Martine
La niña me mira y me pregunta:
—¿Qué es eso?
—¿El qué? —pregunto. El mito de que a todas las mujeres de mediana edad les encantan los niños es sólo eso, un mito.
—Eso —señala.
—Es una vela —dice el hombre que opera la plataforma—. Ven aquí, Theresa, necesito que me sostengas una cosa, ¿vale?
Claramente es el padre. Los dos tienen el mismo aspecto pálido y desvaído, como el algodón desteñido. Recién llegados.
Quizá la vida que estuviesen viviendo antes de llegar aquí les diese ese aspecto. La niña me mira, sin estar segura de cómo tratarme, luego obedece.
Recorro el perímetro, comprobando fugas de aire. Sé que es aquí, simplemente no sé dónde. Empleamos un método muy primitivo para localizar fugas, cuando recibimos un aviso de que la mezcla de aire no está bien en algún lugar de Cordillera Jerusalén, vengo aquí y doy vueltas con una vela, empleando el parpadeo de la llama para localizar la fuga.
No busques Cordillera Jerusalén en el mapa, se llama Nueva Changsha o Sector 56/C-CJU, dependiendo de si tu mapa es anterior o posterior a la campaña Vientos Purificadores. Está situada en el límite norte de la cuenca de Argyre, en el hemisferio sur. CJU son las iniciales del explorador. Aron Fahey dice que el nombre proviene de las iniciales, pero yo no podría afirmarlo. La mayoría de los que estaban aquí hace treinta años y podrían recordarlo han sido trasladados. En aquella época Aron tendría nueve años, así que no estoy segura de que realmente lo recuerde. Yo vine cuando reabrieron el sector hace siete años, y me metí en un nido de víboras de traiciones y animosidades residuales. Incluso ahora la Comuna tiende a dividirse en dos partes, los viejos que quedan y tienden a recordar todo lo que alguien le hizo a alguien durante la campaña, y los nuevos que abandonamos nuestros errores en la Tierra. Los que eran niños durante la campaña tienden a aliarse con los nuevos.
Estos dos son realmente nuevos, transportados. Si no lo supiese ya, me queda claro cuando el padre conecta cuidadosamente a la niña a su comprobador. Aquí los niños no reciben implantes tan jóvenes; no me parece que tenga más de seis años. Parece aún más joven, vestida con una blusa roja que está demasiado estirada en el cuello y es demasiado pequeña para ella y pantalones demasiado grandes. Desechos. Él lleva un mono, el normal. Encuentro la fuga y la reparo. No hace falta mucho para reparar una fuga; cubrirla con sellador, indicarla en una lista estructural, aunque en este caso da la impresión de que alguien golpeó algo contra la pared; un suceso muy habitual en el almacén. Mientras espero a que el sellador haga efecto, miro al padre y a la niña. Él es rubio y de rasgos marcados, ella tiene un pelo fino y liso que es de un castaño incoloro. Ella se encuentra junto a él, sin moverse, ejecutando cuidadosamente su tarea. Parece más concentrada en su padre que en el trabajo; le mira embelesada, con la boca un poco abierta, como hacen los niños.
Me voy antes de que terminen la reparación.
Cuando llego a casa, mi separador vuelve a estar frito y les olvido por completo.
Cuando era una niña pequeña, en una ocasión caminé tres kilómetros dormida. Soy de las que disfrutan andando. Eso fue cuando todavía había comunas en Virginia Occidental. Supongo que eso es lo que más echo de menos, caminar por Virginia Occidental. Después de que instalasen el tren, ya no fue lo mismo. De pronto aquello estaba repleto de neoyorquinos, todos buscando un lugar limpio en el que vivir donde sus familias pudiesen crecer en el campo mientras ellos conservaban sus trabajos bien pagados en la ciudad. Al principio fueron miembros de los cuadros, y quizás un par de verdes. Oficiales, claro, los soldados rasos no viven tan bien.
Supongo que me convertí en soldado porque cuando era niña ésa era la forma de garantizar tener lo mejor. Fue justo después del comienzo de la campaña Vientos Purificadores, cuando todos intentaban volver a los días en que el socialismo significaba algo para el pueblo. La campaña iba terriblemente mal y miraras a donde mirases alguien se metía en problemas por cosas que diez años antes eran perfectamente legítimas, como hacer crecer tus propios chips de silicio y todas las pequeñas tecnologías caseras. El ejército parecía una apuesta bastante segura. Yo tenía hilos de los que tirar: mi tío era coronel y me hizo entrar. Entré a los quince años. En aquella época se podía. A los treinta y cinco años había cumplido veinte en el ejército, tenía un matrimonio fracasado y estaba harta de los militares. Fui en busca de Virginia Occidental, pero en el tiempo que había estado fuera se había convertido en una copia de Nueva Jersey, y yo no había ido en busca de Nueva Jersey. Así es como acabé en el proyecto de asentamiento de Marte. Los Voluntarios Patrióticos Convierten el Desierto Rojo en una Tierra Productiva.
Pero había vuelto a caminar; además de ocuparme de mi parcela, mis cabras y mis abejas, recorría el perímetro en busca de fugas. Lenin sabe que fue duro. Creía que podría empezar una nueva vida en Cordillera Jerusalén, pero no había contado con el hecho de que allí donde fuese yo también estaría. Y yo no había cambiado por el simple hecho de meterme en una nave y venir a Marte. No era feliz. No puedo decir que fuese un error, tampoco era feliz en la Tierra. Pero en la Tierra al menos estaba cómoda. Durante mucho tiempo no me sentí cómoda en Marte. Seis meses después de llegar aquí me había decidido a volver a casa, pero lo retrasé continuamente y ahora he llegado al punto en que resulta más fácil quedarse que irse.
Programo el día dependiendo de lo que pase, a veces trabajo hasta las tres de la mañana, los animales tienen que seguir su propio horario y no necesariamente respetan el tuyo, pero habitualmente a las cuatro y media de la tarde estoy en casa.
Son como las cuatro y media, una semana más o menos después de que les viese, cuando se paran a tomar agua. Estoy un poco alejada de la parada, así que tienen que caminar, pero soy una de las últimas bóvedas vacías antes de la larga extensión hasta Nueva Arizona y no es raro que la gente se detenga. Todavía no tenemos excedente de agua potable. Yo siempre doy, nunca sé cuándo tendré que pedir.
No le hubiese reconocido de no haber sido por la niña. Si él se acuerda de la señora con la vela no dice nada. Theresa, la niñita, se oculta a medias detrás de su padre, tímida en un lugar desconocido. Él coge el vaso, se agacha algo rígidamente y se lo ofrece. Ella le mira mientras bebe, como si el vaso fuese algo que él hubiese conjurado del aire. Ella le devuelve medio vaso, que él se acaba, empleando el vaso de la niña de esa forma despreocupada típica de los padres.
—Dale las gracias a la señora —dice en voz baja.
—Gracias —dice ella, y agarra la mano de su padre.
—¿Van a Nueva Arizona? —pregunto.
—No —dice él—, acabamos de volver.
Nueva Arizona está como a diecinueve horas de distancia.
¿Por qué se llevó a la niña?
—¿A usted y a la niña les apetecería algo de comer? —se me ocurre que deben estar viviendo en los dormitorios. Qué pena hacer ese largo viaje y volver aquí a dormir.
Él mira la parte superior de la cabeza castaña, creo que se siente tentado, pero niega con la cabeza.
—No, gracias.
—No es ningún problema —digo—. Preparo sopa para guardar y calentar, y acabo de preparar una enorme cazuela.
Seguro que es mejor que la cena en el complejo.
Es la niñita la que le hace decidirse. Ella espera, sin esperanza pero tampoco desesperada, simplemente cansada.
—Si no es problema —dice él muy bajo.
La casa es de cemento, de lisas paredes redondeadas, como una colina. El interior es todo verde y azul, probablemente porque en Marte todo es rojo, un color que yo asocio con la política. Y tengo plantas, para el oxígeno. Quitan parte de carga al sistema de reciclado. Llevo aquí siete años, y me ha ido bastante bien con mi propio negocio a tiempo parcial. No puedo hacer nada con lo que gano excepto gastarlo en la casa.
—Me llamo Martine Jansch —digo y le ofrezco la mano.
—Alexi Dormov —dice—. Y ésta es mi hija, Theresa.
—Hola —dice ella, mirándose los pies.
—Hola, Theresa —un nombre agradable y anticuado—, ¿tienes hambre?
—Sí —dice.
—¿Te gusta la sopa?
—¿De qué tipo? —me mira. Bien, fue una pregunta estúpida por mi parte y una pregunta bastante razonable por la suya.
El padre no sabe si sentirse divertido o avergonzado y me cae bien por eso. No me gusta la gente que cree que los extraños deben encontrar adorable todo lo que hace su hijo.
—Frijoles —digo.
—No sé —responde sinceramente.
La cocina es blanca, beige y azul con una pared llena de plantas. Le sirvo a Theresa un vaso lleno de jugo de fruta y le ofrezco una cerveza al padre, que él acepta con sorpresa y placer. No estoy fardando, me puedo permitir zumo y cerveza.
—¿Vive aquí sola? —pregunta.
—Sí —digo—, pero el telecomunicador está programado para activarse por voz y siempre pasa alguien —durante un momento se me presenta en la mente como un tipo trastornado que vaga por ahí mostrándole a su hija brutales actos de violencia. Martine, creo que has pasado demasiado tiempo sola. Por no mencionar que él sigue moviéndose con torpeza en la gravedad marciana.
Mira a su alrededor, admirando las frías paredes blancas con sus líneas de azulejos azules, las baldosas beige del suelo.
La mujer de Aron fabrica cerámica y me fabricó las baldosas.
Yo misma las coloqué.
—Es una casa grande para vivir sola —dice.
—No es tan grande. Dos dormitorios, una sala y la cocina. Aunque supongo que está usted acostumbrado a condiciones más abarrotadas.
—Sí, lo estamos, ¿no es así, corazoncito? —revuelve el pelo de su hija—. Hemos estado viviendo en Yorimitsu.
Yorimitsu, Yorimitsu. He oído algo sobre Yorimitsu. No presto demasiada atención a las noticias de casa, siempre son malas.
—Algo relacionado con Arizona, Colorado, Nevada, el corredor, Yorimitsu, ¿no es…? —no acabo de recordar.
—Un campo de reasentamiento —dice con la misma voz baja con la que dice todo.
Gente enviada a desarrollar el corredor cerca del final de la campaña Vientos Purificadores. No había suficientes recursos, hubo que reasentarlos de nuevo, algunos pasaron años en campos de reasentamiento esperando a que los colocasen en alguna parte. Y Alexi Dormov y su hija fueron enviados a Marte.
¿Dónde está la madre?
—Esto debe parecerles grande —digo.
—¿Cómo vino usted?
—Voluntariamente. Me retiré del ejército —explico—. Buscaba algo desestructurado.
—¿Estuvo en el ejército?
—Veinte años.
—Yo estuve en Sudáfrica —dice.
Fuerzas de Paz, voluntario.
—¿Infantería? —pregunto.
Él niega con la cabeza.
—Capitán atmosférico.
Piloto. Bien, es bajito. Yo siento la desconfianza de infantería hacia los pilotos; tienden a ser exaltados dispuestos a demostrar su rectitud a base de volar. Caliento la sopa y la paso a un cuenco azul y otro beige. También los fabrica la esposa de Aron, Chen. Yo los encuentro bonitos, pero probablemente no sean gran cosa para alguien recién llegado de la Tierra.
Coloco el tabasco sobre la mesa y cuando echo unas gotas en mi sopa ellos cuidadosamente me imitan. No a todo el mundo le gusta el tabasco en la sopa de frijoles, pero no digo nada, no tengo intención de avergonzarles. Alexi prueba con cautela y luego asiente.
—Está rica. Está realmente rica, ¿eh, Theresa?
Ella asiente. La cuchara parece desproporcionadamente enorme en su mano.
—Tiene tanto sabor —dice—. Creía que la comida en el complejo era bastante buena, pero ésta es realmente buena.
—Gracias —digo, avergonzada. Sólo es sopa de frijoles con algo de cerdo para darle sabor. Ni siquiera es sopa de nueve alubias como la que solíamos tomar cuando era joven. La comida del complejo te sacia; rancho. Pero no es lo que yo describiría como buena. Alexi se toma tres tazones, algo avergonzado por su gula. Es tan evidente que la disfruta que es un placer servirle. Y Theresa se toma casi todo su cuenco y una galleta con miel. Mi negocio son las abejas, la Comuna vende Miel de Jerusalén por todo el cuadrante. Así es como me puedo permitir el zumo y la cerveza.
La presencia de los dos me cansa. No estoy acostumbrada a la compañía y esta mañana me levanté poco después de las cuatro. La conversación se vuelve peligrosamente insustancial, yo no estoy cumpliendo con mi parte. Les llevo a ver las abejas. Alexi carga con Theresa, que se queda petrificada por la fascinación y el terror cuando retiro un panel de una colmena y le explico cómo recojo la miel. Las abejas, botones de pelaje atigrado con alas de vidrio, se arrastran con un movimiento centelleante e incesante.
Luego vamos a ver mis catorce cabras y les digo sus nombres; Einstein, Gominola, Esquimal, Constantina, Señorita Shapiro, Luce, Kate-La-Fierecilla, Lilith (que tiene el corazón de una puta, pero eso no lo comento), Hai-hong, Machina Jones, Amelia, Angela, Carmín y Cleopatra. Se pelean por hacerse notar, dándonos cabezazos suaves e intentando meterse en mis bolsillos para comprobar si llevo algo. Les pongo comida para la noche y Theresa les lanza puñados de dulces en sus cubos, y chilla de deleite cuando las cabras empujan y se encabritan para ser las primeras en meter los morros, saltando unas sobre las otras. Einstein ejecuta su truco, saltando muy alto por encima de Carmín y empleando la pared para situarse en mitad del grupo. A las cabras se les da bien la baja gravedad, al contrario que a las vacas, pobres cositas estúpidas.
Cuando Alexi lleva a Theresa de nuevo por el túnel hasta la casa ella pesa como un saco de grano, su rostro pálido y adormilado contra el hombro de su padre. Yo estoy borracha con el placer de mostrarles mi pequeña granja bien organizada y las palabras saltan de mi boca.
—Quédense esta noche.
—Oh, no podríamos, ya hemos molestado lo suficiente.
Lamento la oferta de inmediato y pienso para mí, ¿por qué te ofreciste si realmente no lo deseabas? Al contrario de lo que pienso, insisto más. Él no quiere acostarla en el dormitorio.
La niña está tan cansada que necesita un lugar tranquilo en el que dormir y él también debe estar cansado. El transporte estará bien aparcado en mi aparcadero. Tengo un sofá que se abre para formar una cama y un dormitorio extra. Una vez más, es la niña la que le hace decidirse. Espero que la deje en el sofá, pero dice que los dos pueden dormir juntos en el dormitorio.
Estoy aliviada; al decirlo, me doy cuenta que mi oferta podría haberse malinterpretado.
Tiene que salir al transporte y recoger la bolsita con sus cosas, luego la sienta en el borde de la cama y le quita la camisa sacándosela por encima de la cabeza. Ella se muestra pasiva y alicaída, su cabeza parece demasiado pesada para sostenerse. Él es directo, ayudándole a encontrarse las mangas con lo que parece mucha práctica. Luego le pone las mantas por encima y ajusta la cama para que dé calor.
Regresamos a la sala y nos tomamos dos cervezas más. Le hablo un poco de Cordillera Jerusalén, inesperadamente me encuentro contándole cómo era cuando llegué aquí por primera vez y tanta gente había sido traslada que el problema de la falta de mano de obra era muy serio. Él plantea preguntas inteligentes. Le han prometido que en tres años tendrá su propio terreno, pero le advierto que tal y como se hacen las cosas por ahí, pueden ser cinco.
Tiene treinta y cuatro años. Yo tengo cuarenta y dos. Theresa tiene seis y medio.
Nos vamos pronto a la cama. Yo me quedo despierta; demasiadas emociones, supongo. No puedo oír nada, pero tengo la impresión de que puedo oírles respirar. Siento la casa llena.
Tras un rato, la respiración se convierte en el océano, y a las cuatro y media la cama me despierta y he estado soñando con el Pacífico. En mi sueño, el cielo estaba cubierto de cuervos.
Mi separador vuelve a estar frito. Se debe a que está construido y programado para encargarse de entre cinco y diez vacas y yo tengo doce hembras. Tiene la capacidad de lidiar con esa cantidad de leche, pero lo modifiqué para ocuparse de las cabras y se rompe continuamente. Consigo ordeñarlas yo misma y arrancar manualmente el maldito aparato, pero eso significa que una tarea que debería llenar veinte minutos me lleva más de una hora. Regreso a las seis y media. Mi compañía todavía no se ha levantado, así que preparo masa para galletas. A las siete las galletas ya se están horneando, la segunda cafetera ya está lista. Alexi aparece vestido un poco antes de la siete y media, seguido de Theresa frotándose los ojos. Sirvo galletas cubiertas con queso y pasas, gachas de arroz con leche, y zumo de fruta. No puedo fingir que como así todas las mañanas, normalmente me tomo un cuenco de gachas y lo bajo con café.
—¿Dormisteis bien? —pregunto, cruelmente con los ojos bien despiertos.
—Genial. No puedo creer que haya preparado todo esto, ¿a qué hora se despertó?
—Antes de las cinco —digo.
—¿Por nosotros? —pregunta Alexi, sufriendo un ataque de conciencia.
—Claro que no, tengo una granja que dirigir. Tenía la esperanza de preparar algo de miel para enviar, pero tendré que llamar a Caleb y decirle que no estará lista hasta mañana.
Me pregunta por qué y le cuento mis problemas con el sistema separador-administrador de leche. Mientras hablo observo a Theresa, quien aparentemente jamás ha comido galletas con queso y pasas. Se come las gachas durante un rato antes de reunir el valor para probarlas. Luego vuelve a dejarla y creo que no le gusta, pero al rato vuelve a por ella y se come la mitad.
Alexi me pregunta por el sistema, se come un cuenco de gachas y tres galletas y a continuación da cuenta de lo que no se terminó su hija.
—Quizá pueda arreglarlo —dice—. Se me da bien arreglar cosas.
A mí me vale. A Theresa le encanta la idea de ir a ver a las cabras. Les envío con las cabras mientras yo voy a llamar a Caleb y le explico que la miel llegará tarde. Cuando llego con las cabras, Alexi está conectado al sistema y Theresa acaricia cautelosamente a Cleopatra, que está embarazada. Cinco de las hembras están embarazadas, lo que durante un tiempo reducirá mis ingresos, pero decidí seguir adelante y añadir más espacio a la granja para poder expandirme. Alexi tiene la expresión absorta de alguien conectado, y Theresa parece feliz de que yo decidiese ocuparme de las abejas.
Después de una hora más o menos Alexi me encuentra.
—Puedo arreglar rápidamente el programa y debería quedar bien, pero ¿ha pensado en qué pasará cuando tenga las nuevas cabras?
Lo hago, pero no me gusta hacerlo.
—Supongo que tendré que conseguir un sistema nuevo —digo.
Él agita la cabeza.
—Puedo modificar el sistema, pero me llevaría un tiempo y hoy tengo que regresar al complejo con el transporte. Pero si quiere, puedo volver y hacerlo, quizás el domingo. Tengo los domingos libres.
—Podría pagarle —digo—. Eso estaría genial.
—No hay necesidad de pagar, le debo su hospitalidad.
Discutimos sobre el pago, y finalmente acepto el estipendio de que él y Theresa vendrán a almorzar y a cenar el domingo.
Luego todos regresamos a la casa y yo les acompaño hasta el aparcadero. Él la mete en la cabina del transporte, él mismo sube y cierra la puerta. Yo espero cortésmente y les veo irse. Luego, libre, regreso a la casa que acabo de recuperar. Quito las sábanas de la cama de invitados y la vuelvo a hacer, luego limpio la cocina, cantando para mí. Trabajo durante el resto del día, comprobando mis verduras, limpiando el reciento de las cabras, y paso la mayor parte de la tarde escurriendo y cociendo miel. Es agradable estar sola. Escucho música que hace años que no oigo, algunas cosas que siempre considero música de Virginia Occidental.
Por la tarde, me descubro pensando en qué voy a cocinar para Theresa y Alexi. Podría ser un bonito plato de arroz y frijoles, pero si voy a prepararlo, tengo que comprar algunas cosas. Lleva un poco de trabajo. Y quizás una tarta. A Theresa le gustaría.
El domingo llegan como a las once, Theresa primero, patinando por el corredor como hacen los niños y los nacidos en Marte, de esa forma que los que alcanzamos la madurez en la Tierra nunca aprendemos. Alexi llega después, sonriendo.
—¡Martine! —dice—, ¡hola!
El pastel está glaseado, hay una enorme jarra de limonada sobre la mesa. Theresa está de pie en la cocina mirando al pastel con su glaseado blanco y fresas laminadas formando flores en la parte superior. Alexi la levanta y dice:
—Mira, corazoncito.
—¿Qué son esas cosas rojas?
—Fresas. Fresas frescas. Solíamos tomas fresas cuando yo era niño. Son maravillosas.
¿Theresa nunca ha tomado fresas? ¿Cómo eran las cosas en un campamento de reasentamiento?
Tomamos arroz y frijoles y luego una enorme porción de tarta. Theresa quiere una flor, así que le corto un trozo que jamás se podrá comer, pero le recorta un buen trozo. Luego el padre se lo termina. Para ser un tipo pequeño Alexi Dormov saber dar cuenta de la comida. Come como si no supiese cuándo va a poder comer otra vez. Luego se va a trabajar con el separador y yo me llevo a Theresa al jardín y le enseño a recoger frijoles. La bóveda está abierta y el sol del verano penetra el cristal polarizado. Traigo a Cleopatra y le pido a Theresa que le impida comer y las dos corren arriba y abajo por las filas. Si Cleo tiene una hembra, la llamaré Theresa.
Me pone nerviosa; le caigo bien a Theresa, pero yo no sé tratar con una niña pequeña. Y no quiero tener que entretenerla. Pero no me hace falta, está muy ocupada con Cleopatra.
Después de un rato voy a ver qué tal le va a Alexi y le llevo un vaso de limonada. Todavía está conectado, sentado totalmente hipnotizado. Tiene un bloc en el regazo y ha escrito algunos símbolos, pero no los mira. Sé que reprogramar es una tarea complicada así que espero hasta que note mi presencia y desconecte. Sonríe y se aparta el pelo de la cara.
—¿Cómo va? —pregunto.
—Bien —dice—. Va a llevarme un rato. ¿Theresa la vuelve loca?
—No, está jugando con una de las cabras.
—Vaya con mi suerte, la mejor amiga de mi hija es una cabra.
Hay toda una carga de remordimiento en ese comentario, aunque él lo dice como broma. Cuando su sonrisa desaparece y el rostro se le queda inmóvil durante un momento, asumo que está pensando en Yorimitsu. Casi digo: «Los niños son resistentes», aunque en realidad es una de esas falacias como que a las mujeres de mediana edad les gustan los niños. Pero no es lo que está pensando:
—Martine —dice—, van a transferirnos de nuevo, y no sé qué hacer.
—¿Qué? —digo.
—Van a transferirme de nuevo. ¿No es suficiente enviarnos a Marte? —nunca alza la voz, es fácil no apreciar la desesperación de sus palabras.
—¿Os van a enviar fuera de Marte? —pregunto. No puedo imaginar dónde van a enviarle. O por qué.
—No —dice—, no fuera de Marte. Están hablando del proyecto de recuperación de agua en el polo.
—¿Qué hay de Theresa? —pregunto. La vida en el polo es primitiva y peligrosa.
—No sé —dice—. En realidad todavía no nos han dicho que vamos a ir.
—¿Qué te hace pensar que van a mandaros? —digo, y comprendo al decirlo que hace que suene como un paranoico.
—Lo sé. Ya nos ha pasado cuatro veces. Sé cuándo nos van a enviar lejos. —Convierte las manos en puños y los junta como si estuviese hirviendo—. Primero Geri y yo nos ofrecimos voluntarios para el reasentamiento de Nevada porque nos iban a enviar de todas formas, luego el agua se secó y Geri sufrió de disentería mientras nos enviaban a Yorimitsu, y yo le di toda mi agua e incluso parte de la del bebé pero aun así se deshidrató y murió. Me ofrecí voluntario para Sudáfrica porque pensé que a un veterano lo tratarían un poco mejor y porque me criticaban por mi actitud tras la muerte de Geri… no quería que Theresa creciese con un padre contrarrevolucionario y ahora no importa nada porque todos están avergonzado de las tonterías de los Vientos Purificadores. Cuando regresé nos enviaron a Buffalo. Cuando estábamos en Buffalo empezó toda esta tontería sobre Marte. Pensé, soy veterano, Theresa tiene seis años, no nos arrancarán de nuestro sitio otra vez. Pero lo hicieron. Y ahora hablan del proyecto de recuperación de agua en el polo.
—No te enviarán, no pueden mandar a un hombre con una hija de seis años —digo, pensando que es imposible que la Comuna lo haga.
—No lo comprendes —dice—, no somos guanxi, no tenemos contactos, ni hilos de los que tirar. Simplemente quieren librarse de nosotros. Somos basura humana. Desechables. Menos útiles que la mierda de cabra, pero eso al menos lo puedes usar de fertilizante.
La Comuna no los enviará, pienso. ¿Cómo te sentirías si tu esposa muriese de deshidratación, pienso también, y qué tipo de sociedad permite algo así? La Comuna debe ser mejor, debe ser mejor que la Tierra si la Tierra se ha convertido en eso. Oigo el resuello y miro atrás. Theresa está allí de pie agarrándose de Cleopatra. Cleopatra nos mira con inexpresivos ojos dorados como ágatas. Theresa se frota la nariz con el brazo y el ojo con el puño, llorando e intentando conservar la calma, atrapada entre retroceder y venir hacia nosotros. ¿Lo oyó? ¿O simplemente se ha caído o algo así?
—¿Cariño? —dice Alexi—, ¿qué pasa?
—¿Nos vamos a mudar otra vez?
—Oh, cariño —dice Alexi indefenso.
A Theresa se la consuela con facilidad, pero esa tarde no hace sino molestar a su padre. Intenta levantar a Cleopatra; posiblemente porque la gravedad es débil, pero no probablemente porque Cleo esté interesada. No creo que Cleo corra peligro de sufrir daño, incluso si la deja caer, pero los cascos agitándose podrían hacer daño a Theresa así que finalmente tengo que levantar a la hembra. Theresa juega durante un rato, pero está claro que se aburre y molesta a su padre un poco más. Durante la cena no quiere sopa, sólo tarta, y se lanza a un furioso ataque de llanto cuando se le dice que no puede quedarse esa noche.
—Esta noche nos hemos convertido en un monstruito, ¿no? —dice Alexi.
Se la lleva al escúter y la coloca delante, en su asiento. Voy con ellos, sobre todo porque estoy deseando que se vayan y no quiero que se me note. Les mando a casa con sopa y tarta.
El programa del separador no está terminado y el lunes por la mañana ordeño a mano y arranco manualmente el separador. Luego me ocupo de las abejas. Estoy creando reinas para vender, alimentando a las larvas con jalea real. Tengo que mantenerlas separadas, claro, porque ninguna reina va a permitir que mis larvas vivan en su colmena. La pequeña unidad que controla el ambiente está frita. Es una pequeña unidad barata, en la Tierra no costaría nada reemplazarla pero nos estamos alejando de la oposición, cuando Marte está más cerca de la Tierra, y vamos hacia conjunción, cuando Marte está a un lado del sol y la Tierra al otro. Haré un pedido por transmisor pero probablemente pasen dieciocho meses antes de empezar a recibir pedidos regulares. Es un ciclo de veintiséis meses de oposición a oposición y la ventana de envío es de unos ocho meses, nos queda otro mes y medio, pero muchas de esas naves ya han salido de la Tierra. Y ahora mismo, voy a perder a algunas de mis larvas reales.
Me pregunto si Alexi podría arreglarlo y decido pedirle que le eche un vistazo cuando venga por la tarde a terminar el separador.
Viene solo por la tarde. Que me perdonen, pero me siento aliviada.
—¿Dónde está Theresa? —pregunto.
—En la guardería —dice—, a veces me hace falta un poco de tiempo solo.
Me doy cuenta de que estoy a solas con Alexi por primera vez y me siento nerviosa. Me aliso el pelo con la mano. Tengo ocho años más que Alexi y no estoy interesada. No quiero que piense que estoy interesada, quiero que seamos amigos. Estoy segura de que él tampoco está interesado, por tanto, ¿por qué estoy nerviosa?
—Toma una cerveza —digo.
Cuando termina dice que tiene que volver, tiene que levantarse temprano al día siguiente, pero se queda por la cerveza, sentado en mi salón con la pequeña unidad ambiental.
—No puedo arreglarla —dice—, está fundida por dentro.
—¿Has oído algo más? —pregunto.
—¿Sobre el reasentamiento? No —la voz es baja y curiosamente monótona—. Pero he hablado con algunos de los otros y creen que probablemente la Comuna no mande a Theresa al polo.
Estoy aliviada, yo quería negar que algo pudiese ir mal, y ahora descubro que probablemente tenga razón.
—Creo que tienen razón —digo.
—Así que probablemente yo vaya en un puesto de dos años y que ella se quede en la guardería. No está tan mal, tampoco he sido gran cosa como padre. Pero la separación es negativa para ella, ya es una niña introvertida e inmadura… al menos, eso es lo que dicen todos los consejeros. Es tímida, pero también lo era su madre, y con todos los traslados…
—No te mandarían a ti dejándola a ella aquí —le suelto.
Se encoge de hombros.
—Dirán que es temporal y que deben hacerse algunos sacrificios para conquistar Marte. Odio la idea de abandonarla. Cuando volví de África ella no me reconocía y padecía de una tremenda ansiedad por la separación —su voz baja habla y habla, y descubro que su tono monótono es amargura real.
No te pedí que vinieses aquí, estoy pensando. No te pedí que tú y tu hija me pidieseis agua. Y al mismo tiempo, comprendo por qué se la lleva con él cuando va a Nueva Arizona. Comenta algo sobre rabietas en la guardería cuando se va a otro sitio. Pienso en su comportamiento ayer, cuando estaba disgustada, en las rabietas y las lágrimas.
Finalmente no dice nada más. El silencio es espeso, pero no se me ocurre nada que decir para romperlo. Se termina la cerveza y dice:
—Lo lamento, no pretendía tirarte mis problemas encima.
Pero sólo se disculpa porque se supone que debe hacerlo. Al irse mira a mi casa y luego me mira a mí, como si me odiase. No es justo, pienso, trabajé para tenerlo. Mi vida tampoco fue fácil. No le acompaño al aparcadero donde está aparcado el escúter.
Al irme a la cama y poner el despertador a la cinco, me doy cuenta de que no le agradecí que reprogramase el separador.