EN LOS SANATORIOS DEL SUR LOS TRABAJADORES RESPONSABLES

Al lado de la estación de Mineralovodsk hay un pabelloncito con cinco o seis grandes habitaciones en las que se alinean hasta cuarenta o cincuenta camas. Es el alojamiento de los viajeros de esta línea, en la que hay cruces importantes que a veces obligan a una detención aquí de ocho o diez horas. Este evacopunt de la estación de Mineralovodsk es uno de los lugares más característicos de la nueva vida impuesta en Rusia por el comunismo.

Todos los viajeros del Sur de Rusia, incluso los de las líneas aéreas, han de hacer noche en este evacopunt, que es exactamente como el dormitorio de un cuartel o un hospital. Limpio, sí, pero descuidado, inconfortable, con ese ambiente desagradable de las cárceles, los cuarteles, los monasterios o los hospitales, que por muy modernos e higiénicos que sean dan siempre la sensación insufrible de la manada humana. Es lo peor del comunismo. Para soportarlo será preciso dotar a la gente de una nueva sensibilidad.

Yo creo que esta gente la tiene ya. El pudor de la intimidad, el escamoteo que de sus necesidades elementales y de su vida privada hace el hombre civilizado en relación con sus semejantes, no existe aquí. La vida en la Rusia comunista se hace auténticamente en común, en comunidad, y el hombre convive con el hombre tan íntimamente que no hay repliegue de su personalidad ni movimiento o necesidad fisiológica que se oculte a los ojos de los demás. Esta vida en común acaso aproxima más a los hombres, tal vez sirve para destruir ese falso sentido de la personalidad que se tiene estando encerrado en la celdita hermética del hogar; pero para llegar a esto, ya digo, hace falta una sensibilidad distinta de la que hoy tienen las masas burguesas.

Mostrar a los semejantes el fondo de animalidad neta que hay en la vida del hombre es, para nosotros, hasta ahora, un pecado de lesa civilización. Para el comunista, no.

Esta noche, en el evacopunt de la estación de Mineralovodsk, yo he estado observando atentamente cómo los tipos más extraños a mí venían a cobijarse bajo el mismo techo que yo y en la misma penumbra de la habitación destapaban su intimidad y me hacían partícipe de ella. Indudablemente, el hombre que se abandona al sueño junto a mí, y el que pasa la noche en vela a mi lado mostrándome sin rebozo la inquietud de su espíritu, y el que sueña en voz alta sus quimeras, y el que cuenta su pesadilla, y el que se queja de sus males, y el que ronca plácidamente, y el que por la mañana ofrece el espectáculo de sus abluciones, y el que no se abluciona, y el que exhibe la pobreza de sus ropas interiores en contraste con su testa magnífica, y el que al levantarse reza, y el que gruñe, y el que maldice, y el que canta están, en definitiva, en un contacto más humano conmigo que toda esa gente burguesa en cuya intimidad no se puede penetrar nunca ni por un resquicio, aunque pase años y años a nuestro lado sin más separación que un delgado tabique.

Teóricamente, la diferencia del concepto de la vida que tienen el burgués y el comunista estriba en que uno cree que hay una parte de humanidad que es pecado exhibir, y el otro considera que todo lo humano debe mostrarse sin hipocresías. El burgués se avergüenza de ser como es, y ahorra a sus semejantes el espectáculo de su parte impura; considera que hay un sector de su existencia que es perfectamente vitando, y lo oculta. El comunista, por el contrario, no tiene vergüenza de nada. Así es el hombre y así debe manifestarse.

Hay que admitir que el hombre es mejor cuanto más desnudo está. Yo creo que la humanidad no será absolutamente humana mientras no saque a la luz del día ese fondo turbio, inexplorado, cerrado bajo siete candados morales que hay en ella. Pero yo tengo todavía una sensibilidad exacerbada, un pudor de herencia inmediata, un arrastre de viejas supersticiones que me hace rechazar el contacto con el hombre tal como es, en estado de naturaleza.

En la Rusia comunista, uno se siente saturado de humanidad, ahíto de vaho humano. Y esto, aunque parezca extraño, son muy pocos los hombres de nuestro tiempo capaces de soportarlo.

Todos esos tipos de intelectuales, artistoides, platónicos amantes de la humanidad que en Occidente sienten veleidades comunistas se horrorizarían si vieran de cerca lo que es la vida comunista. Y no lo digo en daño del comunismo, sino de ellos.

He pasado varios días recorriendo la zona de sanatorios del Estado en el Cáucaso. Hay, sobre todo, un grupo de estaciones termales consagradas exclusivamente al descanso y curación de los trabajadores que revela un aspecto interesantísimo de la vida actual en Rusia.

Las principales estaciones sanitarias de esta zona son Zheleznovodsk, Piatigorsk, Beshtau, Kislovodsk y Mineralovodsk, pueblos dotados de famosos manantiales de aguas minerales con virtudes curativas para muy diversas enfermedades. Esta zona era una de las preferidas por la burguesía y la aristocracia, y en ella se han levantado magníficas quintas de recreo, hoteles y balnearios. Era éste el lugar donde las gentes acomodadas de Moscú y San Petersburgo venían a descansar y a reponer su salud.

El Gobierno soviético, apenas terminada la guerra civil, se incautó de todas esas posesiones particulares y las transformó en sanatorios para la clase trabajadora. Aparte los grandes establecimientos termales, que no han hecho más que cambiar de huéspedes, hay muchos centenares de fincas particulares que han sido transformadas en casa de reposo para los obreros. En ellas siguen incluso los mismos criados del antiguo barine que hoy prestan sus servicios al tobarich carpintero, minero o albañil que el Gobierno de Moscú les manda. Como había millares de estas fincas, y donde antes vivía un solo señor hoy se acomodan holgadamente veinte o treinta trabajadores, que cada dos o tres meses se renuevan, la cifra de obreros que gozan de esta asistencia social es realmente considerable.

El régimen que se sigue para la concesión de plazas en los sanatorios del Estado es simplicísimo. Basta acreditar que se pertenece a la clase trabajadora y poseer un certificado médico afirmando que se está necesitado del régimen de reposo en un sanatorio. Los comunistas tienen un concepto más humano que el nuestro sobre la salud de los trabajadores. Todo hombre que trabaja está en un estado patológico, padece por lo menos la intoxicación por la fatiga del esfuerzo que realiza y tiene derecho cada año a una temporada de quietud y restauración fisiológica. Así, pues, la concesión de plazas en los sanatorios no está limitada más que por la capacidad de éstos, que, como ya decimos, es considerable.

Desde el momento en que el hombre ha obtenido plaza como enfermo, el Gobierno se incauta de él y le procura todo lo necesario. Desde el viaje hasta la alimentación, la asistencia facultativa e incluso el vestido. Durante esos meses que el obrero pasa en el sanatorio no ha de tener preocupaciones de ninguna clase.

El espectáculo que ofrecen estas estaciones termales tomadas por la clase trabajadora es curiosísimo. Los agüitas se entregan a las curas impuestas por prescripción facultativa con el mismo fervor y la misma liturgia que los burgueses de Vichy, Mondariz o La Toja. Tienen, además, para alegrar el tedio de la vida balnearia, los antiguos kursales, convertidos hoy en salas de conciertos sinfónicos, porque una de las cosas más características del comunismo puro —es decir, del comunismo de provincias, no el de Moscú— es la implacable supresión de toda frivolidad. Nada de bailarinas, ni de cupletistas, ni de prestidigitadores, ni de números cómicos. Música sinfónica a todo pasto y agua mineral.

Los efectos del régimen de reposo en esta pobre gente que ha estado trabajando toda su vida en el pozo de una mina o en la sordidez de un taller sin aire y sin luz son emocionantes. Los domingos se les ve salir de excursión por los pintorescos alrededores de los sanatorios, llenos de júbilo y orgullo, con una graciosa petulancia de burgueses, de nuevos ricos. Sobre todo, el atavío de estas pobres mujeres, que tanto han sufrido con la revolución, es, en los días de fiesta, conmovedor. Quieren ser graciosas y gentiles y se prenden ingenuamente unos chales de colores y unas pamelas con flores contrahechas que son un prodigio de mal gusto e insensatez. Pero, en fin, ellas estaban viviendo una vida triste en el fondo de las fábricas y los hogares y ahora se sienten felices triscando libremente por los campos.

Esto de la coquetería femenina es, sin embargo, una supervivencia burguesa. La comunista auténtica no se atavía más que con su propia belleza. La moral comunista —que para los burgueses no es más que una deliciosa o terrible inmoralidad— les permite exhibirse con la falda por el muslo, el pecho, la espalda y los brazos absolutamente desnudos. En cuestión de moralidad, el comunismo no prescribe más que lo que cuesta dinero.

Lo curioso es que las jóvenes que no han sido mujeres más que dentro del régimen comunista no sienten la necesidad del atavío ni tienen más coquetería que la de su desnudez. En cambio, las mujeres de treinta a cuarenta años, las que han conocido la feminidad en el viejo régimen, por muy comunistas que sean, no desechan del todo las viejas galas burguesas y se sienten felices luciendo sus cintas de seda, sus pañuelos bordados y sus flores de trapo.

Por entre esa gran masa trabajadora que llena los sanatorios del Estado, se deslizan desde hace dos o tres años algunos tipos de burgueses que tímidamente vuelven a los viejos lugares de placer y sosiego creados y sostenidos otro tiempo por ellos. Esta pobre gente burguesa que viene a las estaciones termales con sus propios recursos económicos padece aquí, como en toda Rusia, las consecuencias de un régimen fraguado precisamente en su contra. Todo lo que el trabajador tiene absolutamente gratis, no lo consigue el nepman o el kulak más que a precios exorbitantes y a costa de enormes dificultades. El alojamiento, la manutención, el transporte, la asistencia facultativa, el agua medicinal, las diversiones, todo es objeto de una explotación fabulosa para el que no pertenece a la clase trabajadora. No se concibe cómo en este régimen de implacable desigualdad hay gente todavía aferrada a sus aspiraciones burguesas.

La posición del comunista ante el burgués es indeclinable. Que pague, que sufra, que reviente. Podrán los comunistas, si los necesitan, pactar con los burgueses, aprovecharse de sus virtudes, utilizarlos para el desempeño de esas funciones en las que estaba educada la burguesía capitalista, pero siempre, en todo momento, la vida de Rusia, tal como está organizada por los bolcheviques, se encamina a la extirpación del burgués.

Cuando no se conoce la vida de Rusia ni se ha visto de cerca la acción personal de los hombres que mantiene el régimen comunista, extraña un poco la frecuencia con que estos hombres, «los trabajadores responsables», como aquí se llama a los que nosotros llamamos políticos, se inutilizan, fracasan físicamente, se rompen. El caso de Trotsky, el de Yeryinsky y los de tantos otros que súbitamente desaparecen de la primera fila del Gobierno soviético y caen por el escotillón de los sanatorios del Cáucaso o los Urales autorizan a pensar que son tipos inferiores al tipo medio del gobernante de Occidente, capaz de mantener durante toda su vida una acción persistente e igual encaminada a la perduración de sus ideales.

Esta fragilidad de los directores del comunismo les hace aparecer como gente sin consistencia, tipos de neurasténicos, delirantes que en un momento dado se imponen por una especie de sugestión mesiánica que ejercen sobre las masas y otras veces se imponen por el terror, pero a fin de cuentas caen deshechos, arrollados por la corriente de la vida más fuerte que sus utopías.

En los días que he estado recorriendo los sanatorios del Cáucaso he visto la ruina fisiológica que son muchos de los edificadores del socialismo. Efectivamente, pocos son los trabajadores responsables que no tienen que venir a estos sanatorios durante alguna temporada para reparar sus fuerzas. El desgaste que la labor gubernamental produce hoy en Rusia, no hay fortaleza humana capaz de resistirlo.

Yo he visto en esos sanatorios a muchos directores del comunismo, jefes del Ejército Rojo, presidentes de soviets, directores de sindicatos, burócratas de los comisariados, gente de todos los sectores gubernamentales que llegaban aquí extenuados, hechos polvo por el trabajo sobrehumano que en sus puestos se ven obligados a realizar. No hay idea en España de cómo trabaja esta gente.

Téngase en cuenta que el comunista militante no desempeña la función que le esté encomendada de una manera normal y con el esfuerzo ordinario que todo trabajo exige, sino en un estado de sobreexcitación impuesto por las dificultades con que en cada momento ha de tropezar, y que tiene que vencer poniendo en juego toda su resistencia física y todas las potencias de su alma. En Rusia, la corriente de la vida, del curso de los hechos, no es comunista. El comunismo es absolutamente extraño a la manera de ser del pueblo ruso, y para imponerlo, para dar a toda la vida rusa un ritmo nuevo y un tono distinto, estos hombres que se han apoderado del país llevan ya once años haciendo el esfuerzo más formidable que se conoce.

En la Rusia zarista, como en la de ahora y la de siempre, los acontecimientos no tienen ese desenvolvimiento normal que hay en Occidente. Hay en Rusia un arrastre de razas distintas de la nuestra que da a la vida un sentido incomprensible para nosotros. El comunismo, que es una creación occidental, se encuentra con esa barrera infranqueable, y los hombres que luchan por introducirlo tienen que hacer cada día, cada hora, un esfuerzo que está por encima de las posibilidades humanas.

Piénsese en lo insignificante que es la minoría comunista en cuanto a número y parecerá maravilloso que haya sido capaz de provocar y mantener, no ya la revolución social, sino la revolución moral que ha llevado al fondo del alma rusa.

Por eso, estos hombres, que durante un periodo de tiempo se entregan furiosamente al trabajo revolucionario, caen un día extenuados, como muñecos a los que se les ha acabado la cuerda.

Hago estas consideraciones en la terraza de un hotelito de los pintorescos alrededores de Kislavodks, que debió de ser la finca de recreo de algún aristócrata zarista y hoy ha sido convertido en sanatorio para trabajadores responsables, ante una cama de campaña en la que yace insensible a todo cuanto le rodea una mujer, de unos cuarenta años, el rostro trabajado por innumerables arrugas, los párpados caídos sobre el globo del ojo, muy destacado en la cuenca profunda, de color violeta, los brazos, delgados y negros, extendidos a lo largo del cuerpo.

—Esta mujer —me dicen— es una de las figuras más representativas del partido; es de esa gente de segunda fila, cuyos nombres no llegan al extranjero, que en realidad ha sido la que ha hecho la revolución. Esta mujer fue de las que tuvieron el famoso carné amarillo de prostituta en la época zarista para poder cursar libremente sus estudios y entregarse a la acción revolucionaria, estuvo después en la emigración, volvió a Rusia el diecisiete y tomó parte en la guerra civil, pero no desempeñando cargos burocráticos a retaguardia, sino echándose al campo como guerrillera al frente de una partida de campesinos adictos al comunismo, más por instinto de conservación, frente a las bandas feroces de Wrangel, Denikin y Kolchak, que por simpatía ideológica con los comunistas. Fueron estas gentes las que en realidad consolidaron el régimen soviético. Cuando éste se impuso, esta mujer no dio por terminada su tarea; fue entonces cuando comenzó la parte más dura, la edificación del comunismo, la reconstrucción económica, ese agotador trabajo cotidiano que se realiza en el seno de las cédulas, los soviets y los sindicatos. Este renacimiento de Rusia ha exigido un esfuerzo tan sobrehumano, tan heroico, que en él ha caído doblada sobre los pupitres tanta gente como en la guerra civil.

Esta mujer tiene, en efecto, el aspecto de un ser absolutamente terminado, extinto. Se ha dado por completo a la obra revolucionaria y sus pobres huesos se niegan ya a sostenerla.

Yo, que no soy comunista, quisiera saber qué fuerza ideológica hay actualmente en el mundo capaz de provocar un heroísmo semejante.