LA VERDAD Y EL ARTE
El origen de la obra del arte y del artista es el arte. El origen es la fuente de la esencia, dentro de la cual está el ser de un ente. ¿Qué es el arte? Buscamos su esencia en la obra real. La realidad de la obra se determinó por lo que opera en la obra, por el acontecer de la verdad. Este acontecimiento lo concebimos como la lucha sostenida entre el mundo y la tierra. En el movimiento concentrado de este luchar está el reposo. Aquí se funda el reposar en sí de la obra.
En la obra está en operación el acontecimiento de la verdad. Pero lo que está así en operación está, pues, en la obra. Según esto, se postula ya a la obra real como la portadora de aquel acontecer. En seguida está otra vez ante nosotros la pregunta sobre lo cósico de la obra presente. Así finalmente se aclara un punto: por diligentemente que interroguemos el estar en sí de la obra, no daremos sin embargo con su realidad, mientras no nos pongamos de acuerdo en que hay que tomar la obra como algo elaborado. Tomarla así es lo más fácil, pues en la palabra obra suena lo elaborado. Lo que tiene de obra la obra consiste en su ser-creada por el artista. Puede parecer extraño que esta determinación tan fácil y muy clara de la obra haya sido nombrada por primera vez hasta ahora.
Pero el ser-creado de la obra sólo se comprende patentemente partiendo del proceso de la creación. Así obligados por la situación debemos ponernos de acuerdo en que, para tocar el origen de la obra de arte, hay que entrar en la actividad del artista. El intento de determinar el ser-obra de la obra, puramente por esta misma, se muestra como irrealizable.
Si ahora nos apartamos de la obra, para perseguir la esencia de la creación, podríamos tener en la mente lo que se dijo primero del cuadro de los zuecos y después del templo griego.
La creación la pensamos como una producción. Pero también la confección del útil es una producción. Sin embargo, la artesanía —notable juego del lenguaje— no crea ninguna obra, ni tampoco cuando, como es preciso, distinguimos el producto manual del objeto fabricado. Pero ¿en qué se distingue la producción como creación de la producción como confección? Así como es fácil distinguir la creación de la obra y la confección del útil, así es difícil perseguir ambas clases de producción, cada una en sus rasgos esenciales. A primera vista encontramos la misma conducta en la actividad del alfarero y el escultor, del carpintero y el pintor. La creación de la obra requiere la acción manual. Los grandes artistas aprecian en extremo la capacidad manual, para cuyo pleno dominio exigen un cultivo esmerado. Más que nadie, se esfuerzan en adquirir siempre de nuevo el dominio en el oficio. Se ha hecho observar con frecuencia que los griegos, que entendían algo de obras de arte, usaban la misma palabra τέχνη para la artesanía y el arte, y designaban con la misma palabra τεχνίτης al artesano y al artista.
En esta virtud parece indicado determinar la esencia de la creación por su lado de oficio. Sólo que justamente la referencia al uso verbal de los griegos, que designa su experiencia del caso, debe hacernos reflexivos. Por habitual y obvia que sea la referencia a la usual designación griega de artesanía y arte con la misma palabra τέχνη, es, sin embargo, equivocada y superficial, porque τέχνη no significaba ni arte ni artesanía y, menos que nada, lo técnico en el sentido actual. La palabra τέχνη nunca significa en general una especie de ejecución práctica, sino que nombra, más bien, una especie de saber. Saber significa haber visto en el amplio sentido de ver, es decir, percibir lo presente en cuanto tal. La esencia del saber, para el pensamiento griego, descansa en la ἀλήϑεια, o sea en la desocultación del ente. Es la portadora y directora de toda conducta respecto al ente. La τέχνη como saber experimentado a la griega consiste en la producción de un ente en tanto que lo pone delante como lo que se presenta en cuanto tal, sacándolo de la ocultación expresamente a la desocultación; no significa la actividad de un hacer. Por eso el artista es un τεχνίτης, no porque es también un artesano, sino porque lo mismo la producción de la obra que la producción del útil acontece en aquella otra producción que hace provenir al ente por su apariencia a su presencia. Empero, todo esto acontece en medio de los entes que surgen espontáneamente, en la φύσις. La designación del arte como τέχνη no quiere decir que la acción del artista se comprenda por la artesanía. Al contrario, lo que en la creación de la obra parece una confección manual es de otra especie. Esta acción es determinada y terminada por la esencia de la creación y queda incluida en ésta.
¿Siguiendo qué conducto debemos pensar la esencia de la creación, si no es el de la artesanía? ¿De qué otro modo que tomando en consideración lo que se crea, la obra? A pesar de que la obra únicamente se hace real al llevarse a cabo la creación y, por lo tanto, depende de ésta en su realidad, a pesar de eso, incluso precisamente por eso, la esencia de la creación depende de la esencia de la obra. Aun cuando el ser-creado de la obra hace referencia a la creación, sin embargo, el ser-creado de la obra así como la creación deben determinarse por el ser-obra de la obra. Ahora ya no podemos sorprendernos de por qué primero y largamente tratamos sólo de la obra, para luego hacer visible el ser-creado. Si el ser-creado pertenece tan esencialmente a la obra, como suena en esta palabra, aún debemos intentar comprender más esencialmente lo que hasta aquí pudo determinarse como el ser-obra de la obra.
En vista de la delimitación lograda de la esencia de la obra, según la cual en ella está en operación la verdad, podemos caracterizar la creación como el hacer producirse en un producto. El devenir-obra de la obra es un modo del devenir y acontecer de la verdad. En su esencia yace todo. Pero ¿qué es la verdad que debe acontecer en semejante devenir como algo creado? ¿Hasta qué punto tiene la verdad por razón de su esencia una relación con la obra? ¿Se puede concebir esto por la esencia de la verdad hasta ahora aclarada?
La verdad es no-verdad. En la no-ocultación como verdad está a la vez el otro «no» de un doble impedimento. La verdad está en cuanto tal en la contraposición del alumbramiento y las dos clases de ocultación. La verdad es la lucha primordial, en que cada vez de una manera se conquista lo patente en cuya escena entra y de la cual se retira todo lo que se muestra y surge como ente. De cualquier modo que la lucha estalle y acontezca, los luchadores, alumbramiento y ocultación, se separan, a causa de ella. Así se conquista lo abierto del campo de la lucha. La patencia de lo así patente, es decir, la verdad, sólo puede ser lo que es, o sea la patencia misma cuando y mientras ella misma se instala en lo así patente. Por eso cada ente debe ser en cada caso un ente en que tome estado y haga estancia la patencia. Al ocupar él mismo ese estado patente lo mantiene patente y abierto. Poner y superponerse están aquí tomados en el sentido griego de ϑέσις, que significa poner al descubierto. Con la alusión a que la patencia se instala en lo patente, el pensamiento gira en un círculo del que aquí todavía no puede salir. Sólo indiquemos que si la esencia de la no-ocultación del ente pertenece de alguna manera al ser mismo (cf. El ser y el tiempo, § 44), éste hace por su esencia que acontezca el campo de juego de la patencia (el alumbramiento del ahí) y como tal lo lleva consigo donde surge cada ente a su manera.
La verdad sólo acontece cuando se instala en el campo de la lucha patente por acción de ella misma. Puesto que la verdad es la oposición entre alumbramiento y ocultación, pertenece a ella lo que aquí se llama instalación. Pero la verdad no existe de antemano en las estrellas para luego venir a alojarse suplementariamente en el ente. Esto es imposible porque únicamente la apertura del ente ofrece la posibilidad de un sitio en alguna parte que llenar con el que se presenta. El alumbramiento de la patencia y la instalación en lo patente se pertenecen mutuamente. Son la esencia del acontecer de la verdad. Ésta acontece históricamente en múltiples formas.
Una manera esencial como la verdad se arregla en el ente hecho patente por ella misma es el ponerse en operación la verdad. Otra manera de ser de la verdad es el acto que funda un estado. Aun otro modo de llegar la verdad al alumbramiento es la proximidad de lo que pura y simplemente no es un ente, sino el más ente entre los entes. Todavía otra manera de fundarse la verdad es el sacrificio esencial. Otra manera como la verdad llega a ser es la interrogación del pensamiento, que como pensamiento del ser lo nombra en su problematicidad. Sin embargo, la ciencia no es un acontecer originario de la verdad, sino el cultivo respectivo de un terreno ya abierto de la verdad y precisamente por medio de la concepción y fundamentación de lo que se muestra en su círculo como posible y necesariamente correcto. Cuando una ciencia llega a una verdad más allá de lo correcto, es decir, al esencial descubrimiento del ente en cuanto tal, es filosofía.
Puesto que pertenece a la esencia de la verdad arreglarse en el ente, precisamente para llegar a ser verdad, por eso yace en la esencia de la verdad la referencia a la obra, como una posibilidad extraordinaria que tiene la verdad de ser siendo en medio del ente mismo.
La instalación de la verdad en la obra es la producción de un ente tal que antes todavía no era y posteriormente nunca volverá a ser. La producción por consiguiente coloca a este ente en lo manifiesto, de tal manera que únicamente el producto alumbra la patencia de lo patente en que se produce. Cuando la producción trae consigo la apertura del ente, la verdad, el producto es una obra. Tal producción es la creación. Este traer es un recibir y extraer dentro de la relación con lo no encubierto. Por consecuencia ¿en qué consiste entonces el ser-creado? Aclarémoslo mediante dos determinaciones esenciales.
La verdad se arregla dentro de la obra. La verdad existe sólo como la lucha entre alumbramiento y ocultación, en la interacción de mundo y tierra. La verdad se arreglará en la obra como esa lucha de mundo y tierra. La lucha no se debe zanjar en un ente peculiar que haya de producirse expresamente para él, ni meramente alojarse en él, sino precisamente hacerse patente desde él. Este ente debe por eso tener en sí los rasgos esenciales de la lucha. En la lucha se conquista la unidad del mundo y la tierra. Al abrirse un mundo pone a decisión de un grupo humano histórico la victoria y la derrota, la bendición y la maldición, el dominio y la servidumbre. El mundo naciente saca a luz lo indeciso y lo aún sin medida y así abre la oculta necesidad de la medida y la decisión. Pero al abrirse el mundo surge la tierra que se muestra como la portadora de todo, albergada en su ley y siempre hermética. El mundo reclama su decisión y su medida y hace al ente llegar a lo patente de sus caminos. La tierra, portando y surgiendo, aspira a mantenerse hermética y a confiar todo a su ley. La lucha no es ningún corte como sería el abrir violentamente un mero abismo, sino que es la íntima pertenencia mutua de los luchadores. Este corte junta a fuerza a los adversarios en su único fundamento que es la fuente de su unidad. Es un corte basal. Es también un corte vertical que traza los rasgos fundamentales del orto del alumbramiento del ente. Este corte no deja que los contrarios se destruyan mutuamente, sino que da a la contraposición de medida y límite un solo perfil.
La verdad sólo se instala como lucha en un ente que se produce, de modo que abre la lucha en ese ente, es decir, desgarrándolo. El corte es la conjunción unitaria del vertical y basal, del transversal y el circular. La verdad se establece en el ente y este mismo ocupa lo abierto de la verdad. Pero este llenar sólo puede acontecer cuando el producto, la desgarradura, confía a lo autoocultante que salta en lo abierto. La desgarradura debe retraerse en la pesantez de la piedra, en la muda dureza de la madera, en el oscuro ardor de los colores. Al recoger la tierra en su seno la desgarradura, ésta se restablece en lo abierto, de modo que surja como lo que se resguarda y autooculta en lo patente. La lucha llevada a la desgarradura y de este modo restablecida en la tierra y así fijada es la forma. El ser-creado de la obra quiere decir ser fijada la verdad en la forma. Es la conjunción conforme a la cual se ajusta la desgarradura. La desgarradura conformada es la unión del resplandor de la verdad. Lo que aquí se llama forma debe entenderse por aquella posición y composición en que la obra es en tanto que se expone y se propone.
En la creación de la obra la lucha como desgarradura debe volver a asentarse en la tierra y esta misma debe resaltar y emplearse como lo autoocultante. Pero este uso no gasta la tierra, ni abusa de ella como materia, sino que la pone en libertad para ella misma. Este emplear la tierra es un operar con ella que se parece ciertamente a la aplicación de la materia en la artesanía. De aquí se origina la apariencia de que la creación de una obra es una actividad de artesanía, lo que no lo es jamás. Pero sí es siempre un empleo de la tierra para fijar la verdad en la forma. Al contrario, la confección del útil nunca es de inmediato un operar el acontecimiento de la verdad. El ser-acabado del útil es el ser-formada una materia como preparación para el uso. El ser-acabado del útil significa que es liberado para ir más allá de sí mismo, para agotarse en el servicio.
No es así el ser-creado de la obra, como se aclarará con la segunda nota que vamos a enunciar.
El ser-acabado del útil y el ser-creada de la obra coinciden en que constituyen un ser-producido.
Pero el ser-creado de la obra tiene frente a toda otra producción la particularidad de que la obra está creada dentro de lo creado. Pero ¿no vale esto mismo para todo producto y en general para lo que se origina de algún modo? Con todo producto se da, si es que con él se da algo, el ser-producido. En efecto, pero en la obra el ser-creado está expresamente creado dentro de lo creado de manera que resalta del producto. Si es así, tenemos que poder experimentar el ser-creado en la obra.
Al aparecer en la obra el ser-creado no significa que en ella deba advertirse que ha sido hecha por un gran artista. Lo creado no debe testificar que es ejecución de un competente y por ello hacer resaltar al ejecutante ante la consideración pública. No debe dar a conocer el N. N. fecit, sino que debe mantener a descubierto el simple factum est. A saber, que aquí acontece la no-ocultación del ente y que acontece como tal; que, en general, tal obra es y no que no es. La impulsión que la obra es por ser esta obra, y el no cesar esa impulsión constituye en la obra el constante reposar en sí. Justamente cuando es desconocido el artista, el proceso y las circunstancias en que nació la obra, resalta desde la obra y en su mayor pureza ese empuje, ese «que es» del ser-creación. Ciertamente, a cada útil disponible y en uso corresponde también el «que es» confeccionado. Pero este «que es» no aparece en el útil; al contrario, se desvanece en el servicio. Mientras más a mano está el útil, queda más disimulado que, por ejemplo, es tal martillo, y más exclusivamente se mantiene el útil en su ser-útil. En general, podemos advertir en todo existente que es; pero sólo es advertido para luego olvidarlo como habitual. Pero ¿qué puede ser más habitual que esto de que el ente es? Sin embargo, en la obra, esto de que es como tal resulta precisamente lo no habitual. El acontecimiento de su ser-creación no sigue simplemente vibrando en la obra, sino que lo que tiene de acontecimiento el que la obra sea como esta obra, proyecta la obra en torno y constantemente la tiene proyectada. Mientras más esencialmente se manifiesta la obra, más luminosa se hace la singularidad de que ella es y no que no sea. Mientras más esencialmente se manifiesta el empuje, más extraña y solitaria se hace la obra. En la producción de la obra radica este ofrecerse como «que es».
La pregunta sobre el ser-creatura de la obra debía acercarnos a lo que tiene de obra la obra y con ello a su realidad. El ser-creatura de la obra se reveló como el ser fijada la lucha en la forma, a través de la desgarradura. El ser-creatura de suyo es inmanente en la obra y está manifiesto como el empuje de «que es». Pero tampoco se agota la realidad de la obra en el ser-creatura. Al contrario, la consideración de la esencia del ser-creatura de la obra nos coloca en la situación de dar ahora el paso al que tendía todo lo dicho hasta aquí.
Mientras más solitaria está la obra en sí, afirmada en la forma; mientras más finamente parecen disolverse todas las referencias con el hombre, más sencillamente entra en lo manifiesto el empuje de que esta obra es, más esencialmente es impulsado lo insólito y expulsado lo hasta entonces sólitamente aparente. Pero este empuje múltiple no es violento; pues mientras más puramente está la obra extasiada en lo manifiesto del ente por ella misma abierto, más sencillamente nos inserta en eso manifiesto y al mismo tiempo nos saca de lo habitual. Seguir este cambio quiere decir transformar las referencias habituales con el mundo y la tierra y acabando con toda acción, estimación, conocimiento o visión corrientes, atenerse a esas referencias para demorarse en la verdad que acontece en la obra. La conducta que es este demorarse permite a la creatura ser la obra que es. Dejar que una obra sea obra es lo que llamamos la contemplación de la obra. Únicamente en la contemplación, la obra se da en su ser-creatura como real, es decir, ahora haciéndose presente con su carácter de obra.
Si una obra no puede ser sin ser creada, pues necesita esencialmente los creadores, tampoco puede lo creado mismo llegar a ser existente sin la contemplación. Pero si una obra no encuentra de inmediato la contemplación que corresponde a la verdad que acontece en ella, eso de ninguna manera significa que la obra sea obra sin la contemplación. Si es una obra, siempre queda referida a los contempladores aun cuando y justo tenga que esperar por ellos y adquirir y aguardar el ingreso de ellos a su verdad. Aun el olvido en que pueda caer la obra no es la nada. Es todavía una contemplación que se alimenta de la obra. La contemplación de la obra significa estar dentro de la patencia del ente que acontece en la obra. Pero la estancia dentro de la contemplación es un saber. Sin embargo, el saber no consiste en mero conocer y representarse algo. Quien verdaderamente sabe del ente, sabe lo que quiere en medio del ente.
El querer aquí nombrado, que ni aplica un saber ni resuelve de antemano, se entiende por la experiencia fundamental del pensamiento en El ser y el tiempo. El saber que queda como un querer y el querer que permanece un saber, es el extático abandonarse del hombre existente a la desocultación del ser. El estado de resolución (Entschlossenheit), como se entiende en El ser y el tiempo, no es la acción decidida de un sujeto, sino la apertura del existente (Dasein) para pasar del estar preso en el ente a la apertura del Ser. Sin embargo, en la existencia no sale el hombre de un interior a una exterioridad, sino que la esencia de la existencia es el soportante estar dentro en separación esencial de la iluminación del ente. Ni con la creación antes citada, ni con el querer ahora mencionado, se piensa en la ejecución ni en la acción de un sujeto que aspira y se pone a sí mismo como fin.
Querer es el escueto estado de resolución del existente ir-más-allá-de-sí-mismo, que se expone a la patencia del ente como puesta en la obra. Así transporta el estado de inferioridad a la ley. Así la contemplación de la obra como saber es el sereno estado de interioridad en lo extraordinario de la verdad que acontece en la obra.
Este saber que se naturaliza como querer en la verdad de la obra y sólo así sigue siendo una verdad no la saca de su estar en sí, ni la arrastra al círculo de las meras vivencias, ni la rebaja al papel de mero excitante de éstas. La contemplación de la obra no aísla al hombre de sus vivencias, sino que las inserta en la pertenencia a la verdad que acontece en la obra, y así funda el ser-uno-para-otro y el ser-uno-con-otro como el histórico soportar el existente (Dasein) por la relación con la no-ocultación. Sobre todo el saber en la manera de contemplar, está enteramente lejos de aquella habilidad de conocer, sólo por el gusto, lo formal de la obra, sus cualidades e incentivos, precisamente porque la contemplación es un saber. El haber visto es un estar decidido; es estar dentro de la lucha que la obra ha encajado en la desgarradura.
El modo de la correcta contemplación de la obra se coproduce y se traza pura y exclusivamente por la obra misma. La contemplación acontece en diferentes grados del saber y con un alcance, persistencia y claridad cada vez diferentes. Si la obra está destinada al mero goce artístico, esto no demuestra todavía que esté en la contemplación como obra. Al contrario, tan pronto como aquel empuje en lo extraordinario es atrapado por lo familiar y la habilidad de conocer, la explotación artística de la obra ha empezado. Aun la cuidadosa transmisión de la obra, el intento científico de recuperarla, ya no llegan nunca al ser mismo de la obra, sino tan sólo a su recuerdo. Pero tampoco éste puede ofrecer a la obra una morada desde la cual contribuya a configurar la historia. La peculiar realidad de la obra sólo llega a ser fecunda donde la obra se contempla en la verdad que acontece por ella.
La realidad de la obra se ha determinado en sus elementos fundamentales por la esencia del ser-obra. Ahora podemos volver a tomar la pregunta introductoria: ¿qué sucede con lo cósico en la obra que debe garantizar su realidad inmediata? Sucede que ahora ya no planteamos la pregunta sobre lo cósico en la obra, pues, al hacerlo así, tomamos de antemano a la obra como un objeto presente. Así no preguntamos por la obra misma sino desde nosotros que, al hacerlo así, no la dejamos ser una obra, sino que la representamos como un objeto que debe producirnos un estado de ánimo.
Empero, lo que en la obra tomada como objeto parece ser lo cósico en el sentido de los corrientes conceptos de cosa, y que desde ella experimentamos es lo que tiene de tierra la obra. La tierra salta en la obra porque en ésta, en cuanto tal, es donde está en operación la verdad y porque ésta, a su vez, sólo es instalándose en un ente. Pero en la tierra como lo esencialmente autoocultante, la apertura de lo manifiesto encuentra su máxima resistencia y así precisamente un lugar para su estancia permanente, dentro del cual debe ser fijada la forma.
¿Fue entonces superfluo hacer la pregunta sobre lo cósico de la cosa? De ninguna manera. En verdad, no se puede determinar el carácter de obra por lo cósico, más bien al contrario, con el saber acerca del carácter de obra, la pregunta acerca de lo cósico puede colocarse en el camino justo. No es poco, si recordamos que las maneras de pensar corrientes desde la Antigüedad atracan la cosa y hacen predominar una interpretación del ente en total que, así como es inepta para la concepción esencial del útil y de la obra, es ciega ante la esencia original de la verdad.
Para la determinación de lo cósico de la cosa no basta ni considerarla como portadora de propiedades, ni como la multiplicidad de lo dado sensiblemente en su unidad, ni menos aún representarla como la estructura materia-forma que se deriva del carácter del útil. La visión que da peso y medida a la interpretación de lo cósico de la cosa debe dirigirse hacia la pertenencia de la cosa a la tierra. Sin embargo, la esencia de la tierra como portadora autoocultante que no impulsa a nada sólo se descubre por su irrupción en un mundo y en la oposición de ambos. Esta lucha está fijada en la forma de la obra y se hace patente por ésta. Por lo que respecta al útil, el hecho de que su carácter de útil lo experimentemos primero a través de la obra, vale también para lo cósico. Que de lo cósico nunca sepamos nada, o cuando lo sabemos sea sólo indistintamente, o sea que necesitamos de la obra, muestra que en el ser-obra de la obra está en operación el acontecimiento de la verdad, la apertura del ente. Pero, así replicaríamos definitivamente, ¿debe ser llevada la obra a la naturaleza, no por sí, sino por su llegar a ser creatura y la relación que ésta tiene con las cosas de la tierra, si es que lo cósico debe meterse exactamente en lo manifiesto? Alberto Durero, uno que debía saberlo, dijo aquellas conocidas palabras: «El arte está verdaderamente metido en la naturaleza; quien puede arrancarlo lo tiene». Arrancar significa aquí extraer del corte y recortar éste con el buril en la plancha. Pero en seguida hacemos la pregunta contraria: ¿cómo se extraería la desgarradura si no fuera llevada a lo manifiesto por la proyección creadora como lucha entre la medida y lo sin medida? En la naturaleza está metida en verdad una desgarradura, que es medida y límite, y un poder productor ligado con ella que es el arte. Pero también es cierto que este arte se hace patente en la naturaleza únicamente mediante la obra, porque está metido originariamente en ésta.
El esfuerzo hecho en torno a la realidad de la obra debe preparar el terreno para encontrar en la obra real el arte y su esencia. La pregunta por la esencia del arte, el camino del saber de ella, debe ser traído de nuevo a un fundamento. La respuesta sólo es, como toda auténtica respuesta, el extremo alcance del último paso en una larga serie de interrogaciones. Cada respuesta sólo es vigente en tanto que está arraigada en la pregunta.
Pero la realidad de la obra no sólo se ha hecho para nosotros más clara por su ser obra, sino que se ha hecho esencialmente más rica. Al ser-creatura de la obra pertenece tan esencialmente la creación como la contemplación. Pero la obra es lo que hace posible a los creadores en su esencia, y que por esencia necesita contemplación. Si el arte es el origen de la obra, entonces quiere decirse que hace brotar en su esencia la mutua correspondencia esencial en la obra, de la creación y la contemplación. Pero ¿qué es el arte mismo al que con justicia llamamos un origen?
En la obra está el acontecimiento de la verdad y, ciertamente, a la manera de una obra en operación. Según esta idea se determinó previamente la esencia del arte como el poner en operación la verdad. Pero esta determinación de propósito es ambigua. En un sentido dice que el arte es la fijación de la verdad que se establece en la forma. Esto acontece en la creación como el producir la desocultación del ente. Pero poner en la obra significa a la vez: poner en marcha y hacer acontecer el ser-obra. Esto sucede como contemplación. Entonces el arte es un devenir y acontecer de la verdad. ¿Procede entonces la verdad de la nada? En efecto, si la nada se piensa como la mera negación del ente, y además éste se representa como aquel existente habitual que después, al estar ahí la obra, nace y perece como el único ente presuntamente verdadero. En lo existente y habitual nunca se puede leer la verdad. Más bien sólo acontece la apertura de lo manifiesto y el alumbramiento del ente cuando se proyecta la patencia y llega al estado de proyección. La verdad como alumbramiento y ocultación del ente acontece al poetizarse. Todo arte es como dejar acontecer el advenimiento de la verdad del ente en cuanto tal, y por lo mismo es en esencia Poesía. La esencia del arte, en la que especialmente descansan la obra de arte y el artista, es el ponerse en operación la verdad. La esencia poetizante del arte hace un lugar abierto en medio del ente, en cuya apertura es distinto que antes. En virtud de la proyección puesta en operación, la desocultación del ente que se proyecta hacia nosotros, todo lo habitual y lo hasta ahora existente deja de ser ente por virtud de la obra. Lo habitual ha perdido la capacidad de ofrecer al ser como medida y de conservarlo. En este caso lo raro es que la obra de ninguna manera actúa sobre el ente existente hasta aquí por medio de conexiones causales. La acción de la obra no consiste en un efectuar. Se funda en un cambio que acontece por virtud de la obra, el cambio de la desocultación del ente y esto es decir del ser.
Pero la Poesía no es ningún imaginar que fantasea al capricho, ni es ningún flotar de la mera representación e imaginación en lo irreal. Lo que la Poesía, como iluminación sobre lo descubierto, hace estallar e inyecta por anticipado en la desgarradura de la forma es lo abierto, al que deja acontecer de manera que ahora estando en medio del ente lleva a éste al alumbramiento y la armonía. En la mirada esencial puesta sobre la esencia de la obra y su relación con el acontecimiento de la verdad del ente, queda dudoso si la esencia de la Poesía, es decir, a la vez de la proyección, puede pensarse suficientemente tan sólo por la imaginación y la fantasía.
La esencia de la Poesía, conocida ahora de un modo muy amplio, aunque quizá no por ello indeterminado, quede, pues, aquí como algo problemático, sobre lo que se trata de reflexionar.
Si todo arte es en esencia Poesía,[6] a ella debe reducirse entonces la arquitectura, la escultura, la música. Esto es una pura arbitrariedad mientras entendemos que las citadas artes son subespecies de la literatura, en caso de que caractericemos la poesía con este título equívoco. Pero la poesía es sólo un modo del iluminante proyectarse de la verdad, es decir, del Poetizar en este amplio sentido. Sin embargo, la literatura, la poesía en sentido restringido, tiene un puesto extraordinario en la totalidad de las artes.
Para ver esto sólo es necesario tener el concepto justo del lenguaje. En la representación corriente, el hablar es equivalente a una especie de comunicación. Sirve para la conversación y el convenio, en general para el entendimiento mutuo. Pero el habla no es sólo ni primeramente una expresión oral y escrita de lo que debe ser comunicado. No sólo difunde lo patente y encubierto como así mentado en palabras y proposiciones, sino que el lenguaje es el que lleva primero al ente como ente a lo manifiesto. Donde no existe ningún habla como en el ser de la piedra, la planta y el animal tampoco existe ninguna patencia del ente y en consecuencia tampoco de la no-existencia y de lo vacío. Cuando el habla nombra por primera vez al ente, lo lleva a la palabra y a la manifestación. Este nombrar llama al ente a su ser, partiendo de él. Tal decir es un proyectar la luz en donde se dice lo que como ente llega a lo manifiesto. Proyectar es descargar algo yacente, en que la ocultación se dirige al ente como tal. La invocación se convierte en seguida en revocación, en la sorda confusión en que el ente se oculta y se sustrae. El decir proyectante es Poesía: el decir del mundo y la tierra, el decir del campo de su lucha, y con ello del lugar de toda cercanía y lejanía de los dioses. La Poesía es el decir de la desocultación del ente. El lenguaje en este caso es el acontecimiento de aquel decir en el que nace históricamente el mundo de un pueblo y la tierra se conserva como lo oculto. El decir proyectante es aquel que en la preparación de lo decible, al mismo tiempo, trae al mundo lo indecible como tal. En tal decir se acuñan de antemano los conceptos de la esencia de un pueblo histórico, es decir, la pertenencia de éste a la historia universal.
La Poesía está tomada aquí en un sentido tan amplio, y pensada al mismo tiempo en una unidad interna tan esencial con el habla y la palabra, que debe quedar abierta la cuestión de si el arte en todas sus especies desde la arquitectura hasta la poesía agotan la esencia de la Poesía.
El lenguaje mismo es Poesía en sentido esencial. Pero puesto que el habla es aquel acontecimiento en el que por primera vez se abre el ente como ente para el hombre, por eso mismo, la poesía, en sentido restringido, es la Poesía más originaria en sentido esencial. Así, pues, el habla no es Poesía porque es la poesía primordial, sino que la poesía acontece en el habla porque ésta guarda la esencia originaria de la Poesía. En cambio, la arquitectura y la escultura siempre acontecen ya y sólo en lo patente del decir y el nombrar. Son regidas y dirigidas por lo patente. Pero precisamente por esto son caminos y maneras peculiares de arreglarse la verdad en la obra. Son cada una un modo propio de poetizar dentro del alumbramiento del ente, que ya ha acontecido en el habla inadvertidamente.
El arte como poner-en-obra-la-verdad es Poesía. No solamente es poética la creación de la obra, sino que también lo es a su manera la contemplación de la obra; pues una obra sólo es real como obra cuando nos arranca de la habitualidad y nos inserta en lo abierto por la obra, para hacer morada nuestra esencia misma en la verdad del ente.
La esencia del arte es la Poesía. Pero la esencia de la Poesía es la instauración de la verdad. La palabra instaurar la entendemos aquí en triple sentido: instaurar como ofrendar, instaurar como fundar e instaurar como comenzar. Pero la instauración es real sólo en la contemplación. Así, a cada modo de instaurar corresponde uno de contemplar. Podemos ahora hacer ver, en unos cuantos trazos, la estructura esencial del arte en la medida en que la anterior caracterización de la esencia de la obra pueda ofrecernos una primera referencia para ello.
El poner-en-la-obra la verdad impulsa lo extraordinario a la vez que expulsa lo habitual y lo que se tiene por tal. La verdad que se abre en la obra nunca se deduce ni se comprueba por lo hasta ahora ocurrido. Esto en su exclusiva realidad queda anulado por la obra. Por eso lo que el arte instaura nunca se compensa ni se suple con lo existente disponible. La instauración es una superabundancia, una ofrenda.
La proyección Poética de la verdad que se sitúa en la obra jamás se realiza en lo vacío e indeterminado. Más bien la verdad en la obra se proyecta hacia los venideros contempladores, es decir, hacia un grupo humano histórico. Sin embargo, lo proyectado no es nunca una exigencia arbitraria. El proyecto poetizante que tiene la verdad es la patentización de aquello en lo que el existente (Dasein) está ya proyectado como histórico. Esto es la tierra y para un pueblo histórico su tierra, el fundamento autoocultante en donde descansa con todo lo que, aún oculto para el mismo, él es. Pero es su mundo el que impera por la relación del existente (Dasein) con la desocultación del ser. Por eso todo lo que se da al hombre en la proyección debe ser sacado del fondo cerrado y puesto expresamente sobre éste. Así es fundado por primera vez como el fundamento portador. Toda creación es, por ser este sacar, un extraer (schöpfen, «sacar agua de la fuente»). El subjetivismo moderno entiende mal lo creador en el sentido de la tarea genial del sujeto soberano. La instauración de la verdad no es sólo instauración en el sentido del libre ofrecimiento, sino a la vez instauración en el sentido de fundamento que funda. La proyección poética sale de la nada, en cuanto a que nunca toma su ofrenda de lo corriente y ya ahora ocurrido. Sin embargo, no sale jamás de la nada debido a que lo proyectado por ella sólo es el destino mismo ya previamente contenido del existente histórico mismo (Dasein).
La ofrenda y la fundamentación tienen lo repentino de lo que se llama un comienzo. Sin embargo, esto repentino del comienzo, lo propio del salto desde lo inmediato, no excluye sino precisamente incluye que el comienzo se preparaba disimuladamente mucho tiempo antes. El comienzo auténtico es ya en cuanto salto un haber saltado, que salta libre por encima de lo venidero, si bien como encubierto. El comienzo contiene ya oculto el final. El auténtico comienzo no es jamás lo que de comienzo tiene lo primitivo. Lo primitivo carece de futuro, porque no tiene el salto y el vuelo que ofrenda y funda. No es capaz de dar de sí más porque no contiene otra cosa que lo que aprisiona.
El comienzo, al contrario, contiene siempre la plenitud no abierta de lo prodigioso, es decir, la lucha con lo seguro. El arte como Poesía es instauración en el tercer sentido de provocación de la lucha de la verdad y es, por esto, instauración como comienzo. Siempre que el ente en totalidad, como el ente mismo, reclama la fundación en lo manifiesto, logra el arte como instauración en su esencia histórica. Esto sucedió en Occidente por primera vez en Grecia. Lo que en el futuro se llamará ser se puso ejemplarmente por obra. El ente en totalidad así abierto se transformó entonces en el ente en sentido de lo creado por Dios. Esto sucedió en la Edad Media. Este ente se transformó otra vez al principio y en el transcurso de la Edad Moderna. El ente se transformó en objeto que se podía penetrar y dominar por el cálculo. Cada vez se abrió un mundo nuevo y esencial. Cada vez hubo de instalarse la patencia del ente mediante la fijación de la verdad en la forma en el ente mismo. Cada vez aconteció la desocultación del ente. Se puso en operación y quien lo puso fue el arte.
Siempre que el arte acontece, es decir, cuando hay un comienzo, se produce en la historia un empuje y ésta comienza o recomienza. La historia no se entiende aquí como una sucesión cualquiera de acontecimientos, por muy importantes que sean en la época. La historia es el emerger de un pueblo a la misión que le es dada como un sumergirse en el medio que le es dado.
El arte es poner en la obra la verdad. En esta proposición se oculta una ambigüedad esencial, con arreglo a la cual la verdad es el sujeto o el objeto del poner. Pero, aquí, sujeto y objeto son nombres inadecuados. Impiden precisamente pensar esta esencia ambigua, una tarea que ya no pertenece a esta consideración. El arte es histórico y como tal es la contemplación creadora de la verdad en la obra. El arte acontece como Poesía. Ésta es instauración en el triple sentido de ofrenda, fundación y comienzo. El arte como instauración es esencialmente histórico. Esto no sólo significa que el arte tiene una historia en sentido externo, que en el cambio de los tiempos se produce al lado de muchas otras cosas y se transforma y perece ofreciendo a la historia cambiantes aspectos, sino que el arte es historia en el sentido esencial de que la funda en la significación señalada.
El arte permite brotar a la verdad. El arte brota como la contemplación que instaura en la obra la verdad del ente. Lo que significa la palabra origen es que algo brota, en un salto que funda, de la fuente de la esencia al ser.
El origen de la obra de arte, es decir, a la vez, de los creadores y los contempladores, es decir, de la existencia histórica de un pueblo, es el arte. Esto es así porque el arte en su esencia es un origen y no otra cosa: una manera extraordinaria de llegar a ser la verdad y hacerse histórica.
Preguntamos por la esencia del arte, ¿por qué preguntamos así? Para poder interrogar propiamente si el arte es o no un origen en nuestra existencia histórica y bajo qué condiciones puede serlo y debe serlo. Tal reflexión no es capaz de forzar el arte y su evolución. Pero este saber reflexivo es la preparación preliminar y por eso indispensable para la evolución del arte. Sólo tal saber prepara a la obra su espacio, al creador su camino y al contemplador su lugar.
En tal saber, que sólo lentamente puede acrecentarse, se decide si el arte puede ser un origen y entonces debe ser un arranque, o si sólo debe quedar como un apéndice y entonces sólo puede ser presentado como un fenómeno usual de la cultura.
¿Estamos nosotros en nuestra existencia histórica en el origen? ¿Sabemos o atendemos a la esencia del origen o sólo apelamos, en nuestra actitud hacia el arte, al conocimiento culto del pasado? Para esta disyuntiva y su decisión hay una señal infalible. El poeta Hölderlin, cuya obra todavía está en vísperas de ser afrontada por los alemanes, ha nombrado esa señal al decir:
Difícilmente abandona el lugar
lo que mora cerca del origen.
La peregrinación, IV, 167