LA SANGRE
CORRÍAN los licores en abundancia, dejando en los labios y en los dedos una cutícula dulzona y pegajosa. Algunos no podían resistir más, salían al jardín posterior y allí, bajo la lluvia, metiéndose los dedos hasta la garganta, se provocaban el vómito que les dejaba un sudor frío en la frente y un escozor moquitón en la nariz. Luego, volvían al salón, decididos a continuar como los buenos.
Alarcón se erguía, apoyándose en la mesa:
—¡Amigos!...
Se hizo un silencio, relativo porque algunos no querían interrumpir su canto y otros estaban ya demasiado prendidos en las discusiones.
—Les prometo hacerles inolvidable esta fiesta. Hay una sorpresa reservada.
Un coro de palmoteos torpones acogía sus palabras. Alarcón volvía a sentarse, dejando caer pesadamente el cuerpo fatigado.
—¿Cuándo bailará tu hija? —preguntó a Laura.
Ella entornaba los ojos de esa manera que había aprendido ante el espejo, sin dejar por ello de triturar una empanadilla:
—Cuando digas.
—Ahora, ahora mismo.
A un gesto de Laura, la orquestina imitó el alegre preludio de un galop circense y redoblaba el tambor como anuncio del número en que «cualquier distracción puede hacer peligrar la vida del artista».
Cuando todos callaron, la guitarra inició los compases trágicos, desgarrados y sensuales de la seguirilla. De pronto, como de la magia asombrosa de un ilusionista, apareció Reyes en el centro del salón haciendo girar su falda polícroma, trenzando en el aire denso con sus brazos desnudos, derramando su cabello en una violenta caricia, impetuosa y asedada.
Alarcón había quedado como entullecido, con la copa rozándole los labios. Sus ojos luchaban con la pereza del alcohol. Laura sonreía.
Reyes, aturdida, sugestionada por su propio vigor aún juvenil, esgrimía el hechizo del baile, retorciendo su cuerpo fresco y provocativo. Sus manos parecían buscar en el aire una fruta prohibida para llevársela a la boca entreabierta y jadeante; sus brazos eran como unas serpientes bronceadas hechas para la caricia; sus pechos menudos, de pitones protuberantes y retadores, temblaban como la flecha en el momento de clavarse en la diana.
Alarcón bebió un trago más. Se pasaba la lengua por los labios, relamiéndose la baba. Reía, palmoteando.
Cuando terminó el baile los aplausos eran ensordecedores. Reyes llegaba frente a Alarcón, respirando agitadamente.
—Felicidades.
Le brillaban los ojos como lentejuelas. Sus cabellos le caían sobre los hombros desnudos.
—¡Magnifico, muchacha! Has bailado muy bien.
Su mano gordezuela tomaba la de Reyes, blanca y fría. Los muslos de ella le oprimían las rodillas.
—Tu regalo de cumpleaños merece una buena recompensa. Pídeme lo que quieras.
Reyes acercaba más su cuerpo tibio.
—¿Lo que quiera?
—Tienes mi palabra.
Su mirada había encontrado la de Laura. Su voz era mimosa, pero imperativa. Aproximó la cara hasta rozar los labios calientes por la oreja y la mejilla del hombre:
—Que Juan pague lo que ha hecho.
Alarcón apartó el rostro, sorprendido:
—¿Qué dices?
El gesto de la muchacha era inflexible:
—Ofendió a mi madre. La calumnió. Tengo tu palabra.
A través del vidrio de la borrachera, Alarcón clavaba la mirada en su cintura. Ella, con débil sonrisa, le tomó la mano y, esforzándose en hacerle adivinar la promesa, se la acercó distraídamente hasta las piernas. Él sentía la lumbre y la nieve en los nudillos. Volvió a mirarle la cintura.
—Es un enemigo —susurró—. Tienes razón.
Siguió la fiesta hasta la alta madrugada, sostenida por los que, sin querer renunciar a ella, la continuaban tendidos en el suelo, con la mirada ausente y estúpida.
Alarcón, al subir la escalera, veía girar los cuadros de la galería en una carrera de colores disparatados.
Atravesando el pasillo, llegó hasta la habitación de Reyes. La puerta no estaba cerrada con llave.
Entró torpemente, apoyándose en la jamba, al tiempo de encenderse la luz.
—¿Te molesto?
A través de la seda descubría la tez sonrosada y febril. La muchacha cruzó los brazos bajo la cabeza:
—¿Lo has hecho ya?
—No. Es muy fuerte.
Reyes mostraba la sombra enmarañada de sus axilas.
—Vuelve cuando lo hagas. ¿No es tu obligación?
Se sentía humillado, mortalmente herido por el fracaso.
En la soledad del despacho notaba el paso de la sangre, mientras su pensamiento insistía una y otra vez la misma imagen.
Juan era un traidor. Hubiera levantado al pueblo contra el Gobierno. Reclutaba gente, esgrimía bandera sediciosa, atentaba contra la seguridad,
Las debilidades se pagan siempre muy caras. Reyes estaría todavía despierta, esperándole, buscándolo en la oscuridad. Tal vez se hubiese desnudado del todo.
Al atravesar el corredor tenía miedo. Unos minutos más tarde ya lo habría superado. Todo había huido, ahuyentado por el susurro doliente de ella:
—Ahora, sí.
El viento anunciaba el chaparrón en el verano del membrillo. Seguramente alcanzaría a don Eugenio por el camino, antes de que llegara al pueblo.
Quico cerró la ventana y encendió la luz débil del cuarto.
—Hay que decidirse, muchachos —se acodaba en la mesa. El frío del mantel de hule le recorría los antebrazos desnudos—. Han trasladado a Juan y ya sabemos lo que esto significa. Tenemos que nombrar una comisión. Entre todos le pagamos el viaje y que ponga las cosas en claro.
—¿Y quién le pone los cascabeles al gato? —dijo Antonio.
Quico golpeó la mesa. La camisa abierta dejaba ver la medalla de plata pendiente de una cadena, rozando los vellos negros y ensortijados del pecho:
—Es que los de arriba tampoco pueden hacer nada si no saben lo que pasa aquí.
—Hemos esperado lo de los enlaces —dijo uno.
—También yo lo he esperado, como vosotros —contestó Quico, exaltado—, pero sospechaba lo que iba a pasar. Elige a éstos y «éstos» no harán más que escurrir el bulto y dejarse llevar por el cabestro.
Lo había soñado. Era la oportunidad. Podrían nombrar a sus enlaces y, con ellos, conseguir que trascendiera lo que estaba ocurriendo. Salarios por bajo de las bases. Trabajo agotador y promesas nunca cumplidas.
—Alarcón no tiene un pelo de tonto —había dicho don Eugenio—; es inútil esperar el santo advenimiento.
Tuvieron que votar la candidatura. «Hay que entrar por uvas, muchachos, que nadie está dispuesto a jugarse el cocido por las buenas.»
—Para ese viaje no se necesitan alforjas.
No, no se necesitaban, pero era mejor, como decía el maestro, sentirse compañero y no llegar a las aceitunas.
—No podemos dejar pasar un día más. Hay que ir adonde sea.
—Somos una partida de maricas —dijo Antonio. Bajo la luz mortecina, su rostro parecía más demacrado y enfermizo.
—Todavía es pronto —opinó otro—. No estamos unidos.
Era verdad. La unión se quebraba constantemente en las dudas. Resultaba inútil el esfuerzo de Quico por ponerlos a todos de acuerdo. Lo que más le extrañaba era la pasividad de aquellos que tenían más historia: Flores, Trigo, el Malagueño, del que sabían que había arrimado bien la mecha a la iglesia de Santo Domingo, en el Perchel, un 12 de mayo —lo había contado mil veces— y era de los que se ufanaban de haber corrido la pólvora a los italianos cuando lo de Guadalajara.
—Aquí no se trata de arrimarle a nadie una lata de gasolina, Málaga —le había dicho Quico—, sino de que sepan lo que pasa. Por eso no te van a meter en Penal del Puerto.
—Yo estoy aquí porque no puedo estar en otra parte —contestó el Malagueño rascándose, como siempre, el pecho—. Mientras la cosa no se aclara, el que levante la liebre y tire de la manta se queda al pairo. ¿O es que se van a andar con chiquitas?
—Lo que tienes que hacer es callarte y seguirnos.
—De meterme en fandangos, nada. A mí me das tú el dominó, la crónica de los partidos y, sí a mano viene, una misa de parida. ¿Qué le ha pasado a Juan?
Amenazaba la pregunta. Dejaba en los hombres una sombra que no podía desvanecer ninguna palabra. Las noticias eran confusas. Todos adivinaban en ellas el amanecer trágico que muchos habían vivido y contado.
(Juan había subido a la furgoneta, acomodándose en el asiento trasero junto a dos soldados.
El oficial —muy joven, muy pálido— le ofreció un cigarrillo. A la luz anaranjada del encendedor, Juan pudo ver su rostro enteco. Sólo se oía el runruneo del motor en directa y, de vez en cuando, el golpe tenue de las culatas sobre el suelo del coche.
Ante el parabrisas desfilaba el paisaje monótono y azulado. Alguien tosía nerviosamente.
—¿Tienes hora? —preguntó un soldado a otro.
—Las cinco y media.
—Ya va a amanecer.
Volvieron a quedar en silencio, envueltos en la oscuridad. Juan sentía un frío húmedo electrizando sus espaldas y un calor sofocante en la frente.
—¿Hay agua?
—No. Lo siento —contestó el oficial con voz apagada.
Árboles a un lado y a otro, amenazantes, y la cinta gris de la carretera dejándose devorar bajo la luz amarillenta de los faros. Ahora había poca arboleda, sustituida por un paisaje inmenso de trigales. Trigales para el pan de cada día, como una suprema promesa.
La furgoneta fue disminuyendo la velocidad hasta que se detuvo frente a una tapia blanca —a la luz del alba, casi de plata—, en lo alto de ella una cruz.
El oficial fue el primero en salir. Olía a tierra mojada y todo era silencio. La copa del ciprés se mecía lánguida, tristemente.
El amanecer parecía estremecerse con el ruido seco y metálico de los cerrojos.)
—Tú no sabes lo que es eso, Quico —el Malagueño miraba hacia atrás, como si temiera ser sorprendido. Los demás callaban, viendo en sus ojos el terror de los sobresaltos de esa hora en que, según él, parecía que se parara la sangre al llegar el eco sordo de las pisadas y el tintineo de las llaves.
El Malagueño había descrito esto muchas veces, acedando el vino con sus recuerdos que parecían volverle cada día con más dolor.
Conocían por él el aire de una celda; un aire que deja sabor como de cuero, de sudor y tierra mojada. Quieres que pase pronto el día y, después, deseas con todas tus fuerzas que amanezca porque cuando estás solo, tendido en el jergón, y el silencio se puebla de voces lejanas, del grito de uno que tiene pesadillas, de ronquidos y de toses, sabes que vas a morirte de miedo en cualquier momento; que al día siguiente, cuando tengas que ir a la cuerda, faltarás en la fila porque te habrán encontrado sin aliento, con los ojos desorbitados y tus propias uñas clavadas en la garganta.
—Ya veremos, Quico. Ahora lo mejor es esperar y cada mochuelo a su olivo.
Había empezado a llover. Sobre los cristales tamborileaba la lluvia machacona, insistente. En la habitación, calaba el cuerpo un denso calor que asfixiaba.
Fueron saliendo uno a uno. Detrás de la puerta, un almanaque coloreaba la sonrisa de una muchacha encantada de mostrar un refresco y un anuncio: LA BEBIDA DE LA CORDIALIDAD.
Cuando se queda solo, Quico se dispone a prepararse la comida. Siempre se asusta un poco al dejar caer en el aceite hirviendo el pescado enharinado y frío. Retira la mano violentamente y observa un rato el fondo de la sartén, hasta que se calma la pequeña tempestad del frito. Todo el cuartucho se le llena de un humo insoportable que le escuece los ojos. Aceite de soja, para ir tirando. Y, por un momento, Quico piensa si ha merecido la pena dejarse atrás su tierra extremeña, su campo gris y el pastoreo de sus años jóvenes.
En seguida piensa que sí, que ha merecido la pena, porque algún día podrán llegar a alguien que les escuche, y entonces todos los que hoy se aprovechan de esta impotencia que les atenaza habrán de rendir cuentas. ¡Si llegaran a enterarse de cómo se vive en la Factoría, cómo se trabaja y cómo se muere!
Quico está triste. Para morir, prefiere su tierra extremeña, la que le vio luciendo del brazo una buena morena con sus ocho refajos, el sombrero de paja con los bordados de trencillas y la borla grana de remate. Él —entonces un muchacho guapetón—, vestido con el calzón corto de paño, botones de metal, el chaleco cuadrado y la capa de esclavinas.
Pero en el tajo minero se ganaba más. Había que dejarlo todo.
Y ahora Quico cree que es el humo del aceite lo que le salta las lágrimas. Está viviendo otra vez la Cruz de Mayo de su pueblo. Su casa adornada toda con encajes y flores de papel, con cuadros y macetas y conchas. Se siente muy niño, saludando desde la puerta el cortejo de los hebreos con los sables desenvainados, los soldados romanos, las Marías y Santa Elena, ceñidas las sienes por una corona de flores. ¡Qué hermosa estaba y qué limpios sus ojos claros! Al día siguiente se le declaró, lanzando el garrote a su portal. Pero no quiso Dios. ¿Dónde iría ella con un pastor, para toda la vida? A la semana, Quico dejó el pueblo. El último recuerdo es el de unos niños que le dijeron adiós mientras jugaban al «pin-pin», ya en las afueras: «Pin-pin, zarramacatín. La meta, la teca, la tuturuleta, caballo correr, esconde esa mano...»
Quico da un salto y va hacia el fogón. Es igual. De todas maneras, no tiene ganas de comer.
CRISTÓBAL RAMÍREZ, el de los olivos, estaba satisfecho. La pequeña fiesta había resultado un éxito y, comprobando que lo mejor de la colonia estaba allí reunido, alrededor de su generosa mesa, no se sentía en la obligación de disimular el orgullo de quien sabe hacer bien las cosas.
Por si algo faltara, hasta el hombre aquél, extraño y desde luego atractivo, había aceptado su invitación. El cordero estaba en su punto, el vino clarete sonrosaba la vida y el optimismo iba comunicándose de uno a otro en una mezcolanza disparatada y sugestiva.
El coro de carcajadas premiaba el chiste y el tanguillo intencionado:
La expectación burlona acogía la apasionada polémica de los viejos, siempre enredados en la ponderación de sus tiempos:
—Aquéllos eran toros. Con defensas enteras.
—Entonces los críticos no pagaban a los periódicos por escribir ni había sobres de por medio.
Los más jóvenes no escuchaban, prefiriendo el optimismo de sus propios pronósticos sobre los resultados de las quinielas. Entre ellos tenía bastante autoridad Román el Cabo, que en una ocasión había acertado trece, fallándole, por verdadera mala suerte, la victoria del Madrid.
Al otro lado de la mesa se improvisaban soluciones para los problemas económicos, y alguno exponía unos conocimientos sobre la materia que amenazaban con dejar callados a todos:
—Mientras haya propietarios con ochenta mil hectáreas, ¿de dónde vamos a hablar de estas cosas en serio? —sacaba del bolsillo posterior del pantalón una libreta con cubiertas de hule negro, leyendo unas cifras en ella—. Aquí tienen ustedes: De cuarenta y cuatro mil hectáreas que hay en Jerez, treinta mil se dedican a zonas de recreo y cotos de caza —miraba desafiante—. ¿Qué?...
—Entonces usted cree... —aventuraba alguien.
—Yo creo —interrumpía el especialista, sin dejar de luchar con la carne del cordero adherida al hueso— que mientras en mi pueblo, El Pedroso, un solo propietario tenga ciento cincuenta kilómetros cuadrados de tierra, hablar de soluciones son ganas de dar la murga.
Cuando se hacía una pausa, miraban al hombre. Desde que llegó a la Factoría, todos habían sentido curiosidad hacia él, pero muchos se mostraron remisos, por no compararse a los ociosos que le escuchaban en la calle. Aquí era diferente. Se trataba de una invitación de Ramírez, de una espléndida comida en la que uno de los invitados era el hombre, pero sin su habitual cortejo de desarrapados y hambrientos. De los suyos, tan sólo le acompañaba ahora Ambrosio el de la Matrona, pero éste era de los que con más derecho podía estar allí, en su ambiente, en su antiguo círculo de amistades.
Cristóbal Ramírez deseaba ser en algún momento el centro de la atención. La oportunidad se la ofrecía el mismo Ambrosio al preguntarle por su reciente viaje a la capital. El de los olivos había vuelto encandilado.
—Bien que la habrá corrido.
—Se ha hecho de todo —reía, satisfecho.
—¿Mucho... «folklore»? —preguntó un hombre maduro, gordinflón y encarnado.
—Ya no es tan fácil divertirse como Dios manda. Los americanos han acabado con las criadas, nos han acostumbrado a la Coca-Cola y han puesto el «folklore» a precio de oro.
Entre frase y frase, todos albergaban el propósito de esperar a la sobremesa —la hora del coñac— para tejer las más sabrosas discusiones y, desde luego, no había prisas por encenderlas antes de tiempo. Era mejor para los ánimos que el estómago se notara en plenitud de optimismo y que los licores desataran más las lenguas. Siempre habría alguien capaz de una ironía a costa de la exportación del aceite, la inauguración de un pantano o el presupuesto municipal.
Ambrosio el de la Matrona calculaba mentalmente las cifras del convite. Era un derroche excesivo. ¿Por qué Ramírez había «tirado la casa por la ventana»? ¿Sólo por oír al hombre? ¿O para ganar una batalla, viéndole comer como cualquier otro y llevarse como el primero la copa de vino a los labios?
Ramírez se levantó para brindar:
—Amigos...
El momento prometía animarse, acallando el mosconeo de la charla unido al ruido de la vajilla:
—Vaya a la salud del forastero...
Se oyó el choque de los cristales. El hombre tomó entre sus dedos la copa y bebió. Desde el extremo de la mesa llegaba la voz:
—Lo que parece raro es que esté usted aquí, con nosotros.
Se hizo el silencio. El que había hablado seguía, ya en otro tono:
—Es curiosidad.
El hombre no contestó en seguida. Con voz cálida, sin dirigirse a nadie directamente, como si quisiera calar el alma de cada uno:
—Vino Juan, que ni comía ni bebía, y habéis dicho que estaba loco. He venido yo, que como y bebo como los demás, y decís «He aquí un hombre voraz y bebedor, amigo de gente de mala vida» —sonreía con tristeza—. Pero la sabiduría de Dios ha sido justificada por todos sus hijos.
Intervino otro, fácil a la ironía:
—¿Pero cómo es que se sienta con nosotros, usted que es tan puro?
El hombre parecía ignorar el tono sarcástico.
—No son los que están sanos —dijo con sencilla sinceridad—, sino los enfermos, los que necesitan de médico.
Cristóbal Ramírez fue a preguntar algo, pero en su rostro se dibujaba una repentina sorpresa. En la puerta de la amplia pieza se recortaba una figura conocida de todos; cimbreña, airosa, de ojos verdes y cabellos dorados.
Al ver el gesto de Ramírez, se volvieron hacia María que contemplaba la escena buscando algo con la mirada. Algunos sonreían, a la espera del nuevo acontecimiento.
María, sin mirar más que al hombre, avanzaba con lentitud, subyugada. Llegó hasta él e intentó hablar. Luego, sin una palabra, cayó de rodillas, llorando.
El hombre, con mano decidida, le alzó el rostro:
—Levántate, muchacha.
Se habían encontrado sus miradas, ajenas al celo vigilante y malicioso de los demás. Ella intentó de nuevo decir algo.
Pero el hombre le hacía leve el camino, interrumpiéndola:
—No digas nada.
María le miró en un éxtasis que hubiera deseado que durase toda la vida. Aquel hombre poseía un atractivo distinto a cuanto ella había conocido hasta entonces; una belleza varonil llena de serenidad. Se preguntó si lo deseaba. Las palabras del hombre eran como una cascada de rosas sobre su corazón:
—Tu fe te ha salvado. Vete en paz.
Se levantó vacilante, trémula. Ya segura, como si fuera capaz de vencer el acoso de todas las miradas que parecían desnudarla allí mismo, fue hacia la puerta y desapareció entre los mármoles del vestíbulo.
Poco a poco se encendía otra vez el fuego de las opiniones. Ramírez, sin salir de su estupor, se dirigía ahora a su invitado:
—Te aseguro que no esperaba esto.
Ante la interrogante muda de él, continuó, con petulancia:
—Deberías saber qué clase de mujer es ésta.
El hombre le miró largo rato, como si intentara medir toda una existencia en su silencio.
—Ha amado mucho —dijo.
Ambrosio sabía que no llegarían a comprenderlo nunca. Debía de resultarles incómodo, molesto y poco financiero.
María lloraba, sola, abrazada a su frío de sombras. Las lágrimas saladas que resbalaban a su boca le daban un vigor redoblado de despertar al amanecer distinto. Sabía su miseria, su realidad; aquella que había encontrado una tarde frente al muchacho ojeroso, alto y pálido, que la esperó en el alpende, entre el acero y el hierro; cuartucho umbrío de ventanas cerradas y adivinación de una lucha sorprendente de ataques, esquivez y rendiciones.
Una niña aún. Y él, un muchacho enfermizo, arañón y desgarbado. Primero le robó un beso sin que ella pudiera sortear el hurto ágil y decidido. Llegó a asustarse cuando le vio tan demudado en el silencio suplicante, las delgadas manos aparadas para apoderarse de sus pechos menudos.
Desde aquel día todo había sido igual, repetido mil veces.
Había llegado a casa un poco más tarde, como si pudiera evitar algo prolongando la vuelta. La madre, en la cocina, canturreaba un jabera al desgranar los guisantes que, al caer en la cacerola, hacían el ruido de un tenue redoble.
—Oye, ven acá.
Cuando estuvo frente a ella, bajó los ojos, sintiendo que se le quemaban las mejillas.
—¿Qué tienes?
—Nada.
Debió salir corriendo, huir, tirarse por el barranco, pero sólo supo llorar. La madre, sin dejar la faena, le dijo:
—Desembucha. ¿Qué te pasa?
—El Parreño. Me ha encerrado en la casilla.
—¿Y qué?
Su mirada estaba fija en el fogón donde las ascuas requemaban la olla panzuda y humeante.
—Yo no quería.
La madre dejó la cacerola en el suelo y se frotó las manos en el delantal. Por un momento todo fue silencio y miedo.
—Ya está hecho. No hay más remedio que apencar —María levantó los ojos. No acaba de comprender su sonrisa—. Aquí no hay más que hacerle entrar por uvas. Quien la hace, que la pague.
No entendió lo que quiso decir. La madre tuvo que acercársela, cogiéndola de la muñeca:
—Como no hay que pensar en que os echen los latines, a los hijos de perra como ése, si hay que sacarles tajada, se les saca.
La instruyó en pocas palabras. La jarrita que se rompe. Todo era cuestión de «darle en el codo» al padre del galán.
—Si no pasa nada, mejor. Pero tú, como si pasara.
Fue el principio. Después llegó a habituarse a aquello, a admitir regalos de todos los chicos y a aprender a sorberles el seso de las emociones primerizas. Soportó el vino sobre sus pechos; el hedor a oveja y a pescado podrido, el roce de las barbas de varios días contra su escote y los callos de las manos contra sus hombros. Más tarde se hizo exigente. Con el mismo asco, pero en sábanas de hilo y con manos suaves.
Ahora adivinaba una posibilidad, una llamita mortecina, tímida, capaz de pulverizar las horas hasta formar con ellas una ceniza definitivamente muerta.
En la soledad del cuarto, se enjugó las lágrimas. La noche entraba, triunfante, por el balcón perfumando de albahaca sus sábanas de novia. María se abrochó la camisa de seda, velando la redondez de su pecho a la oscuridad, al rocío y a las estrellas.
Se despertó más temprano que de costumbre, torturado por la acidez que le requemaba las entrañas.
Antonio Fernández notó en los muslos el contacto de su mujer y la miró, dormida, con la boca abierta y las manos desmayadas sobre el pecho.
Veinte años de hambre, de dolor, de fatigas. Veinte años de reprimir las bascas del embarazo, los mareos mañaneros, los caprichos nunca satisfechos. Y después, siempre igual: el grito y esperar hasta última hora, porque la comadrona es cara y exige perder el menor tiempo posible. Llegaba cuando ya Ana estaba casi desangrada, lívida y blanca, asida al hilo sutil que aún latía en el corazón, con el hijo al lado pendiente del cordón pegajoso. El nuevo hijo enclenque, rosado, grasiento y gritón, reclamando el derecho a la vida.
Veinte años de prepararle cada mañana la misma achicoria y la cesta del almuerzo frugal y barato; de bregar con los hijos que, a pesar de todo, crecían y hablaban y hasta reían a veces. Veinte años de soportar la acidez pestilente, los deseos machacones del vino, los insultos, la eyección y los golpes.
Se la quedó mirando fijamente. El cabello lacio le tapaba medio rostro. El otro medio mostraba la piel tostada y barrillosa, la nariz sucia y porrona, la boca agrietada, seca, de dientes amarillentos y desiguales.
Continuó mirándola un rato. Luego se acercó calladamente a ella y la besó los labios. La mujer no despertó, pero una levísima mueca alumbró, con un destello de sonrisa, su rostro famélico.
Camino del panizo iba pensando por qué lo había hecho. ¿No serían las palabras de aquel hombre las que le acercaron a su mujer dormida? ¿Por qué el hombre? Todos le seguían ahora, olvidándose de Juan. No era ingratitud. Juan había hablado alto, dando el pecho. Este hacía lo mismo, pero con una ternura que cosquilleaba el corazón. Y siempre hablaba de amor. Quizás fuera el amor el sentimiento capaz de salvarlos.
Pasó junto a Hilario el Herrero y lo saludó, levantando la mano. ¿Era posible que Hilario, el bruto, el mezquino Hilario, sin más mundo que su hernia, oyera emocionado a aquel hombre alguna vez? Y el avaro Ambrosio el de la Matrona... ¿Qué esperaría Ambrosio, cuando ya era una temeridad y un reto a los poderosos el solo hecho de congregarse a escuchar aquella palabra que se alzaba valiente y recta?
Antonio recordaba haber visto junto al hombre a Simón, el pusilánime Simón, que dejaba pasar las horas sentado en la arena, con la aguja de remendar redes entre sus dedos y siempre callado como un muerto no por hurañería, sino porque nunca tenía nada que decir. No era posible que expusiera por lo menos su libertad este cobardón que no salía al mar cuando observaba cerco en la luna o nube negra en el cielo, y que temblaba cuando en la cantina, enredada la disputa, algún atronado hacía relucir su navaja.
Nada tenía sentido. Ni siquiera que él, Antonio —tres heridas de guerra, ayer muchos billetes a voleo, el corazón en un tris, el barreno de la mina y una cicatriz de puñalada en el vientre— tuviera ahora menos odio, marchara casi alegre al tajo y hubiese besado aquella mañana los labios resecos, agrietados y ásperos de su mujer.
HILARIO colocó la pezuña del animal en el trabón y martilleó vigorosamente con el macho. El esfuerzo le punzaba la ingle.
—Tienes que decidirte —le dijo Quico—. Hay que saber con quién se cuenta.
—¿Y qué se va a conseguir?
Hilario se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. El fuego del horno caldeaba las paredes y el suelo. Quico, apoyada la espalda en la limonera de un coche, hablaba lentamente:
—Alguna vez nos llegará la hora.
Se enmarcó en el balconcillo la figura de la hermana de Hilario. Las sombras violetas ponían en sus ojos un raro atractivo. Se alejó en seguida y, desde el centro de la habitación, protegida por la oscuridad, estuvo observando a Quico, recorriéndole todo el cuerpo con la mirada.
Hilario se encogía de hombros, tomaba la bruza y cepillaba el pelo del caballo.
—Son fuertes —dijo—. Aguantan a ese hombre porque todavía no le creen peligroso.
Su hermana se recreaba en las ancas y en el cuello del potro. Muchas veces, cuando no podían verla, se había acercado al animal y le había pasado los brazos y la cara por el pelo brillante y sudoroso.
—Cuando noten que respiramos un poco a nuestras anchas —seguía Hilario—, ya será otro cantar.
Quico adelantó la barbilla para decir, en tono alto:
—¿Vienes o no?
El herrero volvió a encogerse de hombros:
—¿Para qué? Ni unos ni otros me van a curar la hernia.
Ya se alejaba Quico cuando, sin mirarle, dijo:
—¿Dónde?
—En casa de María.
Hilario abrió más los ojos, dejando de cepillar:
—¿No será en casa de...?
—Sí. Allí.
La hermana vio ir a Quico. No podía hacer nada por detenerlo. Había de conformarse sin el calor de los hombres delante de ella; sola, con su propio calor que traspiraba una congoja capaz de aniquilarla.
A Hilario le lastimaba la hernia. Era mejor reunirse con los amigos para beber un buen vaso de vino.
Entró en la casa, frotándose las manos para suavizar aquel cosquilleo ardiente que tanto le molestaba debajo de la piel, debajo de la callosidad.
La hermana se entretenía ahora descubriendo el porvenir en las cartas extendidas sobre la mesa. Unas cartas amarillentas, sucias, con manchas de miera y esquinas rotas. Pensativa, descifraba el enigma abierto ante ella. Rey de bastos: caballero; hombre que vive en el campo con saber y conocimiento. El caballo de copas: unión con un hombre. ¿Cómo sería el hombre? Ella le quería rubio, alto, de ojos azules. Cinco de copas: unión. Aquélla sería la sorpresa del seis de espadas. Llegaría allí, cuando no estuviera Hilario, y, sin decir nada, la besaría en la boca y detrás de las orejas y en los pechos.
—¿Dónde has puesto la toalla?
—Ahí, en el cordel.
Cinco de copas...
La hermana de Hilario cabalgó una pierna sobre la otra y apretó los muslos mientras la tarde se le volvía ideal y sofocante, llenándola toda de caricias, con un calor nuevo por la espalda, por la cintura, por el vientre.
Hilario volvió a aparecer, restregándose la cara con la toalla. La hermana le miró con ojos de sueño, cansados. Le temblaba ligeramente el pulso; ahora se notaba entrar en la soledad de siempre:
—¿Sales?
—Voy a echar un rato con los amigos. Me duele un poco esto.
—En la gaveta tienes la oración de San Segundo.
Cuando Hilario fue a coger el pañuelo, sonrió al tropezar su mirada con el papel rayado donde una mano firme había escrito con letra inglesa la jaculatoria. Pero, por si acaso, la leyó en silencio:
«Dios omnipotente, que os dignasteis que vuestro siervo San Segundo viniera a traernos la fe y lo habéis constituido abogado contra una de las más penosas enfermedades: favorecednos por su intercesión para que no perdamos aquella fe, y a mí concededme la gracia que os pido por sus merecimientos...»
Hilario guardó el papel en el bolsillo. Por si acaso.
Alarcón saboreó con deleite el vino y atarazó la punta del cigarro puro. Don Francisco, en pie, consumía la espera frente al pergamino donde se testimoniaba la recompensa que su ilustre huésped había recibido como contribuyente destacado de la Beneficencia. Morales extremaba su cortesía, aguardando el momento de ejercitar aquella subordinación que le era tan cómoda y familiar.
—Bien, señores...
Morales cerró el expediente y don Francisco se dispuso a emprender el barzón con que acostumbraba a eludir las conversaciones enojosas.
—Ya saben que prefiero el consejo a dejarme llevar espontáneamente de mis impulsos.
Morales y don Francisco mostraron una sonrisa agradecida.
—Tengo facultades —siguió Alarcón— para reprimir cualquier infidelidad o rebeldía a las leyes, pero deseo estar de acuerdo con ustedes en todo.
Morales temía, preguntándose qué nuevo sacrificio le iba a imponer su propia seguridad. Atendía, receloso, a la voz que parecía agriarse con el sabor del vino.
—El obrero, siguiendo a ese nuevo iluso que no quiere enterarse de lo de Juan, se convierte en un animal peligroso. Hay que abortar esto como sea.
El director Garrido adelantó el cuerpo hasta el borde del asiento. Era como mejor hablaba:
—Mi voto, desgraciadamente, está con la fuerza. No soy hombre violento, pero reconozco que sólo un castigo ejemplar puede contener a los exaltados.
—De acuerdo —habló don Francisco, sin interrumpir sus paseos—, pero con algunas reservas. Me refiero a que debe evitarse toda espectacularidad, que no haya motivos para nuevas críticas, para nuevos ataques.
Morales sudaba. No se encontraba bien. Dudó, como siempre:
—No sé. El caso es que yo... Yo no encuentro motivos.
—¡Ah! —exclamó don Luis, sin disimular su contrariedad—, ¿no encuentra motivos en que vaya en contra de todo lo que hemos ganado poniendo el pecho y apretándonos el cinturón?
Morales no sabía hasta cuándo tendría que actuar en contra de sus convicciones; hasta dónde tendría que llegar para conservar la posición que ya no le hacía feliz. Agitó cómicamente las manos, engolando su voz artera:
—Es tan sólo un punto de vista. Débil, confiado, si usted quiere, pero sincero. ¿Tenemos pruebas de que ese hombre sea, realmente, peligroso?
—Ya las tendremos —interrumpió Garrido, achicando sus ojos, ante la muda interrogación de los tres, dichoso de ser centro de la atención por unos segundos—; y tal vez nos las dé uno de los suyos. Depende de la mano izquierda que tenga Perico el de la Cherna...
Un cuarteto de sonrisas acabó relajando la tensión del momento. Estaban todos de acuerdo. Ahora lo mejor era no insistir y tomar otra copa. Se sentían contentos todos, menos don Francisco, que, paseando por la habitación, se repetía una y otra vez su contrariedad. Hubiera preferido estar lejos de allí. El caso era que sus cálculos habían fallado por pura mala suerte, asegurada como tenía una ausencia más que justificada, aunque, en realidad, pocos eran los convencidos de que fuera sincero.
Tenían razón los que pensaban que él sería incapaz de apasionarse seriamente por un ideal, cualquiera que fuese, pero lo que no dejaba lugar a dudas era que el orden le parecía en todo caso de perlas y que se había afiliado precisamente porque con ello no ofendía a nadie ni se comprometía a nada. Una verdad había para don Francisco en este partidismo suyo: el convencimiento de que todos los disturbios se producen por ser blandos y hacer concesiones. Para él sólo existía una fórmula viable de salud pública: el hermetismo conceptual, la cerrazón en la idea fija, sin paliativos ni capitulaciones en nombre de la evolución. Lo demás era mecha capaz de encenderse un día u otro. No había más que ser enteros y firmes. ¿De dónde surgieron las ambiciones, los postulados nuevos y peligrosos, los incendios, los saqueos? De esa liberalidad con que algunos han querido justificarlo todo. Había que ser algo. Y, sin convicción, desde luego, fue de aquello que tenía fama de honesto, sincero e ingenuo.
Hace unos días, don Francisco recibió, como había previsto, el anuncio de la concentración anual, garantizada con la fotocopia del permiso: «... en uso de las atribuciones que me están conferidas, he tenido a bien acceder a su petición, siempre que sean cumplidas las disposiciones vigentes». Para él, la concentración anual significa no sólo la cana al aire imprescindible para ir viviendo, sino el justificante para los que creían —y estaban en lo cierto— que era incapaz de tener una inquietud social. A don Francisco le gustaba encontrarse cada año con viejos amigos que cantaban y paladear la paella que allí sabía mejor que en ninguna parte del mundo. No le costaba trabajo —con tal de quedar bien con aquellos a los que todos trataban con respeto— emocionarse en la vibración de los discursos. Discursos limpios, medidos, sin demagogias ni concesiones, sin chabacanerías ni desquiciamientos. Le encantaban el cosquilleo del cariñena en porrón, las barbas de los más puros, la exhibición de los «detentes» en las solapas, el enjambre colorado de las boinas y el momento en que llegaba la Infanta y daba a besar campechanamente la mano. Aún tenía don Francisco en sus labios la tibieza de aquella mano blanquísima que consiguiera besar, hacía ya dos años.
Y, de pronto, inesperadamente, la contraorden con otra fotocopia: «... cumpliendo órdenes de la Superioridad, queda aplazada la concentración...»
Siente rencor y rabia. Ya no puede alejarse. Este año no habrá emoción ni paella, ni barbas venerables ni pantorrillas blancas y recatadísimas.
Cuando llegue a su casa, abrirá el cajón de la cómoda y guardará la boina, después de probársela ante el espejo. Luego, irá al cuarto de baño para lavarse la cabeza, impregnada del olor penetrante de la naftalina. Bajo el chorro de agua, suspirará por que no pase nada.
PERICO el de la Cherna hacía sonar, titubeante, la campanilla. Le abrió la cancela el propio Ambrosio, envuelto en un batín de seda. Perico repasó la mirada por el patio entoldado, con una palmera enana en el centro y, alrededor, unas litografías de ciudades que ya no podrían reconocerse.
—Perdone la hora —empezó a decir.
—No importa...
Pasaron a una sala con muebles isabelinos, restallantes de dorados tristes y monárquicos. Desde unos marcos ovalados, los miraban unos extraños personajes con levita y corbata de plastrón, solemnes y pálidos, sin duda procedentes del «jueves» sevillano o del «baratillo» de Cádiz. Un reloj de cuco había roto la seriedad de toda la casa.
—¿Cómo van sus negocios, Ambrosio?
—No tengo negocios.
Perico dibujaba en sus labios una sonrisa al tomar un cigarrillo de la tabaquera talaverana que le ofrecía el de la Matrona.
Se acercó al encendedor, sin dejar de mirar a los ojos de Ambrosio:
—Con el negocio que se podría montar en la esquina de la Calle Larga...
—Es asunto, sí.
—A buen entendedor...
Perico dejó caer la ceniza sobre el platillo dorado. Luego, se sacudió los pantalones.
—¿Qué es lo que quiere, Cherna?
—Usted sabe que su amigo acabará encendiendo la lucha entre la gente de aquí —al mismo tiempo le mostraba un cheque que Ambrosio leyó. La cifra era clara y tentadora.
—No sé nada.
—Sí sabe. Y también lo que habla y dónde estará un día determinado.
Sólo la voz de Perico y una atmósfera densa, incómoda:
—No es conveniente que intervenga la autoridad, ya me entiende.
Ambrosio cerró los ojos. Le era necesario no ver aquel papel firmado; no oír su trémolo. Creía en el hombre de mirada mansa que hablaba de justicia, de perdón, de amor y de renuncias. Creía en él más que ninguno.
—Lo siento, Cherna.
Los ojos siempre llorosos de Perico se ensombrecían:
—¿En serio?
—Lo siento.
Perico se dirigió a la puerta. Allí se volvió, mostrando la torpe pincelada de su sonrisa:
—De todas maneras, mañana vendrá Román, por si lo ha pensado mejor.
Al quedar solo, Ambrosio respiró profundamente. La tentación de la cifra le aceleraba el pulso. Resultaba sencillo ganársela. Pero valía más no pensar, no dejarse arrastrar por la idea que empezaba a torturarle. Él era el menos apreciado de todos. Precisamente él, el único que había dejado atrás una vida cómoda, afortunada y plácida. El único que, siguiendo a aquel hombre, comprometía su dinero, su posición conquistada después de tantas luchas. Porque ¿qué perdían los demás? Una barca carcomida, una red mil veces remendada, las horas del paria, la holganza del mendigo, la esperanza de una cosecha cuyos frutos cabrían en las dos manos. Le seguían los miserables, los tristes, los hambrientos, y hacían bien porque el hombre les daba el mejor alimento que es la esperanza y, por otra parte, de venir malas, quedarían como antes: con fiambre, con tristeza, con miseria. El caso suyo era distinto. Él tenía mucho que perder. Y, aún así, ni siquiera era el más apreciado.
Era mejor no pensar.
Reyes cantaba, arreglando el equipaje. Al volverse hacia el espejo, vio en él el rostro preocupado de su madre.
—¿Te disgusta que esté contenta?
Laura avanzó hacia ella, tomándola de la cintura.
—No es eso.
La llevó hasta la cama y se sentaron. Laura parecía haber envejecido. Tenía más señaladas las arrugas en la comisura de los labios y sus ojos habían perdido un último brillo de felicidad.
—Pensaré mucho en ti, Reyes. Y ahora, con remordimientos.
—¿Por qué? —Reyes se dejaba caer sobre sus piernas y había pasado el brazo por los hombros de Laura.
—No hemos hecho bien. No sabemos lo que le habrá ocurrido a aquel desgraciado.
—Te insultaba en todas partes, ¿no?
—Sí, hija.
Reyes se levantó, paseando la habitación de un lado a otro. La gracia de su falda de tergal la aniñaba y a Laura le parecía aquella chiquilla que, de su mano, había pasado por todas las amarguras, de puerta en puerta.
—Tu padrastro es muy poderoso, Reyes. Pero el día que sepan lo que hace, habremos acabado todos. Mientras tanto, lo atienden bien y creen que es honrado.
—¿No lo es?
—No.
La mano blanca de Reyes la acariciaba el mentón.
—Se te ha olvidado lo que sufrimos.
—Eso no se olvida nunca.
—Años de hambre por culpa de uno como Juan.
Laura miró con ternura a su hija. Era dichosa en aquel momento, reconociendo el esfuerzo de Reyes por hacerla más feliz.
—Le llenaron la cabeza de pájaros y, a la hora de la verdad, el otro se sacudió el polvo.
—No importa, hija.
—Nunca pasaremos otra como aquélla. Te lo juro.
Sonrió, mimosa, sentándose de nuevo a su lado. La voz de Laura se hacía ahora un susurro:
—Dime, Reyes. Él estaba muy borracho. ¿Qué pasó aquella noche?
—Nada.
—¿De veras?
—Nada.
La besó en la mejilla. Dentro de una hora partiría el tren. Comprendía que su hija iba a ser más dichosa lejos de todo aquello y no lloró.
El hombre sentía tristeza y gozo al mismo tiempo. Sabía que estaba germinando su semilla y que el final se acercaba, inflexible.
¿Y si huyera? No, no había venido para dejar las cosas a medio hacer. Y la verdad era que le habían seguido muchos, pero alucinados por una palabra diferente y no por esa renuncia que reclama el amor. Otros le escuchaban porque los cobardes quedan seducidos fácilmente por el que muestra indiferencia ante el peligro. ¿Cuántos le seguían por simple venganza, por encontrar en él una razón que fustigaba a los que les habían agraviado? ¿Cuántos por novelería, por sentimentalismo decadente y ciego? ¿Cuántos, en fin, porque, débiles para el combate de la vida, albergaban la secreta esperanza de un triunfo en el que podrían medrar, ser poderosos también, gobernar a los que ahora servían?...
Un reducido grupo le había seguido con el corazón abierto, con fe y con entrega. Pero hasta ese mismo grupo no podría resistir el análisis más superficial. Estaba seguro de que, llegado el caso, uno de sus más fieles ocultaría la verdad, otro no vacilaría en traicionarle, otro dudaría de la evidencia...
Estaba triste y, al par, gozoso, porque nada se le había ocultado.
Al fin y al cabo el mundo no era aquello —aunque le fuera tan semejante— y bastaba que en algún lugar y en cualquier tiempo un hombre perdonara en nombre del amor, para que su semilla no hubiese resultado estéril.
Pensó en Simón, sencillo, pusilánime, incapaz de comprenderle. Pensó en María. ¡Qué hermosa era María! A él le amaba, sí; sería capaz de dar la vida por salvarle. También él iba a darla por ella, la pobre soñadora, ya definitivamente rescatada.
Estaba cerca la hora. No iba a enfrentarse con la realidad alegremente porque la alegría en el sacrificio pierde esa grandeza de la consciencia que es el heroísmo verdadero. Iba a ella a cuerpo limpio, sin gallardías ni jactancias, con un poco de temor: el que le diera la dimensión exacta de su humanidad. Y el dolor le era fuerte porque sabía que, al paso del tiempo, ya en su memoria, volverían en cada instante a consumar el crimen.
Como en un sueño agitado y morboso comprendió cuánta generosidad habría de ser derrochada en su nombre; cuánto amor, cuánto perdón y cuánta vida. Pero comprendía también que en ese mismo nombre —el suyo— se alzarían la soberbia, la codicia, la venganza. ¡Y cómo habrían de desfigurarlo!...
Estaba cerca la hora.
El hombre se echó sobre los hombros la chaqueta de pana negra y, rozando su mirada por aquella habitación familiar y confidente, como si se despidiera de todas las cosas, atravesó el umbral, resuelto. El reloj de la torre desgranaba las campanadas de las nueve.
LA gente se apiñaba, sobrecogida, a la puerta. Muchos conocían la casa, pero la veían ahora con otro calor. Los que en otro tiempo habían traspasado aquel umbral con fiebres en la boca y en las manos, volvían hoy buscando la voz erguida y fácil transformándolo, transfigurándolo todo, con nueva sangre, con espíritu renovado y puro.
—Si queréis seguir de veras mi consejo —oían, sin atreverse a interrumpir—; si de veras está vuestro corazón conmigo, debéis ser prudentes...
Al principio, una emoción que humedecía los ojos y escalofriaba la espalda. Era aquello lo que habían soñado, hacia un mundo de libertad y sonrisa. Después, el desencanto, la desilusión de encontrarse, de pronto, ante un camino que no llegaban a comprender, áspero y difícil.
—Os delatarán a los tribunales y os azotarán...
Después de todo, era mejor dejar las cosas como estaban. Se tiene hijos a los que hay que sacar adelante. Son los jóvenes quienes deben salir a la calle, con vida larga y sin nada que perder. Hasta Simón pensó que no debía hablar así. Hacía un momento ya estaban casi ganados, ¿a qué amedrentarlos con lo que iba a ocurrir?
Ambrosio el de la Matrona, desde un rincón, estudiaba cada gesto, cada esbozo de sonrisa irónica. No era buena esta fórmula de la verdad sobre todas las cosas. El hombre no era político. De serlo, eludiría una alusión a las dramáticas consecuencias de ser de los suyos. ¿No había visto aún una irremediable sombra temerosa en esos que, estimulados en jactancias luchadoras, no pasaban de ser aprovechados de la mejor ocasión, ahora a punto de huir?
—Nada está encubierto que no se haya de descubrir, ni oculto que no se haya de saber...
No, no era éste el lenguaje para ganar.
—Venid —se había vuelto hacia un grupo de harapientos, absortos, todavía iluminados por la esperanza—, venid todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré.
Quico dudaba, inquieto por lo que le parecía una insolente vanidad. ¿Quién se había creído que era, ofreciendo a los demás un aliento que tanto necesitaba para sí mismo?
Del grupo más cercano a la calle se había adelantado un hombre con paso firme. Era joven. Vestía bien.
—Yo he cumplido lo que dices —habló—. Si todos los que te escuchan hicieran igual...
Le miró largamente. Luego, sin alterar el tono mesurado de su voz, como trascendido por el mensaje de una adivinación misteriosa:
—Una cosa te falta por hacer —dijo.
La muda interrogación del joven era altiva, gallarda. El hombre sonreía tristemente:
—Anda, vende cuanto tienes y dale la mitad a los que lo necesitan.
El otro fue a responder, colérico. El silencio de todos pareció dominarlo. En su rostro se dibujaban la decepción y la ironía. Sin una palabra más, se abrió paso entre la gente y salió de la casa. En la calle seguía oyendo la voz:
—¡Qué difícilmente entrarán los ricos en el reino de Dios!...
Ambrosio torció el gesto. ¿Por qué había de insistir en llevarlos al reino de Dios? Bien estaba alguna referencia como fundamento de una acción justa, pero la gente prefiere oír hablar de reinos más próximos y tangibles. Había que ser práctico, conquistar el poder y repartirlo entre los leales que habían comprometido tranquilidad, seguridad, fortuna. ¿Y a qué tanto combatir a los ricos? ¿Es que no advertía que eran los únicos capaces de hacerle triunfar, como siempre, incluso en nombre de los parias y desheredados? ¿Qué estaba consiguiendo con esta actitud? Anular los factores decisivos; quedarse tan sólo con los que nunca representaron nada; los que, a fin de cuentas, a pesar de sus odios, sus rencores y sus críticas, se sentirían dichosos si un rico les saludara amablemente.
—No habéis de ser como los hipócritas que se ponen a orar de pie en los templos para ser vistos. Estos ya recibieron su recompensa. Se imaginan que van a ser oídos a fuerza de palabras...
Caía la sombra de la noche sobre la calle y el aire mecía los naranjos. En las hojas se plateaba el brillo, y las olas iban resbalando su murmullo hasta la plaza. Cuando allí se oía tan fuerte el mar, los pastores no se alejaban mucho al día siguiente porque sabían que estaba próxima la tormenta.
La voz del hombre seguía taladrando, inmutable. Ya eran casi todos los que pensaban que había ido demasiado lejos. Deseaban un líder, no un suicida. El silencio espeso, deprimente, fue roto por alguien escudado entre el gentío:
—¡No hay quien te entienda!
—¿Porque no podéis sufrir mi doctrina no la entendéis? —recalcaba sus palabras veladas por la amargura.
—¿Tienes que venir a casa de María para desafiar?
Esta vez el hombre avanzó unos pasos. Le temblaban un poco los labios:
—Vino Juan por las sendas de la justicia y no le creísteis, al tiempo que las rameras le creyeron.
Todos se agolpaban ahora a la puerta, sin interés ya por escuchar lo que no les llevaría nunca al camino del poder y la fortuna. Estaba casi solo, en el centro de la habitación. Únicamente seguían a su lado Simón, Ambrosio y Quico. Y María, radiante entre sus lágrimas.
Apuró el vino repuntado de la jarra. No se advertía en ello la menor delectación. Por el contrario, bebía aquellos primeros tragos con asco y desgana, obedeciendo a lo que parecía el sacrificio de una atrabiliaria liturgia.
Quico, a su lado, fumaba distraído, fija la mirada en el humo de su tabaco de somonte. No bullía la cantina con la baladronada del jaque, el canto del marinero ni el rebozo del baile entretejido con las notas dengosas del acordeón. Eran escaso el dinero y claro el miedo.
La Clavela, junto a la ventana, entretenía sus ocios esmaltándose las uñas hasta que el olor de la acetona se diluía en el acre del vino, del tocino rancio que se freía en la cocina, del amoníaco despedido del urinario estrecho y sucio donde cada uno estampaba su firma o vitoreaba al equipo predilecto. En la jaula, indiferente a todo, el reclamo perdiguero afilaba su llamada de nostalgias campesinas.
Antonio Fernández pidió otra jarra.
- Ya está bien —le censuraba Quico con benevolencia—. Hace tiempo que no bebías así.
La mirada de Antonio se hizo más turbia y triste:
- ¿Qué más da? ¿Qué importa?
- Tienes razón.
- Se ha acabado todo —tomaba la jarra con torpeza— ¿y sabes lo más triste? Que hayamos hecho otra vez el canelo creyendo que alguien iba a sacarnos las castañas del fuego.
- Sí —acordó Quico, bajando la cabeza—, lo peor de todo es que nos habíamos hecho ilusiones.
Era desalentador y dramático este despertar: Había sido de los primeros en seguir al hombre, fiado en su grandeza, en su justicia, en su verdad intacta. ¿Y qué había conseguido? Quedar peor que antes, señalado por los enemigos, afrentado por ir tras aquél que no había sabido ser prudente descubriendo las cartas de su juego, quizás demasiado limpio para alcanzar el triunfo.
Juan era menos apasionado por su verdad y, aun así, había cometido el error de enfrentarse abiertamente a los grandes. Teniendo tan próximo este ejemplo, ¿cómo el otro no había sabido calcular lo que convenía? Precisamente cuando ya era numeroso el grupo que estaba con él, cuando muchos estaban dispuestos, lo echaba todo a rodar con desplantes valientes, sí, pero ineficaces, comprometiéndolos, y de la noche a la mañana se convertía voluntariamente en reo, con sólo unas horas de libertad y esto porque le otorgaban la tregua precisa para que cometiera el último error. En esta tregua quedaría solo, sin uno que quisiera escucharle.
Quico salió, cogido a Antonio que se obstinaba en empellar contra la fachada. Le dejó a la puerta de su cubil y, cuando le vio pasar, entre eructos y frases ininteligibles, la puerta carcomida y grasienta, siguió calle abajo, sorteando los sitios donde pudiera encontrarse con el hombre:
Ana, al oír a Antonio, cesó en su intento de hacer callar al niño más pequeño con sus coquitos y le miró con ojos pazguatos, como si estuviera estrenando embriaguez. Él soportó la mirada, tambaleante y baboso.
- ¿Qué pasa?
El rostro flaco y pálido de la mujer se coloreó débilmente. Sabía lo que le esperaba: o el fastidio agotador de sufrir los imperativos de un asalto interminable —diferida siempre la satisfacción por el renuncio de la naturaleza—, o el temor de sentir las manos del hombre golpeándola en la boca y en el pecho.
- Dame una copa.
- No queda vino. No me has dado para comprarlo.
- ¿No sabes que tienes que comprarlo para cuando yo quiera? ¿Qué te has creído? Di, ¿qué te has creído?
Había avanzado hacia ella, cogiéndola de la muñeca.
- ¡Déjame, bruto!
- ¿Bruto? ¡Pídeme perdón! ¡Pídeme perdón!...
El motivo no importaba. Antonio necesitaba vengarse de la vida así, oyendo el restallar de sus dedos en el cuello de la mujer, sintiendo sus gemidos, sus gritos ahogados, viendo correr la sangre por aquella nariz porrona y pestilente.
La golpeó con furia, salvajemente, hasta que la dejó, extenuada y convulsa, de rodillas, con la frente apoyada en el suelo.
Antonio respiraba con dificultad, agotado. Se echó en la cama para calmar su jadeo. Necesitaba beber algo, pero este sólo pensamiento le revolvía el estómago.
La mujer se desnudó detrás de la puerta, y apagó la luz. Para él era mejor así. En la oscuridad se le aliviaban algo las fatigas. Deseaba fumar, pero temía que el humo le hiciera vomitar de nuevo. No le temía a esto, sino al escozor que le quedaba luego en la nariz y en la lengua.
Sintió a Ana a su lado. Estaba llorando; oía sus reprimidos sollozos mezclados con el chupeteo del niño, hambriento entre sus brazos.
Antonio buscó bajo las sábanas la cintura de su mujer.
EN la plaza cantan las niñas, mientras los muchachos se disputan la pelota, codiciosos y gritones.
Perico el de la Cherna espera, pacientemente, que acabe de caer el café de la maquinilla de lata ya sin brillo. Román el Cabo repasa unas cuentas, haciendo una cruz en las que están saldadas. Hoy ha cobrado. Ha satisfecho a algunos acreedores y ahora está de acuerdo con los que dicen que hay que acabar de una vez con el capitalismo. Mañana pensará que el orden bien vale todo el oro del mundo.
¿De dónde, si no, iban a poder estar aquí, sentados tranquilamente, sin el temor de una ensalada de tiros como aquellas que se armaban de buenas a primeras? También son ganas de sacar las cosas de quicio querer que todo se arregle en dos días. Además, don Luis no es tonto y sabe los servicios que le tiene prestados.
Desde chiquitas ya saben lo que quieren. Todo para ellas.
—¿Le salen las cuentas?
Román sonríe; guarda el lápiz y los papeles y cabecea:
—Ni por el forro.
Perico paladea el café.
—¿Qué me cuenta usted del forastero?
El Cabo muestra la palma de la mano, torciendo el gesto:
—Uno de esos tipos que están pidiendo a gritos una somanta. A mí, esta gente que no se sabe de dónde viene no me gusta un pelo.
—El cuento de siempre con la justicia social, la equidad y el progresismo. Meterse en berenjenales para agenciarse la sopa boba a costa del prójimo.
Perico el de la Cherna deja el vaso sobre el mármol del velador, hace un gesto ambiguo y calla. Román teme que por mucho que hable, esta tarde no se gana el café. Con la mayor dignidad posible se levanta, apoyándose en las rodillas como si le costara un gran esfuerzo.
—Bueno, vamos a dar un garbeo por ahí.
—Hay tiempo —dice Perico el de la Cherna—. ¿Dice usted que ese hombre...?
—Yo creo que ya va siendo hora de cantarle las cuarenta.
Perico pide un café para el Cabo, que sonríe, atento a las palabras del otro:
—Va siendo hora, sí. Pero nosotros, al pairo. Ya habrá quien le corra las espuelas.
—Cuando la gente se ha dado cuenta ha sido esta mañana.
—¿Qué pasó?
—¡Menudo escándalo! —Román sacude la mano y mueve la cabeza—. Se lió a varazos con los que vendían las palomas y empezó a gritar que no convirtieran la casa de Dios en una casa de trato. Nada más que eso.
Perico soplaba el café. Sorbía luego ruidosamente:
—Mejor. Que se lo carguen los suyos. Va usted a ir a casa de Ambrosio el de la Matrona...
Pocas palabras. Perico el de la Cherna sonreía. Su petaca abierta era toda una tentación.
—¿Una copita de coñac?...
—Vaya que sea...
Los muchachos, a la puerta de la escuela, apuraban los últimos minutos de recreo con los juegos de la pelota, el chito, el látigo, que acababan de despertar la mañana, desperezándola en risas y gritos. Don Eugenio llegaba ya, siempre encorvado sobre el lomo del burrillo, cuyo ronzal ató a un hierro de la ventana.
Pasaban los hombres hacia la mina, hacia la playa y el campo.
—A la paz de Dios...
Don Eugenio levantaba la mano hasta la frente, como si la punta de sus dedos rozaran una visera invisible.
—¿Estuvo usted ayer en casa de la María? —le preguntó Quico al cruzar delante de él.
—Yo tengo mis obligaciones.
Quico repasó la mirada por los grupos de chicos que ya entraban a la clase.
—Me pregunto qué les enseñará usted.
Don Eugenio frotaba en los cristales de sus gafas un papel de fumar, resbalándolo entre sus dedos:
—Poca cosa, Quico —dijo, encogiendo los ojos—. Geografía, Historia, Matemáticas... Y a amar la libertad y la vida que quizás mañana sea mejor, quién sabe si porque así la estamos haciendo, sin darnos cuenta.
En el palenque que se abre frente a la escuela abren los puestos del mercado. Todo se esencia del aroma fresco y dulce de las frutas, poniendo en el pálido paisaje de la Calle Larga los brochazos multicolores de la sandía —«frías y coloradas como corales», pregonan—, de los melocotones de piel de muchacha, de las brevas rezumantes de jugo. Las voces se encuentran, hiriéndose unas a otras:
—Cebollas, cebollitas dulces, para llorar sin pena...
Colgada de sus ganchos afiladísimos, la carne roja, veteada, con la sangre de una muerte reciente. En las cajas, salpicadas de sal, la plata azulada de los rodaballos, los lenguados, los jureles.
—Bellotas de la Sierra, qué ricas y qué buenas...
—Dos por dos, cuatro; dos por tres, seis...
A don Eugenio le repugnaba la musiquilla. Le repugnaban los desconchados de la pared, el color de los mapas, la tira de papel cuajado de moscas. Tenía ganas de llorar, de gritar, de darse un tiro en la frente. Una bolita de papel le rebotó en la cara, pero no hizo el menor gesto. ¿Qué más daba todo?
A través de la tabla de multiplicar, a través de los niños, de los mapas, de las moscas muertas, vio un mar azul en calma y unos ojos negros que le miraban, tímidos:
«-A primeros de mes.»
Hubiera sido una boda muy hermosa, en San Felipe, con el concurso de todas las vecinas de las calles de San José y Sacramento, la solemne solicitud de los maristas, dispuestos a regar de flores la iglesia, y, después, el chocolate con pasteles para los chiquillos del barrio.
Nada de viajar. La luna de miel, allí; respirando la caricia de las palmeras.
«-Gracias, Capitán. Aunque la sublevación será dominada en pocas horas, es muy de agradecer su ofrecimiento.»
No fueron pocas horas. Cada día eran peores las noticias y cuando apareció en el cielo el primer avión alemán, supo que no había nada que hacer.
«-¿No piensa usted pasar a Francia?»
«-No. Mi puesto está aquí.»
Le estrechó la mano con emoción. Después le dejó la pistola sobre la mesa:
«-Puede hacerle falta.»
Era el mes de abril. La primavera, corazón arriba.
—Dos por diez, veinte.
Don Eugenio no tiene más remedio que cerrar la ventana, aunque le hubiera gustado estar asomado a ella todo el día, envuelto en el eco de los pregones que es para él como pegarse a la tierra, como vivir cada latido de ese pulso de la ilusión, el trabajo y la paz.
Los niños, de pie frente a los pupitres, canturrean ahora la oración sin saber lo que dicen y, cuando vuelven a sentarse, abren los libros entre cuyas hojas guardan estampas de filos dorados, flores secas y el cromo de un futbolista que ha envuelto un caramelo.
En la primera banca, Luisín no sabe si renunciar definitivamente a copiar las veinte veces un párrafo tan extenso, o esperar la ocasión de cazar una mosca para jugar con ella al toro, auxiliado de un alfiler. Es el más pequeño de todos y don Eugenio no le castiga nunca. Ahora, no obstante, ha de copiar nada menos que veinte veces el párrafo, mientras los demás juegan, a escondidas, a los barcos —«A, siete», «Tocado un crucero», «D, cuatro», «¡Agua!»...—, a «Rey, Verdugo, Horca y Caridad» y al trincarro, o redondean en la palma de la mano la bolita de papel. Es duro estar aquí —y tan cerca de don Eugenio—, cuando el agua del mar debe de estar fresca y blanca en la orilla, allá donde se queda dibujado el pie sobre la arena y se pueden hacer castillos y coger conchas y piedrecillas brillantes.
Don Eugenio alguna vez se queda mirando a Luisín largo rato y entonces parpadea mucho y sonríe, sin poder disimular.
Es muy torpe Luisín, echa muchos borrones sobre la plana y nunca acabará de aprenderse los ríos principales de España. Siempre se ahoga en el Tajo. Don Eugenio se pone muy serio con él y, sin que los otros puedan oírle, le riñe, frunciendo el ceño:
—Eres «un» calamidad, un botarate.
Luisín baja la cabeza, mirándose los pantaloncillos remendados. Él quisiera ser más fuerte, pero al momento se le adelanta involuntariamente el labio inferior en contracciones irreprimibles y se le llenan los ojos de nubes. Entonces don Eugenio le deja caer la mano sobre el hombro huesudo y le dice, con mucho cuidado de que nadie le sorprenda:
—Bueno, tanto como un botarate, no. Ya vas mejor. Mañana lo sabrás. O pasado.
Luisín le mira de frente. Aún está triste.
—O cuando te dé la gana.
Luisín ha conseguido cazar una mosca que, providencialmente, se ha posado en el cuaderno. El movimiento, instintivo, ansioso, ha sido tan espontáneo, que no ha podido tener en cuenta que don Eugenio le miraba en ese instante. Con el puño cerrado y el corazón al galope, no sabe qué hacer. Menos mal que don Eugenio vuelve la cabeza hacia la ventana y parece quedar distraído en la contemplación del burrillo.
Sabe que ahora el niño es feliz. No tiene derecho a quitarle esa felicidad. Por otra parte, efectivamente siempre le distrae ver a su borrico resignado, indiferente a los pregones y al aroma del campo en fruto.
La tarde anterior, cuando se marcharon todos, don Eugenio fue hacia la banca de Luisín y, con el pisapapeles, remachó la cabeza de un clavo que sobresalía. Podía romperle los pantalones; quizás la carne.
—¿Has hecho la plana?
—Todavía no —dice, colorado, encogiéndose de hombros, el puño cerrado a la espalda.
—Bueno, hay tiempo.
Casi un año ya desde aquella mañana en que se lo llevó a la escuela. La explosión se había oído en toda la Factoría. En cinco minutos, todos, hombres y mujeres, se encontraban en el pozo, buscando cada uno su propio nombre en la desgracia. Cuando sacaron a Merchán, envuelto en una manta, la gente, ocupada en consolar el llanto desgarrado de la mujer, no había reparado en el niño rubio de ojos azules que lo miraba todo sorprendido, sin querer que viera nadie lo asustado que estaba. Tan sólo don Eugenio se fijó en él. Se le acercó y, tomándole de la mano, le fue hablando del mar y de los barcos, hasta que todo hubo pasado.
Desde aquel día, Luisín es el último chico que sale de la escuela. Siempre se queda solo con don Eugenio, que entonces saca del bolsillo del pantalón un extraño paquete y, misteriosamente, lo desenvuelve mientras dice:
—No lo querrás creer. Hoy tenemos tortilla de patatas.
Otro día el enigma es más complicado:
—Si coges una ternera, la sacrificas, cortas dos buenas tajadas de carne, las dejas caer en huevo y harina y las fríes, ¿qué tienes? ¡Dos hermosos bistés empanados!...
Cuando la mosca perece al cabo de los doce pinchazos y tres descabellos, Luisín comprende que no debe disgustar a don Eugenio. Es un fastidio, pero será preferible rendirse y escribir veinte veces el larguísimo párrafo. Toma la pluma y la moja en el cubilete de plomo. Luego, lee, una vez más, la frase: «No diré más a don Eugenio que la tortilla está sosa.»
—Déjalo —dice el maestro—. Hoy tengo que irme pronto. He de hacer una cosa muy importante...
Don Eugenio subía pesadamente la calle en cuesta. El sol, reflejándose en la cal de las fachadas, le lastimaba los ojos. Al final, el asta de la bandera parecía una lanza clavada en la forja del balcón.
Llegó hasta la Casa-Cuartel casi sin fuerzas. Mientras esperaba ser recibido por el Sargento-Comandante, resbaló su mirada por todo aquello, lejano, ensoñado: las puertas grises, agrietadas —en alguna la gatera oscura—, los fusiles alineados, el patio blanco, con el grifo que, sobre la pileta, goteaba insistentemente. De vez en cuando, el ruido terco y triste de los cascos de un caballo inquieto sobre el cemento y la cebada. Olor a acero engrasado, a orín, a zotal, junto a los jazmines. Almagra en los zócalos y una parra filtrando la luz por entre los racimos de la uva envarada, como cuando son de cera. El cartelón con los colores nacionales parecía el distintivo de un estanco, pero serio, solemne. Se oían la risa de un chiquillo, ajeno a todo, y el tecleo de una máquina de escribir que, a intervalos, dejaba en el aire el chispazo sonoro del timbre.
—Pase usted.
Se detuvo en la puerta hasta que el Sargento-Comandante se levantó, estrechándole la mano. La habitación se envolvía en penumbra. Un ventilador pretendía encerrar en su jaula lo que el aire tiene de fiera, desmelenando un ramillete de cintas amarillas y azules en una danza histérica, incansable.
—Siéntese, por favor.
El Comandante de Puesto se frotó el pulgar contra el índice, restregando una mancha de tinta negra. Le ofrecía tabaco que don Eugenio rechazaba con timidez.
—Usted dirá.
Carraspeó sin ganas y observó la mesa en la que se ordenaban expedientes y certificados de buena conducta con el sello ovalado y violeta.
—Es difícil empezar.
—¿Algo grave?
—Creo que sí.
El olor de cuero impregnado de betún le entraba a don Eugenio hasta el estómago.
—Me he atrevido a venir para rogarle que envíe alguna fuerza a la Factoría —dijo lentamente.
El Sargento-Comandante levantó más la cabeza, mirándole sin contraer un sólo músculo.
—¿Quiere explicarse?
—Es muy probable que se cometa una salvajada. Quién sabe si un crimen.
—Ya... —se levantó, apoyando las manos poderosas en los brazos del sillón y se dirigió hacia la ventana. Sólo se oía el zumbido del ventilador abanicando con un aire agresivo todas las cosas. Los papeles, encima de la mesa, pisados por la pistolera y el llavero, amenazaban con volar un segundo; luego, quedaban en reposo, reglamentariamente en orden.
—Usted puede evitarlo —la voz del maestro se hizo más firme—; ya sabe a lo que me refiero.
El Sargento-Comandante volvía al sillón. Fumaba sin cesar, aspirando el humo con la boca muy abierta:
—No sé a qué se refiere, no. De cualquier manera, sin recibir una orden del señor Alarcón, no tengo atribuciones —aplastaba el cigarrillo en el cenicero de cobre que cuadriculaba la estampa de Don Quijote absorto en sus libros, la espada al cinto y el galgo a sus pies—. Conozco perfectamente mis deberes. Uno de ellos es evitar, por todos los medios, la alarma.
—Puede morir un hombre.
—O puede provocarse un serio incidente con la presencia innecesaria de las fuerzas.
Don Eugenio guardó silencio unos instantes. Avanzando su cuerpo hasta el borde del sillón, extendía las manos temblorosas sobre la mesa.
—Si usted manda aunque sólo sea una pareja, estoy dispuesto a darle los nombres de quienes algún día le proporcionarán muchos dolores de cabeza.
—Yo no soy un perro de presa, don Eugenio. Cuando ocurra, si ocurre, tendré arrestos suficientes. Mientras tanto, no tengo por qué admitir denuncias ni delaciones.
El maestro se mordió el labio inferior. Se había puesto en pie mientras el Sargento-Comandante seguía:
—Le sorprende, ¿verdad?
Unos minutos después atravesaba el umbral, cabizbajo. Un niño jugaba en el zaguán, haciéndose el herido con una pistola de plástico azul en la mano. Volvía a oírse el tecleo de la máquina de escribir. La tarde se había puesto violeta —como la tinta del sello ovalado en los certificados de buena conducta— y hacía lánguido el susurro, extendiéndose en la hora quieta por las calles, por las barbecheras, por las estacadas.
EL cuco picoteó las soñolientas tres de la tarde.
El sol, al estrellarse en los listones verdes de la persiana, llegaba a la habitación estriado en rayas horizontales, dibujadas en la seda gris del sofá y en los círculos rojos de la solería. Se había encendido en algún punto el dorado curvo de los muebles y de los marcos. Sólo pregón de los búcaros finos daba cuenta de la vida en la calle, caldeada y solitaria en el sopor de la siesta.
—Yo no sé nada —la mano morena de Román el Cabo estaba quieta en el envite del sobre azul que Ambrosio miraba fijamente.
Dicen que todos los hombres tienen su precio y aquí está ahora Román, satisfecho de ser el agente de esta transacción que no debe de resultar barata. Le gustaría prolongar la escena. Sabe que al fin se concertará el trato y se siente alegre, divertido, mientras deja caer el sobre en la mesa junto al cenicero en el que Ambrosio ha olvidado el cigarrillo.
—Si acepto, ¿qué tengo que hacer?
El Cabo adelanta el labio inferior, cabecea, sonríe y entretiene el silencio dándole vueltas a un botón dorado de su guerrera desteñida.
El de la Matrona se levanta y vierte en su copa un poco de vino del frasco que descansa en la consola de patas zambas y tapa de mármol verde.
—La verdad —dice, después de chascar la lengua—, no me explico qué necesidad hay de esto.
Vuelve a sentarse y a encender otro cigarro. El tictac del reloj tiene a cada minuto como una sonoridad trascendente y nueva.
—Si ese hombre es peligroso, con ponerlo en la raya o meterlo en la cárcel estamos al cabo de la calle.
—No ha comprendido —dice Román, dibujando en la mesa figuras invisibles y caprichosas con el bolígrafo encapuchado—. Hemos de tener la seguridad de la conspiración. Queremos saber un día, una hora y un sitio. De no ser así, nunca faltarán malas lenguas con la copla de siempre: que si las injusticias, que si las alcaldadas...
—Sigo sin entenderlo.
—En último término sus razones habrá.
—Es decir —resume Ambrosio, aproximándose más—, que, por lo que quiera que sea, hace falta una denuncia.
—Eso es —se encoge de hombros, abre las manos, cierra los ojos, sonríe—: por lo que quiera que sea.
Todavía tiene que luchar. Quizás si supiera la razón estaría dispuesto, pero el secreto le envuelve en temores. Ambrosio el de la Matrona sabe que lo de Juan no puede repetirse sin poner en peligro la seguridad de Alarcón.
—¿No se habla tanto del pueblo? —sigue el Cabo—. ¿No es el pueblo el que debe hacer justicia?...
Las palabras de Román le abren definitivamente los ojos. No es prudente que el mismo Alarcón tome la iniciativa. Todo debe tener la apariencia de un «ajuste de cuentas» entre un grupo de hombres que nada tienen que ver con el mandamás. Y en todo caso, hay que contar con una denuncia formal y comprometida por si las cosas se tuercen.
—No. Llévese el sobre.
Lo ha dicho temblándole un poco la voz. El Cabo se ha dado cuenta y demora el ademán de triturar la punta del cigarro en el cenicero, refregarse los dedos unos con otros y alargar la mano hacia el sobre azul cerrado, sin nombre ni dirección.
Los dos hombres se miran a los ojos. Román agita el sobre delante de su rostro, dándose aire; debe de ser un aire caliente y denso.
—Le aseguro que «esto» nunca hubiera salido de estas cuatro paredes.
En unos segundos, Ambrosio el de la Matrona vive muchas horas de peligro, en la carretera, en la playa, en la ciudad. Se ve a sí mismo buscándose la cartera en el bolsillo de la cazadora para mostrar la documentación al guardia que espera. Unas veces es un hombre maduro, moreno, con muchos años de sierra, de caminos de herraduras, de cortijos blancos en los que le ofrecen un plato de gazpacho y una tajada de sandía. Otras veces el guardia es joven, bisoño, de rostro colorado por la primera herida del sol, delgado y correcto, con la petulancia pueril de la Academia en la rectitud del saludo —el antebrazo horizontal sobre el pecho, como si señalara hasta dónde llega el agua del arroyo— y en los ojos la adivinación y el deseo de la aventura para «salir» en la Orden del Día.
Ambrosio no comprende por qué después de aquello, tiene tanto que pensar. Es ganarse limpiamente una recompensa al tiempo de ser colaborador de quien maneja los hilos y puede cortarlos a su antojo.
Román se ha desabrochado el botón del bolsillo superior de la guerrera. Cuando va a guardar el sobre, el de la Matrona se adelanta y lo toma en sus manos frías.
Firma resueltamente, sin titubeo, colocando los puntos de las íes como si picara con la punta del bolígrafo. El Cabo espera unos segundos, por si se ha merecido una copa de vino, pero Ambrosio lo quiere olvidar todo en seguida y ha ido hacia la cancela.
—Hasta la vista.
No contesta. El canario, en el patio, canta, nadie sabe si porque está alegre o porque llora su libertad de las nubes y del río.
La cancela al cerrarse hace un ruido seco, cortante, cómo el de la hoja de la guillotina al caer desde lo alto. Román apenas la oye, tuerce el rumbo, cruza el camino de raíles y entra en la cantina. Parece otra sin las luces amarillentas que en la noche encienden más los rostros.
Merece la pena refrescar el pequeño gozo con el vino tinto del vaso grande, rechoncho, que sólo pueden coger con una mano los que las tienen hechas a los trabajos duros.
Ya ha cumplido el servicio que lo coloca a nivel de los demás. Como debe ser. A Román hoy no le duele tanto el fracaso de su vida. Puede mirar cara a cara a cualquiera y nadie será capaz de una sonrisa viéndole así, vestido de azul veteado, la gorra con la visera descascarillada y el pantalón zurcido.
Todo esto da un poco de miedo, pero ¿cuánto comparado con aquel de la tarde en que no pudo moverse, mientras los cuernos le rozaban el pecho, cuando el hocico lleno de baba le olisqueaba la cara una y otra vez?
Veinte años de aquello y ahora sonríe, pensando que hizo lo mejor con arrancarse la locura de la cabeza, dejar el amor propio a la puerta y vestirse de blanco para comer todos los días.
Claro que era bonito el sueño de aquellas noches, vísperas de la feria de El Coronil, cuando el cuartucho se le llenaba de ovaciones y veía en la oscuridad sonrisas de muchachas. Poco después sería el triunfo —tenía que ser—; el triunfo de los hoteles con camareras de traje de raso negro y cuello blanco almidonado, el «Opel» a la puerta y la mano cansada de tanto firmar en los abanicos. Debía de ser emocionante el momento de salir para la plaza, de estar ante el espejo, vestido de corinto y oro, el grupo de los incondicionales a su espalda, el ramo de flores y la coba del crítico en busca de la limosna larga. Y la llamada telefónica y la insistencia de la extranjera rubia. Después, la plaza caliente, amarilla, grana, y azul en lo alto. Al anochecer, para celebrarlo, cajas de vino de Jerez y una guitarra. No importa la mancha sobre el traje. No importa.
Todo pudo empezar la tarde de la feria. Cuando se vió solo, en el centro de la placita, el alma se le iba por la boca. Estaba cercado por las ruedas de los carros y le dolían en la mirada los colores de los mantones de Manila. Después ya no vio nada, no oyó nada. Sólo el bufido del toro y la punta gris de los pitones; la mancha zaína acercándose lentamente, con la cabeza alta, venteando el celo. Quiso hacer algo —bien sabe Dios que quiso—, pero se le agarrotaron los músculos, mientras el sudor frío le resbalaba por la espalda y por las piernas. Era imposible adelantar las manos, hurtar el cuerpo, mover un pie. Y quedó quieto, muerto, loco de un pánico que no le dejaba respirar. El novillo llegó hasta él, dándole con el hocico en los labios secos, oliendo su miedo y su derrota, y luego se volvió, levantando la tierra con las pezuñas para arremeter contra la chaqueta de un chiquillo que había saltado desde un carro y ahora adelantaba la pierna en una verónica majestuosa y suicida.
Todo volvió a él en un momento. Pero ya eran las risas, los pitos, la chufla. Y un grito que le partía toda la alegría de vivir:
—¡Muy bien, «Don Tancredo»!
El hambre es mala cosa. No te deja dormir, se te agarra al estómago y cada palabra que oyes se te convierte en algo que llevarte a la boca. Cuando tienes hambre de verdad no eres un hombre ni hay nada en el mundo; no razonas, no puedes ni hablar y quieres que la humanidad toda se muera de una vez porque come y duerme y ríe.
Era difícil el camino, pero el único posible. Román ha tenido clavadas en el pecho durante muchos años esas tardes del verano en las que iba a pie hasta la plaza y allí mismo, solo, o junto a los caballos de los picadores, se vestía de blanco poco antes de la hora.
—¡A ver! ¿Está listo «Don Tancredo»?
—Sí. Ya voy...
Al subir al pedestal le temblaban las piernas y los labios. El clarín le golpeaba el corazón y él cerraba los ojos. Era cuestión de aguantar tres o cuatro minutos eternos. Algunas veces había suerte y el toro se iba derecho a él, sorprendido de un mármol caliente que temblaba. Otras, al salir del chiquero, correteaba por la plaza en busca de las capas amarillas y rosas, de los burladeros, de la arena color de trigo, y entonces la espera se hacía un dolor y un miedo insoportables. Un minuto más y caería muerto al pie del pedestal. Por fin, el toro se acercaba a aquello que en el centro de la plaza se jugaba la vida, lo olía por todas partes y seguía su carrera de alegre trapío, dando tarascadas al viento.
El cornalón en la ingle a poco le deja rígido para siempre. El matador de aquella tarde también sufrió un puntazo que llegó a comprometer el interés de la corrida. Román, con las ropas blancas manchadas de sangre, oyó, como en un rumor lejano, las conversaciones en voz baja, el grupo apiñado a la puerta donde curaban al maestro, el sonido del instrumental al caer sobre la batea de porcelana, al otro lado del tabique.
Él quedó otra vez solo, sintiendo el chorro de sangre, hasta que el practicante se le acercó alzando hacia la luz una jeringuilla.
Es mejor esto, aunque cuando el vino se le encabrita no pueda dormirse, volviendo al hotel con camareras y a su mano cansada de firmar.
No es muy alegre su paseo de todas las mañanas por el mercado, dejándose ver para llevar a casa el pescado fresco, el lomo de ternera, el medio kilo de naranjas.
—¡Vaya, Román!
—Gracias —lo mete en un cartucho, sin mirar lo que es, sin darle importancia—. ¿Cómo va tu chaval?
—Lo sortean para febrero. Como lo manden a África... A ver si le echas una mano.
—No te preocupes. Se hará lo que se pueda.
Y sigue, mercado adelante, por si el carnicero le da los chicharrones que le tiene prometidos.
Ni aun así se puede llegar a fin de mes. Hay que volver a la calle con la libreta de las multas preparada y tener buen olfato para las grescas de las vecinas o para la «Guzzi» que va sin freno.
Cuando apura su vino, se estremece y pregunta:
—¿Se debe algo?
—Nada, Román. ¿Quieres otro?
—Luego.
Está contento. Sí, es verdad que cada hombre tiene su precio y el suyo, después de todo, a fin de año no es de los más baratos.
Simón saltó ágilmente al embarcadero. Arrimó la barca, atrayéndola con el cloque, y esperó a que el hombre afirmara los pies sobre la tarima.
La tarde parecía suspendida en una serenidad grandiosa. Las olas embatían en las quillas, derramando contra los cascos su espuma blanca, casi azul.
Simón se notaba temblorosas las manos y la voz. Ahora ya no le importaba el peligro. Estaba con él; estaría siempre, dispuesto a entregar la vida con una sonrisa. Un ardor nuevo, juvenil y resuelto, le aligeraba el cuerpo.
Caminaron en silencio largo rato. Los frutos duros, como tallados, se bamboleaban en la copa, y el lagarto —azul, verde, amarillo— apuraba el último rayo de sol en la piedra candente. Pasaron por la antigua casa de «Consumos» que abría sus ventanas dejando caer las hojas del geranio sobre la fachada donde el tizón había puesto, se diría que para siempre, la alegría retozona de una viva al Recreativo y el desahogo furtivo de tres letras que amanecieron allí la víspera de la huelga. Perico, al verlas, había dicho:
«-No hay cuidado. Los que pintan en las paredes, después no pintan nada.»
Cruzaron la carretera. La primera obra importante que se hizo en muchos años, apresurada y limpiamente, al precio que fuera, cuando llegaron de la capital para inaugurar el bloque de viviendas. Estaba ya cerrada la escuela. Reverberaban sus azulejos con escenas de la vendimia. Al otro lado, a espaldas del palenque, el solar donde alguna vez proyectaban películas instructivas los de Colonización.
Simón y el hombre pasaron junto al Retablo de las Ánimas, allí donde una mañana apareció muerto Benigno el tonto, cosido a puñaladas por el padre de la niña a la que Benigno había violado en El Chopo.
Algunos, al verlos, fingían una distracción cualquiera para esquivar el encuentro. Hasta Antonio, ayer leal y combativo, había torcido violentamente el rumbo.
—Ahí lo tienes —señalaba Hilario, hablando a su hermana—, desafiándonos a todos para buscarnos un lío.
—¿Qué ha hecho?
—Ya te enterarás un día de estos.
Iban ya por la vereda de las pitas, hacia la choza de Quico blanca y verde.
PASABAN cantando los labradores, con el pañuelo de cogotera, a modo de griñón, y el bálsamo del campo se asfixiaba en el rescoldo de las piñas que habían dejado el humillo de las moragadas.
De las paredes de la habitación colgaban platos de barro, cromos de ferias antañonas y la amenaza cortante de alguna hocina. Pesaba el aire plomizo sobre el ánimo y las sienes.
Simón, rompiendo el silencio de un temor táctil, casi visible, dijo:
—Ya te abandonan —sus dedos parecían garfios sobre el mantel de rayas azules y blancas—. Tienen miedo.
Se sentía un alma nueva, asqueado del terror colectivo, absurdo; él, que tantas horas había tenido que hacerle frente en la soledad de las sombras para acabar rindiéndosele con las manos recogidas y los labios temblones.
Eran muy pocos los que quedaban. El hombre iba recordando la tarde en que llegó, cuando la primavera se había hecho esperanza. Tan sólo él había descendido del tren, atravesando luego la grava y ante el guarda que cabeceaba la siesta, sorprendida por la avispa alrededor del búcaro y la mancha verdosa de la lagartija en la cal de la fachada. La tarde era iluminada y alegre. Los hombres estaban trabajando y cantaban las niñas en la plaza, con miedo de despertar el reposo de los pájaros en el tamarindo.
Había recorrido las calles viéndolo y amándolo todo, porque aquella iba a ser su tierra única. No importaba cómo fueran los hombres hasta aquel momento, ni cómo volverían a ser, si iban a escucharle. Los necesitaba así, tronchados sobre la red, sobre el arado y el barreno, con olor de sudor espeso, frío y ácido, la boca quemada y las manos llenas de cicatrices. Los necesitaba con la sangre caliente y la sed de toda la vida, para abrir los ojos a la hija del Jareño y para que Simón soltara la aguja de remendar en la arena de la playa y para que Antonio Fernández, una mañana, besara los labios agrietados y duros de Ana dormida.
Ahora comprende que si nada había sido inútil, nadie estará con él hasta la última hora, porque el miedo hace el crimen y él no puede, no debe rebelarse contra esta tremenda realidad.
El hombre envolvió a todos con su mirada triste.
—Ha endurecido este pueblo su corazón —dijo— y ha cerrado sus oídos.
Hablaba esta noche de un modo distinto, como si su voz, sin la menor reticencia, traspasara los muros para volar a través de la tierra y de los siglos.
—Debes salir de aquí —le aconsejó Simón—. Acuérdate de Juan.
—No. Conviene que yo siga mi camino.
Era necesario. Había de entregarse con las manos atadas y la sangre dispuesta. Porque la sangre queda siempre, manchando la tierra donde cae para que broten trigos, espigas nuevas que rompen en la victoria de la vida, fatal, inevitablemente.
Tenía pocos a su lado, pero eran bastantes. Uno a uno, fue observándolos con afecto, con ternura. El pescador, el campesino, el minero. Eran suficientes para hablar su palabra. También sufrirían torturas. También perderían la poca libertad que les quedaba; quizás la vida. Pero un día los hijos de aquéllos podrían cantar junto a las parvas y reír sobre las olas. Un día los hijos de aquéllos irían a arrancar a la tierra sus tesoros con alegría y anhelo, porque la tierra ya era suya y cada trabajo serviría para llevar una nueva sonrisa a la casa. El hombre adivinaba miles, millones de casas con el fuego encendido, el sol a raudales enhebrado en el pelo de los chiquillos y, sobre la mesa, el pan nuestro de cada día, como una bendición.
Simón había escuchado mucho la palabra del hombre. Ni siquiera la vez que abrió los ojos a la hija del Jareño le había emocionado tanto. El vino, al resbalar por la garganta, le daba calor y frío al mismo tiempo.
—No tengáis miedo —seguía el hombre, dirigiéndose a todos, como si intentara dejar grabado su deseo en el corazón de los que formaban su pequeño grupo—; no tengáis miedo a los que matan el cuerpo y, hecho esto, ya no pueden hacer más.
(Quico pensaba en el Malagueño. ¿Por qué no estaría allí, ahora? Seguro que, de oírlo, comprendería el asco de su miedo. No volvería a hablar más de lo que pasó; él mismo se negaría a contar más esos minutos de la cárcel, ese instante del amanecer en que se oyen los pasos que se alejan y, luego, el motor de un coche, monótono, horrible, que se pierde en un silencio roto por la voz —casi un lamento— del centinela:
«-¡Alerta el seis...!»
Y el ruido del mar. Basta tener la oportunidad de correr unos metros, desesperadamente, sin ser descubierto por el rayo blanco de los reflectores, para llegar a él. Entre las olas —sombras, murmullos, el grito de todos los que murieron ahogados— es difícil que se descubra un cuerpo que lucha por salvarse. El mar. El sueño de un barco en las tinieblas, con sus luces apagadas y, después, la libertad, ya el sol resbalando sobre las aguas.
Quico se pregunta por qué está recordando lo que no ha vivido. Debería estar aquí el Malagueño para olvidar aquellas cosas que se le despiertan constantemente, amenazándole, atándole los pies y las manos. Cuando se tiene un hijo, casi un muchacho ya, que monta a pelo los caballos y mira las piernas y los pechos de las mujeres, no se tiene derecho a recordar tanto ni a vivir de lo que pasó, sin ver la senda.
También todos los de la mina necesitan que esté aquí don Eugenio. Aunque se quede callado como un muerto; aunque no sonría ni mire con los ojillos entornados, que es cuando da más confianza porque es cuando adivina lo que cada uno tiene en el corazón.
—¿Qué más dan aquellos dieciocho años, don Eugenio?
Nunca ha sabido decírselo así, como lo piensa ahora. Sería bueno poder hablar igual que cuando se dice uno las cosas a sí mismo.
Sus dieciocho años le quemaron una vida, pero le queda la otra. Hasta el último aliento queda siempre la otra. Para olvidar y empezar de nuevo. Otra vez al barco; ya viejo, a punto de acabar, pero al barco, a soñar con los labios de la novia que ya no puede ser, el corazón en alto y las manos dispuestas.
—Dígalo todos los días. Montado en el burrillo, ¿por qué no? Le encontrarán en el camino con el corazón roto. Pero si ha sabido que hasta ese momento le ha quedado otra vida, habrá dejado un barco lleno de gallardetes y aventuras, y muchos suspiros de muchacha y el pulso latiendo siempre para los otros, para los que vienen detrás, que son los que importan.)
Todos están sorprendidos oyendo al hombre, que se dirige a Ambrosio para decirle:
—Lo que piensas hacer, hazlo cuanto antes.
Ambrosio el de la Matrona levanta hacia él la mirada. Hay un momento de tensión que nadie intenta romper. Por fin, Ambrosio se levanta y sale sin volver la cabeza. El portazo parece que rompiera dos mundos diferentes. El galope del caballo redobla en la vereda.
El hombre sonreía amargamente mientras se levantaba también.
—He de irme.
La puerta chirrió sobre sus goznes. Simón iba a su lado:
—Te acompaño.
—Bueno —era como si hablara a la noche—, pero a donde voy no me podéis seguir.
Su última mirada fue para el fuego del hogar, apagándose.
Alarcón dejó a un lado la novela que había cogido para huir de aquel pensamiento que le torturaba.
En verdad era de agradecer el gesto de Garrido. Repetir la solución dada al caso de Juan, y por los mismos procedimientos, podría acarrearle dificultades. Así era mucho mejor. Había que aprovechar el momento en que el pueblo, arrepentido de haber tomado al principio un partido de peligrosos compromisos, decepcionado por el poco tacto político de su líder y receloso de las consecuencias que podrían derivarse de haber sido coro del enemigo, estaría dispuesto a congraciarse en el orden. Era mejor que lo juzgaran ellos. Esto ahorraba muchas explicaciones y ponía a salvo muchas responsabilidades.
Realmente Garrido le había prestado un buen servicio que él no olvidaría. Así debían ser todos, atentos a dispensar al superior de obligaciones enojosas y embotar el arma con que el mando obliga tantas veces a herir. Con seguridad muchos pensarían que él encontraba placer en el castigo. Como siempre, achacarían lo peor al que mandaba, pero ninguno sabría medir el agobio de ese mismo mando que exige, con imperio resolutivo, mentir, falsear, matar incluso, porque ceder un palmo de terreno equivale a dar la yesca con que se encenderá la revolución.
Creerían que él había disfrutado firmando la orden que perdió a Juan, pero hubiera preferido verse burlado; que, cuando fueron a detenerle, hubiese huido a un sitio ignorado por todos. El loco de Juan, en cambio, había esperado impasible, con los brazos cruzados y la lengua mordaz, seguramente gozoso de ser la víctima que la masa necesita para elevarla a la categoría de mito y morir por ella.
Lo más incomprensible, lo que desmentía todas las reglas del juego, era que aquel ejemplo no había hallado la recompensa de la sumisión y de la prudencia, sino que había estimulado a seguir la misma senda gracias a otro demente que, amparado en lo que el pueblo desea oír como verdades luminosas, atacaba a todos en nombre de una justicia que, de hacerse realidad, convertiría la ciudad nueva en una insoportable jaula de locos.
Había que acabar con esta situación al precio que fuera, por lo que costara. El hombre seducía con habilidad, sin duda instruido en una escuela extranjera. Los que le siguieron en sus primeras insidias acabarían por enfrentarse abiertamente a la autoridad, para emprender una lucha que paralizaría los trabajos, arruinando la ciudad próspera. ¿Qué sería en sus manos este pueblo ya muerto? Pero repetir la historia de Juan daría ocasión a aceptar un título que él procuraba rehuir. Podrían tildarle de ser el prototipo del obseso sexual, sí, el caprichoso mandamás que erogaba honores y fortunas, pero también tendrían que reconocerle la templanza en sus sanciones, limitadas a prescindir de aquellos que no le eran gratos, después de agradecérselos, por supuesto, o enviar a prisión y al destierro a los que descomponían el perfecto engranaje de su mando.
No, no olvidaría la eficacia y el celo de Garrido. Había aprendido mucho en poco tiempo. Al conocerle ahora, nadie le identificaría con aquel enfermo de fracasos vitales, con el empleadillo asustadizo y reverenciante, acorneador y perplejo.
Las campanadas de las doce rompieron el hilo de sus meditaciones. Ya habría ocurrido todo. O estaría muy próximo a ocurrir.
SIMÓN caminaba junto al hombre por la cañada. Los campos mostraban bajo la luna la languidez de las mieses y el secreto de las viñas dormidas. En los valles gemían tenuemente las ovejas y en el cielo asomaban las estrellas para ocultarse después en un juego fugitivo. Era todo el milagro permanente, envuelto en el perfume ácido de la jara y el enduendado éxtasis de la montaña y el mar.
—¿Qué tienes? —preguntó el pescador, agobiado por el peso de aquel silencio que debería de estar hiriendo al hombre como un cuchillo al rojo.
No contestó en seguida. Parecía que le costara un gran esfuerzo descender de sus pensamientos.
—Angustia —dijo.
Angustia y miedo. Presentía la afrenta, el golpe y la muerte. Con ella, tendría que dejar a sus amigos. A María y a aquel paisaje entrañable, en estos momentos tan lejos de él.
Pidió a Simón que le dejara solo unos minutos y adentró en el olivar. Algo que corría en su sangre de hombre entero se le rebelaba, preguntándose por qué Dios le había abandonado.
Era triste morir joven, pero ya estaba cumplida la misión y no es bueno ver coronada la obra, porque entonces se desfigura en el eterno canjilón de los errores. Él había ido allí consciente de este final que le aguardaba tan próximo; ahora, sin embargo, no quería morir abandonando tantas cosas hermosas que la vida ofrece, tentadora y espléndida. No se puede sentir alegría cuando va a cerrarse los ojos mientras la luna se baña en las aguas azules como bailando, estremecida y sensual, igual que una muchacha desnuda, y se respira un perfume de menta y se oye el murmullo de la noche que parece descender del cielo, envuelto en plata inverosímil. Es el murmullo de la cigarra y del grillo en la llamada del enigma; es la hoja que roza suavemente con la hoja; es la espuma que lamina de cristal la orilla, y el aire; ese aire que baja de la montaña para devolver todos los días que pasaron, con sus primeras sorpresas y su primer dolor.
No se puede sentir alegría cuando ya no se va a ver más a los hombres, con sus heroísmos y sus bajezas, ni se va a estrechar la mano de alguien que la tiende en un momento triste, ni se va a tener el gozo de la risa que deja a un lado tantas cosas amargas, para que el alma descanse y pueda volverse al camino.
—Señor, ¿por qué me has abandonado?
Pero debía ser así. Todo estaba cumplido y ante él se abría la cañada.
Volvió al lado de Simón. Seguían por el sendero que serpeaba hacia la oscuridad fantasmal y densa de los eucaliptos, cuando vieron las sombras.
Simón intentó prevenirle y hacerle retroceder cogiéndole del brazo. El hombre, como ajeno al peligro, afirmaba el paso, que sólo titubeó el segundo preciso en que alzó la mirada al cielo.
Algo se movía entre los árboles. Al llegar a ellos, Ambrosio salió de la maleza, colocándose en medio, con los brazos cruzados. Su voz era vacilante, pero resonaba en la quietud del campo entera y bronca:
—A la paz de Dios...
El hombre le miraba con indiferencia.
—¿A qué has venido aquí? —miró a un lado y a otro, advirtiendo el movimiento de las siluetas entre los matorrales.
Simón, ardoroso y violento, hizo destellar la hoja de la navaja, situándose de un salto delante del grupo. El primero que se destacó de él recibió el golpe caliente que le tiñó de rojo la cara.
—¡Hijo de...!
Simón se erguía, imponente, alucinado por esta sensación nueva y magnífica. La voz del hombre le hizo vacilar:
—Deja eso, que todos los que se sirven de cuchillo, a cuchillo han de morir.
Los demás callaban. El pescador paseó la mirada por el grupo, del que apenas llegaba a reconocer a alguno. El hombre había avanzado un paso más.
—Aprovecháis esta hora porque es la vuestra —dijo.
No le contestaron. Alguien le había tomado de las manos, atándoselas, y le obligaba a seguir, delante.
Simón, solo, dudaba viendo alejarse las sombras. No sabía si todo estaba perdido ni qué debía hacer. Quizás esperar a mañana...
Otra vez irremediablemente solo, siente el pavor de la noche, de la voz imprecisa que le anuncia la muerte. No quiere morir. Desea sentir, hasta que sea muy viejo, la caricia fresca y salada del mar. Aunque se dispusiera a intentar algo, no podría. Está paralizado, clavado en tierra. Si hace un esfuerzo, tal vez consiga andar, darles alcance; podrá librar al hombre, cubriéndole la retirada...
Pero ahora están preparados y le esperarán con las armas dispuestas. Una hoja que entra en la carne, desgarrándola hasta hacerle caer. Debe de ser horrible quedar tendido en la cañada, desangrándose poco a poco, notando cómo la voz se hace imposible y se pierden las fuerzas y se cierran los ojos con un inmenso dolor caliente en el pecho. Alrededor, las sombras monstruosas de los árboles y el buitre que vigila, esperando el último minuto mientras afila sus garras.
Cuando ha callado el rumor, se aleja presuroso, hacia la playa.
En la tierra reluce el acero inútil bajo la luna.
En la habitación, a la luz blanca de una pantalla de pie, María bordaba con mano primorosa, deslizando por sus dedos la suave frialdad de la seda. Estaba sumida en el gratísimo tedio que tanto había añorado en sueños ilusorios y todo se le llenaba de matices sugerentes, con tibieza de paz, de calma, de sosiego amable.
En aquel momento, bordando la gracia sinuosa de unas iniciales, se sentía la niña pálida y encogida de la melena trenzada que había sido, suspirante entre el perfume de las rosas y el rayo de sol que bajaba, amarillo y templado, hasta el pupitre de la clase.
—El primero, amar a Dios sobre todas las cosas; el segundo, no jurar su Santo Nombre en vano...
Sor Trinidad era exigente. A la menor equivocación, acercaba sus dedos largos al brazo de María y le daba un pellizco doloroso y minúsculo, como el picotazo de un periquito-rey, que apenas dejaba señal en la carne. Constantemente estaba alerta, paseando arriba y abajo por el aula, y el tintineo del rosario que iba y venía, alejaba o acercaba una tímida sensación de peligro.
A María no le gustaba la Doctrina porque la profesora era Sor Trinidad. Llegó a odiarla en silencio, hasta soñar con ella en las peores pesadillas. Al correr, despavorida, por una galería estrecha y resbaladiza, perseguida por un monstruo de dientes afilados y uñas largas y curvas, cuando ya iba a alcanzar la puerta de su salvación, aparecía, de pronto, Sor Trinidad, siempre con el raro dibujo de una sonrisa en sus labios finísimos y rosas. Cuando tenía que asomarse, ineludiblemente, impulsada por una fuerza irresistible, al inmenso abismo al fondo del cual se encrespaba un mar de agua turbia, oía —siempre, siempre— el tintineo de un rosario y entonces se le acercaba Sor Trinidad, avanzando hacia ella la mano delgada, blanca, para empujarla y hacerla rodar, roca abajo. María daba un grito y el grito la despertaba. Le latía el corazón con fuerza en el pecho, en la frente, en la garganta; cerraba los ojos y procuraba pensar en otras cosas: en las flores de la capilla el día de la Patrona, en el chocolate de la merienda, en la gallinita ciega del recreo, pero volvía la imagen terrible. María se agarraba desesperadamente a la almohada. El contacto frío en su brazo sudoroso acababa por tranquilizarla. Restregaba la cara por este frío; luego, la boca, sin saber por qué aquello era bueno, alegre, y la llevaba a pensar en el muchachillo que un día, sin ella querer, por el gusto de asomarse a la puesta de sol, había visto desnudo a la orilla del lago.
Hasta que habló con Sor Beatriz. Era muy joven y muy hermosa. Al reír mostraba la blancura de unos dientes menudos. Andaba muy despacio, porque se ponía cristales en las alpargatas —algunas veces dejaba en el suelo, al pasar, unas gotas de sangre— y una vez la vio sacar la lengua a espaldas de la Superiora.
—Di, María, ¿te pasa algo?
Negó con la cabeza. Sor Beatriz le sonreía:
—Eres muy bonita, ¿sabes? Y no debes estar triste.
Fue como un chorro de agua fresca en la tarde de agosto. No supo explicarle, pero Sor Beatriz debió de adivinarlo.
—¿Te gusta cantar?
—Mucho.
—Desde hoy, cantaremos juntas.
En el atardecer callado del convento, dos voces muy quedas recorrían los montes, los cielos y los mares:
María desliza la aguja por la tela tensa. Perdida en los recuerdos, canta mientras nota en los pulsos un calor nuevo.
De pronto, siente como si un grito despertara en su alma, como si el cielo se hubiera roto repentinamente. Deja la labor y se asoma a los cristales, buscando no sabe qué.
Tiene ganas de llorar. En su dedo índice brota, como un rubí diminuto, una gotita de sangre.
La Clavela se dibujaba con mano firme el corazón de los labios, frente al espejo.
Todas las noches, antes de acostarse, suele hacerlo, para sentirse feliz en la soledad del cuarto, soñando muchachos fuertes, marinos, soldados, héroes de torso atlético y sonrisa enamorada.
La Clavela se había ceñido la blusa y la falda de seda; se estiraba las medias con delectación, cuidando la pulcritud estética de la costura, y se pasaba las manos por la pierna, desde el tobillo al muslo, imaginando que un adolescente le sorprendía desde la emoción fugitiva y oculta. El pañuelo de raso apretado bajo el mentón daba cierta gracia a la tristeza de su rostro. El rímel ponía en sus ojos el enigma trágico de las artistas de «ballet» y su boca era un fresón exuberante, aproximándose ahora al espejo en el que dejaba el vaho turbio y la mancha de grasa roja.
La Clavela bailó en silencio un rato. Después se quitó el pañuelo desmayadamente, la blusa, la falda. Luego se frotó la cara con las manos enjabonadas y volvió a mirarse al espejo.
En el cuarto resonaban débilmente los sollozos histéricos, lacerantes, confundidos con el ruido del agua sobre el lavabo.
En la calle crecía el bullicio, hacia la plaza, con el hombre atado.
LOS ventanales permanecían cerrados. Todos clavaban en ellos la mirada, queriendo traspasar el esmeril de los cristales para gozar del espectáculo que los mantenía en vela impaciente.
Todos se entendían ahora, unidos por un deseo común y una misma sed, esperando entre los mil azares de la improvisada fiesta en la que cada uno era protagonista. Los vendedores de tabaco, de agua, de chucherías, iban a hacer buen negocio, en recompensa a haber tenido los ojos bien abiertos. Se había levantado un airecillo frío y la copa de aguardiente pasaba de boca en boca sin necesidad de pregones.
La plaza, rodeada de álamos y naranjos, extendida ante la casa de Alarcón, había sido ocupada ya totalmente por los más precavidos.
—¡Que empiece ya, o venga mi real! —entonaba un grupo, palmeando.
—Adelante, señores —gritaba en otro grupo el gracioso que se sabía de memoria el anuncio del primer cine que llegó a su pueblo—. Entren y le daremos a conocer episodios acuático-terrestres de un efecto sorprendente. ¿Quién, por cinco céntimos, deja de ver la pérdida de tres navíos, el combate de Santiago de Cuba y a los españoles hechos prisioneros en el Campo de los Insurrectos?...
Era un duelo de ocurrencias en el que, entre la finta de doña Pepa, la alcahueta de la calle Bailén, y la guardia de un holgachón, se cruzaba el floreo de La Clavela o de sus amigos, los que iban al Cerro sin decírselo a nadie.
—Aquí hay una baraja. ¿Quién se apunta a las «siete y media»?
Junto a un cornijal del edificio habían encendido un fuego, improvisado con las tablas de una caja de «La Ina». Simón se había acercado. Necesitaba el calor dentro del cuerpo.
—Está tardando esto más que el Carreta de Córdoba —decía uno.
Un coro de risas acogía la ocurrencia. Alguien había llevado un porrón y se lo pasaban, hasta que llegaba al inexperto:
—Arriba, hombre. Y apriétalo fuerte. Como si fuera tu novia.
Las carcajadas sonaban al unísono. Un mozo de rostro descarado señalaba a Simón, entornando los ojos, como queriendo aprehender un recuerdo en la pinza del poblado entrecejo:
—Oye, oye, ¿no eres tú uno de los que andaban con él?
No podía dominar el temblor de las piernas ni el frío que le recorría la espalda. Se le había secado la boca.
—No —dijo, sin reconocerse la voz, remota—, no sé de qué estás hablando —se metió las manos en los bolsillos para defenderlas de su crispación nerviosa.
Habían callado y le miraban, con deseos de gresca. El mozo se le acercaba, tomándole de los hombros:
—¿Seguro?...
Simón reunía sus fuerzas para sonreír y zafarse:
—Te digo que no sé de qué me hablas. Ni siquiera le conozco.
Volvía a sonreír para asegurarse de que había conjurado el peligro.
—Cuando tú lo dices...
—¿Trabajas en la mina?
—Voy a la mar.
—Vaya un trago.
—No, gracias.
—¡Venga, hombre!
Bebió sin ganas. Luego se alejó con paso lento, dominando el impulso de echar a correr. Oía retazos de conversaciones que le llegaban irreales, ensoñadas:
—Si es que no puede ser. Aquí, o el cirio o la lata de gasolina.
—Yo he ganado una guerra y por mis muertos que no consiento que nadie me venga a tirarme las tres cartitas.
En aquel instante, desde algún corral próximo, se alzaba el canto fanfarrón de un gallo. Simón, al oírlo, detuvo sus pasos. Permaneció un momento quieto. Después volvió, hasta quedar otra vez frente a la fachada, la mirada fija en el ventanal que le separaba de aquel que —ahora estaba seguro— iba a dar su vida por todos.
Ambrosio atravesó la plaza, abriéndose paso entre los grupos. Necesitaba estar seguro de que no iba a ocurrir lo que había pensado; que era una idea descabellada y absurda.
—Un trago, Ambrosio.
—No, luego.
El otro estaba borracho y le cerraba el paso con la botella delante:
—¿Un desprecio a un amigo?
—Eso, nunca.
Intentó una sonrisa y le empujaba levemente para que le dejara pasar. El grupo le había rodeado, cantando:
—Venga, Ambrosio. A la salud de tu amigo Marcos que en paz descanse.
—¿Marcos?
—El que te prestaba el camión cuando tú...
—Trae, trae —tomó la botella y bebió un sorbo con asco—; buen mosto, compadre.
—Dale otro golpe.
—Ya está bien.
Siguió adelante, procurando evitar nuevos compromisos, hasta llegar a la puerta.
—Es urgente. Dígale que está aquí Ambrosio.
En aquel momento aparecía Perico el de la Cherna. Tenía ojos de sueño y le colgaba del labio un cigarro apagado.
—¿Qué trae?
—Necesito ver a don Luis.
Perico le señalaba una jamuga.
—Siéntese —encendió el cigarro, ladeando la cabeza para no chamuscarse las cejas—. Don Luis no puede recibir a nadie. Si le sirvo yo...
—¿Qué van a hacer con él? —el silencio del otro lo poblaba todo—. Necesito saberlo.
Perico dejaba caer la ceniza en el escupidor y le hablaba, confidente. Nadie lo sabía. Todo aquello era nuevo, original y tremendo. Cada veinte o treinta años un hombre es entregado así, a una muerte absurda e irrazonable. Ambrosio lo sabía bien. Tenía edad suficiente para recordar cómo ocurren las cosas que no tienen por qué ocurrir. Su memoria no le era tan infiel como para haberle borrado tantas imágenes, tantas escenas de un día; escenas que habrían de repetirse en la nueva ocasión que conmueve el instinto de los hombres enloqueciéndolos.
Sabía que en un momento pasa todo. Y que cuando ese momento se estremece por una de estas vibraciones disparatadas, el hombre se sorprende disfrazado de algo que no ha querido ser nunca; o quizás sea realmente así, lo que es en aquella hora en la que quiere herir, matar y reír en una carcajada que nunca hasta entonces rompió el disimulo de sus labios.
Hacía muchos años que Ambrosio había asistido a una de esas locuras colectivas que nadie podrá explicar jamás. Una locura que, hasta en el nombre de Dios, ponía fusiles en los brazos de los estudiantes, de los obreros, de los empleados, hasta del pobre idiota que tomaba el sol en la plaza, dejando caer sobre el camisolín a cuadros su baba brillante y pegajosa.
Fusiles...
Muchachos que apenas habían empezado a vivir, sin luchas, sin derrotas ni impotencias, habían montado en los coches, en busca de sangre. Daba igual de la clase que fuera, joven o gastada, fría o caliente: sangre.
En aquellos coches requisados alguien decía de pronto al conductor:
—¡Para aquí!
Todos sentían gozo y miedo.
Los pasos, atropellados, resonaban en la escalera con un eco que no se parecía a ningún otro, porque eran pasos que quedaban para siempre. Acompañaba a la estridencia del timbre un silencio muerto, de temores. Y luego abría la puerta una mujer pálida que quería sonreír y ser amable.
—¡A ver! ¿Dónde está?
Cuando lo encontraban, renacía en ellos ese espolazo sin sentido, irreconciliable con ellos mismos. Algunos condenados pretendían prolongar la escena con la estúpida esperanza de que sucediera algo. Pedían permiso para peinarse, para ponerse la corbata y hasta para dar cuerda al reloj de pulsera que, la mayoría de las veces, seguía andando cuando su dueño yacía ya en tierra con el pecho destrozado. Otros, en cambio, querían salir en seguida, para no dejar en el recuerdo de los suyos muchos detalles del último minuto.
Casi todos lloraban al bajar la escalera. Y, al llegar a la tapia, iban muertos, locos de terror. Caían hacia adelante y siempre, en todos los casos, había uno en el piquete que seguía disparando, como dando una propina, como matando a la muerte.
¿Por qué? ¿Por qué todo aquello? Era una manera de ser ya fantasmas de remordimientos, de tener delante de los ojos, noche tras noche, las manos moradas arrancando un poco de vida a la tierra húmeda.
Pero lo hacían, obedeciendo a un impulso que no podrían explicar ni comprender. Y eran el muchacho sin desilusión y el pobre hombre que no se había atrevido nunca a protestar en el autobús y el contable cuyo único mundo había girado sobre las columnas elementales del Libro de Caja.
Ambrosio temía haber sido, más que el delator de un hombre, el verdugo de todo un pueblo, porque lo tremendo no era para él haber contribuido a la destrucción de una persona, sino haber matado esos valores primitivos e ingenuos que son los que contienen el hambre angustiosa de lágrimas, de vida y de muerte.
Perico el de la Cherna sonreía sin ganas. No tenía dotes de persuasión ni sabía ahora qué hoguera habían encendido entre todos.
—Hemos cumplido con nuestro deber, Ambrosio.
Era una apelación que tranquilizaba bastante. Verdaderamente el deber impone muchos sacrificios. Magnífica palabra ésta: sacrificio. Lo curioso para Ambrosio era que, indudablemente, hay quienes de veras hacen sacrificios en el real y efectivo nombre del deber.
—Vengo a devolver esto.
El sobre azul, abierto, cayó sobre el asiento.
—Es absurdo.
—No me importa.
—Pero ¿no comprende? ¿A qué vamos a aplicar esa cantidad? Están hechas las cuentas. Devolverla significa un trastorno...
Perico se le acercó para darle de nuevo el sobre. Le palmeaba el hombro:
—Es mejor que lo guarde. Ha prestado un buen servicio...
—Es que yo no lo quiero.
Volvió a alzar los brazos, mostrando la palma de las manos:
—¿Y qué voy a hacer yo? Comprenderá que no puedo cargar con la responsabilidad...
—Tiene que hacerlo. Yo...
Perico subía ya las escaleras.
Ambrosio salió a la plaza. Le enfriaba la frente un resudor molesto.
Iba pensando en muchas cosas y, sobre todas ellas, en las consecuencias de su denuncia. Siempre había tenido asco de los delatores —recordaba a su amigo Salinas, que en el frente le daba fiebre de cuarenta, de miedo— porque le parecían almas deformadas, repulsivas, incapaces de elevarse ni siquiera en nombre del error, que era una forma de nobleza pudorosa y grande.
Pensaba que también él tenía miedo. No porque el hombre pudiera morir, sino porque estaba seguro de que se salvaría en el último instante. Aquel hombre había sabido ganar un pueblo en unos meses. Ahora lo había perdido, pero la masa puede recuperar la razón en cualquier momento. Bastaría una palabra, la voz de una mujer, el llanto de un niño, cualquier cosa era bastante para que todos quedasen parados, con las manos en alto a punto de descargar el golpe. Y se frotarían los ojos, preguntándose por qué se estaban asesinando.
Él sería señalado por todos. Nadie vacilaría en acusarlo para salvar la responsabilidad de aquella orgía desenfrenada. ¿Cómo sería capaz de enfrentarse al hombre? ¿Cómo resistir su mirada? Si ésta fuera agresiva o rencorosa, resultaría todo muy fácil; pero no había de ser así. A cambio de ello tendría que resistir la puñalada atroz de la mirada mansa. Si alguna vez volvían a encontrarse él y el hombre, estaba seguro que éste le diría:
«-Sé por qué lo has hecho. Tú no tienes toda la culpa. Vives en un mundo injusto y difícil que impone a los cobardes delaciones, traiciones y crímenes a todas horas. ¿Por qué voy a pedirte cuentas? ¿Crees que se las pediré a todos y que los hombres son absolutamente responsables? No. Herirme, escupirme o buscar mi sangre es, más que nada, una manera de sentirse, al fin, poderosos, una forma de tomar la vida entre las manos y deshacerla, hartos de los que a ellos los hieren, les escupen y les buscan la sangre, día a día. ¿O es que no has reconocido a los que han querido matarme? ¿Crees que aquel que esgrimía el cuchillo estaba abriéndome el pecho a mí? Se lo abría a la mujer que le insultó con una indiferencia o un engaño, al poderoso que le humilló con el grito y la orden, al que le mató al hijo de hambre o, simplemente, al que le hizo perder una partida de cartas. Pero, sobre todo, intentaba matar a la vida porque ella le había alentado una ilusión de amor, de poder, de fortuna, de fama, y luego le había dejado solo, solo entre miles, entre millones de muertos, sin nada ni nadie que llevarse a la boca.
Ambrosio el de la Matrona quedaba ya lejos de la gente. Por las últimas casas veía el campo gris, envuelto en la bruma. Y en él, como un recorte tétrico y sugestivo, un árbol negro, de cepejones engarfiados en la tierra. Un árbol en forma de horca.
Al otro lado del ventanal, don Francisco cesó en sus paseos, para tomar el hurgón entre los dedos y atizar la brasa. Alarcón, tras la mesa, perdida su humanidad en la tramoya del papeleo, observaba el rostro sereno del hombre cuya presencia le resultaba un reproche intolerable. Sin poder resistir más su mirada ausente, dio un golpe con el puño sobre la carpeta:
—¡Contesta a lo que te pregunto! ¿Qué consignas tienes?
—Yo he hablado públicamente delante de todo el mundo —la voz del hombre era inalterable, sin un matiz de sumisión ni de arrogancia—. Pregunta a los que me han oído.
—Te pregunto a ti.
Don Francisco deseaba que terminara todo de una vez. Hubiera sido ideal que no se hubiesen torcido las cosas y estar ahora camino de la concentración, lejos de estas complicaciones. Es difícil mantenerse en la línea justa en todos los casos. Si se cede, el peligro es mayor; si no se cede, queda un amargor en la boca desagradable, una incomodidad que desvela el sueño, haciendo dura la almohada. No sabe si el hombre es un loco, un místico o un simple aventurero, pero hubiera preferido estar al margen, sin casos de conciencia, porque sabe que ellos necesitan su venganza y acaso van a tomarla de quien menos culpa tiene. Son muchos años de reprimirse y el miedo es así. De todas formas, hace bien Alarcón cumplimentando un trámite previo. No es grato tomar decisiones extremas —y este caso lo exige— que, un día u otro, revierten en perjuicios. Hubiera sido, realmente, una gran cosa no estar aquí, sino en la paz de un cuartito de hotel de segunda en vísperas de la paella y de las canciones.
El hombre no era fácil. Daba igual. Alarcón estaba satisfecho.
—Lleváoslo.
Don Francisco suspiró, sosegado. La prueba había sido dura, pero ya habían salido de ella.
—¿Qué le parece? —le preguntó, mordiendo el veguero—. No ha dicho nada.
—Usted ha cumplido con su deber. Ahora, si ocurre algo, allá los demás.
Con el ronceo del interrogatorio, la gente, en la calle, perdía la paciencia importunada por la soñera.
—Yo lo que digo es que se habla más de la cuenta.
—Pero ¿a quién ha engañado? ¿No ha sido a nosotros? ¡Pues que nos lo dejen, que ya sabremos cobrarnos!
- Nosotros sabemos hacer las cosas —volvía a vivir; el vino le daba hoy una alegría distinta.
(Estás en lo tuyo, ¿eh, Antonio? Parece mentira que te dejaras llevar del veneno de estas gentes hasta hacerte olvidar lo que tienes dentro. Porque los demás creen que lo has perdido todo, pero tú sabes que no es cierto. Tú sabes que si alguna vez hiciera falta, serías el primero en dar el paso al frente y dejarte el corazón en los espinos de la alambrada, como entonces, con toda la vida por delante y jugando limpio a ver quién es más hombre. Había que acabar con todo y se acabó. Primero, subiendo a los pisos, sin saber si te iban a recibir a balazos. Ninguno tuvo agallas para hacerlo. Estaban muertos de miedo y se sentían felices cuando todo quedaba en el medio litro de aceite de ricino y el pelado al cero.
Después fue ganar la tierra palmo a palmo, con los «Ratas» en las nubes y las Brigadas en lo alto de las lomas.
Ahora necesitan contar otra vez contigo. Espera a tenerlo enfrente, Antonio, y dile quién eres tú, a pecho descubierto. Para que se vayan enterando los que creen que ya no eres nadie y que cualquiera puede empezar aquello que acabaste para los restos hace tantos años, ¿eh, Antonio?)
Se había abierto la puerta. Antonio avanzó hacia el hombre, desabrochándose la chaqueta.
Antonio se despertó, sobresaltado. El corazón. Le había sucedido muchas veces, aunque nunca con la inequívoca sensación de ahora.
Aún estaba borracho, pero podía coordinar las ideas. El cuarto olía a sancocho. Antonio Fernández se ahogaba.
Haciendo un esfuerzo enorme consiguió encender la luz. A su reflejo tristón, se había vuelto para mirar a Ana que dormía plácidamente. Estaba muy fea, desdentada y hundida. A su lado, el hijo pequeño.
El hijo...
«Quién sabe si llegará a ser algo. Ingeniero, acaso. Es ridículo pensarlo, pero muy hermoso. A lo mejor resulta un muchacho listo, de esos que ganan becas y se llevan de calle a las hijas de los ricachos.»
Ingeniero...
Creaba la figura de un joven desconocido, alto, fuerte, rubio, que se llamaba como él. Alguna vez pensaría en su padre, preguntándose cómo habría sido. Era lo mismo que se estaba diciendo Antonio mientras se ahogaba, doliéndole el corazón. ¡Y dicen que el corazón no duele!...
¿Cómo había sido él? ¿Qué? Un borracho, sí, pero ¿nada más?
«Nada más.»
¿Qué le pasaba? Debía llamar al médico. Avisaría a su mujer... No. La pobre Ana era ahora feliz. Soñaba. ¿Qué soñaría? Una vida limpia, con risas y canciones. Él había cantado mucho.
Debería rezar ahora, pero puede que ya sea tarde. No se acuerda de cómo se pide algo a Dios.
- «Bueno, Tú sabes lo que quiero...»
Había bebido mucho mientras esperaba, con los amigos.
Era hermoso morir como iba a hacerlo el hombre: por algo que existiría siempre, al cabo de los años y de los siglos.
¿Qué le pasaba en el brazo? Le recorría un calambre doloroso, insoportable. Después dejó de sentirlo, como si se lo hubieran cortado. El brazo derecho. Con el que hacía fuerza para clavar la piqueta en la roca cobriza.
«Él había hecho algo en la vida: había descubierto muchos tesoros: piedra roja y dura, para ganar el pan. Y había hecho muchos chiquillos, sin pararse en remilgos ni trampas. Eso era un hombre: sin miedo y sin cálculos. Los señoritos consultaban una tabla, que era la única forma de dejar a salvo su conciencia —los días veinte, veintidós, doce, no es pecado—, sin más problemas. Él no había podido entender jamás esta reglamentación de los instintos. O se es, o no se es.»
La pierna. También se le había paralizado, insensible.
Entonces lo comprendió. Iba a morir. Si estuviera allí el hombre, le ahuyentaría la muerte. Tenía sed y miedo.
Poco a poco veía desdibujarse todo lo que miraba. Ante sus ojos quedaron sólo una nube gris oscura y un punto débilmente luminoso, como una mariposa. El aire, al entrarle en los pulmones, hacía un ruido grosero que Antonio no llegaba a oír. Después, en unos segundos, le corrió por el cuerpo un tremendo frío, como si de pronto se hubiese quedado sin sangre. El grito no pudo salir de su garganta.
Quedó así, con los ojos muy abiertos y el mentón caído.
La mujer se revolvió en la cama:
- Antonio, apaga la luz —dijo con voz lastimada.
Pero Antonio Fernández no pudo contestarle.
EL olor de la sala se le hacía inaguantable a Morales, pero había que aceptar las órdenes. Era la promiscuidad del sudor, del vaho del vino, de la sangre del matarife, de la mugre.
Todos tenían algo que ver en aquello. Se consideraban celadores de una justicia que no debía quebrar en condescendencias y había que vigilar muy de cerca.
—Apriétale las clavijas, verás cómo canta.
Desde muy temprano habían formado cola ante la casa.
—Debería hacer ahora un milagrito y que esto se pudiera oler a agua de rosas.
Se habían reunido, pegados los codos, Berta la Dorada y el puritano Bustamante el Rubio, el hambriento y el potentado, Hilario y el de los olivos, La Clavela y el Malagueño. Se necesitaban sus voces para el fallo, de acuerdo con el sentimiento popular que es, en definitiva —bueno o malo— el único decisivo e inapelable. Se disputaban la primera fila, para asentir o negar con el ademán o con el grito. Todos tenían voto; desde el terrateniente cuyo único problema a resolver era gravar los precios con un mayor tanto por ciento si la cosecha no era buena, hasta el mendigo que, de todas formas, había de volver aquella misma noche al jergón del albergue.
—¡Más alto, que no se oye!
En las últimas filas pellizcaban a las mozas y las voces que pedían justicia se mezclaban con picardías y remoques, sin perderse un gesto del hombre atado, en cuyo rostro se amorataban las huellas de los golpes.
—.Tú, guapo: las manitas, para el cocido.
—¿Qué pasa?
—Que sobes a tu hermana, que falta le hace... según ella.
Reían un momento y luego atendían al siseo de los que se habían erigido en rectores responsables.
El Malagueño volvía a vivir unas horas que no hubiera podido olvidar nunca. Siempre había deseado ser alguna vez espectador. Ahora comprendía cuánto placer puede sentirse ignorando el miedo del que se enfrenta con la amenaza; ahora sabía la enorme diferencia que inspira la vida de un hombre, a merced de una circunstancia cualquiera que puede ser la presión extremada por unos principios, un dolor de estómago, la pelea de aquella mañana con la mujer o, simplemente, el sol que entra por la ventana acalorando la frente.
Morales ocultaba tras la mesa sus manos trémulas. Se preguntaba qué acusación concreta había provocado la escena que, incomprensiblemente, estaba viviendo.
«-Es un malhechor —le había dicho Garrido— que pretende levantar al pueblo.»
¿Por qué era un crimen decir lo que, yerro o acierto, era el pensamiento claro? ¿Tanto miedo inspiraba el desacuerdo con un criterio que en modo alguno se podía pretender que compartieran todos? Y si creer que la aceptación unánime de una idea —por sublime que fuera— sólo podría caber en la mente de un loco, ¿por qué pensar que era una traición expresar otra idea distinta, incluso opuesta?
«-Aquí tiene la denuncia —le había mostrado Perico el de la Cherna—. Conspiración contra el poder legalmente constituido.»
¿Quién la firmaba? Todos conocían a Ambrosio el de la Matrona. Pero ahora servía la conveniencia de Alarcón. Por un momento se olvidaban sus años de crimen, traficando con el hambre; era necesario olvidarlo todo, porque, a cambio, se había decidido a corear lo que se imponía y esto era capaz de borrar toda una vida de fraudes y robos. Lo más importante, lo que no admitía clemencia, era ponerse frente a Alarcón, a Garrido, al administrador, a él mismo. Este era el único pecado imperdonable. Lo otro acaba por ser justificado y, gracias a la agilidad mental que proporciona, llega incluso a servir para la administración de esta justicia provinciana, íntima y compadreante que es la verdadera paz.
«-Cuento con testigos de que les ha incitado a no pagar los impuestos.»
El administrador era odiado por todos, pero en aquel asunto su testimonio respondía a un deseo que dejaba al lado las diferencias. Mañana seguirían odiándole. Mañana podría el administrador seguir haciendo sus juegos volatineros en el capítulo de las compras, las comisiones y los préstamos, con el pensamiento puesto en el rocío bienhechor de la romería almonteña, pero hoy era uno de los que querían la destrucción del hombre y esto le reconciliaba con el enemigo por unas horas.
Morales se sentía correr el sudor por la frente. Tenía que darle una oportunidad a aquel desgraciado:
—¿Tienes algo que decir?
Se hizo el silencio. La expectación parecía dejar suspendido el resuello. El hombre levantó la cabeza para responder:
—Todo aquél que pertenece a la verdad, escucha mi voz.
Se alzaba un griterío de protestas. Morales agitaba las manos, reclamando calma. Le apretaba el cuello de la camisa. No podía comprender que nada pudiera contener la animalidad que ya estaba impaciente de lo que creía transigencia. Muy pronto —pensaba Morales— podría dejar todo aquello, abandonar la Factoría, sacudiéndose el polvo de los zapatos. Una vida feliz y en paz le esperaba al cabo de los meses, pero ya tendría que soportar hasta última hora la presencia del hombre, entregado a la locura del miedo colectivo; una locura que sólo deseaba caer sobre él, sugestionada e impotente.
Morales no podía olvidar la sonrisa de Alarcón cuando le recomendó prudencia. Todo consistía en saber aguantar para que los más cobardes saltaran, en un gesto heroico, temerosos de que pudiera escapárseles la presa de las manos.
Prudencia. Se lo exigía el que podía destruirlo en cualquier momento, derrumbando su magnífico castillo de naipes. Y entonces sería volver a los tiempos del timo y de la estafa, de los préstamos y las reclamaciones perentorias.
—Hemos terminado —dijo, señalando a los de la primera fila, como si les invitara a que fuesen ellos los que siguieran el camino.
Era la mecha encendida sobre la pólvora. En un instante, Morales tuvo idea exacta de lo que se es capaz en nombre de ese pedazo de pan que hay que defender a toda costa. Él no podía luchar contra todos, desafiando, por un exceso de escrúpulos, a quienes lucharían hasta el fin.
«-Déjese de romanticismos, por favor —Garrido sonreía, sintiéndose superior ante las dudas de Morales—; usted las ha pasado demasiado malas para poder permitirse ciertos lujos.»
Sentía mareos y no respiraba bien. Veía las manos sucias del matarife, los vellos del pecho del matón, el salivazo espeso del borracho.
—Puedes retirarte —dijo, intentando una voz entera y sin asco.
El grito de júbilo parecía que iba a quebrar los cristales y a derribar los muros. Como obedeciendo a la orden de una sed que no admitía más espera, fueron hacia el hombre y le tomaron, como trofeo de su gran victoria.
Morales, extenuado, estaba comprobando en aquella posesión los rencores de muchos siglos, los trabajos, el sudor, la pasión desbordada hacia el único derecho que los poderosos conceden a los miserables en todos los tiempos: su derecho a matar.
Quedó solo, con el hedor pegado a todo, incluso a sus ropas y a sus manos temblorosas y enrojecidas.
—Ahí está María —había anunciado Perico al abrir la puerta del despacho.
Alarcón suspendió un momento la estilográfica y, sin levantar la cabeza, seguía estampando su firma con la rutina de muchos años en el mismo quehacer.
—Que entre.
Los pasos del otro se van perdiendo, pasillo adelante. Alarcón no sabe todavía por qué quiere recibirla. Va a ser violento para él mirarse en los ojos de la mujer que tantas veces ha deseado, tomando como un juego divertido y excitante su huida cuando ya todo parecía resuelto.
Alarcón deja caer la pluma sobre la mesa y se echa hacia atrás, en el sillón, con voluptuosa molicie. Se nota cansado para todo, hasta para intentar vencer la resistencia de la hermosa María que ya se acerca, delatando una gracia casi alada en el redoble de sus tacones sobre el piso. Es un ruido que le intranquiliza, como en la adolescencia, cuando cualquier musiquilla, un perfume, una prenda femenina, eran suficientes para representarle la entrega desnuda de una mujer. A veces —lo recuerda ahora, en estos segundos— la realidad era muy distinta y en todo caso inferior a la intensidad de su fantasía, pero siempre merecía la pena la aventura soñada, con disfrutes inéditos, en la simple presencia de un sostén, unas medias o una barra de labios.
—Pasa, María.
Se levantó del sillón y le tendía la mano. La suave tersura de la piel le agradó; era una piel nueva, fría, de jazmín. De repente, comprendió que no era joven. Ni todopoderoso.
—Siéntate...
Al hacerlo, María se estiraba el filo de la falda. El encaje de nylon le rozaba las rodillas redondas.
—Imagino lo que vienes a pedirme.
María no contestó. Tenía los ojos ribeteados de sombras y parecía enferma, más delgada y más blanca.
—Tengo la experiencia suficiente para saber qué es lo único que te haría venir aquí.
—Le van a matar —dijo, entera, firme.
Alarcón buscaba la pitillera. Estaba bajo unos papeles y fue ella quien se la tendió.
—Yo no mando ya en el asunto —le fallaba el encendedor, amoratándole el pulgar—; son los demás los que le han tomado como botín de su guerra.
La llama ponía en sus ojos un brillo cobrizo. Sólo se oyó el chasquido del mechero. Después, otra vez la voz un poco aguda, reposada:
—Son los que le castigarán con arreglo a un código que no reconoce otras leyes que las del instinto.
—Usted puede evitarlo.
—No, créeme.
Sus palabras sonaban sinceras. María se sorprendía al reconocer que le estaba inspirando cierta lástima, diciéndose que quizás fuera éste el precio que pagan todos los que un día se erigen en dueños del mundo: saberse, en un momento, que no son dueños de sí mismos, ni siquiera de aquello que les perteneció tan por completo.
—Tú debes saberlo —siguió don Luis, sin dejar de fumar—, aunque yo no debía decírtelo —parecía más viejo, más cansado que nunca—. Este hombre ha representado un peligro inmenso para mí. Los que excitan a la gente tienen su castigo, pero los que debemos cuidar de que nunca pase nada también tenemos el nuestro. Con todo, si pudiera librarlo, lo haría, aunque sólo fuera porque has venido a verme. Pero esto es lo que ya no está en mi mano.
María quería reprimir sus lágrimas. Se pasaba el pañuelo por los ojos y por la nariz y lo escondía después en el puño de la blusa.
—Escúchame —Alarcón tenía otra expresión más humana y casi otra voz—: llega un momento en la vida en que necesitamos hablar con absoluta sinceridad a alguien. Esto lo habrás oído decir muchas veces. Lo curioso es que lo hagamos con quien menos hubiéramos podido pensar. Si yo tuviera un hijo, se lo diría a él, aunque no pudiera comprenderme. —Dejó el cigarrillo en el cenicero y le miraba a los ojos y a los pechos—. Me tienes por un hombre repugnante, ¿verdad?
María seguía callada, respetuosa. De la calle llegaban los gritos alegres y sádicos de la fiesta.
—Seguramente lo soy —siguió Alarcón—, pero mucho más repugnantes son las circunstancias. ¿No lo has pensado nunca? El hombre lucha siempre demasiado y por eso nunca es él solo, enteramente. Cuando ya piensa que no puede más, se le abre un nuevo horizonte. Entonces va hacia él con fuerzas redobladas, sin pensar que se puede quedar muerto en medio del camino. Se ve obligado a muchas transigencias y a muchas intolerancias. Un día, por miedo, por un miedo feroz, recurre a la única arma que encuentran los cobardes: el terror. Y comprueba, estupefacto, que los demás, por ser tan cobardes como él, en vez de hacerle frente, en vez de destruirlo, se sienten cómodos con el terror —cabalgó una pierna en la otra retrepándose más en el asiento, como si descansara de un gran esfuerzo—. Te juro que es una sorpresa inenarrable. Ha triunfado, pero una vez y otra tendrá ya que hacer lo mismo, cada día dando un paso más, sin poder retroceder nunca. El que impone el terror, María, es su primera y su última víctima. Los demás sueñan con libertarse de la tiranía, pero ¡qué más quisiera el tirano que poderse librar él! ¿O piensas que es agradable y que existe el hombre enteramente bueno o enteramente malo? Sólo se da en el Teatro, en las comedias de poca monta...
Hubo un silencio. Luego, pasándose una mano por la frente:
—No puede ser, María. No sé si has venido a ofrecerte a cambio de la vida de ese hombre. Si es así, quiero que sepas que esto es muy hermoso, a pesar de todo. Yo podría engañarte. Me gustas mucho, más que todas las mujeres del mundo, y sería muy feliz dándote un beso. Pero... permíteme que no te engañe, aunque esto de no engañar a una mujer es siempre una descortesía.
Sonrió largamente, tendiéndole la mano:
—Voy para viejo, ¿verdad?
ALREDEDOR de Antonio con las manos cruzadas delante del pecho, el grupo de mujeres formaba un cuadro fantasmal. El temblor del cirio movía en la pared sus sombras alargadas y medrosas.
- Suplicámoste, Señor, que no traigas a tu memoria los deleites e ignorancias de éste tu siervo, sino pon los ojos en sola tu clemencia y misericordia, y acuérdate de ellas para darle parte de la luz inaccesible de tu caridad
Parecía más joven y más alto. La muerte le pronunciaba los pómulos y, ajustada la cara en el pañuelo verde, era como una monja dormida con el rostrillo puesto.
Ana, sigilosamente, para que no se despertaran los niños, le había lavado todo el cuerpo —pesaba mucho más de lo que nadie hubiera creído— y luego, con enorme trabajo, le había vestido poniéndole la camisa blanca de hilo —aquella de la Fiesta de la Vendimia— y el traje azul marino que compraron con la paga del 18 de julio. No había en casa un crucifijo y ella le dejó entre las manos una estampa del Sagrado Corazón. Después, a falta de algodón, le tapó la nariz con dos bolitas de papel de seda y lo tendió en la cama grande sobre la sábana de las bodas.
- Bajad, Santos de Dios, salid al paso, Angeles del Señor, para recoger su alma y llevarla a la presencia del Altísimo...
Era muy triste ver que no estaban allí sus camaradas; aquellos que, día tras día, tenían que sostenerse unos a otros cuando el aire caliente les quemaba los pulmones o cuando caían en el suelo duro, con un ansia angustiosa de beberse la vida que entraba por la boqueta. Camaradas del vómito de sangre y los ojos ciegos, de la botella de vino con la improvisada espita de caña y la copa del atardecer.
Antonio muerto está muy solo. Cinco mujeres con pañuelo negro sobre la cabeza y La Clavela, con la que siempre hay que contar porque se sabe al dedillo los pasos difíciles del papeleo y las atenciones, lo mismo en los velorios que en los bautizos. En éstos, baila sevillanas con una flor en el pelo y la cintura descoyuntada; en aquéllos, reparte las rosquillas y el aguardiente, cuenta chistes, arregla los pliegues de la sábana y, de vez en cuando, lleva la letanía.
Cinco mujeres que se saben las oraciones, pero que son de las que más asco daban a Antonio Fernández porque tienen la cara como la pajuela, las uñas sucias y la boca vacía.
Es triste morir y ver morir lejos de la tierra. Allá, en su pueblo granadino, Ana no hubiera tenido aún tiempo de ver su soledad, enhebrada en el coro de las mozas que repiquetean las castañuelas para que el muerto entre en la Gloria más pronto y más alegre. Además, en su tierra, Ana tendría para salir adelante gracias a la subasta del baile. Las coplas picas también dejan lo suyo porque, después de cantarlas, ¿quién no da algo para las Ánimas poniendo el dinero a los pies del difunto? Coplas enteras y bravas que Antonio no sentirá esta noche, amarillo y callado, entre cinco mujeres de las que a él le daban asco:
El murmullo callejero llega hasta allí, incontenible. Las vecinas se miran unas a otras por ver quién es la primera que abandona la casa, ya que, de las cinco, la que se decida será la que muera antes. Por fin una de ellas —la Ernestina, que tiene dos hijos locos y le importa poco morirse o no—, se levanta:
- Ya es hora. Vendré a despedirlo.
El griterío se hace más intenso. Llegan las exclamaciones de los hombres, la risa de las mozas, porque todo el mundo está hoy en la calle. A la Ernestina la siguen las otras cuatro:
- Te acompaño en tu sentimiento.
- Que en el cielo te lo encuentres...
Ana tiene que salir también. Los niños se han ido muy temprano y ya es hora de que vuelvan. Estarán embobados, gozando el holgorio de la plaza inquieta.
- Voy a buscarlos. ¿No te importa quedarte un momento?
No le importa. Y Antonio Fernández, más alto, más joven, con las manos cruzadas sobre el pecho, entre sus dedos la estampa del Sagrado Corazón, se queda solo con La Clavela que atisba el polvo de encima de la cómoda, abre distraídamente el cajón de la mesilla de noche, por si hay algo que curiosear, y después se le queda mirando, con un suspiro.
Antonio Fernández —estrella de seis puntas, tres heridas de gloria, la puñalada en el vientre y el vino de las ventas, ahora aquí, en el silencio, poniéndose cada vez más blanco, más tercamente derecho, mientras La Clavela sueña su torso de ayer, su talle y su boca.
Don Eugenio, con el tazón humeante en la mano, se levantó, sorprendido al ver a María que llegaba hasta él. Le temblaban las manos y parecía haber llorado toda la noche.
—Siéntate, hija. ¿Quieres?
Envuelta en un chal negro con lentejuelas doradas —lo primero que encontró en el ropero, el chal de muchas horas— se sentó, negando con la cabeza. Sus ojos resplandecían verdes. Sin pintar era menos hermosa, pero más atractiva.
—Tiene que hacer algo. Van a matarlo —su voz estaba hecha de sollozos—. Están locos...
Don Eugenio saboreaba el café, mirándola sin pestañear:
—Estás enamorada de él, ¿verdad?
—Eso no importa ahora.
—¿Y qué crees que puedo hacer yo? —abría los brazos débiles y los dejaba caer a lo largo del cuerpo, cansados.
—Alguien tiene que impedir el crimen.
—Alguien, sí —liaba ahora un cigarro, clavando la uña del pulgar en el tabaco prensado—, pero ¿quién?
Pasó la lengua por la goma. Miraba a María con dolor, con una impotencia sin límites.
—Todos somos culpables de lo que pueda pasar —añadió—. Todos y ninguno. Piensa, María, lo que pasa siempre, en cualquier parte. En cualquier espectáculo, por ejemplo. Se anuncia a una hora y el público espera. Está resignado, pero incómodo, molesto. De pronto, desde la grada, alguien lanza una protesta. Fíjate bien que es un hombre, nada más —levantaba el dedo erecto, firme—, pero basta para que griten todos, como si aquella voz hubiese roto la cuerda que oprimía todas las otras voces. Y gritan ya no sólo los que hubieran querido hacerlo antes, sino los que no se habían dado cuenta del retraso y hasta los que acaban de llegar. ¿Quién es capaz de acallarlos? Que lo intente también una voz y verás como no se oye. Y si se oye, nadie la seguirá, nadie le hará caso. Para todos es más importante romper la butaca que permanecer callados; y es que, al estar callados, nos parece que no existimos, que no somos nadie, infinitamente menos que el más miserable de los que gritan. Y quizás tengamos razón al pensar así.
Proseguía calmosa, tristemente:
—Este hombre ha cometido la imprudencia de prometer.
—¿Y qué? —gritó María—. ¿Es eso un crimen?
—Sí —la afirmación del maestro era tajante, como un impacto—. Sí, María. Los que oímos una promesa la consideramos un crimen cuando no somos capaces de conquistarla. ¿Para qué nos vamos a engañar? Yo también he ido detrás de ese hombre, creyendo, ilusamente, que podía devolverme mis dieciocho años de cárcel.
—Es horrible.
—Es absurdo. Si no fuésemos así... ni siquiera leeríamos la sección de sucesos de los periódicos. Cuantos más detalles dan, más éxito tiene. Después, cuando la policía detiene al culpable y le juzgan, queremos que le maten. Es posible que no lo reconozcamos, pero eso es lo que queremos todos.
—¡No puede estar hablando en serio! —se había levantado y su voz era un grito.
—Desgraciadamente, sí.
Le miró horrorizada, incapaz de hablar, de llorar. Sin una palabra más, corrió enloquecida.
—¡María! —le decía alguien—. ¡Corre un poco más, que se te vean bien las piernas!
Al llegar a su casa tuvo que sortear al minero que la estaba esperando:
—Hola, guapa.
Sonriendo maliciosamente hacía sonar en sus bolsillos unas monedas. María entró, cerrando la puerta con violencia.
También Garrido había madrugado. No estaba satisfecho. La falta del valor que tantas veces necesitaba, le entraba en las arterias. Había asegurado su posición, pero no resulta fácil tener importancia. En él se alzaba una rebeldía contra aquellos que le habían colocado en su puesto, excesivamente responsable. No eran sus méritos los escalones de aquel estado y él lo sabía, pero ahora era cuando llegaba a comprender por qué fue nombrado director. Los grandes necesitan de estos hombres capaces de cargar a su costal las culpas ajenas, para seguir siendo algo. Bastaba una leve indicación, que ellos se encargarían de todo. Esto, desde luego, era un vino demasiado fuerte. Pensó que pudo eludirlo, encogerse de hombros, como un espectador desapasionado, no arrostrar gallardías ni enterezas. Pero entonces hubiese sido él la víctima. Al cabo de unos meses hubiera recibido el oficio agradeciéndole los servicios prestados, por supuesto, y otra vez volver a la estrechez asfixiante de la ventanilla:
—Le falta reintegro... Solicítelo por el conducto reglamentario... Una póliza de tres, cincuenta...
Y sus compañeros. Con la uña del meñique muy larga, para raspar el papel después de borrar con la goma. Manguitos llenos de tinta y de brillos. Y la existencia desfallecida del papel matamoscas, el cenicero de baquelita requemado, los círculos de los vasos de café comiéndose el barniz barato de las mesas, la papelera de alambre...
Marcó una cifra en el teléfono:
—¿Hay algo?...
Escuchaba, atento. Así, él también podía destruir. Era una realidad mezquina y grandiosa al mismo tiempo.
MORALES se apartó del ventanal. Estaba jadeante y pálido, como si hubiese realizado un esfuerzo supremo, como si fuera él el que recibiera los golpes.
Llegó hasta la mesa y se dejó caer en el sillón, echándose de bruces sobre la carpeta de cuero que guardaba su última firma. Los gritos, las carcajadas, se le adentraban en el cuerpo, por la piel. Era su obra; parte, al menos, de su obra.
Se miró las manos, buscando en ellas las manchas de sangre, pero las tenía muy blancas y limpias. Tuvo un repentino impulso de salir a la calle, de imponerse y rescatar a aquel desgraciado que iba a morir, pero ya nada era posible.
Repasó su mirada ausente por la estancia. Una carátula le sonreía desde su frialdad de piedra.
Renunciaría a su puesto, a su seguridad, a su fortuna. Renunciaría a todo, antes de consentir el crimen. Subía un grito desgarrado y unánime. Morales estrelló la frente contra la mesa con un llanto convulsivo y dulce.
Le habían llevado hasta la plaza, a golpes. Nadie supo quién fue el primero. Daba igual. Cualquiera de los que eran capaces de retarle ahora a cara descubierta. Otros recurrían a una trasca o a una soga para arrastrarlo, animados por los demás. Algún chiquillo, fustigado por la pasión, contagiado de ella, se atrevía a acercarse al hombre para cruzarle el rostro y presumir delante de los compañeros.
El hombre no oponía resistencia. Parecía ajeno a todo, mientras iba transfigurándosele el rostro con la tumescencia de los trallazos.
Un zagalón borracho, tomando una tornadera, aprisionaba el cuello del hombre contra la pared. Estaban locos, delirantes, ebrios de poderío. También ellos podían hacer sufrir. También ellos podían disponer de una vida, a capricho.
Hilario era de los que golpeaban más salvajemente. No iba a ser él sólo quien debía sufrirlo todo, doblado en el dolor de su hernia. ¿Qué había hecho aquel hombre para curar a la hija del Jareño? Si tenía ese poder, ¿por qué no lo empleó en él, que cada día tenía que apretarse la ingle desesperadamente y seguir dando con el macho en el yunque, hasta reventar?...
La hermana le seguía, rozándose con los muchachos, oliendo de cerca su sudor, apretada en las piernas, resbalado el torso por los brazos y por las espaldas. Aquél debía pagarlo. Había amado a la prostituta, eso es lo que decían todos, y, en cambio, ella estaba consumiéndose en la soledad de su cuarto, llena de rumores y de besos que nunca llegaban. María había conocido a todos los que deseó. ¿Qué falta podía hacerle uno más? Y él la había amado, sin pararse nunca en la herrería donde ella le hubiera entregado la boca para siempre. Ahora, ya era tarde. Debía pagarlo así, con el borbotón de sangre en los labios y la navaja rozándole el pecho.
La Clavela se agarraba a los cabellos del hombre, tirando con fuerza. Él no había sufrido aquella angustia suya de cada noche ante el espejo. Hubiera podido tenerlo todo, sin lágrimas, sin miedos, y le había despreciado, pasando a su lado sin recoger su mirada desfallecida y suplicante.
El hombre había caído, hincando la rodilla en las piedras. El Malagueño le levantaba, la mano en garfio sobre su garganta.
Tuvo que ayudar a su madre a devanar una madeja de lana. Era desesperante, cuando él la estaría ya esperando en los soportales, pero disimuló su impaciencia, fingiendo despreocupación, con las dos manos rígidas a compás del vaivén, mientras la madre enrollaba el hilo.
—¿A dónde vas?
—Por ahí, a aburrirme.
Se miraba, satisfecha, en el espejo. Le sentaba muy bien el traje celeste que le resaltaba la punta de sus pechos nacientes y le ajustaba la cintura hasta formarle caderas de mujer.
—Vuelve pronto, que luego hay que oír a tu padre.
—Sí...
De tardar mucho, tendría que peinarse otra vez. A él le gustaba con el pelo recogido. Para el año siguiente podría ponerse moño. Y medias muy finas, color de carne, suaves y muy estiradas, que es como hacen las piernas bonitas.
—¿Queda otra madeja?
—No, ya puedes irte.
Besó a la madre en la mejilla y correteaba, escaleras abajo, sin oír el último consejo:
—¡Que estés aquí a tu hora!
Ya en la calle, se compuso la falda y siguió andando, hasta que estuvo frente a los soportales donde él la estaba esperando.
Se cogieron de las manos.
—Estás muy guapa.
—No digas eso.
Al muchacho se le encendían los ojos mirándole el busto torneado y el escote.
—¿Paseamos?
—No. Es mejor que nos quedemos aquí, no vaya a vernos mi padre.
La acarició el brazo, desde la muñeca hasta el hombro. Luego, se la acercó al oído, para hablarle, deslizándole un soplo de calor.
Ella bajó los ojos, ruborizada. Era la primera vez que oía aquello y sentía frío en los muslos. El novio, sonriendo con indulgencia, le levantaba la cara:
—¿Quieres?
Ella no contestó, pero miraba a un lado y a otro y ponía los labios frescos. Una bandada de palomas le volaba, corazón arriba. El galán se acercó más a ella, aprisionándola con el cuerpo contra el muro, para estrecharla entre sus brazos que temblaban. Le buscó la garganta con la boca.
—Sepárate —pidió ella.
Oían reír a algunos, calle adelante, y él se separó. Les llegaba más próximo el eco de la gente.
—¿Qué harán con él? —preguntó la muchacha cuando pasaron, hacia el camino de rieles.
—¡Cualquiera sabe! —le ponía la mano en la cintura, acercándosela más—. Son tan brutos, que acabarán matándole.
Se dejaba llevar, sintiendo todo el cuerpo, y se le nublaba la mirada.
—Sí, son muy brutos.
—Esto no es cosa nuestra —le oprimía el talle hasta producirle un dolor alegre—. ¿Me quieres?
—Te quiero. Déjame. Te quiero.
La hija del Jareño era dichosa, descubriendo un mundo mágico en los labios imperiosos de su novio. Muy pocos años, de menta y de brasa.
Parecía muerta la tarde. Por la Calle Larga pasaba un perro hambriento, husmeando en los zaguanes con mirada triste. Estaban cerradas las puertas. Era como si todos hubieran huido, sin tiempo de dejar apagado el fuego en la cocina. La mano constante había olvidado encender la lamparilla en el Retablo de las Ánimas y, al fondo de la carretera, se había dejado de oír las coplas bravas de La Mimbre.
Sólo el camino de raíles se animaba con la multitud, llegado ya al patio de la Factoría.
Resbalaba la tarde tibiamente por todas las cosas. El mar, azul y verde, con encajes blancos, rizaba la lengua del sol, estremeciéndose en las rocas, desmayándose en la playa. No borraba las huellas, sino que las hacía resaltar, llenándolas de agua mansa con nervios y engarces de conchas.
Simón seguía de lejos a aquella multitud enloquecida. No tenía miedo, como otras veces, pero sabía que debía ser prudente. Era imposible luchar. Había aprendido mucho del hombre y algún día podría enseñarlo a los otros, cuando despertaran de su borrachera. Ya no temía, ni por él ni por el hombre. Sabía que éste iba a morir, desangrado, herido de mil golpes de segotes y palos, pero tal vez fuera aquél su definitivo triunfo.
Allí estaban todos, empuñando cada uno un arma improvisada. Todos, para ver la muerte en sus pasos más pausados y terribles. Las mujeres, desgreñadas, roncas de gritar, se soltaban los corchetes para respirar con más desahogo, arrimando el telero o la vara.
Habían llegado a la cantina. Uno empujaba al hombre hasta el mostrador:
—¿No irás a desmayarte ahora, verdad?...
Luego, tomando una botella de vinagre, derramaba el líquido por sus labios.
El hombre le miró un segundo. Después, abrió la boca, como queriendo aspirar el último estertor, y cayó al suelo, de bruces. Así luchó un instante con la vida que se le escapaba.
Se hizo un silencio espeso, absoluto, roto tan sólo por el ruido de algunas hoces que una oculta cobardía dejaba resbalar de las manos. Poco a poco, los grupos fueron alejándose, hacia la pared.
Desde la puerta, María miraba el cuerpo exánime, lleno de heridas. Román el Cabo se aproximaba, con la resolución del que está habituado a toda clase de escenas. Con voz impersonal interrogaba ya, sacando una libreta del bolsillo posterior del pantalón.
Un relámpago ilumina la estancia con su destello azulado. La tenue claridad del patio dibuja, al traspasar el cristal de la ventana, una cruz sobre el cuerpo del hombre con los brazos abiertos.
Y la voz de Román, que pregunta:
—¿Nombre?
—Jesús de Nazareth —dice Quico.