3
Despierto en la cama, desnuda y cubierta por las sábanas blancas. Daniel está dormido a mi lado y su rostro me desconcierta. Tras lo de anoche no debería tener ningún rastro de oscuridad en él y, sin embargo, detecto la preocupación en las comisuras de sus ojos.
Le acaricio la frente y la mejilla.
—¿Qué nuevo secreto te atormenta? —le pregunto en voz baja convencida de que no va a escucharme.
—Tengo que irme de viaje.
Tiene los ojos completamente abiertos y fijos en mi rostro a la espera de mi reacción.
—Creía que estabas dormido —susurro. La luz que se cuela por la ventana todavía es tenue y quiero mantener la fuerte sensación de intimidad que creamos ayer con nuestros cuerpos.
—Tengo que irme de viaje —repite, obligándome a reconocer que lo he escuchado antes.
—¿Cuándo?
Me tumbo de lado para seguir mirándolo y también poder acariciarle el rostro y la parte superior del cuerpo. Todavía no sé qué le pasa pero, sea lo que sea, necesito recordarle que yo siempre estoy a su lado.
—Mañana. Hoy. —Se frota la frustración de la cara—. ¡Mierda!
La desesperación de anoche adquiere ahora otra dimensión. ¿Acaso cree Daniel que necesita recordarme lo que tenemos para poder irse unos días? ¿Acaso lo necesita él? Se me anuda el estómago y no me gusta nada la sensación.
—¿Dónde? ¿Durante cuántos días?
—A Edimburgo. Cuatro días… una semana como mucho. —Se incorpora furioso. Primero se sienta en la cama y creo que va a quedarse allí, pero se pone en pie de inmediato y se dirige al armario—. Tenía que ir Patricia, pero ayer en la reunión exigieron que fuera Daniel Bond.
—No hables de ti en tercera persona.
Se vuelve y me mira enarcando una ceja.
—Ya te dije que la antigua versión de Daniel sigue siendo muy convincente.
—No hay ninguna antigua versión de Daniel. Si quieres discutir conmigo, de acuerdo, pero no entiendo por qué. ¿Necesitas estar furioso conmigo para poder irte?
—¡No, maldita sea, no! —Lanza cuatro camisas blancas encima de la cama y, acto seguido, se vuelve para ir en busca de las corbatas.
—Entonces ¿qué necesitas, Daniel? —Me incorporo y me quedo sentada. Me cubro con la sábana. No es timidez, sencillamente no quiero discutir desnuda.
Él se detiene y vuelve a pasarse las manos por el pelo. Está dándome la espalda y durante un segundo temo que vaya a seguir haciendo el equipaje sin contestarme, o que se encierre en el baño para ducharse y luego salga y se comporte como si no hubiera sucedido nada. La tensión de sus hombros, el leve cambio que se produce en ella, es el único gesto que delata la verdadera emoción que está sintiendo Daniel: confusión.
—¡Maldita sea! —farfulla—. Necesito no echarte de menos, Amelia. Necesito poder estar lejos de ti y ser capaz de ser yo. Necesito poder concentrarme en mi maldito trabajo y no estar imaginándome continuamente todo lo que te haré cuando te vea, o lo que te pediré que me hagas a mí.
—Oh, Daniel.
—Y eso no es lo peor de todo. —Se da por vencido y se acerca a mí. No se sienta en la cama, ni se queda de pie a mi lado, sino que se agacha junto al cabezal para que nuestras miradas se encuentren—. Lo peor es cuando empiezo a pensar en todo lo malo que puede haberte sucedido mientras no estoy a tu lado. Sé que no es normal, que ahora ya no tenemos nada que temer, que eres una mujer lista y brillante que si ve que corre peligro llamará a la policía o pedirá ayuda. Lo sé, créeme. Lo sé, pero no puedo evitarlo.
—No me pasará nada, Daniel. Y todo esto que sientes, yo también lo siento.
—Cuando ayer en la reunión insistieron en que fuera yo y no Patricia quien debería viajar a Edimburgo casi los echo del bufete. Patricia se dio cuenta de que me pasaba algo porque intentó convencerlos de que yo no podía ir.
—Patricia es la mejor.
—No, se pasará años restregándome por la cara que intentó salvarme —dice sin rabia—. Lo que quiero decir es que mi reacción fue tan evidente que Patricia tuvo que intervenir. Antes podía haberme pasado la noche con una mujer atada a la cama y nadie lo notaba.
Se me hiela la sangre y tengo ganas de arrancarle la piel a esa mujer.
—Claro, y no lo notaba nadie porque te daba completamente igual. Y muchas gracias por la imagen visual, Daniel. Podrías habértela ahorrado. —Retiro la sábana y salgo furiosa de la cama. Tengo que esquivarlo porque él no se aparta—. Estás intentando hacerme daño y no sé por qué, pero espero que para ti al menos valga la pena.
—Dios, lo siento, Amelia. No quería…
—No, Daniel, no. Tú no eres de la clase de hombre que dice algo que «no quería». Ni ahora ni antes. Lamento mucho que te asuste echarme de menos, si es que es eso lo que te pasa. O que sientas que necesitar a alguien, a mí, es una debilidad. No lo es. —Camino hasta el baño y me detengo en la puerta—. Y si pretendes decirme que lo que te pasa es que tienes miedo de que si no estás aquí conmigo me vaya con otro, creo que te abofetearé.
El brillo de sus ojos me confirma que también estaba pensando esa barbaridad.
—Cuando no te acompañé a la boda de Martha fuiste con Raff. —Se pone en pie y se acerca a mí indignado—. Cuando sólo éramos amantes fuiste a comer con tu exprometido sin decirme nada. —Enumera con los dedos cada una de mis supuestas citas—. Y mientras yo estaba en coma, incluso cuando me desperté, fuiste con Jasper varias veces.
—¡Jasper está con Nathan! Sabes de sobra que ninguno de los dos rompería su relación para estar con una mujer. Su relación es como la nuestra, o eso creía —añado en voz baja, y Daniel está tan enfadado que no me oye. O finge no haberme oído—. No te conté que salía a comer con mi exprometido porque en esa época tú no querías saber nada de mí, señor Bond. Y sabes perfectamente que me metería a monja antes que volver con ese cretino. ¿Y qué más has dicho? Ah, sí, Raff… ¡Es tu mejor amigo, Daniel! Por no mencionar que está enamorado de Marina y que jamás intentaría seducir a tu pareja. ¿Qué diablos te pasa?
—¡No lo sé! ¿Acaso crees que no me doy cuenta de que mi comportamiento es completamente irracional? ¿Acaso crees que me gusta sentirme así?
—Así ¿cómo?
—Como si fuera a morirme si no estás conmigo. No puedo ni pensar.
Se pega a mí y me besa apasionadamente. Enreda los dedos de una mano en mi pelo y me retiene entre sus brazos sin dejar de besarme. Me levanta del suelo y me lleva de vuelta a la cama. Este Daniel no es el de antes, pero tampoco es el que despertó de aquel coma: es un hombre lleno de fuego y pasión, y de tanto amor que no sabe contenerlo.
—Está bien, Daniel —le digo entre besos—. No pasa nada, es normal. Te acostumbrarás, te lo prometo.
—No, no voy a acostumbrarme. —Me mira como si le hubiese dicho que la Tierra es plana—. Levanta las manos. —Lo ordena con una voz tan ronca que no puedo negarme—. Tengo que irme dentro de dos horas y me he pasado la noche despierto pensando en todo lo que quería decirte y hacerte antes de irme.
—No tienes que acumularlo todo ahora —gimo al comprobar que él me ata las muñecas al cabezal de la cama con una cinta de seda—. Estaré aquí cuando vuelvas. Siempre.
No me escucha, o tal vez no puede oírme. Desliza las manos por mis brazos y las detiene en los pechos. Los acaricia despacio, con delicadeza, observando fascinado los cambios que se producen en mi piel. Después las aparta y me recorre el estómago y la cintura. Está entre mis muslos y acaricia primero uno y después el otro con admiración. Está casi ausente, tengo que hacerle volver a mí y tranquilizarlo. No voy a permitir que un estúpido viaje de negocios le haga dudar de nosotros.
Levanto una pierna de la cama y apoyo el talón en el hombro de Daniel. Él me mira a los ojos.
—Si de verdad crees que soy capaz de pensar en otro hombre —lo reto—, suéltame ahora mismo. —Traga saliva y aprieta la mandíbula—. Pero, si no, acércate y bésame por todo el cuerpo. Quiero que cuando te vayas mi piel huela a ti, que no quede ningún centímetro sin haber sentido tus labios. Decídete, Daniel, ¿me sueltas las muñecas o empiezas a besarme?
Entrecierra los ojos, consciente de mi provocación. Sé que lo que pretende es discutir conmigo y no pienso caer en la trampa. Conozco a Daniel y sé que su modo de enfrentarse a la pérdida es éste, echando a la gente de su lado, convirtiendo su relación en una carga, en una debilidad. En algo prescindible. Conmigo no puede, y por eso está furioso consigo mismo, porque sabe que ha perdido antes de librar cualquier batalla.
Está inmóvil, así que tiro de la cinta de las muñecas. Me las ha anudado tan alterado que si tiro con fuerza podré soltarme. Daniel me detiene de inmediato y su boca se lanza encima de mí sin piedad. Noto su lengua deslizándose por mi sexo, furiosa y ansiosa por buscar cualquier traza de mi sabor. Levanto las caderas y Daniel me aprieta con fuerza y las retiene.
—Una cosa más, Daniel… —Gimo de placer, pero sé que me ha oído porque se detiene un segundo—. No te corras. Si te corres, te ataré a la cama y esos escoceses tendrán que buscarse a otro.
Vuelve a lamerme, a besar mi sexo con los labios, a gemir pegado a mi cuerpo.
—¿Y si no me corro? —Me muerde el interior del muslo—. Quieta…
—También te ataré a la cama. —Vuelve a deslizar la lengua dentro de mí y tiro de la cinta—. Te ataré boca abajo —sigo—. Te ataré los pies, uno a cada extremo de la cama, y las manos al cabezal. No podrás moverte.
Los labios de Daniel están desesperados, bebe de mí como si fuese a morir si no lo hace. Ahora tiene ambas manos en mis caderas y, aunque me retiene con firmeza en la cama, también flexiona los dedos al oír mis palabras.
—Más —me pide separándose un segundo.
—Te ataré las manos y me apartaré. Durante unos segundos creerás que me he ido pero entonces sentirás el suave escozor de un látigo de seda en la piel.
Me aprieta las caderas con tanta fuerza que tendré sus dedos marcados durante días. Mejor, así no lo echaré tanto de menos.
—Más.
—Es un látigo hecho a medida. Te golpearé despacio para que puedas sentir cada caricia, para que tu piel se acostumbre y necesite más. Bajaré el látigo por las nalgas suavemente, te atormentaré, jugaré contigo y te haré enloquecer de placer.
Gime pegado a mi sexo y el sonido, junto con el temblor, casi me provoca un orgasmo.
—Más. —Se aparta para mirarme a los ojos, tiene el rostro empapado de sudor y ha desaparecido parte del miedo irracional de antes—. Por favor, Amelia. Tiene que bastarme.
Asiento y trago saliva. Por él haré todo lo que necesite.
—Utilizaré el látigo en las nalgas, pero no demasiado. —Vuelve a lamerme—. No quiero hacerte daño en la piel y, además, tengo otros planes. Me sentaré a horcajadas encima de ti y besaré las marcas del látigo. Todas y cada una, alguna también la morderé, otras tal vez no. Estarás al borde del orgasmo, como yo ahora. Intentarás moverte encima de la cama, buscar la fricción de las sábanas contra tu erección, pero no voy a permitírtelo.
—Sí, sí…
—Deslizaré una mano entre tus piernas y no dejaré que te muevas. No puedes eyacular encima de la cama como si yo no existiera, eres mío y me perteneces.
Me lame con tanto deseo que mi cuerpo tiembla de los pies a la cabeza.
—Amelia… —suspira.
Tengo que terminar de contarle lo que voy a hacerle. A Daniel le tranquiliza saber qué tengo pensado para poseerle, y le excita sobremanera.
—Te besaré la espalda, no dejaré ni un centímetro. —Repito lo que le he pedido antes—. Te besaré igual que me estás besando tú ahora. Exactamente igual.
Dios, su lengua ha recorrido todo mi interior y he sentido el estremecimiento que ha sacudido a Daniel en mi piel.
—¿Igual?
Está tan entregado al placer, a las imágenes que he conjurado en su mente, que ni siquiera sabe que me lo ha preguntado en voz alta.
—Igual —afirmo sin ocultar mi deseo—. Entraré dentro de ti y te besaré, serás mío. Y cuando hayas gritado mi nombre, cuando hayas eyaculado en mi mano sintiéndome dentro de ti de este modo tan íntimo, te soltaré. Aflojaré las cintas y te daré la vuelta. Tú me besarás y me abrazarás. No podrás dejar de tocarme.
Desliza la nariz y atrapa el clítoris entre los dientes. Su lengua busca ansiosa mis gemidos y ya no puedo seguir negándoselos.
—Más. —La voz de Daniel me lleva al límite.
—Te haré el amor, me sentaré encima de ti y te meteré dentro de mí. No dejaré que apartes la mirada de mí, sólo podrás sujetarme por la cintura, guiar mis movimientos. Me moveré únicamente como tú quieras. Tal vez utilizaré una flor, una de las rosas que hay junto a la cama para acariciarte, o tal vez encienda una vela… Pero no dejaré que te muevas ni que me toques. Sólo tus manos en mi cintura y mis movimientos encima de ti. Y nuestros ojos mirándose. ¿Es eso lo que quieres?
Mueve la cabeza sin apartar los labios de mi sexo.
—Sí —logra pronunciar.
—¿De verdad? ¿De verdad crees que serás capaz de soportarlo? ¿De verdad dejarás que te dé tanto placer con mis labios? ¿De verdad eres capaz de pertenecerme de esta manera?
—Sí, Amelia, sí. Por favor.
—Eres tú el que me ha atado las manos —le recuerdo tras gemir de nuevo—, eres tú el que me está torturando y poseyéndome. Enloqueciéndome de placer.
La lengua de Daniel me penetra y me retiene las caderas.
—Daniel —gimo al arquear la espalda. Estoy cerca, ansiosa por terminar y poder tocarlo de nuevo cuando él se aparta—. No —se escapa de mis labios.
Daniel se arrodilla entre mis piernas y me mira a los ojos. Desliza la lengua por la comisura de los labios y no oculta que mi sabor le hace perder la cabeza. Coge dos almohadas y las coloca debajo de mis nalgas. La fuerza de su mirada me ha arrebatado el habla y sólo puedo sentir. Dejarme llevar y sentir.
Veo que alarga la mano hasta una de las rosas que hay en el jarrón de la mesilla y la acerca a mi cuerpo. La detiene en mi obligo y pasa levemente los pétalos por encima. La lleva más abajo y por fin entiendo el porqué de las almohadas.
—Tú puedes hacerme todo lo que me has dicho. —Desliza la flor por los labios de mi sexo. Tiemblan, estaba a punto de llegar al clímax y añoran el calor de Daniel—. Insisto en que lo hagas. Te lo suplico, pero ahora es mi turno. Y yo sí que voy a utilizar la flor.
—Con una condición —lo interrumpo antes de que me acaricie porque sé que voy a perder la capacidad de pensar.
—¿Cuál? —Enarca una ceja.
—Haz lo que quieras con la flor, pero tú entra dentro de mí.
Guía su erección hacia mi sexo y me penetra despacio. Sujeta el miembro con la mano que tiene libre y se para tras introducir la punta. Espera que mi cuerpo se adapte, nos tortura a los dos con esa sensación, y luego sigue penetrándome lentamente. Retrocede un poco y después vuelve a avanzar. Es una deliciosa agonía.
Cuando está completamente dentro de mí desliza la flor por encima de los labios de mi sexo y él también se estremece porque los pétalos también lo acarician.
—¿Algo más?
Si no fuera porque se le rompe la voz, le reñiría por ser tan engreído.
—Sí —musito.
Daniel mueve las caderas y juega con la flor.
—Córrete conmigo y no te contengas, no intentes dominarte. Deja que sea tan fuerte y tan intenso como tenga que ser.
—¿Por qué? —me provoca retirándose de mi cuerpo. Tiene que morderse el labio inferior para no gemir y yo sonrío al verlo.
—Porque cuando me sueltes y te entregues a mí haré todo lo que te he dicho. Todo. —Se le oscurecen los ojos—. Te irás de aquí preguntándote cómo has sido capaz de tener miedo de nosotros. —Me penetra y hunde los pétalos entre los labios de mi sexo—. Dios, Daniel, juro que sabrás que eres mío durante el resto de tu vida.
—Y tú eres mía, tampoco lo olvides.
—Jamás podría olvidarlo. —Arqueo la espalda, intento levantar las caderas—. No necesito que me lo recuerdes… —Tengo que aguantar un poco más—… porque no existe la posibilidad de que te olvide. ¡Daniel! Puedo sentir tu corazón dentro de mí.
Comprimo los labios de mi sexo, aprieto los muslos alrededor de Daniel y él rompe el tallo de la rosa que tenía en la mano. La flor cae en la cama y Daniel se derrumba encima de mí. Apoya las manos a ambos lados de mi cabeza y me besa desesperado. Frenético. Al borde de la locura.
—Lo siento, Amelia. Siento no poder contener lo que siento.
—No lo sientas —le pido interrumpiendo el beso— y no dejes de sentirlo. Por favor, Daniel, por favor.
—Amelia, Amelia —farfulla mi nombre—. Más… Amelia. Por favor. Más… Lo quiero todo… No dejes… que me vaya así… Más… Todo… Tuyo.
Cuando Daniel cede al deseo se entrega tanto que es incapaz de formular frases enteras o de contener lo que siente.
—¡Mío! —grito al alcanzar el orgasmo y Daniel se precipita conmigo.
Al terminar me suelta las muñecas y le hago todo lo que antes le he prometido. Lo ato a la cama, dejo que su piel sienta la caricia del látigo y le prohíbo que se corra sin mí. Le beso las marcas, las nalgas, le doy algo que nunca le ha dado nadie y que él jamás le ha permitido a otra persona y le hago enloquecer. Es mío, completa e irremediablemente mío. Y cuando hacemos el amor tal como le he prometido que lo haríamos, le brillan los ojos y susurra que me ama.
Cuando despierto, se ha ido.