CAPÍTULO 1. El pasado secreto de Jupe
—Basta, basta —suplicó Júpiter Jones—. Parad eso. Estaba tan repantigado en su silla giratoria que sólo sus ojos asomaban por encima del desvencijado escritorio de madera. Su voz era un gemido, y su rostro inteligente y despierto estaba contraído por el dolor. El aspecto del Primer Investigador era el de un ser torturado. Y eso era exactamente lo que le estaba ocurriendo.
Era torturado delante de sus dos mejores amigos. Y ninguno de los dos movía un dedo para ayudarle. Los otros dos investigadores, Pete Crenshaw y Bob Andrews, sonreían e incluso soltaban alguna carcajada de vez en cuando.
Los tres se hallaban reunidos en su puesto de mando secreto en el Patio Salvaje, la chatarrería que los Jones poseen en Rocky Beach. Pete estaba recostado en una mecedora con los pies encima de un cajón abierto del archivador. Bob, sentado en un taburete, apoyaba la espalda contra la pared.
Estaban mirando la televisión. En la pantalla, un niño pequeño de unos tres años estaba sentado con las piernas cruzadas encima de una mesa de cocina. Un muchachito de ocho o nueve años, y ojos caídos, sujetaba las manitas gordezuelas del pequeño tras su espalda. Otro niño, que podría tener unos once años, mezclaba algo en un bol de porcelana. Era alto y delgado y llevaba rapados sus cabellos rubios, por lo cual su monda cabeza relucía como un huevo duro al que se le ha echado sal. Sonreía con aire idiota, lo cual hacía que uno se preguntara si en el interior de su cráneo de huevo duro había algo más que la yema del huevo cocido.
«—Oh, po favo —decía el niño gordito con voz inusitadamente grave—. Po favo, bata. Yo no quielo tené zarampión.»
—Quita eso —volvió a suplicar el Primer Investigador—. No puedo soportarlo más,
—Pero yo quiero ver el final —protestó Pete—. Quiero ver cómo temina. Quiero decir, termina.
«—Vamos, Bebé Fatty —decía uno de los niños de la pantalla. Era un muchacho negro, robusto, de unos doce años, con la cabeza cubierta de cabellos erizados como las cerdas de un puerco espín. Sonreía como los demás, pero cierta dulzura en su sonrisa hacía pensar que jamás haría nada que pudiera dañar al niño gordito—. Si tu papá y tu mamá creen que tienes el sarampión —prosiguió con voz de sonsonete— todos tendrán miedo de que nosotros lo pillemos también. Y tendremos que quedarnos en casa y no ir al colegio.»
«—Sí —intervino un muchacho de enormes dientes saltones—. Pensarán que somos cotagiosos.»
El chico de la cabeza rapada, a quien llamaban Peladilla, proseguía con su comedia particular.
Jupe alzó la mano para taparse los ojos. Recordaba aquella escena con aborrecimiento especial. Peladilla sabía mover las orejas. Las movía tanto que sus enormes lóbulos rosados temblaban como trocitos de gelatina.
«Era su único talento como actor», pensó Jupe con rabia, mientras Bob y Pete se desternillaban de risa.
Sin dejar de mover las orejas, Peladilla cogió un pincel puntiagudo y, tras mojarlo en el bol, comenzó a pintar lunares rojos en la cara rechoncha de Bebé Fatty, que se debatía luchando por desasirse, pero sin llorar. Su rostro permanecía tan alegre como el de un querubín pecoso.
La cara de Jupe era muy otra. Había entreabierto los dedos para mirar a través de ellos, y observaba la pantalla con evidente incredulidad.
¿Era realmente él? ¿Aquel crío de cara redonda, con sus monísimos pantalones con tirantes de granjero Brown que dejaba que Peladilla le pintase manchas rojas en la nariz y mejillas, podía ser realmente Júpiter Jones? ¿Júpiter Jones, el Primer Investigador de misterios que algunas veces habían confundido incluso a su amigo, el comisario Reynolds, y a toda la policía local?
No sólo «podía ser», sino que «lo era». Júpiter fue Bebé Fatty, uno de los principales actores de una serie de comedias de media hora de duración que representaban a los Granujas.
Era una época que Jupe se esforzaba por olvidar. Pero cuando por casualidad la recordaba en momentos peculiares, como cuando acababa de golpearse el pie contra una roca, o le entraba una mota en el ojo, el único consuelo cinc encontraba era que no fue él quien eligió el papel de Bebé Fatty.
La primera vez que intervino en los Granujas a la edad de tres años, Júpiter era demasiado pequeño para tomar sus propias decisiones. Y no es que Jupe reprochara a sus padres el haberle buscado aquel trabajo, ya que a ellos debió parecerles la oportunidad de iniciar su vida en el mundo del espectáculo. Hasta que fallecieron en un accidente de automóvil, sus progenitores fueron bailarines de salón profesionales y compitieron en todos los concursos de 'California. Cuando no bailaban en concursos para ganar premios en metálico, lo hacían como extras en las películas. Habían aparecido en un total de doce musicales rodados en los estudios más importantes.
Durante uno de estos rodajes se hicieron muy amigos del director, que de vez en cuando iba a visitarles a su casa. En una de estas visitas, una inolvidable tarde de domingo, le presentaron a su hijo Júpiter.
—¿También vas a ser bailarín cuando seas mayor, pequeño? —le había preguntado el director.
—No —Jupe contestó rotundamente con su voz profunda—. Mis aptitudes son totalmente distintas. Prefiero utilizar mi mente que mi cuerpo. Me temo que mis componentes físicos no son gran cosa; pero en cambio, mi memoria es excelente.
—¿Cuántos años dicen que tiene? —preguntó el director con el mismo tono de asombro de un hombre que acabara de ver un unicornio en su jardín.
—Dos años y once meses.
El director no volvió a decir nada de Jupe hasta poco antes de marcharse. Parecía haberse quedado mudo.
—Un fenómeno —musitó al subir a su automóvil—. Este niño es un fenómeno como no vi otro igual en mi vida.
Pocos días después a Jupe le hicieron una prueba. Al mes se había convertido en Bebé Fatty y era uno de los Granujas.
El éxito fue inmediato. No sólo era un actor con naturalidad, capaz de hipar, balbucear, reír y llorar espontáneamente, obedeciendo las órdenes del director, sino que poseía un talento superior a cualquiera de los otros Granujas. Era capaz de memorizar páginas enteras de diálogo con sólo echarles un vistazo. Durante el año que actuó en la serie, jamás tuvieron que apuntarle, ni olvidó una sola línea.
De no haber sido por la trágica muerte de sus padres, Jupe hubiese seguido como actor infantil durante años. Pero, cuando su tío Titus y su tía Matilda decidieron que fuera a vivir con ellos a Rocky Beach, tía Matilda, que era una mujer amable y reflexiva, le hizo a Júpiter una pregunta amable y reflexiva:
—¿Quieres seguir siendo un Granuja, Jupe? —le preguntó.
—Rotundamente, no —dijo Jupe.
A él no le importaba levantarse a las cinco y media cada mañana para ir a los estudios, sentarse en una silla mientras el maquillador cubría su rostro, e incluso su cuello y orejas, con una pasta color naranja brillante para que pareciera más natural en la película. No le importaba aquellas esperas interminables mientras el cámara preparaba las luces. Se sentía perfectamente feliz leyendo o haciendo crucigramas. Ni siquiera le importaba gran cosa tener que decir monadas o tartamudear o balbucir. Lo que no podía soportar era a los otros Granujas, o a la mayoría.
Muy al contrario que Júpiter, ellos no parecían comprender que, cuando pintaban manchas rojas de sarampión en la cara de Bebé Fatty o le mojaban con la manguera del jardín para hacerle confesar dónde había escondido sus caramelos, se suponía que estaban actuando. No querían entender que los traviesos Granujas que tanto divertían a la gente en la pantalla eran sólo personajes ficticios.
Los otros Granujas pensaban que ellos eran así de verdad. Siempre andaban atosigándole y gastándole bromas estúpidas. Como Jupe era el más joven y el más pequeño de todos, le trataban con el mismo aire de superioridad y le mortificaban, estuviera o no rodando la cámara.
Ponían pimienta en su helado en la cafetería de los estudios durante el descanso para comer. Derramaban engrudo en su silla en la sala de maquillaje. Y le quitaban todos los botones de sus monos de granjero Brown.
Y lo peor de todo es que le llamaban Bebé Fatty todo el tiempo. En sus cabezas rellenas de serrín no cabía que él no era Bebé Fatty en la vida real, sino Júpiter Jones.
De modo que, cuando tía Matilda preguntó a Jupe si quería o no continuar siendo un Granuja, no vaciló ni un segundo. Sentía como si hubiera estado encerrado en una jaula con un puñado de monos chillones y parlanchines por más tiempo del que se atrevía a recordar, y de que su buena tía Matilda le ofrecía la oportunidad de escapar.
En cuanto finalizó su contrato, Jupe dejó a los Granujas para siempre. Y sin él la serie pronto se agotó.
Jupe se quedó a vivir en la chatarrería de los Jones con sus tíos. En el colegio conoció a Pete Crenshaw y Bob Andrews. Se hicieron amigos y, un poco más tarde, se convirtieron en los Tres Investigadores, detectives privados profesionales y serios, que resolvían misterios y a menudo esclarecían delitos importantes.
Jupe hizo cuanto pudo por olvidar que había sido conocido como Bebé Fatty. Y lo consiguió durante años.
Luego ocurrió algo terrible, por lo menos para Jupe. Los estudios que habían producido la serie la vendieron como reposición a una cadena de televisión.
La primera noticia la tuvo Jupe cuando un compañero de clase le pidió su autógrafo. Fue poco después de que el nombre de Jupe apareciera en el periódico local, con motivo de la detención de una banda de ladrones de perlas en la que Jupe había jugado un papel importante.
Afectuosamente, Primer Investigador, Júpiter Jones, escribió Jupe con orgullo en el libro de autógrafos de su condiscípulo.
—No. Tu nombre verdadero —le dijo su avispado compañero de clase, arrancando la hoja del libro—. El nombre por el que eres famoso: Bebé Fatty.
Y así continuó ocurriendo durante las tres últimas semanas del curso escolar. Todos los alumnos del colegio no sabían hablar de otra cosa que de la reposición de los Granujas. Chicos y chicas que ni siquiera conocía de vista se acercaban a él en el patio para decirle lo divertido que era. Le suplicaban que hablase y balbuceara como Bebé Fatty: «Di, bata po favo. Bata.»
La vida de Jupe se convirtió en una pesadilla.
Las cosas iban un poco mejor ahora que acababan de comenzar las vacaciones de verano. Jupe podía esconderse de sus admiradores en el puesto de mando secreto de la chatarrería. Era una caravana que habían ocultado bajo montones de chatarra. En el remolque ahora poseían un diminuto televisor. Y ese aparato se había convertido en la maldición de la existencia de Jupe. Pete y
Bob insistían en ver la reposición de los Granujas siempre que podían. A sus compañeros les gustaba de verdad la vieja serie.
Bob y Pete se reían y soltaban carcajadas mientras contemplaban la pantalla de televisión. Peladilla, el muchacho flaco, rubio y con la cabeza pelada había terminado de decorar el rostro de Bebé Fatty con manchas rojas, y ahora estaba intentando quitarle la camisa para pintar también manchas en su pecho. La puerta de la cocina, que aparecía en la pantalla, se abrió de golpe y apareció una niña morena de unos nueve años. Era Monísima Peggy, la heroína de la serie, y la fiel compañera y salvadora de Bebé Fatty.
«—Suéltale» —le decía Monísima Peggy a Peladilla.
«—Zí, bata po favo» —exclamaba Bebé Fatty.
Peladilla no tenía intención de soltarle. Intentó encerrar a Monísima Peggy en el armario. Orejas Gachas, el niño pequeño y moreno de cabellos erizados se puso al lado de Peggy. Al momento todos los Granujas luchaban entre sí. Uno de ellos descubrió un pastel en un estante y lo lanzó contra Peggy. Erró el tiro y el pastel fue a estrellarse en la cara de Bebé Fatty.
«—Oh, zí —balbuceó éste, rebañando la crema que se escurría por su nariz para metérsela en la boca—. Eto e mucho mejor que el zarampión.»
—Júpiter, ¿dónde estás?
La voz de tía Matilda se dejó oír por el altavoz. Jupe había instalado un micrófono en el patio para que pudiera oírla desde el puesto de mando cuando le llamara. Por lo general le llamaba para una sola cosa... para trabajar. Siempre tenía algún trabajo para él. A Jupe no le importaba trabajar en la chatarrería. Eso le ayudaba a pagar el teléfono privado de su puesto de mando. Pero la verdad es que tampoco disfrutaba con ello. Incluso ahora se sentía más inclinado a utilizar su mente que su cuerpo.
Pero hoy la llamada de tía Matilda fue un verdadero alivio. Saltó de su asiento y apagó el aparato de televisión con un suspiro de placer. El rostro gordezuelo de Bebé Fatty desapareció de la pantalla.
Un minuto después, los Tres Investigadores habían abandonado su bien oculto puesto de mando por la Puerta Cuatro. Caminando por encima de un montón de chatarra se acercaron a tía Matilda por la espalda.
—Ah, ya estáis aquí —les dijo.
Jupe comenzó a quitarse la chaqueta.
—¿Qué es lo que hay que hacer? —le preguntó
Pero por una vez tía Matilda no había llamado a los muchachos para darles trabajo. En la verja había un hombre que quería hablar con Jupe.
Jupe volvió a suspirar, pero no de alivio. Mucha gente había acudido a la chatarrería durante las últimas semanas para hablar con él. Periodistas de Los Ángeles incluso de lugares tan alejados como San Francisco habían seguido su pista desde los estudios y deseaban escribir artículos sobre él. Historias encabezadas así: ¿DÓNDE ESTÁ AHORA? o ¿QUÉ HA SIDO DE BEBÉ FATTY? —Dile que se marche —le suplicó Jupe a su tía—. Dile que no quiero hablar con él.
—Ya se lo dije, Jupe. Pero no se marcha. Dice que es importante —tía Matilda sonrió con simpatía. Comprendía los sentimientos de Jupe. Llevaba semanas luchando por protegerle de los periodistas y de docenas de personas que querían que apareciese en varios programas de televisión...
—Tiene un automóvil grande y cómodo, Jupe —continuó—. Y dice que no le importa el tiempo que tenga que esperar sentado en él. Y está bloqueando la entrada. De manera que me parece que vas a tener que verle.
—Está bien —accedió Jupe de mala gana—. Le veré y escucharé, sólo para librarme de él. Pero no pienso hablar de los Granujas, de eso puedes estar segura.
Era un coche grande y confortable, un Citroen francés amarillo con el capó delantero semejante a la cabeza de una ballena. El hombre que salió de detrás del volante, cuando los Tres Investigadores atravesaron la verja, también era grande y de aspecto comodón.
Como investigador Jupe había adquirido la costumbre de observar a la gente... sus rostros, sus ropas, la forma de sus orejas, sus pequeñas particularidades. Lo primero que le llamó la atención en aquel hombre fueron sus dientes grandes y blancos que brillaban como una luna en cuarto creciente en su rostro bronceado. Resplandecían cada vez que sonreía, y no cesaba de sonreír.
—Júpiter Jones —dijo con una sonrisa todavía más abierta—, me llamo Milton Glass. Soy el jefe de publicidad de los estudios. Jupe permanecía entre Pete y Bob rígido y hostil. Miró a Milton Glass sin pronunciar palabra.
—Tengo una oferta que puede interesarte, Júpiter —la voz de aquel hombre era tan simpática que parecía sonreír también—. Estoy organizando una comida para reunir a todos los Granujas en los estudios, y después de comer...
—No, gracias —Jupe no pudo guardar silencio por más tiempo. Esto era incluso peor de lo que había supuesto. La idea de entrevistas y charlas era ya bastante mala, pero el pensar en volver a reunirse con aquellos niños odiosos le sacaba de quicio. Dio medio vuelta y echó a andar hacia la verja del patio.
—¿No te gustaría volver a ver a todos tus amigos? —Milton Glass rodeó con su enorme brazo los hombros de Jupe—: Peladilla, Sabueso, Pies Planos...
—No, gracias —Jupe trató de soltarse, pero el agente publicitario tenía la fuerza de un oso—. Ya vi bastante a esos idiotas para el resto de mi vida y jamás...
—Bien muchacho —la sonrisa de Milton Glass era más abierta y amistosa que nunca—. Eso es exactamente lo que esperaba que dijeses.
—¿Qué? —El Primer Investigador pocas veces quedaba desconcertado, pero no podía imaginar por qué aquel hombre corpulento y sonriente estaba tan complacido por su negativa. Esperó. ,
—Se metían siempre contigo, ¿verdad? Por lo menos la mayoría. Te hartaron con sus bromas estúpidas. E insistían en llamarte Bebé Fatty siempre. Apostaría a que los odiabas, ¿me equivoco?
—No va con mi manera de ser el odiar a nadie —replicó Jupe con frialdad—. Pero es cierto que me desagradaban. Me desagradaban intensamente.
—Excelente. —El brillo de sus blancos dientes destelló con más intensidad que nunca en el rostro moreno de Milton Glass—. Y ahora yo te brindo la oportunidad de resarcirte. La ocasión de demostrar lo idiotas que siempre fueron. ¿No te gustaría eso?
—¿Cómo? —el rostro de Jupe permanecía inexpresivo, pero había cierto brillo de interés en su mirada.
—Delante de todo el país. En una cadena de televisión —le dijo Milton Glass—. El estudio prepara un concurso de preguntas y respuestas. Todos los Granujas competirán unos contra otros. Y tengo la corazonada de que tú serás el ganador, Júpiter. Y harás que el resto de ellos queden como unos tontos.
El Primer Investigador tuvo un ramalazo de recuerdos. Peladilla. Su cabeza monda de huevo duro. Su sonrisa idiota. Peladilla, retorciéndole el brazo. Peladilla, poniendo un ratón muerto en su comida.
La mente de Júpiter corría rauda mientras contemplaba el rostro sonriente y simpático de Milton Glass.
—Y te llevarás el primer premio, Júpiter —dijo Milton Glass para animarle—. ¡Veinte mil dólares!