ADENTRO (DEL HOSPITAL), QUE AFUERA LLUEVE
«El placer provoca un destrozo material, moral, social»
Llorarás de terror, el peligro alimenta el amor. Por favor, por favor, que no venga a estorbar la razón.
ALEJANDRO DOLINA,
Lo que me costó el amor de Laura.
¿Qué quiere, señora? Quiere toda mi boca. Esto es un horno, me estoy poniendo porno.
LOS VISITANTES,
«La pantera».
Buen día, Lexotanil; buen día, señora; buen día, doctor. Maldito sea tu amor.
FITO PÁEZ,
«Ciudad de pobres corazones».
Correspondencia.
Alberto me escribió este mail como respuesta a la consulta que le hice:
Martín: tengo algunos personajes que podrían contarte historias porno de hospital que ellos mismos protagonizaron y que no podrás creer. Incluso uno tiene grabaciones, videos, y demás, pero temo que tu pudor podría estallar si te los mostraran. Desde ya que es IMPRESCINDIBLE la más absoluta garantía de anonimato ya que como imaginarás son padres de familia y devotos maridos. Son muy amigos míos y creo que podría abrir esa puerta sin mayores problemas. No pienso contarte ninguna de mis inocentes aventuras, ya que al lado de ellos yo soy Mary Poppins. Aun así puedo revelarte algunas travesuras que no me he animado a escribir y que me mandarían en cana sin juicio previo. Mientras te escribo mi cabeza comienza a recordar cosas y me parece que tendrás que pensar en vaaariosss tomos de anécdotas de porno hospitalario. Che, es buena la idea, ¿no? Al menos está asegurado que comprarán el libro las esposas de muchos médicos. A la mía se lo daremos dedicado especialmente porque es una santa que no merezco. Cuando me digas, me pongo a laburar.
Unos días después, el mismo Alberto:
Te vas a divertir con Raúl cuando lo entrevistes. Pedile anécdotas de él y de otros. Especialmente su relación con su amante de más de veinte años que a su vez le provee de otras minas y hasta le organiza tríos muy reparadores y reconfortantes. Llévalo a ese terreno para que te cuente esas jugosas peripecias que aún vive todas las semanas.
Como sucede cuando se sufre un régimen de censura y la situación obliga a ser creativos a la hora de decir lo que uno tiene ganas (y se provoca una situación, digamos, artificial que termina resultando como una vara que hay que saltar, como un manierismo externo que impulsa a mejorar y que ha dado resultados maravillosos a lo largo de la historia); del mismo modo, decía, cuando el sexo no puede ejecutarse por las vías ordinarias y de un modo sumario, surgen las barreras a sortear. Y el cerebro, obligado a ser ingenioso, comienza a dar lo mejor de sí, a la manera de las ratas en laberintos que buscan la salida para dar con el queso escondido o el mono que tiene que bajar las bananas colocadas con malicia en lo más alto del tótem. La situación de hospital, la guardia, funciona también un poco así. No es tu pareja, no es tu cama, ni siquiera tu casa (con tu mesa y tus sillones). Hay que hacer algo distinto, ver cómo se puede llegar a un nivel de goce similar con distintos elementos. Y como entra a jugar el cerebro —principal órgano sexual, dicen algunos sin errar demasiado—, la cosa se pone más sabrosa. Claro que de ahí a la perversión hay un solo y pequeño paso: cuando se estandarizan como comunes, o se instalan como el grado cero de la sexualidad, situaciones no del todo ordinarias. Lo cierto es que el sexo de hospital es para el cuerpo una experiencia urgente, higiénica (otra vez), alejada por situación, disposición de tiempo, lugar, por el puto contexto del savoir-faire, de la elegancia y el refinamiento; todo eso compensado por la nocturnidad, el escalamiento, la trampa, el goce de sobrellevar los peligros de la cacería, la aventura (en su sentido emocional y no como cana al aire).
Viajo a Temperley en tren. En el bar Mallorca, no tan lejos del hospital donde trabaja, me espera Raúl. Sé que es gastroenterólogo, después sabré que tiene 64 años. En el camino pienso que las tres mejores cosas que dio el Imperio Británico son los ferrocarriles, el tenis y la filosofía analítica (el imperialismo norteamericano podría ser la peor). Soy el de saco y corbata, me escribe por mensaje de texto en el celular. Representa más o menos la edad que tiene; un poco de panza le infla la camisa y le hace formar una parábola a la corbata. Sabe para qué se encuentra conmigo, así que la situación incómoda de dos desconocidos que toman café no necesita que yo pregunte nada.
Llevo dos historias a la vez, desde hace veinticinco años y con vigencia actual, dice. Mis amigos me dicen que si junto los años que llevo de pareja por izquierda y por derecha, debería pedir la libertad de acción, como hacen los futbolistas. Llevo 52 años sumados. Empezó cuando tenía 39 años y estaba ya casado y con dos hijos. Mi rival hace lo mismo que yo, es médica y tiene un hijo. (Nota: todo el tiempo usará este léxico que confunde un poco al interlocutor hasta que se encuentra el código; su «rival» es su «novia» o «amante» de décadas).
La relación empezó en una clínica privada donde ella tenía internado a su padre por un mal intestinal. Me hace la interconsulta a mí, me viene a ver por primera vez y yo encargo un análisis de laboratorio para volver a verla un rato después; es que me había deslumbrado. Nunca había tenido una novia rubia; era de aspecto mediano, dice, bien formada, bien compacta. Era ocho puntos, para que te des una idea de lo que estamos hablando. Le dije que me viera en un rato en mi consultorio. Cuando se apareció y me dijo «permiso, doctor», yo le respondí «vos me volvés loco». Centro y a la olla, a ver qué pasa, dice con metáfora futbolística que repetirá con variantes. Se sonrojó ante el ataque y hablamos un poco de qué le pasaba al padre. Quedamos en volver a encontrarnos a la noche, siempre en función de cómo evolucionaba el padre de su enfermedad. Quedamos para las nueve de la noche. Le dije que no me fallara porque entre el tráfico de la zona sur y que era una hora inconveniente para salir de mis hábitos familiares de casa todo se complicaba. Tenía que valer la pena. Nos encontramos, hablamos, la llevé a la estación del ferrocarril y me dijo que era separada y sin hijos; la realidad es que estaba casada y tenía uno. Me mintió. La segunda vez que nos vimos, a las cuarenta y ocho horas, fuimos derecho para un hotel y ahí me dijo la verdad. Yo, de frente, le dije que era casado. Yo trabajo así, dice: al revés. Siempre digo que estoy casado y feliz con mi matrimonio. Porque esto es algo que hago en mi favor, no en contra de mi mujer, como piensan muchos pelotudos que denigran a sus esposas. Encuentro la sobriedad en mi mujer, que sería la occidental y cristiana, y en mi novia la alegría de una persona amante de la libertad total y con muchísima fuerza interior. Hace dos años exactos, en agosto de 2008, se le murió el marido, ahora es viuda. Ahí me surgió algún temor porque en estas relaciones si no estás empatado, hay un problema. Ella siempre ocupó el rol de número dos. Una vez me dijo que querría ocupar el número uno pero sabía que eso era imposible. En los primeros años de la relación yo me quería ir de mi casa. Ella, mi novia, me decía, pelotudo, porque ella habla así, no te das cuenta de que al mes lo nuestro sería igual que estar casados. Lo más interesante es que tenía a su padre enfermo al que cuidaba pero para escaparse conmigo le decía «no te caigás ni te cagués que me tengo que ir a culear con Raúl». Así nomás. Y el padre le respondía «y bueno, nena, si eso te hace feliz». Nunca escuché nada igual, dice Raúl. Con el padre. El hospital es siempre el centro neurálgico donde planificamos qué hacer y cómo; muchas veces ahí mismo y chau. Yo hago maniobras distractoras, dice. A mi mujer le hablo de otras, para evitar sospechas, le dirijo la mirada, los celos.
Nos reunimos con otra amiga periódicamente, dice. ¿Cómo?, pregunto falsamente sorprendido (me habían avisado de que tenía que ir por ese lado, el de las terceridades). Es así, me dice. A los cincuenta empecé a decirle a mi novia que me iba a morir sin haber estado con dos minas a la vez. Ella, puro amor y sacrificio, convenció a una amiga. Eso es lo que yo llamo la festividad de San Blas —se ríe—, porque yo soy Raúl Blas. Nos juntamos cada dos meses, algo así, y puede darse mañana. La dinámica es que las atenciones son hacia la invitada, la atendemos entre los dos, incluso ellas juegan un poco entre ellas. Pero solas, cuando yo no estoy, no tienen nada, dice. Mi interpretación es que con tal de hacerme feliz mi novia resigna cualquier cosa y además sabe que me posee totalmente, no arriesga nada colocando a una tercera en el medio. Llevamos este ritmo desde hace unos seis años, pero con algunas ausencias prolongadas porque la tercera es bastante caprichosa, a veces dice que viene y no viene, o se cae de sorpresa, sin avisar. El primer encuentro entre los tres lo tuve con ayuda de un amigo inmoral que me alquiló una habitación en un hotel de la calle Corrientes, diciendo que yo era un prestigioso médico rosarino que venía a la Capital. Incluso tuvo que pagarme la pieza porque era una época en la que yo no andaba muy bien de dinero, dice Raúl. Y piensa qué época fue esa, hace la cuenta y nota que estaba equivocado: no, claro, seis años no hace de esto, hace mucho más, doce como mínimo, sí unos doce. Así que me encontré con ellas dos en un lugar, cenamos, tomamos algo y nos fuimos en un taxi al hotel. Mientras yo me registraba ellas se quedaron en el lobby como esperándome. ¿Era un cinco estrellas?, pregunto. Sí, me dice Raúl, era un tres estrellas. Tres estrellas. Claro. Subimos. Y es ahí que la amiga de mi novia dice «ah, ustedes me trajeron engañada acá». Sí, le dijimos. Pero nosotros vamos a coger y te invitamos. Ella respondió yo estoy al pedo así que también voy a coger con ustedes. Se desnudó. Luego eso se transformó en un saludable hábito.
Raúl vuelve a hablar de su bigamia. Jamás pensé que podía verme en este equilibrio; son dos brazos que tengo y necesito a ambos. Seriedad y libertad. Austeridad y generosidad. Alegría, jovialidad y libertad total de parte de mi novia. Límites de una, sin límites de otra. Esta persona (habla de su novia) es una persona excepcional, nunca trató de impedir mi matrimonio, estima mucho a mi mujer y habla bien de ella, la respeta. ¿Qué harías si te enteraras de que la otra sale a su vez con otro señor?, pregunto. Pero como en la pregunta hablo de la «otra» piensa que hablo de la amiga de su novia, la tercera del trío, y no de su novia, como era mi intención primera para después hacerle la misma pregunta sobre una posible infidelidad de su esposa. Así que me responde en consecuencia: la otra tiene como cinco extras más que yo le conocí, dice. Y quiso llevar a mi novia a otro trío pero mi novia no aceptó. Es altamente recomendable, el terceto, sigue. ¿En qué cambia?, digo, ¿en qué cambia sexualmente? En que es la libertad total, dice. Tengo la impresión de que cada una le hace a la otra lo que el hombre le hace a ella. Es por carácter transitivo que va la cosa. Yo, en ese momento, creo en Dios. Solamente —ríe— un Dios te puede dar un regalo así. Y soy ateo. Yo a la extra, dice, la atiendo por atrás también, así que cuando le estoy dando por adelante y le pido que se dé vuelta, mi novia me alienta para que la haga mierda: dale, dale, con todo papito, hasta los huevos, rómpela toda a esta putita.
Yo creo que los tríos son cada vez más comunes en los jóvenes, ¿no?, dice, lo escucho por radio en el programa de Matías Martin y me parece que, si no mienten los que llaman, es así. No tenemos ningún clima especial ni ningún gran aderezo entre nosotros. Tomamos, sí, whisky porque a ella le gusta, a la tercera, los tres en un mismo vaso. Igual yo trato de tomar poco para no llegar a casa con olor.
Después tengo una cuarta que es también más o menos fija. Tendrá ahora unos cincuenta años y tenemos relaciones desde los 19 de ella con un importante hiato de ausencia. Era muy bonita entonces, pero sólo me hace sexo oral por un problema, una especie de deformidad que tiene en la zona genital que también le complica lo anal. Viene al hospital una vez por mes. Mi novia sabe y hasta alguna vez ha arreglado para dejarme su propio consultorio para que entre con ella. Es un pacto: mi novia me autoriza a tener experiencias orales exclusivamente. Hemos dicho de contarnos todo, dice.
Es ahí donde trato otra vez de preguntarle qué haría si supiera que su mujer tiene amante. Piensa que hablo de su novia. Y me contesta que, según ella, sólo estuvo con su marido y conmigo. Y ahora que es viuda, sólo conmigo. ¿Qué pasaría si se enterara? Sería terrible, dice Raúl. Yo ya aprendí a convivir con esta ambivalencia afectiva. Yo necesito estabilidad por la profesión; las chicas me sacan de la profesión, del ambiente que es pesado, donde todo es ver angustia, dolor, sufrimiento humano. Me atienden bien. Soy un privilegiado, lo sé. Eso me alienta en períodos de penurias económicas; he recibido siempre aliento bilateral.
Le pregunto cómo resulta el sexo con su esposa a partir de estas experiencias. Vuelve al fútbol. Viste la media inglesa, dice, eso de empatar de visitante y ganar de local. Bueno, para mí es al revés. Yo, de local, en casa y con mi mujer saco un puntito. En cambio, de visitante saco los tres. La media inglesa al revés. Son casi cuarenta años juntos con noviazgo y todo.
Nunca me encontraron, dice, en el hospital.
Ella (vuelve a hablar de su novia) maneja cerebralmente todo. Por ejemplo, cuando acabo antes que ella, me putea y me dice boludo de mierda, qué te pasa, no podés aguantar, y yo le digo así tratás al doctor, con ese respeto, qué bonito. Deberías hablar con ella, yo debería sentarla acá, quedarme callado y que ella te cuente. Es veinte mil veces más jugosa que yo. Es alguien muy abierto, sin escrúpulos ni temores. Expresa sentimientos como nunca vi. Diría, este pajero de mierda se quería ir de la casa al principio, quería dejar a la mujer. La tiene tan clara que asusta. Siempre me dice que la gracia está en lo prohibido. Dice que no quiere que lo nuestro dure sino que perdure. ¿Cómo? Si algo perdura es para siempre, si dura quiere decir que en algún momento se va a acabar, reflexiona, semiólogo de paso.
Después, en las guardias, tuve otras. En el hospital atendí una vez a una señorita de 16 años. Azucena se llamaba. El nombre me fascinaba. Y ella también. La fui adobando muy lento, logré que se pusiera de novia y que la desvirgaran y entre los 19 y 26 cada cuarenta y cinco días venía a mi consultorio externo y me hacía sexo oral. Yo la auscultaba y en un momento sacaba el pito de entre el guardapolvo. Ella decía «qué cosa», como diciendo qué enfermedad, pero se lo metía en la boca. Siempre decía qué cosa. Sólo una vez pude sacarla del hospital. Era de un hogar humilde de Lanús y yo también atendía a la madre. Pero después perdí todo contacto.
Y otras cositas más así, ocasionales. Una vez, yo estaba en la terapia intensiva. Era 1982 y yo tenía 36 años. Apareció una cantante de tangos de 49 años. La enfermera de terapia me armaba la piecita en el fondo que era para estudios complementarios y preparaba todo con camillas y demás como para estar cómodo. Y la cantante nos cantaba a la enfermera y a mí. Nos cantaba tangos. Después la enfermera se iba y teníamos relaciones. Me fascinaba sobre todo que me cantara tangos. Me gusta el tango a mí, dice.
Las enfermeras son bárbaras. No vas a encontrar mujer mejor preparada para las emergencias, dice y ríe por su ocurrencia. Si te quieren, te dan una mano siempre. Pero es verdad que pueden ser muy malas con las otras médicas y suelen surgir celos insalvables. He tenido guardias con colegas mujeres en las que me mandan a pedirles cosas porque a las médicas mujeres no les dan pelota directamente.
Yo soy de tener rutinas. Por ejemplo, otra señora que venía de Trenque Lauquen a tratarse. Vino cada tres meses durante tres años. La revisaba, la controlaba del intestino y la cogía si estaba okey. Pero eso también se perdió. Los médicos trabajamos mucho y no tenemos tiempo libre, no podemos tomar alcohol a mediodía porque no se puede atender con olor a bebida, por mínimo que sea. Entonces es una artesanía poder rajarte y hace falta la colaboración de los colegas. Una vez a otra médica con la que estaba de guardia le dije que me iba. Ella se dio cuenta a qué y a dónde me iba y me dijo no te vas porque llamo a tu mujer. Yo me fui igual porque sabía que no llamaría, y no llamó. Es interesante, mirá vos, me olvidaba. Veinte años después con esa colega que me cubría pude intimar. La experiencia no fue para nada buena. Un amigo me dijo: claro, cómo va a estar bueno si te cogiste un recuerdo. Fue como cogerse a una compañera de secundario treinta años después. Te cogiste un recuerdo, repite como en una letanía. Es una frase de tango más o menos.
Después tengo una adherente. Sí —se ríe— una adherente, como si yo fuera un club atlético con socios y adherentes. Es una chica preciosa que viene cuando necesita plata. Está casada y tiene un hijo. Viene al hospital y me la agarro con la complicidad de mi novia, que me autoriza, dice. El relato de Raúl se corta porque le entra un SMS. Lo mira y me lo muestra: «Buen día, principito. Te extraño te llamó fulano, dice que etc.», es mi novia, dice. Al final siempre me pone y borrá pelotudo los mensajes. Me cuida mucho. Bueno, la socia adherente te contaba que viene cada 45 días, yo le consigo un remedio muy caro que tiene que tomar un familiar y le doy unos mangos. Es semiprofesional la cosa. Cuando termina el trámite conmigo lo llama al esposo que viene a buscarla.
¿Él sabrá?, pregunto en busca de romper no sé qué medidor de ingenuidad. No tengo ninguna duda, dice. No tengo ninguna duda, repite. No lo puedo demostrar pero estoy seguro porque ella sale con una plata y vuelve con más. Ponele que le doy cien pesos, algo así. Ella no me pide una cantidad equis pero acepta lo que yo le doy. Tiene 38 años y es hermosa. Mi novia y su socia también son hermosas pero tienen veinte años más, podrían ser abuelas (después pensaré: ésta es la primera vez en la historia de la humanidad en que las abuelas no sólo están en condiciones de tener un sexo más o menos satisfactorio sino que también pueden darse a las partuzas; un cambio que luce radical en el paso que va —digamos, por decir algo— de mi abuela a mi madre).
Ésas son las principales historias, dice; mientras te contaba me fui acordando de algunas que ni yo pensaba decirte. Son todas mujeres de distintos ámbitos y grados culturales pero todas valoran la educación y el respeto con que las trato. Una vez le pregunté a esta adherente qué podría decir de mí y me dijo: que sos buena persona y un caballero. Viste que hay tipos que quieren pegarles a las minas; yo, para nada. Lo bueno además es que yo no deshice matrimonios, eso sí. Uno pica por ahí porque sabe que tiene el asado en casa. No tengo tiempo ni guita para divorciarme.
La mujer llama a un hospital con un nombre que es un gentilicio y pide por el doctor Rodríguez. La telefonista que la atiende hace un breve silencio y le dice ¿te puedo hacer una pregunta personal? La mujer sorprendida le dice sí, claro. ¿Vos estás saliendo con él?, eleva la apuesta la telefonista. Y ya sin medir consecuencias: ¿Te puedo dar un consejo? La sorpresa era mayor, pero la mujer no se va a echar atrás, ni se ofende. Tal vez el tono en que le hablaba la telefonista le daba cierta profesional seguridad, o curiosidad. El caso es que le dijo que sí, estamos en eso, comenzamos a vernos hace poco. Tené en cuenta, sigue la telefonista, que el doctor es un miserable. Y lo dice sin vueltas: «Te va a coger veinte veces antes de pagarte un café». La anécdota no la contó la telefonista indiscreta sino la propia mujer en cuestión, que posteriormente se transformará en la esposa del doctor Rodríguez. O le pagó el café antes, o a la señora no le importaba salir con el doctor del cocodrilo en el bolsillo.
La anécdota, como toda anécdota, se deja contar rápidamente; provoca risas, o al menos sonrisas, y deja inmunizado al oyente, y a la vez ávido de esperar más. Así es el mundo de la anécdota insustancial.
Pero veamos qué cosas puede esconder la anécdota. Podemos pensar que la telefonista hablaba porque había protagonizado directamente encuentros con el médico de la billetera difícil. Que un día le había dicho un piropo, que otro día la había llamado por teléfono pidiéndole que le contara si había detectado a los difíciles familiares de Gutiérrez para poder escaparse sin ser visto, interrogado por esa sarta de imbéciles en que se convierten los parientes de los enfermos. Ella, con sus favores constantes al médico (al fin y al cabo, aunque no era un superior directo al que debiera reportar, el profesional está por encima en la cadena jerárquica del hospital) creía que él le empezaba a deber algo. Pero, se preguntó, ¿lo hago por deber o por placer?, ¿qué clase de escalofrío es el que siento cuando lo oigo hablar, cuando lo veo venir, algo vacilante, pero con el estetoscopio siempre apuntando hacia delante, hacia el porvenir, hacia mí? Él no percibe nada, todo lo que quiere es atender a sus pacientes lo más rápido posible e irse. ¿Dónde irá?
A la telefonista le habían insinuado que no se trataba de un hombre generoso, que así como era con los pacientes, huidizo, retaceador, era en su vida no profesional. Así en el trabajo como en la vida.
Desde lo ético, dicen, es reprochable que un médico busque tener relaciones sexuales con sus pacientes. Como los docentes o los jefes, se considera que tienen una cierta ascendencia, una relación en situación de poder que podría emparentarse con la coacción. Y no es una prohibición nueva, hija de las más modernas correcciones políticas y de género: ya el juramento conocido como «hipocrático» la señala. Un estudio de Susana Pérez y Ana Rancich, «Las relaciones sexuales entre médicos y pacientes en los juramentos médicos» (publicado en 2005 en la Revista Argentina de Cardiología), buscó determinar cómo esa interdicción varió en 50 juramentos médicos (13 antiguos y medievales, 37 modernos o contemporáneos), ya que el de Hipócrates es tan sólo el más famoso; de hecho 19 de esos 50 son versiones modificadas de aquél. Ya los médicos griegos convivían bajo esta prohibición que los instaba a «alejarse de todo daño e injusticia en las casas que pueda visitar y, en particular, de las relaciones sexuales con mujeres y hombres, libres o esclavos». Duro trabajo el de médico griego, cargado de pócimas y con un conocimiento del cuerpo humano aún más rudimentario que el actual. El análisis de Pérez y Rancich evidencia que casi la mitad de los juramentos, 24, incluían la prohibición.
Como cada prohibición nace de una práctica existente (no hay ley que prohíba la fornicación de médicos con cactus u otros vegetales simplemente porque no se conoce que demasiados profesionales lo hagan, aunque alguno habrá, y si lo hacen es perfectamente neutro para el resto de la sociedad; al menos a simple vista, si el doctor o la doctora gustan de pincharse…), es interesante señalar que en una versión hebrea del juramento desaparece la referencia a «mujeres y hombres, libres o esclavos» y sólo se habla de «esposa, hija o doncella» del paciente. Con pudor, no habla tampoco de «relaciones sexuales» sino que la prohibición remite, poética y metafóricamente, a «fijar la mirada» en ellas (otro presupuesto fuerte, desde luego, es que los médicos son hombres, qué tanto).
Otros juramentos remiten a las buenas costumbres, a la moralidad, a no fomentar corrupción alguna, y a no practicar acciones que manchen (a Dios). En todos los juramentos, se insta a los médicos, dada su función social, a ser moralmente irreprochables. Es más, en la India, se los reclamaba moralmente puros, castos, casi ascetas, según el Juramento de Charaka o Caraka (nombre del médico homónimo, casi contemporáneo al mismo Hipócrates[3]: en el cuarto siglo antes de Cristo).
Estos juramentos prohíben hacer cosas a los médicos, pero desde luego no a los pacientes. Así que se deben defender solos. O a través de sus organizaciones gremiales, o científicas llegado el caso. En 2009, la británica Unión para la Defensa Médica (MDU) pidió cuidado a sus protegidos a la hora de revelar datos privados en las redes sociales de la Internet 2.0, con Facebook a la cabeza. Y, por supuesto, no intimar con ellos más de la cuenta para no afectar el normal ejercicio de la profesión. Parece que habían recibido varios casos de intentos de levante beneficiados por los datos íntimos que los médicos habían dejado allí, como las flores favoritas o los libros que, no por casualidad, un paciente le regalaba a su doctora de 30 años luego de negarse a una cita (un acoso regalero, digamos). «Algunos médicos sienten que están siendo maleducados si no contestan a una solicitud de amistad de un paciente al que quizás acaban de salvarle la vida, pero tienen que tener claro que ésta no es una vía de comunicación profesional y que cualquier contacto por este medio se sale de la relación estrictamente médico-paciente», indicó Emma Cuzner, de la MDU, a la BBC de Londres. Pero no, no tienen que hacerlo. «Los médicos podrían afrontar una investigación si son acusados de pasarse de la raya. Tienen un deber que cumplir en cuanto a confianza pública y ser profesionales todo el tiempo, no sólo en su lugar de trabajo», agregó Cuzner, rígida.
Se trata, claro, de sociedades donde los litigios judiciales están a la vuelta de la esquina. En la Argentina no, se sabe que en la Argentina la cosa es distinta.
El Negro Ramos.
Estación lluviosa del Gran Buenos Aires. Mañana de martes, un mes cualquiera, abril digamos. Lo primero que dice el Negro Ramos, cardiólogo de más de 60 años, es premonitorio. No empieza por hablar de él; a quienes vean semejanzas con su propia historia, que le vayan a cantar a Freud. Una vez, yo era joven, dice, fuimos a una fiesta de médicos y vi a un gordito, pelado, cara de boludo, despreciable. Sin embargo, era un ganador, se llevó las mejores minas, que estaban embobadas. Y es que la mujer no siempre busca la carita linda, el lomo bien compuesto, sino simpatía, desenfado. Ése es el que gana —y habla y no pontifica; enseña sin dar clases el Negro Ramos.
Yo soy feo, siempre tuve complejo de indio, negro fiero, entendés. Se ataja, va y viene en el relato. ¿Cuántos años tenés vos? Yo soy más argentino que vos entonces: tengo 45 años de argentino. Sonríe y después cuenta que llegó al país desde Perú a estudiar medicina en La Plata. Y comenzó una carrera de desenfreno en busca de quién sabe qué non plus ultra del amor. En el Hospital Posadas, comienza a desandar sus historias. Había una rubiecita preciosa, que trabajaba en el laboratorio. Tenía 23; yo 50 ya. Hice una apuesta con un compañero, más joven, más lindo, a ver quién se le acercaba primero con éxito. Una tarde, también lluviosa, el Negro tuvo una intuición, que llegó acompañada con un dato: el lugar en que vivía ella. Voy para Merlo, ¿te acerco a algún lado? Qué casualidad, yo también. En el camino, el Negro hizo toser a propósito a su Citroën, cerca de un restaurante. Luego de sacarle el borne a la bujía, almuerzo ya que estamos. La simpatía y la charla del Negro hicieron el resto. Dos años salí con ella, dice, iluminado por el recuerdo.
La mujer es más desinhibida que el hombre, no tiene problemas; por ejemplo, si tiene que besar a una chica. Se presta a cosas que a los varones a veces nos parecen excesivas. Pero voy aprendiendo, ahora a los 63 estoy de novio con una de 30 y otra de 28; cuando era pichón como vos, esas cosas no me pasaban, ahora con los años se incrementa la calidad y la posibilidad de prolongar el sexo; para él, tres cuartos de hora de juego previo es requisito mínimo, indispensable. Y el hombre, el Negro digo, está preparado para las eventualidades: siempre llevo una valija equipada con vodka, champán, tengo listo hielo, cremas de todo tipo, dulce de leche, yogures, agua mineral, disfraces de médica, de mucama, de colegiala, de enfermera; muñequitos (yo pensaba que era algo de viejos impotentes pero doña Rampolla nos abrió los ojos, explica). Lo que se dice un profesional.
Pero vos querés saber qué cosas conseguí durante las guardias. Lo que quieras contarme, digo. En general, las acompañantes de los infartados a los que uno atiende. Si uno trata bien al viejo, ya gana a la hija o a la nieta. Uno apunta siempre a las lindas que están afligidas, les das protección, lo que ahora llaman contención. Una vez, una nieta de 28 años. Muy bonita, casi perfecta. Cuando uno está motivado por una belleza así, no se frena ante nada, trepa cualquier montaña. Al principio me rechazaba mal, como al peor.
Hasta que le escribí una carta, tocaría el cielo si vos… una carta de dos hojas. Nomás cuando me acerqué con la carta en la mano me pegó tremendo cachetazo, se ve que estaba cansada de mi flirteo. Yo te aclaro que soy tímido pero venzo si el leit motiv es más fuerte. Tímido y acomplejado soy. Y le dije: me pegás y yo no puedo dormir pensando en vos, Aída. Mientras le digo esto le muestro la carta que tenía su nombre y unos corazoncitos dibujados. Ella no sabía qué era y la curiosidad le ganó. Ahí vi un flanco débil. Dámela, me dijo. No, es mía, le respondí y me la guardé. Un pequeño tira y afloje hasta que fuimos a un café. Hicimos el amor en el Citroën, un rato después, frente a la cancha de fútbol en la que jugábamos con los muchachos. Ella fabricaba zapatos, yo estaba casado. Nos vimos durante un año y medio. Luego nos distanciamos porque ella también estaba casada y una vez su hijo se cayó del balcón y quedó con el cráneo hundido. Le dio culpa y no supe más de ella, se borró.
Después uno trabaja también con la fama. La fama de hijo de puta. Las minas te buscan porque saben que las vas a tocar bien, culear bien. Me pasó con una chica judía, también hija de paciente; no sé por qué yo pensaba que era inhibida. Una vez me subió al auto no sé con qué excusa y me llevó directo a un telo sin decirme nada. Estaba casada, sí. Y es que las casadas se liberan más.
Nunca, nunca, nunca me descubrieron. Pero éste es un estilo de vida que te cuesta igual la familia. Si volviera a nacer, no haría el mismo camino, es egoísta, punitivo. Sé que es una adicción, hice terapia durante muchos años. Creo que es un reflejo condicionado o algo genético porque le pasaba a mi abuelo, a mi padre y ahora le pasa a mi hijo, que es cuatro veces peor que yo. Y mi hija de 24 años es igual: en la fiesta de 15 la veías dar unos besos a su novio de entonces que yo decía ¡ésta es hija mía!, orgulloso. No es que quiera disculpar mi conducta pero está en los genes, necesito cambiar de pareja porque si no se me transforma en algo rutinario. Soy un enamorado de la mujer, dice como si pensara en uno de esos modelos eternos y únicos que pensaba el maestro de Aristóteles que no estuviera encarnada en ninguna mujer concreta. A la mujer la valoro, la idolatro, la venero, dice. Pero es paradójico porque en un momento me distraigo y aparece algo nuevo. Es parte de la adicción, me desespero por ver cómo son, su jadeo, su cuerpo (aunque a veces son unas pelotudas que más vale perderlas, se permite un matiz de duda, los límites del amor alla Platón).
He sido buen padre, viajé con ellos, con mis hijos, por todo el mundo y los veo muy seguido, pero he sido mal marido, lo sé.
Me dijo una cardióloga, rubia de ojos celestes: sos un negro feo pero sos muy sensual. Y a pesar de que me gusta mucho el adorno, lo previo, puedo coger hasta en el baño de un avión. Me acuerdo, una vez, vuelo 919 de Aerolíneas Argentinas con destino a Roma, con una visitadora médica. Hicimos después el amor en los canales de Venecia y hasta debajo de la Torre Eiffel, de noche no hay nadie. Mis encuentros eran 99,9% sexual pero cuando ella se enteró de que estaba casado, me dejó. Lloré como loco a mis 45 años, porque entre comillas te llegás a enamorar (sic: el Negro Ramos dijo «entre comillas, te llegás a enamorar»). Hoy sé diferenciar entre sexo, carne, y amor. Te das cuenta porque querés compartir cosas, viajar hasta el fin del mundo, extrañarla, desearla. Tuve relaciones duraderas porque me gusta el afecto, tener actividades culturales, cenas, ir al teatro.
El Negro Ramos sigue hablando. El escéptico de enfrente le cree. Por momentos. Duda, arriesga hipótesis acerca de los detalles, pero cree que a grandes rasgos está ante un discurso verídico, alguien tiene que ser efectivamente así y quiso el destino que yo pudiera oírlo, que lo encontrara. Es el azar el que hace disipar cualquier duda. El recoleto bar frente a la estación comienza a llenarse hacia mediodía y aparece una mujer rubia, coqueta, más bien flaca, de alrededor de 60, quizás un poco menos. Lo ve al Negro y se le ilumina la cara. El cronista ya sabe —no hay que ser demasiado intuitivo— que él la pasó por las armas; o ella; o los dos —vaya uno a saber— se armaron y desarmaron más de una vez y repetidas veces.
Ella es kinesióloga; el Negro me la presenta. Qué tal cómo te va, me dice ella con una sonrisa mucho pero mucho menos sonrisa que las que le prodiga al Negro. ¿Así que le estás contando anécdotas del consulín?, pregunta, retórica. Consulín, consultorio y bulín, me explica. Hablan luego un rato entre ellos, que a ver cuándo nos juntamos, que cómo está Jimena (¿Qué Jimena? ¿Cómo qué Jimena? ¡Tu mujer, tarado!), que no sé qué del trabajo. De repente se dan cuenta de que hay alguien más en la mesa, que yo también estaba ahí. El Negro, sin dejar de mirarla, le pregunta te acordás de cuando te ponía patas arriba, dice y hace el gesto de levantarla para poner a la misma altura el ombligo de ella y la boca de él, mientras me relojea.
Pero ella con una sonrisa espléndida que la rejuvenece veinte años y contando, le dice Negro, yo no sé nada, de qué me hablás, yo recién te conozco, pero se ríe para que la mentira quede bien clara. Enseguida sigue, relajada: te acordás cuando me fui a Mar del Plata sólo para encontrarme con vos, Negro, subí a toda mi familia, marido, hijos, al auto, y después nos encontrábamos de noche en la playa, yo salía con cualquier excusa. Sí, completa él, divertido, quería estar desnudo, hacer el amor y que la arena me entrara por todos lados. Siempre fuiste un Negro pervertido, dice ella sin el menor reproche. Soy sexuado, no sexópata, trata de aclarar él (sin importarle la contradicción con la parte de su discurso en que señalaba que su mal es, digamos, genético; para poder ser caratulado de inimputable). Veámonos, reclama ella antes de irse al almuerzo con aburridos compañeros de trabajo, no puede ser que vivamos tan cerca y no nos veamos. ¿Cenamos? Dale, cenemos una noche cualquiera.
Ella se va y él sigue hablando como si nada. Pero el cronista dice: parecía una escena preparada. ¿Le darías ahora? Hmmm, no sé, la veo un poco viejita, no sé, no sé, a mí me motivan más las jóvenes, dice el Negro. Y recalca que es poco, o muy poco, frecuentador de putas; me encanta la seducción aunque es más peligrosa, dice.
Las palabras —la imaginación, la fantasía— son otras claves dice el Negro, para quien el sildenafil (Viagra) es una ayuda en caso de que quiera impresionar bien a una pareja nueva, y en eso no es distinto a muchos inexpertos inseguros jóvenes. Anotá, me dice: «reina, diosa, hermosa, deliciosa», todo eso les digo y corto papelitos y pongo iniciales de esas palabra «re-dio-her-de», entonces ya saben de qué les hablo, así como encriptado todo. Y después el otro extremo, hija de puta, putita, cómo te gusta, y todo lo demás que se me ocurra, lo que me permite en los SMS mezclar todo. Es la fantasía por un lado y lo corporal por el otro. Me tomo mi tiempo para hacerles masajes por todo el cuerpo; y me gusta ponerles durazno. Qué. ¡Durazno al natural es algo que siempre tengo en la heladera! Corto trocitos y los voy deslizando por el cuerpo de ellas, hasta que se los introduzco por delante y por detrás, no sé si me entendés, y sin hacer demasiado esfuerzo, apenas soplando un poquito para que entre. Y no te preocupes que eso después sale solo, qué sé yo, cuando se están duchando.
Como te decía, no me arrepiento de nada. Lo que sí es que si volviera a nacer —repite y ahora hace un desarrollo de la idea anterior—, si volviera a nacer trataría de hacer terapia antes. ¿Antes? ¿Antes de qué? Antes de dar rienda suelta a esto de disfrutar sin ver el futuro. Uno a tu edad no mira a 30 años y no piensa en envejecer con la misma mujer. El camino que tendría que haber hecho es tener una pareja y alguna amante periódica como hace la mayoría de mis amigos. Dice. Porque cada vez que yo conocía más mujeres, más quería a la mía, en mi hogar, tranquila; a mí me gusta mi casa. Pero lo que me pasó es que en algún momento, sin llegar a descubrirme, mi esposa se dio cuenta de mi doble vida. Y ahí se me complicó todo. Te digo algo: mientras estuve casado, no me enamoré de ninguna otra.
Todo ese disfrutar cuesta por todos lados. En lo económico me cuesta US$100 000 porque mi exmujer no quiere vender la casa en la que vive con mis hijos y ésa es la parte que me corresponde. Mis hijos además están de su lado, te pasan la factura por todas las que hiciste. El placer provoca un destrozo material, moral, social muy grande. Yo sé bien qué es la muerte por episodios muy cercanos que tuve, pero te juro que lo de mi mujer es aún más difícil. Me terminé de divorciar hace muy poco luego de 20 años de separación de hecho. Todo esto, el dolor, el sufrimiento, la sensación de pérdida son más que las dosis de goce efímero que tuve. Si pudiera dar cátedra de viveza, les diría que cuiden su hogar; si disminuye el sexo, vean cómo arreglarlo, hagan terapia, algo, hasta les sugeriría que tuvieran una aventura pero no quiebren el matrimonio. Hice tres años de terapia para mejorar esta faceta negativa de mi vida. El psiquiatra me decía que pusiera mi libido en otra cosa. Pero yo le explicaba que era un tipo que viajaba, que jugaba al tenis, al fútbol, que estudié y estudio, que llevé a mis hijos de viaje a Europa, a Estados Unidos, a Brasil, que trabajo mucho, que soy docente. Hago de todo, me va bien con mi pequeño consultorio suburbano, cada vez mejor. Conozco el mundo, mi vida es intensa, pero extraño lo que me falta. No es miedo a la soledad. Es otra cosa.
De la historia del Negro Ramos, de lo que me supo contar aquella mañana triste, excitada, sólo falta transcribir un episodio swinger, que podría no ir en el libro, pero que ya que estamos incluiremos como una especie de posdata a las líneas que lo narran.
Una vez fui a un lugar swinger, dice el Negro, y estuve un mes torturado. No puede ser, yo tengo hijos, dice que pensaba y así se flagelaba. No pude ahí, ahí delante de la gente, en un lugar de Capital proclive al intercambio de fluidos y parejas en un ambiente semipúblico. Me tuve que ir al baño, no pude intercambiar, me tuve que ir al baño y lo hice con mi pareja ahí. Me dejó mal, te vuelve loco algo así, tan animal.
Y ahí se va el Negro, satisfecho con su vida, desgarrado.
En los Estados Unidos cada tanto algún caso de conducta inapropiada de los médicos cobra relevancia pública y la opinión se escandaliza. En 2007, un médico reconocido, de 77 años, que incluso había fundado un hospital del área de Baltimore, confesó haber tenido contactos sexuales inapropiados con una misma paciente, unas cien veces. La historia tiene detalles por demás escabrosos y arranca en 1966, cuando la paciente tenía 18 años y él, de nombre Morton Ellin, prestigioso por esos años hasta la caída final, el doble. Ahí, en la oficina o en la sala del hospital donde atendía Ellin, tuvieron relaciones sexuales de un modo continuado. Durante años. ¿Por qué ella nunca lo denunció si es que no quería? Sencillo, la mujer, que estaba bajo tratamiento psiquiátrico debido a un intento de suicidio, creía que debía someterse para que el médico no pusiera en su historia clínica nada que la llevara a que la encerraran en un hospital psiquiátrico; y no es que se le ocurrió que Ellin podía hacer una cosa así, sino que él la amenazaba con eso. Durante el juicio, que comenzó 41 años después del primer acceso carnal, hasta se dijo que Ellin le inyectaba cierta medicación para adormecerla antes de fornicarla. Ellin reconoció que las aproximadamente cien veces que tuvieron «inapropiado contacto sexual» fueron entre 1972 y 1979 y, no se sabe debido a qué pregunta hecha en el Juzgado, reconoció sexo extramatrimonial (oh, sí, el hombre era casado) con otra mujer en su oficina y con una enfermera del Hospital General del Condado de Baltimore durante la misma época. Morton Ellin era especialista en medicina familiar, como Amalia (mi entrevistada algunos capítulos más adelante), es decir, dedicado a tener todos los indicios de qué tipo de enfermedades sufren los parientes para estar atentos a qué predisposición —por ejemplo, desde lo genético— tiene cada uno y así tratar de evitarlas. Volveremos sobre casos similares en otros capítulos. Pero como muestra basta un Morton Ellin de botón.