces ofrecía platos mediterráneos a su numerosa clientela, que incluía tanto profesores como alumnos. Se encontraba en un edificio antiguo de fachada de ladrillo visto pintada de blanco con dos grandes ventanas a cuadritos en el piso superior. Estaba anunciado por un rótulo discreto de letras negras. Era un local estrecho y desde los ventanales que daban a la calle se podían ver los edificios del Emmanuel College, otra institución con mucha solera donde había estudiado el mismísimo señor Harvard, y que le sirvió de inspiración para fundar la universidad que lleva su nombre cerca de Bastan.

Para Sonia fue una auténtica revelación, y un consuelo para su pobre estómago. Era lo más cercano a la comida casera que había probado desde que había llegado a la ciudad. Así que pronto se aficionó a los mezze, los aperitivos que incluían mojar pan en tarama, una crema hecha a base de huevas de pescado y limón, los pinchos de carne asados a la parrilla de carbón o la especialidad de la casa, el cordero al horno que se derretía en la boca como si fuese mantequilla. Además le gustaba el ambiente. Uno podía ir solo a comer al Varsity y no sentirse solo. Más de una vez debió cruzarse con un personaje que cojeaba un poco por aquel entonces y siempre iba cargado de libros. Desarrollaba investigaciones sobre cosmología en la universidad y años más tarde su nombre daría la vuelta al mundo. Se llamaba Stephen Hawking y también era asiduo del Varsity.

Otro personaje que acudía allí saltaría a la fama mundial, pero por otras razones. Sonia se había fijado en él varias veces porque ocupaba, junto a un grupo de estudiantes bullangueros, una mesa larga próxima a la suya.

«Uno de aquellos chicos destacaba por su aspecto y por sus modales -contaría Sonia-. No era tan escandaloso como los demás, era más reservado, más amable. Tenía grandes ojos negros y una sonrisa maravillosa, inocente y desconcertante a la vez.»

Unos días más tarde, mientras Sonia estaba a lmorzando con una amiga suiza en una mesa en una esquina del piso de arriba, le vio acercarse, acompañado de Christian van Stieglitz, su amigo alemán. Después del habitual intercambio de saludos y bromas, el europeo le dijo:

-Mira, te presento a mi compañero de piso, es de la India, se llama Rajiv...

Se dieron la mano: «A medida que nuestras miradas se cruzaban por primera vez -diría Sonia-sentía latir mi corazón.» Rajiv la había estado observando durante todo el almuerzo, cautivado por su belleza serena.

-¿Te gusta? -le había preguntado Christian-. Es italiana, la conozco...

-Pues preséntamela.

El alemán estaba sorprendido porque Rajiv no era especialmente ligón ni mujeriego, sino más bien distante y apocado. «La primera vez que la vi -contaría Rajiv-, supe que era la mujer de mi vida.»

Esa misma tarde decidieron ir los cuatro a Ely, un pueblo a veinte kilómetros de Cambridge conocido por su soberbia catedral románica erigida dentro de los muros de un monasterio benedictino. Se desplazaron en el viejo Volskwagen azul de Christian, cuyo techo parecía picado de viruela . El responsable de ello había sido Rajiv, que había dado dos vueltas de campana un día en que había salido a dar una vuelta. Conducir era una de sus pasiones. Como no tenían dinero para llevarlo a un taller de chapa y pintura, para arreglarlo tuvieron que meterse dentro del vehículo y enderezar el techo a patadas. Por lo demás, el Escarabajo era el sueño de todo estudiante porque suponía tener un medio de transporte privado para salir de la rutina y descubrir el país a su antojo.

El paseo a Ely no tuvo nada de extraordinario, sin embargo fue el más especial de los que Rajiv y Sonia hicieron juntos en toda su vida. El que nunca olvidarían. Era una tarde sin lluvia, y parecía que los rayos de sol acariciaban el musgo de los muros e iluminaban los tejados de pizarra negros y brillantes por la humedad. Ely era un maravilloso pueblo conocido por albergar el mayor conjunto de edificios medievales todavía en uso en toda Inglaterra, Un lugar mágico, donde era fácil perderse entre las casas viejas y los jardines antiguos, donde disfrutaron de unas vistas espectaculares sobre la campiña inglesa desde lo alto de los torreones. Christian, que lo conocía bien, hacía de cicerone y les mostraba los rincones más bonitos y románticos, como un mago sacando prodigios de su chistera. Fue una tarde tranquila, en la que Rajiv y Sonia hablaron poco, dejándose mecer por un sentimiento de plenitud que parecía sobrepasarles. «El amor de Rajiv y Sonia empezó allí

mismo, en los jardines de la catedral, y en ese preciso instante. Fue algo inmediato. Nunca vi a dos seres conectar de esa forma, y para siempre. Desde ese momento hasta el día de su muerte se hicieron inseparables», recordaría Christian más tarde.

¿Puede el amor surgir de una manera tan instantánea, insolente casi? Cuando Rajiv le cogió la mano mientras paseaban a la sombra de los muros vetustos de la catedral, Sonia no tuvo fuerzas para retirarla. Pensó en hacerlo, pero no lo hizo. Esa mano cálida y suave le transmitía una seguridad y, ¿por qué no decirlo?, un placer inmenso y profundo. Como si toda su vida hubiera estado esperando ese contacto envolvente. No pudo retirarla, aunque su conciencia le indicaba que debía hacerlo.

En los días siguientes, intentó luchar contra ese sentimiento que le ponía el corazón al galope y que le provocaba cierta ansiedad porque era incontrolable. Se empeñaba en dominarlo, en no dejarse consumir por ese fuego que la sonrisa de Rajiv había encendido en su interior. Las mujeres no ceden ante los intentos de seducción del primero que llega, eso le habían enseñado desde la ll1ás tierna infancia. Y ella había cedido, aunque sólo fuese dándole la mano, paseando como si fuesen novios de toda la vida. ¿No había que contenerse, disimular los sentimientos, poner los pretendientes a prueba? Pero todo lo que se suponía que debía hacer se estrellaba contra aquella sonrisa, esa mirada de ojos aterciopelados, esa voz tierna que se quebraba porque Rajiv era casi tan tímido como ella.

-¿Quieres venir esta tarde al Orchard?

-No, gracias, hoy no -respondió ella con un nudo en la garganta, sin poder apartar su mirada de los ojos de él.

-Es sólo un rato, y volveremos pronto...

Ella negó de nuevo, esta vez con la cabeza, y sonrió como para no desanimarle, porque en el fondo estaba deseando decir que sí. Rajiv no insistió, se quedó allí plantado, sin saber qué cara poner ni qué hacer con sus manos, como un niño vergonzoso que no sabe cómo encajar una negativa. No era el prototipo del pretendiente italiano, más bien al contrario. Era un poco patoso con las chicas, pero eso, en lugar de disminuirlo, aumentaba su encanto. Rajiv carecía de malicia y de vulgaridad; la verborrea no era lo suyo. Era un chico serio, y su sonrisa parecía franca. Pero para Sonia siempre existía la duda... ¿Y si quiere aprovecharse de mí?

Durante una temporada ella decidió no ir más al Varsity para no caer en la tentación de encontrárselo de nuevo. Mejor cortar por lo sano. Pero entonces su vida volvía a ser tan gris como antes, una vida sin sabor... ni color. ¿Esa atracción hacia ese chico, se rá por no estar sola?, se preguntaba en su gélida habitación mientras hincaba el diente a una manzana. ¿Cómo puede ser un sentimiento auténtico, si casi no hemos hablado? ¿Cómo se puede querer lo que no se conoce? Todas estas preguntas se agolpaban en su mente mientras intentaba convencerse de que no, no podía ser, su imaginación le estaba jugando una mala pasada, no sentía nada por aquel chico. Luego, en momentos de lucidez, se daba cuenta de que él debía ser muy distinto de ella en todo. Era de otro país... ¡Y de qué país! Ni de Europa ni de Estados Unidos, sino de un lugar distante y exótico del que ella no sabía casi nada... ¡Un indio, nada menos! De otra raza, con la piel un poco cetrina y que seguramente profesaba otra religión, que habría sido criado con otras costumbres, casi medievales... ¡Sería una locura enamorarme de alguien así!, se decía entonces. ¿No estaba el mundo lleno de historias de indios o africanos colados por europeas que) una vez las consiguen y las llevan a sus países, acaban de esclavas? Ella se veía de pronto como el capricho pasajero de un príncipe oriental, o algo por el estilo. Entonces por un momento se olvidaba de todo y volvía a ser ella misma, una estudiante italiana perdida en Cambridge, deseando que llegasen las vacaciones para volver a casa y acabar con el vértigo de la soledad y la incertidumbre que, sin saberlo, la estaba convirtiendo en adulta.

Pero el recuerdo de aquella sonrisa no desaparecía con la mera voluntad de borrarlo, como si bastase con apretar un botón para dar órdenes al corazón. La sonrisa de Rajiv se colaba por los entresijos de su mente y, en un despiste, volvía a ocupar un lugar central en su imaginación. Como era mucho más agradable dejarse llevar por la ensoñación que estar luchando contra el dictado del corazón, acababa por dar rienda suelta a sus divagaciones... ¿Qué tenía esa sonrisa que la seducía tanto? ¿Era el refinamiento de sus modales y su manera de expresarse lo que le llegaba al corazón? ¿Era su compostura de príncipe oriental? Rajiv hablaba con el mejor acento inglés, como si hubiera vivido toda su vida en Cambridge. Era cortés y galante, un poco a la antigua, cualidades que escaseaban entre los demás estudiantes. Christian, que le conocía desde hacía ya varios meses, acababa de enterarse de que era nieto del que fuera primer ministro de la India, y eso es algo que impresiona, o por lo menos azuza la curiosidad casi tanto como el hecho de que Rajiv no lo hubiese mencionado antes. A quien le preguntaba, Rajiv explicaba que su apellido no tenía relación alguna con el del Mahatma Gandhi, pero se abstenía de comunicar su parentesco con Nehru. Precisamente de lo que más disfrutaba en Inglaterra era de la tranquilidad que le proporcionaba vivir de manera anónima. Toda su vida en la India había sido el nieto del primer gobernante de la India independiente, un icono venerado por millones de personas. Ahora que podía ser él mismo, quería disfrutarlo al máximo.

A pesar de ser quien era, no tenía dinero para salir. Hubiera querido invitarla a uno de los escasos clubes nocturnos donde se podía escuchar música en vivo y que se llamaba Les Fleurs du Mal, pero el presupuesto no le alcanzaba para tanto. A Christian le sorprendía la diferencia abismal que había entre los dos grandes grupos de estudiantes asiáticos en Cambridge, los pakistaníes y los indios. Los primeros solían tener mucho dinero y lo derrochaban, pero los indios estaban todos en las últimas. La razón se debía a la restricción impuesta por el gobierno indio a sus ciudadanos para limitar la compra de divisas, no pudiendo cambiar más de 650 libras cada vez que salían de viaje. «La belleza de Cambridge -recordaría Christian-es que era un gran nivelador de clases sociales y económicas.»

La vida nocturna era prácticamente inexistente porque cerraban las puertas de los colleges a las once. Había que salir de día, y las distracciones eran muy sencillas: pasear, ir en batea por el río Cam, pasar la tarde en los digs de uno u otro... La segunda vez que Rajiv le propuso salir, ella aceptó, y estuvieron escuchando música en el minúsculo alojamiento de estudiantes que compartía con Christian y que estaba a rebosar de amigos y de discos. Sonia acabó esa tarde con la certeza de que Rajiv la quería de verdad. Daba hasta pena verlo tan enamorado y tan impotente para expresar sus sentimientos. Sonia percibió que él era presa de un torrente de sentimientos que le revolvían por dentro tanto como a ella. Ese día no habían cogido las bicicletas porque llovía, de modo que él la acompañó andando a su casa, un buen trecho, porque ella vivía más cerca del centro. Estaban tan ensimismados en su conversación que se perdieron por la ciudad desierta mientras él le abría su corazón. Confesó que le encantaba vivir en Inglaterra porque aquí se sentía libre por primera vez en su vida. Le contó que desde niño había vivido escoltado por guardias de seguridad en la casa del centro de Nueva Delhi donde su abuelo ejercía de primer ministro. Le contó lo mucho que le disgustaba ser reconocido como hijo de la familia a la que pertenecía, porque cercenaba sus movimientos y su libertad, porque nunca sabía quiénes eran de verdad sus amigos, ya que la gente se le acercaba con segundas intenciones por su proximidad al poder. Le habló de la sensación tan placentera que experimentó la primera vez que condujo el viejo Volkswagen de Christian y que le hizo sentirse libre como nunca antes. También le habló

de la muerte de su padre, ocurrida cuatro años atrás. De la de su abuelo el año anterior, que le dolió aún más porque le quería como a otro padre. «Sí-dijo Sonia tímidamente-, de eso me acuerdo.» Sonia recordaba vagamente haber visto el año anterior en los noticieros de la televisión imágenes de los funerales de Nehru, grandiosos, solemnes y tristes.

Rajiv le hablaba de todo un poco, mezclándolo todo , volcando en desorden recuerdos con deseos, añoranzas con esperanzas, anhelos con pesares. Sonia entendió que, más allá de la diferencia de raza o de nacionalidad, ese chico pertenecía a un mundo al que ella nunca había tenido acceso, ni siquiera mero conocimiento. Más que el hecho de ser de la India, lo que más le separaba de él era la órbita en la que él giraba, tan lejos de la vida de clase media de una italiana de Orbassano como la Tierra de la luna. Todo les separaba, y sin embargo, y quizás por eso mismo, la atracción mutua era todavía más fuerte. Ella simbolizaba para él todo lo que ansiaba: tener una vida normal. No era india, no era inglesa, no era identificable en ningún peldaño de la jerarquía social. Ella representaba el anonimato de la clase Inedia; en otras palabras, la libertad, que es lo que más podía desear un chico de veintiún años que había crecido en una jaula dorada.

Le contó su pasión por la fotografía, por músicos de jazz como Stan Getz, Zoot Sims y Jimmy Smith, aunque también apreciaba a los Beatles y a Beethoven. Pero su auténtica pasión era volar, y había surgido a los catorce años, el día en que su abuelo Nehru le llevó a dar una vuelta en planeador: «El sonido del viento, la sensación de total libertad, la impresión de que estás fuera de todo ... es algo fantástico. Me enganché para siempre.» y la belleza de volar sobre las llanuras del norte de la India, con sus ríos sinuosos, sus pueblecitos rodeados de campos verdes y pardos donde el más mínimo pedazo de tierra está cultivado... A raíz de esa experiencia se hizo miembro del Aeroclub de Delhi y cada vez que volvía de vacaciones, salía en planeador a darse una vuelta y a olvidarse del mundo. Ahora tenía ganas de probar el vuelo con motor y jugaba con la idea de hacerse piloto. A Sonia, este chico le abría las puertas de un mundo desconocido y que brillaba como las estrellas en el firmamento. Era un chico cálido, práctico y a la vez un poco soñador, y sobre todo le inspiraba confianza. Hablaba con total naturalidad, y no presumía de nada porque no lo necesitaba. Era lo contrario de un fanfarrón, lo contrario del típico ligón italiano que tan bien conocía. Caminando junto a él, le parecía de pronto que esas calles no eran las de siempre, que estaba en otra ciudad mucho más bonita que la que había conocido hasta entonces. Rajiv la hacía soñar, la sacaba de su concha, le hacía olvidarse de sí misma y de la nostalgia que había sentido hasta entonces. Esa noche al dejarla en su casa él se le declaró

a su manera un poco torpe, diciéndole que era la primera chica que le había gustado de verdad, y que esperaba que fuese la única. Lo dijo con tanto candor que era difícil no creerle.

Pero aun así, Sonia siguió luchando por quitárselo de la mente, porque era testaruda y porque su corazón oscilaba como un péndulo, desgarrado entre la razón y el deseo. Presa de un torbellino de sentimientos contradictorios, sentía vértigo como si se encontrase frente a un precipicio, titubeando, con miedo a caer. ¿Qué pinto yo en el mundo de ese chico? ¿Qué

tengo yo que ver con un niño mimado al que su célebre abuelo paseaba en planeador? ¿Por qué me dejo deslumbrar? Sonia se jactaba de tener los pies en la tierra, y los tenía. Pero cuanto más se obsesionaba, más distante se mostraba con él, y esa aparente frialdad era para él un acicate aún mayor para seducirla. La realidad era que pensaba en él día y noche, como si se hubiera convertido en su propio aliento. Cuando no estaba con él, buscaba la compañía de las chicas de su clase con el solo fin de hablar de él y de su encanto arrebatador. El sentimiento que la embargaba le sirvió de estímulo para aprender inglés más rápidamente y mejor, tal era la necesidad de estar a la altura, de no perderse los matices de la conversación con Rajiv y sus amigas. ¡No hay como el amor para aprender bien un idioma!, se dijo sorprendida al notar que de repente entendía una conversación, un noticiero, un artículo en el periódico.

Pero era agotador vivir siempre a la contra, cuestionar esa atracción que la llenaba de esperanza y, un mome nto después, de dudas y temores. Cansada de ese vaivén que la llevaba de la euforia a la melancolía, un día dejó de luchar y se abandonó en sus brazos, cuando todavía retumbaba en sus oídos la música de Gerry Mulligan desde el interior de un bar de la concurrida Sydney Street.

5

Del brazo de Rajiv, la vida adquiría otro tono, otro sabor. Los paseos por el río en una batea que llevaba él como un auténtico gondolero por detrás de los colleges, las vistas desde lo alto de la iglesia de St . Mary que disfrutaban sentados en el césped y comiendo un sándwich, el olor de los parques después de la lluvia... Lo más anodino cobraba un relieve inesperado. "Alguna noche acudieron a Les Fleurs du Mal a escuchar música en vivo y a bailar twist, el ritmo que hacía furor en la época y que Sonia bailaba muy bien. Cambridge era de pronto la ciudad más romántica del mundo, y ya no quería estar en ningún otro lugar para disfrutar del presente. Un presente que consistía en verse todos los días, ir en bicicleta de casa de uno a casa del otro, ir de pícnic, hacer planes de fin de semana ... Rajiv era muy aficionado a la fotografía y pronto él, su cámara Minox y Sonia formaron un trío inseparable; había encontrado a su musa perfecta y no paraba de retratarla. El romance alcanzó tal intensidad que el dueño del Varsity, Charles Antoni, dijo que nunca había visto «una pareja tan enamorada... parecía de novela».

El presente también era viajar en el Volkswagen Escarabajo que Rajiv terminó comprando a su amigo por un puñado de libras. Recorrieron la campiña inglesa, visitaron Londres y disfrutaron de una libertad que en ese momento parecía no tener fin. Cuando se les rompió el parabrisas, seguían usando el coche pero envueltos en mantas.

Rajiv vivía como cualquier estudiante inglés, trabajando en sus vacaciones para conseguir dinero extra. Había sido vendedor de helados, otro año había trabajado en la recolección de la fruta, cargando camiones o haciendo el turno de noche en una panadería. «Cambridge me dio una visión del mundo que no hubiera tenido nunca si me hubiera quedado en la India», recordaría Rajiv más tarde. En Sonia encontró una perfecta aliada. Ella era enemiga de las estridencias y las extravagancias y aspiraba a lo que había conocido, a una vida tranquila y estable sin sobresaltos ni sustos. Si Sonia percibía la diferencia tan grande que le separaba de él, también vio los puntos que tenían en común. Ambos eran de naturaleza tímida y no buscaban protagonismo de ningún tipo. Ni las mieles del éxito ni la notoriedad les llamaban la atención, más bien al contrario, era algo de lo que más valía huir.

«No les interesaba el mundo exterior ni la vida mundana... Valoraban ante todo la privacidad», diría Christian. Ambos tenían un concepto muy parecido de la vida familiar, quizás porque en sus respectivas culturas la familia es el valor supremo. Rajiv carecía de ambición política, le gustaban las cuestiones técnicas y las actividades manuales. Le confesó que si había hecho el esfuerzo de ingresar en el Trinity College, había sido por complacer a su abuelo, que había estudiado allí y que albergaba la ilusión de que uno de sus nietos siguiese sus pasos. Pero ahora que había muerto Nehru, Rajiv estaba pensando seriamente en dejar el Trinity College y dedicarse a su verdadera vocación, ser piloto de avión. No sabía todavía cómo decírselo a su madre. Lo que sí supo decirle por carta a Indira, en marzo de 1965, mes y medio después del encuentro en el Varsity, es que había conocido a Sonia:

«... Siempre me preguntas sobre las chicas que conozco y si hay alguna que me atraiga especialmente. Pues ahora te digo que he conocido una chica muy especial. Todavía no se lo he pedido, pero es la chica con quien quiero casarme.» En su respuesta, su madre le recordó que la primera chica que uno conoce no es necesariamente la más adecuada. Quería atemperar la pasión de su hijo. Al fin y al cabo, sólo tenía veinte años. Pero en su siguiente carta, Rajiv le confesó: «Estoy seguro de que estoy enamorado de ella. Ya sé que es la primera chica con la que salgo, pero ¿cómo saber si uno va a conocer otra que sea mejor?» A vuelta de correo, Indira le anunció que acababa de aceptar su primer puesto oficial, que lo había hecho un poco a regañadientes, pero que ya estaba: era ministra de Información del gobierno de la India. Como tal, tenía la intención de hacer un viaje oficial a Londres a finales de año y le gustaría aprovechar esa oportunidad para conocerla. A Sonia se le hizo un nudo en el estómago al enterarse de la noticia. En cuanto a contárselo a los suyos, era totalmente incapaz de armarse del valor necesario. No quería ni imaginar cuál sería la reacción de su padre...

Pero la noticia de la llegada de Indira le hizo olvidar por un momento el presente. De pronto presintió nubarrones en el horizonte de su felicidad. Volvieron los miedos y se preguntaba qué futuro había en aquel romance. Era demasiado bonito para durar. Ya no dudaba de sus sentimientos; al contrario, estaba loca por Rajiv, nunca había conocido un arrebato semejante, pero intuía que la diferencia tan enorme que había entre sus orígenes acabaría por hacer mella en la relación, y podría quizás arruinarla por completo. Lo poco que sabía de la India lo había aprendido de un amigo que lo había descrito como un país lejano e inmenso poblado de encantadores de serpientes y de elefantes y anquilosado por la pobreza y el atraso. Un país que carecía de las comodidades más básicas, un país castigado por un clima implacable, un país sucio donde las vacas campaban a sus anchas y eran más respetadas que los miembros de las castas más bajas, en definitiva un país difícil y apasionante... para un antropólogo o un yogui, pero no para una chica que aspiraba a trabajar en un organismo internacional y a tener una vida familiar sin problemas. ¿Dónde encajaba Rajiv en aquel cuadro? Los Nehru, le había explicado ese amigo que tampoco estaba demasiado al corriente, eran de origen aristocrático, de Cachemira. De alguna manera dominaban la sociedad de su país, y hasta cierto punto habían estado controlando la política mundial... A su lado, ¿qué eran los Maino?, pensaba Sonia. Unos paesani, se decía a sí misma. ¿Qué podía aportarle a Rajiv la hija de un pequeño constructor de provincias italiano? Estaba segura de que la madre de Rajiv se haría la misma pregunta, y eso le provocaba una gran desazón. Sonia era consciente de que sus familias «no podían ser más distintas», según sus propias palabras. Tampoco conseguía imaginarse diciéndole a su padre que se había enamorado de un hombre de piel cetrina, que encima era indio y que además profesaba, al menos oficialmente, la religión hindú. No, ésa era una píldora que el bueno de Stefano Maino no iba a tragarse con gusto, por muy primer ministro que hubiese sido el abuelo. Su naturaleza introvertida le impedía compartir sus temores con Rajiv. No quería romper la felicidad, que podía ser tan frágil como el cristal más fino. Con él era de una dulzura llena de reserva y los ojos con los que le miraba estaban cargados de interrogantes. Era indio, pero en sus gestos y su manera de hablar veía a un inglés. Era distinguido y a la vez se comportaba con una sencillez pasmosa. Sonia, en realidad, experimentaba un cambio extraño y definitivo que abocaba a la aceptación ciega, total, de lo que podría, a causa de Rajiv o gracias a él, ocurrirle más adelante. Sentía que en la frontera lejana de su propio ser todo había sido fijado de antemano por el destino, antes siquiera de que hubiera nacido.

Un fin de semana Sonia conoció a Sanjay, el único hermano de Rajiv, dos años menor, que estaba haciendo un curso de aprendizaje en la casa Rolls-Royce en Crewe, a tres horas de camino, y que solía ir a Cambridge a divertirse de vez en cuando. Era muy guapo, como su hermano, pero con un atractivo diferente. Sanjay tenía un rostro oval, unos labios más gruesos y sensuales y unas incipientes entradas. Al igual que su hermano, exhibía unos modales impecables y hablaba con voz suave con un perfecto acento británico. Ambos eran frugales en sus hábitos. Sanjay comía poco, pero hablaba mucho de política y le encantaban los parties. A Rajiv no le gustaba ni fumar ni beber, no le interesaba nada la política, más bien renegaba de ese mundo y prefería una cena tranquila con amigos a una fiesta ruidosa. Sanjay era más frío que su hermano mayor, no desprendía esa sensación de tranquila calidez, de buena persona que tanta seguridad daba a Sonia. Y sus miradas eran distintas. Rajiv lo hacía como acariciándote con sus ojos almendrados. Su hermano, en cambio, tenía una mirada distante, algo insolente. Se le notaba muy orgulloso de ser quien era, al revés que su hermano.

Fue un año maravilloso, quizás el más feliz de sus vidas, si por felicidad se entiende la ausencia casi total de preocupaciones y problemas. Pero el curso llegaba a su fin, y las vacaciones de verano iban a inter rumpir el idilio de Cambridge.

En julio de 1965, Rajiv y Sonia se separaron por primera vez. Sonia regresó a Italia. Había llegado unos meses atrás como una chiquilla, ahora regresaba como una mujer, con la idea firme de hacer su vida con Rajiv. No sabía cómo ni cuándo, pero estaba decidida. Fue una despedida feliz e inquietante al mismo tiempo porque, si bien estaban convencidos de que volverían a encontrarse, Sonia temía la reacción de sus padres. El futuro estaba sembrado de incógnitas.

Le llenó de satisfacción darse cuenta de lo mucho que había mejorado su inglés cuando le salieron unos trabajos de intérprete en las ferias de Turín. Qué diferencia, qué soltura... Al menos, el signor Maino no había tirado el dinero. Fue una buena noticia para sus padres. La otra, la importante, no conseguía verbalizarla. Por mucho que lo ensayara mentalmente, no le salía. «Quiero deciros que estoy enamorada de un chico... ¡No, así no, es ridículo! -se decía, antes de ensayar otra manera-: He conocido a alguien muy especial y me quiero casar con él... Pero ¿cómo les voy a decir eso?», volvía a decirse desesperada. Cuando llegaba el momento de enfrentarse a ello, se quedaba paralizada. «Aunque éramos una familia muy unida -escribiría Sonia más tarde-, ellos eran muy convencionales, especialmente mi padre que era un patriarca a la vieja usanza. En aquel tipo de familias, el contacto entre chicos y chicas estaba estrictamente vigilado y controlado.»

Rajiv no entendía la reticencia de Sonia a hablar con sus padres. Ella intentaba explicarse: ¿Cómo contarles de sopetón que había estado viviendo una historia de amor apasionada todos estos meses sin haberles comunicado nada? No sabía cómo romper el hielo. «No parece que sea capaz de decírselo -escribió Rajiv a su madre-. No puedo entenderlo. Debe ser algo muy peculiar. Sólo hace lo que dice el padre.» Claro que Rajiv no conocía a Stefano Maino, nunca había visto su rostro enrojecido, sus facciones rudas de montañés, nunca había oído su voz ronca ni su tono tajante cuando algo no le gustaba.

«Me llevó mucho tiempo hacerme con el valor suficiente para hablar a mis padres de mis sentimientos hacia un chico que para ellos no sólo era un extraño sino un extranjero también,» La ocasión se produjo después de la boda de Pier Luigi, el dueño del bar-estanco en Via Frejus. Pier Luigi, que la había visto crecer, había querido que fuese testigo de su boda. Fue el gran acontecimiento del verano en el barrio. Una fiesta con música y mucha bebida en el bar, que estaba a rebosar de gente, tanta como en la cita anual que reunía ritualmente a los vecinos para ver en la televisión el Festival de San Remo.

-Estoy enamorada, le quiero -les dijo después de explicarles quién era el chico y cómo se habían conocido.

-¿Qué edad dices que tiene?

-Veinte años...

-Es demasiado joven -terció su madre.

-¡Y encima es de por ahí! -añadió el padre.

Tal y como se lo había imaginado, no mostraron el más mínimo entusiasmo. Reaccionaron con un desdén total, como si su hija hubiera sido presa de un ataque de locura pasajero. No había nada en aquella relación que pudiera gustarles: el chico tenía apenas dos años más que Sonia, era extranjero, pero no era inglés ni francés sino de un país que sólo salía en las noticias por sus desastres, era un terrone, como los del norte de Italia llaman a los inmigrantes del sur, con el agravante de que ni siquiera era italiano. Y

tenía otro defecto importante: no era católico. Para ellos, Sonia había ahogado la inquietud de sentirse sola por primera vez en un país extranjero cayendo en brazos del primero de turno.

-Ya se le pasará...

Pero no se le pasaba. Hasta el cartero bromeaba con la familia porque ahora traía cartas diarias, todas con membrete de Inglaterra, todas para Sonia. La «niña» se pasaba largas horas en su cuarto, respo ndiendo su volun1inosa correspondencia, o esperando ansiosa una conferencia telefónica. Luego estaban las hermanas, que entendieron que Sonia estaba realmente enamorada. El «ya se le pasará» de los padres dio lugar al « ¿y si va en serio?» de Anushka y Nadia. Lo único que dulcificó la postura de su madre fue enterarse de que por lo menos el chico era «de buena familia». ¡De algo había servido mandarla a la escuela más cara de Cambridge! Que fuese el nieto de Nehru, que su madre Indira estuviese en el gobierno a Stefano le dejaba indiferente, pero Paola sí era sensible a ello. Y las hermanas también. Ya se veían desfilando a lomos de elefante en los jardines de algún palacio indio. Para ellas, la historia tenía algo de cuento de hadas; un príncipe oriental se había enamorado de su hermana... Era excitante.

El caballo de batalla fue el regreso a Cambridge. Su padre no quería que ella volviese. Según él, ya sabía suficiente inglés. En realidad, quería cortar por lo sano el idilio de su hija. Pero Sonia estaba empeñada en conseguir su título, el Proficiency in English, y para ello necesitaba un año más. Como siempre, la influencia de Paola fue decisiva. Ella y su marido sabían perfectamente que su hija quería volver porque estaba enamorada, pero Paola insistió en la importancia de que obtuviese un título. Sonia se mantuvo firme. Les dijo que si no querían ayudarla, estaba dispuesta a hacer como muchas chicas que estudiaban inglés allí, se buscaría un trabajo y se haría independiente. A nadie le gusta enfrentarse a sus padres, a Sonia aún menos porque no iba con su carácter de chica dócil. Pero podía más el amor. Sus padres acabaron por ceder, pensando que oponerse al romance de su hija no haría más que exacerbarlo. Mejor que regrese a Inglaterra, pensaron. Por lo menos volvería con un título. Estaban seguros de que aquella historia de amor, que ellos veían como una excentricidad, no aguantaría el paso del tiempo... Lo único que podían hacer era aconsejarle: ojo donde te metes, no te precipites.

Sonia era tan respetuosa con las tradiciones familiares, y tan poco amante de la confrontación, que les prometió tenerlos al corriente de todo. De modo que, de regreso a Cambridge y ante la próxima llegada de Indira, que había mostrado el deseo de conocerla, pensó que era me jor que sus padres lo supieran. Rajiv, que estaba deseando ponerse en contacto con los Maino, aprovechó la ocasión para mandarles una carta y pedirles permiso para que el encuentro entre su hija e Indira Gandhi tuviera lugar. Una carta archiformal y muy respetuosa que dejó a los Maino pasmados, pero ¿qué iban a hacer, negarse a ello? Stefano no lo hubiera dudado ni un segundo, pero su mujer le convenció para que diese su autorización.

6

Era invierno y la carretera brillaba por la lluvia. Estaban llegando a la City en el Volkswagen desvencijado de Rajiv cuando a Sonia le entró un ataque de pánico. De pronto, la perspectiva de acudir a una recepción en la embajada de la India y de encontrarse con la madre de su novio en un ambiente que desconocía la aterrorizó y la paralizó. ¿Qué voy a hacer yo allí?, se dijo súbitamente. Un torrente de preguntas, algunas serias, otras triviales, se atropellaban en su cabeza: ¿Cómo hay que tratarla? ¿Estaré

vestida adecuadamente? ¿Qué tengo que decirle? ¿Y si me desprecia? ¿Y si se muestra agresiva conmigo?

-No digas tonterías -le repetía Rajiv.

De repente, a Sonia se le caía el mundo encima. Le parecía que los meses pasados en compañía de Rajiv habían sido un sueño que estaba a punto de hacerse añicos. Pensó que no estaba preparada para conocer a su madre. Además, ese encuentro significaría comprometerse aún más, ¿y cómo podía hacerlo si sus propios padres se habían mostrado tan reacios a su idilio?

-Pero si están al corriente, si tu padre te ha dado permiso... ¿Ahora te echas atrás?

Rajiv no entendía nada. Sonia estaba asustada. Pensaba que quizás su padre tuviera razón y había llegado el momento de pisar el freno, de serenarse, de dar marcha atrás...

-Sonia, hemos quedado, nos están esperando...

-Lo siento, no voy, no puedo.

Sonia perdió los estribos, era incapaz de controlarse. Los esfuerzos de Rajiv para calmarla no dieron resultado, de modo que tuvo que llamar a su madre e inventarse una excusa para cancelar la cita.

La pospusieron para unos días más tarde, c uando Sonia se hubo serenado. Esta vez se prometió a sí misma portarse bien, pero seguía siendo un trago difícil de pasar. Le temblaban las piernas cuando subía los peldaños de la residencia del embajador de la India, donde se hospedaban Indira y su amiga del alma, Pupul Jayakar, que le había ayudado a organizar el homenaje a Nehru. Las dos estaban todavía excitadas porque la víspera, después de un recital de poesía de Allen Ginsberg y otros poetas de la generación beat, habían terminado a la una de la madrugada en un restaurante español comiendo tapas y viendo bailar flamenco. A su regreso, se habían encontrado con el embajador preocupadísimo; estaba a punto de llamar a la policía porque pensaba que les había pasado algo. Indira les recibió en su habitación, levemente perfumada de incienso. Sonia se encontró frente a una mujer de aspecto frágil envuelta en un elegante sari de seda. Reconoció en sus ojos negros y almendrados los de Rajiv. El cabello recogido en un moño dejaba ver en la frente un mechón de abundante pelo blanco a pesar de sus cuarenta y ocho años. Ese mechón, que se convertiría en su seña de identidad, le confería una innegable distinción. Tenía una sonrisa llena de encanto, maneras delicadas y una prominente nariz que procuraba disimular con maquillaje bajo los ojos para atenuar las sombras. En realidad y según le había confesado a su amiga Pupul, lo que le hubiera gustado de verdad hubiera sido operarse esa nariz.

«Me encontré frente a un ser humano perfectamente normal -diría Sonia-, frente a una mujer cálida y acogedora. Hizo todo lo posible para que me sintiese a gusto. Me habló en francés cuando notó que yo dominaba más esa lengua que el inglés. Quería saber de mí, de mis estudios.» Rajiv debió

de haberle contado a su madre algo sobre el ataque de nervios, porque Indira le dijo que «ella también había sido joven, terriblemente tímida, y enamorada, y que me entendía perfectamente».

Sonia, relajada, disfrutó de ese primer encuentro, que terminó de la manera más familiar posible. En efecto, la pareja tenía que asistir a una fiesta de estudiantes y Sonia pidió cambiarse de ropa en un cuarto de la embajada. Pero nada más salir, tropezó y el tacón de su zapato rasgó el dobladillo de su traje de noche. «La madre de Rajiv -contaría Sonia-se hizo con una aguja e hilo negro y, fiel a su estilo pausado, que observaría de cerca más tarde, se puso a coser el dobladillo. ¿No era exactamente eso lo que hubiera hecho mi madre? Todas mis dudas desaparecieron, por lo menos de momento.»

Una corriente de simpatía pasó entre esas dos mujeres tan diferentes en todo, excepto en el amor por Rajiv. Indira no se lo había comunicado a su hijo, pero la idea de tener algún día una nuera extranjera la tenía un poco desconcertada. Ahora, después de conocerla, sus reservas se habían disipado: «Aparte de guapa -le escribió a su amiga norteamericana Dorothy Norman-es una chica sana y directa.»

Dorothy se alegró de recibir esas noticias de su amiga. Por fin, parecía que Indira salía de la profunda crisis existencial en la que se debatía desde la muerte de su marido Firoz hacía cuatro años, y desde la más reciente de Nehru, su padre. Viuda primero, y después huérfana. Además, como sus hijos estaban en el extranjero, se había quedado sola. El día en que Rajiv se había marchado a Cambridge, Indira había escrito a Dorothy: «Me siento triste. Es un momento desgarrador para una mujer cuando su hijo se hace un hombre. Sabe que ya no depende de ella y que de ahora en adelante él va a hacer su propia vida. Y aunque a veces la dejen echar un vistazo a esa vida, siempre lo hará desde fuera, desde la distancia de otra generación. Mi corazón sufre.»

A Indira le costó mucho reponerse de la muerte de Nehru, ocurrida en una calurosa tarde del 27 de mayo de 1964. En sus últimos días, ella no le había dejado ni un segundo, siempre pendiente de sus necesidades, administrándole las medicinas, supervisando su dieta, apartando las visitas. La última foto que les hicieron juntos, en la que se la ve en cuclillas a su lado, muestra una expresión de profunda tristeza y gran ternura en su rostro. Indira había pasado los últimos años pegada a él, organizándole la agenda, coordinando las visitas de dignatarios extranjeros como el Sha de Irán, el rey Saud, Ho Chi Minh o Krushchev. Había llegado hasta a hacer de canal de comunicación entre él y sus ministros. El propio Nehru, al ser nombrado máximo mandatario cuando la India se hizo independiente en 1947, le había pedido que asumiese el papel de «primera dama», ya que su esposa había fallecido tiempo atrás y él necesitaba a alguien de confianza que supiera llevarle la casa. Indira había aceptado con reticencia al principio, luego con auténtica devoción. Lo había hecho no sólo porque era una obediente hija india, sino porque su matrimonio se desmoronaba. Estaba harta de las infidelidades de Firoz, su marido. De hecho, vivían prácticamente separados desde hacía tiempo, de modo que ella y sus hijos se instalaron en Teen Murti House, la bonita residencia del primer ministro de la India en el centro de Nueva Delhi. Lo primero que hizo Indira fue descolgar la colección de retratos de héroes imperiales y mandarlos al Ministerio de Defensa. Luego, los reemplazó por artesanía india, y trocó las gruesas cortinas francesas por visillos de algodón crudo, el tejido que la rueca de Gandhi convirtió en símbolo de autarquía. Arregló el cuarto de su padre con una cama baja rodeada de sus libros y fotografías favoritos. Un día confesó que le hubiera gustado ser decoradora de interiores, pero el destino le tenía reservado otro papel. Si la muerte de Nehru había privado al mundo de un gigante -había sido el líder indiscutible del movimiento de países no alineados que agrupaba a más de la mitad de la población mundial-; si había dejado a la India sin el símbolo de su lucha por la libertad y sin primer ministro, y al Partido del Congreso sin su máxima autoridad, a su hija Indira la había dejado en medio de un inmenso cráter, como si su muerte hubiera sido una bomba que hubiera arrasado todo a su alrededor. Nehru había sido la presencia y la fuerza dominante en su vida, el faro que había guiado sus pasos. Quizás esa pasión por su padre era consecuencia de lo mucho que le había echado de menos de niña, ya que él pasó casi más tiempo entre rejas que en casa debido a su activismo político. Pero cuando volvía, su presencia llenaba de alegría la mansión familiar de Anand Bhawan, en Allahabad. Ya entonces era una leyenda de carne y hueso, siempre relajado, por mucha tensión que hubiera a su alrededor, con un rostro que parecía esculpido por un cincel, un cuerpo bien proporcionado, una mirada tímida e inquisitiva al mismo tiempo, una risa franca y una elegancia natural que resaltaba llevando una rosa en el ojal del tercer botón de su sherwani. Su gran cultura, su afilado sentido del humor y sus dotes de orador le granjeaban la simpatía allí donde se encontrara. Se desenvolvía con la misma facilidad en los salones de la alta sociedad que en las cárceles de su graciosa majestad. Llegó a tener de interlocutores desde sus profesores de Cambridge a jefes de gobierno y virreyes, desde el mismísimo rey emperador de Inglaterra -y sus carceleros-a jefes tribales de Afganistán.

Después de que su padre, el gran Motilal, le dejase solo a los trece años en el internado de Inglaterra, Nehru se quedó siete años aprendiendo Ciencias Políticas e interesándose por los últimos avances tecnológicos. Volvió de Inglaterra en 1912, transformado en un caballero británico. Empezó

a trabajar en el bufete de su padre, y éste se mostró muy satisfecho con los sustanciales ingresos que ahora le proporcionaba su hijo. El resto del tiempo lo repartía entre la biblioteca del Colegio de Abogados y la institución que no podía faltar en la India colonial, el club, donde pasaba largas y tediosas horas sentado en los sillones chester de los salones sobrecargados discutiendo temas legales con viejos miembros de la administración británica. Una vida aburrida, según el propio Nehru, que cambió a raíz de un hecho aparentemente insignificante, cuando recibió la visita de un grupo de campesinos que le pidieron ayuda contra unos terratenientes que usaban métodos crueles y expeditivos para expulsarlos de sus legítimas tierras. Nehru accedió a acompañarlos a su aldea para dilucidar el caso. Fue un viaje de tres días que le transformó de abogado tímido y engreído que, según sus palabras, desconocía las condiciones en las que la gran mayoría de indios vivían y trabajaban, a revolucionario. «Viéndoles con su miseria y desbordante gratitud, sentí una mezcla de vergüenza y dolor -escribió-, vergüenza de mi vida fácil y cómoda y del politiqueo de las ciudades que ignora a esta vasta multitud de hijos e hijas semidesnudos de la India, y dolor ante tanta degradación e insoportable pobreza.»

A esto se unió la noticia que le llegó de la ciudad santa de Benarés, a orillas del Ganges-. Mohandas Gandhi, ese abogado que todavía era un desconocido, había causado una auténtica conmoción al hacer un discurso incendiario contra la desigualdad y a favor de los pobres con motivo de la inauguración de la Universidad Hindú. «La exhibición de joyas que nos ofrecéis hoyes una fiesta espléndida para la vista -había dicho a un auditorio compuesto por autoridades coloniales y aristócratas indios-, pero cuando la comparo con el rostro de los millones de pobres, deduzco que no habrá

salvación para la India hasta que os quitéis esas joyas y las depositéis en manos de esos pobres.» La audiencia reaccionó con indignación. Príncipes y dignatarios abandonaron el claustro de la universidad. Sólo los estudiantes aplaudieron las palabras de Gandhi. Pero el eco de esa intervención retumbó

en la India entera, y Jawaharlal Nehru quiso conocerle.

«Era como una corriente potente de aire fresco -escribiría Nehru de Gandhi-; como un rayo de luz que atravesaba la oscuridad; como un torbellino que lo cuestionaba todo, pero sobre todo la manera en que funcionaba la mente de la gente. No venía de arriba, parecía emerger de entre los millones de indios, hablando su idioma e incesantemente desviando la atención hacia ellos y a sus acuciantes necesidades.» Su fuerza se resumía en un concepto que acuñó en 1907 cuyo nombre derivaba del sánscrito, satyagraha, que significa la fuerza de la verdad, y cuyo propósito implicaba la idea de una energía poderosa pero no-violenta para transformar la realidad. Para las masas indias, satyagraha representaba una alternativa al miedo. Fue el poeta bengalí y premio Nobel de literatura, Rabindranath Tagore, quien otorgó a Gandhi el título por el que sería conocido. Tagore le llamó Mahatma: «alma grande».

Pero la gran alma necesitaba a un gran lugarteniente. En eso se convirtió su discípulo y amigo Nehru, y a pesar de que no tenían nada en común, la combinación de fuerzas que surgió de aquella intensa amistad acabaría cambiando el mundo. Porque Gandhi era un hombre de fe, de religión; Nehru era un racionalista, un producto sofisticado de Harrow y Cambridge que apenas hablaba los idiomas autóctonos de la India. Sus años en Europa le hacían ver como ridículas muchas costumbres de sus compatriotas, como la de no salir de casa en días considerados poco propicios. En el país más religioso del mundo, era un ateo que despreciaba a los santones y a los yoguis, responsables según él del atraso, de las divisiones internas y del dominio de los colonizadores extranjeros. Gandhi le encontraba demasiado gentleman para su gusto e hizo con él lo que hizo con otros miembros de las clases altas. Los mandó a las aldeas a reclutar nuevos miembros para el Partido del Congreso y de paso a conocer el verdadero rostro de su patria. La mayoría no había visto nunca la pobreza de sus propios compatriotas. Pero ésa fue la belleza del movimiento de Gandhi: puso en contacto a las clases altas con las más bajas, que empezaron a existir a ojos del resto de la sociedad. Por primera vez, la India era presa de un amplio movimiento popular que rechazaba la manera de vivir impuesta desde la lejana Londres.

Durante treinta años, Nehru recorrió la India a pie, en carros de bueyes, en tren, galvanizando a la población. Pero si Gandhi soñaba con una India de aldeas que viviesen en autarquía, una India sin discriminación de castas pero profundamente religiosa, Nehru lo hacía con una India liberada de sus mitos y de la miseria por la industria, la ciencia y la tecnología. Para Gandhi, ésas eran precisamente las desgracias de la humanidad. Para Nehru, eran su salvación.

Sus diferencias de opinión y de visión nunca pusieron en jaque la amistad y el profundo respeto que ambos hombres se profesaban. Estaban de acuerdo en lo fundamental; conseguir una India unida e independiente sin derramamiento de sangre. Nehru estaba convencido de que Gandhi era, aparte de un santo, un genio. Valoraba su extraordinaria habilidad política, su arte de hablar con gestos que llegaban al alma del pueblo. Cuando ambos se reencontraban, charlaban largo rato, intercambiaban puntos de vista, evaluaban los últimos avances en la lucha, o los últimos reveses. Discutían sobre estrategias, se enfadaban, luego se reían o simplemente meditaban. Gandhi siempre dejó claro que la antorcha de su combate pasaría un día por las manos de Nehru, y le aupó a la presidencia del Partido del Congreso en tres ocasiones.

Indira se crió en ese ambiente donde la frontera entre la vida familiar y la vida política era inexistente. A Gandhi le contaba sus confidencias de chiquilla, le decía lo mucho que extrañaba a su padre, le hablaba de su soledad, de sus complejos por ser una niña feúcha. Nehru pasó un total de nueve años encerrado, interrumpidos por cortos periodos de libertad. La vida familiar se resentía tanto de ello que una vez Indira tuvo que decirle a un visitante: «Lo siento, pero mi abuelo, mi padre y mi madre están todos en la cárcel.»

Desde la muerte de Nehru, a Indira le venían a la memoria recuerdos antiguos de su niñez, cuando se disfrazaba de Juana de Arco y emulaba a su padre diciendo: «Algún día conduciré mi pueblo hacia la libertad», mientras arengaba a una multitud imaginaria. O como cuando cometió su «primera acción política») como lo llamaría más tarde, que fue agredir a un policía inglés que irrumpió en la casa de Anand Bhawan para embargar objetos y muebles porque, por principio, su padre y su abuelo, así

como los miembros del partido, se negaban a pagar fianza cada vez que eran arrestados. Quiso ingresar en el Congress a los doce años, pero como no era la edad reglamentaria, fue rechazada. Reaccionó a su manera, como lo haría más tarde en la vida, cogiendo el toro por los cuernos. Reunió en los jardines de aquella mansión a varios centenares de niños del barrio. Indira se dirigió a ellos como lo hubiera hecho su padre, conminándoles a luchar por la liberación de la patria a pesar de los peligros. Así creó el «ejército de los monos», que eran niños que hacían labores de espía, pegaban carteles, confeccionaban banderas y se infiltraban detrás de las líneas policiales para pasar mensajes a miembros del partido. Su ejército llegó a contar con varios miles de niños que prestaban un apoyo substancial a los que luchaban. ¡Qué

feliz se sentía cuando su padre se mostraba orgulloso de ella...!

Sus relaciones estuvieron siempre marcadas por el sufrimiento de la distancia, que sólo las cartas conseguían mitigar: «Quiero que aprendas a escribir cartas y que vengas a verme a la cárcel. Te echo mucho de menos», le escribía Nehru cuando ella apenas tenía seis años. Para su decimotercer cumpleaños, Nehru le escribió: « ¿Qué regalo puedo mandarte desde la cárcel de Naini? Mis regalos no pueden ser materiales ni sólidos. Sólo pueden estar hechos de aire, de la mente y del espíritu, como los que te concedería un hada, cosas que ni siquiera los altos muros de una prisión podrían retener.»

Indira buceó en esas cartas -fueron cientos de cartas, una correspondencia emotiva e interesante, porque ambos escribían muy bien-para preparar la exposición conmemorativa, ésa que venía a inaugurar a Londres. Quería resaltar la faceta compasiva de su padre así como su increíble valor y entereza con ayuda de fotos y objetos e ilustrarlos con leyendas extraídas de sus escritos y discursos. De todos los proyectos que había emprendido desde el Ministerio de Información que ahora dirigía, en éste se volcó con especial devoción. No sólo por la cuestión sentimental, sino porque pensaba que dar a conocer y exaltar la memoria de Nehru era importante para el mundo y para la India en particular, una nación nueva necesitada del ejemplo de líderes que forjasen su unidad.

Rajiv acompañó a Sonia a visitar la exposición sobre Nehru. Era una manera de introducir a la joven italiana en la compleja historia de su país, una manera de explicarle quiénes era n él y su familia. Sonia se detuvo largamente ante el traje de novia de la abuela de Rajiv, Kamala, y observó los utensilios rituales que se utilizan en las bodas de Cachemira. El pie de foto explicaba que la mujer también había estado en la cárcel y que m urió de tuberculosis a los treinta y seis años... Sonia pensó en Indira; con un padre en la cárcel y una madre enferma... ¿Qué infancia había sido la suya?

-Triste -le dijo Rajiv-. Además mi madre también enfermó de tuberculosis. Estuvo largas temporadas encerrada en un sanatorio donde le aconsejaron que no se casase y no tuviera hijos... -Menos mal que no hizo caso... -dijo ella con una sonrisa.

-Se salvó gracias al descubrimiento de los antibióticos. Tuvo más suerte que la abuela...

Había otro sari exhibido, rojo pálido, con un festón plateado. -Ése es el sari que tejió mi abuelo en la cárcel para la boda de mi madre... Espero que algún día lo lleves tú... -le dijo con guasa.

Sonia se rió, poco convencida. No se imaginaba envuelta en esa tela, que había sido confeccionada en el interior de una celda reconstruida allí

mismo para la ocasión a base de fotografías ampliadas: se veía el catre, el cuaderno en el que se podían leer frases de sus diarios de prisión, la rueca con la que Nehru había hilado ese sari en un gesto que aunaba el amor hacia la hija y el amor hacia el país... Gandhi había convertido la rueca en un símbolo de lucha por la independencia. Los ingleses habían arruinado la rica industria textil india poniendo tasas desmesuradas a los productos indios para, en cambio, vender ellos tejidos industriales fabricados en Inglaterra. La rueca era un símbolo de rebeldía, una manera de decir que no era necesario comprar productos textiles importados porque cada uno podía hilar sus propias telas. Había una carta que Sonia leyó. Estaba escrita por Nehru desde la cárcel y la dirigía a su hija, que se iba a casar: «Al principio, hilar es muy aburrido pero en cuanto te pones a ello, descubres que tiene algo de fascinante. Le dedico una media hora al día. Como no es mucho tiempo, produzco poco aunque soy bastante rápido. Desde que he empezado, hace siete semanas, he hilado casi diez mil metros. Tengo entendido que se necesitan treinta mil para un sari. Dentro de cuatro meses, ¡puede que tenga un sari para ti!»

Ese sari no era sólo un traje de novia, era también una bandera. Para Sonia, un traje de novia debía ser blanco, con velo, como los que veía todos los domingos de primavera en las novias que se casaban en la iglesia de San Juan Bautista de Orbassano. A veces olvidaba que Rajiv era indio. Se exhibían filmaciones de las celebraciones de la independencia, que mostraban el último desfile del virrey Lord Mountbatten y de su mujer Edwina a bordo de un carruaje literalmente asediado por la multitud. «

¡Llueven niños!», decía asustada Pamela, la hija de los virreyes, porque las mujeres lanzaban sus bebés al aire para evitar que la multitud los aplastase. Rajiv le contó que su madre vio cómo una mujer decidió que su bebé estaría más seguro con Lady Mountbatten y se lo pasó. Edwina lo tuvo en sus brazos largo rato. Se veía a Nehru caminando literalmente por encima de la muchedumbre, gritando para que izasen la bandera azafrán, verde y blanca de la nueva nación que incorporaba en el centro un escudo singular: una rueca. Mountbatten luchaba para apartar a niños y jóvenes medio desmayados por el barullo y ponerlos a salvo. La bandera fue recibida con un alboroto tremendo de alegría. Se escuchó un cañonazo y luego, como por arte de magia, un arco iris surgió en el cielo, dando rienda a las más variopintas interpretaciones sobre el significado de ese «acto de Dios». Pero también había fotos y filmaciones de la tragedia que acompañó a la independencia. Rajiv le contó a Sonia que Nehru hizo su famoso discurso de la independe ncia con el corazón destrozado. Una grabación reproducía su voz aquella noche del 15 de agosto de 1947: «Hace muchos años, dimos una cita al destino y ha llegado la hora de cumplir con nuestra promesa... Al filo de la medianoche, cuando los hombres duerman, la India se despertará a la vida y a la libertad... » Escuchar así la voz de Nehru hizo que Sonia se estremeciese. Rajiv le explicó que su abuelo sabía que mientras anunciaba la mayor noticia en la historia de la India, la ciudad de Lahore, antigua capital del imperio mogol y la ciudad más cosmopolita del sub continente, que había pasado a pertenecer a Pakistán, ardía en una orgía de violencia. Era el principio de una tragedia de dimensiones gigantescas conocida como la Partición. La independencia de ambos países desencadenó

un movimiento de limpieza étnica y religiosa sin parangón en la historia. Los hindúes, que vivían desde hacía generaciones en lo que ahora era Pakistán se vieron forzados a huir. A la inversa, los musulmanes de la India huyeron en dirección opuesta. Las filmaciones de aquellas columnas de refugiados y el relato de las atrocidades cometidas -familias quemadas vivas en sus casas, mujeres lanzadas desde trenes en marcha por ser de la religión equivocada, hijas violadas frente a sus padres ... - dejaron a Sonia sobrecogida.

-¿Y la no-violencia? -preguntó tímidamente Sonia, que veía que sus ideas preconcebidas sobre el carácter pacífico de los indios se venían abajo.

-Gandhi consiguió detener gran parte de la violencia con sus ayunos... -le respondió Rajiv-pero al final ni él mismo pudo escapar al fanatismo religioso.

Entonces le contó que a los cuatro años su madre le llevó un día a visitar al Mahatma en casa de los Birla, una acaudalada familia que le prestaba alojamiento y apoyo cada ve z que venía a Delhi. Gandhi estaba muy deprimido por las declaraciones de extremistas hindúes que le acusaban de traición por haber defendido a los musulmanes perseguidos, y por toda la tensión que soportaba el país, aunque la violencia de la partición hab ía cesado ya. «No puedo seguir viviendo en esta locura y en esta oscuridad», le había dicho Gandhi a la fotógrafa Margaret Bourke-White esa misma mañana. Gandhi, que era como de la familia, se mostró muy cariñoso con Rajiv. Mientras los adultos charlaban e intentaban relajar el ambiente con alguna broma, el pequeño Rajiv jugaba con unas flores de jazmín que su madre le había comprado al Mahatma. En una foto se veía cómo el niño las colocaba alrededor de los dedos del pie de Gandhi.

-Me detuvo con un gesto suave de su mano -contaba Rajiv-. «No hagas eso», me dijo, «sólo se ponen flores alrededor de los pies de los muertos».

Siguió contándole que esa misma tarde, mientras se dirigía al centro del jardín para la oración, un hombre se acercó a Gandhi y juntando las manos le saludó «Namasté!», dijo, luego le miró fijamente a los ojos, sacó una pistola Beretta del bolsillo y le disparó tres tiros a bocajarro. Era un fundamentalista hindú.

La exposición mostraba imágenes del caos que siguió al atentado. Quizás la más dramática era la foto de Nehru subido en el techo de un coche y calmando a la población con un megáfono en la mano. Todos querían acercarse para dar un último saludo a la «gran alma». Un altavoz reproducía las palabras que Nehru dirigió a la nación por radio en esa noche terrible: «La luz se ha apagado sobre nuestras vidas y no hay más que tinieblas. Nuestro líder querido, el padre de la nación, nos ha dejado. He dicho que la luz se ha apagado, pero no es cierto. La luz que ha brillado sobre este país no era una luz ordinaria. Dentro de mil años, seguirá resplandeciendo. El mundo la verá

porque seguirá dando consuelo a innumerables corazones.» Sonia sintió

escalofríos al escuchar esa voz que parecía surgir del más allá.

-Mi abuelo estaba siempre obsesionado con mantener la India unida y laica -le explicó Rajiv-. Decía que la nación sólo podía sobrevivir sobre esos dos valores... y creo que tenía razón.

Otras fotos mostraban a Nehru con Gandhi, unas sonrientes y obviamente de acuerdo; otras serios y discrepando; a Nehru con líderes chinos, soviéticos, americanos; con científicos como Einstein, con escritores como Thomas Mann y Pearl S. Buck... Al final, Sonia se detuvo largamente ante las fotos de la familia reunida en Anand Bhawan, buscando parecidos. Rajiv era más fino que su padre Firoz; tenía la elegancia de su madre, pensó. El patriarca Motilal se parecía a su propio abuelo, el padre de Stefano, con su rostro ancho de mandíbula fuerte y cuadrada y el bigote igual de espeso. No reparó en el texto de la foto que hablaba del eterno dilema de los Nehru entre el deber político y la necesidad personal, y que, en ese conflicto, el deber siempre había triunfado. Aunque Sonia estaba visiblemente alterada por todo lo que acababa de ver, no podía medir el alcance de esas palabras ni imaginarse que algún día su significado la perseguiría.

7

La vida alegre de enamorados en Inglaterra se cobró una víctima: los estudios de Rajiv en el Trinity College. Suspendió todas las materias del curso. Nunca sería un científico. Ya había avisado a su madre de que los estudios eran demasiado arduos y de que los resultados serían catastróficos. Indira no se lo reprochó; al fin y al cabo, ella también había suspendido en Oxford, aunque sus circunstancias habían sido muy distintas: nunca había tenido una escolarización normal, y de joven estaba siempre enferma. De entre los miembros de la familia, sólo Nehru había demostrado una genuina habilidad académica. Su nieto Rajiv no era ni un gran estudioso, ni un gran lector ni un intelectual como su abuelo. Siempre le había gustado lo práctico, las cuestiones técnicas, entender cómo funciona una máquina, intentar arreglarla si se estropea. Era capaz de montar sus propios altavoces para escuchar música, o destripar una radio para a rreglarla. Era un manitas, una cualidad que había heredado de su padre.

Rajiv tuvo que dejar Cambridge y replegarse en el Imperial College de Londres, cursando estudios más técnicos de ingeniería mecánica. Pero ya tenía una idea clara de lo que quería. Se había fijado en la publicidad de la escuela de aviación Wiltshire en Thruxton, una antigua base de la RAF cerca de Southampton reconvertida en escuela de pilotos. Quería aprovechar las vacaciones de verano para empezar a tomar clases de vuelo. Hacerse piloto tenía una ventaja añadida a la del puro placer de volar: era la manera más rápida de conseguir ganarse la vida, requisito indispensable para casarse con Sonia. Mucho más rápida que una carrera universitaria. Como no quiso pedirle dinero a su madre, decidió que trabajaría para pagarse las horas de vuelo y el instructor hasta aprobar los primeros exámenes.

En julio de 1966, Sonia volvió a Italia con el título de Proficiency in English de la Universidad de Cambridge bajo el brazo. El cartero volvió a ser la persona que más asiduamente visitaba la casa familiar de Via Bellini ante la exasperación del matrimonio Maino que, a pesar de haber autorizado el encuentro con Indira, seguían oponiéndose al idilio de su hija con Rajiv. Ella decía abiertamente que un día se casaría con él. Sus padres intentaban disuadirla. Stefano le propuso esperar a que tuviera la mayoría de edad antes de tomar cualquier decisión:

-Sólo es un año más -añadió su madre-. Una decisión así no se puede tomar a la ligera. Luego te podrías arrepentir toda la vida.

-Mientras estés bajo nuestra responsabilidad -prosiguió su padre-, no puedo permitir que te cases con ese chico. Estamos seguros de que es un chaval estupendo, no es eso... pero sería incumplir con mi deber de padre si te dijese: adelante, vete a la India, cásate con él. ¿No lo entiendes? Espera un poco más.

Era una propuesta razonable, pero el amor entiende poco de razones. A los veinte años, esperar es una tortura. Las huelgas de Correos, tan frecuentes en Italia, se convirtieron ese año en el mayor enemigo de Sonia. Rajiv seguía escribiendo todos los días, contándole la felicidad que sentía aprendiendo a volar sobre la campiña inglesa. Lo hacía en un biplano, un Tiger Moth, un modelo de los años treinta, un avión ágil y sensible que le proporcionaba horas de intenso placer. La meta era volar solo, y para conseguirlo debía acumular un mínimo de cuarenta horas con un instructor. Ése era el requisito indispensable para examinarse luego de piloto civil, y seguir escalando peldaños hasta conseguir ser piloto comercial. Rajiv tenía pensado hacer un viaje a Orbassano. Quería convencer al padre de Sonia para que la dejase viajar a la India. «Quiero que vayas a la India -le escribió-y te quedes con mi madre, sin mí, para que puedas ver las cosas como realmente son, y en lo que a ti respecta, en su peor luz porque yo no estaré y no tendrás a nadie en quien confiar. Así conocerás el país y la gente... No quiero arrastrarte a nada sin que sepas todo lo que ello implica. Me sentiría responsable si, más tarde, algo sale mal y te sientes herida de alguna manera -en los sentimientos o en otra cosa. No quiero tener que pedirle cuentas a nadie salvo a mí mismo, por eso no quiero mentir ni engañarte.» La carta mostraba una cierta altura moral y Sonia se sintió

conmovida, aunque pesimista en cuanto a la probabilidad de que su padre aprobase ese plan.

Para costearse el viaje a Italia, Rajiv se vio obligado a conseguir más dinero: «Siento mucho no haberte podido escribir antes, pero he conseguido trabajo de albañil en una obra -decía en otra de sus cartas-. He estado trabajando hasta diez horas al día, más hora y media de desplazamiento, de modo que al volver a casa estaba muerto. Tengo tantas agujetas que sólo puedo escribirte muy despacio.» Eran cartas llenas de cariño, de ilusión por el futuro, aunque las últimas revelaban un gran temor. Rajiv estaba preocupado por las noticias que le llegaban de la India. El primer ministro había muerto de un ataque al corazón mientras estaba de visita oficial en la Unión Soviética para firmar un tratado de paz con Pakistán, después de una corta guerra. «India vive una situación muy convulsa, muy mala... -le escribió a Sonia-. Tengo el presentimiento de que mucha gente va a querer que mi madre sea primera ministra. Espero que no acepte, la acabará matando.»

Rajiv tenía razón. La camarilla que controlaba el Partido del Congreso quería a su madre de primera ministra: «Conoce a todos los líderes mundiales, ha recorrido el mundo con su padre, se ha criado junto a los héroes de la lucha por la independencia, tiene una mente racional y moderna y no se identifica con ninguna casta, estado o religión. Pero sobre todo, nos puede hacer ganar las elecciones de 1967», escribió un jefe del partido. Había otra razón, más poderosa aún: la querían en ese cargo porque la creían débil y pensaban que era maleable. Los viejos mandamases del partido estaban convencidos de que podrían seguir en los puestos clave, disfrutando del privilegio de tomar decisiones sin la responsabilidad de tomarlas. El mejor de los mundos. En realidad, no conocían a Indira Gandhi. A sus cuarenta y ocho años, ni ella misma se conocla aun.

La víspera de su elección como jefa del gobierno, la máxima autoridad del segundo país más poblado del mundo, Indira había escrito a Rajiv una carta diciendo que no conseguía quitarse de la cabeza un poema de Robert Frost que resumía bien la encrucijada en la que se encontraba: «Qué

difícil es no ser rey cuando está en ti y en la situación.» También le contaba en la carta que al amanecer de ese día visitó el mausoleo del Mahatma Gandhi para impregnarse de la memoria de quien había sido su segundo padre. Luego fue a Teen Murti House, ahora museo nacional, y se quedó

largo rato en la habitación donde Nehru había muerto. Necesitaba sentir su presencia. Recordó una de sus cartas cuando ella tenía quince años: «Sé

valiente, y el resto vendrá solo.» Bien, el resto había llegado. Iba a franquear el umbral de una nueva existencia, una vida para la que en el fondo siempre había estado preparándose, aunque no lo admitiese conscientemente. Después de la muerte de su padre, había soñado con retirarse del mundo. Jugó con esa idea durante un tiempo, hasta pensó en alquilar un pisito en Londres y buscarse un trabajo allí de lo que fuese, quizás de secretaria en alguna institución cultural. Huir de sí misma, eso es lo que buscaba. Pero pronto la realidad la alcanzó, y no pudo seguir soñando con su propia libertad. Tenía que resolver problemas concretos. Se había quedado sin casa y de su padre había heredado sus objetos personales y sus derechos de autor, poca cosa. Nehru había estado comiéndose su capital, porque su salario de primer ministro no le alcanzaba para sus gastos de representación, y no era de los que metían la mano en las arcas del Estado. Es cierto que Indira heredó la antigua mansión de Anand Bhawan en Allahabad, pero entrañaba tantos gastos que mantenerla suponía una carga importante. Además tenía dos hijos estudiando en Inglaterra. ¿Cómo costear todo eso?

¿Retirándose del mundo? Se dio cuenta de que era una quimera, un capricho. Su vida había estado demasiado dominada por la política como para poder retirarse tan joven. Todos los días venía gente a verla, gente de toda clase y condición, como lo hacían cuando vivía su padre. Las mismas multitudes que se congregaban en Teen Murti House ahora venían a verla a ella. Venían a saludarla, a exponer sus quejas, a que ella les escuchase, les dijera unas frases, mostrase interés por sus agravios. Eran los pobres de siempre, los pobres de la India eterna y antigua, los mismos pobres en nombre de los que Gandhi y su padre habían luchado. Indira no iba a dejarlos tirados, hubiera sido insultar la memoria de Nehru. Al contrario, los recibió y escuchó con atención lo que le querían decir. Fueron ellos quienes de verdad consolaron su corazón herido. De ellos fue sacando fuerzas para salir adelante, para encontrar un sentido a su vida. Aquellos pobres le hicieron darse cuenta de que lo que había heredado de verdad había sido el poder de su padre. La presencia de Nehru la sentía también al entrar en el edificio del Parlamento, en el centro ajardinado de Nueva Delhi, un gigantesco edificio circular de arenisca roja y beige con una veranda llena de columnas. En su interior, bajo una cúpula de treinta metros de altura, los representantes del pueblo la eligieron por 355 votos contra 169. Su partido votó en masa por ella. En su breve discurso, les dio las gracias. «Espero no traicionar la confianza que habéis depositado en mí.» Estaba radiante, muy consciente de que su cita con el destino había llegado. Iba a tomar posesión de esa «ancha extensión de humanidad india» según la descripción de Nehru. La residencia que le fue asignada se encontraba en el mismo barrio de Nueva Delhi que la antigua mansión palaciega. El número 1 de Safdarjung Road era una típica villa colonial con muros pintados de blanco, rodeada de un buen jardín y con cuatro habitaciones de las que convirtió dos en despacho y una en sala de recepción. Dejó claro que todos los días entre las ocho y las nueve de la mañana la casa estaría abierta a todos, sin importar la posición ni el estatus social. Era el mismo horario que Nehru había dedicado a la misma tarea.

Indira explicó a Rajiv las razones que la habían impulsado a aceptar la candidatura. E n sus meses al frente del ministerio de Información, se había visto arrastrada a enfrentarse a una crisis nacional grave que no dependía de la jurisdicción de su propio ministerio. La crisis la pilló de vacaciones en Cachemira, la bellísima región de donde los Nehru eran oriundos. Nada más llegar, se enteró de que tropas pakistaníes, disfrazadas de voluntarios civiles, se disponían a capturar la capital, Srinagar, para fomentar una revuelta pro pakistaní entre la población. Indira desobedeció la orden del primer ministro de regresar inmediatamente a Delhi. No sólo permaneció en Cachemira, sino que voló hacia el frente cuando estallaron las hostilidades. «No daremos un centímetro de nuestro territorio al agresor», proclamó en una gira por las ciudades del norte. La prensa alabó su gesto:

«Indira es el único hombre en un gobierno de ancianas», rezó un titular. Los corresponsales que la seguían estaban asombrados de comprobar cómo Indira era recibida en todas partes por enormes multitudes que gritaban su entusiasmo. El ejército pakistaní fue derrotado. La India, e Indira, salieron victoriosos, dando lugar a la idea que más tarde se adueñaría de la imaginación popular: «India es Indira; Indira es la India.»

Todo eso ocurría mientras a ocho mil kilómetros de allí Rajiv aprendía a controlar su Tiger Moth en el cielo de Inglaterra. « ... Si mi madre no se presenta a primera ministra, todo lo que hemos conseguido desde la independencia se perderá», le dijo a Sonia en una carta que parecía contradecir a las anteriores. Y es que Rajiv vivía a su manera el conflicto de su madre, que era el de toda la familia, oscilando entre el deber hacia la nación, hacia la herencia de su padre y abuelo, y las exigencias de la vida personal. Cuando Rajiv supo que su madre había salido elegida primera ministra, la carta que le llegó a Sonia destilaba la angustia que esta nueva situación le creaba: «Si algo le ocurre a mi madre no sabré qué hacer. No puedes imaginarte lo mucho que dependo de ella, de su ayuda en cualquier situación, especialmente contigo. Lo vas a tener mucho más difícil que yo. Para ti, todo será nuevo y ella es la única que puede de verdad ayudarte. No sé lo que haría si llegase a perderla.»

La foto de su madre estuvo en portada de la prensa mundial. En un quiosco de Thruxton, el pueblo cercano a la base aérea, Rajiv compró un ejemplar del periódico The Guardian: «Ninguna otra mujer en la historia ha asumido semejante responsabilidad y ningún país de la importancia de la India ha entregado el poder a una mujer en condiciones democráticas», decía el texto. La foto de su madre también ocupaba la portada de la revista Time:

«La India agitada en manos de una mujer», rezaba el titular. Aunque ella reclamaba que no era feminista, el mundo entero tenía curiosidad por saber cómo una mujer con poca experiencia en asuntos administrativos iba a enfrentarse a la inmensidad de los problemas que la esperaban. Tan inmensos como la nación que debía gobernar, compuesta por un complejo mosaico de pueblos que compartían razas, religiones, idiomas y culturas de una enorme diversidad. Un país de mayoría hindú, pero con más de cien millones de musulmanes que lo convertían en el segundo país musulmán del planeta. Sin contar los diez millones de cristianos, siete millones de sijs, doscientos mil parsis y treinta y cinco mil judíos cuyos antepasados habían huido de Babilonia después de la destrucción del templo de Salomón. Un territorio donde convivían 4.635 comunidades distintas, cada cual arrastrando sus propias tradiciones, y lenguas tan antiguas como diversas, como el urdu de los musulmanes, que se escribía de derecha a izquierda, o el hindi, que se escribía de izquierda a derecha como el alfabeto latino, o el tamil que se leía a veces de arriba a abajo, u otros alfabetos que se descifraban como jeroglíficos. En esta babel se usaban ochocientos cuarenta y cinco dialectos y diecisiete lenguas oficiales. Pero el inglés, la lengua de los colonizadores, seguía siendo el idioma común después de que la imposición del hindi fuese rechazada por los estados del sur. Un país que arrastraba unas desigualdades hirientes, con una corrupción bien incrustada en todos los niveles de la sociedad y una burocracia paralizante. Un país conocido por sus altas conquistas espirituales y a la vez por sus nefastos indicadores de bienestar material, un país donde el hombre era más fértil que la tierra que labraba, un país constantemente azotado por calamidades naturales, y sin embargo devoto de trescientos treinta millones de divinidades. Quizás el mayor logro de esa nación forjada por Nehru y Gandhi es que seguía siendo libre a pesar del rosario de maldiciones y de abrumadores problemas heredados de los colonizadores británicos. A pesar de lo que había profetizado un general inglés en el momento de la independencia: «Nadie puede forjar una nación de un continente de tantas naciones.»

Pero ese país continente que su madre debía gobernar estaba peor de lo que había estado nunca bajo Nehru o su sucesor. Varios años de sequías habían provocado escasez de alimentos y desencadenaro n hambrunas pertinaces. El estado de Kerala estaba sacudido por violentos disturbios relacionados con el reparto de comida. La economía era víctima de una inflación galopante. La región de Punjab estaba agitada porque reclamaba un estado de exclusiva habla punjabí; un líder sij amenazaba con inmolarse si su petición no era atendida. El pueblo Naga del nordeste luchaba por la secesión. Como colofón, los santones hindúes se manifestaban desnudos, con el cuerpo cubierto de ceniza, frente al Parlamento, en las propias narices de Indira, para exigir la prohibición de matar vacas en todo el territorio. Una reclamación que iba contra la Constitución aconfesional de la India, que se obligaba a respetar los derechos y la igualdad de todas las religiones. En un país tan pobre, la carne de vaca era una fuente esencial de proteínas para las minorías como los musulmanes o los cristianos. Las protestas degeneraron y hubo muertos cuando la policía disparó contra los alborotadores. «No voy a dejarme intimidar por los salvadores de vacas», declaró Indira desafiante. Decididamente, la India no se parecía a ningún otro país. En 1966 era una gigantesca olla a presión a punto de explotar, como si la independencia hubiera dado pie al estallido de millones de pequeñas rebeliones, fruto de siglos y siglos de explotación de unas minorías por otras, de unas castas por otras, de unas etnias por otras... Los gerifaltes del Congress no habían hecho a Indira ningún regalo al auparla a la cima. Para Indira había una clara prioridad, la misma que su padre o Gandhi hubieran identificado: acabar con las hambrunas, evitar la muerte de los más pobres. Si para ello había que solicitar ayuda a los organismos internacionales y a los países más ricos, sería necesario tragarse el orgullo y poner la mano. Veinte años después de la independencia, la India, muy a su pesar, alcanzaba el poco envidiable estatus de mendigo internacional. Indira estaba avergonzada de tener que pedir, pero sabía que no existía otra opción. Sin embargo, estaba decidida a no suplicar nada: «Cuanto más débil sea nuestra posición, más fuertes debemos parecer.»

Aceptó inmediatamente la invitación del presidente Johnson a Washington y preparó meticulosamente el viaje, de cuyo resultado dependería la vida de millones de compatriotas, y quizás su futuro político. Elaboró

puntillosamente sus discursos y los corrigió consultando su librito de citas, que siempre la acompañaba. Buscaba ideas sencillas y huía de los conceptos complicados. Eligió su ropa con el mismo cuidado con el que preparaba sus alocuciones: un sari, un corpiño, un chal y unos zapatos para cada recepción. Para coronarlo todo, quiso ir acompañada de sus dos hijos. Rajiv tuvo que interrumpir sus clases de vuelo y viajar a París a reunirse con su madre. Allí, después de que el general De Gaulle ofreciese un almuerzo en su honor, embarcaron en un Boeing 707 que la Casa Blanca había puesto a su disposición. Cuando le preguntaron a De Gaulle qué le había parecido Indira, el viejo estadista dijo: «Esos hombros tan frágiles sobre los que descansa el gigantesco destino de la India... no parece que encojan de tanto peso. Esa mujer tiene algo dentro, y lo conseguirá.»

En Washington, B. K. Nehru, primo de Indira y embajador en Estados Unidos, recibió una llamada telefónica a una hora temprana. Era del presidente Lyndon B. Johnson, un gigante oriundo de Texas:

-Acabo de leer en The New York Times que a Indira no le gusta que la llamen «Señora primera ministra»... ¿Cómo tengo que dirigirme a ella?

-Déjeme consultarlo, presidente. Le vuelvo a llamar en cuanto tenga instrucciones pertinentes.

Acto seguido, se precipitó a la suite de Indira.

-Que me llame como quiera... -dijo ella, y antes de que su primo se hubiera marchado, añadió-. También puedes decirle que algunos de mis ministros me llaman «Sir». Si le apetece, puede llamarme así. El presidente Johnson sucumbió a los encantos de Indira. Desbloqueó la ayuda norteamericana, que había sido interrumpida a raíz de la rápida guerra con Pakistán, y emplazó al Banco Mundial a prestar dinero a la India. El único punto de desacuerdo durante la visita fue cuando Johnson quiso sacarla a bailar después del banquete oficial. Indira se negó, no quería ni pensar en la reacción de la prensa india ante una foto de la «socialista hija de Nehru bailando -enjoyada con el presidente gringo». Le explicó a Johnson que podría hacerla muy impopular, y él lo entendió. «No quiero que nada malo le ocurra a esta chica», dijo a su jefe de gabinete con su fuerte acento tejano que le hacía parecer permanentemente acatarrado, antes de prometer a Indira tres millones de toneladas de alimentos y nueve millones de dólares de ayuda inmediata. Aquel viaje fue el primer gran éxito de la flamante primera ministra, aunque confesó a uno de sus hombres de confianza: «Espero no encontrarme nunca más en una situación semejante.»

Sonia vivía todo esto desde la distancia, con cierta aprensión porque eran cambios espectaculares, y muy pub licitados. Los medios italianos divulgaron ampliamente la noticia del acceso de Indira Gandhi al poder, y el matrimonio Maino pudo ver en su televisor, desde el salón de Via Bellini el rostro de la madre del pretendiente de su hija con todo lujo de detalles. Pero el hecho de que fuese ahora primera ministra no parecía ablandarles. Al contrario, Stefano le vio las orejas al lobo. Para él, eso aumentaba el riesgo, hacía la empresa aún más descabellada. Todo lo que rodeaba a esa señora corría peligro, lo tenía muy claro. ¿No habían matado al propio Gandhi? Esos países eran demasiado impredecibles... Paola, sin embargo, no podía disimular una cierta satisfacción. Su hija no se había enamorado de un cualquiera. De alguna manera, Sonia les había quitado la pátina de paesani, les había «ennoblecido», aunque no por eso estaba dispuesta a que esa historia de amor prosperase. Tampoco ella quería perderla.

Rajiv volvió satisfecho de su viaje a Estados Unidos, aunque fue demasiado corto y estuvo demasiado saturado de actos oficiales como para disfrutarlo como le hubiera gustado. Desde niño, la política siempre había significado lo mismo para él: interminables sesiones de fotos con su madre, tener que escuchar durante largas cenas conversaciones aburridas, ser siempre muy educado, llevar corbata, decir sí a todo, etc. Estaba cada vez más convencido de que lo suyo era una vida alejada de todo ese trajín, una existencia discreta y tranquila junto a la mujer que le quitaba el sueño. También él quería huir de sí mismo, de sus raíces, del peso de la tradición familiar que, intuía, podía un día aplastarlo. Confiaba secretamente en que el destino que sus apellidos marcaban nunca le alcanzaría.

En octubre de 1966, pidió el coche prestado a su hermano para ir a ver a Sonia; el viejo Volkswagen se había deteriorado tanto que lo había vendido por cuatro libras. Además el coche de Sanjay era más apropiado para un viaje tan largo. Era un Jaguar antiguo, un modelo que su hermano había adquirido gracias a sus contactos en la Rolls-Royce a un precio excepcional porque no funcionaba. Sanjay lo había arreglado pacientemente hasta conseguir que arrancase de nuevo. Al contrario que su hermano, a Rajiv no le gustaba presumir, y entrar con ese coche en Orbassano le daba hasta vergüenza pero por otro lado pensó que más valía presentarse así, como alguien pudiente y no como un mochilero. De esa guisa tendría más posibilidades de impresionar favorablemente a los padres de Sonia. Ella estaba expectante ante su llegada; llevaba meses sin verlo y la espera se hacía eterna. Sus hermanas y amigas también estaban nerviosas. No todos los días llegaba a esa ciudad dormitorio del extrarradio de Turín un príncipe indio dispuesto a llevarse a su cenicienta... La curiosidad era enorme, incluida la de sus padres, que le habían invitado a cenar ese mismo día, aunque todos hacían como si nada.

La llegada de Rajiv en su Jaguar fue una auténtica conmoción en el vecindario. ¿Quién sería ese inglés rico que venía a ver a la hija Maino?, se preguntaban entre murmullos. El desconcierto era aún mayor porque su aspecto no cuadraba con su automóvil. «Parece siciliano», bromeaba un compañero de Sonia. «Con ese cochazo, podría ser un terrone de la camorra», comentó otro. Rajiv llegaba desaliñado y con barba de varios días porque había dormido en el coche para ahorrarse habitaciones de hotel. Sonia no supo si era el cansancio o la perspectiva de la cena, o los recientes acontecimientos que habían catapultado a su madre a la escena internacional, pero le notó preocupado cuando por fin pudo abrazarlo, en una calle desangelada de Orbassano donde se habían citado la mañana de su llegada.

-Voy a tener que volver a la India -le confesó en cuanto se hubo calmado la pasión del reencuentro.

-Entonces... ¿tú licencia de piloto?

-Me la sacaré allí. De todas maneras, no tengo dinero para sacármela en Inglaterra. Lo que me preocupa de todo esto es estar tan lejos de ti.

Había otra razón, y es que su madre le había pedido que volviese.

-Está muy sola. Tiene unos problemas enormes -le confesó a Sonia.

Le explicó que nada más volver de Estados Unidos, la oposición la atacó con saña, acusándola de haber caído bajo la influencia de los americanos y de abandonar la política de no-alineamiento de su padre... Pero no sólo la oposición, sino los que la habían elegido para el puesto de primera ministra, los jefes de su propio partido también. Estaban molestos por la manera en que Indira encaraba los problemas, directamente, saltándose la jerarquía del partido, como en el caso de la escaramuza pakistaní. Un viejo colega de Nehru había lanzado una dura diatriba contra Indira en el Parlamento cuestionando no tanto la ayuda como las condiciones que los americanos habían impuesto para entregarla. Entre ellas estaba la de devaluar la rupia, una medida muy impopular que Indira tomó a pesar de tener a todo el país en contra, demostrando así que no era una imitación de su padre, que era capaz de administrar una amarga medicina a la nación si creía de verdad en ello, y que no le debía nada a nadie. Pero el resultado es que estaba en su punto más bajo, mientras las predicciones sobre el futuro de la India se hacían cada vez más sombrías. Prevalecía la idea de que únicamente la personalidad y el ejemplo de Nehru habían conseguido mantener a la India unida y democrática, pero que ahora, con las sequías sucesivas, las innumerables y pequeñas rebeliones étnicas, la tensión con Pakistán y el liderazgo de Indira, el país estaba al borde de la desintegración.

-Y culpan a mi madre por ello -dijo Rajiv-. Como si fuera ella responsable de que haya habido tres años de sequías y la gente se muera de hambre... El caso es que tengo la impresión de que la estoy abandonando y no me gusta.

Escuchar a Rajiv hablar de su madre representaba para Sonia su peculiar iniciación a la política india. No era consciente de ello, pero entraba en contacto con conceptos e ideas que siempre le habían parecido muy lejanos e incomprensibles, y que pronto se convertirían en algo tan familiar como en su casa era comentar los resultados del Juventus o la pasarela de la moda de Milán. Empezaba a darse cuenta de que no se podía vivir cerca de alguien como la madre de Rajiv sin que ello afectase a la vida de todos los que la rodeaban, ella incluida. Pero era todavía algo demasiado nebuloso y lejano como para alterarla. Cada batalla a su tiempo. La de ahora era vencer la resistencia de sus padres.

Sonia acompañó a Rajiv a casa de un amigo que se ofreció a alojarlo, y luego le mostró su pueblo. Tomaron sendos capuccini en el bar de Nino, caminaron por las calles del centro, y se detuvieron en el bar de Pier Luigi. Aparte de llevar su establecimiento, Pier Luigi era un radioaficionado en sus horas libres, un hobby al que Rajiv también quería dedicarse. Lo había descubierto en sus estudios de vuelo y, aparte de la atracción por la magia de la electrónica, también veía en ello una manera de comunicarse con Sonia desde la distancia. La desesperación de encontrarse un día tan lejos de ella le hacía soñar con cualquier posibilidad de colmar ese vacío.

Sonia le dejó para que pudiera descansar y quedó en recogerle por la noche para llevarlo a cenar a casa de sus padres. Mientras tanto, iría a la cita anual de antiguos alumnos en su colegio de Giavena. «Recuerdo ese día como si fuera ayer», diría la hermana Giovanna Negri. Sonia tenía veinte años. Después de la reunión de antiguas alumnas del colegio, So nia anunció

que se marchaba.

-¿Por qué no te quedas a cenar con nosotros? -le dije-. Has estado mucho tiempo en Inglaterra y casi no te hemos visto.

-No puedo quedarme -respondió Sonia-. Tengo un invitado que viene a cenar esta noche a casa.

-¿Y quién es...? -preguntó guasona Sor Giovanna.

Sonia sonrió, dejando ver los hoyuelos de sus mejillas. Al final, lo soltó:

-Mi novio.

-¿Tu novio? ¡Vaya sorpresa! Cuéntame... ¿Quién es?

Sonia se mostraba reacia a responder, lo que azuzó aún más la curiosidad de la monja.

-Es indio... -dijo con reticencia.

-¿Indio? -repitió asombrada.

Sonia se puso un dedo en los labios, para que bajase la voz. Luego le dijo, casi como un suspiro:

-Es hijo de Indira Gandhi.

«Me quedé pasmada», recordaría la hermana Negri años más tarde.

Aquella cena fue un poco la versión italiana de la célebre película que protagonizarían Katharine Hepburn y Sidney Poitier. Sólo que no era ficción y no hubo final feliz, aunque las reacciones de Stefano Maino y de Spencer Tracy fuesen semejantes. Rajiv habló de sus estudios. Acababa de sacarse el título de piloto privado, y pensaba que en año y medio conseguiría el de piloto comercial. Quería colocarse lo antes posible. Tenía una poderosa razón para ello:

-He venido con un propósito muy serio -le dijo a Stefano Maino-. He venido a decirle que quiero casarme con su hija.

Sonia no sabía dónde meterse porque le tocaba traducir. Su madre, nerviosa, empezó a colocar bebidas encima de la mesita del tresillo. Le temblaban las manos. El patriarca se mantuvo cordial, pero firme:

-No me cabe la menor duda de su sinceridad y de su honradez -le respondió, mirando a Sonia para pedirle que continuara traduciendo-. No hay más que mirarle a los ojos para ver cómo es. No dudo de usted. Todas mis dudas tienen que ver con mi hija. Es demasiado joven para saber lo que quiere... -Sonia miraba al techo, exasperada-. No creo que pueda acostumbrarse a vivir en la India, francamente. Son costumbres demasiado distintas.

Rajiv sugirió que Sonia fuese allí a pasar unas cortas vacaciones. Le explicó su idea de que primero fuese sola, antes de que él llegase, para que así pudiese juzgar por sí misma. Pero Stefano se opuso categóricamente.

-Hasta que no cumpla la mayoría de edad, no puedo dejarla marchar.

Era un hueso duro de roer, Sonia lo sabía pero no podía permitir que el ambiente de la reunión se degradase. Los silencios de su padre podían cortarse con un cuchillo. Ese hombre era una roca, y sólo hizo una mínima concesión:

-Si para entonces seguís sintiendo lo mismo el uno hacia el otro, la dejaré ir a la India, pero eso será dentro de un año, cuando sea mayor de edad -dijo antes de girarse hacia su mujer y añadir-: Si el asunto sale mal, no me podrá reprochar que haya contribuido a fastidiarle la vida. Pero Stefano seguía creyendo, y esperando de todo corazón, que las aguas volverían a su cauce y que Sonia, ante las dificultades que iría encontrando, acabaría por tirar la toalla. Le atormentaba la idea de separarse de su hija.

8

Cuando Rajiv le contó a su madre su encuentro con los Maino en Orbassano, Indira se mostró de acuerdo con la condición que había impuesto el patriarca italiano. Poner a prueba los sentimientos de los jóvenes era la única manera de saber si esa historia tenía futuro. Había que ganar tiempo; en el fondo, ella también hubiera preferido que Rajiv no escogiese una extranjera. Pero si el tiempo demostraba que ambos se querían, Indira no pensaba oponerse a la decisión de su hijo. Había sufrido demasiado con el rechazo de su propio padre a su boda como para infligir lo mismo a ninguno de sus vástagos.

«El matrimonio no lo es todo. La vida es algo mucho más grande», le había dicho Nehru cuando ella había ido a verlo a la cárcel de Dehra Dun para decirle que quería casarse con Firoz. Nehru le aconsejó que recobrase fuerzas antes de tomar cualquier decisión. Había estado muy enferma y su padre le recordó que los médicos le habían desaconsejado tener hijos. Además, el deseo de Indira le parecía una trivialidad, porque significaba tirar por la borda «la herencia y la tradición familiar» para casarse con un hombre de un entorno y de una educación muy distintos al suyo. Indira no estaba de acuerdo, por lo menos en ese momento. Le dijo que quería una vida anónima y libre de tensiones, lo que nunca había tenido. Quería casarse y tener hijos. Más de uno, recalcó, porque no quería que su hijo sufriese la soledad que ella había conocido. Quería ocuparse de ellos y de su marido en una casa llena de libros, de música y de amigos. Si para alcanzar ese sueño, tenía que desafiar a los médicos y hasta su propia salud, estaba dispuesta a hacerlo. Firoz era hijo de un parsi llamado Jehangir Ghandy, cuya biografía oficial le atribuye ser ingeniero naval pero otras fuentes aseguran que era un vendedor de licor, aunque sin relación alguna con Gandhi. A finales de los años treinta, cambió la ortografía de su nombre por el de Gandhi, el apellido de una casta de perfumistas, un apellido corriente en las castas Bania de los hindúes de Gujarat, de donde era oriundo el Mahatma. No ha quedado registrada la razón de ese pequeño cambio que acabó siendo de inestimable valor para la futura carrera política de su mujer.

Seguidora de Zaratustra, la religión parsi es una de las más antiguas de la humanidad, pero Firoz nunca fue religioso, al contrario. Había entrado en contacto con los Nehru a raíz del movimiento de lucha contra los ingleses que lo llevó a hacerse miembro del Partido del Congreso. Militante muy activo y muy radical, conocía los textos de Marx y Engels mejor que el propio Nehru. Juntos habían participado en Francia en un mitin de protesta por los bombardeos contra las poblaciones civiles en la guerra de España. Firoz había intentado convencer a los organizadores anticomunistas del acto que dejasen hablar a La Pasionaria, pero no lo consiguió. Nehru, furioso, hizo un discurso encendido, defendiendo ardientemente el derecho a la libertad de expresión.

Nehru no cuestionaba a Firoz como militante, pero pensaba que era un mal partido para su hija. Ambos hombres eran opues tos en todo. Firoz era bajito y cuadrado, un poco fanfarrón, hablaba en voz muy alta y usaba palabrotas a destajo. Ni era refinado ni era un intelectual. Le gustaba la buena mesa y el alcohol y le interesaban los coches y los gadgets eléctricos y mecánicos, pasiones que Rajiv y Sanjay heredarían. Había sido un pésimo estudiante, aunque le gustaban la música clásica india y las flores, como a Indira. Pero sin título universitario ni profesión ni perspectiva de ganarse la vida, con una sólida reputación de mujeriego, era lógico que los Nehru viesen a ese don nadie que pretendía entrar en la primera familia de la India con gran recelo.

-Tú te has criado en Anand Bhawan rodeada de lujo y de criados le dijo su abuela a Indira en un intento por presionarla-. Firoz carece de fortuna, es de otro ambiente y de otra religión.

-No nos importa la religión porque ninguno de los dos somos religiosos -le respondió Indira-. Soy austera como mi madre, y aunque he vivido en Anand Bhawan, puedo ser igual de feliz en la choza de un campesino.

Más o menos lo mismo le decía Sonia a sus padres cuando estos evocaban la dificultad de vivir tan lejos, en un país tan diferente. Para Sonia, la India era una abstracción. No le asustaba lo más mínimo, a pesar de todo lo que había oído. Si Rajiv hubiese sido un esquimal, le hubiera dado igual seguirle al Polo Norte. «Cuando estás enamorada -escribió-el amor te da una fuerza muy poderosa. Armada de esa fuerza, nada te da miedo. Sólo quieres a la persona que amas. Sólo quería a Rajiv. Hubiera ido al fin del mundo con él. Él era mi mayor seguridad. No podía pensar en nada ni en nadie, sólo en él»

Si Nehru acabó por dar su consentimiento a la boda de Indira con Firoz, Indira accedió a la petición de su hijo cuando éste le rogó que escribiese al padre de Sonia para que la dejase ir a la India. Había transcurrido un año, el plazo que había impuesto Stefano Maino, y la pasión de los jóvenes no mostraba signos de enfriarse. Ni Sonia ni Rajiv estaban dispuestos a vivir el uno sin el otro; la separación se hacía demasiado dolorosa. Indira entendió que la cosa iba en serio. En realidad hubiera preferido seguir la vía tradicional, elegir una hija de buena familia de Cachemira para casarla con su hijo, tal y como manda la tradición, tal y como hizo su abuelo Motilal eligiendo a Kamala, su madre. Los «matrimonios concertados» eran lo común, y los love marriages, las bodas por amor, las excepciones. Los primeros solían funcionar mejor; la tasa de divorcios entre este tipo de uniones es asombrosamente baja porque los padres buscan candidatos para sus retoños en medios sociales y culturales afines, lo que de por sí constituye una ventaja a la hora de la convivencia. Los segundos eran una lotería. Indira no había tenido suerte. Quizás Rajiv la tuviera, aunq ue arrastraba el hándicap de que su novia era extranjera. En la sociedad tradicional, los extranjeros ni siquiera merecían un lugar en el escalafón, eran considerados «sin casta». Nueva Delhi no era la India profunda, pero aun así

Indira era perfectamente consciente de lo difícil que podía resultarle a una chica occidental adaptarse a la vida en su país, aunque ella estaba dispuesta a hacérselo lo más agradable posible porque la chica le había gustado. La carta de Indira Gandhi invitando a Sonia a pasar unas vacaciones a Nueva Delhi fue un disgusto para Stefano Maino, pero era un hombre de palabra y no tuvo más remedio que cumplir con su compromiso. Lo discutieron en familia y como no había escapatoria, quedaron en que Sonia iría a la India, pero un mes solamente, y después regresaría a casa definitivamente convencida de que no podría nunca vivir allí, pensaban sus padres. Aquí no sólo tenía a los suyos, sino también un futuro. Había estado trabajando todo el año en Fieratorino, y le salían cada vez más oportunidades de ganarse la vida con los idiomas que había aprendido. Si no le gustaba Orbassano porque le parecía pequeño y suburbial, siempre podría irse a vivir a Turín. Sus padres todavía soñaban que algún hombre de negocios la conocería en una de esas ferias y acabaría casándose con ella. Sonia hacía como si escuchara todas esas sugerencias con atención, pero su mente estaba ya muy lejos, a ocho mil kilómetros de distancia.

El 13 de enero de 1968, exactamente treinta y cuatro días después de haber cumplido la mayoría de edad, Sonia aterrizaba en el aeropuerto Palam de Nueva Delhi. Tenía un nudo en el estómago. Sus padres y hermanas habían ido a despedirla al aeropuerto de Milán y ni siquiera el duro de Stefano había podido contener las lágrimas.

-Si no te gusta, te vuelves en seguida, ¿eh? -le había dicho mientras su madre le metía en el bolso de mano más medicinas todavía, como si fuese a la selva.

Sonia no durmió durante el vuelo. Ahora que se enfrentaba sola a su destino, le entró una especie de angustia. La ilusión de ver a Rajiv se transformaba en un miedo impreciso. Llevaban un año sin verse. ¿Y si me decepciona? ¿O yo le decepciono a él? ¿Y si en su propio ambiente se comporta de otra manera? ¿Si no es el mismo que el que creo que es? Eran preguntas inevitables, la justa reacción de alguien que había apostado fuerte a una carta. Ahora tocaba poner la carta boca arriba.

Desde el aire, el entrelazado de avenidas y rotondas de Nueva Delhi sugería las figuras geométricas de mármol en forma de estrella que decoraban los palacios mogoles. El avión aterrizó por la mañana. El clima no podía ser más distinto al frío invierno que había dejado atrás. Hacía una temperatura exquisita, el cielo estaba azul, y nada más salir del avión su olfato quedó impregnado de un olor muy característico, que más tarde identificaría con el olor de la India: una mezcla de olor a madera quemada y a miel, a ceniza y a fruta pasada. y un sonido, el graznido de las cornejas, esos cuervos siempre presentes, vestidos de gris o de negro, cacareando, insolentes, familiares, que le dieron la bienvenida desde la barandilla del vestíbulo de llegadas, desde los postes y los bordes de las ventanas. Allí la estaba esperando Rajiv: «Nada más verlo -contaría Sonia-me invadió una profunda sensación de alivio.» También estaban su hermano Sanjay y un amigo llamado Amitabh, hijo de un matrimonio, los Bachchan, que los Nehru conocían desde hacía mucho tiempo. El padre era un célebre poeta en hindi y diputado parlamentario e Indira le había pedido el favor de alojar a Sonia mientras durase su visita.

Los temores que había sentido durante el vuelo desaparecieron súbitamente, como si nunca hubieran existido. Al contrario, ahora tenía la certeza de que había hecho bien en seguir el dictado de su corazón a pesar de las dificultades. «Estaba de nuevo a su lado y nada ni nadie nos separaría de nuevo», escribió Sonia recordando su llegada.

Nueva Delhi no era la India tal y como se la había imaginado, por lo menos la parte donde vivía, con sus anchas avenidas bordeadas de grandes árboles siempre verdes, muchos de ellos en flor. La casa de los Bachchan estaba en Willingdon Crescent, la avenida de los banianos. Los urbanistas ingleses que hicieron de Nueva Delhi una agradable ciudad jardín quisieron que cada avenida tuviese su propia especie. Janpath, la antigua Queen's Way, era la de los nims, esos árboles sagrados conocidos por sus propiedades medicinales; Akbar Road la de los tamarindos; y en Safdarjung Road, donde se encontraba la residencia de Indira Gandhi, había profusión de flamboyanes con un follaje verde y brillante sembrado de flores anaranjadas. El escaso tráfico rodado se componía de ciclistas, carros tirados por burros o camellos, carricoches con el techo anlarillo, motocicletas petardeantes, viejos Ambassador, réplica de los Morris Oxford III de 1956 que se fabricaban bajo licencia en Bengala, todos sorteando las vacas que campaban a sus anchas en medio de la calzada. No era raro toparse con un carro de bueyes y hasta con algún elefante que transportaba mercancías, detenido en un semáforo. Era una ciudad tranquila de tres millones de habitantes, sin grandes almacenes ni centros comerciales, con un solo hotel de lujo en el corazón del barrio diplomático.

Sonia fue recibida con toda la calidez que podía esperarse de una familia india, aunque Rajiv no podía atenderla como hubiera querido porque el 25 de enero iba a examinarse de piloto comercial y tenía que seguir acumulando horas de vuelo y estudiar. Pero sus primos y amigos, y hasta Indira Gandhi, se volcaron para que su estancia fuese lo más agradable posible. Aunque dormía en casa de los Bachchan, pasaba gran parte de la mañana en casa de su prometido. En aquella época, la primera ministra vivía sin apenas medidas de seguridad. Recibía a la gente todas las mañanas a las puertas de su casa con la simple presencia de un guardia. Sus hijos tampoco tenían escolta, excepto en ciertos eventos considerados arriesgados. Amigos y familiares se turnaron para enseñarle a Sonia la ciudad, llena de parques y jardines, de monumentos antiguos y de edificios soberbios que habían sido levantados por los ingleses cuando en 1912 habían decidido cambiar la capital de Calcuta a Delhi. Trazaron una ciudad nueva en la que plantaron miles de árboles. Desde tiempos inmemoriales, la vegetación había sido la obsesión de los gobernantes de Delhi. Algunos jardines decoraban mausoleos y tumbas con la idea de que los muertos se sintiesen felices y en paz, otros habían sido concebidos como actos de caridad para el pueblo, y otros los habían hecho los reyes para uso y disfrute propio. A Rajiv le gustaba especialmente pasear por los jardines de Lodh al atardecer, con sus estanques y sus hileras de palmeras gigantescas que rodean la tumba de Mohamlned Shah, un precioso monumento de estilo indomogol que conservaba restos del alicatado turquesa y de la caligrafía original que lo ornamentaban. Era un lugar popular donde las parejas de enamorados podían disfrutar de un momento de tranquilidad y de cierta privacidad. En su moto Lambretta le mostró también la Nueva Delhi imperial, y las vistas espectaculares que los arquitectos británicos habían concebido para impresionar e intimidar a la población local. La que admiró Sonia desde el arco de triunfo de la Puerta de la India, donde arde una llama eterna en memoria de los soldados indios muertos en las dos guerras mundiales, era grandiosa. Como lo era el imponente edificio de South Block, mezcla de estilo mogol y neoclásico donde, del otro lado de la fachada decorada con bajorrelieves de flores de loto y elefantes, se encontraba la oficina de Indira Gandhi, y sobre todo el Palacio de la Presidencia de la República, otrora el palacio del virrey británico, un elegante edificio de arenisca beige y roja coronado por una vasta cúpula de cobre, de exquisitas proporciones y considerado por muchos como uno de los edificios más bellos del siglo xx.

¿Y dónde estaba la India de la que le habían hablado?, se preguntaba Sonia. ¿La India que aterrorizaba a sus padres? ¿La otra India?

No era necesario desplazarse mucho. Bastaba seguir la ancha avenida Rajpath, la antigua King's Way, y llegar a la Vieja Delhi. Eso era otro mundo. Alrededor del Fuerte Rojo, otro espectacular monumento construido por el emperador Shah Jehan, el mismo que había levantado el Taj Mahal en honor a su mujer, bullía una muchedumbre colorida y ruidosa que parecía estar participando en un gigantesco carnaval de encantadores de serpientes, malabaristas, adivinos, músicos, tragadores de sables y faquires que traspasaban sus mejillas con puñales. Ésta era la India eterna, la misma que invadía las callejuelas alrededor de la Gran Mezquita, con sus puestos de ropa llenos de telas de colores, sus vendedores de fruta, de dulces, de linternas, de betún y pilas, sus limpiabotas, sus peluqueros en plena calle, sus talleres oscuros en los que niños trenzaban alfombras y otros fabricaban instrumentos de precisión... Una explosión de vida, un caos exótico y bullanguero que la dejaba ebria de colores, ruidos y olores. Y por doquier, detrás de una calle, al fondo de un jardín, se podía ver una antigua tumba o cenotafio, un monumento musulmán o hindú que se remontaba a la noche de los tiempos, como un recordatorio de lo antigua que es la India. ¿No había descrito Nehru su país como «un antiguo palimpsesto en el que capas sobre capas de pensamiento y ensoñación han quedado grabadas, sin que ninguna haya podido borrar u ocultar lo que previamente había sido inscrito»?

Y luego el espectáculo de la pobreza, que veía sentada en la parte trasera de la moto cuando circulaban por ciertos barrios: niños desnudos corriendo por las calles, ancianos haciendo tintinear sus escudillas, gente que se lavaba y hacía sus necesidades en las aceras. A Sonia le recordaba un poco a los pobres de su Lusiana natal cuando era niña, en los años cincuenta, aquellos niños desnudos en invierno, aquellas familias que pasaban hambre y que su madre tanto compadecía, aquellos tullidos en las plazas, antiguos soldados que habían vuelto heridos del frente ruso... Pero lo que nunca había visto eran deformidades como las que exhibían algunos leprosos de Nueva Delhi que acechaban a los coches que se detenían en los semáforos. La India de 1968 contaba con tantos leprosos como habitantes tenía Portugal, tantos mendigos como para poblar un país como Holanda, once millones de santones, diez millones de niños menores de quince años casados o viudos. Cuarenta mil niños nacían cada día, una quinta parte de los cuales moría antes de cumplir los cinco años. Aun así, eran cifras mejores que cuando la independencia, veinte años antes. La mejoría, aunque leve, de las condiciones sanitarias estaba creando un problema aún mayor, y es que la edad reproductiva de los indios se alargaba. Como consecuencia de ello, la explosión de la natalidad se estaba convirtiendo en el mayor problema del país porque literalmente se «comía» el desarrollo económico. Cada año, la población de la India aumentaba en una cifra igual a la población de España entera.

Para Sonia, todo a su alrededor era nuevo v extraño: los colores, los sabores, las personas. «Pero lo más raro de todo eran los ojos de la gente, esa mirada de curiosidad que me seguía por todas partes.» Sonia estaba iniciándose en el mundo de la India, descubriendo lo curiosos e inquisitivos que podían ser sus habitantes, máxime en aquellos días cuando no había prácticamente turistas. Si un extranjero ya de por sí llamaba la atención, una mujer aún más, y si era guapa y vestía con minifalda, que era la moda en Europa aquel año, entonces se convertía en un polo de atracción inmediato. O en objeto de oprobio. Sonia tuvo que aprender a controlar sus gestos, sus movimientos y su manera de vestir, pero no era siempre fácil: «La falta absoluta de privacidad, la obligación de reprimirme y de no dar rienda suelta a mis sentimientos era una experiencia exasperante.» Las muestras públicas de afecto eran mal vistas, no sólo en la calle sino también en la vida cotidiana. No podía dar un beso a Rajiv si había alguien delante, ni siquiera ir de la mano con él sin que resultase escandaloso. Descubr ía que la India era el país más púdico del mundo, herencia de la Inglaterra victoriana. Luego había cosas difíciles para una italiana: la comida, por ejemplo. Sonia no se acostumbraba al picante, le parecía que anulaba el sabor de los alimentos. Ni a las salsas tan fuertes ni a los sabores agridulces de ciertos platos. O la costumbre de las cenas sociales, donde se hablaba y se bebía mucho durante un rato interminable, se cenaba de pronto y luego no existía la sobremesa, todos se iban en cinco minutos.

No tardó en darse cuenta de que las miradas que tan insistentemente se posaban sobre ella no se debían sólo a que fuese extranjera, o un bicho raro, o una chica muy guapa. Era vista como un nuevo miembro de una familia que durante años había vivido de cara al público. Todo lo que hacían y decían, o al contrario, lo que dejaban de hacer o decir, era minuciosamente escudriñado, analizado y juzgado. ¿Cómo se puede vivir así?, se preguntaba agobiada.

Pero, a pesar de todo, Sonia no se veía de regreso en Italia. Esto era un mundo muy diferente, y quedaba mucho camino por recorrer, mucho por explorar. De la mano de Rajiv, era una singladura fascinante a pesar de los escollos. Además estaba rodeada del afecto de los demás. Sanjay la trataba como a una hermana, entre protector y divertido por verla adaptarse. Amitabh y su familia también. Se sentía arropada y querida. Para ambos, la idea de separarse de nuevo era simplemente inconcebible. ¿Para qué perder más tiempo, para qué regresar a Italia y esperar de nuevo, como otra agonía, a reunirse aquí o allí? Rajiv no podía plantearse ir a vivir a Europa, pensaba ingresar en Indian Airlines en cuanto se hubiera sacado el «comercia!». Luego podrían irse a vivir a un apartamento. Aquí en Delhi lo tenía más fácil; la vida en común estaba al alcance de la mano. Sonia era quien debía dar el paso, quien debía arriesgar porque debía dejar atrás su país y su familia por un tiempo indefinido. Había venido a conocer la India y sus costumbres, pero no necesitaba saber más porque, en el fondo, antes de embarcar en aquel avión ya había tomado la decisión de ser fiel a su propio corazón. Aunque eso significase hacer algo que iba muy en contra de sí misma. No quería ni imaginarse la cara de su padre cuando le dijera que no volvía, que se casaba.

Indira se sorprendió cuando supo que Sonia estaba dispuesta a quedarse, que querían casarse ya. Hacía exactamente tres años que se habían conocido en Cambridge. Habían cumplido todos los plazos, habían hecho todo lo que les habían dicho, y ahora llegaba el momento de tomar la decisión. Indira era consciente de que la llegada de Sonia había supuesto una pequeña revolución en el mundillo social de Nueva Delhi, aunque ni Sonia ni Rajiv lo hubieran buscado, al contrario. Su mera presencia, por ser la novia de quién era y porque era la primera vez que un Nehru iba a casarse con una extranjera de otro continente, había dado pie a toda clase de conjeturas. Aunque era la capital de un país de setecientos millones de habitantes, la sociedad era pequeña, convencional, y todas las familias relevantes se conocían entre ellas. En sus mentideros, los comentarios eran la mayoría elogiosos -¡qué guapa es!-. Pero otros aludían a su falta de «pedigrí» -no es nadie o, peor, «es de baja casta»-; otros a su manera de vestir -«quiere llamar la atención»-; otros a su mera presencia -« ¿qué verá ese chico en ella?»-; otros a un sentimiento de ultraje nacionalista -« ¿es que no ha podido encontrar una chica mejor aquí?». Sin comerlo ni beberlo, se había puesto en contra a muchísimas chicas guapas de la buena sociedad y a sus madres, que veían cómo una extranjera, y encima una intrusa, se llevaba a uno de los solteros de oro del país.

«Después de una semana -diría Usha Bhagat, la secretaria de Indira-, la señora Gandhi se dio cuenta de que los dos iban muy en serio y que no serviría de nada esperar más. El hecho de que estuviesen saliendo por Nueva Delhi fomentaba el cotilleo y la mejor manera de cortarlo era dejarles que se casasen.» Pero cuando Rajiv le sugirió a su madre que se mudarían a un piso propio en cuanto tuviera trabajo, Indira le impuso su única condición: «Una cosa es casarse fuera de tu comunidad. Pero vivir aparte es totalmente contrario a la tradición india de la familia unida. Nos tildarían de occidentales, nos acusarían de abandonar todas nuestras tradiciones.» Si Rajiv

hubiera sido europeo

u occidental, probablemente

hubiera

desobedecido a su madre y se hubiera ido a vivir con su mujer. Pero era indio, y en la India, los hijos acatan la tradición. Sobre todo cua ndo hay que dar ejemplo. La solución al conflicto en el que se encontraba pasaba porque Sonia aceptase una condición que la mayoría de mujeres occidentales hubieran considerado inadmisible. Pero a Sonia le tocaba adaptarse a la India, no podía ser al revés, y en la India el matrimonio es un asunto familiar, más que individual, donde la armonía entre sus miembros se valora más que la fascinación individual. Eso significaba pasar a formar parte de la familia del marido. Tendría que vivir en la casa familiar, al estilo indio, compartiendo el mismo techo con la suegra, el hermano y la familia del hermano si éste se casaba algún día. Todos en el número 1 de Safdarjung Road. Sonia aceptó

porque estaba ciega de amor. Además, vivir en familia no era algo que asustase a una italiana que había vivido su infancia en un pueblo donde los Maino eran un clan. También se convenció de que no estando sola se encontraría más protegida y eso le permitiría adaptarse mejor. A todo le veía el lado positivo: es una de las ventajas del amor, que actúa como una droga. Decidieron fijar la fecha del 25 de febrero para la boda. Todo muy rápido, pero más valía así. Indira quería evitar que la boda de su hijo se convirtiese en un asunto nacional, como había ocurrido con la suya. A Sonia y Rajiv les contó cómo se había puesto a todo el país en contra, como si cada uno de los habitantes de la nación se hubiera sentido con derecho a opinar. Miles de cartas y de telegramas habían inundado Anand Bhawan, unos insultantes, la mayoría hostiles, alg unos de felicitación. Había una explicación, y es que Firoz e Indira habían transgredido dos tradiciones profundamente enraizadas: ni se habían sometido a una unión concertada por las familias, ni se casaban «dentro de su fe». Esto último había enfurecido a los hindúes ortodoxos. Y ahora la historia se repetía. Como si los hijos heredasen de sus padres no sólo las características físicas y las habilidades sino también sus conflictos, sus contradicciones y sus situaciones vitales.

«Queridos padres -les escribió Sonia-. Soy muy feliz. Os mando esta carta para anunciaros que Rajiv y yo nos casamos. Os espero a todos aquí el 25 de febrero... » Sonia no sospechaba que al llegar su carta, la noticia del anuncio de su boda ya había sido difundida por los medios de comunicación del mundo entero. Un periodista del diario turinés La Stampa fue a visitar a la familia al número 14 de Via Bellini. «Los padres y las hermanas viven momentos de extrema tensión -escribió-. El teléfono no para de sonar, periodistas y fotógra fos hacen cola delante de la puerta. El padre, de cincuenta y tres años, es hombre de pocas palabras: “Toda la vida trabajando para asegurar el porvenir de mis hijas... de la boda mejor hablar cuando haya ocurrido, o mejor sería no tener que hablar de ello nunca" declaró en un tono que deja intuir que está dolido. Su mujer, Paola, de cuarenta y cinco años, no consigue retener las lágrimas. "Me aterroriza la idea de que mi hija se vaya a vivir a un lugar tan lejano", declaró. Preguntados por el novio, añadieron: "Es un chico tranquilo, educado y serio”, y a la pregunta de si acudirían a la celebración, el padre respondió: "Me temo que el deseo de Sonia no podrá ser realizado. Sólo irá mi mujer, yo tengo demasiado trabajo y no puedo perder tiempo. Estaré con mi hija en el pensamiento."»

Iba a ser una boda civil, no podía ser una boda religiosa. Una boda simple, no una estrafalaria boda «a lo indio» que dura varios días. Indira era contraria a la pompa y al despliegue derrochador de las bodas indias, hechas para presumir de relaciones, de poder y de dinero. Los Nehru no necesitaban presumir. Pero sí necesitaban espacio para vivir. La villa colonial que el gobierno había asignado a Indira al ser nombrada primera ministra era demasiado pequeña, tanto que las secretarias y los asistentes trabajaban bajo cobertizos en el jardín. Al dar a la nueva pareja un cuarto y un pequeño salón en la parte del fondo, con salida independiente al jardín, estarían todavía más apretados. De modo que Indira estaba en conversaciones con su gabinete para agrandar la casa. Pronto los operarios iniciaron las obras. El alboroto de los preparativos absorbió de golpe a todos los miembros de la familia, especialmente a Sonia. No le gustaba nada tener que trocar sus pantalones ajustados por un sari, una prenda en la que se veía ridícula. No conseguía sentirse a gusto porque vivía con el temor de que en cualquier momento los seis metros de tela en las que estaba envuelta se viniesen abajo. Se veía como esas turistas de piel muy blanca que se pavoneaban luciendo saris chillones. Claro que para ellas era un juego, un disfraz para hacerse una foto y enseñarla de vuelta a su país; para Sonia, el sari era mucho más. Marcaba el primer paso en su proceso de indianización. Tarde o temprano, tendría que acostumbrarse.

Había que ocuparse de multitud de detalles: listas de invitados, diseñar las invitaciones, pruebas de peinado, de maquillaje, etc. Sonia estaba aturdida, porque además no entendía bien el inglés de los indios, impregnado de un fuerte acento. En el fondo, estaba deseando que todo acabase lo antes posible. Su proverbial timidez le impedía sentirse a gusto siendo el foco de atención, aunque no podía hacer nada por impedirlo. Fue literalmente asediada por fotógrafos el día de su primera salida en familia, como novia oficial de Rajiv, para asistir a un desfile de modelos de Pierre Cardin en el hotel Ashok de Nueva Delhi. Un extenso reportaje dio cuenta del evento en la revista Femina. Sonia aparecía muy guapa, con el pelo lacio cayendo sobre sus hombros, cubiertos por un sari de seda estampado, sentada entre Rajiv y Sanjay mientras hablaba con Indira. Una foto que dejaba augurar una perfecta armonía familiar. A la salida, Sonia contestó a una insidiosa pregunta de un periodista: «Me vaya casar con Rajiv la persona, no con el hijo de la primera ministra.» Era inevitable que muchos la viesen como una aprovechada, una ambiciosa que había pescado un pez gordo. Yeso la sumía en un estado de profunda tristeza e indignación. Cuando otra periodista le preg untó qué

pensaba sobre el hecho de quedarse a vivir en la India, tan lejos de su casa, Sonia alzó la vista hacia Rajiv y esgrimiendo una sonrisa tímida, dijo: «Con Rajiv iría al fin del mundo.»

¿Y no era la India el fin del mundo en aquellos días? Para la familia Maino, lo era, y apenas tuvieron tiempo de organizarse. Al final sólo fueron la madre de Sonia, su hermana Anushka y el tío Mario (hermano de su madre), quien oficiaría de padre entregando la mano de su joven sobrina. Llegaron la víspera de la boda cuando se celebraba, en el jardín de la casa de los amigos donde Sonia se alojaba, la ceremonia del mehendi, que equivalía a una despedida de soltera de la novia. Aunque tradicionalmente no deben asistir ni el novio ni sus padres, en esta ocasión se hizo una excepción y tanto Rajiv como su madre estaban presentes porque querían saludar a los familiares que habían llegado de Italia. Indira fue cálida y extremadamente atenta con Paola, que se sentía entre intimidada e impaciente por ver a su hija. La buscaba por todas partes con la mirada. Cuando le indicaron dónde estaba, se asustó:

-Oh, marnrna mía!

Casi se le saltan las lágrimas. No la había reconocido porque Sonia llevaba la cabeza cubierta por un velo rojo y morado, iba vestida con una falda roja hasta los pies, típica de Cachemira, y un corpiño rojo bordado. Llevaba pulseras, collares y una tiara confeccionada con pétalos de nardos y jazmín engarzados -«joyería floral» lo llamaban-, y un tilak en la frente, el punto rojo que simboliza el tercer ojo, ese que es capaz de ver más allá de las apariencias. Sus manos, sus brazos y sus pies estaban totalmente cubiertos de curiosos tatuajes hechos a base de henna, una pasta extraída de las ramas molidas de un arbusto, tatuajes que dibujaban graciosos arabescos e intrincados diseños. Cuando se hubo repuesto del susto de ver a su hija de esa guisa, su madre la abrazó: « ¡Mejor que tu padre no te haya visto así!», dijo conmovida. El pobre Stefano, a ocho mil kilómetros de distancia, estaba triste. A su amigo del alma, el mecánico Danilo, le confesó en el bar de Nino, a propósito de Sonia: « ¡La echarán a los tigres!» Qué razón tenía el antiguo pastor de los montes Asiago.

En seguida unas chicas jóvenes rodearon a Anushka y a Paola y se ofrecieron para pintarles las manos. Mientras les aplicaban henna, les explicaron la tradición: cuanto más negros salían los dibujos en las manos de la novia, más amor habría en el matrimonio. Y cuanto más tardasen en borrarse, más tiempo duraría la pasión. Paola y .Anushka miraron los arabescos de Sonia: eran negros como si los hubieran pintado con tinta china. La boda propiamente dicha tuvo lugar al día siguiente, a las seis de la tarde, en el jardín del número 1 de Safdarjung Road. Indira había rebuscado en sus armarios el sari que quería que Sonia llevase, el mismo que había llevado ella, el que Nehru había hilado durante sus largas horas de encarcelamiento, una vez que hubo aceptado la voluntad de su hija de casarse con Firoz. Sonia lo reconoció, lo había visto en la exposición de Londres y le vinieron a la memoria las palabras de Rajiv: « ¡Ojalá lo lleves tú

algún día!» Entonces las había tomado a broma. Todavía soñaba con casarse de blanco. Ahora se lo tomaba como un honor y una señal de afecto, sin sospechar por un momento que al vestir ese sari rojo pálido entraba a formar parte, ella también, de la historia de la India.

Un pequeño incidente enfureció a Rajiv al descubrir que había dos periodistas entre los invitados. Ésa era su celebración, y no quería interferencias ni publicidad. Ese día quería ser sólo Rajiv, no el hijo de la máxima autoridad del país, lo que no dejaba de ser una ingenuidad. Se negó

a salir de la casa hasta que los paparazzi no fuesen expulsados. Indira tuvo que calmarlo, con mucha paciencia. Cuando la marcha nupcial de Mendelsohn anunció la llegada de la novia, se tranquilizó. Rajiv salió a recibir a Sonia al jardín, donde había unos doscientos invitados, entre amigos y conocidos de la familia. Cuando la vio entrar, del brazo de su tío Mario, le cambió la cara. Sonia estaba espléndida. Era la imagen misma de la elegancia, el cabello recogido hacia atrás en un moño sujeto por un broche de pétalos de jazmín, la piel resplandeciente por la mascarilla de cúrcuma que le habían puesto unas horas antes, una simple pulsera de plata en la muñeca, los ojos pintados de khol y el rostro enmarcado por unos aretes de flores. Hacían buena pareja. Él llevaba pantalones estrechos blancos, una larga chaqueta color crema abotonada hasta el cuello, un turbante color salmón (al igual que sus amigos y primos), y unos zapatos tipo babucha, con la punta curva hacia arriba, como un príncipe de Las mil y una noches. Después del intercambio ritual de guirnaldas, se dirigieron hacia un rincón del jardín donde, alrededor de una mesa resg uardada por un enorme biombo hecho también de flores engarzadas en cuerdas colgantes, se encontraban los familiares más próximos. Firmaron en el registro civil y se intercambiaron los anillos. Sonia luchaba por controlar sus emociones. Cada vez que se cruzaba con la mirada de su madre, le entraban ganas de llorar. Entonces prefería buscar la mirada de Rajiv para encontrar fuerzas. El tío Mario parecía perdido; miraba a su sobrina con cariño y algo de condescendencia. Paola mantuvo el tipo, aunque por dentro aquella boda sin sacerdote le daba una pena infinita. Las palabras de Rajiv, que leyó unos versos del Rigveda escogidos especialmente por su madre, pusieron el punto final a la ceremonia: