El infierno verde

1

Aquel brasileño, Paulo Menezes, cayó a la población al fin del último invierno y no hacía otra cosa que rodar por pulperías y chacras, charloteando y perdiendo el tiempo. Solía ir el forastero hasta Goya, a diez leguas de la villa, para regresar empilchado con botas nuevas, bombachas paraguayas de buen paño y un chambergote de color llamativo. Refería que, alférez del ejército de João Francisco y a causa de un revés militar, había pasado apresuradamente a territorio argentino por Uruguayana. Seguro que traía muchos pesos, porque no le faltaban para presentarse siempre mejor trajeado que los criollos del lugar. Un tanto fanfarrón y dicharachero, su porte resultaba singularmente interesante a las muchachas de la localidad. Las muchachas lo habrían apreciado, más que interesante, fascinador, si su piel ofreciera una pigmentación menos subida. Pero ese inconveniente no admitía remedio.

Menezes conoció a Magdalena Ruggeri y la visitó en la chacra. Evidenciadas las intenciones del galán, don Dante Ruggeri, padre de la moza, se opuso enérgicamente a los amoríos. Destinaba su hija a un colono rubio como ella y, también como ella, descendiente de colonos piamonteses. Pero Magdalena estaba ya prendada del brasileño y no renunciaría a sus ilusiones por más que la nariz erisipelada de su progenitor cobrara la coloración de la ira violenta. Las entrevistas prosiguieron, ahora a ocultas de don Dante, y apañadas por amistades de buena voluntad, que no entendían cómo el chacarero podía rehusar para su hija tan envidiable proporción. Magdalena reunía, sin duda, incitantes atractivos: buenos colores y buenas carnes y una educación sobresaliente adquirida en tres años de escuela. Se encomiaba su hacendosidad y gusto para los trapos y su refinada inclinación a los perfumes.

Don Dante era un hombre testaturado. No había posibilidad de una mudanza de parecer. Y cuando su paisano Montemurri, dueño de la fonda La Alta Italia, osó alabar la linda pareja que concertaría Magdalena con Menezes, el naso de don Dante fingió una zanahoria colgada del entrecejo. El colono profirió:

—Mejor muerta a horquillazos que casada con ese negro pelandrún.

2

En la población se realizaban afanosos preparativos. Esa noche habría velorio de ánimas en el cementerio y todos se prometían asistir e interceder por el descanso de sus difuntos. Las mujeres alistaban para la ceremonia sus mejores atavíos, y las cocinas despedían el humo oloroso de las fritangas.

La luna redonda blanqueaba los campos. Caravanas de carretas y monturas acudían de todos los rumbos del pago correntino. Las mujeres con canastas de provisiones y los hombres con mantas y cojinillos al brazo invadían el cementerio. Las cruces enhiestas en los túmulos tiraban sus sombras sobre el suelo embebido de resplandor de plata.

Crepitó la lumbre de unos fogones. La concurrencia les hizo rueda, reposando muchos cuerpos en la blandura de mantas y cojinillos vellosos. Runruneaba el parloteo guaraní.

A los albures del monte, con mugrientas barajas, se apostaban hediondos cigarros hechizos. Sujetos de rostros atezados y adustos —máscara de barro— formaron callejón para arrojar la taba.

Las mujeres fueron con sus canastas a buscar entre la vaga penumbra de las fosas de sus parientes para poner en las cruces trenzas de chicharrones, chipá-quesús y sandías. Ante esas cruces se prosternaban los orantes. Quien rezaba en intención del muerto enterrado allí lograba su recompensa: por dos padrenuestros, una sandía; por tres avemarías, un chipá-quesú; por un rosario, una gorda trenza de chicharrones… De esa suerte los difuntos, bien abastecidos por sus deudos, granjeaban apetecibles sufragios para su rescate.

Guitarreros y acordeonistas sentados en una lápida, acometían polcas y mazurcas. Las parejas bailaban, procurando eludir el relieve de las cárcavas. Las correntinas despojábanse de sus chancletas para danzar más holgadamente en patas, mientras crujían los percales, inflados y duros.

Magdalena llegó con don Dante. El chacarero se mezcló, curioso, a los jugadores de taba. Magdalena habló, en guaraní, con alguna amiga, y pronto se apartó para arrodillarse en una sepultura solitaria, orar y recoger de la cruz un chipá-almidón.

—Te andaba campeando —dijeron, a su vera, y en la sombra rebrillaron unos dientes.

Magdalena se puso de pie, quebró entre los dedos el chipá-almidón y brindó a su novio una mitad. Menezes aspiró, con fruición, el tenaz aroma de agua florida que exhalaban los cabellos y las ropas de la muchacha.

Caminaron al filo de las tumbas, por senderos señoreados de yuyos. En el remate de un ciprés se erguía un pajarraco nigromántico, que parecía puesto adrede por algún ilustrador de poemas necrológicos. Se alejaban, susurrándose palabras amorosas, del bullicio macabro y festero de los veladores de las ánimas.

Ejecutaron sus planes. Por un portillo oculto entre enredaderas salieron del cementerio. A poco andar montaron en la cabalgadura que los esperaba, trémula Magdalena de felicidad y de susto. Sobre el tapial del camposanto surgió de improviso, como personaje de teatro de títeres, el busto de don Dante Kuggeri que dibujaba ademanes desbaratados y amenazadores, y maldecía, en dialecto piamontés, a la hija infiel y al alevoso raptor.

Al cabo de un galope por los arenales que la luna esmaltaba, los prófugos alcanzaron el río y subieron a una canoa. Menezes bogó. El esquife hendía la lámina rizada de las ondas, y los viajeros parecían hechizarse con el sortilegio de la noche clara. Magdalena enmudecía y miraba los luceros y miraba el vasto paisaje fluvial. Menezes cantaba a ratos, para acompasar la remada, canciones de su país; y a ratos refería famosas hazañas suyas en los entreveros de la revolución de Santa Catalina.

Y cuando la noche recogía diligentemente sus estrellas y del lado de Corrientes se acusaba un vivido y ancho resplandor, la canoa embicó en tierra de Santa Fe.

3

Habitaron en Reconquista. Allí les nació su primer hijo, Dante, de color de betún. Ganó Menezes en el pueblo dilatada popularidad. Llevaba en Reconquista la única existencia que Magdalena le conocía: mariposear por lugares públicos, narrando con frecuencia sucesos heroicos de su vida aventurera. Resultaba que también en Corrientes, según sus crónicas ricas de color, había consumado hechos de singular arrojo y afrontado tremendos peligros que, francamente, hasta entonces ignoró su mujer.

Magdalena se confesaba feliz. Menezes era hombre condescendiente y sin vicios. Proporcionábale dinero para las necesidades de la casa y hasta para realzar su persona con atavíos vistosos. Fue, sin duda, injusta la irrazonada oposición paterna.

Un día Menezes, con su alegre sonrisa de costumbre, contóle que el dinero se le acababa y que ahora se agacharía a trabajar. La noticia asombró a Magdalena. No imaginaba a su marido en otra ocupación que pasear y gastar. Jamás previó que al brasileño se le agotaran las reservas metálicas.

Menezes era suertudo. Encontró ocupación en la fábrica de La Forestal. Trasladaron su domicilio a Guillermina. La compañía les alquiló una casita moderna con grifos de agua, luz eléctrica y jardincillo inglés.

Una maravilla. Bajo ese techo les nació el segundo hijo, casi payo, a quien bautizaron Aguinaldo, nombre de familia de los Menezes.

El brasileño reveló capacidad para el trabajo. No carecía de cierta rudimentaria instrucción y menos de una iniciativa personal a la que era preciso poner freno. Se pronosticó que Menezes haría carrera en la compañía.

Pero súbitamente perdieron sus comodidades y sus perspectivas de prosperidad. Estalló una huelga y a Menezes le dio, recordando sus correrías de insurrecto riograndense, por apellidar guerra contra La Forestal. La Gendarmería Volante impuso el orden y el brasileño, con su familia, debió internarse en el departamento.

Espoleado por la necesidad y sin modificar su humor, se conchabó en un obraje, sobre las orillas del Rabón. Cobijó a los suyos en un sórdido rancho de paja brava. Defendida su desnudez con un pollerín de cuero, enderezaba al monte. Pelaba los troncos de los algarrobos a filo de hacha, como bananas, y los veía derrumbarse, a un jeme de distancia, formidables y atronadores, sin temor de ser aplastado. Retornaba al atardecer, lleno de aserrín y de sudor, entonando canciones brasileñas.

Una vez volvió más animado aún. Un polaco ponderó en el obraje los precios que pagaban en Buenos Aires por las pieles de nutrias. ¿Dónde se podrían cazar en abundancia esos animales? Caviló, indagó, y alguien le describió como un virgen paraíso de los nutrieros las cañadas que caen al este de Garabato, en el lindante departamento Vera.

Menezes se exaltó. A la vuelta de pocos años se enriquecería. Concibió proyectos delirantes. Magdalena, aunque más calmosa, compartió los entusiasmos de su marido.

El contratista del obraje simpatizó con ese brasileño, macaneador y firme para los tráfagos de la madera. Le encargó la vigilancia del corte y la organización de los cachapea. Le mejoró el jornal; próximamente lo interesaría en las utilidades del negocio.

Al poco tiempo Menezes juntó unos pesos y abandonó el Rabón con su mujer y sus hijos. Desdeñaba las ventajas del obraje para pedir mejor fortuna a las cañadas de Garabato, incógnita tierra de promisión.

—Brasilero loco —comentó la peonada, cuando los Menezes se encaminaban al horizonte.

4

Menezes invirtió casi todo su dinero en los almacenes de Jobson. Adquirió un utilaje completo de cazador de nutrias y provisiones de boca para la excursión. Gentes baqueanas lo informaron de la tierra donde iba a establecerse.

Una jardinera los condujo, después de rodar horas por un suelo fragoso, a la orilla del monte. Descendieron y comenzaron una fatigosa caminata. Encorvado bajo el bagaje, se adelantaba Menezes, consultando la brújula y previniendo a Magdalena, con Dante y Aguinaldo en brazos, alguna rama o enredadera hostil, alguna cueva insidiosa, una víbora enroscada cerca de sus pies. De raro en raro aparecían, encima de las cabezas, tras el barullo de los follajes, retazos de cielo remoto. A menudo los envolvía una tiniebla espesa y húmeda, saturada de agrias emanaciones.

El viaje duró tres días. Magdalena se sentía desfallecer y ganar por penosos sobresaltos. Menezes cantaba. Y cuando jubilosamente columbraron un espacio libre, sus pupilas, dilatadas por la obscuridad, cegáronse con ola del sol y el centelleo del agua. Estaban en las cañadas, amplio circo invadido de pajonales y rodeado de arboledas densas, como los muros de una cárcel.

Menezes era hábil y fuerte. Con los materiales esparcidos por la naturaleza a su alrededor, construyó una choza y un rústico mobiliario, según pudieron hacerlo los mejores artífices de las edades primitivas. De la choza brotaba una cinta de humo.

Aportaban los Menezes a ese escondido lugar la única manifestación de vida humana. Parecía reservado el sitio exclusivamente a la lujuria de los pastos y el sosegado medro de los animales silvestres.

Sí; se dictaba Magdalena una existencia de sacrificio. Pero el sacrificio se sobrellevaba con conformidad. Los sufrimientos y molestias actuales lograrían generosa recompensa. Paulo se haría poderoso con sus cueros de nutria, y radicaríanse entonces en un pueblo grande, Reconquista, o tal vez Goya, cerca del caprichoso don Dante Ruggeri, o en el Brasil si João Francisco triunfara en sus empresas bélicas. Entonces mandarían los chicos a la escuela; quería que sus cachorros se educaran. Aún había tiempo: el negro contaba tres años; el rubio, dos.

En pocos meses el brasileño cosechó una partida considerable de pieles. Las nutrias pululaban sin recelar de las trampas ni presentían las intenciones del hombre que merodeaba por los flotantes nidos y los aguazales.

Decidió Menezes transportar esas pieles a Garabato; un ruso venido de Rosario las acopiaba y pagaba al contado rabioso. Hizo, con las pieles, un lío bien prensado que llevaría a lomo. Colmó de agua su cantimplora y de galletas los hondos bolsillos de las bombachas. Ahora, sin el estorbo de la mujer y los hijos y no equivocando los rumbos de la brújula, antes de dos días de caminata bandearía el monte. A la semana siguiente estaría de vuelta, con el tirador hinchado de plata y una provisión de comestibles y ropas para el campamento.

Menezes se despidió, cordial y bromista. Magdalena lo vio alejarse, torcido bajo su balumbo, y bañado en la lumbrarada matinal. De súbito el monte lo chupó; y entonces notó Magdalena la garra del miedo y arrepintióse de haber dejado partir a su marido.

5

Pasó esa semana y pasó otra semana más. El monte no devolvía aún su presa. Magdalena escrutaba ávidamente los quebrachales, desde el umbral de la choza. El hombre tardaba; tal vez las ocupaciones del negocio lo retenían. De día o de noche, Menezes se desprendería de la selva con su risa de hábito y su carga de bastimentos para la familia. ¿Por qué dudar?

Transcurrió la estación del año; a los fríos sucedieron los calores, y otras hojas reverdecieron en las plantas, y Menezes no regresó. Magdalena quiso escapar de allí. Con sus dos hijos vagó días enteros por los montes. Sufrió hambre, sed y pavor. Sus ropas y sus carnes se desgarraban en las zarzas. Cuando ya, exhausta, se sometía a la inacción y la muerte, sus ojos fulgieron a la vista de un campo abierto, seguramente el camino salvador a Garabato. Mas otra vez, luego de infinitos rodeos, estaba en las cañadas frente a su choza; otra vez en ese infierno inmóvil, verde, inexorable que no la dejaba huir.

Tuvo, en la soledad y en la desesperación, un nuevo hijo que, en sus formas todavía inciertas, remedaba la boca grande y las sienes aplastadas de Paulo Menezes.

Bebían el agua de los charcos y comían la carne de nutrias y carpinchos.

En balde Magdalena miraba, horas tras horas, hipnotizada, para el lado del monte, mientras en el regazo el hijito se ovillaba y se nutría glotonamente, y Dante y Aguinaldo gateaban en torno de la madre.

Cierto día resonó un creciente zumbido de moscardón monstruoso. Tullangos, biguás, bandurrias, gallaretas volaban con azoro; las bestias de las cañadas corrían a sus refugios; extraña inquietud estremecía a toda la naturaleza. Por lo alto cruzó, estruendoso, veloz, manchando el ámbito con chorros de humo, el primer aeroplano que surcaba los cielos del norte santafesino. Magdalena, sobrecogida, se arrojó al suelo con sus hijos.

Padecía la mujer alucinaciones afiebradas: corría hacia el monte al encuentro de Menezes que venía, y sus brazos sólo tropezaban con los troncos de los árboles; en la paz de la noche, mezclada a los rumores vagos, múltiples, misteriosos del lugar, creyó percibir muchas veces, con el corazón acelerado, unas canciones brasileñas.

La inteligencia de Magdalena vacilaba, y sus resortes mentales se quebraron la noche en que un gato onza le mató a zarpazos al menor de sus retoños.

6

Una comisión policial fue lanzada tras el matador del comisario de Garabato. El malhechor había tomado para los montes; y a los montes entraron sus perseguidores.

Muy adentro de la selva, los policías advirtieron un rumor de malezas rotas y de pisadas fugitivas. Rápidamente formaron cerco con las armas listas. En el centro quedó prisionera una mujer, tapada con unos andrajos y exhalando voces incoherentes. Un Winchester señaló la copa de un ñandubay; allí estaban, ágiles como monos y, como monos, en completa desnudez, dos chiquilines, rubio el uno, negro el otro. Los bajaron. Proferían, medrosos, sonidos estridentes; gruñidos de ariscas alimañas de la selva.

Unos de los milicos conjeturó entonces.

—Esta es la mujer y estos los hijos de aquel brasilero que supieron matar malamente en Garabato, va para seis años, codiciándole, ¿se acuerdan?, una carga de cueros de nutrias. Nunca vi cueros más lindos, cueros de invierno, tupidos y suavecitos…

La demente y los chicos, dos almas caídas en la barbarie, fueron sacados del monte y conducidos al pueblo.

Y al saberse en aquella villa de Corrientes el hallazgo de Magdalena, abandonada en un monte, don Dante Ruggeri, cerrando un puño justiciero y victorioso, exclamó:

¡Per Baco! ¡Los padres siempre tenemos razón!… ¡La pobre ragazza!