Abro las puertas de la iglesia de un tirón convencida de que tiene que ser una broma de mal gusto. Los pocos invitados que están sentados en los bancos, charlando, ahogan un grito al unísono. La conversación se detiene en seco y todos me clavan la mirada.

El organista, a quien la sorpresa ha empujado a la acción, comienza una enérgica versión de la Marcha nupcial. Dirijo la vista al altar y compruebo que no hay novio a la vista. Sin embargo, sí está el cura, que agita los brazos frenéticamente con objeto de silenciar al organista. La decoración de la iglesia es exquisita; Jacob ha hecho un trabajo espléndido. Preciosos arreglos de lirios, rosas y orquídeas perfuman el fresco ambiente. El espacio que debían ocupar Marcus y su padrino se encuentra vacío. Resulta que es verdad: Marcus me ha dejado plantada.

–¿Dónde está? – pregunto a nadie en particular mientras me doy la vuelta-. ¿Dónde se ha metido ese maldito cabrón?

Mi reacción hace que el organista se detenga. La Marcha nupcial se interrumpe con brusquedad. Nuestros invitados se rebullen con aire furtivo en sus asientos.

Mi madre se ha colocado junto a mí.

–Llegó a tiempo -me explica mientras sorbe por la nariz-. Estaba guapísimo -más lágrimas.

Seguro que sí. A Marcus siempre le ha ido bien el chaqué. Sólo que al ponérselo para su boda le ha provocado alergia.

–Tú no llegabas -prosigue-. De pronto, anunció que se encontraba incapaz de casarse y se marchó sin más.

–¡Será capullo!

Mi madre trata de cogerme de la mano.

–Lucy, no te disgustes.

–No estoy disgustada -respondo a gritos, y aparto la mano de un tirón-. Lo que estoy es furiosa, ¡joder! ¿Es que no podía esperar veinte minutos? ¿Íbamos a pasar toda la vida juntos y no pudo esperar veinte putos minutos? – señalo la iglesia con un gesto, haciendo notar la belleza del entorno-. ¿Toda esta maravilla, y no fue capaz de esperarme?

–¿Cómo ha podido hacernos esto? – solloza mi madre-. No me lo puedo creer.

Por desgracia, en mi corazón hay una zona oscura que sí se lo cree. Sin ninguna dificultad, me puedo creer que Marcus haya actuado de esta manera.

Mi madre, incapaz de seguir hablando, se difumina en un segundo plano y de repente me encuentro acompañada por mis mejores amigas, que forman una piña a mi alrededor. Ninguna de nosotras dice nada; nos limitamos a abrazarnos.

–Joder -dice Chantal por fin-. Menuda mañanita.

Noto que los labios se me curvan en una sonrisa al tiempo que las lágrimas empiezan a brotar. Una risa nerviosa me surge de la garganta. Las demás sueltan una carcajada.

–Hay que ver qué gilipollas -digo a través de las lágrimas-. ¿Cómo ha podido darme este plantón?

Autumn me rodea con un brazo.

–Ha sido por mi culpa -dice con desconsuelo-. Me siento fatal.

–Tonterías -respondo con voz tajante-. Tú no tienes nada que ver. ¡Por todos los santos! Podría haber tenido algún problema al arreglarme, con el sujetador, los zapatos o el peinado, cualquier cosa, y también habría llegado veinte minutos tarde. La causa del retraso no importa lo más mínimo -añado, si bien soy consciente de que tenemos suerte de no estar en chirona, esperando las gachas del desayuno-. Si Marcus es capaz de cambiar de opinión en tan poco tiempo es que no me merece.

–Buena chica -dice Nadia-. Así me gusta. Y ahora no tienes más remedio que enfrentarte a toda esta gente. Venga, Lucy; hay que mantener el tipo. Nosotras te ayudaremos. Ya habrá tiempo después para las lágrimas.

Me seco los ojos con el dorso de la mano.

–No pienso llorar por Marcus -declaro con tono firme-. La boda seguirá adelante -vuelvo a soltar otra risa, esta vez un tanto histérica-. Sólo tendremos que saltarnos la parte de la iglesia.

Mis amigas me miran, aturdidas.

–¿Estás completamente segura? – pregunta Nadia-. Los invitados no cuentan con que te quedes. Puedes marcharte con toda tranquilidad.

–En ese hotel de ahí nos espera una fuente de chocolate -digo yo con un impreciso gesto hacia el edificio donde se va a celebrar el banquete-. Por nada del mundo me la voy a perder -de hecho, tengo la intención de beber chocolate hasta empacharme-. Quiero que acuda todo el mundo sin excepción. Hasta los que vienen de parte de Marcus -de todas formas, la mayoría de los invitados son familiares suyos. En este instante, se esfuerzan por abandonar los bancos sin que yo los vea. Pero no les guardo rencor. Marcus estará emparentado con ellos, pero estoy convencida de que ninguno le profesa un afecto especial en estos momentos. Algunas de estas personas han venido desde muy lejos.

Y otras se habrán gastado una fortuna en vestidos nuevos. Siento una punzada de rabia al pensar lo que Marcus les ha hecho. Lo que me ha hecho a mí. Habría sido capaz de caminar sobre el fuego por ese hombre y así me lo paga. Vuelvo el pensamiento a la crisis presente y añado:

–No pueden marcharse sin que les demos algo de comer -en Trington Manor nos espera una montaña de comida, y bajo ningún concepto le van a devolver el dinero a Marcus. Aunque más vale que sus parientes no se pasen con la fuente de chocolate, o se las verán conmigo.

–Tenéis que ir a decírselo por mí -agarro a Chantal y a Nadia de la mano-. La segunda parte de mi boda va a seguir adelante a toda costa. Lo pasaremos en grande. Marcus se encarga de la cuenta. Lástima que no esté para disfrutar de la fiesta -respiro hondo y noto un escalofrío-. Con Marcus o sin él, la vida continúa.

En este preciso instante, de veras creo que es así.

Capítulo 71

–Estás siendo muy valiente -Jacob se sienta en la silla que tengo al lado. Me coge de la mano y me da un apretón.

–Es una boda preciosa -le digo sinceramente-. Te has superado a ti mismo. Confío en que dobles tu cuenta cuando se la envíes a Marcus.

Suelta una risa suave.

–Eres encantadora -dice-. Marcus tiene que estar loco.

–Anda, anda -respondo yo. Si alguien vuelve a decirme lo encantadora que soy o lo loco que tiene que estar Marcus me voy a echar a llorar como una Magdalena. Por el momento, estoy cabreada a más no poder, lo que me produce un entumecimiento que a su vez me impide sentir el dolor-. Me prometiste una boda que nadie olvidaría. Pues lo has conseguido.

–No me refería a eso.

–De todas formas, me encanta -insisto. Y es que, por extraño que resulte, es verdad. He optado incluso por seguir con mi vestido de novia, incluyendo el velo y la centelleante diadema. Tengo que asumirlo: podría ser mi única oportunidad de ir así vestida, de modo que más me vale sacar el máximo partido.

El salón se ve precioso. Las mesas están decoradas con espléndidos arreglos de flores blancas y un manojo de globos, amarrado con cintas de tonos chocolate, se eleva hacia el techo meciéndose suavemente bajo el cálido ambiente.

Casi todos los parientes de Marcus han acudido al banquete. Un par de ellos se han rajado, pero la mayor parte ha hecho de tripas corazón y se ha sumado a las festividades. Me parece que algunos se quieren enterar de qué va a ocurrir con sus regalos de boda, y me figuro que tendré que asegurarme de que todo el mundo recupere sus respectivos obsequios a su debido tiempo.

Se nota que a los padres de Marcus les atormenta la preocupación, pero por lo demás, todo el mundo se lo está pasando de miedo. Jacob ha reorganizado a toda prisa la disposición de los asientos de modo que en la mesa de honor no se note demasiado la ausencia del novio. Mis padres y los de Marcus han sido relegados a otras mesas menos destacadas. Mis compañeras del club de las chocoadictas me flanquean por ambos lados, y sé que no podría haber pasado por esto sin su ayuda. Como siempre, han estado a mi lado cuando las necesitaba.

Nos encontramos a medio camino del banquete de bodas y me gustaría decir que no he podido probar bocado o que he estado picando delicadamente la comida con expresión lánguida. Pero, la verdad, después de tantas emociones y el trauma subsiguiente, tengo un hambre de caballo y me he tragado cuanto tenía a la vista; además, he disfrutado un montón. Muy pocas cosas me quitan el apetito. El mousse de salmón ahumado estaba delicioso y el pollo, exquisito. Me he tomado más raciones de postres a base de cacao de las que quiero acordarme, aunque aún me queda la fuente de chocolate prevista para esta noche. Las calorías presionan sin parar las costuras de mi vestido. ¡Qué maravilla!

Miro a mis amigas y las veo felices. Al igual que yo, han tomado cantidades escandalosas de champán. Excepto Chantal, claro. No sé cómo está consiguiendo superar la jornada sin la ayuda del alcohol. Creo que, en el fondo, a las tres les alivia que no me haya casado con Marcus, por dolorosas que hayan sido las circunstancias. Me alegra comprobar que Addison se ha presentado en la boda, para alegría de Autumn. Confío en que resuelvan sus problemas, porque forman una pareja encantadora. Ted ha venido también, aunque se le nota un poco tenso. Le he pedido a Jacob que se encargue de que las copas de todos los invitados se mantengan llenas en todo momento. No quiero que nadie esté lo bastante sobrio para acordarse de que, en realidad, esto no es una boda. Sobre todo, yo. Así que doy otro trago de champán.

Vamos a saltarnos los discursos, lo que alegra a mi padre en gran medida. Se diría que le merece la pena el plantón que su hija ha sufrido en el altar con tal de librarse de semejante aprieto, y me pregunto por qué seguimos pasando por un ritual tan espantoso, que todo el mundo deplora, en nombre de la tradición. Tal vez si Marcus y yo nos hubiéramos escapado a hurtadillas para casarnos en algún lugar tranquilo, no habría dado la espantada en el último minuto. En el fondo de mi corazón siempre supe que una fiesta como ésta, por todo lo alto, no era una buena idea.

Mi móvil empieza a vibrar, haciendo que mi bolsito de seda pegue botes por encima de la mesa. Lo cojo. Tengo un mensaje de texto. Es de Marcus, y sólo dice: «Lo siento».

–Marcus -le digo a Jacob, y le paso el teléfono.

Jacob lee el mensaje.

–¡Imbécil! – exclama con vehemencia-. ¿Dónde crees que estará?

–No debe de andar lejos -acto seguido, un pensamiento me cruza la mente. Me quito la servilleta de las rodillas y la coloco en la mesa-. Discúlpame, Jacob -digo-. Vuelvo enseguida.

Capítulo 72

No sé cómo no lo he pensado antes. Subo en el ascensor hasta la cuarta planta, encuentro la habitación de Marcus y llamo a la puerta.

–Hola -como era de esperar, llega su voz desde el interior. Cuando Jacob me preguntó dónde podría estar, se me ocurrió que era muy posible que siguiera en el hotel, de incógnito, escondido en su habitación.

–Soy yo -respondo-. ¿Puedo pasar?

Se produce un silencio e, instantes después, Marcus abre la puerta. Tiene los ojos enrojecidos por el llanto.

–Dios mío -dice con voz monocorde-. Estás impresionante.

Es entonces cuando caigo en la cuenta de que aún no me ha visto vestida de novia.

–Gracias.

Se aparta a un lado mientras paso junto a él con mis preciosos zapatos de seda. Todavía no se ha quitado el chaqué, aunque la corbata y la chaqueta están tiradas sobre la cama, donde también se encuentra su maleta.

Me examina con detenimiento y los ojos se le vuelven a cuajar de lágrimas.

–En esta ocasión la he fastidiado de veras.

–Pues sí -coincido yo-. Es verdad.

Marcus se pasa las manos por la cabeza.

–¿Cómo he podido hacer esto?

Me siento al borde de la cama, a poca distancia de la maleta.

–La misma pregunta se están haciendo muchos de los invitados.

–Lucy. Lucy -dice-. ¿Cuánto daño te he hecho esta vez?

–Bastante -respondo.

–Nunca me perdonarás, ¿verdad?

–Ay, Marcus -suspiro-. Siempre te perdono. Siempre tengo a mano una lista de excusas para disculpar tus errores.

–Pero esta vez, no.

–Sería justo reconocer que esta vez me está costando un poco.

–Me entró pánico -confiesa Marcus.

–¿Al pensar que ibas a pasar toda la vida conmigo?

–No, nada de eso -se frota la cara con las manos-. Bueno, en parte sí. ¡Joder! Vi a todo el mundo allí, esperando, y venga a esperar. En sus rostros se notaba una expectación increíble. Esperaban a que yo diera ese paso trascendental. Me paré a pensar lo que sería estar casado y me sentí incapaz. No podía, Lucy. No sé por qué. Era la idea de acabar como nuestros padres, como mis compañeros de trabajo divorciados. La mitad de los malditos invitados que estaban allí sentados iban por su segundo o su tercer matrimonio. Decidí que no podía ser un marido, después de todo. Era demasiado para mí.

–Me podrías haber esperado a la entrada de la iglesia y habríamos hablado del asunto -digo yo con voz serena.

Agacha la cabeza.

–Habría sido lo sensato, lo razonable.

–Sí -a Marcus no se le pasa por la imaginación que yo misma podría haber tenido mis dudas e incertidumbres. De no haber sido por la distracción que supuso la entrega del alijo de droga junto con mis amigas, quizá me habría parado a reflexionar si quería seguir adelante o no con nuestra boda.

Se arrodilla a mis pies.

–Puedo compensarte.

–Me parece que no -respondo con decisión.

–Te quiero -su gesto es desolado-. No ha sido porque no te quiera. Ni lo pienses. Por favor, no lo pienses.

–Si de veras me quieres, Marcus, te harás cargo de las facturas del fiasco de hoy y me dejarás que siga con mi vida.

–Es lo menos que puedo hacer -responde-. Me refiero a las facturas. Pero… ¿qué hago para recuperarte? No quiero vivir sin ti -me pasa las manos por las piernas, captando la suavidad de mi vestido-. Dime qué hago.

–Mira -exhalo un profundo suspiro-. Ahí abajo se celebra una fiesta por todo lo alto. Tú vas a correr con los gastos. Ven y acompáñanos.

–No puedo.

–Nadie te echará la culpa -bueno, mi madre, quizá-. Lo superarán. No puedes esconderte para siempre.

–No puedo. No puedo enfrentarme a nadie.

Me abstengo de recordarle que, por derecho propio, debería ser yo quien estuviera escondida, llorando y lamentándome; pero ya no me quedan lágrimas que derramar por él.

–En ese caso, mejor será que termines de hacer el equipaje y te vayas -respondo-. Coge los billetes para la luna de miel y márchate de viaje; si no, también perderás ese dinero. A ver si encuentras a alguien que te acompañe.

Se me ocurre la posibilidad de que se lleve a su padrino, pero me pregunto si Marcus estará examinando mentalmente los contactos de su pequeña BlackBerry de color negro.

En sus ojos brilla un destello de esperanza.

–Podríamos ir juntos tú y yo. He hecho reservas en un hotel fabuloso de Mauricio.

Mauricio. Siempre he querido ir a esas islas.

–Tenemos un búngalo sobre el agua, con nuestro jacuzzi particular. Viajamos en primera clase y he pedido que nos sirvan champán y bombones durante el vuelo.

Mmm. Champán y bombones en un vuelo de primera clase. Suena tentador.

–Será increíble -añade con tono suplicante.

–Es verdad, suena de maravilla -tengo que reconocer.

Una débil sonrisa ilumina su rostro empañado de lágrimas.

–Sólo veo un inconveniente -digo mientras me pongo de pie-. No quiero estar contigo.

Marcus reacciona como si le hubiera pegado una bofetada. Respirando hondo, enderezo la cola de mi vestido y me encamino a la puerta.

–Que seas feliz, Marcus.

Mi ex novio, ex prometido y casi marido se deja caer al suelo.

–¿Pero qué he hecho? – grita, angustiado, a medida que me alejo-. ¿Qué he hecho?

–¿Que qué has hecho? Pues joderla a base de bien -replico, y cierro la puerta a mis espaldas.

Capítulo 73

Estaban recogiendo las mesas y la discoteca había comenzado. Chantal había comido postres a base de chocolate por dos; quizá por tres, o por cuatro. Confiaba en que su adicción a los derivados del cacao fuera hereditaria, ya que no quería negarle a su hija semejante placer. Recostada sobre Ted, le dedicó una sonrisa.

–¿Y si me sacas a dar una vuelta por la pista de baile?

Ted jugueteó con su copa de champán.

–¿Es que están tocando nuestra canción?

–No sé muy bien cuál es nuestra canción -repuso ella-. ¿La hemos tenido alguna vez? – quizá el problema de la relación de ambos residiera en el hecho de no haber compartido suficientes cosas. Las parejas debían compartir sus esperanzas, sus sueños. Con un poco de suerte, tendría la oportunidad de enmendar el error.

Ted podría estar saliendo con otra persona, pero Chantal tomaba como una buena señal que su marido hubiera decidido acudir a la boda de Lucy. Aunque no podía considerarse una boda propiamente dicha. Reflexionó que su amiga se había enfrentado a la situación con una actitud admirable, y se preguntó si ella misma habría tenido tanta fortaleza en la misma coyuntura.

Jacob se acercó y, colocando las manos en los respaldos de las sillas de ambos, se dirigió a Chantal:

–¿Todo bien?

–Circunstancias aparte -respondió-, la fiesta es sensacional.

–Sí -respondió él-. Confío en que Lucy cuente conmigo para su próxima boda.

–La próxima vez que esa chica me anuncie que se va a casar, le voy a meter un buen puñetazo.

Jacob esbozó una amplia sonrisa.

–No puedo culparte.

Chantal se percató de que Ted se removía, incómodo, en su asiento.

–Te presento a Ted, mi marido -le dijo a Jacob-. Ted, éste es Jacob, el organizador de la boda.

Ted le estrechó la mano.

–Encantado de conocerte, Ted.

El marido de Chantal no le devolvió el saludo.

–Hasta luego -dijo Jacob. A medida que se alejaba, le guiñó un ojo a Chantal-. Resérvame un baile.

Ted frunció el entrecejo aún más mientras observaba cómo Jacob atravesaba el salón.

–¿Conoces a ese tipo?

–Un poco -respondió Chantal, esquivando su mirada. No era momento para confesar que había estado ligada íntimamente a Jacob. Ni que había pagado espléndidamente por sus servicios. Aunque a pesar de las consecuencias, seguía considerando que era dinero bien empleado-. Hemos tenido negocios en común.

–¿Ah, sí? ¿Qué clase de negocios?

–Venga -evitando la pregunta, Chantal agarró de la mano a su marido-. Ahora no me apetece hablar de trabajo. Prefiero que me enseñes algunos de tus pasos de baile -le condujo hasta la pista, caminando pesadamente por delante de él. Resultaba sorprendente que Ted no hubiera reparado todavía en lo bien que rellenaba su vestido de dama de honor. Tal vez se debiera a la excelente elección de un estilo favorecedor por parte de Jacob, o quizá se seguía debiendo al hecho de que su marido no la miraba muy de cerca en los últimos tiempos.

No podía decir que ella sintiera la misma indiferencia por él. Ted estaba muy guapo aquel día. Llevaba un traje gris marengo con una impecable camisa blanca, si bien Chantal opinaba que estaría mucho mejor sin nada encima. Había reservado para ambos una habitación doble, con la vana esperanza de que Ted decidiera quedarse con ella. ¿Las embarazadas siguen queriendo seducir a sus maridos? No lo sabía, la verdad.

Por fortuna, sonaba música lenta -era una canción que no reconocía-, y rodeó a Ted con sus brazos. Sin lugar a dudas, su marido caería ahora en la cuenta de que el tamaño de su tripa no se debía a un exceso de brownies de chocolate.

Dieron un par de vueltas por la pista y Ted empezó a relajarse; sus brazos, que la ceñían, aflojaron la tensión. La melodía se volvía más sensual por momentos.

–Me gusta -dijo Ted-. ¿Cómo es que dejamos de hacer estas cosas? – tiró de Chantal y la acercó hacia sí.

Ahora o nunca, pensó ella.

–Ted -dijo con voz suave-. Tengo algo que decirte.

–Mmm -respondió él apoyando los labios sobre el cabello de ella.

–Vas a ser padre.

Horrorizado, dio un paso atrás.

–¿Cómo te has enterado?

Ambos se quedaron paralizados en mitad de la pista y apartaron los brazos uno del otro. Otras parejas les rozaban al pasar.

–De la manera normal -respondió Chantal entre risas-. Por el resultado del test de embarazo.

Su marido empalideció.

–¿El de Stacey?

–¡El mío! – Chantal retrocedió y le clavó una mirada de perplejidad-. ¿Quién narices es esa Stacey?

Capítulo 74

–Me alegro de que hayas venido -dijo Autumn, pasando un dedo por la mejilla de Addison.

Su novio la apretó contra sí con más fuerza mientras daban vueltas por la pista de baile.

–No podía seguir enfadado contigo -repuso él-. Sé lo difícil que te resulta negarle algo a tu hermano. Hice mal en dejarte sola después de haber prometido cuidar de ti. Tenía que asegurarme de que estabas bien.

–Se ha terminado -le prometió ella-. No volveré a ayudar a Richard en sus trabajos sucios. Podría haber salido fatal. No debería haber efectuado la entrega de hoy. Fue una locura.

–Por lo menos, tuviste la previsión y la honradez de avisar a la policía.

–No imaginaba lo arriesgado que podía llegar a ser. Me siento tan ingenua, tan estúpida. Me puse en peligro. Puse a mis amigas en peligro -se mordió el labio-. No me extrañaría que la boda de Lucy se haya cancelado por mi culpa.

–Por lo que parece, le has hecho un favor -repuso Addison.

–Ninguna de nosotras quería que se casara con Marcus -admitió Autumn-, pero tampoco queríamos que las cosas terminaran de esta manera.

–Da la impresión de que lo lleva estupendamente.

–No la veo desde hace un rato -Autumn paseó la vista por el salón-. Debería ir a buscarla y asegurarme de que está bien.

–Me encanta que te preocupes tanto por los demás -comentó Addison-, pero no que a veces te olvides de mí.

–A partir de ahora serás mi máxima prioridad. Te lo prometo -besó a Addison en los labios-. Le dije a Richard que una vez que este asunto hubiera terminado tendría que apañárselas solo. Y hablo muy en serio. Pero hay una última cosa… -su novio no se mostró sorprendido-. Addison, me entregaron una bolsa con un montón de dinero. No sé cuánto habrá.

–¿Dónde está?

–Arriba, en mi habitación, metido a presión en la caja fuerte. No se qué hacer con él. En teoría, pertenece a Richard; pero no quiero dárselo. Si se encuentra con una bolsa llena de billetes, no hará más que seguir el camino de siempre. Tengo que pensar muy bien a quién entregárselo.

Addison le puso un dedo en los labios.

–No pienses en ello ahora. Ya se te ocurrirá algo. Debemos alegrarnos de que estés a salvo, de que haya terminado. Ayudemos a Lucy a celebrar su «no boda» pasándolo en grande.

–Ahora que estás aquí, todo es mucho mejor -dijo Autumn.

Su novio examinó el vestido color caramelo de dama de honor.

–Esta clase de ropa te favorece.

–¿Tú crees?

–Hmm -Addison esbozó una sonrisa-. ¿Piensas que mi familia se acostumbraría a la idea de que me case con una mujer rica, blanca, de clase social alta y mayor que yo?

Autumn se echó a reír.

–¿Y piensas tú que mis padres se acostumbrarían a la idea de que me case con un trabajador social pobre, negro y más joven que yo?

–Me imagino que si se lo comunicáramos con la antelación suficiente, los tuyos y los míos aprenderían a vivir con ello.

Autumn levantó la vista para mirarle.

–¿Es ésa una petición de matrimonio, Addison Deacon?

–Podría serlo, sí -respondió él-. Pero prométeme una cosa. Si nos casamos…

–Cuando nos casemos -corrigió ella.

–… te ruego que no organices una entrega de droga de parte de tu hermano justo antes del «sí, quiero».

–Tranquilo, cuentas con todas las garantías.

Capítulo 75

Nadia ignoraba si estaba así de desconsolada por sí misma, por su amiga o por las muchas circunstancias dolorosas, terribles, traumáticas, que ocurrían en la vida en general. Sólo sabía que llevaba unos quince minutos oculta en el lavabo de señoras llorando a moco tendido. Había conseguido superar la mayor parte del día sin recurrir a analgésicos, antidepresivos o -con la excepción de unas cuantas copas de champán- a un exceso de alcohol. Pero ya no podía más. Cada dichosa balada que el DJ elegía le recordaba a Toby, a los momentos felices que habían compartido. Ni que decir tiene, su boda no había sido tan glamurosa como la de Lucy, pero al menos, el novio había estado presente. Sintió lástima por su amiga. La vida, en su mayor parte, era injusta a más no poder. Se sentó en la tapa del váter y arrancó otra tira de papel higiénico con la que ahogar sus sollozos.

Instantes después, oyó que la puerta del baño se abría de golpe y una voz conocida gritó:

–¡Mamá! – los pasos pequeños y decididos de Lewis atravesaron las baldosas-. Mamá, ¿estás ahí?

Nadia se sonó la nariz.

–Sí, cariño. Aquí estoy. Enseguida salgo.

–No sabía que te habías ido -espetó su hijo con tono enfadado.

Nadia tiró de la cadena, inútilmente, y abrió la puerta. Esbozó una sonrisa forzada.

–Ya estoy. Te dejé al cuidado de la tía Autumn. ¿Qué haces aquí?

–Se puso a bailar con el tío Addison, así que me escapé para buscarte -confesó el niño.

Nadia se arrodilló frente a su hijo y le atusó el cabello enmarañado desde la frente hacia atrás.

–No deberías hacer eso -replicó ella-, pero me alegro de que me hayas encontrado.

–Me gusta esta fiesta. He tomado un montón de chocolate.

De tal palo, tal astilla. Seguramente, más tarde, Lewis se subiría por las paredes por culpa de tanto azúcar. Compartían habitación en el hotel y no daba la impresión de que Nadia fuera a poder dormir a pierna suelta. Aun así, por una vez no importaba. A pesar de su desazón, se echó a reír.

–Sí, es una fiesta muy bonita.

Lewis tiró del cuello de su elegante camisa. Así vestido parecía un hombrecito.

–Si es bonita, ¿por qué lloras?

Estuvo a punto de responderle a su hijo que no estaba llorando, pero sus ojos enrojecidos y sus mejillas abotargadas la delataban. Lewis tendría sólo cuatro años, pero era más listo que el hambre. Incluso a tan tierna edad averiguaría que su madre le estaba mintiendo. Con todo, ¿cómo explicarle que el dolor por la muerte de su marido, del amor de su vida, le resultaba insoportable? Era la primera invitación a la que asistía sin Toby y, aunque no se habría perdido la boda de Lucy por nada del mundo, le había costado mantener el tipo, sobre todo porque la jornada no había salido según lo previsto.

Se preguntó qué pasaría por la mente de su hijo. ¿Echaría de menos a su padre en la misma medida que Nadia? Lewis estaba haciendo frente a la situación desde la muerte de Toby con una entereza increíble, pero estaba convencida de que, en el fondo, sufría. Apenas había llorado y sólo en contadas ocasiones mencionaba a su padre, lo que no podía ser bueno para él, reflexionó Nadia. ¿Cómo asimilaba un niño una circunstancia tan devastadora como el fallecimiento de un ser querido? Si consiguiera saber lo que su hijo pensaba, quizá podría ayudarle.

–Verás, Lewis, mamá está un poco triste.

–¿Porque papá no está?

Nadia asintió con la cabeza.

–Echo mucho de menos a tu padre, todos los días.

–No va a volver del cielo, ¿verdad?

–No, amor mío -le dio un abrazo a modo de consuelo-. Ahora estamos solos tú y yo.

–Estaremos bien, mamá -se recostó sobre ella y se metió el pulgar en la boca, algo que Nadia no le había visto hacer desde mucho tiempo-. Yo te cuidaré.

–En ese caso, no tengo por qué estar triste -le apretó contra sí.

–A papá le habría gustado el chocolate de hoy.

–Sí -coincidió Nadia-. Es verdad -mirando el pequeño rostro preocupado de su hijo, supo que tenía que mantenerse fuerte por su bien. Con suavidad, le pasó el pulgar por la mejilla-. Sabes que podemos hablar de papá siempre que quieras. Cuando le eches de menos tenemos que hablar de él, de las cosas que le habrían gustado, de lo que habría hecho, y eso conseguirá que nos sintamos mejor.

–De acuerdo -Lewis se encogió de hombros. Nadia entendió que a su hijo le parecía una buena solución. Acaso lo fuera-. ¿Volvemos a la fiesta?

–¿Bailarás con mamá?

–¿Crees que el hombre ese pondrá la música de Bob y sus amigos?

–Supongo que no -respondió Nadia-. Yo preferiría algo de George Michael.

–¿De quién? – preguntó Lewis con expresión de disgusto.

Capítulo 76

Cuando regreso de la habitación de Marcus, la fiesta está en pleno apogeo. Trato de no imaginármelo haciendo el equipaje, o embarcándose sin mí en nuestro viaje de novios. La música suena a todo volumen, la pista está a reventar y los invitados empiezan a desinhibirse: una boda normal en todos los sentidos. Salvo por un detalle significativo, claro está.

Mis padres están bailando juntos, lo que viene a ser una especie de milagro, ya que nunca bailaban cuando estaban casados. Se mueven al ritmo de I Will Survive -canción obligada en cualquier boda- y mi madre canta a coro con un exceso de entusiasmo. No veo al Millonario ni a la Peluquera por ninguna parte. Clive y Tristan se acercan a mí. Con sus respectivos trajes de lino color crema y sus camisas de tono marrón, ambos lucen un aspecto resplandeciente que anuncia a gritos su condición de gays. Parecen Elton John y David Furnish en versión de chocolate. Me pregunto si esta celebración les animará a casarse.

–Lucy, cariño -dice Clive-, ¿cómo lo llevas?

–Lo llevo bien -respondo mientras asiento con aire pensativo.

–Me imagino que no querrás cortar nuestra impresionante tarta.

–¿Por qué no? ¿Alguna vez he rechazado la tarta de chocolate? – me encojo de hombros. Seguramente me saltaré lo de lanzar el ramo, pero me apunto a todo lo demás.

Clive me dedica una sonrisa de agradecimiento. Lo cierto es que, después del trauma, una descarga de azúcar no me vendría nada mal. Además, mis queridos amigos y maestros chocolateros han elaborado para mí una gigantesca tarta de cinco pisos como regalo de boda, decorada con hojas de chocolate blanco y naranjas chinas escarchadas. ¿Cómo voy a negarme a cortarla?

–Buscad un cuchillo bien afilado, aseguraos de que Marcus no aparezca por aquí y pongámonos manos a la obra.

Clive me da un abrazo.

–Así me gusta.

Cinco minutos más tarde Jacob acude en mi busca. Trae consigo el cuchillo afilado. Arrugas de preocupación le surcan la frente.

–¿Estás segura de que es una buena idea?

–Hará muy felices a Clive y a Tristan -respondo-. Además, detestaría desperdiciar esta tarta tan preciosa. Prefiero que nuestros invitados la disfruten.

–Si quieres, pido que se la lleven a la cocina discretamente y la traigan ya cortada -sugiere Jacob.

–No. Armemos un poco de jaleo. Clive le ha dedicado mucho trabajo. No me parece bien que se la lleven a escondidas y que él se pierda su momento de gloria.

–Si estás segura, adelante -responde.

Asiento con la cabeza.

–En ese caso, haré el anuncio -Jacob se dirige a coger el micrófono-. Damas y caballeros -dice-. Les ruego que se acerquen. Ha llegado el momento de cortar la tarta.

Jacob no me entrega el cuchillo hasta que me encuentro cómodamente instalada junto a la tarta. Se ha prescindido del fotógrafo, así que no hay que hacer el ridículo posando para las fotos.

–Clive -hago una seña a mi amigo para que se acerque-. Ven, ayúdame.

Dobla sus dedos sobre los míos y, en plan de broma, me mira a los ojos con actitud amorosa. Noto una breve punzada de dolor al pensar lo que habría sentido si Marcus estuviera aquí, conmigo. Clavamos el cuchillo en el espléndido glaseado y atravesamos el suave bizcocho, lo que arranca una ovación un tanto vacilante por parte de la concurrencia. Entonces, por el rabillo del ojo, percibo una visión que me hiela la sangre en las venas.

–Oh, no -murmuro. Clive levanta la vista y sigue la dirección de mi mirada. Se le escapa un grito ahogado, al igual que al resto de los invitados, que siguen congregados en círculo.

Con un corsé de satén rosa, falda de vuelo y tacones de aguja, hace su entrada en el salón la Pícara Roberta. Una escultural drag queen de más de un metro ochenta se ha presentado en mi boda. Reconozco a esa mujer (o a ese hombre) como la animadora de la sala de fiestas Mistress Jay, aunque hoy la peluca es de un color diferente.

La Pícara Roberta se acerca a Tristan y le lanza los brazos al cuello. Tristan se muestra más que sorprendido y Roberta le planta un beso larguísimo y pegajoso.

–¡Madre mía! – me giro hacia Clive, cuyo semblante se ha ensombrecido al máximo. Agarra el cuchillo con ademán amenazante. Se lo quito con cautela.

–Discúlpame, Lucy -dice con voz tirante, y a paso de marcha se dirige hacia Tristan y Roberta, quienes se toman un respiro después del abrazo.

–¿Qué hace aquí ésta o, más bien, éste? – sisea Clive a Tristan, aunque al volumen suficiente para que todo el mundo oiga la pregunta.

–No quería que te enteraras de esta manera -responde Tristan con tono dramático.

–¿No se te ocurre que ya me lo imaginaba? – pregunta Clive-. Esas escapadas clandestinas… ¿Es que me tomas por imbécil?

–Sí -espeta la Pícara Roberta con voz grave-. Y ahora, lárgate.

–Oblígame tú -replica Clive, no sin imprudencia.

Justo es reconocer que Roberta tiene un gancho derecho formidable. Con el puño cerrado, golpea a Clive en la mandíbula y mi amigo se tambalea hacia atrás, con gesto conmocionado y en dirección a la tarta. La mesa en la que aquélla se encuentra empieza a bambolearse alarmantemente. Jacob y yo intercambiamos una mirada de preocupación. Uno de los soportes que sujetan los pisos de chocolate se agita en exceso y acaba por sucumbir. El piso se desliza con elegancia y acaba chocando contra la sección inferior, hasta que la tarta al completo empieza a desmoronarse. Jacob y yo hacemos un valiente intento por salvarla, si bien fracasamos. Los pisos van cayendo en cascada sobre el suelo, levantando una nube de naranjas chinas escarchadas, hojas de chocolate y pedazos de esponjoso bizcocho.

Recojo del mantel un trozo del glaseado.

–Mmm. Delicioso -le comento a Jacob mientras me chupo los dedos.

Tristan da un salto hacia delante y se lanza en auxilio de Clive.

–¿Estás herido? Dime, ¿estás herido?

–Pues claro que estoy herido, ¡joder! – responde Clive a gritos-. Nunca me habían hecho tanto daño. Se acabó. Márchate. Vete de mi negocio. Vete de mi vida. Lárgate de una vez y llévate contigo a este travestido de mierda -dicho esto, se agacha, recoge del suelo el piso superior de mi preciosa tarta de bodas, que ha aterrizado a sus pies, y se lo aplasta a Tristan en la cara al tiempo que lo frota con tenacidad para mayor efecto. Los invitados ahogan un grito de horror.

Cuando la Pícara Roberta se lanza hacia delante para volver a arremeter contra Clive, se resbala con los desperdicios que cubren el suelo y se tuerce el tobillo; el tacón de aguja se parte en dos y Roberta sale catapultada por los aires. Con un imponente golpetazo, la incomparable drag queen acaba despatarrada boca arriba, con el corsé rosa desencajado, las pestañas postizas despegadas y la peluca torcida. El espectáculo no resulta cautivador. En este momento me cuesta comprender lo que Tristan ha visto en este hombre. Entonces Clive rompe a llorar.

Jacob y yo volvemos a mirarnos.

–Tal vez lo de cortar la tarta no fuera tan buena idea -comento.

Capítulo 77

Tras el azaroso episodio de la tarta, Chantal y Ted encontraron un rincón tranquilo, alejado del tumulto, donde poder hablar. A pesar de estar embarazada, Chantal anhelaba una copa de champán o cualquier otra variedad de alcohol. Hay conversaciones a las que no se puede hacer frente con una simple botella de agua mineral.

Se encontraban sentados en un sofá Chesterfield, en un pequeño salón privado donde reinaba una relativa calma. Por fin se encontraban solos los dos. La música de la discoteca se había apagado hasta convertirse en un irritante golpeteo de fondo que ahora competía con la melodía de piano del equipo de sonido del hotel. Ted dio un trago de champán al tiempo que esquivaba la mirada de Chantal.

–¿Desde cuándo sabes que estás embarazada?

–Un mes, puede que un poco más -respondió ella.

–¿Por qué no me lo dijiste?

–Lo intenté -repuso Chantal-, pero nunca encontraba el momento apropiado. Y tú no hacías más que evitarme.

Ted agachó la cabeza.

–¿Desde cuándo sabes tú que había otro bebé en camino?

–El mismo tiempo, más o menos -Ted se acabó el champán y llenó la copa hasta arriba con una botella de la que se había incautado-. Ya te dije que había tenido una aventura -continuó-. En realidad, fueron unas cuantas.

–¿Alguien que yo conozca?

Su marido sacudió la cabeza.

–Compañeras de la oficina, sobre todo. Con una fue más serio que con las otras.

–¿Te refieres a Stacey?

–Sí, Stacey-confirmó él-. Es muy agradable.

–Va a ser la madre de tu hijo, así que me alegra oírlo.

–El caso es que ya no estamos juntos -prosiguió Ted-. Es una chica estupenda, pero demasiado absorbente. Quería que yo lo fuera todo en su vida, y hasta entonces no entendí lo mucho que me gustaba tu independencia.

–Puede que me pasara un poco, la verdad.

–Me apetecía acostarme con otras mujeres -confesó Ted-. Saber lo que se sentía. Competir contigo en igualdad de condiciones. Fue una equivocación, porque en ningún momento me sentí mejor conmigo mismo. Siempre que estaba con ellas, por mucho que lo intentara, me daba cuenta de que eras tú con quien quería estar -se encogió de hombros-. Y ahora viene un bebé de camino.

–En realidad son dos.

–Dos bebés -Ted soltó un bufido-. ¿Qué dicen los británicos sobre los autobuses? No viene ninguno y, de pronto, llegan dos a la vez.

–¿Estás seguro de que el hijo de Stacey es tuyo?

–¡Mierda! – respondió Ted-. Creo que sí, ¿pero cómo saberlo en los tiempos que corren? Podía haber tenido a tres hombres a la vez y no me habría enterado.

Chantal optó por guardar silencio.

–Tengo que preguntártelo -Ted se giró hacia ella-. ¿Soy el padre de tu hijo?

–¿La verdad?

–Suele ser lo mejor -observó su marido. Pero Chantal había descubierto que no siempre era así.

–No lo sé -respondió-. Creo que sí. Sólo podremos estar seguros después de que nazca -estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir lo que más deseaba: enterarse de que el bebé era de Ted-. Encargaré una prueba de ADN lo antes posible. El feto corre riesgos si se hace antes del parto, y no quiero que nada pueda perjudicarlo -cruzó las manos sobre el vientre con ademán protector-. Es una niña. Una hija.

Los ojos de su marido se cuajaron de lágrimas.

–Es lo que siempre he soñado.

–Ojalá lo hubieras dicho antes -repuso ella con una risa cansada-. Nos habríamos ahorrado un montón de problemas. Y ahora vas a ser padre por partida doble.

–Tengo otra pregunta. Es sobre ese tipo, el organizador de la boda -dijo Ted-. ¿Habéis tenido una aventura?

Chantal notó que se le sonrojaban las mejillas.

–Hay química entre vosotros. La clase de química que sólo sé tiene con quien se ha intimado. Lo noto en sus ojos.

¡Dios bendito! Lástima que su marido no siempre fuera tan observador. Se le había pasado por alto que estaba embarazada de cuatro meses, pero se percató de que existía complicidad entre Jacob y ella.

–¿Podría ser el padre?

–Es improbable -respondió Chantal-. No sabe nada del embarazo. Tuvimos una relación muy breve.

–¿Y ahora sois sólo amigos?

–Sólo amigos -confirmó ella. No había necesidad de contarle a Ted que había disfrutado al máximo el tiempo que estuvo con Jacob, aunque por ello hubiera tenido que pagar un precio astronómico en más de un sentido.

–Me gustaría que tú y yo también siguiéramos siendo amigos -dijo.

–Yo no pierdo la esperanza de que volvamos a estar juntos -repuso Chantal.

–¿Incluso después de lo que ha pasado?

Ella se dio unas palmaditas en la tripa.

–Sobre todo después de lo que ha pasado.

Capítulo 78

–Joder -digo con un suspiro que me sale del alma-. Tenía que alejarme de toda esa gente -he abandonado el frenético ambiente de la discoteca en busca de refugio y de unos minutos de tranquilidad. No sé cómo me las he arreglado para superar el día, pero ha llegado un punto en el que estoy deseando que se acabe. Los parientes de Marcus, después de haber hecho de tripas corazón para quedarse, no dan señal alguna de querer volver a casa.

–Lucy, ven con nosotros -Chantal da una palmada a la butaca que tiene al lado.

Agradecida, me dejo caer junto a mi amiga, a quien he encontrado escondida en una pequeña sala con su marido.

–Ya me marchaba. Os dejaré tranquilas -dice Ted al tiempo que se levanta. Me da un beso en la mejilla-. Ha sido una boda estupenda.

–Gracias.

Tal como ha prometido, Ted nos deja en mutua compañía. Con un gemido de placer, Chantal se quita los zapatos de una sacudida, echa la cabeza hacia atrás y se estira hasta colocar los pies en el asiento de enfrente.

–Tantas emociones empiezan a pasar factura -comenta.

–Qué me vas a contar -yo también me descalzo y, ahuecando la falda de mi vestido, doblo las piernas sobre la butaca y me siento encima de ellas-. Voy a escribir un mensaje de texto a las otras, a ver si podemos estar solas un rato. Echo de menos a mis chicas.

En la pantalla del teléfono, escribo: «Reunión de emergencia», junto al nombre del salón en el que estamos.

Minutos después, Nadia y Autumn nos localizan.

–Mirad lo que he encontrado -anuncia Nadia mientras hace su entrada. Lleva una bandeja cargada con los restos de mi tarta de bodas.

–¿No habrás recogido eso del suelo? – pregunto.

–No -responde-. Aun así, nos lo comeríamos, ¿verdad?

Las cuatro movemos la cabeza en señal de asentimiento. Un poco de pelusa de moqueta no restaría sabor al soberbio chocolate, eso seguro. Autumn acarrea una botella de champán y cuatro copas. Reparte las copas, descorcha la botella y sirve una ronda. Hasta la propia Chantal coge una.

–Esta niña puede soportar unos cuantos sorbos -afirma-. Después de la conversación que he tenido con Ted, necesito un trago.

–Espero no haber interrumpido algo importante -digo yo. Ahora que lo pienso, se les veía muy a gusto. Creo que he metido la pata, para variar.

Chantal niega con la cabeza.

–Acababa de decirme que va a ser padre.

Nos quedamos mirándola, desconcertadas.

–Eso lo sabemos.

–Con una mujer que no soy yo.

–¡Eso no lo sabemos! – exclamamos al unísono.

–Para mí también ha sido una novedad -dice Chantal.

–Y tú, ¿cómo te sientes? – pregunta Autumn.

–Por sorprendente que parezca, estoy tranquila -admite-. Acepté bien su noticia. Él aceptó bien la mía -se encoge de hombros-. Y a partir de aquí, ¿quién sabe?

–Sin lugar a dudas, el momento requiere una ración de tarta de chocolate -digo yo. Tomamos debida nota y empezamos a comer.

–¿Qué sabéis de Clive? – pregunta Chantal.

–Está llorando en el lavabo -respondo-. El de señoras. La madre de Marcus le está secando las lágrimas.

–Pobre Clive -dice Nadia.

–Pobre Tristan, más bien -comento yo-. Me da la impresión de que la Pícara Roberta le va a hacer picadillo.

Nos echamos a reír. Chantal sacude la cabeza.

–La última vez que les vi, Roberta le sacaba a empujones del hotel.

–Ha sido una boda de lo más interesante -observo, cayendo en la cuenta de que, en realidad, la ausencia de Marcus no se ha notado gran cosa-. Me muero de ganas de que llegue la siguiente.

Autumn, quien con sus rizos pelirrojos y sus pecas carece del semblante propio de un jugador de póquer, se pone roja como la grana.

Las demás aguardamos, expectantes. Nuestra amiga se rebulle en el asiento y se sonroja un poco más.

–Me parece que Addison me ha pedido que nos casemos.

–¿«Te parece» que te lo ha pedido?

Ella asiente con un gesto.

–Y creo que he aceptado.

–¡Bieeeen! – soltamos una ovación al unísono.

–Tengo que aclararlo con él -añade-. Cuando los dos estemos sobrios. Fue una petición un tanto informal.

–Informal o no, vamos a hacer un brindis ahora mismo -replico yo.

Nadia rellena las cuatro copas y las ponemos en alto en honor de nuestra amiga.

–Por Autumn y por Addison -dice Chantal-. Que vuestra boda sea menos «interesante» que la de Lucy.

–Por Autumn y por Addison -coreamos. A continuación volvemos a atacar la tarta.

–Si te das prisa, podemos ponernos los mismos vestidos de damas de honor -sugiere Nadia.

–Dentro de poco, el mío no me cabrá -apunta Chantal.

Y el mío tampoco, pienso yo. Mañana mismo me pongo a régimen. En serio. Se acabó el chocolate… ¡Dios mío! ¡Pero qué estoy diciendo! ¿Cómo iba a pasar sin él, sobre todo en mi presente estado emocional? Es lo único que me queda. A lo mejor me decido por abstenerme de cualquier otro alimento. Me imagino que existirá una dieta de adelgazamiento para los amantes del chocolate, ¿no? Debe de ser posible perder peso comiendo sólo tres chocolatinas Mars -o acaso cuatro- al día.

Mientras trato de calcular la cantidad de calorías que necesito para sobrevivir, Nadia me coge de la mano.

–Lucy, hoy has estado magnífica -dice-. Estamos orgullosas de ti.

–La vida continúa -respondo yo-. No tendré a Marcus, es verdad; pero tengo a mis amigas, y siempre me queda el chocolate.

–Por las amigas y el chocolate -dice Chantal, y volvemos a alzar las copas.

–Y tienes a Crush -añade Autumn.

Crush. El corazón me da un vuelco. La jornada ha sido tan frenética que apenas he tenido tiempo de pensar en él. Dejo vagar la mente y me pregunto dónde estará Aiden Holby en estos momentos. Debería llamarle y contarle que la boda no llegó a celebrarse. Lo más probable es que no quiera saber nada de mí, pero le debo una explicación.

–Deberías llamarle -dice Nadia, poniendo en palabras mis pensamientos.

–Más tarde -respondo yo. Necesito tiempo para decidir qué voy a decirle. Mi cerebro está demasiado confuso, por no decir que tiene un grado de alcohol excesivo para albergar cualquier reflexión sensata-. Ahora tengo que volver con los invitados.

Nadia se dispone a levantarse.

–Yo también tengo que irme. He dejado a Lewis con Jacob. Es un hombre encantador.

Ninguna discutimos ese punto.

–Nadia, lo estás llevando muy bien -digo yo.

–Es verdad -responde ella con una nota de orgullo-. Todo irá perfectamente.

–Nos aseguraremos de que así sea -añade Chantal.

–Chicas, tenemos una fortaleza admirable -señalo yo.

–Brindemos por ello -dice Nadia, y volvemos a chocar las copas.

Para rematar la ingesta de chocolate, cojo a hurtadillas otro pedazo de tarta y me lo meto en la boca. A la mierda la dieta. Algún día las curvas volverán a estar de moda.

–Venga, vamos -digo mientras me levanto de un salto-. Tenemos que bailar para librarnos del exceso de azúcar. Unámonos a la fiesta.

Capítulo 79

Las cuatro estamos en el pasillo y volvemos a la celebración cogidas de la mano y soltando risitas. A cierta distancia, vemos a un individuo con un elegante traje oscuro que se encamina hacia nosotras con paso decidido. Nos apartamos a un lado cuando se acerca y él levanta la mirada para darnos las gracias.

Entonces, vuelve a mirarnos.

–¡Vosotras! – grita al reconocernos. Da un paso atrás para vernos mejor y, agitando el dedo índice, nos señala al tiempo que vuelve a vociferar-: ¡Vosotras!

Vaya por Dios. Era lo que más temía del día de mi boda. La idea de que Marcus pudiera dejarme plantada nunca me pasó por la mente, pero siempre tuve miedo de cruzarme con este hombre.

La última vez que estuve en Trington Manor con mis amigas del club de las chocoadictas cometimos un ingenioso atraco a mano armada para arrebatar las joyas de Chantal a un simpático embaucador que le había echado un polvo y acto seguido le había robado todas sus alhajas. Ese mismo hombre, John Smith, alias el Caballero Ladrón, está frente a nosotras.

Ahogamos un grito a la vez. Siempre supe que celebrar la boda en este hotel era una mala idea, malísima.

El hombre se fija en nuestros respectivos atuendos de boda. Su semblante ha adquirido la poco atractiva tonalidad de un nubarrón.

–¡Me robasteis, putas de mierda! – dice a voz en cuello-. Me drogasteis. Me destrozasteis el coche.

Esa parte se me había olvidado. Encontramos las pertenencias de Chantal en el maletero de su Mercedes y, en fin, decidimos empujar el coche al lago. En ese momento nos pareció una buena idea, buenísima.

–Yo diría que estamos en paz -espeta Chantal con tono gélido-. Te lo merecías, mamón -adopta el tono de un gánster, agresivo y temperamental, particularmente chocante en una embarazada.

Smith avanza hacia nosotras con aire amenazador.

–Deprisa -indica Nadia, y le agarra con fuerza. Arrojo al suelo mi bolsito de seda y me sumo al ataque. Chantal y Autumn hacen lo propio. Segundos más tarde, tras un cierto forcejeo improvisado, entre las cuatro conseguimos sujetarle los brazos a la espalda. Se revuelve con ferocidad.

–¿Y ahora qué? – dice Autumn.

–Ahí dentro -señalo con la barbilla una especie de armario que hay a escasa distancia. Chantal abre la puerta de un tirón. Es una alacena de pequeñas proporciones, llena de toallas y utensilios de limpieza y con el espacio libre suficiente para encerrar al estafador. Grita y nos insulta mientras le metemos a empujones y cerramos la puerta a nuestras espaldas.

Chantal registra las baldas y encuentra lo que parece una cuerda de tender.

–Esto servirá -dice con tono triunfal. De niña debía de pertenecer a los scouts, ya que ata a Smith de pies y manos en un santiamén.

Autumn encuentra una toalla de lavabo con «Trington Manor» bordado en una esquina. Amordaza al prisionero y amarra los extremos a la altura de la nuca.

Mldits hijs dha grn pta -masculla indignado.

Transcribiendo la expresión, me parece que nos está insultando.

Chantal apoya una mano en los estantes y se inclina sobre el rehén con aire amenazador.

–Acuérdate -espeta con voz tirante-. Lo sé todo sobre ti, Félix Lavare.

Se me había olvidado que ése era su nombre verdadero, del que en su día nos enteramos.

–Cuando salgas de este armario, te aconsejo que te marches del hotel. Date el piro cuanto antes y no vuelvas a aparecer por aquí. Al primer problema que nos causes voy derecha a la policía. ¿Entendido?

Deja de retorcerse y desde las profundidades de la toalla se escucha una respuesta amortiguada.

Zí.

–Ahora sé un buen chico y tranquilízate -añade ella-. Alguien te sacará dentro de poco -Chantal examina las ataduras de nuevo. Todo en orden.

Una vez comprobado que no hay moros en la costa, salimos del armario. Como toque final, Autumn coloca en alto un cartel que reza: «No utilizar»

–Mirad lo que he encontrado -dice con un susurro-. Nos vendrá bien.

Nuestra amiga cuelga el cartel del pomo de la puerta. Nos alejamos de puntillas y nos volvemos a reunir en el pasillo. Nadia se frota las manos como quien acaba de terminar un trabajo bien hecho.

–¿Creéis que seguirá encerrado hasta que nos hayamos marchado del hotel?

–Eso espero -responde Chantal-. Recemos para que el personal de limpieza no necesite toallas hasta mañana por la mañana.

–Es un pasillo tranquilo, no creo que por aquí pase mucha gente -intervengo yo-. Confío en que nadie le esté esperando en su habitación.

–La sola idea me da escalofríos -dice Chantal.

–A mí también se me ocurre algo espantoso -le digo a mi amiga-. Ese hombre podría ser el padre de tu bebé.

–No me lo recuerdes -Chantal se estremece-. Dios quiera que sea cualquier otro.

–Maldita sea -suelto yo-. Son demasiadas emociones para un solo día. El corazón no para de golpearme en el pecho.

–A mí me pasa lo mismo -dice Chantal con un suspiro de hastío.

–Me tiemblan las rodillas -comenta Nadia.

–¿Pensáis que nos dará problemas? – de todas nosotras, Autumn es la que parece más preocupada.

Chantal niega con la cabeza.

–No, si sabe lo que le conviene.

–En conjunto, hasta ahora, hemos tenido tres altercados con él. Dos victorias a favor del club de las chocoadictas y una por parte del atractivo delincuente. Debería darse cuenta de que no está a nuestra altura.

Soltamos una carcajada para aliviar la tensión.

–Tengo que volver a la fiesta -anuncio-, a comprobar qué otros desastres han ocurrido durante mi ausencia. Vamos.

–Ve tú primero -dice Chantal-. Iremos enseguida.

–No tardéis -les digo-. Aún tenemos que acabar con la fuente de chocolate.

Mientras me alejo, no me doy cuenta de que mi buena amiga se agacha y recoge el bolsito de seda que se me cayó al suelo durante el forcejeo con Smith. Las chicas aguardan hasta que estoy fuera de la vista. A continuación, Chantal saca mi teléfono móvil y lo blande con malicia ante las demás.

–Ya que Lucy no se decide a llamar a Crush -dice mientras va pasando los nombres de la agenda-, ya es hora de que lo hagamos nosotras.

Capítulo 80

–Gracias por cuidar de Lewis -le dijo Nadia a Jacob. El pequeño estaba en la pista, bailando animadamente con el organizador de bodas quien, solícito, sujetaba de ambas manos a su tutelado. Uno de los dos, se percató ella, tenía un trasero monísimo que contoneaba con mucha gracia, y no se trataba precisamente de su hijo. Like a Virgin, de Madonna, sonaba a todo volumen. Por la manera en la que el niño bailaba, no le importaba gran cosa que no fuera la canción de Bob y sus amigos.

–De nada -respondió Jacob con la respiración un tanto entrecortada.

–Ven a sentarte, Lewis -dijo Nadia.

–No os vayáis -suplicó Jacob-. Bailemos los tres juntos.

Nadia se encogió de hombros y sonrió.

–De acuerdo.

Acto seguido se acercó a ambos, agarró a Lewis con una mano y no puso reparos cuando Jacob la cogió de la otra. Formando un entrañable círculo, bailaron al ritmo de Britney Spears, Beyoncé y Black Eyed Peas. Entre risas, Nadia experimentaba una sensación de libertad que no había conocido desde hacía meses. Cierto era que seguía llorando la pérdida de su marido; pero al mismo tiempo notaba un cierto alivio después de la tensión que había acumulado al haber tenido que enfrentarse a la adicción al juego por parte de Toby. Aquello había terminado. Ya no tenía que preocuparse.

Cuando la música aminoró la marcha con Angels, de Robbie Williams, Jacob atrajo a ambos hacia sí. Levantó a Lewis hasta la altura de su hombro y los tres formaron una piña en la que Jacob y Nadia abrazaban al niño mientras se movían lentamente al ritmo de la canción. Jacob colocó la mano sobre el hombro de Nadia con suavidad y ella percibió una clara sensación de calidez. Qué agradable resultaba sentir de nuevo el contacto de un hombre. No la estaba avasallando, no había señal de lujuria en su actitud; tan sólo ternura, afecto y simpatía. Durante todo el día había echado de menos a Toby, pero había conseguido superarlo bastante bien. La aguardaban momentos difíciles, sin duda; aunque estaba convencida de que conseguiría hacer frente a la adversidad. Una lágrima le brotó de los ojos y apretó a su hijo con fuerza. Se fijó en que el niño rodeaba el cuello de Jacob con ambos brazos. Tal vez, a partir de ahora, Lewis notaría la falta de un hombre en su vida en mayor medida que ella misma.

Jacob le pasó el pulgar con dulzura por debajo de la barbilla.

–Ánimo -dijo con suavidad-. Los dos saldréis adelante.

–Claro que sí -respondió ella-. Es cuestión de tiempo.

–Si alguna vez necesitas algo, lo que sea -dijo él-, no tienes más que decírmelo. Sé que cuentas con tus amigas, que son estupendas; pero hay cosas para las que se necesita un hombre.

Nadia le miró de reojo. ¿Y si, después de todo, estaba tratando de ligar con ella?

–Ha sonado fatal -añadió Jacob entre risas. Sus ojos se veían brillantes, sinceros. Nadia entendía que Chantal hubiera sucumbido a la tentación de pagar generosamente por sus servicios. Algún día debería preguntarle a su amiga si el gasto había merecido la pena-. He dejado para siempre mi profesión anterior. Me refería a que soy bastante habilidoso con un martillo o una taladradora. También cargo con objetos pesados.

Nadia se relajó y también se echó a reír.

–Un atributo que no deja de ser atractivo en un hombre.

–Llámame siempre que necesites ayuda -insistió él-. Como amigo, nada más. Sin compromiso. Hablo en serio.

–Lo tendré en cuenta -respondió ella. Jacob hizo un giro brusco. Lewis chillaba de risa-. Gracias, Jacob -Nadia levantó la cabeza y le plantó un suave beso en la mejilla-. Eres fantástico.

La música volvió a acelerar y la pista de baile se llenó. Empezaron a pegar saltos al ritmo de Can't Get You Out of My Head, de Kylie Minogue. Nadia tarareaba alegremente. No había bailado así desde hacía años. Empezaba a coger el ritmo, a recordar pasos que había olvidado cuando, de repente, un puño apareció como caído del cielo y fue a aterrizar sobre la mandíbula de Jacob con la fuerza de una bala de cañón.

Ahí se encontraba Ted, descollando sobre la víctima.

–Eso es por haber tenido una aventura con mi mujer -le dijo a gritos por encima de la algarabía de la discoteca-, y porque puede que seas el padre de mi hijo.

Dicho esto, se alejó a grandes pasos.

Jacob permaneció tendido sobre la pista de baile, anonadado, frotándose la mandíbula.

–Qué guay -dijo Lewis, pegando botes de emoción.

Nadia se agachó para ayudarle a incorporarse.

–¿Te encuentras bien?

Cayó en la cuenta de que la pregunta era absurda. Acababan de derribarle de un golpe.

–¿A qué ha venido eso?

–Da la impresión de que se ha descubierto el pastel -repuso Nadia-. Ted sospechaba que había existido algo entre Chantal y tú; pero no creo que esté al tanto de los detalles -seguramente, la tarifa por horas de Jacob seguía siendo un secreto. Así como el hecho mismo de que, en el pasado, había tenido una tarifa por horas.

Jacob seguía aturdido. Ese tal Ted tenía un gancho impresionante.

–¿Qué ha dicho sobre un hijo?

Nadia frunció los labios.

–Más vale que le preguntes a Chantal -respondió.

Capítulo 81

Sufro una borrachera maravillosa, espléndida, absoluta. ¡Hurra! Estoy arrasando la fuente de chocolate. Tengo ante mí una deliciosa cascada que ocupa mi campo visual y me estoy dando un atracón de fresas, nubes de azúcar y porciones de toffee cubiertas de una gruesa capa de mi alimento favorito. Hmm. El chocolate derretido me salpica en la lengua. Hmm. Hmm. Hmm. Seguro que un círculo marrón me rodea la boca, como si fuera una niña traviesa de cinco años.

Echo una ojeada ligeramente achispada a la pista de baile. Mis padres coquetean de manera escandalosa mientras giran al ritmo de He Wasn't Man Enough y, de nuevo, mi madre corea la canción con un entusiasmo más que excesivo. Agita sus pechos en dirección a mi padre de una manera no del todo apropiada para una boda. Tal vez actúe sobre la premisa de que, en realidad, no se trata exactamente de una boda, por lo que ha abandonado toda prudencia. No veo al Millonario por ninguna parte. Al parecer, ha tenido el acierto de evaporarse en la noche. La media naranja de mi padre, es decir, la Peluquera, está ocupada de momento restregándose contra el padre de Marcus, lo que brinda a David Manoslargas la posibilidad de ponerse a la altura de su sobrenombre, aunque lo haya adquirido con una cierta injusticia. Hilary, la madre de mi novio ausente, envuelve a Clive como esas plantas trepadoras que tratan de estrangular a los árboles incautos. Por lo que parece, se encuentra en el proceso de convencerle de que, en realidad, no es un hombre gay. ¿Qué le pasa a todo el mundo? ¿Han bebido de la fuente de chocolate hasta el punto de airear sus pasiones desvergonzadamente por culpa de las cualidades afrodisíacas del cacao?

Clive me mira por encima del hombro de Hilary la Sanguinaria y, moviendo los labios en silencio, suplica: «¡Socorro!».

Esbozo una sonrisa y declino acudir a su rescate. Puede que el hecho de ser maltratado por una mujer le aparte de la mente la salida intempestiva de Tristan con la Pícara Roberta, la fornida drag queen. Cuando todo vuelva a la normalidad, le presentaré a Darren, mi peluquero. Estoy segura de que tienen muchas cosas en común y, al menos, Clive podría conseguir cortes de pelo gratuitos durante una temporada. Corte de pelo nuevo, novio nuevo; suele funcionar. Me figuro que será lo mismo para ambos sexos.

Por el rabillo del ojo veo que Marcus atraviesa el terreno de grava de la zona de aparcamiento. Nunca he visto a nadie tan desamparado. Ha cambiado el chaqué por unos pantalones vaqueros y una camisa que yo le regalé. Da la impresión de haberse quitado un peso de los hombros; mejor para él. Lleva en la mano la maleta de pequeño tamaño y observo cómo la guarda en el maletero del coche. Me pregunto si se irá de luna de miel él solo o si se llevará a Joanne, o alguna otra mujer. Trato de sentir celos, o acaso rabia; pero no siento más que tristeza.

Marcus se dirige a la portezuela del conductor, la abre y luego vuelve la vista y lanza una larga mirada a Trington Manor. ¿Estará pensando que sus sueños, igual que los míos, se han convertido en humo?

Sería fácil salir ahí afuera, ahora mismo. Si me diera prisa, podría detenerle antes de que desapareciera al volante. Le diría que he cambiado de opinión, que a pesar de sus traiciones y su abandono estoy dispuesta a darle otra oportunidad. El estómago se me encoge de miedo. Estoy siendo testigo de cómo Marcus desaparece de mi vida para siempre. El corazón me late de forma irregular. Si de veras quiero frenarle, si tengo algún deseo de mantenerle en mi vida, mi cerebro tiene que actuar y poner mis pies en movimiento.

Mi ex amante, ex prometido, ex todo lo demás, lanza una última mirada melancólica hacia el hotel y me ve a través de la ventana. Levanta la mano y me dedica un saludo vacilante. Coloco sobre el cristal las yemas de los dedos. Marcus me sopla un beso largo, persistente. Si fuera capaz de moverme, se lo devolvería; pero no lo hago. Me quedo petrificada como una estatua. Mueve los labios y me parece que dice: «Te quiero», pero no le oigo.

A continuación, baja los ojos y se da la vuelta. Se sube al coche y cierra la puerta. Tampoco oigo el ruido del motor, pero le imagino colocando la llave en el contacto y arrancando. Sigo de pie, sin moverme, mientras observo cómo traza la curva del camino de acceso con suavidad, sin aplastar los macizos de flores, y sale por las verjas de hierro forjado. Una lágrima me brota de los ojos y, lentamente, surca mi mejilla mientras Marcus se convierte en una diminuta mota oscura en la distancia.

Dios mío, necesito otro trago. Vaya día. Agarro una copa de champán y bebo de ella. Cojo uno de los palillos que están a la vista, clavo una fresa y la coloco bajo la cascada de chocolate. Luego decido que al diablo con todo, me deshago de los palillos y las fresas y así, sin más, saco la lengua y la planto debajo del exquisito manantial. La boca se me llena de chocolate, que luego me corre por la barbilla y salpica el vestido de novia por todas partes. Me parece notar que una cierta cantidad me rebota sobre el pelo. Quiero emborracharme de chocolate, notarlo por dentro y por fuera de mí. Es una sensación maravillosa, decadente. Para ser sincera, me gustaría quitarme la ropa y, desnuda, plantarme debajo de la fuente. Tal vez sería el final perfecto para la jornada, si bien el cura se podría escandalizar.

–Hola, pequeña Miss Borracha -dice una voz a mis espaldas. Una voz que conozco a la perfección.

–¿Crush? – pregunto mientras me giro perdiendo el equilibrio.

¿Me engañarán mis ojos? Con una sonrisa de oreja a oreja, plantado frente a mí y contemplando mi boca manchada de chocolate, mi vestido embadurnado de chocolate y mi pelo salpicado de chocolate se encuentra, en efecto, Aiden Holby.

Capítulo 82

–¡Dios mío! ¡Eres tú! ¿Qué haces aquí? – digo balbuceando-. ¿Cómo has venido?

–Tus amigas me llamaron para invitarme -responde Crush-. Y vine en coche -me dedica una dulce sonrisa-. Se te ve un poco deslucida, preciosa.

Rompo a llorar.

–He tenido un día horrible.

Crush agarra una servilleta que encuentra junto a la fuente. Con delicadeza, me seca las lágrimas y luego pasa una esquina alrededor de mi boca para limpiar los restos de chocolate. Su ternura me vuelve a provocar el llanto.

Entonces me toma entre sus fornidos brazos.

–Shh. Shh. Estoy aquí. Todo irá bien -dice con suavidad. Lloriqueo un poco más. Me abraza con fuerza, aunque debo de estar poniendo perdido su traje, que es precioso. Empieza a conducirme lentamente al ritmo de Unbreak My Heart, de Tony Braxton, que suena en este momento. Se me ocurre formular la protesta correspondiente, pero llegado este punto los invitados están tan borrachos que no se inmutarían al verme besuqueándome con otro hombre.

–Marcus me ha dejado plantada en el altar -explico entre sollozos.

–Sí, ya lo sé -Crush me retira un mechón de la cara-. Lo siento mucho, Lucy.

–Yo no -me sorbo la nariz-. En realidad, me alegro. Habría sido una equivocación.

–Es verdad -coincide él-. De hecho, no lo siento en absoluto. Es más, estoy encantado. No soportaba la idea de que te casaras con él. Aunque me duele que hayas tenido que pasar por esto, me alegro de que no hubiera boda. Desde que Chantal me llamó, no veía el momento de llegar. Menos mal que no me borraste de la agenda de tu móvil.

Esbozo una sonrisa.

–Sí, menos mal.

–Me dio tal subidón que podría haber llegado volando.

–¿No crees que soy horrible y antipática?

–No -responde-. Creo que eres maravillosa. Siempre lo he creído.

–Pensé que la había fastidiado contigo. Creía que no volveríamos a llevarnos bien.

–Shh -me coloca un dedo sobre los labios, ahora libres de chocolate-. Eso es agua pasada.

–Perdóname por las cosas tan estúpidas que hago.

Aiden se echa a reír.

–Por eso precisamente te quiero.

–¿Me quieres?

–Sí -responde él.

–Yo también -me siento como en una nube-. Yo también te quiero -puntualizo.

Los invitados empiezan a abandonar la pista de baile y nos quedamos solos. El DJ nos ilumina con el foco. Acto seguido, pone If I Ain't Got You, de Alicia Keys. Crush y yo esbozamos una sonrisa bobalicona por lo sentimental de la letra. Ésta va a ser nuestra canción.

–Lástima que el cura esté desmayado en un rincón por culpa del alcohol -murmura Crush.

–Ha tenido que ser muy estresante para él. Me imagino que sólo está acostumbrado a unas gotas del vino de consagrar.

–Cuando nos casemos, quiero que el cura y tú estéis sobrios.

Mirándole con el rabillo del ojo, pregunto:

–¿Me estás haciendo una petición de matrimonio?

–Todavía no -responde él-; pero estoy dejando caer insinuaciones para que empecemos a acostumbrarnos a la idea.

Le abrazo con todas mis fuerzas.

–A mí me suena muy bien.

Veo a mis amigas del club de las chocoadictas al borde de la pista, cogidas del brazo y oscilando al unísono. Las tres levantan el pulgar en mi dirección y noto que la risa me borbotea en la garganta.

Crush me susurra al oído:

–¿Nos vamos de aquí, preciosa?

–He reservado una habitación para esta noche -le digo-. No es la suite nupcial -dirijo la mirada al otro extremo de la pista de baile. Mis padres siguen entrelazados como adolescentes. Puaj. Confío en que no se vayan a poner manos a la obra esta noche. Odiaría pensar que soy la culpable de semejante horror. Trato de bloquear la imagen al tiempo que añado-: Puede que mis padres acaben por ocuparla.

La música se detiene y todos los invitados nos aplauden, incluso los padres de Marcus, aunque se encuentran en extremos opuestos de la sala y se lanzan miradas furiosas con hostilidad desenfrenada. Aiden y yo hacemos sendas reverencias.

–Larguémonos -insiste él.

–Tengo que hacer una cosa -le digo-. Espérame aquí.

Salgo corriendo hacia la fuente de chocolate, donde he dejado mi ramo abandonado. No pensaba hacer esto, pero ¡qué más da! Agarro las flores un tanto marchitas y, por última vez, introduzco el dedo en el chocolate caliente y le doy un lametazo para coger ánimos. No hay nada como el chocolate para reparar un corazón roto. Crush me guiña un ojo cuando me giro para mirarle. Nada como el chocolate y un hombre fabuloso que te dice que te quiere, claro está.

Regreso al centro de la pista y me coloco en posición para lanzar el ramo. El DJ, amablemente, pone música adecuada para la ocasión. Trato de lanzarlo directo a Autumn con objeto de que el destino acabe por formalizar la petición un tanto imprecisa por parte de Addison.

–¿Preparada? – señalo con la barbilla en su dirección.

Mi amiga asiente en respuesta. Entonces, me doy la vuelta.

Cuento hasta tres, agito el ramo de un lado a otro y lo lanzo al aire con suavidad. Planea por encima de mi cabeza y me giro en redondo para ver si se orienta hacia el objetivo previsto. Autumn tiene los ojos clavados en el techo y sus brazos, estirados, siguen la trayectoria de las flores. Frunzo los labios. Me parece que me he quedado un poco corta.

–¡Ve a por él! – gritan Chantal y Nadia al unísono mientras echan una mano a Autumn propinándole un empujón.

Puede que el empujón haya sido excesivo. Autumn avanza dando traspiés con las manos hacia arriba. Pienso que se va a caer, así que me lanzo en su dirección para tratar de sujetarla. ¡Dios bendito! Creo que las flores le van a caer de lleno en la cabeza. Y pesan un quintal. No puedo permitirlo. Me impulso hacia arriba de un salto, alargo el brazo y atrapo el ramo en el aire, ahorrando a mi amiga un importante dolor de cabeza.

Los invitados irrumpen en vítores.

–¿Qué? – digo yo-. ¿Qué pasa? – entonces, caigo en la cuenta de que he cogido mi propio ramo. ¿Cómo ha podido pasar?

–Parece que vas a ser la próxima soltera en casarse -dice Crush-. Enhorabuena.

Me besa mientras siguen sonando estridentes vítores y aplausos. Tiro el ramo al suelo y me hundo entre sus brazos. Puede que, después de todo, el día de hoy no haya estado tan mal.

Capítulo 83

–Tu marido me ha pegado un puñetazo en la barbilla -espetó Jacob, a todas luces ofendido.

–¿En serio? – Chantal frunció la frente.

Frotándose la mandíbula, Jacob preguntó:

–¿Conoce Ted la naturaleza exacta de nuestra relación?

Chantal negó con la cabeza.

–Sabe que hemos intimado, nada más. Las cosas entre nosotros pasan por un momento tan delicado que preferí no confesárselo todo -Chantal le dedicó una sonrisa cáustica-. Me gustaría mantener en secreto el hecho de que empezamos nuestra relación en un plano comercial.

Jacob había acudido a buscarla y la había conducido a toda prisa al pequeño y apartado salón que, una vez más, resultaba de gran utilidad. Estaban sentados en un sofá demasiado florido para ser elegante. Jacob se giró y la miró cara a cara. Se veía una llamativa marca roja y un incipiente cardenal en el lugar donde, supuso ella, había aterrizado el puñetazo. Incluso en ese momento, después de todo lo había pasado, sintió la tentación de dar un beso a la herida para que mejorase, como se hace con los niños.

–Chantal, Ted dijo algo de un bebé -Jacob le clavó las pupilas, sin apartarlas ni un solo instante-. Que era mío, o algo así.

Chantal exhaló un suspiro.

–No quería que te enteraras de esta manera.

Su amigo se mostró desconcertado.

–Entonces, ¿es verdad?

Extendiendo las manos sobre su vientre, Chantal esbozó una sonrisa.

–Jacob, esto no se debe a un exceso de chocolate. Estoy embarazada.

–Me di cuenta de que habías engordado cuando hicimos las pruebas para los vestidos de damas de honor -dijo él-. Pero pensé que se debía al…

–Sí, al chocolate -interrumpió Chantal con una sonrisa.

Jacob se echó a reír.

–Reconoce que tú y tus amigas coméis bastante.

Había sido un día muy largo. Le dolían las piernas y la cabeza. Lo único que deseaba era subir a su habitación y meterse en la bañera.

–¿Es mío? – preguntó él-. Yo creo que tomamos… precauciones.

–Y así fue -le aseguró ella. Utilizaron preservativo en todas sus citas, lo que Chantal había tomado por un requisito de la profesión de Jacob, pero en ocasiones lo habían colocado atropelladamente y, además, nunca eran seguros al cien por cien. Hasta que lo supiera en firme, la duda estaría presente-. Quiero que este bebé sea de Ted, lo deseo con toda mi alma. Confío en que volvamos a estar juntos y formemos una familia. Pero lo cierto, Jacob, es que no sé de quién es. No lo sabré hasta después del parto.

–Yo sería un padre estupendo, Chantal -replicó él-. La idea no me inquieta en absoluto.

–Pero a mí sí -repuso ella.

–Si el bebé fuera mío, me gustaría colaborar en su educación.

–A mí también me gustaría -dijo Chantal, dándole un apretón en la mano-. Jacob, has sido un buen amigo. Llegaste en un momento en el que me sentía deprimida, rechazada. Por extraño que pueda parecer, el tiempo que pasamos juntos me ayudó a poner las cosas en perspectiva.

Jacob sonrió.

–Siempre supe que he sido algo más que un polvo barato para ti.

Chantal se echó a reír.

–Jacob, habrás sido un polvo, pero nunca barato.

–¿Y si empezáramos una relación, Chantal? Lo pasamos bien juntos, hay química entre nosotros. Y me has ayudado a darle un giro a mi vida. Siempre te lo agradeceré.

–Ay, Jacob -repuso ella-. Sería muy fácil amarte. Pero es que, a pesar de las estupideces que he cometido en el pasado, sigo enamorada de mi marido y rezo para que el destino, por una vez, me dé un respiro y demuestre que Ted es el padre de este bebé, y que nos admita a los dos en su vida. Por difícil que resulte, no pierdo la esperanza de que volvamos a estar juntos.

–Si eso es lo que quieres, confío en que sea así -dijo Jacob.

Ahora Chantal tenía que convencer a su marido de que él también sentía lo mismo.

Capítulo 84

Autumn se enjuagó el jabón de la cara y se miró en el espejo. Ya era de noche y desde el mediodía apenas había vuelto a pensar en su hermano. Hasta ahora. En efecto, había tenido otras distracciones que la habían mantenido ocupada; aun así, tomaba la circunstancia como un paso en la buena dirección. Tal vez debería haber llamado a Richard para decirle cómo había ido la entrega de la droga, pero prefería dejarle en ascuas. Él no se lo había pensado dos veces a la hora de poner en peligro a su hermana quien, como una tonta, había accedido. No, no le llamaría hasta el día siguiente. Por una vez, que fuera él quien se preocupara por ella.

Colgó su vestido de dama de honor y se enfundó el vaporoso camisón que había comprado para esa noche. Era agradable tener a alguien para quien arreglarse y ponerse atractiva. Hacía demasiado tiempo que aquello no formaba parte de su vida. Cuando Addison se presentó en Trington Manor sintió un enorme alivio, pues temía que todo hubiera acabado entre ellos, aunque no le habría culpado si hubiera decidido abandonarla. Autumn reconocía que se había equivocado, pero eso iba a cambiar.

Entre unas cosas y otras, el día había sido agotador y ahora no deseaba más que acurrucarse junto a su novio. Se ahuecó el pelo y, sonriendo para sí, regresó a la habitación.

Addison estaba sentado en el sofá. Tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás. Se veía que estaba exhausto. Se había quitado la chaqueta. El cuello de la camisa estaba abierto y tenía los puños girados hacia atrás. Sus labios eran carnosos, suculentos. Su piel negra, perfecta. Tenía pestañas por las que más de una mujer habría matado. Reflexionó que era el hombre más guapo que había conocido. De ninguna manera pensaba dejar que se le escapara.

–No hacía falta que me esperaras -dijo ella con suavidad-. Deberías haberte desvestido y metido en la cama.

–Primero tengo que hacer una cosa -respondió él.

Autumn cayó en la cuenta de que había dos copas de burbujeante champán en la mesa baja, delante del sofá. Autumn consideraba que nunca había bebido tanto en un solo día, era un milagro que aún siguiera de pie; aunque supuso que una copa más no le haría daño. Al día siguiente regresaría a sus infusiones de hierbas.

–Ven, siéntate a mi lado -Addison dio unas palmadas en el sofá.

Una vez que Autumn hubo tomado asiento, él se giró y la miró a los ojos.

–Me parece que te han podido quedar dudas respecto a mis intenciones -dijo.

Autumn le miró sin comprender, pero antes de que pudiera decir nada, su novio se había bajado del sofá y había echado una rodilla a tierra.

–Autumn Fielding -dijo-, ¿me harás el inmenso honor de casarte conmigo? – abrió la mano y mostró sobre la palma un enorme solitario de diamante.

Autumn lo reconoció.

–¡Addison!

Su novio se encogió de hombros.

–Me lo ha prestado Lucy -confesó-. En cuanto aceptes, saldremos a comprar uno que te guste.

Los ojos de Autumn se cuajaron de lágrimas.

–Sí.

Addison le colocó el anillo de Lucy en el dedo.

–Esto significa que ya es oficial -le dijo-. Nada de escabullirse ahora, no importa cómo reaccionen padres, parientes…, hermanos.

–Desde luego que no -coincidió Autumn-. A partir de ahora, lo que tú y yo queramos será lo más importante.

Addison volvió a tomar asiento junto a ella y le entregó una copa de champán.

–Por nosotros -dijo, y chocó su copa contra la de su novia.

–Por nosotros -dijo Autumn-. Sólo por nosotros.

Capítulo 85

Chantal había registrado el hotel en busca de Ted y, por un momento, se preguntó si su marido se habría hartado y habría regresado a Richmond a pasar la noche. Estaba a punto de darse por vencida y retirarse a su habitación cuando le descubrió sentado en los escalones de piedra que daban al jardín de Trington Manor, bañado por la luna.

Lamentando no tener consigo un abrigo, Chantal salió al gélido aire de la noche. La boda de Lucy prácticamente había tocado a su fin. Al volver la mirada atrás, vio por la ventana a unos cuantos rezagados que se tambaleaban por la pista de baile mientras los trillados compases de I Do It For You, de Brian Adams, llegaban hasta ella. Una vez en la terraza, Chantal fue caminando despacio por el irregular pavimento procurando no torcerse el tobillo. Dejar de tiritar resultaba bastante más complicado. Estaba justo detrás de Ted cuando éste se percató de su presencia.

–Hola -dijo él con voz monocorde mientras la miraba por detrás del hombro.

–¿Sumido en tus pensamientos?

–Algo parecido -respondió Ted, y volvió a clavar la vista en la oscuridad.

Chantal se sentó a su lado sin prestar atención al hecho de que el musgo verdoso y amarillento que cubría los escalones ensuciaría su vestido de dama de honor. La jornada había concluido, ya no lo necesitaba. Perdió la batalla en su lucha por dejar de tiritar y un escalofrío le recorrió el cuerpo.

–Hace frío.

–Has salido sin abrigo -observó Ted. Entonces, con un suspiro, se quitó la chaqueta y se la colocó a su mujer sobre la espalda.

–Gracias -dijo ella-. Ahora tendrás frío tú -se arrastró a lo largo del escalón para arrimarse a él.

Tras unos momentos de vacilación, Ted le pasó el brazo por los hombros. El tacto y la calidez de su abrazo resultaban de lo más agradables.

La brisa intermitente arrastraba jirones de nube por delante de la luna. En los árboles, las puntas de las ramas desnudas brillaban bajo la luz plateada.

–Gracias por haber venido -dijo Chantal-. Ha significado mucho para mí.

Su marido soltó una carcajada carente de alegría.

–Menuda boda -comentó forzando una risa ahogada.

–Lucy saldrá de ésta -repuso ella-. Es muy resistente. Pasará página y seguirá con su vida.

–Da la impresión de que ya ha empezado -observó Ted-. La última vez que la vi estaba abrazada a otro hombre en la pista de baile.

–Era su jefe -explicó Chantal-. Es una larga historia.

–¿Es que todas tenéis un séquito de hombres esperando entre bastidores?

–No, no es así.

–Chantal, no sé si podré dejar de pensar en los hombres con los que has estado -admitió su marido con sinceridad-. ¿Con cuántos otros me voy a encontrar «por casualidad», como me ha ocurrido hoy?

–No habrá ninguno más, te lo aseguro -prometió ella-. A partir de ahora, soy mujer de un solo hombre. Si es que me das otra oportunidad.

–¿Y qué me dices de las mujeres con las que he salido yo?

–Te perdono, claro está -le aseguró ella-. Entiendo tus razones.

–¿Y Stacey? Va a ser la madre de mi hijo. No puedo abandonarla sin más. Si tú y yo seguimos juntos, será inevitable que forme parte de nuestras vidas. ¿Lo aceptarías?

–Lo intentaría. Con todas mis fuerzas.

Ted encogió sus anchos hombros.

–¿Crees que lo nuestro es posible?

–Eso espero, Ted -respondió ella-. Si nos separásemos ahora, ¿qué íbamos a hacer? Tratar de salir adelante solos o acaso probar suerte con otras parejas. No haríamos más que cambiar un problema por otro. Existen muchas cosas a nuestro favor, tenemos una historia en común, y unos cimientos más sólidos que la mayoría de la gente -a pesar de que en los últimos tiempos dichos cimientos se habían tambaleado bastante, Chantal estaba convencida de que, dada la oportunidad, se mantendrían bien firmes-. No desperdiciemos todo eso. Además, te sigo queriendo. Nunca he dejado de hacerlo.

–Y yo a ti -su marido la acercó hacia sí y ella colocó la cabeza en la cálida curva de su cuello-. Y ahora ¿qué hacemos?

–Tengo que subir a mi habitación -dijo Chantal con voz cansada-. Estoy hecha polvo y necesito meterme en la cama.

–¿Hay sitio para un invitado?

–Claro que sí.

Ted se giró hacia ella y le cubrió la boca de besos firmes, apasionados.

–Estás muy sexy -susurró-. Muy mujer. ¿Pueden hacer el amor las embarazadas?

–No tengo ni idea -respondió Chantal con franqueza-. He evitado a conciencia los libros de autoayuda sobre el embarazo -cuanta menos información acerca de los tecnicismos del parto, mejor-. Pero me figuro que no hay nada que nos impida probar -esbozó una sonrisa vacilante-. Si eso es lo que quieres.

–Sí, deberíamos probar -repuso su marido mientras la ayudaba a levantarse-. A partir de ahora quiero cuidar de ti. ¿Me dejarás?

Chantal asintió al tiempo que se le saltaban las lágrimas. Tal vez fuera por el desajuste hormonal. Lo único que siempre había deseado era el amor de su marido y, al parecer, por fin había conseguido su sueño.

Capítulo 86

–Debería cogerte en brazos para atravesar el umbral, preciosa -dice Crush mientras nos acercamos a la habitación cogidos de la mano.

–Es el día de mi boda, ya lo sé -respondo yo-; pero lo cierto es que no me he casado.

–Permíteme la satisfacción -me pide con una sonrisa. Sin darme oportunidad de responder, me coge en sus fuertes brazos. Entrelazo las manos alrededor de su cuello y me besa con pasión. La cabeza me da vueltas y el beso me provoca una descarga mayor que todo el champán que he consumido hoy. La situación es tan romántica como siempre he deseado, aunque las circunstancias no son exactamente las que imaginaba.

Crush se inclina hacia abajo mientras introduzco la tarjeta en la ranura y luego, con ademán varonil, abre la puerta de una patada. Me alegro de haber ordenado mis cosas esta mañana, pues la habitación tiene un aspecto presentable, aunque no se trate de la suite nupcial.

Aiden me coloca en el suelo.

–Antes de nada, hay que quitarte esa ropa manchada de chocolate -dice con un destello en la mirada-, no vaya a ser que te mueras de frío.

–No te resfrías por culpa del chocolate -le recuerdo-. De hecho, es un remedio bien conocido para el constipado común -con las cantidades que he tomado hoy, lo más seguro es que no pille un resfriado durante los próximos cinco años.

–¿En serio? – en su expresión se detecta una avidez que me muero por saciar-. De todas formas, más vale que seamos precavidos. Por si acaso.

Empieza con la diadema, que me retira de la cabeza y coloca con cuidado sobre el tocador. Luego, se pone manos a la obra con el velo y, poco a poco, va quitando las horquillas y pasadores que Darren me ha incrustado en la cabeza para mantenerlo firme. Creo que soldarlo al cráneo habría sido más práctico. En cualquier caso, el dichoso velo no se iba a mover ni con un temporal de fuerza nueve. Está claro que Darren imaginaba que todos mis problemas de hoy estarían relacionados con el estado del tiempo. Crush no se inmuta por el exceso de celo de mi peluquero. Meticulosa y tiernamente va desprendiendo las horquillas como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Sé que suena un tanto penoso, pero empiezo a excitarme. Cuando estoy a punto de arriesgar la pérdida de parte del cuero cabelludo arrancándome el tul de un tirón, Crush retira el último pasador. Con sumo cuidado, coloca el velo sobre una silla convenientemente situada. Me pregunto si tiene mucha experiencia en desvestir novias, ya que actúa como un auténtico experto.

–Puedo hacerlo yo -le digo, lo que significa: «Me muero de ganas de acostarme contigo, ¡acelera!».

–He esperado mucho tiempo para poder hacer esto, preciosa. Quiero disfrutarlo -procede a quitarme las horquillas del pelo para soltarme el recogido. Entonces hago ese gesto de las profesionales del erotismo y agito el cabello hasta que queda completamente suelto. Nunca había creído en ese tópico tan manido, pero puedo asegurar que resulta de lo más excitante. Aiden sonríe en señal de aprobación.

–Lucy Lombard, eres una mujer muy sensual.

A continuación, se coloca a mis espaldas. Me cubre la nuca y los hombros de ardientes besos al tiempo que desliza los tirantes de mi vestido, sobre cuya parte delantera se diría que Jackson Pollock hubiera realizado una de sus pinturas abstractas. Quizá si yo fuera artista podría utilizar la circunstancia como protesta por el grado de consumismo que conllevan las bodas hoy en día, o algo así. Pero soy una mujer enamorada y no veo el momento de quitarme de encima el maldito traje.

Cientos de botones diminutos me recorren la espalda hasta la cintura y -no estoy de broma- Crush tarda unos diez minutos en desabrocharlos uno a uno mientras besa y mordisquea las partes de mi piel que van quedando a la vista. He superado la etapa de excitación y me encuentro en un estado de absoluta tortura. Siento ganas de agarrarle por los brazos, tumbarle sobre la cama de un empujón y hacerle el amor sobre la marcha. No me cabe en la cabeza cómo consigue semejante control.

Cuando Aiden Holby, por fin, deja caer al suelo mi vestido, me alegro sobremanera de haber invertido en lencería de primera. Acaricia con suavidad el corsé, las ligas, las medias. Llegado este punto, ambos respiramos de forma entrecortada y, con desesperante lentitud, me desabrocha las medias. Me quito los zapatos y, centímetro a centímetro, va bajando el sedoso tejido por mis piernas al tiempo que las acaricia. Cuando me desabrocha el corsé y, por fin, me encuentro desnuda frente a él, no noto la más mínima timidez. Bien al contrario, me siento privilegiada, voluptuosa y excitada a más no poder.

Mi nuevo amor me come con la mirada.

–Qué hermosa eres -dice.

Ha llegado el momento en el que, en condiciones normales, alguien irrumpiría por la puerta con una mala noticia, o el techo se desplomaría, o yo me tropezaría con un puf inoportunamente situado y me rompería una pierna, o acaso reventaría una cañería principal del hotel y un millón de litros de agua caerían de lleno sobre mi cabeza. Pero me doy cuenta de que mi suerte ha cambiado, pues nada sucede. Respiro hondo. Nada en absoluto. Y sé que a partir de ahora todo irá de maravilla.

Enarco las cejas varias veces seguidas mientras miro a Crush.

–Te toca a ti.

Me gustaría poder decir que yo también opto por la sensualidad de la lentitud, pero no es así. Me arrojo sobre Aiden, que empieza a quitarse los zapatos y los calcetines a toda prisa -de lo que me alegro mucho, ya que no me apetece que la primera imagen de mi amante sea la de un hombre sin nada encima salvo los zapatos y calcetines-. Al mismo tiempo, zarandea los hombros para quitarse la chaqueta. Me lanzo a los botones de su camisa y tiro de la hebilla de su cinturón. Mi forma de desnudarle no será seductora, pero es innegable que resulta divertida.

Mi novio sería un excelente artista del cambio rápido, pues en cuestión de segundos está desnudo con una pila de ropa a sus pies. Yo no seré muy buena a la hora de juzgar a los demás, pero estoy convencida de que Crush está tan ansioso como yo.

Me vuelve a coger en brazos y, mientras nos reímos como idiotas, empieza a dar vueltas a toda velocidad hasta que, a gritos, suplico misericordia. Acto seguido, se lanza en dirección a la cama y ambos aterrizamos hechos una maraña. Crush me sujeta los brazos por encima de la cabeza, igual que el día de la batalla con bolas de pintura, aquel día en que empecé a preguntarme cómo iba a vivir sin él.

–Te quiero, preciosa -me dice.

No se me ocurre pensar en que mi boda no ha llegado a celebrarse, ni que mis padres están metidos en faena en la suite que yo debería ocupar con mi marido al inicio de mi vida de casada. Nada de eso se me pasa por la cabeza. Disfruto del momento presente mientras contemplo al hombre maravilloso que tengo encima de mí, y sé lo que es sentir la auténtica felicidad. En lugar de intentar expresar todo eso, me limito a sonreír y respondo:

–Yo también te quiero.

Capítulo 87

La vida ha vuelto a la normalidad y estamos reunidas en Chocolate Heaven. Hemos ocupado nuestro rincón preferido, el de los cómodos sofás, y nos hemos instalado para el resto de la tarde. Frente a nosotras hay bandejas de brownies y galletas con tropezones de chocolate, que ya hemos devorado a la mitad. Las inigualables trufas de chocolate negro de Madagascar que acabamos de tomar han surtido su efecto. Nuestros rostros exhiben gloriosas sonrisas de satisfacción. Estoy agotada por las emociones de los últimos días, pero por fin tengo la sensación de haberme bajado de la montaña rusa emocional y una vez más transito plácidamente por la autopista de la existencia. Coloco los pies sobre la mesa de centro y echo hacia atrás la cabeza. Esto sí que es vida.

La única persona de las presentes que se encuentra en apuros es Clive. Tristan se ha marchado oficialmente con la Pícara Roberta, la drag queen (perdón, el artista que se disfraza de mujer), y nuestro querido amigo tiene que atender a solas a la clientela del local. La cola junto al mostrador va aumentando por momentos y las mejillas de Clive están teñidas de rojo. Esta noche ha quedado con Darren, el peluquero. Mientras ambos salían de Trington Manor se dieron un buen repaso mutuo, así que, después de todo, mi actuación como casamentera no fue necesaria. Me preocupaba el hecho de que Clive tardara en superar la ruptura con Tristan, pero acaso el concepto de tiempo es diferente en el mundo de los gays. No lo sé. En cualquier caso, confío en que consiga cerrar el establecimiento a tiempo para la cita.

En cuanto a mí, las cosas me van de maravilla. Crush acaba de mandarme un SMS para decirme que me quiere, lo que me deja con una sonrisa bobalicona en el semblante. Sólo he dejado de ver a mis mejores amigas unos cuantos días, pero hay montones de temas en los que tenemos que ponernos al corriente. Aiden se traslada mañana a mi piso. La perspectiva de vivir con él me llena de alegría y emoción. Me cuesta contenerme, la verdad. Para celebrar la circunstancia, hoy pienso llevarme a casa las sublimes tartaletas de chocolate que prepara Clive. Aunque dudo que vayan a durar en la nevera toda la noche. Podríamos anticipar la celebración.

–Lucy, te he traído tu anillo -dice Autumn-. Addison y yo recogeremos el mío esta tarde -seguro que Autumn ha elegido una joya de estilo étnico, realizada con materiales reciclables por un nativo de un país en vías de desarrollo. No me importa en absoluto cómo pueda ser su anillo de compromiso, siempre que mi amiga sea feliz. Y salta a la vista que lo es.

Recojo el pedrusco que hasta hace poco adornara mi dedo anular.

–Y ahora ¿qué hago con esto?

–Guárdalo en el banco -sugiere Chantal-. Si algún día necesitas dinero, lo vendes.

–Sería incapaz.

–Hazme caso, cariño. Llegará un momento en el que no tenga ningún valor sentimental y sólo será un activo que podrás liquidar cuando te venga en gana. No creo que Marcus quiera que se lo devuelvas.

Seguramente tiene razón; no creo que piense regalárselo a la próxima mujer a la que pida en matrimonio. Lo guardo en el bolso y resuelvo que más tarde decidiré qué hacer.

–¿Ya habéis fijado la fecha? – pregunta Nadia.

Autumn niega con la cabeza.

–No hemos tenido ni un minuto para hablar de los preparativos. Pero hay algo seguro: la boda va a ser íntima.

–Sí señor, muy bien -intervengo yo.

–Por las bodas íntimas -dice Nadia, y las cuatro levantamos nuestros tazones de chocolate a modo de brindis.

Luego, tiro de Nadia hacia mí.

–Lewis y tú superasteis el día de la boda de forma admirable -le digo-. Estoy muy orgullosa de los dos.

–Pues tú tampoco lo hiciste mal -responde ella.

–Es verdad -coincido con un ligero rubor de vanidad-. Desde luego, fue una boda para recordar.

–Yo tengo mucho que agradecer a Lucy -dice Chantal-. Ted y yo hemos decidido intentarlo. Voy a dejar mi apartamento y me vuelvo a casa.

–¿Eso fue después de que Ted le diera el puñetazo a Jacob? – pregunto.

Chantal asiente con una sonrisa picara.

–Bueno, pues me alegro. No hay mal que por bien no venga.

–No queríamos que te casaras con Marcus, ninguna de nosotras -comenta Nadia-. Sin él te irá mucho mejor.

–Ya lo sé -asiento con aire pensativo-. Las tres tratasteis de advertirme.

–¿Alguna otra consecuencia de tu boda? – pregunta Chantal.

–Mi madre va a irse a vivir con mi padre -respondo con un suspiro-. Ha vuelto a España a recoger sus cosas -lo que significa que en un futuro cercano pondrá en movimiento toda una flota de camiones de mudanzas.

–No pareces muy contenta.

–Es que no creo que vaya a durar, y luego tendremos que volver a pasar por los disgustos de otra separación -en realidad, me preocupa muchísimo la posibilidad de que mi madre acabe durmiendo en el sofá de mi casa. No es nada fácil convivir con ella, lo que mi padre parece haber borrado de la memoria por culpa del ambiente embriagador provocado por las canciones sentimentales y un exceso de champán. Veamos lo que dura el redescubierto amor cuando mi madre regrese a los fríos y desolados campos de Blighty a vivir con el escaso presupuesto decretado, innecesariamente, por mi padre. Podrá tener mucho dinero, pero le horroriza derrocharlo, sobre todo en lo que concierne a su primera mujer. Fue otra de las razones por las que se separaron en su día. Ya veo cómo el rubor propio del enamoramiento le desaparece a mi progenitura a mayor velocidad que el bronceado cuando ya no pueda tumbarse junto a la piscina de su villa de ocho habitaciones, bajo el ardiente sol de España, con una cuenta corriente ilimitada y un cariñoso millonario que la colma de caprichos. Hmm.

Y confío en que no decidan organizar otra boda, pues no me veo capaz de soportar la tensión. Con un poco de suerte, se escabullirán a una isla desierta y sólo tendré que mandarles una tarjeta de felicitación. A partir de ahora voy a sufrir un trauma severo cada vez que escuche la Marcha nupcial.

–No da la impresión de que al Millonario le preocupe demasiado el abandono de mi madre -explico-. Desde el banquete, no se sabe nada de él ni de la madre de Marcus -me pregunto si Hilary se hartó de tratar de convencer a Clive de que no era gay y, a cambio, optó por poner los ojos en el playboy medio calvo. Puede que se hayan fugado a algún paraje maravilloso en el avión privado, dispuestos a empezar una nueva vida en común.

Mis amigas sueltan una carcajada al unísono.

–¡No tiene gracia!

–¿Cómo se lo estará tomando el padre de Marcus? – Autumn se preocupa por todo el mundo. Francamente, creo que David Manoslargas se lo merecía. La última vez que le vi, seguía enroscado a la Peluquera. Tal vez su lujuria disminuya un poco cuando descubra que esa mujer es incapaz de mantener una conversación más allá de planchas para alisar el pelo o champú para volumen.

–¿Sabes algo de Marcus? – pregunta Nadia.

–No -sacudo la cabeza con aire triste-. Me extraña no haber tenido ninguna noticia. No sé dónde está, ni con quién. Pensaba llamarle, sólo para estar segura de que está bien…

–¡Lucy! – exclaman a coro.

–¡Pero no le llamé! – pongo las manos en alto-. No lo hice, ¿de acuerdo? – aun así, me cuesta quitarme de la cabeza la última imagen de Marcus, completamente solo, abandonando el hotel. Mis amigas me matarían si se lo contara… y tendrían razón.

Entonces se abre la puerta y nos quedamos mirando a Tristan, que efectúa su entrada. A pesar de que Clive tiene ante sí una cola de gente, su antiguo novio va derecho hacia delante y anuncia:

–Vengo a recoger mis cosas.

–Muy bien -responde Clive con voz tirante por encima de las cabezas de sus clientes-. No seré yo quien te detenga.

A Tristan se le ve pálido y cansado; su entusiasmo habitual ha desaparecido. Me pregunto si la Pícara Roberta es culpable de semejante deterioro en su apariencia. Tiene que ser una mujer (o un hombre) difícil de manejar.

–No tengo por qué irme -dice Tristan.

–¿Es tu forma de decir que te equivocaste al huir con ese…, ese… gorila? – la barba de la perilla de Clive tiembla de indignación. Sus clientes, boquiabiertos, se han apartado del mostrador. No espera a que Tristan responda-. No me hagas ningún favor. Venga, vete. Haz el equipaje y lárgate de una vez.

Clive coge un pastelillo de capuchino y lo arroja por encima del mostrador como si fuera un misil. Los clientes se agachan en busca de protección. Incluso nosotras mismas, quienes después de mi no boda estamos más que acostumbradas a semejantes espectáculos, detenemos nuestra tarta de chocolate a medio camino de la boca. Tristan se cubre la cabeza con las manos y el pastelillo le rebota en la frente. La ligereza del bizcocho de Clive no tiene parangón.

–Madre mía -digo yo.

–Lucy me ha enseñado todo lo que hay que saber sobre los hombres infieles -espeta a gritos.

«¡Bien!», pienso yo. Me encanta ser útil.

–Y no pienso permitirlo, ¡jamás! – añade.

Abandono mi asiento.

–Tengo que parar esto antes de que Clive arruine su negocio -le digo a mis amigas en voz baja.

Cuando llego al mostrador, me planto entre Tristan y las granadas en forma de pastelillo.

–A ver, chicos -digo con el tono de una maestra estricta-. Será mejor que subáis a la planta de arriba y continuéis la discusión en privado.

Llevo a Tristan hasta el extremo del mostrador, aún actuando como escudo humano, y cojo un delantal.

–Clive, por el momento ocuparé tu lugar. Ve y soluciona este asunto de una vez por todas.

Clive, ahora acobardado, obedece. Saco de mi bolsillo una goma de pelo y lo recojo hacia atrás. Me ato el delantal y me lavo las manos a conciencia. Los chicos desaparecen por la escalera que conduce al apartamento del primer piso evitando acercarse el uno al otro.

Bato las palmas a la manera de quien está al mando de la situación. Los clientes avanzan con lentitud y se abren paso a codazos para recuperar su lugar en la cola. Es la primera vez que me encuentro a este lado de los bombones, brownies, pasteles y galletas. La vista desde aquí es también estupenda.

–Muy bien -le digo al primer cliente-. ¿Qué desea?

Capítulo 88

–A mí me gusta éste -comentó Ted. Acto seguido, leyó detenidamente las características-. Tiene «todas las peculiaridades de un todoterreno. Ideal para la ciudad y para el campo, el nuevo XRS cuenta con una maniobrabilidad óptima en todo tipo de superficies» -se mostró debidamente impresionado-. Suena bien, ¿verdad?

–Suena genial -coincidió Chantal.

–Este cacharro tiene mucho mejor equipamiento que mi Mercedes -Ted lo contemplaba con algo cercano al temor reverencial al tiempo que examinaba los gruesos neumáticos y el elegante chasis-. Ruedas pivotantes con sistema de bloqueo, barra de protección con apertura lateral, suspensión totalmente ajustable.

Chantal sonrió para sí. Quién habría pensado que Ted y ella, juntos, iban a salir en busca de sillas de paseo para niños. Se encontraban en unos grandes almacenes de lujo, curioseando la gama de productos de «viaje y paseo» -para los no iniciados: cochecitos y sillas de bebés con sus correspondientes accesorios.

–Tiene un compartimiento cilíndrico de almacenamiento térmico -prosiguió Ted.

–¿Y eso qué es?

–Ni idea. Pero suena bien -una vez más, su marido dio una vuelta alrededor de la silla de paseo-. También lleva un ayudante de compras portátil.

–¿En serio?

–Debe de ser esa especie de cesta que tiene abajo -se frotó la barbilla mientras reflexionaba sobre las características del vehículo. Chantal nunca habría pensado que su marido se iba a tomar aquel asunto tan en serio, y por ello le quería aún más. Su mayor deseo era que el bebé fuera de Ted, y albergaba la esperanza de que las pruebas de ADN confirmaran lo que ella ya daba por seguro-. Podemos comprar aparte el kit de control climático.

–Que consiste en…

Ted comprobó sus notas.

–Protector de lluvia de posiciones múltiples y toldo de alta tecnología para protección solar.

–Fundamental.

–Según dice aquí, es un sistema de transporte infantil fuera de lo corriente. Por lo visto, su diseño minimalista devuelve a la silla de paseo su verdadera esencia, al tiempo que incorpora características tanto contemporáneas como clásicas.

–¡Vaya! No hay quien rechiste a eso, ¿verdad? – dijo Chantal con una sonrisa-. ¿Lleva tapicería con tratamiento antimanchas? – estaba convencida de que su hija heredaría su adicción. Dado que se iba a pasar los próximos cinco años limpiando huellas de chocolate, más valía apostar sobre seguro.

–Sí. Y podemos encargarlo con telas de la diseñadora Lulu Guinness, a juego con la bolsa portapañales, el cambiador y el saco forrado de borreguito.

Chantal, con ademán alegre, se encogió de hombros.

–Me has convencido.

–En ese caso, vamos a encargarlo -se giró para encaminarse hacia la caja registradora.

Con suavidad, Chantal le agarró por el brazo.

–¿Estás seguro?

–¿Es que prefieres la TSi Rockbaby?

Entre risas, ella respondió:

–No, esta silla me encanta. Me refiero a si estás seguro de que quieres criar a este bebé conmigo, sea cual sea el resultado de la prueba.

Ted la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí.

–Quiero que volvamos a estar juntos, que seamos otra vez marido y mujer. Si eso significa criar al bebé de otro, que así sea.

–Gracias -Chantal le besó con ternura-. Te quiero muchísimo.

Ted esbozó una sonrisa.

–Entonces, compramos la sillita. Sólo acepto lo mejor para el bebé de los Hamilton.

–Una cosa más. ¿No deberíamos encargar dos? – preguntó ella, recordándole con delicadeza que había otro bebé Hamilton en camino.

Su marido exhaló un suspiro.

–La situación es complicada, ¿verdad?

–Nos enfrentaremos a ella como los adultos que somos -le aseguró ella-. De hecho, ya lo estamos haciendo. Puede que nuestra forma de actuar sea poco convencional, pero me figuro que hoy en día no resulta tan extraña. Considero que deberías presentarme a Stacey, lo antes posible. Si mi bebé y el suyo van a ser hermanastros, todos tendremos que hacer un esfuerzo por entendernos.

–Lo curioso es que creo que te va a caer muy bien -dijo Ted.

Chantal tomó a su marido del brazo y le condujo hasta la línea de cajas.

–En ese caso, no habrá ningún problema.

Capítulo 89

Iban traqueteando en el autobús, camino al hospital para visitar a Richard. Autumn apoyaba la cabeza en el hombro de Addison y contemplaba la preciosa sortija de compromiso que llevaba en el dedo anular. Addison la había llevado a comprar una joya más adecuada para ella. Se habían decidido por un diseñador joven y prometedor cuyos anillos de compromiso se adaptaban mejor a los gustos bohemios de Autumn; el solitario clásico no era lo que a ella le gustaba. A sus amigas del club de las chocoadictas les encantaría, y se moría de ganas de enseñárselo.

Esbozó una sonrisa mientras los últimos rayos del tenue sol invernal se colaban por la ventana, reflejándose en el diamante de su sortija. Se trataba de una piedra pequeña y de buen gusto, engastada en oro blanco y rodeada de delicados pétalos de amatista, zafiro rosa y aguamarina en forma de flor. Era una joya suave, discreta y única; sobre todo, le pertenecía sólo a ella. Mientras jugueteaba con la sortija, trataba de acostumbrarse a la novedad de su reconfortante presencia.

–¿En qué piensas? – preguntó al notar que Addison estaba sumido en sus pensamientos.

Su prometido despertó de su ensimismamiento.

–Bah, en nada -respondió.

–Venga -Autumn le dio un suave codazo-. Se nota a la legua que estás preocupado. ¿Es por Richard?

No sólo iban a visitarle para ver si estaba mejorando; también para comunicarle que se iban a casar. Además, tenían que comentar el espinoso asunto de qué iba a suceder con la bolsa de dinero que, por el momento, Autumn había ingresado en su cuenta bancaria, donde se encontraba más a salvo que debajo de su cama.

–No, nada de eso -Addison sacudió la cabeza. Se giró hacia ella con una sonrisa cansada en los labios-. Pero apuesto que tú estás preocupada por él.

–Antes hablé con el médico. Por lo visto no está mejorando como debiera.

–Con tanta droga, su sistema inmunitario debe de estar hecho polvo -observó Addison-. Tardará más en curarse que otra persona cualquiera.

–Y la culpa no la tiene nadie más que él -Autumn suspiró. A veces le resultaba difícil enfrentarse a tanto desengaño, a lo irremediable de la situación-. Bueno, si lo que te preocupa no es mi querido hermano, ¿de qué se trata?

–No quería molestarte hoy, precisamente -dijo Addison-. Sé que ya tienes suficiente en qué pensar.

–Como dice el refrán, «un problema compartido es un problema reducido» -dijo ella.

–Pensaba que había conseguido financiación para que Tasmin instalara un puesto en el mercado de Camden -chasqueó la lengua para sí-. Y ahora no va a poder ser. El patrocinador dio marcha atrás en el último momento. No sé adonde acudir.

Autumn rebuscó en su bolso y sacó una barrita de chocolate negro de cultivo ecológico, adquirida en una tienda de comercio justo.

–Toma -partió un par de cuadrados-. Te sentirás mejor.

Addison se echó a reír.

–¿Es el chocolate tu respuesta para todo?

–A veces.

El autobús se detuvo en la parada y se levantaron para dirigirse a la puerta.

–No te preocupes aún por la situación de Tasmin -Autumn le guiñó un ojo-. Puede que no todo esté perdido.

En el exterior, el ocaso descendía a toda velocidad, mezclándose con la noche. En el pabellón de Richard la luz brillaba a todas horas. Autumn reflexionó que además de bajar la calefacción en los hospitales, deberían contemplar la posibilidad de apagar una parte de los cientos de luces que resplandecían las veinticuatro horas. Seguro que ayudaría a solventar la crisis financiera del Servicio Nacional de Salud.

Richard estaba en la cama, aún conectado a las mismas máquinas que el día de su ingreso. De encontrarse camino a la recuperación, la tecnología que le mantenía con vida tendría que haber aminorado. Se le veía delgado y consumido, esquelético. Autumn se preguntó si su cuerpo conseguía alimentarse como era debido. No le visitaba desde la no boda de Lucy. Había pasado más de una semana hasta que se sintió con fuerzas para hacer frente a Richard y contarle la entrega de droga en la que había embaucado a su hermana. La ira era una emoción que a Autumn le disgustaba, pero nunca en su vida se había sentido tan furiosa con alguien como lo estaba con su hermano.

Aun así, con sólo mirarle una vez su indignación se apagó y lo único que sintió fue lástima. Exhaló un suspiro de tristeza. El canalla desvergonzado y encantador que una vez fuera había desaparecido. Tenía el cutis pálido y moteado; el pelo, grasiento. Con cada aliento jadeante sus pulmones emitían pitidos en señal de protesta. Cada vez que respiraba daba la impresión de que sería la última. Se preguntó si algunos de los chicos del programa ¡DÉJALO! enmendarían su conducta si pudieran ver los abismos a los que la adicción de Richard le había arrastrado. Su historia servía de ejemplo contra el abuso de las drogas de cualquier tipo.

Autumn agarró la mano de Addison y él le dio un apretón. Mientras se aproximaban a la cama, su hermano abrió los ojos. Daba la sensación de que se esforzaba por enfocar la vista. Los ojos que tiempo atrás habían brillado tanto, rebosantes de picardía y confianza, ahora estaban oscuros y hundidos en las cuencas. Era terrible verle así.

–Hermanita -dijo con voz ronca-. Pensé que te habías olvidado de mí -no había amargura en sus palabras, sino una inmensa tristeza y soledad. Autumn se sintió fatal por no haber acudido antes.

–Necesitaba tiempo para asimilar algunas cosas -repuso ella con sinceridad mientras se sentaba en la silla de plástico situada junto a la cama.

–¿Todo bien, colega? – dijo Addison tomando asiento al lado de Autumn.

–Mejor que nunca -respondió Richard sin acritud.

–Tienes buen aspecto -mintió Autumn.

–Y una mierda -murmuró él-. Los dos sabemos que no es verdad.

Autumn no tuvo fuerzas para llevarle la contraria.

–Traemos noticias -dijo con forzada alegría al tiempo que se giraba hacia Addison en busca de apoyo.

–No me lo digas -repuso su hermano-. Vais a casaros.

Autumn se echó a reír.

–¿Cómo lo sabes?

–Porque nunca os he visto tan contentos -trató de levantar la cabeza de la almohada, pero no lo consiguió-. Me alegro por ti. Por los dos.

–Me preocupaba cómo te lo ibas a tomar -confesó Autumn.

–¿Tan cabrón soy? – espetó Richard. Entonces, como respuesta a su propia pregunta, añadió-: Sí, me figuro que sí.

–Aún no hemos fijado una fecha para la boda.

–Más vale que sea pronto; si no, puede que no esté para verla.

–No hables así -le amonestó su hermana-. Te recuperarás. Sólo es cuestión de tiempo.

–Lo que no me queda es tiempo, hermanita -una lágrima se deslizó entre sus pestañas-. Ahora que sois almas gemelas, supongo que le habrás hablado a Addison del favor que me hiciste.

–Lo sabe todo -respondió Autumn-. Entre nosotros no hay secretos -lanzó a su novio una mirada de afecto.

–¿Queréis hablar a solas? – preguntó Addison-. Puedo salir un momento a tomar una taza de ese café repugnante de los hospitales.

Richard sacudió la cabeza con lentitud.

–Quédate. Ahora eres de la familia.

Addison volvió a ocupar su silla.

Richard dijo:

–Me imagino que todo salió bien.

–Sí -respondió Autumn-. No hubo ningún problema con la entrega. Pero antes llamé a la policía y los arrestaron justo después del intercambio.

Richard trató de encogerse de hombros, aunque no lo consiguió.

–Ya da igual -dijo-. No van a venir a buscarme aquí.

–Me entregaron una bolsa con dinero.

Su hermano se mostró sorprendido.

–¿De veras?

–Es mucho, Rich.

–Nunca pensé que pagarían.

–Entonces, ¿es tuyo?

–Sí -admitió él-. Digamos que son mis ganancias ilícitas.

–No voy a devolvértelo -declaró Autumn-. Cuando salgas de aquí, quiero que te rehabilites. Que seas un hombre legal. Basta de drogas. Basta de relacionarte con matones. Te ayudaré todo lo que pueda. Lo sabes.

Richard alargó el brazo para cogerle de la mano y ella le dio un apretón.

–Siempre me has ayudado.

–Quiero utilizar el dinero para echar una mano a los chicos del Centro -dijo.

Las máquinas a las que su hermano estaba enchufado volvieron a sisear, pitar y borbotear.

–Seamos realistas. No voy a salir de aquí con vida -dijo él. Sus ojos cansados, opacos, examinaron el ambiente frío y aséptico-. Utiliza el dinero para lo que quieras. Me gusta la idea de que algo positivo resulte de todo esto. Haz una de tus buenas obras.

Autumn empezó a llorar.

–Gracias, Rich -le besó en la mejilla. Su piel desprendía un olor a acetona, a enfermedad, a muerte.

–¿Ves? – dijo él con una ligera risa que le provocó dolorosos espasmos-. Al fin y al cabo, no soy tan cabrón.

–Escúchame bien -dijo ella-, vas a cambiar la vida de, por lo menos, una chica joven -Autumn se giró hacia Addison con una sonrisa radiante-. Tasmin tendrá su puesto de joyas en Camden Market.

Capítulo 90

Cuando regresó a casa del supermercado, la carta estaba sobre el felpudo. Era de la compañía de seguros, y la había estado temiendo desde hacía semanas.

Nadia la recogió y la llevó, junto con las bolsas llenas de comestibles, hasta la cocina. Después de arrojar las compras sobre la encimera, contempló el sobre un buen rato. Se encontraba incapaz de soportar otra mala noticia. Aun así, rehuir la realidad no le iba a facilitar las cosas.

Lewis estaría en la guardería hasta el mediodía, por lo que tenía por delante una hora a solas hasta que fuera a buscarle. Se tomó un tiempo para preparar una taza de café y colocar cuidadosamente en un plato tres galletas Hob-Nobs cubiertas de chocolate, retrasando unos minutos más el temido momento.

Dio un sorbo de café y mordió una de las galletas mientras clavaba la vista en el sobre, colocado en posición vertical sobre el bote de Nescafé. Luego, cuando no pudo aguantar más el suspense, abrió la carta con un cuchillo. Empezaba con: «Nos es grato comunicarle…». Tenía que ser algo bueno, reflexionó. Examinó el resto del escrito lo más deprisa posible. La hoja se agitaba mientras sus manos, temblorosas, se esforzaban por mantenerla firme.

Decía que el juez de instrucción norteamericano se disponía a emitir un veredicto de muerte accidental. Tres de los policías que estaban de servicio en la azotea del edificio Stratosphere aquella fatídica noche habían presenciado la muerte de su marido. Y los tres albergaban dudas acerca de si Toby se había soltado de la barandilla de seguridad deliberadamente o si trataba de regresar a terreno seguro y, por accidente, había resbalado, encontrando así la muerte. Dado que no existían pruebas concluyentes que demostraran un suicidio, las autoridades iban a otorgar a Toby el beneficio de la duda.

Nadia sintió que se le encogían las tripas. ¿Podía también ella otorgarle a su marido el beneficio de la duda? Si cerraba los ojos, volvía a sentir en la piel el cálido aire del desierto, veía el terror en el rostro de Toby mientras caía en picado hacia atrás, alejándose de ella y derecho a una muerte segura. ¿De veras tenía la intención de quitarse la vida, o acaso en algún momento había contemplado la posibilidad de volver a saltar por aquella barandilla con la esperanza de enmendar las cosas, sabiendo que a ambos aún les quedaba su matrimonio? Se preguntó qué le habría pasado por la cabeza. ¿Había estado decidido a suicidarse, o no era más que un lastimoso grito de ayuda? El hecho de que nunca llegaría a saber la verdad iba a perseguirla durante el resto de su vida.

La carta continuaba diciendo que si, en efecto, aquél resultaba ser el veredicto del juez, Nadia tendría derecho a recibir el dinero correspondiente al seguro de vida de Toby, una suma que ascendía a cerca de cien mil libras esterlinas. ¡Cien mil libras! Las palabras se volvieron borrosas y la cifra le golpeaba el cerebro mientras una oleada de alivio le recorría el cuerpo. Sintió que ya era hora de que algo le saliera bien. Se frotó la cara con las manos al tiempo que trataba de asimilar la noticia. Confiaba con toda su alma que la valoración inicial de la compañía de seguros fuera correcta. No iban a poner por escrito semejante información a menos que estuvieran seguros del resultado final. No le harían albergar esperanzas para frustrarlas a continuación, ¿verdad? Con cien mil libras en el banco podía cancelar la deuda que tenía con Chantal, y acaso reducir la hipoteca hasta un límite al que pudiera hacer frente -dando por sentado, eso sí, que alguien quisiera contratar a una mujer como ella, madre a tiempo completo durante los últimos cuatro años. Sus aptitudes profesionales podrían estar un tanto oxidadas y sus trajes de chaqueta, algo apretados por la cintura; pero, con un poco de suerte, alguna persona se daría cuenta de que aún tenía mucho que ofrecer.

La compañía de tarjetas de crédito todavía la perseguía por las deudas que Toby había contraído en las páginas web de apuestas y en los casinos de Las Vegas. La cantidad ascendía a más de ciento treinta mil libras, con intereses que se iban acumulando con el paso de los meses. Su abogada seguía convencida de que podían llegar a un acuerdo por el que Nadia sólo devolvería una parte de la importante deuda, o bien que algunas de las compañías de crédito acabarían por descubrir que tenían un corazón de oro y cancelarían la deuda por completo. Los periódicos nacionales seguían muy de cerca el desarrollo de los acontecimientos, lo que podría ser de ayuda. Las compañías implicadas se mostrarían reticentes a la hora de dar una mala imagen en la prensa.

Nadia estaba decidida a proporcionar a Lewis un ambiente familiar estable. En los últimos tiempos su hijo había tenido que soportar situaciones excesivas para su edad. Quería que el niño disfrutara de una vida feliz, y haría todo lo que estuviera en su mano para conseguirlo.

Aquella misma tarde Autumn iba a cuidarle mientras Nadia acudía a una entrevista de trabajo. Se le hacía un nudo en el estómago sólo de pensarlo. Era una buena oferta de empleo: comercial de publicidad para un portal de televisión local que acababa de inaugurarse. Podía hacerlo, estaba convencida. Únicamente necesitaba una oportunidad para demostrarlo.

Partió en dos la última galleta y se la comió, disfrutando del sabor del chocolate. Se rodeó el cuerpo con los brazos y apretó con fuerza. Pasara lo que pasase, había llegado el momento de mirar hacia el futuro.

Capítulo 91

–Si pudieras soltar esa chocolatina un momento, me podrías ayudar con estas cajas -dice Crush.

–Sí, claro -sólo me estaba tomando una Mars a modo de celebración; en fin, no lo puedo evitar.

Mientras observo cómo Aiden forcejea con una pila de CD y DVD soy incapaz de reprimir una sonrisa; y no porque esté forcejeando, sino porque está aquí, conmigo. Es la primera vez que comparto piso de forma definitiva; al menos, con una persona con quien mantenga una relación, y una oleada de alegría me recorre el cuerpo cuando pienso que es verdad, que se acaba de mudar a vivir conmigo.

–Tengo una idea mejor -digo yo-. ¿Por qué no dejas esa caja en el suelo, enciendo el hervidor de agua y compartimos un poco de chocolate?

Suelta la caja de inmediato y se deja caer sobre la alfombra.

–Eres de esa clase de mujeres a las que no se les puede decir que no.

Le acaricio la mejilla.

–Pareces agotado.

–Es que llevo cargando cajas de un lado a otro desde el amanecer -me informa, como si yo no lo supiera. Un amigo le ha prestado una furgoneta para trasladar sus cosas y tiene que devolverla a las cuatro de la tarde. Me dedica una amplia sonrisa-. Es un trabajo agotador. De un momento a otro voy a tener que tumbarme y quitarme la ropa.

–No te muevas de aquí -plantando un beso en la nariz de mi novio, me voy abriendo camino entre la montaña de cajas que invade mi cuarto de estar y me dirijo a la cocina. No sabía que los hombres tuvieran tantas pertenencias. Hay ropa, revistas y aparatos por doquier, y juro que Aiden Holby tiene más productos de aseo que yo misma. Me encanta la idea de pelearme con él para mirarnos en el espejo del cuarto de baño. Aunque confío en que no acapare la ducha, como hacía Marcus. Cuando mi ex novio por fin terminaba, nunca me quedaba agua caliente. Lo cual dice muchas cosas sobre nuestra relación, me parece a mí. Crush nunca me dejaría con las sobras casi frías.

El recuerdo de Marcus clava un alfiler en mi burbuja de felicidad. Esta mañana he recibido una postal que me ha enviado. Lleva matasellos de Mauricio y muestra un hermoso paraíso tropical, ideal para parejas enamoradas en luna de miel. Lo único que está escrito, con la estilizada letra de Marcus, es: «Ojalá estuvieras aquí», y abajo hay dos solitarios besos representados con las correspondientes «X». Siento lástima de él y me pregunto si habrá viajado solo. De ser así, sólo él tiene la culpa. De todas formas, no puedo evitar un suspiro.

–¿Dónde está ese té, preciosa? – grita Crush desde el salón-. Pensaba que ibas a volver corriendo a tumbarte conmigo en la alfombra.

Sonriendo, contesto también a gritos:

–¡Ya voy!

Vuelvo a mirar la postal y, con suma lentitud y cuidado, la rompo en pedazos muy pequeños y la tiro a la basura.

–¿Qué es eso? – pregunta Crush desde el umbral de la puerta, a mis espaldas.

–Nada importante -respondo.

–¿Sabes que te quiero mucho? – dice.

–Sí -y es verdad. Por primera vez en mi vida sé lo que se siente al amar a una persona y ser correspondida sincera y abiertamente-. No irás a volverte raro ahora que te has instalado en mi casa, ¿verdad? – digo yo.

–No, preciosa -me pasa el brazo por los hombros y me atrae hacia él-. Siempre que me suministres grandes cantidades de chocolate y de té, todo irá a la perfección.

Capítulo 92

–A ver, ¿cuándo vamos a ponernos a dieta? – en la actualidad, por encima de la cinturilla de los pantalones luzco unos michelines considerables. La visión no es placentera, la verdad.

–Yo sigo comiendo por dos -comenta Chantal-. El único antojo que tengo es el chocolate; cada vez me apetece más -esboza una sonrisa bobalicona-. ¿No es fantástico?

Cuando me quede embarazada, seguro que tendré la mala suerte de sentir rechazo al chocolate y no se me antojará más que el carbón empapado en aceite de oliva o las natillas frías cubiertas de queso gorgonzola. La sola idea me espanta. Puede que tenga que plantearme no tener hijos jamás.

–No pienso preocuparme en recuperar la línea hasta mucho después de haber dado a luz -Chantal se acaricia el vientre con afecto-. Mientras tanto, ¡que sigan las calorías! – para demostrarlo, se zampa otro praliné con entusiasmo.

Menudas son las embarazadas. Ojalá yo también esperara un bebé; me daría atracones como un cerdo. Pero sólo de chocolate.

–Yo no tengo que ponerme a régimen; no he engordado ni una pizca -dice Autumn con tono recatado.

Me parece que también voy a coger manía a las vegetarianas.

–Pues yo he adelgazado -señala Nadia.

–Ah -mi ánimo decae al comprobar que he perdido a mi única posible aliada. Por lo que se ve, sólo yo voy a tener que tomar ensaladas libres de grasa a partir de ahora. En fin. Pero un atracón final antes del sacrificio no me va a perjudicar, digo yo. No. Desde luego que no. De hecho, negarle al organismo lo que más desea es perjudicial. Está demostrado científicamente. Seguro que lo he leído en algún sitio. Y mi organismo, en concreto, desea derivados del cacao con mucha frecuencia. Por el momento, las magdalenas con tropezones de chocolate que prepara Clive son el tratamiento ideal para Lucy Lombard.

–¿De qué preferiríais prescindir? – les pregunto-. ¿De la comida o del chocolate?

–De la comida -responde Nadia sin pensarlo mucho-. El día que tomando lechuga tenga un orgasmo, puede que cambie de parecer.

No puedo estar más de acuerdo con mi amiga.

–Y decidme, ¿qué dejaríais antes, el sexo o el chocolate?

–He perdido el gusto por el sexo -admite Chantal, y las demás damos un ligero respingo-. Muy gracioso, sí -comenta ante nuestra reacción-. Pero resulta que Ted se ha vuelto insaciable. Irónico, ¿verdad? – se acaricia el vientre con cariño-. No sé qué hacer con esto. ¿Dónde lo pongo? Aun así, Ted encuentra irresistible el tipo de las embarazadas.

–A algunos hombres les pasa -nos informa Nadia, la única del grupo con experiencia al respecto-. A Toby le encantaba cuando estaba embarazada -los ojos se le llenan de lágrimas momentáneamente.

–El problema es cuando tienes el tipo de embarazada pero no lo estás -me paso la mano por la tripa y, una vez más, el momento de tristeza queda interrumpido por nuestras carcajadas-. A muy pocas personas les gusta eso -aunque estoy convencida de que abundan las páginas web dedicadas a quienes sí les gusta.

–Pues yo empiezo a aficionarme al sexo -confiesa Autumn mientras las mejillas se le ponen como la grana-. No entiendo cómo he tardado tanto. Addison es un amante fabuloso.

–Querida mía, eso es lo que suele llamarse «exceso de información» -le digo. Addison está influyendo mucho en Autumn. Hoy mismo nuestra amiga se ha presentado llevando licra, en vez de ir vestida de algodón arrugado de la cabeza a los pies. Un avance, desde luego. Habrá que seguir al tanto. Dentro de poco empezará a comer sándwiches de beicon, llevará zapatos de piel y votará al Partido Conservador, estoy convencida.

–Nadia, ¿sexo o chocolate?

–Sexo -responde Nadia mientras frunce los labios con ademán pensativo. La pregunta es complicada-. Chocolate. Sexo. Chocolate. Sexo, está claro. No. Chocolate -asiente con decisión mientras mastica el guirlache de cacahuetes cubierto de chocolate que Clive nos ha dado a probar a modo de experimento-. Por el momento, me quedo con el chocolate, aunque me encantaría poder elegir.

–Si Jacob va a tu casa a levantar objetos pesados, como te ha prometido, puede que no tengas que esperar demasiado -bromeo yo. Clavando las pupilas en Chantal, añado-: He oído que es bueno en ese terreno.

–Es sensacional -responde Chantal, sin alterarse en lo más mínimo-. Soy la única que lo sabe de primera mano.

–Eres la única que podías pagarle, querrás decir -replico yo.

–En serio, Nadia -dice Chantal-. Los hay peores. Si Jacob se ofrece a ir a tu casa a practicar bricolaje, no se lo impidas.

–Es encantador -responde Nadia-, pero es demasiado pronto para pensar en esas cosas. Pasará mucho tiempo antes de que pueda ni siquiera mirar a otro hombre.

–De momento, no renuncies al chocolate -mascullo con la boca llena-. Nunca te falla.

–Y tú, Lucy, ¿de qué prescindirías antes? – me pregunta Nadia, deseosa de dejar de ser el centro de la conversación-. ¿De Crush o del chocolate?

–Del chocolate -respondo con firmeza, como si no existiera otra respuesta.

–No me digas más: lo tuyo sí que es amor -responde ella. Autumn y Chantal se echan a reír.

–Por supuesto que sí -tiene toda la razón. Hay cosas en la vida de las que preferirías no tener que prescindir, como el chocolate, por ejemplo; pero sabes que, a la hora de la verdad, podrías hacerlo. Hay otras cosas que son tan imprescindibles como el aire que respiras. Sonrío para mis adentros. Aiden Holby se encuentra entre las imprescindibles. Aunque me encantaría seguir contando con el chocolate, claro está.

En la cafetería reina la calma y por los altavoces suena una apacible melodía de jazz que nos tranquiliza el ánimo. Cuando se produce una pausa en la llegada de clientes, Clive se quita el delantal y, acercándose a nuestra mesa, toma asiento en el sofá al lado de Nadia.

–¿Cómo están mis chicas?

–Muy bien -respondemos al unísono.

–Y a vosotros, ¿cómo os va? – le pregunto yo.

–No del todo mal -responde con cierta vacilación-. Hemos hecho las paces. Tratamos de llevarnos bien, de poner las cosas en claro.

–Me alegro -por lo que se ve, Clive no va a beneficiarse de cortes de pelo gratuitos y Darren se va a perder un chocolate de primera. Así es la vida.

–Hay algo que queremos pedirte -en ese mismo instante, Tristan sale de la trastienda con una botella de vodka con sabor a chocolate y varios vasos de chupito.

–Ah, qué bien -exclama Nadia con entusiasmo.

–¿No es un poco temprano para tomar vodka? Todavía no se ha puesto el sol -le digo a los chicos.

–No hay sol porque estamos en febrero -señala Clive-. Así que da igual.

–Con un poco de suerte, acabaremos brindando -interviene Tristan.

Me siento intrigada.

–Muy bien, pues vodka para todos -respondo.

Chantal levanta una mano.

–Para mí no. Sí, ya está la embarazada aguando la fiesta.

–Iré a buscar un batido de chocolate -dice Tristan, y regresa al mostrador a preparárselo.

–Y trae un poco más de ese guirlache de cacahuetes cubierto de chocolate -dice Nadia elevando la voz.

Cuando Tristan vuelve a la mesa, Clive hace el anuncio.

–Estamos pensando en irnos a Francia -lanza a su novio una tierna mirada-. No hemos tenido unas vacaciones como Dios manda desde que abrimos el local. Aunque nos gusta el negocio, estamos agotados y creemos que necesitamos un tiempo a solas.

–Magnífica idea -comento yo-. Brindo por eso -levanto mi vaso vacío con aire expectante.

Clive, amablemente, lo llena. Me bebo el vodka de un trago. Acto seguido, sirve a los demás y luego, otra vez a mí. Tristan y él intercambian una mirada inquieta.

–Verás, Lucy-dice-. Sabes que te adoramos…

–Pues claro -esbozo una sonrisa estúpida. El alcohol empieza a hacer efecto.

–Nos gustaría estar fuera un mes, puede que más.

Me encojo de hombros con aire alegre.

–Suena fabuloso.

Me sirve más vodka.

–Y nos gustaría que cuidaras de Chocolate Heaven mientras tanto.

–¿Yo?

–Sabemos lo mucho que te gusta y se nos ocurrió que el desafío te apetecería.

En efecto, sería un desafío.

–No sé nada sobre el chocolate -les recuerdo-, salvo comerlo en grandes cantidades.

–Te daremos un curso de choque antes de marcharnos -me promete Clive.

Un curso de choque.

–El término «choque» en relación conmigo no augura nada bueno -les advierto.

–Lo harás estupendamente -asegura Tristan-. Los clientes se quedarán encantados. No podríamos dejar el negocio en mejores manos.

–No sé -digo yo con tono vacilante-. La última vez que me ofrecí a ayudaros os preocupaba la idea de que me comiera todas las existencias.

–Hemos cambiado de opinión -asegura Clive-. Puedes hacerlo. Estamos convencidos.

Es decir, que están desesperados. ¿Y si, en efecto, me zampo todos sus beneficios y cuando vuelvan se han quedado sin negocio? Es una posibilidad evidente.

–Acepta -me apremia Chantal-. No tienes nada que perder.

–Vamos -dice Nadia-. Es el trabajo de tus sueños.

Tiene razón. Es lo que he deseado toda mi vida.

–Tienes un don innato -añade Autumn.

Observo que Clive y Tristan contienen el aliento.

–Chicos, será un grave sabotaje contra mi dieta de adelgazamiento.

Ambos ahogan un grito y Clive pregunta:

–¿Quieres decir que aceptas?

Esbozo una amplia sonrisa.

–Claro que sí.

Clive da un puñetazo en el aire.

–¡Bieeeen!

Los chicos se abrazan, encantados. Luego me abrazan a mí y me cubren de besos. Confiemos en que sigan sintiendo lo mismo dentro de unos meses. Necesito más vodka.

La puerta se abre y entra Crush al tiempo que Clive y Tristan se apartan de mí.

–Supuse que te encontraría aquí, preciosa.

–Tengo un trabajo nuevo -anuncio con tono alegre.

–¿Ah, sí? – dice él-. ¿Y cómo va a arreglárselas sin ti la dirección de Targa?

–Bastante bien, diría yo -respondo.

–Seré yo quien lo juzgue -dice mientras me abraza y me besa con ternura.

–¿No quieres saber en qué consiste mi trabajo fabuloso?

–Ahora resulta que el trabajo es fabuloso, ¿no?

–Sí, lo es -dedico una amplia sonrisa a Clive y a Tristan. Aún no hemos hablado de los términos, condiciones, sueldo, ni nada parecido; aunque ya conozco los beneficios que el puesto acarrea. Sea cual sea el trato, sé que voy a estar en mi elemento. Conseguiré ponerme a la altura; no creo que me resulte demasiado difícil-. Voy a estar al cargo de la cafetería mientras Clive y Tristan se van de viaje.

–Por lo que se ve, vas a estar en el paraíso.

–Exacto. En Chocolate Heaven, el paraíso del chocolate.

Tristan va a buscar un vaso para Crush y le sirve un chupito de vodka.

–Por Lucy -dice Clive.

Mis amigos y mi amante responden al unísono:

–¡Por Lucy!

Noto un nudo en la garganta. ¿Qué haría yo sin estas personas que tanto me quieren? Me siento privilegiada: tengo todo lo mejor que la vida puede ofrecer. Levanto mi vaso.

–Por los buenos amigos, un novio fabuloso y un chocolate de primera.

¿Qué más se puede pedir?

* * *

This file was created with BookDesigner program

bookdesigner@the-ebook.org

05/03/2010

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/