Era ya vieja cuando tuvo una hija. El marido murió a los pocos años y ella fue cuidando su retoño como a la niña de sus ojos.
Era una muchachita desmedrada, de ojos azules, casi grises, mirada perdida, sonrisa indiferente, dócil, de pelo lacio, suave, voz lenta y gravecilla.
Gustaba permanecer cerca de su madre, ovillar la lana y ayudarle a coser.
Vivían ambas en una casa humilde, a orillas de la carretera, que debió ser, en otro tiempo, de peón caminero.
La madre bordaba para poder vivir. Cada quince días pasaba un cosario que le dejaba unas telas y se llevaba otras llenas de bodoquitos y deshilados. El cosario murió a consecuencia de las heridas que, a coces, le propinó un burro, furioso por una picada de tábano, en una venta del camino. Desde entonces, con la misma regularidad, apareció su hijo. Cuando Luisa cumplió diecisiete años, Manuel se la llevó. Como la vieja era tan pobre, no pudieron celebrar la boda; pero dio a su hija cuanto tenía: los cacharros de la cocina, un traje negro y una sortija de latón que su difunto le había regalado cuando fue a la feria de Santiago.
Luisa era todo lo que en verdad tenía. Sintiéndose encoger, la vio subir a la carretera del cosario y perderse en la lejanía. Cuando doblaron, al final de la lenta bajada, ya hacía tiempo que sólo divisaba el polvo que levantaban las patas del mulo y las ruedas de la galera.
La vieja se quedó sola, ni un perro tenía, sólo algunos gorriones volaban por los campos; alfalfa a la derecha y trigo ralo a la izquierda de la carretera.
Se quedó sola, completamente sola. Bordaba menos porque sus ojos se llenaban de lágrimas recordando a Luisa. Los primeros días, su hija le hizo saber, por Manuel, que era muy feliz, y le mandó una cazuela con un dulce que había hecho. A los seis meses el hombre le dijo que pronto esperaba un niño. La vieja lloró durante una semana; luego tomó más trabajo para poder comprar tela y hacer unas camisitas y unos pañales para su nieto. Manuel se los llevó, muy agradecido. La vieja siempre tuvo la seguridad de que sería un nieto, y no se equivocó. Unos meses después de su nacimiento, Manuel le dijo que iba a tomar un arriero para que la ayudara en su negocio, que prosperaba. Dos semanas más tarde, en vez de Manuel vino Luis, un mocetón colorado y tonto que cantaba siempre la misma canción:
El bombo dombón,
la lomba dombera,
¡Quién fuera lanzón!
¡Quién lanceta fuera!
Manuel y su mujer se fueron a vivir más lejos y ni siquiera Luis pudo dar noticias a la vieja. Suponía, sencillamente, que estaban bien. La vieja se reconcomió poco a poco. «Los hijos son así», se decía para consolarse, pero recordaba cómo se había portado con su madre. Se quedaba horas y horas sentada a la orilla del camino esperando que apareciese alguien que le trajera noticias de su hija y de su nieto, pero no venía nadie y la vieja se iba secando.
Nunca tuvo gusto para muchas cosas, pero dejó de hacer lo poco que hacía: sin comer, sin dormir, luchaba contra la palabra ingratitud que le molestaba como una mosca pertinaz; espantábala de un manotazo, pero volvía sin cesar, zumbando. «Los hijos son así», se decía, pero ella se acordaba de cómo se había portado con su madre. Seca, sin moverse, se convirtió en árbol; no era un árbol hermoso: la corteza arrugada, pocas hojas, y éstas llenas de polvo; parecía una vieja ladeada en el borde del camino.
El paisaje era largo y estrecho, las montañas, peladas, grises y rojizas a trechos; la carretera bajaba lentamente hacia el valle, sólo verde muy abajo, donde torcía el camino, cerca del riachuelo tachonado de cantos.
Era un árbol que no tenía nada de particular, pero era el único que había hasta la hondonada. Todavía está allí.