CAPÍTULO III
GUERRA Y REVOLUCIÓN
AMANECE el día frío y gris. Los pelotones de obreros y empleados reclutados en los sindicatos marchan silenciosos a las avanzadas. Los comisarios de guerra, agitadores comunistas casi todos, los arrastran con desesperadas y patéticas arengas. La vida está perdida de antemano. Los rebeldes, si entran en Madrid, les fusilarán irremisiblemente. Vale más morir luchando. Con esta convicción, se lanzan incesantemente a desafiar al enemigo aquellos hombres que jamás han combatido.
¿Pero dónde está el enemigo? Se sabe únicamente que las avanzadas leales están en las inmediaciones de Carabanchel Bajo, atrincheradas en unas casas próximas al término municipal de Madrid. Los pelotones de voluntarios, cada uno al mando de un oficial, se han ido concentrando en el interior de varias casas de la carretera de Carabanchel; allí se les han dado fusiles y municiones. Como las armas escasean, hay un pelotón de muchachos pertenecientes a las juventudes revolucionarias, entre quienes se han distribuido unos viejos fusiles italianos, largos como espingardas y perfectamente inútiles. Sirven solo para hacer ruido, pero se trata de dar ante todo el enemigo, la sensación de que Madrid está defendido por masas ingentes de luchadores. Uno de aquellos muchachos coge por burla el inútil fusil como si fuese una guitarra y tarareando un paso doble marcha a la cabeza de su pelotón en busca del enemigo. Los demás le imitan y aquel bizarro grupo avanza por la carretera a pecho descubierto como si fuese una alegre rondalla.
Desde unas casas que están al borde de la carretera parten los
primeros disparos del enemigo. Se hace un silencio súbito que corta
en seco la aturdida mascarada. Es un silencio tan denso, tan
inverosímil, que en un instante, el grupo y el paisaje entero toman
una extraña calidad espectral. El pelotón se disgrega y deja libre
el centro de la calle en el que retumba un morterazo seguido de las
rociadas de balas de una ametralladora. Pegados a las paredes o protegidos en las
jambas de las puertas, aquellos bisoños soldados aprenden a cargar
sus viejos fusiles y los disparan al azar apuntando al cielo por
encima de sus cabezas y sin ninguna esperanza de herir al invisible
adversario. Todavía intentan algunos seguir cantando. El himno de
guerra de la juventud revolucionaria brota en las gargantas de los
que creen aún que la guerra y la revolución se hacen cantando según
las estampas románticas. Un balazo en el pecho dobla lentamente
hacia el suelo a uno de los bravos muchachos. Los demás se refugian
en unas casas evacuadas, se parapetan en sus ventanas y comienzan a
disparar furiosamente sin saber adonde. El fuego, de una parte y de
otra, se intensifica. El enemigo toma seriamente la iniciativa del
ataque y suponiendo que la carretera está fuertemente defendida va
corriéndose por su ala izquierda hacia el Noroeste. Llega la
noticia de que simultáneamente los rebeldes atacan por las
carreteras de Andalucía y Extremadura para ganar los puentes sobre
el Manzanares y entrar hoy mismo en las calles de Madrid. Al
concretarse el ataque enemigo, las fuerzas veteranas de milicianos
que vienen practicando sistemáticamente esta táctica absurda de
retirada «a tiempo», inician una vez más el repliegue. Algunos
saltan de sus parapetos y echan a correr hacia el interior de
Madrid. El arte de la guerra para estos milicianos consiste
exclusivamente en aguantar en sus posiciones hostilizando al
enemigo mientras éste no ataca con decisión. Combatir de verdad no
saben y el instinto les dicta esta disparatada estrategia.
Pero con ellos están hoy unos hombres nuevos que no saben nada de la guerra convencional que se ha venido haciendo, que están resignados a morir y que se imaginan el combate a la manera de los héroes clásicos. Estos hombres se quedan en su puesto.
Por inverosímil que parezca surge incluso la heroína popular al modo clásico. Una pobre muchacha, una humilde costurera que se había quedado obstinadamente en su casa sale a la calle, al sentir el estruendo de la lucha e inflamada de heroísmo grita a los milicianos:
—¡Adelante, camaradas! ¡Adelante!
Aquella figurilla menuda de la costurera Teresa plantada en medio de la calle que barren las ametralladoras, sugestiona a los milicianos y les deja clavados en sus parapetos. La vocecilla exasperada de la costurera llega hasta el corazón de los voluntarios, que por primera vez aguantan a pie firme la embestida del enemigo.
—¡Ánimo, camaradas! —grita—. ¡Viva la República! ¡Viva la Revolución! ¡Viva la Libertad! Adelante, adelante.
El plomo que la ha de matar no se hace esperar mucho. Tumbada de un balazo queda en el centro mismo de la calle desierta. Aquel montoncito de ropa negra, aquel bulto pequeño y sin forma que hace el cuerpo de la costurera Teresa, es el punto que marca el límite máximo de los avances rebeldes sobre Madrid.
«YO NO DARÉ NUNCA
LA ORDEN DE RETROCEDER»
LOS milicianos se repliegan en las carreteras de Andalucía y Extremadura. Faltan hombres, armas y municiones. Desde su despacho del Ministerio de la Guerra el general Miaja, que solo ha dormido tres horas, aprieta los resortes a los sindicatos y a los partidos de izquierda para extraer hombres y armas que enviar a las avanzadas. En realidad los defensores de Madrid son pocos, poquísimos. El pánico ha cundido al divulgarse la noticia de que el Gobierno se ha fugado y centenares de directivos de los partidos políticos y responsables sindicales, huyen hacia Valencia burlando todos los controles.
A media mañana se ha conseguido reunir a unos cuatro mil fusiles que estaban en las estaciones, en los centros revolucionarios. Con estas armas, que los camiones van descargando a la puerta del Ministerio de la Guerra, puede el general Miaja armar a los pelotones de voluntarios que forman los sindicatos. Pero no basta. El general Miaja vuelca sobre el frente todo cuanto puede sin hacerse muchas ilusiones.
—¡Si no entran en Madrid, será un milagro! —exclama el viejo general que aunque no cree en milagros, se queda en su puesto esperando a que se produzca el que ha de salvar Madrid.
Si Madrid resiste durante tres días, solo tres días, llegarán refuerzos de Levante suficientes para batir a los rebeldes. Así lo ha prometido el Gobierno. ¿Será posible resistir esos tres días? ¿Llegarán a tiempo esos refuerzos?
Cada hora que pasa es una batalla ganada. Miaja infatigable, da órdenes, promete todo lo que hay que prometer, amenaza, halaga, aconseja, resuelve… Reúne a los comisarios de guerra, les da cuenta de la comunicación que le ha dejado el gobierno disponiendo que se forme una junta de defensa y como no está dispuesto a perder el tiempo con preocupaciones políticas, deja a los comisarios discutiendo y se encierra en su despacho para seguir consagrado a su única obsesión: el frente. Cuando algún tiempo después vuelve a ver si los Comisarios se han puesto al fin de acuerdo sobre quiénes han de designar a los miembros de la junta y la proporcionalidad que en ella tendrán los partidos, se encuentra el general Miaja con que los comisarios de guerra se han marchado. Algunos, para siempre. La cosa no le preocupa lo más mínimo. La Junta de Defensa le trae sin cuidado. Lo único que le interesa es el frente; que los rebeldes no pasen el Manzanares. La política, para el general, se reduce a dictar un bando imponiendo graves sanciones a quienes no cumplan con su deber en estas horas críticas.
Los oficiales de enlace traen de las avanzadas noticias desastrosas. Las tropas marroquíes siguen ejerciendo una gran presión por las carreteras del Sur y el Oeste. Desde el Puente de Andalucía comunican que no pueden resistir más.
El general Miaja se pone al habla por teléfono con el jefe de las fuerzas allí situadas.
—Los tanques enemigos —dice el oficial— están en las inmediaciones del puente y no podemos contenerlos. Somos solo ciento cincuenta hombres los que estamos aquí.
—¡Resistid! ¡Un último esfuerzo para salvar Madrid! Hay que morir antes que dejar paso al enemigo.
Los interlocutores permanecen un momento silenciosos. Miaja oye luego la voz cortante del oficial que da por terminada la conferencia diciendo:
—¡El puente de Andalucía será de la República!
Los milicianos colocan un automóvil atravesado en el puente y con bombas de mano atacan furiosamente a los tanques enemigos que se ven obligados a retroceder.
A media tarde, llega otra vez al Ministerio la noticia de que en diversos puntos del frente las avanzadas flaquean ante el empuje desesperado de los rebeldes y se están cumpliendo las órdenes del mando para la retirada. El general Miaja, fuera de sí, lanza su consigna que los oficiales de enlace difunden por el frente.
—¡Yo no daré nunca la orden de retroceder! ¡Quién tal cosa ordene, debe ser considerado como traidor y fusilado!
INVENCIÓN DE LA AUTORIDAD
HUNDIDO en su sillón presidencial, el general Miaja escucha silencioso el debate interminable en que se han enzarzado los representantes designados por los partidos para la constitución de la Junta de Defensa. De cuando en cuando echa una ojeada nerviosa al reloj. Son las siete de la tarde. ¿Hasta cuándo seguirán discutiendo? Los republicanos quieren que en la Junta haya una representación proporcional al número de ministros que tenía cada partido. Los comunistas quieren hábilmente asegurarse el control de la Junta. Los anarquistas atacan a los comunistas.
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Las mujeres madrileñas empuñaron
también las armas y marcharon
bravamente al lado de los hombres.
«¿Para qué servirá todo esto?», se pregunta Miaja recostado en su sillón. «Si dentro de dos horas llegan los moros a Madrid, ¿de qué nos van a valer estas discusiones?». Una sorda irritación va ganándole por momentos. «¿Qué estará pasando ahora en el frente?», es su única preocupación mientras escucha enfurruñado los discursos doctrinarios de los delegados.
Se ha llegado, por fin, al acuerdo de que los partidos estén representados en la Junta por un titular y un suplente. Prácticamente los comunistas dominan. Pero es inevitable. Son los que están mejor organizados para la guerra.
Salvado momentáneamente el escollo de la lucha política, el general Miaja toma la palabra e informa a la Junta de la verdadera situación que es desastrosa. Solo un esfuerzo gigantesco de todos puede salvar Madrid.
—¡Yo lo exijo! —dice Miaja con voz firme.
En la Junta hay unos muchachos de las juventudes revolucionarias que escuchan un poco desconcertados las palabras sin réplica del general. La cosa es inusitada para ellos. Un general, hasta ahora no ha podido levantar la voz en una asamblea deliberante típicamente revolucionaria, como lo es aquélla. Por primera vez la voz al Mando se ha dejado sentir clara y distinta. Los jóvenes revolucionarios y los viejos agitadores la escuchan con extrañeza, pero sin recelo y [con] una sensación nueva de autoridad. Por primera vez sienten una tranquilizadora fe en el hombre que lleva el timón.