LOS GUERREROS MARROQUÍES

Paisa, por Dios Grande, no tirar. Yo estar rojo.

Con los brazos en alto, las manos abiertas, una pierna tinta en sangre y las verdes pupilas dilatadas por el espanto, Mohamed se rendía. Había arrojado el fusil al suelo en señal de sumisión y, colocado delante del peñasco tras el que estuvo defendiéndose, esperaba a que fuesen a capturarle. Los rojos, venteando una añagaza del moro, no se decidían a salir a cuerpo limpio y seguían tiroteándole desde los lugares protegidos en que se habían atrincherado para cercarle. De vez en cuando, el chasquido de una bala arrancaba una lasca al peñasco donde se destacaba la silueta estirada de Mohamed, cada vez más maravillado de que después de tanto tirarle no le hubiesen dado todavía.

—No tirar —gritaba con voz angustiada—. Yo estar rojo; yo estar república.

Los rojos, desde sus parapetos, seguían tirando al blanco sobre él. Pero no le daban. Mohamed, estupefacto al ver que las balas pasaban junto a su cabeza sin herirle, empezó a sentir cierto desprecio por aquellos torpes tiradores. Estaba seguro de que él no hubiese marrado al primer golpe. Y tan desdeñoso concepto formó de ellos, que pensó en coger otra vez el fusil y seguir luchando, seguro de vencer a tan incapaces guerreros. Uno de ellos pareció decidirse al fin a echar el cuerpo fuera del parapeto.

—¡Ríndete! —le gritó.

Los otros tres enemigos que le tenían cercado fueron asomando la gaita cautamente.

—¡Ríndete! —le repetían.

Mohamed, que se había rendido hacía mucho tiempo, no explicaba aquel miedo y aquellas precauciones excesivas de cuatro hombres armados contra uno solo, herido e inerme. Cuando vio en torno suyo a los cuatro milicianos, que todavía no osaban acercársele, y consideró la menguada estatura que tenían y las viejas escopetas de que estaban armados, sintió por ellos un infinito desprecio desde el fondo de su alma de guerrero africano y, olvidándose de su pierna inútil, atravesada ya por un balazo, se resolvió a emprender de nuevo la lucha.

Los dejó confiarse poco a poco. Escondida entre los pliegues del jaque conservaba su afilada gumía, y el fusil, previsoramente cargado, estaba aún en el suelo al alcance de su mano. Acechó el instante preciso, y rápido como una centella, empuñó el cuchillo, lo hundió en el cuerpo del miliciano que tenía más cerca, se agachó para coger el fusil, disparó contra otro y se volvió hacia el tercero, que, tirando la escopeta, daba ya media vuelta y echaba a correr. No tuvo tiempo de disparar. El cuarto miliciano, un cabrero serrano, achaparrado y recio, se tiró sobre él embistiéndole con la cabezota como un jabalí. Rodaron por tierra el moro y el cabrero. Estrechamente abrazados se debatían en el suelo. Hubo un instante en el que los dos hombres atenazados mutuamente cruzaron una mirada feroz. La pupila felina del guerrero beréber clavó su saeta verde en el ojo negro, estriado de sangre y de bilis, del castellano. Torció el moro la vista esquivando la monstruosa ferocidad de aquella mirada turbia. El cabrero estiró el cuello corto y ancho, abrió las fauces y hundió los colmillos en la garganta del moro, que, torciéndose de dolor, logró incorporarse en un esfuerzo desesperado y lanzó violentamente al espacio aquel cuerpo recio que se aferraba a su carne con la tenaza de sus mandíbulas anchas de animal de presa. No consiguió desasirle hasta que sintió los agudos colmillos resbalando por su carne desgarrada. Requirió de nuevo la gumía, pero, antes de que pudiera acercarse otra vez al cabrero, éste, voleando el brazo con un peñasco de aristas afiladas prendido en el puño, le disparó un certero cantazo en la frente que le hizo caer a tierra sin sentido. Con una furia salvaje, el cabrero se precipitó sobre él y estuvo machacándole a placer a cabeza.

Cuando lo dejó por muerto acudió en auxilio de sus camaradas. Sólo el que había recibido el golpe de la gumía estaba herido, y no de gravedad; la hoja le había resbalado por el hueso de la cadera. El otro miliciano, que no había sido alcanzado por el disparo del moro, y el que echó a correr aterrorizado y volvió luego que pasó el peligro, cargaron con el herido y lo llevaron a una choza de pastor cercana, donde le acomodaron en el lomo de una mula para llevarlo a Monreal a que lo curasen.

Resultó, contra lo que suponían, que el moro estaba vivo todavía. Debía de tener siete vidas. Con una pierna atravesada por un balazo, la cabeza machacada y la piel del cuello desprendida a colgajos, se incorporó poco después y aún trató de huir. No había conseguido ponerse en pie cuando se desplomó de nuevo.

—¿Lo remato? —preguntó al verlo exánime el miliciano que había huido antes. Y apuntaba a la rapada cabeza del moro con la culata de su escopeta que había empuñado por el cañón.

—No; déjalo —le respondió el cabrero—; vamos a llevarlo vivo al pueblo. A ver si nos dan por él algún dinero.

—Por un lobo muerto daban los alcaldes cinco duros; por un moro vivo deben de dar lo menos cincuenta.

Y con esta agradable perspectiva maniataron al moro y lo pusieron atravesado sobre el lomo de un borriquillo al que arrearon camino de Monreal. Iba el moro atado a la albarda del pollino y de la cabeza colgante se le desprendían unos gruesos goterones de sangre que dejaban marcado el rastro de la caravana por los vericuetos de la sierra.

El pueblo estaba lejos, allá abajo, en una planicie del valle del Tiétar que verdeaba a la sombra de los montes de Gredos, el Almanzor y los Galayos, gigantes centinelas que cerraban el paso al ejército sublevado. Partiendo de Ávila, las tropas rebeldes intentaban atravesar los puertos de la sierra para descolgarse sobre el valle, que estaba en poder de las fuerzas leales, y abrirse así un nuevo camino hacia Madrid. Los milicianos de la República se habían hecho fuertes en las cimas de las montañas; los pueblecitos del valle, situados a treinta o cuarenta kilómetros del frente, confiando en que los rebeldes no podrían forzar los pasos de la sierra, hacían con una relativa seguridad la vida normal de las poblaciones de retaguardia: organizaban hospitales, improvisaban cárceles en las que encerrar a los reaccionarios y creaban milicias en las que enrolaban a todos los hombres útiles, que, provistos de viejas escopetas de caza, patrullaban por los campos prestando servicios de vigilancia.

Una de aquellas patrullas de aldeanos era la que había descubierto al moro Mohamed en uno de los rincones más inextricables de la sierra. La presencia de un moro en aquel paraje era incomprensible. Se creía que las tropas rebeldes estaban aún al otro lado de las montañas y no había noticia de que hubiesen podido forzar los pasos. No sabían los aldeanos que la noche anterior una punta de vanguardia del ejército rebelde formada por moros y legionarios se había infiltrado por uno de los pasos menos accesibles y avanzaba por la retaguardia de los milicianos que defendían las gargantas de la montaña, con el propósito de sorprenderlos atacándolos por la espalda. Separado del núcleo de estas fuerzas, seguramente para dedicarse a merodear por las míseras viviendas serranas, el moro Mohamed se había extraviado y, caminando al azar, se encontró con la patrulla de milicianos que lo había capturado.

La entrada del moro y sus aprehensores en Monreal fue un gran espectáculo. Nadie en el pueblo imaginaba que fuese verosímil el hecho de cazar un moro dentro del término municipal, y todos los vecinos acudían a ver con sus propios ojos la extraña caza, a la que miraban como a una alimaña más rara y difícil aún que la propia cabra hispánica de aquella serranía.

Acudieron los miembros del comité revolucionario local, que se llevaron al prisionero para someterlo a un minucioso interrogatorio del que no sacaron en limpio más que aquellas palabras confusas, las únicas que en castellano sabía y que repetía sin cesar.

—No matar. Por Dios Grande, no matar. Moro estar rojo.

En el seno del comité se entabló entonces un largo debate sobre lo que debía hacerse en aquel caso insólito. Los delegados republicanos eran partidarios de que el prisionero fuera conducido hasta Madrid y entregado al gobierno; los anarquistas creían que lo lógico era dejarlo en completa libertad, para que se redimiera de su pasada servidumbre y se convirtiese en un libre y digno ciudadano de la libre Iberia; los comunistas estimaban que lo más razonable era curarle primero y luego inscribirle en las milicias y mandarle al campo para que luchase contra los rebeldes, debidamente vigilado, claro es. Y, finalmente, la voz del pueblo, expresada a gritos por el vecindario y los milicianos y responsables que se aglomeraban en la plaza, pedía unánimemente que se le entregase al prisionero para darse la satisfacción de matarlo. Era lo menos que se podía pedir.

Como no se ponían de acuerdo, pasaba el tiempo y el moro estaba cada vez más alicaído, hasta el punto de que amenazaba con morirse y frustrar así el interesante debate, se tomó provisionalmente el acuerdo de que el prisionero fuese conducido al hospital de sangre recién instalado en Monreal, donde, por lo pronto, le prestarían asistencia facultativa. Y al hospital se lo llevaron. En el trayecto, un miliciano quiso hacer una fotografía del prisionero para mandarla a los periódicos ilustrados. Pusieron al moro junto a una pared para retratarlo, pero cuando él advirtió la maniobra se abalanzó sobre el fotógrafo como una fiera. No hubo modo de que se dejase retratar: cada vez que el miliciano intentaba enfocarlo, el moro, creyendo que le iban a fusilar, huía con las ansias de la muerte. No había visto de seguro en su vida una cámara fotográfica.

Cuando se halló al fin en la mesa de operaciones del hospital se sintió revivir. El médico, los practicantes y las enfermeras, con sus batas blancas, le rodeaban solícitos. Durante un par de horas estuvieron haciéndole una cura minuciosísima. Le trataron con gran esmero y delicadeza, pusieron tan humanitario celo en aminorar las intervenciones dolorosas y le vendaron con tanto tacto y suavidad, que en la cara contraída de dolor y de pánico del guerrero africano comenzó a dibujarse una tierna sonrisa de gratitud. Aquellas enfermeras rojas debieron antojársele verdaderas huríes del paraíso.

Entre tanto, el comité revolucionario había continuado su brillante discusión teórica, que terminó tempestuosamente. La voz ronca del pueblo, llevada por el cabrero que había capturado al moro, y por otros muchos cabreros, trajinantes y pastores, dominó los discursos de aquellos teorizantes. El moro era del pueblo, porque del pueblo eran los milicianos que lo habían capturado. Ni se enviaba a Madrid ni se le dejaba en libertad ni se le hacía miliciano. Había que entregárselo al pueblo para que hiciese con él su soberana voluntad. Y, como los responsables no lo entregaban por las buenas, los vecinos decidieron apoderarse de él por las malas, y un grupo armado se presentó en el hospital, recogió al prisionero de las manos suaves de las enfermeras, lo sacó a un callejón y lo puso contra una pared.

El moro, que se había visto tratado con tanto cariño, no sentía ya ningún recelo y cuando lo colocaron delante de la tapia, sonrió ingenuamente a los milicianos. Debió de imaginarse que iban a retratarlo otra vez.

No tuvo tiempo de maravillarse cuando vio que los milicianos se echaban los fusiles a la cara. Cayó acribillado, todavía con su estúpida sonrisa en los labios.

A estas horas, el alma en pena del moro Mohamed debe de andar vagando por el paraíso en busca de Mahoma para preguntarle: «¿Me quieres explicar, ¡oh, Profeta!, para qué se tomaron el trabajo de curarme tan amorosamente si habían de matarme luego?».

* * *

Aquella noche los caídes de la mehala aguardaron inútilmente en su tienda el té con yerbabuena que habitualmente les servía Mohamed. Una patrulla anduvo buscándole por el monte infructuosamente. De madrugada, cuando ya se perdió toda esperanza de encontrarle, uno de los caídes, echado en un rincón bajo el techo de lona de la tienda, fumaba silencioso su pipa de quif y con los párpados entornados evocaba entristecido la figura del infortunado Mohamed, el valiente soldado que durante tantos años había sido su leal escudero, su hermano de guerra más que su servidor. Nacidos ambos en el mismo poblado de Ait el Jens, del lado de allá de la cordillera del Atlas, donde los bravos guerreros bereberes de ojos azules y piel blanca guerrean desde que nacen hasta que mueren con los nómadas del desierto, no se habían separado jamás. Juntos habían luchado desde la adolescencia, primero para tener a raya a los gazis que formaban los famélicos pobladores del Sahara con el anhelo de invadir las praderas jugosas del Sus y el Nun; luego, acaudillados por el sultán azul, que los llevó victoriosos hasta Marrakech; más tarde, en las caballerescas contiendas que sostenían entre sí las fracciones de la belicosa cabila de Bu Amaran y, finalmente, en la desastrosa campaña contra las columnas francesas que cuatro años antes les habían arrollado hasta más allá de las orillas del Draa en los confines del desierto. La llegada de los militares españoles a Ifni les había librado de tener que refugiarse en el Sahara perseguidos por el ejército francés, y aquellos indomables guerreros se habían puesto gustosamente al servicio de los militares españoles, que les ofrecían, junto con la ilusión de la revancha contra los franceses, los saneados pluses de las tropas coloniales y, sobre todo, el derecho a conservar las armas.

Cuando los jefes militares del territorio les dijeron que tenían que ir a España a luchar contra los rojos apoyados por Francia y Rusia, aquellos guerreros natos, leales como buenos musulmanes a los pactos de amistad, se prestaron de buen grado a combatir. Les dieron buenas armas alemanas y los embarcaron con rumbo a España, donde las grandes ciudades, con su exhibición de riqueza y, sobre todo, con los tentadores escaparates de sus relojerías y sus sugestivas tiendas de espejos, colmaban las esperanzas de botín que habían concebido. Luego, fieles a la palabra dada y esclavos de la disciplina de la guerra, habían luchado como buenos contra masas enormes de soldados rojos que «no sabían manera» y se hacían matar o huían como conejos. Orgullosos de su brillante papel de conquistadores, se dejaban obsequiar por las mujeres y los hebreos (para ellos, todas aquellas gentes que no guerreaban eran miserables hebreos) que en las ciudades por las que atravesaban los aclamaban en los desfiles y les regalaban estampitas y medallas que ellos aceptaban con la soberbia indiferencia de los creyentes de la fe verdadera. Si cualquiera de aquellos amables señores que tanto festejaban a los heroicos guerreros bereberes hubiese podido adivinar el pensamiento profundo y el sentir auténtico de aquellos impasibles soldados, sus almas de cristianos y civilizados se hubiesen horrorizado.

Ahora, entristecidos por la desaparición de su amado Mohamed, el viejo caíd salió de su tienda de campaña en la que dormían ya los demás oficiales moros y estuvo paseando por el monte a la luz de la luna que se filtraba por las espesas copas de los pinos. El aire delgado de la sierra de Gredos acariciaba la tez curtida del caíd. Poco a poco habían ido extinguiéndose los fuegos del vivac. Sólo una lámina de luz rojiza escapada de la tienda de los oficiales europeos quedaba ya en el campamento. El caíd se acercó, atraído por aquella luz y por el bullicio que dentro se sentía. Los oficiales festejaban ruidosamente el triunfo de la jornada anterior y brindaban por el éxito de la operación del día siguiente. Sus risas y sus canciones entristecieron aún más al caíd. Largo rato estuvo el guerrero africano considerando aquella jubilosa algarabía, y lentamente el curso de sus reflexiones fue suscitando en su dormida conciencia un fuerte sentimiento de desdén y de odio hacia aquellas gentes que bebían y cantaban celebrando las victorias que con sangre de los moros, sus hermanos, se pagaban, mientras él vagaba por la noche solitario y con la congoja de haber perdido para siempre a su fiel Mohamed, cuya muerte nadie más que él en aquel mundo extraño sentiría.

Alguien levantó el lienzo que tapaba la entrada de la tienda y salió. El caíd quiso ocultarse, pero no tuvo tiempo.

—¿Qué haces aquí, caíd? —le preguntó cuando le hubo reconocido el oficial que había salido de la tienda.

—Estaba triste y paseaba —respondió.

—Entra, bebe con nosotros y te divertirás un poco.

Le hicieron entrar en la tienda y le ofrecieron vino. No lo quiso tomar.

—El caíd está triste porque los rojos han cazado esta tarde a uno de sus más bravos mejazníes, al valiente Mohamed —explicó entonces uno de los tenientes.

El caíd asintió con la cabeza y para disculparse esbozó la ceremoniosa sonrisa de los musulmanes.

—Pues bebe, bebe un poco y te alegrarás —insistieron.

—¡Dejarle! —gritó un oficial del Tercio que estaba ya concienzudamente borracho—. Los moros son unos idiotas que no saben quitarse las penas bebiendo. Yo conozco a los moros. Al caíd le han matado a uno de sus hombres y no estará contento hasta que logre vengarse. ¿No es eso, caíd? Quieres vengarte, ¿verdad? Espera, espera… Mañana vengaremos a tu fiel Mohamed. ¿Cuántas orejas de milicianos rojos quieres que corte mañana mi gente en memoria de tu Mohamed? ¿Cuántas? ¿Mil? ¿Diez mil? ¿Quieres que mis hombres te traigan las orejas del mismísimo presidente de la República? ¡No te pongas triste, caíd! ¡Mañana tendrás las orejas de Azaña! ¡Te lo juro! ¡Míralas! ¡Por estas que son cruces!

Y abrazaba tiernamente al caíd y le besaba llenándole de baba la cara grave y noble.

* * *

Cuando los habitantes de los pueblecitos del valle se dieron cuenta de que las vanguardias de moros y regulares habían atravesado por sorpresa las gargantas de la montaña y se descolgaban por la ladera, era ya inútil toda resistencia. No había en el valle más fuerzas que las de las milicias locales ni más armas que las que tenían los campesinos. La noticia de que los moros y el Tercio bajaban del monte asolando el país y fusilando a cuantos hombres encontraban, congregó en las plazas de los pueblos aterrorizados a los millares de campesinos que estaban dispuestos a vender caras sus vidas.

—¡Armas! ¡Armas! —gritaban desesperados.

Era inútil. No las había. Las masas de campesinos armados con palos, hondas, hoces y viejas escopetas estaban dispuestas a luchar, sin embargo. Acudió a última hora una columna de milicianos enviados por el gobierno de Madrid, y a ella se incorporaron los mozos más conjurados de los pueblos del valle.

—¡Camarada comandante, déjenos ir con la tropa! —pedían al jefe de la expedición.

—¡Pero si no tengo fusiles! ¡Si no puedo daros ni uno! ¿Con qué vais a luchar? —replicaba desolado el comandante.

—No importa; iremos detrás de los milicianos y cuando caiga alguno cogeremos su fusil y seguiremos luchando.

Así se organizó la columna que había de contener el avance por el valle de los moros y el Tercio. Detrás de cada hombre con fusil iba otro con los puños crispados que esperaba a que el fusilero cayese para apoderarse del arma y seguir disparando. Pocas veces la voluntad de un pueblo se ha mostrado con tan desesperado heroísmo. Arrastrados por el odio feroz a los invasores, aquellos campesinos de la entraña de Castilla, aquellos pastores y aquellos braceros de la sierra de Gredos iban a oponer sus pechos como barrera al avance de las tropas coloniales.

La heroica resistencia se quebró al primer choque. Con el corazón no basta. Faltaban armas y disciplina. Los campesinos fueron derrotados, y su desesperada resistencia no sirvió más que para irritar a los militares, que dieron rienda suelta a sus hombres y los dejaron desparramarse por el valle sembrando la muerte y la desolación. Los grupos de campesinos armados huyeron a la montaña, adonde los persiguieron sañudamente las patrullas de moros y legionarios, que les infligieron un castigo implacable. Los prisioneros fueron fusilados en racimos. Hasta bien entrada la noche estuvieron sonando en los pinares próximos a Monreal las descargas de fusilería.

Los jefes y oficiales de la columna victoriosa fueron concentrándose en la plaza mayor del pueblo. El último en llegar fue el viejo caíd. Venía al frente de una tropilla de soldados moros que traían los ojos brillantes, las fauces abiertas y la espalda abrumada bajo los pesados fardos que delataban rapiña; alguno de ellos llevaba los brazos cubiertos hasta el codo de relojes de pulsera, la prenda que más excitaba la codicia de aquellos bárbaros y pueriles guerreros.

Cuando el caíd se acercó al grupo de oficiales y se cuadró ante ellos llevando la mano derecha al filo del fez, vio que se le adelantaba con los brazos abiertos el oficial del Tercio que la noche anterior le había ofrecido vengar la muerte de Mohamed. Palmeteándole jovialmente en la espalda, le dijo el oficial:

—Bravo, caíd; tú y tus hombres os habéis portado. No creas que yo y los míos nos hemos olvidado de lo que prometí anoche. Las orejas del presidente de la República no las tenemos todavía, pero ahí tienes un buen anticipo.

Y llamó a su asistente, tomó de manos de éste un abultado zurrón y lo tiró a los pies del caíd.

—Toma —le dijo—; creo que está bien vengada la muerte de tu mejazní. Ahí tienes cincuenta orejas de marxistas.

Por la boca del zurrón entreabierto salían, en efecto, unas piltrafas sanguinolentas.

* * *

En tres días impusieron los militares el orden y la paz en todo el valle del Tiétar. Nada más sencillo. Los campesinos supervivientes volvieron dócilmente a sus labores. Ya no hubo más huelgas ni disputas por los jornales; se volvió a trabajar de sol a sol como era tradicional en el campo, y los puños cerrados de antes se convirtieron en brazos extendidos y manos abiertas. La guardia civil volvió a ser dueña y señora de los campos, y los falangistas organizaron meticulosamente la vida de los pueblos. Las mismas cárceles habilitadas por los rojos para encerrar a los reaccionarios fueron utilizadas por los fascistas como prisión para los rojos.

Las tropas abandonaron pronto la comarca. El caíd y sus hombres fueron trasladados al frente de Madrid, donde, siempre en vanguardia, volvieron a luchar con aquel heroico tesón y aquella sufrida resistencia para las penalidades de la campaña que eran la más firme esperanza de triunfo con que contaba el ejército rebelde, íntimamente, los guerreros africanos se sentían orgullosos de ser ellos el más firme sostén de la rebeldía. Su vanidad estaba colmada. España, aquel pueblo blando, de «hebreos que no sabían luchar», se replegaba ante los envites de los moros «farrucos». Una voz ancestral, un anhelo de revancha insatisfecho durante muchas generaciones, florecía de nuevo y, empujados por aquellas remotas ambiciones de la raza, los guerreros árabes y bereberes se tiraban a pecho descubierto contra las trincheras de los rojos y parecían dichosos. El solo hecho de tener al alcance de sus fusiles a los europeos, a los infieles, a los dominadores del islam, valía la pena de arriesgar la vida. Y un buen precio para ella era el orgullo de verlos correr aterrorizados.

El caíd y sus hombres llegaron casi sin lucha hasta la Casa de Campo y desde allí se les lanzó al asalto por sorpresa de la Ciudad Universitaria. Desde las colinas en que se atrincheraron se divisaba el panorama de Madrid a una clara luz velazqueña. Aquella masa compacta de enormes edificaciones que se extendía hasta el infinito maravillaba a los marroquíes. Madrid se ofrecía a sus ojos absortos como una ciudad fantástica de Las mil y una noches. Cuando al anochecer veían brillar los millones de lucecitas de la urbe y pensaban que todo aquello, aquel mundo de riquezas fabulosas, aquella inmensidad de tesoros, estaba a merced de ellos, de su valor, del coraje y la acometividad de cada uno, un orgullo satánico hinchaba los pechos de los bravos guerreros del Rif, de Yebala y del Atlas, que hasta aquel instante venturoso habían luchado y se habían hecho matar simplemente por la conquista de un mísero aduar, por un prado en el que pudiesen pastar sus rebaños o por el tenue hilillo de agua de un oasis del Sahara. La plena conciencia del propio valer, la convicción de que eran ellos, los moros, los míseros cabileños, los sistemáticamente humillados y vencidos por los cañones y los fusiles europeos, quienes en aquel instante decidirían la suerte de aquella ciudad de ensueño brindada a su furia vengadora, redoblaban su coraje y acometividad.

El primer día de asalto a Madrid los moros se lanzaron con un ímpetu avasallador. Desplegados en guerrilla, con el cuerpo echado hacia delante y ululando ferozmente, avanzaban paso a paso pateando el barro bajo un diluvio de metralla. Cegados por el fuego de los rojos, tuvieron que retroceder por dos veces, y otras tantas volvieron al asalto con redoblada ferocidad. A la tercera intentona llegaron hasta las primeras trincheras de los milicianos republicanos, y allí, por primera vez, se encontraron cuerpo a cuerpo los bárbaros guerreros africanos y los duros luchadores del proletariado de la gran ciudad europea y civilizada. Aquel día aprendieron los moros que no todos los españoles eran «miserables hebreos» y que en aquella España que desde su altiva superioridad guerrera desdeñaban había una entraña dura y un ímpetu vital que no cedían al viento aselador del desierto.

Durante el asalto a la trinchera, el viejo caíd descubrió a un miliciano rojo que, agazapado detrás de unos sacos terreros junto a un boquete abierto en el parapeto por la explosión de un obús, aguantaba a pie firme la llegada de los soldados marroquíes que pretendían invadir la trinchera por aquel agujero y, volteando como una maza la culata de su fusil, los iba abatiendo con una furia terrible. Era un hombre recio, con traje azul de mecánico, arremangados los brazos musculosos de forjador y un júbilo salvaje en la cara radiante. Cada vez que machacaba el cráneo de un enemigo con uno de aquellos certeros golpes cuya matemática precisión delataba al buen operario, al trabajador concienzudo y seguro, saltaba de contento y se jaleaba a sí mismo con su pintoresco verbo de ciudadano de arrabal.

—¡Ole los tíos! —se gritaba—. ¡Otro moreno para el arrastre! ¡Venir acá, guapos, que os voy a dar para el pelo! ¿Queréis cobrar? ¡Ole mi menda golosa!

El astuto caíd se abrió camino a tiro limpio y, hurtándose a las balas de los rojos, llegó por detrás hasta donde estaba aquel terrible enemigo; puso en ristre el fusil con la bayoneta calada y, tomando impulso, se lanzó tras él en el preciso instante en que, una vez más, el miliciano alzaba la maza de su fusil para descargarla sobre una nueva víctima. Ni el miliciano ni el caíd marraron el golpe. Otro soldado marroquí cayó en el fondo de la trinchera con la cabeza machacada, pero casi simultáneamente se abatió sobre él violentamente el cuerpo recio del miliciano rojo con la espalda traspasada por la bayoneta del caíd. Al caer en el foso, la cabeza del miliciano fue a dar en el pecho de su última víctima, que aún alentaba. Intentó incorporarse con las ansias de la muerte, pero le faltaron las fuerzas y cayó de bruces. Su cara se aplastó sobre el rostro ensangrentado del moro. Su mirada turbia recorrió de cerca la faz espantable del marroquí moribundo, y aún tuvo alma bastante para balbucear:

—¡Qué feo eres, chato!

Procuró reclinar la cabeza sobre la mejilla del moro y se resignó a morir musitando fraternalmente:

—¡Ya nos han dao, chato! ¡Mala suerte, tú!

Sobre sus cuerpos inertes pasaban los moros por aquel boquete que el caíd mantuvo abierto. Pronto la trinchera estuvo limpia de milicianos. Los rojos se batían en retirada y los bravos guerreros africanos lograban una nueva victoria.

Pero la firme resistencia de los milicianos no se había quebrado más que en aquel punto donde los moros llevaron el peso del ataque. El resto de la línea republicana se mantuvo firme, y los asaltos sucesivos que intentaron la Legión, los requetés y los falangistas se estrellaron impotentes ante la resistencia desesperada de los defensores de Madrid. El avance de los marroquíes, no secundado por las restantes fuerzas rebeldes, formó en la línea del frente una bolsa que corría el peligro de ser estrangulada. El mando faccioso, seguro del tesón de sus soldados africanos, no creyó necesario rectificar el frente después de la operación, y el caíd y sus hombres quedaron aquella noche en las trincheras que acababan de tomar a los rojos, en las que procuraron fortificarse.

Durante toda la noche los estuvieron hostilizando por los flancos. Al amanecer, las baterías gubernamentales comenzaron a dejar caer obuses sobre la posición y desde los flancos los morteros vomitaron su metralla sobre los marroquíes hora tras hora.

Pegados a la tierra aguantaron los moros aquel diluvio de fuego. Intentaron hacer un avance y fueron diezmados. Nadie acudía en auxilio de aquel puñado de valientes, y el caíd tuvo que resignarse a dar la orden de retirada.

Pero ya era tarde. Las líneas rojas de los flancos se habían alargado cerrando la bolsa que formaba la posición y cogiendo entre dos fuegos a los marroquíes. La operación fue tan rápida y perfecta, que los moros, al intentar la huida, tropezaron con las bocas de los fusiles republicanos y no tuvieron acción más que para levantar los brazos y rendirse. El grupo, formado ya escasamente por unos treinta o cuarenta hombres, se arremolinó en torno al caíd, mientras los rojos seguían haciendo fuego a mansalva sobre ellos. Abatidos por el plomo de los milicianos atrincherados, caían uno tras otro los guerreros africanos. El viejo caíd, sorprendido y desconcertado por el pánico insuperable de sus hombres, que se dejaban matar como corderos, intentó inútilmente hacerles reaccionar echándose hacia delante. Le dejaron solo en medio de una lluvia de balas que por verdadero prodigio no le tocaban. Allí hubieran perecido todos si una voz potente que salió del lado de allá de la trinchera no hubiese gritado:

—¡Alto el fuego!

Sólo se oía ya algún que otro disparo suelto cuando saltó de la trinchera un miliciano rojo con un fusil ametrallador en ristre y, encarándose con el caíd, le conminó:

—¡Ríndete o te mato!

El caíd, dócil y resignado ante la fatalidad, alzó los brazos y se dejó empujar por el cañón del arma hasta el fondo de la trinchera, donde se precipitaron sobre él los milicianos.

Tras él fueron apresados los marroquíes supervivientes. Empujados a culatazos, los llevaron por las trincheras. Perdida súbitamente la moral, aquellos feroces guerreros miraban humildemente a los milicianos demandándoles piedad con la misma mirada triste y humillada de las fieras que se sienten cogidas en el cepo.

Uno de los moros quiso conjurar el culatazo con que le amenazaba al pasar un miliciano y no encontró mejor arbitrio que el de levantar el puño cerrado y ponerse a gritar con su lengua torpe:

—¡Vivan los rojos!

—¡Moros estar rojos! ¡Moros estar rojos! —gritaron todos, creyendo ingenuamente que con este sencillo ardid conseguirían salvar sus vidas.

A los milicianos les divertía, efectivamente, ver a los cabileños levantando el puño, y les hacía gracia oírles dar unos destemplados y entusiásticos vítores a la República.

Un miliciano de gesto duro y pelo entrecano se acercó al viejo caíd, que permanecía impasible, y le preguntó:

—¿Tú no estar rojo también?

El caíd posó en él sus ojos claros y contestó con voz firme:

—No. Yo estar moro.

—¡A matarle! ¡A matarle! —gritaron furiosos los milicianos.

Uno de ellos apretó el cañón de su fusil contra el pecho del caíd. El veterano que le había interrogado desvió el arma.

—¿Por qué vais a matarle? ¿Porque es un hombre honrado?

—¡Le mato porque me da la gana! —replicó furioso el miliciano—. Y te mato a ti también si te pones por medio.

El veterano sacó el cuchillo y se puso en guardia. Intervinieron los demás camaradas y los apaciguaron. A duras penas sacaron con vida de las primeras líneas al caíd y a sus hombres. Fueron llevados al puesto de mando del sector, donde los interrogaron someramente. Se dispuso que los condujesen a Madrid en una camioneta.

Entre los milicianos designados para custodiarlos se hallaba el veterano que había defendido al caíd. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, enjuto y grave: la barba crecida y cenicienta y la tez curtida de estar en las trincheras habían borrado su aspecto habitual de ciudadano y le daban un raro parecido físico con el caíd. Sentado el uno al lado del otro en la batea del camión que les conducía a Madrid, hubiérase dicho que eran dos hermanos de raza.

Cuando entraron por las calles de la capital, los moros, maravillados, se incorporaron para presenciar el espectáculo de la gran ciudad. El caíd, que había soñado con hacer una entrada triunfal al frente de su hueste, no quiso volver la cabeza. Aprovechó un instante en que sus hombres no le miraban para coger una de las manos del miliciano, llevársela a los labios, besarla y decirle:

—Moro estar agradecido.

El miliciano, confuso, huía la mirada del moro.

—¡Te matarán, moro, te matarán! ¡No te hagas ilusiones!

Y para no dejarle lugar a dudas, hacía ademán de cortar señalando a su garganta. El caíd, sereno, respondía:

—No importa. Moro estar agradecido a ti.

La camioneta cargada de prisioneros había llegado al centro de Madrid. Eran las cinco de la tarde, y a aquella hora las calles céntricas estaban rebosantes de una muchedumbre animada y bulliciosa. Los moros, puestos de pie en la batea de la camioneta, eran un espectáculo inusitado y pronto corrieron tras ellos chicos y grandes. En un cruce de la Gran Vía se detuvo la camioneta y pronto la rodearon millares de transeúntes ávidos de ver de cerca y de tocar a los prisioneros.

Alguien debió de creer que aquella exhibición de los moros apresados sería eficaz para levantar el ánimo y la moral combativa del pueblo, porque a partir de entonces la camioneta cargada con las dos docenas de cabileños supervivientes anduvo de calle en calle durante toda la tarde, parándose en todas las esquinas y rodeada siempre de una masa enorme de madrileños que se regocijaban al ver a los moros haciendo incansables el saludo antifascista.

—Como ésos —decía jactancioso un madrileño castizo— hemos cogido más de diez mil.

—Es que se han sublevado, ¿sabe usted?, han degollado a Franco y se han pasado a nuestras filas —replicaba otro, al que esta versión le parecía más verosímil que la de la captura de los diez mil marroquíes.

—¡No, si los moros son muy bolcheviques! ¿Verdad, Mustafá? —preguntaba un tercero encarándose amistosamente con uno de los aturdidos prisioneros.

Los moros, como si quisieran corroborar esta ingenua presunción, se desgañitaban dando vivas a la República. Alguna vieja gruñona o algún miliciano mal encarado decían al pasar:

—Lo que hay que hacer con todos esos tíos asesinos es fusilarlos por la espalda. Siempre había quien replicaba:

—A los que hay que fusilar es a quienes los han traído, a los fascistas, cien veces más criminales que ellos.

Porque, en realidad, la exhibición de los moros prisioneros no provocaba en la masa del pueblo una gran irritación contra ellos. El buen pueblo de Madrid consideraba a los moros —que hubieran podido entrar a sangre y fuego por sus calles y plazas— como a instrumentos inconscientes del mal que hacían. Desde su altiva superioridad de ciudadanos conscientes, los madrileños los miraban con más lástima que rencor, como a seres inferiores, pobres bestias azuzadas. Y al verlos prisioneros levantando grotescamente el puño, les daban cacahuetes, como hacían con las alimañas enjauladas en la casa de fieras del Retiro.

La gran masa popular, que no sabe hacer la guerra ni conoce sus exigencias, se mostraba indulgente con los moros y les hubiese perdonado la vida. Pero la guerra tiene sus terribles leyes, y quienes en nombre del pueblo la hacían decretaron implacables la muerte de los moros prisioneros. Cuando al caer la noche la multitud fue dispersándose y las calles de Madrid quedaron desiertas, la camioneta cargada con los prisioneros buscó un paraje solitario de las afueras de Madrid. Había terminado la exhibición y llegaba la hora de deshacerse de aquella carga inútil de humanidad.

El viejo caíd, que había permanecido acurrucado en la camioneta al lado del veterano rojo que los custodiaba, volvió a cogerle la mano y le preguntó:

—¿Matar moros ahora?

El miliciano asintió gravemente.

—¡Alá es grande! —fue la única respuesta del caíd.

Después de una pausa el miliciano agregó:

—Yo quisiera que tú vivieses. Eres todo un hombre. Pero no puedo hacer nada por ti.

—Yo sabe; yo sabe —decía el caíd oprimiendo suavemente con su mano larga y huesuda la del miliciano—. Moro sabe que tú estar amigo aunque mates. Moro también mataría. Estar cosa de guerra y de hombres. ¡Alá es grande!

* * *

Los pusieron en fila contra una tapia y los segaron con las ráfagas de plomo de una ametralladora.