2

Tiro de Daniel hacia el coche y le abro la puerta del acompañante. Lo ayudo a sentarse y le pongo el cinturón de seguridad.

Daniel no me mira, pero aprieta la mandíbula con fuerza. Resopla por la nariz e inhala profundamente antes de que me aparte de él. Está excitado y furioso. No le gusta que las cosas no salgan como ha planeado, a pesar de que eso no sea lo que necesita.

A mí me tiemblan las piernas y las manos y estoy tan excitada que seguramente bastaría con que Daniel volviese a besarme o a decirme que me ama para que alcanzase el orgasmo.

Respiro hondo antes de entrar en el coche y sentarme tras el volante. A pesar de lo satisfactorio que sería hacerle ahora el amor, ambos queremos contenernos hasta el momento exacto.

—¿Cuál es el segundo lugar que querías enseñarme, amor?

Él sigue en silencio. Primero creo que está enfadado y que no quiere contestarme, pero tras poner en marcha el motor y volver a la carretera, me atrevo a mirarlo y descubro que tiene los ojos cerrados y que le tiemblan las manos. Está intentando tranquilizarse; coge aire despacio y lo suelta por entre los labios mientras mantiene las piernas ligeramente separadas, con los pies apretados en la alfombrilla del coche.

Está muy excitado.

Sujeto el volante con fuerza unos segundos antes de soltar la mano izquierda y acercarla al muslo de Daniel.

Él abre los ojos de repente y me mira. Sus iris me queman la piel.

—No me toques. —No es una orden, sino una súplica.

—Puedo hacer contigo lo que quiera —contesto yo, colocando la mano encima de su erección.

Él aprieta los dientes hasta que le tiembla un músculo de la mandíbula y levanta levemente las caderas en busca de mis dedos.

—Para el coche —me pide—. No puedo seguir así.

Echa la cabeza hacia atrás y una gota de sudor le resbala por la sien.

—Sí puedes y seguirás así hasta que me digas lo que quiero oír.

—Está cerca de aquí —masculla—; gira a la derecha en el próximo cruce y verás un lago.

Aparto la mano de su erección y no sé si él respira aliviado o decepcionado, pero con una sola mano no puedo girar el volante y por nada del mundo quiero ponernos en peligro. Así también los dos podemos aprovechar esa tregua forzosa para calmarnos.

Él no parece calmarse, sino que separa más las piernas y coloca las manos atadas encima de su erección.

—Daniel, si te tocas, pararé el coche y todo habrá terminado. Te quitaré el cinturón y el anillo de cuero y no volveremos a hablar de esto nunca más —le digo seria—. ¿Es eso lo que quieres? ¿Ahora que hemos llegado tan lejos?

Él suelta el aliento entre los dientes y aparta las manos para colocarlas encima de su muslo derecho. El torso le sube y baja, temblando como si le doliera respirar, y tiene la nuca empapada de sudor.

—Gracias, amor —le digo, acariciándole la mejilla—. Lo has hecho muy bien.

Él no dice nada, pero mueve la cara en busca de mi mano.

—Es allí —dice—, junto al lago.

Sujeto de nuevo el volante con las dos manos, echando de menos el tacto de su piel al instante, y giro hacia una plataforma de madera que hay a la orilla del agua.

Ha oscurecido un poco, lo bastante como para que nadie pueda vernos si apago las luces del coche. Detengo el motor y espero a que Daniel empiece a hablar. Sé que va a tomarse su tiempo para buscar las palabras exactas y no voy a presionarlo.

—Mi madre, Laura y yo veníamos aquí a veces —empieza—. A mi hermana y a mí nos gustaba mucho porque mamá se sentaba a leer en la plataforma de madera mientras ella y yo jugábamos en la hierba o en el agua. Recuerdo un verano en que lo pasamos muy bien; yo tenía un barco teledirigido y Laura había decidido aprender a pescar. Incluso mi padre vino un par de tardes. —Traga saliva y, tras unos segundos, se obliga a continuar—. El verano siguiente, Laura y yo quisimos volver, pero mamá nos dijo que no. Yo volví a insistir —suspira—, supongo que me puse pesado, y mi madre me dijo a gritos que jamás volveríamos a este lago. Esa misma noche, oí discutir a mis padres. Mi madre le preguntaba a mi padre cómo había sido capaz de serle infiel. Se insultaron. Se gritaron. Los dos se dijeron cosas horribles. Oí que se rompía algo, probablemente fuese un jarrón. Y entonces se quedaron en silencio.

Daniel se calla y, por su mirada, sé que está recordando algo muy doloroso. No puedo soportar verlo así.

—Tócame, Amelia. Por favor.

Me dice lo que necesita y se lo doy. Me vuelvo en mi asiento y le acaricio la mejilla con la mano derecha, mientras coloco al mismo tiempo la izquierda encima de su miembro excitado.

Suspira aliviado y continúa. Mis caricias lo reconfortan.

—Pensé que no iban a decir nada más, que la discusión había terminado, pero mi padre volvió a hablar. Nunca olvidaré sus palabras, por mucho que lo intente: «Tú te acostaste con Jeffrey y yo me he quedado con vuestro bastardo. Perdiste cualquier derecho a reclamarme nada el día que decidiste quedarte con ese niño».

Le tiemblan los brazos de la fuerza que está haciendo para contener la rabia.

—Hoy es la primera vez que veo este lago desde entonces. Es una estupidez, pero me convencí de que lo había soñado. Me dije que había sido una pesadilla, que era imposible que Jeffrey fuese mi padre y, durante un tiempo, me convencí de ello. Un día del verano siguiente, Laura sugirió que viniésemos al lago, pero yo me negué. Pensé que si volvía aquí recordaría lo de esa horrible noche y no tendría más remedio que asumirlo. No tendría que haberme molestado —suspiró agotado—, mi tío se encargó de dejarme claro quién era yo y qué quería hacer conmigo.

Le acaricio la mejilla y deslizo los dedos hasta su nuca.

Daniel se tensa y vuelve a hablar:

—Además de todo lo que me hizo Jeffrey, también me arrebató uno de los pocos buenos recuerdos que tenía de mi familia.

Cierra los ojos y apoya la cabeza en el asiento del coche. Le suelto el pelo y paso la mano por el brazo izquierdo hasta llegar al cinturón de seguridad. Lo suelto y lo aparto con cuidado.

Suelto también el mío y salgo del vehículo. Él no se ha movido, espera a que yo le diga que puede hacerlo. Haré mucho más. Paso por delante del coche y voy hacia su puerta, la abro y cojo a Daniel por el cinturón que sigue atándole las muñecas.

—Sal del coche, amor. Vamos.

Daniel es el hombre más fuerte que he visto nunca. Los músculos de su torso son inacabables y las horas que se ha pasado nadando en la piscina le han dejado los brazos más bien formados que uno podría imaginar. Tiene las piernas musculadas de tanto nadar y las nalgas de acero. Su cuerpo me excita sólo con mirarlo y sé —muy a mi pesar— que cautiva a todas las mujeres que se cruzan en su camino. Sin embargo, lo más irresistible de él son sus ojos y el modo en que tiembla cuando se entrega a mí.

Sale del coche. Tiene las manos atadas, pero aun así, desprende autoridad y poder con cada movimiento. Se detiene frente a la puerta, lo suficientemente lejos como para que yo pueda cerrarla.

—Ven —le digo, cogiéndole ahora de las manos—, date la vuelta.

Daniel se vuelve, el capó del coche queda delante de nosotros, el lago brilla detrás, con los destellos de la luna.

—Es un lago, Daniel, no tiene el poder de destruirte. Nadie lo tiene.

—No sé cómo pudo acostarse con él.

No hace falta que me diga a quién se refiere. En el fondo me parece un auténtico milagro que, a pesar de todo, haya sido capaz de seguir queriendo a su madre.

—No pienses en eso, amor. Mira el lago y cuéntame cómo era el día que estuvisteis aquí los cuatro.

—Tranquilo. Feliz.

Pronuncia esas dos únicas palabras y sé que le han dolido. Necesita algo más, si quiero que recupere ese lugar.

—Ven.

Lo acerco al capó, hago que se detenga con los pies justo delante de la rueda delantera.

—Mira el lago otra vez. Es precioso. El agua brilla y apenas se mueve. Seguro que ese día que estuviste aquí con tu familia hacía sol y calor. Seguro que salpicaste a Laura y ella se rió.

—No, se enfadó conmigo. Dijo que estaba muy fría —dice con una sonrisa.

—Date la vuelta, Daniel.

Él se vuelve despacio y, a pesar de que sigue sonriendo, veo que está triste. Con una mano en su torso, lo empujo levemente hacia atrás hasta que la parte trasera de sus muslos se apoya en el capó del coche.

—Es un lago precioso, Daniel —susurro, deslizando los dedos por encima de la bragueta de los pantalones—. Gracias por enseñármelo.

—Nunca pensé que volvería aquí, y menos con una mujer.

Apoyo la mano derecha en el capó del coche, junto a la cadera de Daniel, y la izquierda en su cintura. Me acerco hasta que mi pecho se pega al suyo y mis labios le rozan la oreja derecha.

—No has traído a una mujer —susurro, antes de morderle el lóbulo—, me has traído a mí.

Llevo mis dedos a la cintura de su pantalón y los detengo encima del botón. Le doy un beso en el cuello, dejo los labios quietos allí un segundo y noto que el pulso se le acelera.

—Dentro de unos años vamos a volver aquí. ¿De acuerdo? Tú, yo y nuestros hijos.

La erección de Daniel tiembla al oír la segunda parte de la frase. Aprieto su miembro y, tras darle un beso en la mandíbula, vuelvo a morderle el lóbulo.

—¿De acuerdo? —repito.

—De acuerdo —susurra él.

Deslizo la mano dentro del pantalón, por debajo de la ropa interior, y lo siento temblar.

—Muy bien, amor, pero sigo enfadada contigo.

—Lo siento.

Muevo la mano, aprieto, capturo una gota de su semen en las yemas y se la deslizo por el miembro.

—No quiero que lo sientas —le digo al oído—, quiero que me digas por qué estoy enfadada y que me prometas que nunca volverás a pensar algo así.

Él mueve levemente las caderas y aprieta los dientes.

—Sabes por qué estoy enfadada, ¿no?

Le muerdo el cuello, justo donde se junta con la clavícula, y le clavo los dientes mientras sigo acariciando su erección. El anillo de cuero le impide excitarse demasiado y tiene la piel muy tensa y caliente.

—Porque… —se humedece los labios antes de seguir— porque he dicho que tendría que haber sido yo.

Rodeo el anillo de cuero con los dedos, deslizo las uñas por debajo de la piel que está oprimida bajo la cinta y él traga saliva y tiembla.

—Y qué más, Daniel. Sigue.

—Porque… —repite— porque he dicho que lo que le sucedió a Laura tendría que haberme sucedido a mí desde el principio.

—Exacto, amor. —Le doy un beso en el cuello—. No puedes menospreciar así el sacrificio de tu hermana. —Sujeto su erección y vuelvo a masturbarlo—. Y no toleraré que desees que te sucediera algo así. Si te hubiera pasado a ti, tal vez no nos habríamos conocido. —Me detengo y espero a que a él intente mover las caderas, entonces lo sujeto con fuerza—. No puedo imaginarme el mundo sin ti, así que no me obligues a hacerlo. O me enfadaré de verdad. —Le clavo las uñas en el miembro—. ¿De acuerdo?

Daniel respira entre dientes y traga saliva en busca de una respuesta.

—¿De acuerdo? —repito, presionando su torso con el mío, al mismo tiempo que deslizo la lengua por el tendón de su cuello.

—De acuerdo —susurra.

Me aparto un poco y acerco de nuevo los labios a su oído.

—¿Sabes qué vamos a hacer ahora? Voy a soltarte las manos y vas a conducir directamente hasta el hotel. Quiero que conduzcas tú, porque yo tengo tantas ganas de tenerte dentro de mí que no me veo capaz de concentrarme.

Su erección se estremece entre mis dedos y Daniel aprieta los dientes.

—Conducirás en silencio, sin decirme nada, y pensarás en todo lo que habríamos perdido los dos si tu pasado fuera distinto. Pensarás en todos los besos que no nos habríamos dado, en todas las noches y en todos los días que habríamos tenido que pasar el uno sin el otro. ¿Crees que puedes imaginártelo?

—No, no quiero imaginármelo —masculla furioso.

—Yo tampoco —le digo, moviendo la mano hacia arriba y abajo de su erección—. Y tú me has obligado.

—Yo… —Tiembla—. Lo siento. No puedo más, Amelia. Necesito terminar. —Traga saliva—. Necesito estar dentro de ti.

—Y lo estarás. Cuando te lo hayas ganado.

Me aparto y saco poco a poco la mano de dentro de sus pantalones. Él mueve las caderas para alargar el contacto con mis dedos, pero no se lo permito. Le cojo las manos y desabrocho el cinturón. Daniel está inmóvil, desvía los ojos de mis manos a mi cara, como si no supiera qué devorar primero.

Le cojo las muñecas y me las acerco a los labios para besarlas. El cinturón no estaba tan apretado como para hacerle daño, pero tengo ganas de besarlo y eso me proporciona la excusa perfecta. Le doy un beso en cada muñeca y paso la lengua despacio por debajo de la cinta de cuero que tanto significa en nuestra unión.

—Vamos, amor, ve al coche —le digo, tras soltarlo. Se lo ve tan absorto, tan mío, que no puedo resistir la tentación de pasarle los dedos por el pelo—. Vamos al hotel, necesitamos estar juntos.

Daniel asiente y, tras carraspear, se dirige al Jaguar y se sienta sin pensarlo tras el volante. Lo sigo, impaciente por seguir sintiendo su presencia a mi lado. Y porque no puedo estar ni un segundo lejos de sus ojos.

Abro la puerta del acompañante, me siento y me abrocho el cinturón (a la tercera) con torpeza.

Daniel pone el coche en marcha y vuelve a la carretera principal.

—El hotel está cerca —me dice, tras apretar la mandíbula un par de veces—, a menos de cinco minutos.

—Me alegro —confieso—, no creo que podamos aguantar mucho más. Tú tienes el anillo, pero yo… —Muevo las piernas y noto sus ojos fijos en ellas—. La carretera, Daniel.

Gira la cabeza con un gesto brusco y los nudillos se le ponen blancos de la fuerza con que sujeta el volante.

—Eso ha sido cruel, Amelia. —Pero sonríe, contradiciendo sus palabras.

—Tú conduce y escucha bien lo que quiero que me hagas cuando lleguemos. No volveré a repetírtelo.

—De acuerdo.

—Llegaremos al hotel. Tú cogerás la llave en recepción y yo te esperaré impaciente. Estaré detrás de ti, escuchando tu voz, oliendo tu perfume. Me notarás a tu lado, tocándote la espalda, acariciándote el brazo y dándote un beso de vez en cuando.

—¿Y qué más?

—Entraremos en el ascensor. Nos colocaremos en el fondo…

—Como el día que nos conocimos —termina él.

—Si estamos solos, sólo nos besaremos una vez. No podemos besarnos más.

—¿Y si no?

—Si no, nos colocaremos el uno junto al otro y nos daremos la mano.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¿Y cuando el ascensor se detenga?

—Saldremos e iremos directamente a nuestro dormitorio. Yo abriré la puerta.

—¿Y yo? —me pregunta, cambiando de marcha.

—Tú cerrarás la puerta, me cogerás en brazos y me harás el amor contra la primera pared que encuentres. No quiero que me toques, ni que me acaricies, quiero que entres dentro de mí y me poseas como sólo tú puedes hacerlo. Yo no tardaré en tener un orgasmo, pero tú… —Tiemblo y tengo que humedecerme los labios para continuar.

—¿Yo?

—Tú no. Me sujetarás y me besarás, notarás cómo tiemblo a tu alrededor. Mi cuerpo querrá arrastrarte, porque nada me gusta más que notar cómo terminas dentro de mí, pero esta vez terminaré sola. Terminaré sola con tu súplica. Después me dejarás en el suelo y nos desnudaremos. Tal vez te quite el anillo de la erección, tal vez no.

—Amelia…

—¿Sí?

—Ya hemos llegado.