V

La oposición de Lorenzo no impresionaba demasiado a Vasconcelos. Él podía inculcar a su sobrina ideas de resistencia; pero Adelaida, que era un espíritu débil, cedería ante el último que hablase, y los consejos de un día serían derrotados por la imposición del día siguiente.

No obstante, era conveniente obtener el apoyo de Augusta. Vasconcelos pensó en ocuparse de eso cuanto antes.

Urgía, sin embargo, organizar sus negocios, y Vasconcelos buscó un abogado a quien entregó todos los papeles y la información necesaria, encargándole que lo orientase para enfrentar las necesidades que le imponía la situación, como por ejemplo lo atinente a los recursos legales a que podría apelar en caso de reclamo por deuda o hipoteca.

Nada de esto hacía suponer, por parte de Vasconcelos, una reforma de sus costumbres. Se preparaba apenas, para proseguir su vida anterior.

Dos días después de la conversación con el hermano, Vasconcelos fue en busca de Augusta, para hablar francamente con ella sobre el casamiento de Adelaida.

Ya en ese lapso, el futuro novio, siguiendo el consejo de Vasconcelos, empezó a cortejar a la muchacha. Era posible que si el casamiento no le hubiera sido impuesto, Adelaida terminase gustando del muchacho. Gomes era un hombre hermoso y elegante; y además, conocía todos los recursos a los que se debe apelar para impresionar a una mujer.

¿Habría Augusta advertido la asidua presencia del muchacho? Tal era la pregunta que Vasconcelos formulaba a su espíritu en el momento en que entraba al toilette de la mujer.

—¿Vas a salir? —preguntó él.

—No; tengo visitas.

—¡Ah! ¿Quién?

—La mujer de Seabra —dijo ella.

Vasconcelos se sentó, y buscó una forma de empezar a hablar del asunto principal que allí lo había llevado.

—¡Estás muy linda hoy!

—¡De veras? —dijo ella sonriendo—. Sin embargo, hoy estoy como siempre; me llama la atención que me lo digas hoy...

—No; realmente hoy estás más linda que habitualmente, a tal punto que hasta soy capaz de ponerme celoso...

—¡Por favor! —dijo Augusta con una sonrisa irónica.

Vasconcelos se rascó la cabeza, sacó el reloj, le dio cuerda; después empezó a acariciarse la barba, tomó una hoja de diario, leyó dos o tres avisos, arrojó la página al suelo, y por fin, al cabo de un silencio ya demasiado prolongado, Vasconcelos creyó mejor atacar la cuestión de frente.

—He estado pensando mucho en Adelaida últimamente —dijo él.

—¡Ajá!, ¿por qué?

—Ya es grande...

—¡Grande! —exclamó Augusta—, es una niña...

—Ya es mayor de lo que tú eras cuando te casaste...

Augusta arrugó ligeramente la frente.

—Sí... ¿y entonces qué?

—Bueno, yo quisiera hacerla feliz y feliz a través del casamiento. Un muchacho digno de ella en todos los órdenes, me la pidió hace días, y yo le dije que sí. Sabiendo de quién se trata, aprobarás mi elección; me refiero a Gomes. ¿Te parece bien?

—¡No! —respondió Augusta.

—¿Cómo no?

—Adelaida es una niña; no tiene ni la madurez ni la edad adecuada para casarse... Lo hará en su debido momento.

—¿En su debido momento? ¿Tú crees que el novio esperara ese momento impreciso?

—Si no espera, paciencia —dijo Augusta.

—¿Tienes alguna objeción que hacerle a Gomes?

—Ninguna. Es un muchacho distinguido; pero no le conviene a Adelaida.

Vasconcelos no estaba seguro si le convenía seguir insistiendo; le parecía que nada habría de lograr; pero el recuerdo de la fortuna le dio fuerzas para proseguir, y entonces él preguntó:

—¿Por qué?

—¿Estás seguro que es el hombre que le conviene a Adelaida? —inquirió Augusta, eludiendo la pregunta del marido.

—Digo que sí.

—Le convenga o no, nuestra niña no debe casarse todavía.

—¿Y si ella lo amase?...

—¿Qué importa? ¡Igual debería esperar!

—Sin embargo, Augusta, no podemos prescindir de este casamiento... Es una necesidad fatal.

—¿Fatal? No comprendo...

—Me explicaré. Gomes tiene una buena fortuna.

—También nosotros tenemos una...

—Ahí te equivocas —interrumpió Vasconcelos.

—¿Qué quieres decir?

Vasconcelos prosiguió:

—Más tarde o más temprano tenías que llegar a saberlo, y yo me alegro de que haya surgido la oportunidad de decirte toda la verdad. La verdad es que si no estamos pobres, estamos arruinados.

Augusta oyó estas palabras con los ojos desorbitados por el espanto. Cuando él terminó, dijo:

—¡No es posible!

—¡Desgraciadamente es verdad!

Hubo un momento de silencio.

«Todo está arreglado», pensó Vasconcelos.

Augusta rompió el silencio.

—Pero —dijo ella—, si nuestra fortuna está menguada, creo que debieras estar haciendo algo más útil que conversar; debieras estar reconstruyéndola.

Vasconcelos hizo con la cabeza un movimiento de asombro, y como si ese ademán fuese una pregunta, Augusta se apresuró a responder:

—No te sorprendas; creo, sinceramente, que tu deber es reconstruir nuestra fortuna.

—No es eso lo que sorprende; me sorprende que me lo recuerdes de esa manera. Se diría que la culpa es mía...

—¡Bien! —dijo Augusta—, ahora vas a decir que la culpable soy yo...

—La culpa, si es que de culpa se trata, la tenemos ambos.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho yo?

—Tus gastos enloquecidos contribuyeron en gran parte a llegar a donde llegamos; yo nada te negué ni nada te niego, y ésa es mi culpa. Si ésa es la afrenta que me echas en cara, la acepto.

Augusta se encogió de hombros con un gesto de despecho; y le dirigió a Vasconcelos una mirada de tamaño desdén que bastaría para iniciar un juicio de divorcio.

Vasconcelos percibió tanto el gesto como la mirada.

—El amor al lujo y lo superfluo —dijo él— siempre producirá estas consecuencias. Son terribles, pero explicables. Para conjurarlas es necesario vivir con moderación. Nunca pensaste en eso. Al cabo de seis meses de casados, empezaste a vivir en el torbellino de la moda, y el pequeño arroyo de los gastos se convirtió en un río inmenso de desperdicios. ¿Sabes lo que me dijo una vez mi hermano? Me dijo que la idea de mandar a Adelaida al campo te fue sugerida por la necesidad de vivir sin ningún tipo de ataduras.

Augusta se había incorporado y dio algunos pasos; estaba temblorosa y pálida.

Vasconcelos proseguía con sus recriminaciones, cuando la mujer lo interrumpió diciendo:

—Pero ¿por qué motivo no evitaste esos gastos que yo hacía?

—No quería perturbar la paz doméstica.

—No! —clamó ella—; lo que tú querías, por tu parte, era tener una vida libre e independiente; al ver que yo me entregaba a tanto derroche, imaginaste que podías comprar con tu tolerancia mi tolerancia. Ese es el verdadero motivo; tu vida no será igual a la mía, pero es peor... Si yo gastaba mucho en casa, tú te dedicabas a derrochar en la calle... Es inútil que lo niegues, porque yo lo sé todo; conozco, de nombre, a todas las rivales que sucesivamente me diste, y nunca te dije una única palabra, ni ahora te censuro, porque sería inútil y tarde.

La situación había cambiado. Vasconcelos había empezado constituyéndose en juez y pasaba a la condición de reo también él. Negar era imposible; discutir era arriesgado e inútil. Optó por los sofismas.

—Si así fuera (y yo no discuto ese punto), en todo caso la culpa de ello sería mutua, y no encuentro razón para que me la arrojes en la cara. Debo reconstituir nuestra fortuna, de acuerdo; hay un medio, y es éste: el casamiento de Adelaida con Gomes.

—¡No! —dijo Augusta.

—Bien; seremos pobres, llegaremos a estar peor de lo que estamos ahora; venderemos todo...

—Perdón —dijo Augusta—, yo no sé por qué razón no has de ser tú, que eres fuerte y tienes la responsabilidad mayor en el desastre, quien consagre su empeño en reconstituir la fortuna destruida.

—Es un largo trabajo; y de aquí hasta entonces la vida prosigue y se consume. El medio más adecuado, ya te lo dije, es éste: casar a Adelaida con Gomes.

—¡No quiero! —dijo Augusta—, no consiento en semejante casamiento.

Vasconcelos iba a responder, pero Augusta, tras proferir estas palabras, salió precipitadamente de la habitación.

Vasconcelos hizo lo mismo unos minutos después.