13

El resto del fin de semana fue maravilloso. Para ser un hombre tan convencido de que no quería tener una relación, a Daniel se le daba muy bien hacer que una mujer se sintiese la más especial del mundo. De hecho, si el domingo no hubiésemos vuelto a Londres, probablemente me habría echado encima de él y le habría exigido que me besase. Otra vez.

El sábado por la noche, después de que yo entrase en el comedor sin el antifaz, Daniel se comportó como un perfecto caballero, hablamos de libros, de nuestras respectivas épocas universitarias… y durante un rato me olvidé de que estaba con el hombre más fascinante y complicado que había conocido nunca. Él me preguntó por mi familia como si le interesase de verdad, pero cuando yo le pregunté por la suya, cambió de tema en menos de un par de segundos. Yo se lo permití porque vi que en el fondo de sus ojos negros brillaba algo especial, algo remoto y a lo que no parecía querer enfrentarse. Y porque no quería estropear aquellos momentos.

No tenía ninguna duda de que Daniel había hablado en serio: el lunes volvería a convertirse en el hombre distante de trajes negros carísimos y que quería que su amante llevase los ojos ocultos tras una seda negra. Pero aquel sábado por la noche Daniel Bond era sólo un chico y yo una chica, cenando a la luz de las velas.

Terminamos el postre, un delicioso pudin de chocolate blanco, y él insistió en lavar los platos mientras yo lo esperaba en el sofá, con un libro que me había recomendado durante la cena y que tenía en la biblioteca.

Lo encontré con facilidad y me quedé de pie junto a la chimenea, leyendo las primeras páginas.

—Estás preciosa —me dijo Daniel al entrar.

Me sonrojé y cerré el libro nerviosa.

—¿Puedo llevármelo?

Levanté el ejemplar y él tuvo la cortesía de fingir que no veía que me temblaban las manos.

—Claro.

Se quedó mirándome de aquel modo que me hacía sentir como si quisiera tocarme pero estuviera conteniéndose y se me erizó la piel sólo de pensar en sus manos encima de mí.

Durante la cena, él no había hecho ni siquiera una leve referencia a la conversación de antes y yo estaba empezando a creer que me la había imaginado. Hasta que me llevé la mano al bolsillo casi sin querer y toqué la cinta de raso negro.

Daniel se fijó en el gesto y en mi expresión al rozar el retal de seda. Lo supe porque lo vi tragar saliva y luego desviar la vista hacia una mesa en la que había una botella de cristal tallado que seguro que contenía un whisky carísimo. Todo lo que había en aquella casa era de la mejor calidad e, igual que los trajes que él llevaba en el bufete, era elegante y sofisticado. Daniel Bond era uno de los hombres más ricos de Inglaterra y no ocultaba que le gustaba estar rodeado de cosas bellas, pero no alardeaba de ello.

—¿Te gusta trabajar en el bufete? —me sorprendió preguntándome.

Eso me obligó a dejar de mirarlo. Algo que al parecer me estaba resultando cada vez más difícil.

—Sí, mucho. Todavía me estoy poniendo al día, pero Martha me está ayudando mucho. Y David Lee es increíble. ¿Hay algo que no sepa ese hombre sobre derecho matrimonial?

—No. —Sonrió él y se sirvió dos dedos de whisky en una copa—. David está muy sorprendido contigo, dice que tus enfoques son imprevisibles.

No tuve más remedio que devolverle la sonrisa.

—Bueno, es muy amable diciendo eso. La verdad es que me siento muy torpe a su lado.

—No tienes por qué.

—Gracias —dije, mirándolo de nuevo—. Soy consciente de que Patricia me contrató para hacerle un favor a mi madre y tengo la intención de hacer todo lo que esté en mi mano para que no se arrepienta de ello.

—Y, tú, ¿crees que algún día te arrepentirás de haber vuelto a Londres?

—Jamás. Nunca debí haberme ido.

—¿Por qué lo hiciste? —Me lo preguntó tras vaciar la copa y con el mismo tono de voz que utilizaba cuando estaba enfadado.

Dejé el libro en la repisa y paseé por delante de la chimenea. Daniel no se acercó, pero sentí que sus ojos seguían cada uno de mis movimientos.

—¿Tan enamorada estabas de tu prometido? —sugirió, al ver que yo no contestaba.

Entonces levanté la vista. Estaba tenso, había dejado la copa en la mesa y permanecía completamente inmóvil. Me recordó a una pantera, igual que el día que lo vi en el ascensor, y sentí la tentación de acercarme a él a pesar de que sabía que probablemente no era lo que Daniel quería. No lo hice.

—No —le contesté sincera y vi que soltaba el aliento—. Estaba enamorada de mi idea del amor. —Me encogí de hombros y terminé de contarle la verdad—: Tenía tantas ganas de creer que él me quería y que yo lo quería que estuve a punto de convencerme de ello. Íbamos a celebrar una boda preciosa, nos iríamos de luna de miel y, cuando volviésemos, yo trabajaría en un pequeño bufete de Bloxham. Tendríamos un niño al cabo de un año, dos a lo sumo, y después otro. Y daríamos fiestas en el jardín y él me diría que me quería bajo la luz de la luna mientras los niños dormían dentro de la casa. —Hice una pausa—. Seguro que te parecerá una estupidez.

—No —afirmó rotundo—. Me parece que Tom fue un imbécil por dejar escapar ese futuro que describes. Si no estaba interesado en eso, tendría que haber sido sincero contigo desde el principio.

—Como tú.

—Como yo —convino Daniel, pero tuve la sensación de que le había dolido el comentario.

—Supongo que en el fondo tendría que estarle agradecida.

—¿Por qué? ¿Por haberte sido infiel? Se comportó como un cobarde.

—Quizá, pero Tom forma parte del pasado. Y no quiero seguir hablando del tema. —No quería pensar en Tom porque no podía dejar de pensar que si él, un contable de Bloxham con una calvicie incipiente y la elegancia de un pato, me había sido infiel, ¿cómo podía ser capaz de retener el interés de un hombre como Daniel Bond? Al menos Daniel había sido sincero y me había dicho que nuestra relación tenía fecha de caducidad.

Y en mis entrañas sabía que jamás me sería infiel ni haría algo tan vil como lo que me hizo Tom. El día que se cansase de mí, me lo diría mirándome a los ojos.

—Deja de pensar que fue culpa tuya —me espetó Daniel y me dio un vuelco el corazón al ver lo fácil que le resultaba adivinar mis sentimientos.

—¿Cómo lo sabes? Quizá Tom tuviera motivos de sobra para buscarse a otra mujer.

Tomé aire. Daniel me hacía sentir cosas que Tom nunca me había hecho sentir, temblaba sólo con tenerlo cerca y me parecía que dejaría de respirar si no lo besaba, pero nada de eso garantizaba que el sexo fuera a ser diferente. Si decepcionar a Tom me había hecho daño, decepcionar a Daniel me mataría. Metí la mano en el bolsillo y toqué la cinta de seda.

—A mí el sexo no se me da bien —dije en voz baja y sin mirarlo.

—¿Qué has dicho?

—Sólo he estado con un hombre en mi vida y no estuvo interesado en quedarse. —Levanté la cabeza y vi a Daniel con los labios entreabiertos y la respiración acelerada, escuchándome con suma atención. Seguí antes de perder el valor—: Nunca he hecho nada remotamente parecido a lo que antes me has descrito, pero quiero intentarlo. Contigo.

—¡Mierda! —masculló él—. Creía que eras inocente, pero estaba convencido de que al menos habías experimentado algo. ¿No se supone que es lo que hacemos todos en la universidad?

—No, lo siento.

—No te disculpes —me riñó.

Cerré los ojos un segundo para contener las repentinas lágrimas que habían aflorado a mis ojos al ver a Daniel tan furioso.

—Lo siento —repetí yo sin poder evitarlo—. Me iré a dormir y haremos lo que dijiste, como si nada de esto hubiese sucedido.

—No te muevas. —Daniel se pasó las manos por el pelo y se frotó el rostro un segundo—. ¿Estás segura de que quieres seguir adelante? —Se me acercó y se detuvo a pocos centímetros.

—Estoy segura. Nunca había sentido con nadie lo que siento estando contigo. No sé qué es y entiendo lo que me has dicho antes y de todos modos quiero averiguarlo.

—Dios, yo también, pero no puedo pedirte que vengas el lunes a mi apartamento y que te entregues a mí sin más. Hay todo un mundo entre los estúpidos egoístas como Tom y yo, cientos de miles de hombres que matarían para estar contigo. Hombres que no te serán infieles y que le darán gracias a Dios por tener a una mujer como tú a su lado. Hombres que no te impondrían las condiciones que yo necesito imponerte.

—No deseo a ninguno de esos hombres.

—Tú no sabes lo que es el deseo.

—Enséñamelo tú.

Pensé que me rechazaría, que me diría que no estaba interesado en seducir a una mujer tan poco sofisticada como yo.

Lo vi apretar la mandíbula y los puños. Cerró los ojos un instante y, cuando volvió a abrirlos, brillaban como la noche.

—Siéntate en el sofá y cierra los ojos.

Sentí tal alivio que casi se me doblaron las rodillas. Hice lo que Daniel me había indicado y tomé asiento en un sofá de piel marrón de dos plazas; me senté en medio. Él se agachó delante de la chimenea y avivó el fuego.

—Cierra los ojos —repitió Daniel.

Los cerré.

Lo oí caminar y segundos más tarde noté que se oscurecía el salón.

—He apagado la luz —explicó él—. Deja las manos ahí y no las muevas. Quiero que me toques, llevo noches soñando con ello, pero esto es para ti, Amelia, sólo para ti. —Me cogió ambas manos y colocó una a cada lado de mi cuerpo—. Si hago algo que no te gusta, sólo tienes que decírmelo. Todavía no me has dado tu respuesta y esta noche no tiene nada que ver con lo que sucederá a partir del lunes. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Lo único que quiero es demostrarte que eres la mujer más sensual que he conocido nunca. —Me dio un beso en la mandíbula, justo debajo de la oreja y fue bajando por el cuello—. Eres preciosa. —Me besó la clavícula y deslizó una mano por entre los botones del vestido. Debía de estar de rodillas delante de mí, pero no abrí los ojos para comprobarlo. Sentí su mano encima de mi ombligo y temblé, noté que él sonreía levemente, pegado a mi piel—. Eso es, Amelia, no me ocultes jamás cómo te afecto. Tú me afectas del mismo modo. —Su mano subió por mi estómago y, con los nudillos, me acarició un pecho y luego otro—. Respira, Amelia.

Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba aguantando la respiración, pero mi cuerpo debía de creer que sólo necesitaba las caricias de Daniel para vivir y que tomar oxígeno era una pérdida de tiempo innecesaria. Me recorrió entonces el labio inferior con la lengua y yo habría gemido, pero justo entonces, me mordió.

—Relájate y respira, o tendré que morderte.

Asentí y él me recompensó con un beso tan intenso como el que me había dado la noche anterior, al salir de la fiesta. Sentía un cosquilleo casi incontenible en las yemas de los dedos de las ganas que tenía de tocarlo y Daniel debió de notarlo, porque me pellizcó el pecho que me cubría con la mano.

—No te muevas.

Se apartó y yo oí que ambos teníamos la respiración entrecortada. Saber que esos besos lo habían alterado tanto como a mí me excitó todavía más. Me desabrochó los botones del vestido y separó la tela. Esa mañana me había puesto uno de mis conjuntos de ropa interior preferidos; unos sostenes de encaje combinados con negro y nude y unas sencillas braguitas a juego.

—Dios mío.

Me sonrojé al oírle decir eso.

—Puedo ver cómo te estás sonrojando. Tienes la piel más bonita que he visto nunca, blanca y delicada, pero que a la vez quema con sólo mirarla.

Me besó entonces la garganta y fue deslizando la lengua por mi esternón. Se detuvo al llegar al sujetador y se desvió lentamente hacia un pecho. Lo capturó entre los labios y lo besó como si nunca tuviese intención de dejar de hacerlo. Era como si estuviese haciéndole el amor a cada parte de mi cuerpo.

Gemí y eché la cabeza hacia atrás.

Sin dejar de besarme y morderme el pecho, Daniel terminó de desabrocharme el vestido con una mano y, cuando acabó, la colocó justo encima de las braguitas. Volví a gemir e intenté cerrar las piernas.

—No —me detuvo él—. Deja que vea lo excitada que estás. No tengas miedo.

Yo nunca me había sentido cómoda compartiendo esa clase de intimidad con Tom y de repente comprendí que era porque con él parecía forzado, como si ese hombre con el que había estado a punto de casarme, no tuviese derecho a presenciar mi deseo.

Daniel deslizó la mano dentro de mi ropa interior y se detuvo justo encima de mi sexo. Yo estaba temblando, pero él también. Se quedó inmóvil unos segundos y cuando sentí que me besaba el pecho que hasta entonces había estado huérfano de sus labios, suspiré aliviada. Le dedicó a ese pecho las mismas caricias que al otro y poco a poco fue moviendo la mano que tenía entre mis piernas. Sólo me estaba acariciando. Lentamente. Dejando que mi sexo notase los temblores que le recorrían a él cuerpo. Movió los dedos con delicadeza, dándome tiempo para reaccionar y para anticipar y desear cada nuevo movimiento. Y cuando yo adelanté las caderas en busca de más caricias, soltó el pecho que tenía entre los labios y descansó la frente en mi regazo.

Sentí su respiración entrecortada sobre mí. Cada vez que él tomaba aire se me ponía la piel de gallina y tenía que sujetarme al sofá para no soltar las manos y tocarlo. Me humedecí los labios presa del deseo.

Daniel se apartó y poco a poco retiró también la mano que tenía dentro de mis braguitas. Gemí desesperada. Nunca me había sentido como si mi propia piel no pudiese contenerme. Iba a cerrar las piernas para ver si así lograba detener los temblores que amenazaban con consumirme y entonces noté los labios de Daniel encima de mi ropa interior. Me besó justo por encima del encaje. Podía sentir su lengua y sus labios dibujando cada parte de mi sexo, recorriéndolo con lentitud y adoración. La delgada tela de las braguitas no era ninguna barrera para el fuego con el que él me estaba abrasando, sencillamente convertían aquel beso en el más erótico que me habían dado nunca.

Eché la cabeza hacia atrás y volví a aguantar la respiración.

Y Daniel dejó de besarme.

—¿Qué te he dicho que te haría si te olvidabas de respirar?

Tardé varios segundos en comprender que me estaba hablando y otros más en reunir las fuerzas necesarias para contestar:

—Que me morderías.

—Exacto.

Daniel inclinó la cabeza, me capturó el clítoris entre los labios y me lo mordió levemente. Lo besó y lo besó, lo lamió y me sujetó por los muslos mientras yo descubría por primera vez lo que era perder la cabeza de deseo. Lo noté temblar, flexionó los dedos encima de mis muslos y sentí cómo sus labios engullían mi orgasmo como si su vida dependiese de ello. Supongo que grité. No lo sé, pero poco a poco recuperé la calma y me atreví a abrir los ojos.

Daniel seguía de rodillas delante de mí, con la cabeza encima de mi regazo, besándome lentamente. Me besó entre las piernas una vez más y luego la parte interior de los muslos. Me pasó la mejilla por ellos y la barba me hizo cosquillas. Me pareció un gesto tan tierno, tan inconsciente por su parte, que me dio un vuelco el corazón y noté que me resbalaba una lágrima por la mejilla.

Volví a cerrar los ojos antes de que él lo viese. Daniel me besó entonces las marcas que sin querer me había dejado con los dedos al sujetarme los muslos. No dejó una pierna hasta asegurarse de que había besado todas y cada una de las marcas, y luego siguió con la otra. Y cuando se sintió satisfecho, me abrochó el vestido y me dio un cariñoso beso en los labios.

Noté mi sabor en ellos y la lengua de Daniel me hizo el amor igual que había hecho antes con mi sexo.

Quería tocarlo, probablemente nunca había deseado tanto nada, pero no lo hice porque él no me había pedido que lo hiciese. Y una parte de mí quería darle todo lo que necesitase.

Dejó de besarme y el sofá se hundió a mi lado.

—Abre los ojos.

Lo hice y lo descubrí junto a mí. Y lo que vi me dejó sin aliento. Sus ojos, oscurecidos, parecían desprender fuego. Tenía la mandíbula tensa y parecía a punto de perder el control. El torso le subía y bajaba con cada respiración y era imposible ocultar lo excitado que estaba.

—Eres una mujer preciosa, Amelia, y yo soy un bastardo por pedirte lo que te he pedido. Tendría que decirte que lo has sentido conmigo puedes sentirlo con cualquier hombre, pero no pienso hacerlo. De hecho, estoy convencido de que es imposible que exista otro hombre capaz de darte el placer que yo puedo darte. Di que el lunes vendrás a mi apartamento.

Me miró a los ojos. No dijo nada para convencerme. No dijo que no hacía falta que me pusiera la venda, ni tampoco que fuese a cambiar. Ni siquiera me dijo que lo intentaría. No me ofreció ninguna excusa, ninguna mentira. Y lo que me convenció fueron las dos palabras que susurró justo antes de ponerse en pie y salir del salón. Dos palabras que todos mis instintos decían que no les había dicho a ninguna de las siete mujeres con las que había estado:

—Por favor.