Notas de Max Muto,
viajero por el mundo del sueño
Esta mañana la Vieja Cortesana estaba francamente de buen humor. Siguiendo sus órdenes la visité en su dormitorio para asistir a su levée y me encontré a solas con ella. No llevaba nada puesto excepto sus joyas, y en tal cantidad que su piel blanca parecía cubierta de un caparazón. Apoyada en un montón de cojines de seda estaba sentada muy derecha en su lecho, que tenía la forma de un gran sarcófago. Involuntariamente me pregunté cuánto tiempo llevaría ya muerta.
—Vamos, no se quede ahí como un chiquillo —dijo sonriendo—. Siéntese, querido Max.
Me acomodé en el borde del sarcófago, ya que no había otro asiento. Ella misma me sirvió una taza de su chocolate de desayuno y hasta me ofreció fuego para mi cigarrillo. Descaradamente me echaba miradas amorosas y descubrí que su iris era dorado como el de algunos sapos.
Se lo dije y a ella pareció gustarle el piropo. Ante tal despliegue de amabilidad por su parte supuse que mi petición sería bien acogida.
Al principio me desconcertó que sus guantes largos, la única prenda que llevaba, fueran de dos colores, el uno amarillo canario y el otro violeta oscuro. Le pregunté sobre este particular y ella me explicó que acostumbraba a usarlos como calendario: el guante izquierdo para el mes, el derecho para el día. Los colores, naturalmente, cambiaban. Así —dijo— podía distinguir a sus favoritos sin dificultades, ella que era tan propensa por su distracción a la confusión y el desorden. La cuestión quedó suficientemente clara.
Después de un rato de la habitual conversación ligera, durante la que conseguí hacerla reír, ella me preguntó por mi deseo.
—Mi venerada protectora —contesté—, su biblioteca es famosa entre todos los soñadores profesionales, no sólo por el número de libros sino también por la cantidad de ejemplares que contiene. He sabido que en la sección de lingüística se halla cierto diccionario que para usted, querida amiga, carece de valor, pero es del máximo interés para mí. Le ruego muy cordialmente que me deje ese diccionario, si no para siempre al menos en préstamo por algunos años.
Ella, pensativa, dio un sorbito a su chocolate y dijo:
—Ya que es tan importante para usted, querido Max, le dejaré con mucho gusto ese libro, pero antes me tiene que hacer usted un servicio.
Me incliné cortésmente.
—Este «antes» parece ser la ley inviolable de mi viaje. Lo he anticipado y dado por supuesto, queridísima. ¿Qué desea de mí?
Ella me contempló con aire dubitativo y observó:
—No se haga ilusiones, Max. Mis condiciones quizá parecerán fáciles, pero probablemente exijan de usted un máximo de valor y de esfuerzo.
«Es irrelevante si las condiciones son fáciles o difíciles», pensé, «pues así como han ido las cosas hasta ahora y como parece que van a ir también esta vez, las condiciones nunca se cumplen, sino que se subordinan a otras nuevas».
Esto, desde luego, me lo guardé para mí. En voz alta dije:
—Sea lo que fuere, mi bella amiga, estoy dispuesto a ello.
—Muy bien— dijo ella—. Se trata de lo siguiente: hace muchos años —ya no recuerdo cuántos— encargué a los seis mejores arquitectos del país construir una ciudad en medio del Desierto Occidental. Debía de ser, en todos los aspectos, perfecta y por ello llevaría el nombre de Centro, ya me entiende usted. Los arquitectos, acompañados de un ejército de albañiles, carpinteros, canteros y otros artesanos, se dispusieron a ejecutar mis órdenes. Desde entonces no sé nada de ellos. A usted, querido Max, le ruego que me traiga cuanto antes noticias sobre esos hombres y ese proyecto. ¿Se atreverá usted?
—Haré todo lo que esté en mis fuerzas —le prometí, y me despedí de ella.
El Desierto Occidental comienza justo detrás del palacio. La mejor salida a él es a través de la entrada de servicio posterior, que únicamente se encuentra cruzando la gigantesca cocina. Allí trabajan en el resplandor de los fogones cientos de cocineros día y noche en torno a pucheros humeantes y sartenes que chisporrotean. Uno de los cocineros, llamado Kell, nos imploró casi llorando que le lleváramos con nosotros. Necesitábamos para nuestro viaje al desierto alguien que se ocupara de cocinar, así que le aceptamos.
Cuánto tiempo viajamos ya en nuestro barco flotante, siempre bajo el mismo cielo gris tormentoso, siempre sobre la misma llanura de geometría, siempre hacia ese centro del desierto, sin saber si existe.
«Nosotros» somos mis compañeros y yo. El grupo no estuvo constituido así desde el principio. Actualmente lo forman el doctor Henz, nuestro médico, el coronel Graubund, que se siente responsable de nuestras armas, mis dos secretarias, la señorita Darwan, morena y experta en magia, y la señorita Isiu, rubia y de fría racionalidad. Desde hace algún tiempo nos acompaña un joven con cuello duro, anteojos y bigote puntiagudo. Apareció de pronto. Se llama Eugenio y probablemente es un simple extra. Hace poco se nos unió, como dije, Kell, el cocinero, un hombre gordito de unos cuarenta años que transpira de puro entusiasmo. Desde el principio de la expedición tengo conmigo un veloz y peludo animalito de adscripción zoológica desconocida. Su piel es de un rojo fogoso y de gran suavidad; sus ojos tienen el color del ámbar. Le llamo Bui-Bui.
Pasamos la mayor parte del tiempo sentados como el grupo de una fotografía bajo la gran vela blanca que se despliega sobre nosotros y que sin embargo está tan quieta como si fuera de piedra. De vez en cuando hace acto de presencia el capitán. Su pelo es blanco y está, según todas las apariencias, ciego. Generalmente sale a cubierta por determinada escotilla, pasa vacilando ante nosotros y desaparece por otra escotilla en la popa. ¿A quién da sus órdenes? ¿Existe una tripulación? Nadie entre nosotros ha oído voces. Quizá el capitán es, además, mudo.
A veces tenemos la impresión de que bajo cubierta suceden cosas en el cuerpo abombado de nuestro barco: todos estamos de acuerdo en este punto. No son cosas que se puedan oír, no, más bien se trata de algo que aparece y desaparece, como un pensamiento que no halla expresión...
¡Por fin hemos descubierto la ciudad!
Sobre una pequeña elevación que marca el centro del desierto, se despliega ante nuestros ojos con blancura inmaculada que destaca cegadora sobre el cielo gris del fondo. Una vista deslumbrante.
De momento nos mantenemos a distancia. Anclamos nuestro barco a un kilómetro de la ciudad. Primero hay que observar y ver qué sucede.
Se mueven. Para mí no existe la menor duda de que se mueven. Llevo bastante tiempo contemplando a través de nuestro telescopio los edificios de la Ciudad Blanca. Si estos cambios imperceptibles en su posición no se produjeran con lentitud planetaria yo diría que los edificios se arrastran de un lado a otro. Algunos incluso se arriman o montan de una manera tan explícita que no se puede evitar pensar en una copulación milenaria.
No he podido detectar hasta ahora una multiplicación real y concreta de los edificios, en el sentido de que pongan en el mundo cachorros o huevos. Pero sí he observado algo así como una división celular macróbica que produce la desintegración de un gran edificio en muchos pequeños.
¡Y qué voracidad! más de una vez he observado que determinadas casas atropellan a otras más pequeñas o más débiles y las devoran. También ocurre lo opuesto, es decir, que un grupo de pequeños edificios se apodera —gracias a su superioridad numérica— de una víctima mucho más grande. Así sucede, por ejemplo, con el palacio que se alza como una montaña en el centro de la ciudad. No sé por qué pero nos hemos acostumbrado a llamarlo el Archivo. Está rodeado de innumerables casitas que parecen mordisquear el enorme edificio indefenso. Por supuesto, hay que entender esta imagen metafóricamente debido a lo lento del proceso. En el flanco del Archivo ya se ve un tremendo agujero que recuerda los efectos de una bomba. Allí las diminutas casitas de muñecas avanzan apiñadas hasta el interior de la gigantesca construcción. De momento no nos hemos atrevido a adentrarnos en la ciudad y por eso no puedo decir si los pequeños edificios parasitarios se han extendido en el interior del Archivo y han formado una ciudad en sus salas.
A pesar de todo lo relatado tengo mis dudas sobre si la Ciudad Blanca está en realidad viva. Probablemente es inútil plantearse la cuestión, pues en principio ¿cómo definir lo animado y lo inanimado? Un árbol es algo vivo, ¿y un río no lo es? ¿Y el mar? ¿O las nubes? Cuántas veces durante mi viaje por el mundo del sueño he encontrado objetos que de pronto hablan o máquinas con voluntad propia.
Está claro que la Ciudad Blanca no tiene habitantes. Al menos no hemos observado hasta ahora nada que permita suponerlo.
Lo que no le dije a la Cortesana y por lo que ella tampoco me preguntó: ¿Para qué necesito con tanta urgencia ese diccionario de su biblioteca?
Antes de visitar su corte mi camino me llevó a la isla de Gronch en el Mar de la Niebla, cuya población sufría una extraña epidemia. Yo la definí como la «enfermedad de las letras». No iba unida a dolores o malestar alguno, pero al que la padecía le brotaban letras sobre la piel en los lugares infectados. Eran impresiones en negativo, parecidas a las marcas de la viruela pero sin inflamación y úlceras previas. Las letras formaban palabras o frases completas en un idioma desconocido para los isleños. A pesar de ello —o quizá precisamente por eso— las gentes de Gronch estaban convencidas de que se trataba de mensajes urgentes, incluso de informaciones de vital interés procedentes de mundos superiores.
El único diccionario con gramática incluida de este idioma se halla en la biblioteca de la Vieja Cortesana. Para los habitantes de Gronch y sus conceptos morales la Cortesana era el pecado personificado y no podían ponerse en contacto con ella. Yo me ofrecí a resolverles este dilema, entre otras razones porque hacían de ello una condición para prestarme el Sombrero de Hierro del Pescador de Sombras. Este es magnético y cumple la función de una brújula que conduce al que lo lleva en la dirección adecuada. Sólo con la ayuda de este sombrero podía yo resolver el problema anterior que me planteó el Matrimonio Petrificado como condición para... y ésta a su vez era la condición de otra condición... y así hasta remontarnos a los orígenes de mi viaje por el mundo del sueño. Ahora que lo pienso tengo que confesar que he olvidado el principio.
Lo que más nos desmoraliza aquí es el silencio total. Es como si el desierto que nos rodea se tragara los sonidos. No se escuchan voces de pájaros ni agradables ni desagradables porque no hay pájaros. Hasta ahora no nos hemos topado con ningún animal, ni siquiera hay cucarachas de arena o diminutas arañas de piedra. No oímos ni el murmullo de las hojas ni el susurro de la hierba. El aire es cristalino e inmóvil. A nuestro alrededor no hay más que arena negra y enfrente la Ciudad Blanca. Hemos hecho ruido con todos los instrumentos posibles para romper el pesado silencio. El coronel Graubund ha disparado salvas de fusil. Aquí, en el barco, aún las oíamos, pero a medida que nos acercábamos a la Ciudad se perdían hasta ser sólo un leve chasquido. Entretanto nos hemos acostumbrado a comunicarnos exclusivamente por escrito para proteger nuestras voces forzadas.
Tras una larga conferencia (por escrito) hemos decidido penetrar en el interior de la Ciudad Blanca; con toda clase de precauciones, por supuesto. El coronel ha cargado sus dos pistolas y se ha colgado del cinturón varias granadas de mano. El doctor Henz nos ha hecho tomar un medicamento para protegernos de vaya usted a saber qué infecciones. Actúa durante tres horas, así que no debemos sobrepasar ese tiempo. Permaneceremos juntos durante la excursión para, dado el caso, ayudarnos y protegernos mutuamente.
Dos miembros del grupo se niegan a participar en la expedición. Son Kell, el cocinero, y la señorita Isiu, la secretaria razonable. Bien, por mí que no vengan. Hay que dejarlo a su libre elección, nadie les obliga. Quizá incluso sea importante que alguien se quede en el barco. Al fin y al cabo nadie sabe lo que puede sucedernos, a pesar de todas las precauciones.
Hoy no puedo por menos que sonreír al releer mis anteriores notas. ¡Cuánta ingenuidad reflejan! Todas nuestras medidas de seguridad resultaron innecesarias.
Durante dos días y dos noches paseamos por las calles de la Ciudad Blanca. Una experiencia impresionante. Si alguna vez he visto la perfección ha sido allí. No lo digo yo solo, sino todos los que me acompañaron. Arden literalmente con la fiebre del entusiasmo y no se cansan de describir las maravillas vistas a los que se quedaron a bordo, los cuales, debido a las especiales condiciones acústicas reinantes, apenas captan otra cosa que los excitados movimientos de los labios.
No hemos encontrado ningún peligro o amenaza. Sin duda, los edificios cambian de posición con lentitud imperceptible. El doctor Henz ha realizado algunas mediciones y ha constatado movimientos entre tres milímetros y cincuenta y siete centímetros, pero esto no constituye ningún peligro para el visitante.
Todos los edificios son inmaculadamente blancos y están construidos con un material ligeramente transparente, como el alabastro noble. No estoy seguro de que sea de naturaleza mineral. Al contacto es cálido, como si estuviera vivo. Incluso te sale al encuentro, se amolda a tu mano, busca el contacto.
La pregunta más difícil es: ¿cómo definir el estilo de esta arquitectura? No se me ocurre ninguna comparación, pues nunca he visto nada parecido en mi viaje por el mundo del sueño. La señorita Darwan ha hecho fotos con aplicación pero no está satisfecha con los resultados; con razón, tengo que decir. Ni una de sus fotografías dan una idea siquiera aproximada de la magia de la Ciudad Blanca.
Sin pretender adelantar juicios creo que puedo afirmar que todas las formas, en detalle y en conjunto, tienen un parecido con elementos del mundo orgánico. Hay, por ejemplo, una «catedral» —que nosotros hemos bautizado así— cuyos arbotantes en filigrana recuerdan la estructura interior de un fémur. Un mínimo de materia para un máximo de capacidad de resistencia. La impresión de gracia y ligereza que produce esta construcción de más de cien metros de altura es insuperable. Ciertas casas —si es que son casas— recuerdan en su extraordinaria simetría la construcción radial del vólvoce o de otros flagelados. Y junto a ellos se hallan formas de plantas, células, flores, hojas, conchas que cambian de manera sorprendente; hay minaretes con nódulos semejantes al bambú que terminan en una especie de piña. La riqueza de variaciones es infinita. Cada forma es única y no se repite.
Sin embargo, la riqueza formal no explica la sensación de bienestar casi extático que allí disfrutamos y que perdura como un eco. Su origen es invisible y radica en la inexplicable atmósfera de vitalidad pura y elemental que rodea todo. Se impone la idea de que en algún lugar, en el corazón escondido de la Ciudad, corre la fuente de la eterna juventud y de la salud inagotable.
Éste es en cualquier caso el motivo por el que no nos decidíamos a regresar al barco. Cuando nuestras provisiones se terminaron hasta el último bocado y la última gota nos despedimos indecisos y a regañadientes, a pesar de que se trataba de una despedida provisional. Estábamos todos de acuerdo en que deseábamos volver a la Ciudad Blanca lo antes posible. Quizá lo hagamos esta misma noche o, lo más tarde, mañana cuando hayamos dormido y descansado. Nos sentimos nerviosos como niños en víspera de una fiesta y apenas podemos contener nuestra impaciencia.
Se ha producido cierto desánimo entre nosotros. Me siento agotado como nunca, magullado y exhausto. A los demás les pasa algo parecido, y eso que no hablamos casi los unos con los otros. No tengo siquiera fuerzas para continuar estas notas.
De momento hay que recuperar fuerzas antes de emprender la próxima expedición. Hasta el doctor Henz está pálido y sin energías. Debemos mejorar nuestras medidas de seguridad, como hemos acordado, pero estamos decididos a volver.
La necesidad de descansar me da tiempo para reflexionar. Me siento fatal.
Nunca con anterioridad he visto con tanta claridad lo absurdo de mi existencia. ¡Oh!, apenas si puedo expresar lo fatigado que estoy de este continuo viaje por el mundo del sueño. Me asquea mi vida y deseo despertar de todo esto, sea cual sea el significado del término «despertar».
Soy consciente de que sólo me ser permitido dar por terminado mi viaje cuando haya resuelto el primer problema. Como está al principio lo llamaré Alfa. Para superar Alfa tuve que retroceder un pequeño paso, pues para resolverlo necesitaba resolver primero Beta. Pero Beta era insoluble sin Gamma, y así sucesivamente hasta el infinito. ¿Dónde me hallo ahora? Ya no lo sé, quizá en medio del alfabeto de la eternidad. Pero ¿qué significa un punto si la serie es infinita?
Entretanto me he alejado infinitamente del punto de partida y ni siquiera recuerdo de qué se trataba. Durante todo este viaje me he movido hacia atrás, paso a paso, etapa tras etapa. Y no he resuelto ni un problema. En lugar del problema concreto surgía otro que le precedía. ¿Qué puedo esperar ya? ¿Que en mi viaje hacia atrás choque un buen día, por casualidad, precisamente con Alfa? ¿Qué sucederá entonces?
No tiene sentido darle vueltas. Por un lado la probabilidad de reencontrar el punto de partida por este método es, dado el infinito número de posibilidades, igual a cero; por el otro, podría suceder que se repitiera todo a partir de ese reencuentro, ¡una idea insoportable!
No quiero pensar más en ello. No, no quiero.
Nuestro restablecimiento exige más tiempo del que habíamos calculado. Me atormenta un deseo casi monomaniaco de volver sin mis compañeros a la Ciudad Blanca.
Comparo este deseo con una especie de obsesión erótica. Aunque no sé cómo explicarlo, estoy convencido de que sólo yo en solitario podría llegar al centro de la ciudad. Es como una promesa que me hubieran hecho y a pesar de mi debilidad debo ir en su búsqueda.
Ignoro si a los demás les pasar algo parecido. Sé que su presencia me molesta. ¿Por qué durante mi viaje por el mundo del sueño he de estar rodeado de compañeros que en el fondo me importan poco, que no me comprenden y me atosigan? Desearía estar solo, por lo menos esta vez. El doctor Henz, por ejemplo, no hace más que acosarme con papelitos que me entrega y en los que plantea siempre la misma pregunta: ¿qué ha sido de los constructores de la ciudad?
Me encojo de hombros. Admito que nada podría serme más indiferente en este momento. La Vieja Cortesana me envió para aclararlo, pero ¿qué me importa ya?
El doctor Henz insiste. Espero deshacerme de él para siempre.
Acaba de terminar una reunión (otra vez por escrito) para dilucidar si visitamos de nuevo la ciudad —y en caso afirmativo con qué medidas de seguridad— o si damos por concluida nuestra expedición. Me costó un gran esfuerzo demostrarles a todos lo harto que estoy de su presencia. Me irritó especialmente que Eugenio, un compañero de viaje inane, me mirara siempre de soslayo. Un día de éstos tendré que decirle a las claras que sólo le toleramos en nuestro grupo.
La señorita Isiu, la rubia distante, y el cocinero Kell se niegan como en la anterior ocasión a participar en la excursión. Parece que tuvieran miedo, lo cual me sorprende, sobre todo en ella que siempre presume de ser la menos impresionable.
Por mí que hagan lo que quieran. Mientras menos seamos, mejor.
Excitación a bordo. ¿Qué ha pasado? Kell Y la señorita Isiu han desaparecido. Nadie sabe adónde pueden haber ido, nadie les ha visto marchar. ¿Se les habrá ocurrido la imprudencia de emprender por cuenta propia una excursión a la Ciudad Blanca? No puedo creerlo después de la actitud que han mantenido en los últimos días. ¿Quizá su resistencia se debía a que se sentían más expuestos que nosotros a la atracción de la ciudad?
Es poco probable que hayan partido solos y a pie para regresar al palacio a través del Desierto Occidental.
De todos modos hemos decidido emprender inmediatamente la búsqueda de los compañeros desaparecidos. Desde luego, yo también me uno a la empresa, aunque a disgusto. Partimos con desorden y escasa planificación.
Por fin hemos dado con ellos, pero es ya demasiado tarde. Según parece actuaron impulsados por una especie de locura, un repentino ataque de sentimientos incontrolados; de otro modo no se explica lo que hicieron.
En nuestra primera visita a la Ciudad Blanca evitamos por precaución entrar en los edificios y nos mantuvimos en las calles y las plazas. Ellos, sin embargo, deben de haber entrado de cabeza. Y según parece han sido tragados.
Cuando descubrimos a la señorita Isiu ya se había «integrado» en el edificio —no se me ocurre otra palabra para definirlo—. Vimos su rostro como una máscara mortuoria con ojos cerrados, agrandada hasta lo gigantesco, imprimida desde dentro contra un muro. Sus rasgos, un poco desdibujados, eran indiscutiblemente los suyos. Sonreía con expresión de completa felicidad.
Fue más difícil dar con el paradero de Kell. Habíamos pasado varias veces ante el edificio que le había tragado antes de notar que la pared llena de bultos que avanzaba hasta la mitad de la calle era su tripa sobredimensionada. No faltaba ni el ombligo. De la cabeza y la cara no había, en cambio, ningún rastro.
Nuestro regreso al barco fue más bien una huida atropellada.
Me he mantenido al margen del grupo este último tiempo y así no me he enterado de que se han puesto de acuerdo tras largas deliberaciones. El doctor Henz me entrega un papelito. Leo: «La creación perfecta ha devorado a sus creadores».
Sí, ésa es la explicación, lo sé desde hace tiempo. Aunque no me aclara por qué nuestros dos compañeros también tenían que morir, estoy convencido de que la condición está cumplida. Puedo presentarme con esta solución ante la Vieja Cortesana e informarle de lo que ha sido de su encargo y de aquellos que lo llevaron a cabo. Ella me entregará entonces el diccionario. Con él viajaré a la isla de Groch, en el Mar de la Niebla, y traduciré a los enfermos de las letras lo que significan sus cicatrices. Ellos me darán el Sombrero de Hierro del Pescador de Sombras que me indicará la dirección correcta para, a su vez, cumplir la condición que me impuso en Matrimonio Petrificado...
Es decir, volvería sobre mis propias huellas, paso a paso, etapa tras etapa; alcanzaría por fin el principio Alfa. Mi viaje habría terminado. Ahora que por primera vez vislumbro esta posibilidad descubro que no hay nada que desee menos. Me aterra profundamente esa idea.
Depende de mi decisión si esta última aventura constituye —o no— el clímax y el punto de inflexión de mi viaje por el mundo del sueño. Mi decisión será irrevocable, ya que no podrá repetirse jamás. Si me decido ahora a volver, el retorno a Alfa está asegurado. Si no me decido, el retorno a Alfa será imposible para siempre.
Mientras escribo estas líneas sé que ya me he decidido hace tiempo. Sé que en realidad estoy dispuesto desde el principio a continuar el viaje. Sólo que lo que hasta hoy era obligación en adelante será un acto de mi libre voluntad.
Me pondré a mí mismo una nueva condición que habré de cumplir antes de poder volver. ¿Cuál? Ya veremos. En el fondo carece de interés, pues no la cumpliré, al igual que tampoco he cumplido las otras.
Y ahora que lo sé ¿no podría prescindir de ellas? No, eso no. El juego exige reglas para continuar. También —o quizá con más razón— cuando se juega solo.
He visitado una vez más la Ciudad Blanca. Solo. No tiene poder sobre mí. He pensado en destruirla, aniquilarla, hundirla bajo una lluvia de fuego, como suele hacerse desde el principio de los tiempos con ciudades como ésta. No por eliminar el peligro que representa para otros viajeros, no, únicamente para borrar de modo definitivo mis huellas a los que vengan detrás de mí.
Por supuesto que la ciudad quedará indemne, tal como es, pues la premisa para su destrucción consiste en la captura y doma de un cometa, lo cual no puede considerarse una bagatela. Es incluso completamente imposible a menos que antes... Siempre se alzan nuevos horizontes detrás del horizonte. Dejamos a las espaldas un mundo soñado para hallarnos en otro diferente y mientras cruzamos sus fronteras ya se inicia otro nuevo, y así sucesivamente hasta las costas de las tinieblas.
El camino se abre ante mí. Yo, Max Muto, no envidio al que haya alcanzado su meta.
Me gusta viajar.