I

1.º de abril

En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo,

han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos

militares. La guerra ha terminado.

Burgos, 1.° de abril de 1939

Año de la Victoria

El Generalísimo,

Franco.

Al alba, al quitar la barricada que cerraba el puerto, los falangistas, que sustituyen a los italianos, se dirigen a los primeros que se preparan a salir y preguntan:

—¿Y los rusos? ¿Dónde están los rusos?

—¡Qué lástima! —dice Plá y Beltrán—. Se fueron hace un momento…

—¿Cómo?

—¿No visteis la escuadra? Acorazados, cruceros, submarinos, tiburones…

El revés le derribó sin dificultad. La nariz sangra poco pero seguido.

Don Juanito le ayuda a levantarse.

—Vamos, vamos, ya llegará la nuestra.

Plá y Beltrán le mira tan angustiado, con sus ojos enormes, que el gran conocedor de la Revolución Francesa se cree en la obligación de explicarle, en voz baja:

—Napoleón.

—¿Qué?

Don Juanito corta por lo sano:

—Nada, nada.

Porque, en el fondo, llevado por la historia. Valcárcel tenía, también, una admiración ilimitada por el corso.

—Y no tardará, ya verás, no tardará.

—¿Qué?

—Nada, nada. Toma mi pañuelo. Anda.

—Lo que importa es que esto haya terminado. A mí me tiene sin cuidado quién haya ganado. Completamente sin cuidado. Tan malos los unos como los otros.

Monse, que escucha a la vieja, no se atreve a protestar. Le ha contado un cuento chino. Los italianos no han regresado, a pesar de sus promesas. La embarazada está en la cama, enferma. Parece que no es nada de cuidado.

—Como siempre, la culpa la tienen los hombres. ¿Quién les manda meterse los unos con los otros? ¿No pueden vivir en paz? ¿No hay manera de no hacer caso del vecino? Tú no te cases nunca.

—¿Por qué? —pregunta la joven, divertida.

—Para que no haya más hombres. Con los que hay, sobran.

—Tomando algunas precauciones…

—No sé dónde has leído eso. Son cuentos chinos de los machos para conseguir lo que quieren.

Me parece que tú también…

—¿Yo, qué?

Que te gusta el jaleo.

—Según. Depende de la hora y con quién.

—Pues estás aviada… Me he pasado la guerra rezando para que se acabara lo antes posible y fíjate lo que ha tardado… ¿No podía haberse acabado antes? ¿Qué han ganado unos y otros? Muertos y más muertos. Y total, ¿para qué? Claro, tú ¡qué supiste de la guerra de Cuba ni la de Manila! ¿Quién habla hoy de eso más que viejas como yo? Nadie se acuerda, ¿entonces, para qué pelearon?, ¿para qué tantos mozos segados antes de tiempo? Ganas de morirse que tienen los hombres cuando son jóvenes.

Monse no tiene ganas de discutir con la anciana porque sabe que es inútil, que no comprendería; para ella, la vida está encerrada entre cuatro paredes y no pasa de los límites de su familia: hasta allí llega el mundo.

—¿Quieres decirme para qué tantos bombardeos, tantos tiros, tantos fusilados —y lo que te rondaré morena— para que todo quede como antes? Le devolverán la fábrica de clavos a mi yerno. Pero ¿quién le devolverá los tres dedos de la mano derecha a mi nieto Manuel? Si es que no ha perdido más. Está del otro lado. Lo supimos por una carta que vino de Francia. Estaba sirviendo al Rey, en Soria.

«Sirviendo al Rey». Monse ha oído pocas veces la vieja expresión familiar; no es de su tiempo. Se desinteresa de la vieja, que está poniendo la mesa para el desayuno. Piensa en Asunción, en Vicente, está segura de que él no dirá nada de lo sucedido. O tal vez sí. Es tan idiota, el pobre, además de hacer el amor de cualquier manera. Claro que había que contar con el remordimiento. Los italianos no van a estar mucho tiempo aquí. ¿Qué hacer? A Valencia no puede ir, a Gerona, que es su pueblo, tampoco. Papeles, no tiene. Puede contar otro cuento chino. Pero primero hay que inventarlo. No cree que a las mujeres les hagan mucho caso los «nacionales». ¿Irse con la embarazada? Una panza bien inflada siempre es un salvoconducto. Meterse en un hospital. ¿Y después? Sí: ha perdido la guerra. Siempre queda el remedio de hacerse puta. Pero no le gusta. Ella quiere escoger, no ser escogida y menos que la paguen.

Contarle la verdad a la vieja no serviría de nada. Lo mejor será no salir a la calle durante unos días, la enfermedad: anillo al dedo. De comer ya les darán lo que haya. Después, a ver. La familia. Sí, claro: la familia. ¿Qué quedará de ella? El padrastro no la dejaba en paz. Pero olía demasiado a estiércol. La madre… ¡Su madre! Si no hubiese vuelto a casar… ¿Dónde estará su hermano? Lo que le gustaría es estudiar cómo está hecho el mundo. A veces, Monse se queda mirando una piedra, está segura de que hay algo dentro, ¿qué? Le da vueltas. No lo sabe. Ahora le sucede algo por el estilo con el día de mañana.

—¿Cuándo nos vamos?

—Lo mismo da.

—Según. Yo creo que cuanto antes mejor.

—«Todo es según el color…».

—«¡El triste vive y el dichoso muere!».

—¿Qué andas diciendo?

—¿O no sabes que Campoamor fue gobernador de Alicante?

—No.

—«La vida, ¡ésa es la culpable!».

—Te lo sabes de memoria.

—La que se lo sabía, mi abuela. Había que oírle recitar El tren expreso. Lloraba.

—¿Ella?

—Yo. Y se me han vuelto mil veces blancos los cabellos en una noche.

—No se nota, médico.

—Y esta noche, otra vez.

—¿Te sientes viejo?

—¿Yo? Indignado, que no es lo mismo.

—Tal vez lo contrario.

—Campoamor, gobernador. Y todos los monumentos de la ciudad, de Bañuls.

—¿Y ese quién era?

—Un escultor de aquí. Más cursi todavía que el gobernador. Una ciudad encantadora y la gente feliz.

—Lo cursi volverá a ponerse de moda.

—No ha dejado nunca de estarlo. Lo demás cambia: los cursis permanecen. Son la base del desarrollo de la humanidad.

Los centinelas, urracas: todo lo brillante les atrae. Cuartero se deja despojar de lo que salvó la tarde anterior, sin decir palabra: reloj, pluma, fijacorbatas. No pasó lo mismo con un teniente que había dormido dos almendros más a la derecha, que defendió —con éxito— sus botas a patadas; aunque un culatazo le amorató rápidamente un ojo.

—La libertad es un poco como Dios, al que amamos sin entenderle.

—Como yo a mi mujer.

—No rebajes la conversación. ¿Quién sabe lo que es la libertad? ¿Hacer lo que uno quiere? Ya lo hizo Dios y hay que ver lo que le salió…

—La libertad sólo puede ser de uno porque la tuya molesta necesariamente a los demás. Soy libre en cuanto los demás no hagan nada que me moleste. Todos aspiramos a la libertad pero ¿quién sabe lo que es, cómo es o puede ser? La libertad es un deseo. Sólo puede uno intentar acercarse a ella. ¿Cómo? Ahí reina la confusión, la violencia, la muerte.

—La libertad es la oca.

—¿Y crees que la paz va a ser peor que la guerra?

—No leo el porvenir ni soy adivino, pero apostaría —¿qué?— que sí. Primero perderemos la libertad.

—Que no sabemos lo que es.

—Pero que no deja de serlo. Te conviertes no en prisionero sino en esclavo. Y en esclavo no de extranjeros sino de compatriotas.

—Siempre será mejor.

—No lo sé, ni creo que importe mucho, sino la esclavitud en sí. No me refiero a la cárcel, que puede ser soportable, sino tener que sufrir a cualquier hora las ideas del enemigo —por muy compatriota que sea— que te conoce y tiene en la mano. Tendremos que ir a misa.

—Me tendrán que arrastrar.

—Te arrastrarán. Tendrás que levantar el brazo.

—Eso lo mismo me da, también levanté el puño y no me hacía ninguna gracia. No durará siempre.

—Ahí sí das en el clavo. La esperanza no nos la va a quitar nadie.

—Entonces, ¿de qué nos quejamos?

—¿A ver qué llevas, rojo?

A caza de gangas. Intenta registrarlo.

—Tú no me metes mano.

—¡Qué valiente!

Le mira de arriba abajo.

—¡Atrévete!

—Tú, mira ése…

Le sujetan entre dos. Se defiende a patadas. Le sacan la cartera y el reloj. Le dan un empujón. Pasa un oficial italiano.

—¡Devuélvelo! —ordena.

A regañadientes, lo hace. El prisionero recoge lo suyo sin dar las gracias.

—Cabrón —dice el soldado español.

El italiano no oye o se hace el sordo.

Tuñón va delante, feliz de haber salvado su máquina fotográfica. Ojo de águila, se la descubre un alférez:

—Te la compro. Total: te la van a robar.

Hacen el trato. Mientras el oficial busca su cartera, Manuel pregunta:

—Dígame, alférez, ¿por qué cuando los Gobiernos extranjeros tenían que tratar con la República se dirigían al Gobierno y si lo tenían que hacer con Franco lo hacían con Roma o con Berlín?

—¿Quieres que me quede con tu cochina máquina sin darte un céntimo?

—Puede hacerlo.

—De acuerdo.

—¡Cuánta piedra! —dice Andrés mirando el Peñacantil, terroso y reseco.

—De ahí sacan el turrón de Alicante. Y un poco más allá, el de Jijona —asegura el Madrileño.

—¿De verdad? —pregunta un aragonés que se cree cuanto le dicen.

—¿No ves el color? Todo, almendra molida.

—¡Ah! —dice el papanatas.

—¿Y no se caerá encima de todos estos maricas? —revienta Tuñón.

—Pues casi la hace explotar en bloque un francés —dice uno de la tierra.

—¿Cuándo?

—En tiempos de Maricastaña.

—¡Los franceses no estuvieron nunca aquí!

Protesta otro alicantino.

—¿Cuánto costaba bañarse en estas casetas?

Pregunta un interesado por los medio deshechos establecimientos, todavía a trozos, sobre sus altos pilotes.

—Cuatro pesetas, nueve baños de ola, por abono. Los médicos recomendaban veintiuno.

—Es mucho bañarse.

Luego se enredan en una discusión feroz acerca de la supremacía de los langostinos de Santa Pola y los de Huelva. No hay manera de ponerles de acuerdo ni de zanjar la cuestión.

La gente les mira con pena y conmiseración. Algunos les tienden pan. En la ciudad, las casas burguesas tienen tres pisos, ventanas con persianas y balcón. Palmeras, en cuanto uno se descuida. Luego, polvo. Los montes pelados todo alrededor.

Más allá, corre el ancho cauce del Monegre. Allí los azudes han hecho que la tierra dé cuanto puede. Algarrobos, olivos, almendros, higueras, vides. En San Juan se construyeron villas, chalets, casas para la gente rica de Alicante. Los jardines se ofrecían sólo a quienes los cultivaran: tierra donde crece cuanto se siembra.

—¿Qué quieres que te diga? Me hace gracia que intenten explicar el mundo —la marcha del mundo humano— con teorías marxistas o de otro sexo, o con números, hechos, fechas y no digamos el «estaba escrito» o el destino, mejor el «predestinaje», señalado con «índice de fuego» por el Señor. El hombre es demasiado complicado para reducirle a seguir un camino trazado de antemano por unas leyes, por enrevesadas que sean. Eso será bueno, tal vez, para la materia. Pero el hombre es algo y aun mucho más. Soy uno y otro, pienso de una manera u otra, según me duelan las muelas o no. Figúrate lo que será contando los años, las temperaturas, el sexo, la riqueza (¿por qué no?), la inteligencia, las ganas de trabajar, el amor, el sueño, el hombre, el descanso, la habilidad, la honorabilidad, el morir.

Las primeras palabras las dice Cuartero en voz alta, luego sigue hablando parra sí mismo sin que Templado lo note, metido en lo suyo; Julián se deja ir por su camino:

«Siempre puedo salir por peteneras, es decir: soy médico, me movilizaron, etcétera. Al fin y al cabo no pertenezco a ningún partido. ¿Por qué quise embarcar? Por no verles la cara. ¿Qué les digo? Tengo mi madre en Francia. Cochina mentira, pero ¿cómo lo van a averiguar? Puedo enseñarles una carta. No la tengo, et pour cause. La hago. Me duele el pie izquierdo, una china. Lo mejor, volver a Barcelona. ¿Dónde andará —pies planos— Rivadavia? Casarme con una catalana rica, va a volver a haberlas. Fusilarnos así porque sí no lo van a hacer, aunque entre esos miles habrá no pocos que supongan que les están dando el paseo. Ya veremos. Daño no le he hecho a nadie. Quedan los malsines. También puedo decir que estuve a punto de que me metieran en la cárcel. Por Lola. ¡Hombre! Lola, ¿dónde andará esa puta?».

La carretera. El sol; plomo, más por lo mojados que habían estado los abrigos, capotes, mantas de la lluvia pertinaz de los días pasados. Delante de Gaos, un obrero, sin nada.

—Ya me podrías ayudar.

En un montón de grava, un falangista —uniforme nuevo— fofo, descolorido, rodeado de tres militares, más o menos galoneados.

—¡Ése! ¡Ése!

Gaos, que cree que es por él, aprieta las mandíbulas. No: el obrero. Lo sacan de la fila, con las cachas de las pistolas empiezan a deshacerle la cara hasta que el falangista baja corriendo y le vacía el cargador de su Star.

—Ya te lo decía, Manuel —espeta con voz natural—, que, al final, ganaría yo.

Uno de Alicante que va en la conducción deja medio entender:

—Es el hijo de un fabricante. El otro se hizo con ella, para el sindicato.

—¿Con quién?

—Con la fábrica. ¿Con qué va a ser?

El que susurra procura esconder la cara.

El campo está como a tres o cuatro kilómetros, al pie de un cerro pequeño. Los almendros empiezan a verdear, plantados al tresbolillo. En la montañuca, ametralladoras dominan el terreno.

—¿Y qué vamos a comer? —se informa Jover, más hambriento que nadie.

—Tierra —contesta un oficial que le oye.

En sentido contrario viene un camión cargado de muchachas. Tan pronto como empiezan a cruzarse con los prisioneros levantan el puño y gritan:

—¡Salud, camaradas!

¿Quién las calla? (Detener el artefacto, hacerlas bajar, volverlas a subir…). Un cabo, sentado al lado del chófer, le ordena atropellándose:

—Sigue, sigue, sigue. Mete el acelerador. ¡Hijas de puta!

PÁGINA AZUL

Aquí debiera acabar Campo de los almendros, sin llegar a él; lo conocemos porque Asunción gambeteó por él el día que habló con Vicente por teléfono.

Lo que sigue —siendo lo y los mismos— es otra cosa. La guerra ha terminado y, sin embargo, sigue. Son cosas que suceden, como el que Juanito Valcárcel esté en la retahíla de gentes que van entrando en ese lugar que ellos mismos llamarán: Campo de los almendros; con él, cinco, seis, siete, diez, hasta veintiséis mil; para ellos no hay diferencia entre marzo y abril. Allí están Templado y Cuartero, Vicente y Asunción, don Tomás y Concha (ésos no los conocéis), José Tovar y Miguel Enguidanos, Rafael, Juan, Carratalá, Valladares. En el puerto quedan otros, pocos ya. Las mujeres y los niños van a ser encerrados en cines, hospicios, conventos. Los falangistas han llenado y rellenan los cuarteles con alicantinos republicanos, la cárcel no bastó. Buscan más edificios que les sirvan. Surge, claro, la idea de utilizar la plaza de toros.

Alicante, la ciudad, no ha cambiado; el campo, tampoco. ¿Cómo dejar a todos así, sin contar lo que sé? Lo que sigue no es un epílogo. No hay epílogos. Toda vida, toda novela, debiera acabar en medio de una frase —porque sí— aunque todos los personajes hubieran otorgado testamento.

Aquí ya no puede pasar nada: cuento lo sucedido a fulano y mengano, que ya conoceremos, pero el hecho principal, en sí, la guerra, ya lo dijo Francisco Franco: «Ha terminado». Los barcos no llegaron. Ahora, es otra cosa. Los vencidos ya no son enemigos sino prisioneros. También el autor se siente prisionero de sus historias, no sabe cómo salir del laberinto. ¿Pero cómo no copiar el cuaderno de Ferrís, que Julián Templado está leyendo sentado en tierra, apoyado contra el tronco de un almendro? Tampoco tiene que ver —ya— directamente con la historia, pero dibuja mejor el personaje que —todavía— yace un kilómetro más allá, en una zanja. No lo recogerán hasta pasado el mediodía del día 2, cuando el tiempo, de pronto caluroso, empieza a descomponerle. No es, ni mucho menos, el único.

(Templado–Cuartero)

—Estamos, tú y yo, prisioneros. Ésta fue nuestra primera noche de cárcel.

—No se diferencia mucho de la de ayer.

—Desde un punto de vista, sí: no lo éramos oficialmente. Desde el ángulo de vista normal, de la vida, no: no podíamos ir a donde queríamos. Pero ¿qué diferencia en ti desde ayer?

—Ninguna.

—Exactamente como yo.

—Supongo que será así hasta que nos volvamos gagás. Entonces, lo que importa es, ante todo, el hombre. Es decir, que las ideas casi las podemos regalar.

—Ahí, como siempre, no estamos de acuerdo.

—De todos modos: nos meamos en el fascismo.

—Nos meamos.

—Pues manos a la obra.

Desbraguetan frente al tronco de un almendro.

—¿Crees que ser hombre tiene sentido?

—Sí.

—¿Mayor que ser hormiga?

—Sí.

—¿Por el alma?

—Claro.

—¿Cómo sabes que las hormigas no la tienen? ¿En qué te fundas? En nada. ¿Crees que un hombre, si fuera lo que supones, es capaz de asesinar a sangre fría a otro como ayer ese a Ferrís?

—¿Entonces?

—No lo sé.

—Aquí te esperaba.

—¿Así que crees que, a lo sumo, hemos inventado ser hombres?

—Yo, no. Pero, para ti puede ser una solución: para ti, es lo que conoce.

—Y lo que adivina.

—Pero sólo hasta cierto punto.

—Sí. Tú eres —y los de tu condición—, punto y aparte.

—Para ti cuenta el progreso, los descubrimientos.

—Para ti, ¿no?

—No. La inteligencia, sí. Platón lo fue tanto como el que más, hoy; el autor de la Venus de Milo mejor escultor que Maillol o Julio Antonio.

—Y ésta es tu demostración de la existencia de Dios.

—No llevaba la conversación por ahí, pero, si quieres, sí.

—¿No hay progreso?

—En este aspecto, no.

—¿Y la justicia?

—De los hombres. Secundaria. Si no, hace mucho tiempo que la tierra sería un desierto. Lo que importa no es la justicia —para la continuidad— sino el sol, las mareas, la primavera… ¿Qué tiene que ver la justicia con un parto? Los hombres pueden —deben, te concedo— matar y morir por la justicia, por el verbo; pero nada tiene que ver con la realidad, con la auténtica. Mañana puede haber un terremoto que se trague a la mitad de los seres humanos, a toda Europa. ¿Y qué? No será justo —dirás. ¡Qué gracioso! ¿Qué tienen que ver las ruinas con la justicia? ¿O la vejez? ¿O la muerte? A ver, médico, ¿qué tiene que ver la justicia con la muerte?

Templado no le escucha. Le cuesta trabajo seguir el pensamiento de Cuartero, o si no, sencillamente se da cuenta de que tiene razón y no quiere reconocerlo. Recurre a su tranquillo en esas ocasiones.

—¿Quién tiene la culpa?

Paulino sonríe. Ve que su amigo quiere acabar el diálogo y dice:

—Azaña.

—Me gustaría verle el día de tu Juicio Final.

—Pierde cuidado.

—El mayor enemigo del mundo —afirma Templado—, exista o no: Dios.

—Arzollas, se llaman.

—Serán almendrucos.

—Es lo mismo.

—Almendras verdes y acabáis antes.

—No, hijo, las almendras verdes están maduras. En éstas todavía no sólo está verde la primera cubierta sino tierna la segunda.

—Están buenas.

—También las flores, lástima que sean las últimas.

—Ya veréis la diarrea.

—Y tú, ¿qué comes?

—Me aguanto. No nos van a dejar morir de hambre.

—A lo mejor.

Callaba la verdad: el reloj por cinco chuscos. Era chapado, pero ¿qué sabía aquél? Parecía de oro del 18. Quien engaña a un ladrón…

(La proporción bajó rápidamente: cuatro, el segundo día; tres, el tercero; dos, el cuarto; uno, el quinto. Y no hubo más).

—Orden de organizarse por grupos de cien para el rancho.

En media hora estuvo hecho. Lo que no hubo fue rancho, en treinta y seis horas. Luego repartieron unos botes con lentejas italianas.

—Qué pequeño es el mundo: lentejas aquí, lentejas allá. A lo mejor es lo que comen en el cielo.

—Tú, que eres de Intendencia, ocúpate de eso.

—¿Cuántos seremos?

—No lo sé. Unos veinte mil, digo.

—Entren en el puerto, desalojen a los que queden, les dan un paseo por la ciudad; que los vean todos. Un paseo de verdad antes de que lleguen a la estación de Murcia.

—¿Cree que servirá de algo?

—De escarmiento, desde luego. ¿O es que no está de acuerdo?

—No, mi comandante.

—Pues yo, sí.

—Usted manda.

Así subieron por el paseo de Méndez Núñez y el de San Vicente hasta el Hospital Militar y la plaza de toros, luego bajaron por Calderón de la Barca a la plaza del Mercado y por el paseo de Alfonso el Sabio otra vez hacia el mar por la calle de Castaños a dar vuelta a la plaza de Isabel II y subir por Torrijos; de nuevo a Alfonso el Sabio y otra vez hacia abajo por la plaza de la Independencia a Explanada y, de allí, a la estación.

Los vieron pasar, tras las persianas, Monse y la embarazada.

—¿Dónde les llevarán?

—Si quieres bajamos a preguntarlo.

Luis González Moreno, con bata blanca, bigote y barba postizos, los mira desde la acera y cómo la gente —así en general: la gente— les da de comer lo que puede; haciéndose el importante pregunta a un alférez:

—¿Adónde los llevan?

Aquel tropel en el que debía ir… Del brazo, por la otra acera, Timoteo Rodríguez y uno de Falange —un teniente— ven pasar la manada; el malsín señala a alguno, de cuando en cuando, al paso.

Ahora, de día, se ve que no hay alambradas ni cerca como no sea unas que no sirven para nada, al lado de la carretera. Alrededor, italianos, cada quince o veinte metros, con fusil pequeño y cargador enorme y, cada doscientos metros, una ametralladora de verdad.

A media mañana, un centenar de oficiales y suboficiales se mezclan con los prisioneros, chamullan a su manera el español: que ahora que se afiance Franco cada quien volverá a su casa; que pueden estar tranquilos, que no les van a perseguir por haber hecho la guerra, que son cosas de la vida, que empezará el mejor de los mundos, como el que reina en Italia, que los jefes y el Gobierno republicanos les engañaron, que son todos unos, españoles e italianos, que seguirán j untos.

—¿Adónde?

—¡A París! Vosotros con nosotros. Ya veis, no mandaron ni un barco.

—¡Ni un barco ni nada!

Quieras que no, en algunos, hacen impresión.

—¿Entonces por qué no nos dejan salir?

—Hay que esperar a los españoles.

Los que están llegando, del Tercio y del regimiento de San Quintín, número 25, de la 17 División.

Llevan el Comité de Evacuación a Alicante. No las tienen todas consigo. Los que los ven irse, tampoco.

—Ésos no vuelven.

Volvieron. El general Gambara quería explicarles personalmente que la culpa de que no embarcaran no había sido suya.

—Ya lo sabemos.

Que lo ocurrido y lo que sucediera en adelante estaba fuera de su jurisdicción. Quiso que le firmaran un documento, para Mussolini. Se miraron. Lo hicieron.

—Ya que nos han dado por donde han querido… Un poco más, un poco menos —dijo Henche—, ¿qué más da?

Cuando vuelven al campo lo hallan desconocido: duplicada la gente: los falangistas se dedican a rellenarlo con los que les da la gana, de Alicante y sus alrededores.

Las últimas tropas italianas iban siendo relevadas. Don Juanito se puso más sombrío.

—¿Qué hay? —le pregunta Plá y Beltrán. No contesta. Juanito Valcárcel se planta en medio del campo y empieza a gritar, atrayendo la atención.

—¡Todo nos ha pasado por no atacar! ¿Cuántos son? ¿Cuántos nosotros? ¡A ellos! ¡A ellos! ¡Todos a una! ¡La patria está en peligro! ¡Adelante!

Adopta la postura de Bonaparte, en el cuadro, para él famoso, del ataque al puente de Arcole y se precipita hacia la carretera. Rodríguez Vega le mete una zancadilla. Cae, se queda lelo, como los que le miran; pero todavía alborota dos veces:

—¡Adelante! ¡Adelante!

Julián Templado se sienta en tierra, apoyada la espalda en el tronco de un almendro. Abre la maleta de Ferrís. Encuentra un cuaderno, grueso, de tapas azules. Se pone a leerlo, salteado.

CUADERNO DE FERRÍS

—No estás creando constantemente sino de cuando en cuando.

—No eyaculas constantemente sino de cuando en cuando. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar; tal vez. Mira el cabrilleo agudo, cegador.

—Todo a saltos.

—Géisers.

—Sí: el tranquilo discurrir de «una vista del espíritu».

—Mis abuelos…

—Vistos desde hoy. Habría que haber metido el hocico en sus sexos.

—Olerían mal.

—Seguro. A eso llaman progreso.

—¿A qué?

—A la higiene.

¿Por qué he escrito esto? Lo ignoro: porque se me ocurrió. ¿Por qué se me ocurrió? ¿Qué influencias ocultas, qué fuerzas insospechadas, inconscientes, se han empujado unas a otras para que pudiera ser? Ponerlo en verso, sin explicaciones: mucho trabajo para nada. A los poetas debe de sucederles algo semejante, sabiendo lo que es un verso o teniendo las consonantes en la punta —en la puta— de los dedos.

Sí: estoy creando constantemente. Habría que tomar nota, sin perder minuto, de cuanto se me ocurre. Imposible; se pierde lo más, no lo mejor: de eso me acuerdo y lo apunto. No como sucede ahora.

—Todos éstos —todo lo que me rodea y existe para mí—…

Discusión acerca del Guernica, de Picasso:

—Sí, el caballo forjó los primeros imperios: España, toro; reventando los solípedos, hundiéndoles los cuernos en la panza. ¿Cómo pudo dudar Larrea?: el caballo, el fascismo.

Si mato, creo. Es decir: si puedo matar puedo crear. De lo vivo a lo muerto existe el mismo camino que de lo muerto a lo vivo, si dos y dos son cuatro. La cuestión es que lo sea.

Y Dios dijo: ¡Escribirás!

El hombre es un animal extraño que no puede vivir sin penínsulas.

La noche. El cielo despejado. Mañana, la luz del sol por compañera. La noche que me rodea, dándome un ánimo intrépido; me siento inmutable. La tranquilidad, el sosiego; apaciguado. Todo está en orden, ha corrido bien la suerte. Nada me da mala espina; todo es suavidad en los nombres de las estrellas. Nadie sospecha de mí más que yo mismo, callando. Ser cobarde y no parecerlo. Las gentes alborotadas por las diferencias, y yo indiferente. La tranquila soledad de la noche. Estoy sentado en el ancho muro de la terraza, sin luz, sin ruido. El viento ligero, por las ramas todavía sin hojas. Un ligero silbido. Náquera —una luz—, porque lo sé; Casiopea, Andrómeda, Venus: la corte celestial. No quepo en mí. Tú, ¿sí? Tú, ¿quién? Saberlo. No quiero a nadie. Te quiero a ti, que no eres nadie. No a mí. Nada tengo de narcisista que se me pueda probar. No: me ignoro. Pero sé que existes; ni dónde ni cuándo. Te sé viva. Se me sobresalta el corazón al pasar mis dedos por tu cabello partido. Tu pelo suave, castaño claro; tus ojos suaves, castaños oscuros. ¡Oh, angustia! Solo en el viento, en la noche tibia. Sólo yo puedo acordarme ahora, aquí, de Garcilaso, en el Danubio, y musitar un soneto «a cuya grandeza no haya lengua ni encarecimiento que llegue». ¿Dónde estás, Luis, maestro?

Nadie da voces. Importuno y prolijo te corrompo y adultero, ¡oh, lengua!; escribo a oscuras.

No podré escribir nunca una novela, por horror a la muerte. Nada me descompone como lo descompuesto. Y si escribiera, por ejemplo, «Manuel de la Peña, alto, fuerte, etcétera» o, aun sin describirle, dijera lo que ve o siente, ya no se trataría de un vivo por el solo hecho de haberle acostado sobre el sudario de esta página. Todos los «personajes» están muertos, son muertos. Que resuciten en los demás es otro problema, pero se les puede volver a matar, como si me pusiera ahora a escribir sobre el Quijote, si es que algo nuevo se me ocurriese a su salud.

La literatura: ese gran cementerio… España, madre de personajes —¿cuántos en Lope sólo?—. España, enorme camposanto. Por lo menos hasta que cada uno sacie su hambre y, entonces, ¿no será otra hoyanca de la que nadie tendrá ganas de salir? Si dieran a todos de comer lo suficiente, ¿qué necesidad sentirían de salir de entre tres o cuatro paredes? ¿O de entre cuatro tablas?

Me tienen absolutamente sin cuidado los problemas famosos, hoy, acerca del realismo o del irrealismo en el arte. El arte —por serlo— no es real o no, sino arte. Una caja de sardinas puede ser ambas cosas a la vez, como un florero, un cuadro, una virgen. No importa: será lo uno o lo otro, según se lo mire o sirva. Nunca ambas cosas a la vez. Creer que un poema es a la vez útil y hermoso es absurdo porque para ser útil igual puede ser feo. No niego que haya poemas, cromos útiles; pero no son obras de arte. El arte no tiene nada que ver con la utilidad, como no sea la arquitectura y aun, allí, porque se trata de un arte aplicado que además de útil puede ser hermoso, porque la utilidad puede ser hermosa, pero no por eso es una obra de arte. Un par de calcetines es buen ejemplo. No confundir nunca el arte con el buen gusto.

Al estalinismo le importa un comino el arte. Lo acepto. Pero al arte tampoco le importa el estalinismo. Tampoco tiene que ver el arte con Kepler o con Kant, a pesar de su estética. Los valores estéticos han sido hasta ahora, y ¿hasta cuándo?, cosa de una exigente minoría que, quién sabe por qué, dictamina. Fue y sigue siendo así. Gústanle cosas dispares pero, a pesar de ello, engloba un contado número de objetos. Le gustan o no a la gente —generalmente, no—, hasta que esté cernido por los siglos.

El mal gusto suele ser mayoritario sin que entren en juego las condiciones sociales. Lo mismo gusta lo malo (lo feo) a un peón que a un millonario, a un reaccionario que a un revolucionario.

La política juega un papel en el arte, pero no en su forma. Los que juzgan las obras por el concepto del mundo de su autor, se equivocan de todo en todo.

La hermosura es una necesidad humana, como otra cualquiera, determinada por una exigua minoría de entendidos. Los políticos no la aceptan y hay que esperar, a veces, generaciones para poder sacar a flote lo valedero.

Escribir es necesidad.

—Los hombres, de dos maneras: el que se descubre en los libros y se busca después en la realidad, y el que se encuentra en la vida y se busca después en las guías.

—Por eso nos entendemos bien.

—No te entiendo.

—Tú eres de los primeros, piensas. Yo, no, sólo después recapacito. Nunca pienso en lo magnífico que es hacer el amor contigo. Sólo lo recuerdo.

—¿Con quién hablo?

¿Por qué ese afán de dejar constancia? ¡Sería tanto mejor no hacerlo! Que no hubiera historias, sólo vida…

Todo cambia menos uno mismo; a lo sumo se acrece, muchos ni eso: nacen estancados, mueren secos, consumidos.

Algo no varía en la condición humana: la manera de entender las cosas; somos embudos: aunque trague maravillas, tonto vestido, tonto se queda. Y el listo no ve crecer su listeza sino adornarse el terreno en que se mueve. Las sorpresas no son nunca de uno mismo sino de los demás. El mediocre nunca va más allá de la apariencia: ¿qué pasa en este cuadro? ¿Cuál es el argumento de esta película? Los argumentos se venden a real; basta para juzgar a quienes los compran. Siempre es mediocre un novelista que se encastilla en contar los sucesos de una acción imaginada. Puede ser divertido: ahí están las de caballerías, las policíacas, los folletines; jamás grande: el hombre no crece. Cervantes, Tolstói, Goethe nacieron como fueron; a unos les ayudaron las circunstancias; a otros, no. Tanto da. Morir naturalmente —materialmente o no— es naturalmente otra cosa.

A mí no me importa ya nada, porque vivo estoy muerto y muerto viviré.

Quede la frase así; lo que tengo que hacer es ponerlo en práctica: escribir la novela. ¿Qué novela?

Para escribir una novela hay que dejar de ser. No podré nunca. ¡Eh!, tú, ¡fantasma! Fusílame. ¿No? Allá tú: escribiré tonterías hasta que muera de viejo.

(Leyendo, interesado porque le conoció bien, le vence el cansancio de las noches anteriores; el sol, que empieza a calentar. Se amodorra, descabeza un sueño, raíces por cabecera. Embebido en lo que acaba de leer, sueña que le han quitado el maletín con el cuaderno de Ferrís. Se despierta acongojadísimo. Se incorpora con violencia.

—¿Qué te pasa? Roncabas como un bendito.

—No sé por qué los benditos van a roncar más o menos que los que no lo están.

Ve el maletín, el cuaderno. Cuenta su sueño a Cuartero:

Hace años en un pueblo de la Mancha, de cuyo nombre me acuerdo muy bien, tuve que curar a una buena mujer de una paliza de órdago, de su marido, que, muy bruto, había soñado que le ponía cuernos. «—Si lo he soñao —decía el animal— algo ha de haber de verdad en eso. Y para que no le queden ganas…».

Lo denuncié a la Guardia Civil; se rieron de buena gana.

—El tío, tan fresco.

—Claro. Les pareció, hasta cierto punto, natural.

—A lo mejor, algo había de eso.

—Ve a saber. Eso no deja rastro.

—Según.

—Hablo a bulto.

—Déjate de ingeniosidades.

Templado se dispuso a seguir leyendo.

—¿Está bien?

—Según.

—¡Toma!

—Para mí, sí.

—Siempre me pareció un tipo insoportable.

—Lo era. ¿Y eso qué tiene que ver?).

El hombre deshecho, tal vez fuese buen título para un largo ensayo, si no me sale la novela. Echarle la culpa, que en parte le corresponde, al cristianismo acerca de la novela tal y como es, desde Balzac. El poder, motor único (el dinero, la política, las intrigas); de cómo el amor vino a ridículo: Dostoievski, Flaubert, Hardy, Zola, Conrad, Gorki, Gide, Galdós, no. Galdós era cursi. Baroja. Novelistas de guiñapos ardiendo.

Tal vez la novela de nuestro tiempo necesitó de eso —¿qué es «eso»?— para ser lo que será. ¡Quién fuera, de veras, estoico o epicúreo! En el momento en el que el hombre dejó de creer en Dios, todo se vació. Queda, claro, el marxismo, pero tiene poco que ver con la literatura. Al hombre político nunca le importó ni Dios ni el diablo, como no sea para aliarse con uno de ellos si lo cree conveniente para su causa. El escritor es lo contrario. Entonces: o escribir novelas políticas al servicio de… o resueltamente negativas. Lo mismo daría con tal que fuesen buenas. Pero soy incapaz de inventar un personaje: todos los que invento (?) piensan como yo. Así, ¿dónde puede nacer el interés?

Meterme esto bien en la cabeza: la razón no es una fuerza, es otra cosa.

Razón no es el singular de razones.

Razón no hay más que una, como la madre, aunque sea hija de puta.

Tener razón no es nada.

Si la razón no tiene que ver con la inteligencia, no me interesa.

Mentir bien: prueba de la superioridad humana; tener razón no demuestra nunca nada.

Las virtudes no producen interés ni en literatura. (Bonita frase, lástima que Gide lo dijera antes y mejor).

Saber no es tener razón; tener razón no es saber. Puede tener razón el más bruto.

La razón mueve mundos, demostración definitiva de la imbecilidad del nuestro.

Como en las paredes de tantos urinarios: ¡Viva yo! La injusticia es la justicia de los pobres.

Los pobres son de izquierda; los ricos de derecha. Los pobres de derecha, los ricos de izquierda, traidores. Así debiera ser. No es. Si lo fuese, hace mucho tiempo que no habría más que enormes montones de astros muertos, como lo son seguramente la mayoría de los que ruedan por el cielo.

—¿Hablar es escribir o escribir es hablar? Habla el que escribe y escribe el que habla, si lo hacen bien.

—Y mal. Lo que sucede es que no será escritor ni orador.

Lo que importa es darse a entender. Por lo menos, a mí, me basta.

—A mí, no.

(Templado y yo, en Náquera; días que se suceden sin sentirlo).

—Si te duelen las muelas, ¿dónde tu escritura?

—En la nada. ¿Y qué? Si te mueres, ¿qué queda de ti?

—Nada.

—De mí, sí.

—¿Y?

—Para mí, todo.

—¿Crees en la vida futura?

—No.

—¿Entonces?

—No lo sé: el nombre.

—Con poco te conformas. Yo de ti, por si acaso y si lo que te importa es la inmortalidad, me haría católico. Católico o cualquier otra cosa que juegue con el porvenir. Como seguro, o contraseguro.

El que lo mandó a la mierda fue Cuartero, que había venido con él a pasar el día, es decir, a comer.

Durante la guerra no se puede escribir nada que valga la pena porque no existen, no pueden existir, modas. Y todos dependemos —si de calidad artística se trata— de ellas. De la moda sale todo. Yo, por ejemplo. Sólo los genios calan más hondo, en algún momento, o la instituyen.

Espantosa imposibilidad de librarse de uno mismo. Los objetivos están ahí enfrente: claros. Contradicción. ¿Cómo representarlos sin que uno tenga que ver? Los mayores esfuerzos —Flaubert, Tolstói—, inútiles. Para salirse de sí, sólo los zapatos o las novelas policíacas o los folletines. Nada fabricado es literatura. Desde el momento en el que uno se ausenta del asunto, la literatura desaparece. Literatura es pasión o no es. Cuando el autor no está presente en lo que escribe, todo son botas; no hay otra medida que uno mismo, o ponérselas, del número que sea.

Definición de la imposibilidad: «Contradicción entre los hechos y las leyes de la moral». Queda la inverosimilitud, refugio de segundo orden, aunque sea de primera mano.

Mundos fabricados según los engranajes interiores de cada quien, sin que importe un bledo la realidad. ¡La realidad! ¡Dadme una manzana, que la tenga en la mano! Y luego todos esos grandes imbéciles románticos en busca de la verdad. Y todos esos grandes clásicos que la dan por sentada. Y luego todos nosotros —grandes o pequeños imbéciles de segunda mano— yendo de aquí para allá, ciegos, pidiendo limosna a todos esos grandes imbéciles muertos y la realidad, que no podemos englobar a pesar de nuestros ridículos esfuerzos. ¡Oh, puntillas! ¡Oh, pinitos! Ahí, en cruz, enjabonándonos de literatura.

El único remedio —medio—, recurso, inmunda farmacopea, quedar. Quedar para un remedio. Permanecer, por si acaso. Agarrarse desesperadamente a las paredes, a los futuros vivos. Gritar hasta enronquecer, desde un pozo, a ver si les llega el eco y nos sacan con tiras de papel. Y si el papel se rompe, carcomido, ir cayendo, sin fondo.

Grita:

—¡Y los demás!

Todos gritan:

—¿Y los demás?

Queda sólo el grito imbécil, de boca en boca, de edad en edad —como dijo aquel pobre tonto: La música de las esferas. ¿Y qué? Todos remendones. Goethe, el primero, poniéndole —queriéndole poner medias suelas a la humanidad. Para ser pagado con letras, a la vista. ¿Quién paga? ¿Quién asegura que serán atendidas el día de mañana? Vivir para ver. Sobrevivir para ver. Ver, ¿qué? Vivir para que le vean a uno. ¡Qué buenas formas tengo! ¡Mirad qué bien escribo! ¡Mirad cómo digo lo que os había ocurrido! ¡Mirad qué guapo soy! Miserable ralea…

¡Mi vida por un espejo!

Asesinar. Sola afirmación categórica del hombre, única venganza, sólo grito posible; sola rebelión ejecutable e imbécil. Asesinarse, tal vez lo más inteligente. Vivir: para ver.

Que el hombre es lobo para con los demás hombres, es cosa vieja. Lo que no se sabía era que España era tierra de lobos por excelencia. ¿O me dejo llevar por el nacionalismo?

Servir. ¡Claro! Queda el servir a los demás. Y alegrarse, anulándose. Si se pudiera llevar a cabo… Mas siempre queda el pábilo. ¡Poder llegar a sentirse enemigo de sí mismo…! Estar al servicio de… Estar sujeto a… Ser sujeto… Sentirse delegado. Ser otro. Soldado, atado. Dar culto a lo que sea. Creer en servir: si no sirvo, no creo. Darse involuntariamente. Si no creo, no sirvo. Creo en la inmensidad de imbéciles sin fin en una meseta sin horizontes. El que sirve depende; quisiera depender, ser dependiente.

¿Qué mayor felicidad, obedecer creyendo, como no sea mandar? Quisiera mandar creyendo. Pero el que manda sólo acaba creyendo en sí mismo. Y acaba.

Servir, servir ahora mismo de algo, de lo que sea, de lo que fuera. Sacrificarse… ¡A buena hora! Naturalmente, soy culpable. Culpable de todo lo que no hice. Lo hecho no cuenta nunca, sino lo que no se llevó a cabo. La única pena: el tiempo perdido. Uno andará del otro lado con todo lo que no pudo hacer a cuestas. Y uno lo hará y lo verá y no servirá ya para nada.

Aquel desesperado intento imbécil del pobre Proust. Quizá los únicos que pasen su tiempo jugando al mus, allá, frente a frente, sean Lope y Shakespeare.

¡Triste Clemencia!

(¡Con mayúscula, señor linotipista, por favor!

Con minúscula, compañero linotipista, ¡ojo!)

¡Triste clemencia!

Se me acerca Vicente Farnals, mira cómo escribo, me quiere hablar. No se atreve. Se queda indeciso. Le miro, indiferente; se aleja, las manos en los bolsillos. ¿Por qué no le hice caso? Él tenía ganas. Y prefiero seguir deshilvanando lo que me pasa por la cabeza. Me arrepiento. No quería nada, dice. Todos pensando en mañana. Nadie se rebela. Los más, indiferentes. Morir por la República… Detengo mi mano, iba a escribir: «Tiene gracia». No, no tiene ninguna; es idiota. Lo mismo da. Igual me lo van a agradecer.

¡Sigue, sigue, Ferrís; escribe tonterías! ¿Qué más da? Lo que importa es no dejar de escribir; que no se agote la tinta y, si se acaba, que cualquiera me preste su lápiz. Quisiera dejar constancia de lo que vaya sucediendo, minuto a minuto. No pasa nada. Otros segundos sin que suceda nada. Se oyen voces de mando, afuera. Llueve. Moscas, las primeras del año. Amodorramiento.

Puedo figurarme lo que quiero. Sí, Ferrís, fíjate: puedes figurarte lo que quieres: que eres un volatinero de circo. No, ¡recuerdos, no! ¡Fuera la Feria de Navidad! ¡Fuera, los tiempos de mi niñez! Un circo. En Berlín —que no conozco—, un gran circo. Y tú, Ferrís, en el trapecio. Un salto, un balanceo. Aplausos. Saluda. Saluda otra vez. Las mallas verdes, el cuerpo de raso blanco brillante. El pelo luciente, las mejillas recién afeitadas. ¡Qué olor a cuadra!

Resultado brillante: Berlín. Ahora, a otra cosa. ¿Cuántos metros tiene este tinglado?

¿Para qué mentir? ¿Únicamente para matar el tiempo? ¿Qué hubiera hecho si Clemencia me hubiese engañado? Nada, porque me tenía sin cuidado. Todos nos engañamos tan pronto como pensamos.

Estos saltos de mi imaginación son el producto de mi infortunio y de mi inferioridad para conmigo mismo. Siempre fui incapaz de seguir examinando un problema determinado. Nervios. Me absuelvo. Voy a hablar con aquel muchacho moreno que no conozco. Una vida más a la que me pego, que me pego, como si fuese un sello. Soy un sobre. ¡Quieto! La palabra «sobre» me llevaría demasiado lejos. ¡Cómo me miento! Se llama Gustavo Alcocer. Es de Mislata. No me quiere decir nada. Desconfía. No he querido acosarle. Sin embargo tengo las frases en la punta de la lengua:

—Hemos perdido la guerra. Te van a matar. Te van a fusilar, ¿no te importa?

¿Cuántas veces habrá hecho el amor este mozo?

Vamos a ver: mi vida, ¿es mía? Mi pasado, mi porvenir, el porvenir que me imagino todo lo largo que quiero, ¿es mío?

Nadie me lo regatea, luego es mío. Pongo un cartel, nadie acude. Luego, es mío. Pero ¿de qué sirve?

Y aquí, otra vez, la palabra clave: servir. ¿Para qué sirve? ¿De qué sirvo? ¿Para qué puedo servir?

Los hijos son de cualquiera, ese no es el problema.

De verdad, Ferrís, de verdad, ¿no sirves para nada? ¿No has servido nunca para nada? Evidentemente, si buscas en tus recuerdos encontrarás algunas acciones —pero lo mismo las pudo haber llevado a cabo otro cualquiera.

¿Para qué sirve una hormiga? ¿Para qué sirve una mosca? ¿Para qué sirve Ferrís?

Todo es consuelo para bien morir, frente al foso.

Repitamos, joven: Voy a morir, voy a morir, voy a morir. Voy a morir fusilado. Nada se conmueve. Bueno: voy a morir, y no me importa. Ahí duele.

¿Qué hubiera hecho en lugar de Dionisio?

Ganamos. Entra Dionisio: ¡Sálvame!, te ofrezco todo lo que me pidas. ¿Qué es más ofensiva, la primera o la segunda parte de la frase? Y el gusto de hundir al amigo, de pisotearlo. «Dar su asiento a la virtud», como dice Fray Luis. Tal vez hubiera llevado más allá el gusto: engañarle con dulces palabras y luego ¡al hoyo!, que es profundo. ¿Cuándo la crueldad ha dejado de ser deleite?

Me duele físicamente ser vencido. ¿Cómo tomar venganza de la derrota? ¿A quién traicionar? Traicionarme, ¿cómo? Hacer lo que jamás quise. No. Sería heroico. Ser, de verdad, hijo de puta: denunciar, herir… Hacer daño, por gusto de hacerlo. Ir más allá de la denuncia. Mentir. Con cuidado, pero mentir; acusar; inventar males ajenos. Que paguen lo que no han hecho; que descubran, no de una vez, lo que es el mundo, y, en ningún momento, en provecho propio.

No es un personaje. Todos, más o menos, somos así. Tal vez me equivoque y existan ángeles. E idiotas, eso ni a ellos se les oculta. Tal vez Dios lo es. ¿Por qué no? La infinita bondad…

Habladurías idiotas con Templado (no que sea tonto, pero a quien no le importa ni le interesa la inteligencia). Hablar por hablar, porque sí, por perder el tiempo. ¿Qué otra cosa podemos hacer a estas alturas? Pero debo hacer algo para salir de este pozo. Lo mismo da decir una cosa que su contraria. Hablar por callar lo que nos roe.

Tres comunistas en aquella esquina. Si me acerco, callarán. No importa, voy a probar.

Intento reproducir la conversación en lo esencial:

Rincón: —O se entrega uno totalmente o no sirve de nada. (Está claro que se trata de un ataque directo contra mí, con la agravante de que tiene razón, aunque creo que nadie es capaz de entregarse totalmente. ¡Claro está, Ferrís, claro está! Por eso te desprecian, porque piensas así. Porque eres así. Ya sé que muchas veces te has aguantado las ganas de decirles: ¡Aquí estoy! ¡Aprovéchenme!— Y no eras el primero en decírselo, joven —y aun creo que se lo dijiste, sí, en Madrid. ¿No quieres recordarlo? Aprende, hay que hacer las cosas, no esperar a que te las pidan. La fe sin obras no es nada. Hermosa frase. No mía. No adivinaría ninguno de éstos de quién es. ¿Lo escribo o dejo que se rompan la cabeza? Como no le ha de importar a nadie, lo pongo: de san Agustín).

Recuerdo perfectamente la discusión con Rafael, en Valencia, él estaba bastante más borracho que yo.

—Yo conozco mi pueblo, mi tierra, mi gente. Hago lo que puedo por ellos. (Le brillaban los ojos. Luego siguió, más bajo). Hago lo que puedo. ¡Yo trabajo! Cuando haya muerto me levantarán un monumento…

Le pregunté, insidiosamente, si esa idea del monumento era primordial. Se dejó llevar por el alcohol y me contestó que sí.

—¿Te das cuenta? —triunfé entonces—. Luchas por tu monumento. ¿Crees que es la meta de un comunista?

Se aferró.

—¡Desde luego!

Pero después, a lo largo de las palabras, rectificó, mortificado. No me lo perdonó.

Igual que éstos tampoco me perdonan mi falta de «militancia». Me reprochan no entregarme del todo. ¿Qué es entregarse? ¿Tengo que falsearme? ¿Tengo que hacer lo que no parece justo en vista del fin? No se trata de beneficios inmediatos (¿Dónde? ¿Cuáles?). Evidentemente, me habría ido mejor si hubiera demostrado mi inexistente ortodoxia. Posiblemente no estaría aquí. Me hubiesen «sacado». Ahora los fascistas nos van a matar y el problema quedará sin resolver. Sin embargo, voy a planteármelo lo más claramente posible:

¿Vale la pena sacrificar su propia manera de ser por una ortodoxia aunque se sepa que ésta no es sino aproximación de lo que se considera justo? Hundirse sin protestar en un trabajo general hacia una meta insegura (pero meta al fin, sin que haya otra a la vista) y dejar hundirse —correr— y perderse como agua bronca en torrentera ¿lo individual? Considerarse como peón… Si no fuese más que eso. Aceptar que te pisoteen y te señalen el camino único. Felices los del siglo XVIII, cuando todo eran palabras (lo más probable es que esto no sea cierto; también aquéllos)… Ahí está el mal —para mí— y el bien —para todos—. No me engañe mi frivolidad. No hay otra solución: o se lleva a cabo lo de los más, y toda discrepancia es traición, o, a fuerza de dividirse, y presentar tus razones —por buenas que sean—, das la victoria a los hijos de puta; y no puede ser razón el que el comunismo triunfe por ser el más fuerte si tú mismo no te sumas. Si no te sumas, ¿por qué se han de sumar los demás?

Sumar, sumiéndose.

Tardía confesión. Mañana, al hoyo.

No he visto nunca a nadie tan preocupado por su mujer como Farnals y eso que la tenía en tan poco. Los sentimientos no tienen nada que ver con la razón. Verdad más vieja que la misma verdad y que, sin embargo, siempre se nos olvida: siempre se me olvida.

Nos reunimos para decidir qué podemos hacer. Como es natural, no llegamos a ningún acuerdo. A lo sumo, que cada uno discurra la manera de salvarse si nos interrogan. Nadie lo cree. Esto último no es cierto.

Ya es de noche. Se ven algunas luces de la ciudad. Son las primeras que vemos desde hace meses. Para los que viven libres ha terminado —por ahora— el miedo a los bombardeos. Una luz es una cosa muy bonita. (Cosa, horrenda palabra sin contornos. Poesía, lo contrario de «cosa»). Nos agolpamos para ver las luces. Es una tortura gratuita que no se les había ocurrido a los fascistas. Cada uno las ve y luego se arrincona.

¡Cerdos! Luces. ¿Para qué hablar de lo que despiertan? Meses sin verlas. Andarán por las calles sin tropezar, sin preocuparse de las aceras. Y allá, en el campo… Vamos a morir y las luces seguirán brillando. Al hoyo, sin luces, para siempre. ¡Qué le vamos a hacer! Si, por lo menos, fuera uno comunista…

Así, visto desde fuera, en la orilla de la muerte ¡qué extraño es uno! Un hombre que ya no sirve para nada. Porque, sin ilusiones, vivo, quizá serviría todavía para algo; pero muerto… Somos demasiados para ser ejemplo. Un millón de muertos cuenta menos que una docena: Juana de Arco, Sacco y Vanzetti o aquellos del 1.° de mayo —que son los del 2—, cuyas posturas escogían Mantecón y compañía. Lo que queda de esos muertos son los del cuadro de Goya, que los inventó. Aunque existieran otros.

El catolicismo, he aquí el enemigo. No por el clero ni el lujo ni el arte: por tener al hombre en tan poco. Ningún pueblo como el español bebió esa ponzoña; quedó menguado, paralítico del lado izquierdo.

He dormido como un tronco. Me desperté por el hambre. Por lo visto, nos regalan un día más. Hace una mañana espléndida. Nos llaman y nos hacen formar.

—A paseo —dice Llopis.

Seguramente nos equivocamos de puerta al nacer. Es difícil, lo reconozco, pero así fue: nos equivocamos de puerta al nacer, éste no es el Mundo, es otro, en reparación, varado en la orilla del mar. Una enorme ballena negra, ¡oh Melville!

No pienso en Clemencia. Únicamente al poner mis sentimientos en orden. Me importa un pepino. ¡Qué gusto escribir «me importa un pepino»! Además, no es cierto; pero, en estos momentos, me gusta pensarlo. ¡Pobre Clemencia! —¡A quién se le ocurre llamarse así, en estos momentos!—. La verdad es que de guapa no tenía gran cosa. Ojo: hablo de Clemencia en tiempo pasado, como si hubiese muerto, cuando el muerto voy a ser yo. ¿Qué hará sin mí? Con sus versos, su gordura, sus gafas… Menos mal que tiene la familia carca. Se hará vieja en seguida y escribirá poemas en memoria mía. Pero como serán bastante obscenos, no se atreverá a dedicármelos ni a publicarlos. Hasta esa salvación me es negada.

Gran idea idiota: ingresar en el partido comunista antes de morir. ¿Qué cara pondrían Giménez, Areilza y Luna? ¿Por qué no?:

—Compañeros, pido mi ingreso en el partido.

Luego los tiros. No: dirían que no pueden resolver; que tienen que consultarlo con el Comité regional, que lo apruebe el etcétera, etcétera. Los católicos tienen la manga más ancha.

La verdad es que merezco que me peguen los cuatro tiros de marras. No te preocupes, guapo, que todo se andará.

—El mundo no tiene sentido, ni derecho ni revés. Pero yo sí lo tengo —o creo que lo tengo; lo mismo da. Y ahí radica la tragedia.

—Si es así, no la veo: haces lo que quieres, descansando en un medio neutro. Trágico, lo contrario: que no tuvieras voluntad en un mundo que supiera adónde va. Ésa sería la verdadera esclavitud. O que el mundo y tú os enfrentarais con decisiones antagónicas…

—Bueno, pero si yo no creo que existe el bien y el mal…

—Si estás convencido, no hay problema.

No escribiré nunca esta novela, ni otra.

La verdadera poesía es tragedia. Estos días de Alicante, este puerto, esta multitud, este laberinto es la mayor tragedia que seguramente podré vivir en mi vida. La poesía. Para mí, ésta es la poesía: este cúmulo de destinos sin salida, abocados al suicidio. No es nuevo en la historia, al contrario: se ha repetido, de una manera u otra, en todos los paralelos, bajo cualquier meridiano, en condiciones evidentemente distintas.

Ahora bien, la repetición de situaciones de este tipo es la que da cohesión al mundo en lo que tiene de más terrible y auténtico: la poesía. La poesía a secas, que las otras necesitan adjetivo: lírica, dramática, pastoril, etcétera.

Los reyes, los dictadores, los generales no son sino tristes elementos de este «concepto trágico de la vida», dan vida a la muerte. Vida literaria, única que para mí cuenta. (¿Sólo para mí? El arte es lo único que puede con todo).

Todos estos que se dan importancia porque han tomado parte en una guerra, como si se diferenciaran de los demás… Infelices isabelinos, infelices güelfos, infelices cualquier cosa. Mejor dicho: infelices carlistas, por vencidos —nos separa un siglo de 1836 a hoy— para volver a ser derrotados. (He escrito «nos» cuando hubiera debido escribir «les») y les —nos— espera un siglo de humillaciones, aunque, en parte, sus —nuestras— ideas —¿cuáles?— pasen a ser, como siempre, a la larga, la de los vencedores.

¿Cómo pudimos creer un solo momento que podíamos ganar? España ha sido siempre un país reaccionario, retardatario, tradicionalista, católico romano a machamartillo, cerrado, duro de mollera, fanático, pobre; con sus ventajas humanas: acogedor, decente, humano, virtudes personales que nada tienen que ver con la política aunque no estén reñidas con ella; ni con la derecha ni con la izquierda. Auténticamente: hice el idiota, desde el principio. Podría ser el Montes o el Giménez Caballero de estos señores. Ambos tuvieron vista, más o menos de izquierda hace años, pero sinvergüenzas. ¡Haberlo sido! Me perdió la decencia. Lo siento.

¿Por qué no creer en el progreso o en la vuelta eterna? Lo que existe —y no existe— es la suerte. El hombre inventa, progresa al azar, si a esto se puede llamar progreso… Puede dar la sensación de regreso, de vuelta, como quería Heráclito, pero también por casualidad; se pasa cerca. Vaga la vida por el universo, sin más ley que el existir; pero su dirección carece de fin y de moral; por eso el hombre lucha, desde que tiene uso de razón, por alcanzarlos. Y esa lucha es su moral. Pero ya no lucho. Ya, no.

Huir de todo: escribir una novela muerta. Una piedra. Que no sea más que ella misma, sin relación con nada. El colmo de la pureza, de la deshumanización; que no dependa de nada, sino de mí. Una novela que se suicide a sí misma. Una novela que, existiendo, carezca de sombra. Una historia sin antecedentes, sin fin, en la que no suceda nada. Una novela piedra, como éstas del puerto; una novela cemento, como el que une las piedras, una novela cubo, como éste para los excrementos, pero sin ellos (sería demasiado fácil). Una novela que no signifique nada. Una novela vacía. Una novela que sea a la narración lo que Kandinsky es a la pintura de historia. Una novela fría.

Todo es dar con la primera frase, luego saldrá sola. Si me dejaran solo, aquí, el tiempo necesario (¿cuánto?), podría dar con ella. Al fin y al cabo, la cárcel, el encierro es el lugar ideal para un novelista. Siempre que tenga papel y pluma. ¿Cuándo he tenido más tiempo? Puedo pensar en ella todo el día, toda la noche.

Pero están los demás, que no le dejan a uno en paz. Tal vez Robinson Crusoe es una gran novela porque su autor estaba solo, o, por lo menos, se lo figuraba.

Irme con éstos, ¿para qué? ¿Adónde? Yo soy un escritor español, ¿qué se me ha perdido en París, en Túnez o en Santiago de Chile? Mi lugar, aquí. Fuera se podrá —¡quizá!— hacer política. Novelas, poemas, ¿dónde publicarlos? ¿Quién sabría quién soy? Aquí: sin vuelta de hoja, para poder volverlas; con quien sea y cuanto antes mejor. Y no pensar mal de mí; no es traicionar atarse sonriente al carro de la lengua vencedora. De pedir perdón y amparo, lo mejor ahora «que es de noche», sin que nadie —o casi nadie— se dé cuenta.

Siento que me descompongo. Hasta hace unos días cuando tomé la determinación repentina de desentenderme de los demás, era otro. Ahora me falta totalmente una base, estoy hecho pedazos, pero no como se dice vulgarmente; no: sencillamente me siento diferente, partido, cortado, como decía: hecho pedazos, de un lado una pierna, de otro una mano, etcétera. O, a otras horas, una mezcla sin congruencia alguna, polvo. Curiosa sensación de sentirse no ser, o de ser varios a la vez. No soy «el otro», no soy doble sino que me siento a trozos; no traidor a mí —¡fuera palabrotas!—, no, al contrario: lo hice porque sentí que era normal que obrara así, que debía hacerlo; nunca fui sincero. Sin rencor hacia Dionisio.

No quiero saber por qué escribo sino por qué escribe el hombre. ¿Por qué escribe el hombre y no la tortuga? ¿Por qué pinta el hombre y no las jirafas? Por el espíritu. Bien. Negar el alma no tiene pues sentido. ¿Dependen las expresiones del alma de las condiciones en que se desarrollan: económicas y sociales, como gustan de decir mis casi amigos y compañeros, los materialistas? Pero el alma en sí, ¿de qué depende?, ¿qué es?, ¿de qué nació? ¿Por qué escribo?, ¿por qué pintó Goya? —porque pintó como pintó es otro problema que casi puede resolverse según «las condiciones», etcétera.

Escribe uno para poder vivir. Si no escribiera no viviría. Escribo siempre. Escribí siempre —en las condiciones más difíciles, aun cuando me era imposible, como ahora. Escribo. Aun cuando no escribo, escribo. Escribo para acordarme de lo que escribo, necesito escribir para poder vivir.

Escribir cualquier cosa, de cualquier manera, no importa el papel ni la hora. Cuando no escribo no vivo. Nada me llena tanto de alegría. Muerto, escribiré: Doy —empeño— mi palabra y claro que no «memorias de ultratumba».

Escribir es descubrirse, en todos sentidos —desvestirse— ir quedándose desnudo, quedándose ante un desnudo insospechado. Uno no sabía que era así. ¡Qué sorpresa! Y el mundo está hecho —necesariamente— de sorpresas.

De ahí la verdad —en otro sentido (¿en otro sentido?)— de Calderón o de Unamuno de que «la vida es sueño» o despertar. Despertar constante, jamás acabado. Cuando despiertas ya estás despertando otra vez. Todo lo pasado es sueño y el futuro depende de tu despertar: de lo escrito.

¿Qué es esto de estar «al día»? De todos modos hemos de pasar «a ser reserva», antes o después. Tristes de los que no se enteran que lo de hoy es ya de ayer. Desgraciados los que quieren inventar lo de hoy, siendo de ayer.

—¿Y hoy, qué tal?

Nadie sabe nada. Vivo en el vacío. ¿Dónde están los demás? Parece como si el mundo se hubiese ido a otra parte. No hay más. Mañana o pasado enterrados, ¿qué se nos había perdido en el mundo?

Ser como se era. Haber sido como se soñó ser. Marcharse, huir… Como lo sueñan tantos… Da risa. La vida puede más. La vida es más joven. Hubo un tiempo en que la literatura podía más que la vida. Gracias a las guerras se acabó. Ésta es la diferencia de las épocas. Cuando no sucede nada, los hombres inventan países increíbles adonde escapar. La guerra limita la imaginación. ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres todavía de la vida? ¿Qué esperas? ¿Para qué vives? Los melancólicos —hay que llamarlos de alguna manera— se preguntan por qué viven. Pobres tontos, como si se pudiera saber… El para qué es otra cosa. Depende de ti. Tú te preguntas: ¿por qué vivo? ¿Cómo esperas resolverlo? Es inútil, te darás siempre de cabeza con lo inasible. Lo que importa es el para qué.

—¿Para qué vives?, ya que quieres que te lo pregunte.

—Vivo para vivir lo más decentemente que pueda.

—Lo mejor.

—Sí, lo mejor que pueda.

—¿Qué es lo mejor, para ti?

—Ya te lo he dicho. Ser como se es, ser como soy, ser como era, ser. Punto y basta.

(Página inútil, como todas. Empiezan y acaban diciendo lo mismo. Incapacidad de crear personajes. Doy vuelta sin convertir en fuego mis movimientos. Púdrese en mí el maná y se convierte en polvo.

—Esta frase última está bien pero tengo la seguridad de que no es mía, de que leí algo semejante. ¿Dónde? Ni memoria tengo, pero no hay olvido. Siempre queda algo. ¿O crear no es sino recrear? Todo es recreo, solaz, diversión —para los mediocres).

Datos y relatos posibles

Don Manuel fue muerto de cualquier manera, a los tres días de la entrada de las tropas franquistas en Madrid, porque habiendo sido detenido por los rojos, fue absuelto.

Era bajo y se despreciaba. Sólo hablaba para perjudicar. Era lo único que le parecía decente. En la fila, esperando el suministro, le parecía inadmisible que le dieran igual que a todos; un insulto. ¿Qué hacer con un tipo así?

Gonzalo Muñoz —bueno a carta cabal— pero con una duda: cree siempre andar sobre un puente inseguro. Decente que, a última hora, traiciona, sin que le valga.

No escribiré nunca estas historias. Porque no sabría cómo hacerlo. Surgen las ideas, pero luego, fallo si trato de darles forma. Tal vez soy demasiado joven. No se puede trasladar nunca el original exactamente. Dar vida, con las palabras, a las cosas. Con el hálito. Para pulir tiene que existir la piedra.

Echar veneno, ¿cómo? Hiciéronme hombre (es un decir), no víbora. Herir, ¿con qué? Alabar es fácil y asqueroso, cualquiera puede hacerlo, ¿qué queda?

Estoy aquí por la justicia divina. Mejor dicho por su falta. ¿Qué le costaría a Dios, si existiese, impartir justicia? Nada, y el mundo sería distinto. Pero no, lo dejó todo a las aproximaciones y tenemos que hacer o sufrir su «justicia», graciosamente, en manos de nuestros enemigos.

¿Qué fe me sostiene? Me preña el aire.

Un joven perverso. Nació malo. No le gusta lo que hace, pero lo hace: cruel, capaz de maldad porque es lo único que le sale de adentro. Busca su satisfacción y no la halla. Entonces, pega. Fuerte, hermoso.

Al final, se sacrifica por otro, sin razón alguna.

Da frío pensar que pueda haber vida en otros planetas. ¿Será posible que en Venus o en Marte exista tanta basura, tanto mal, tantos bajos instintos como los que veo aquí? No. No pudo ser más que casualidad, horrendo azar.

—¡Aguántate! ¡Qué bien está eso para los ricos! No te rías, tú, comunista de mil demonios que, con poca diferencia, ciernes idéntica harina. ¿Qué más da que el aguantar sea para pasado mañana que para el mes que viene? Tú me pides que aguante y me sacrifique para que dentro de equis tiempo los nietos de mis nietos vivan en una sociedad mejor.

—Tú me pides —oh, católico— más o menos lo mismo. Los dos prometéis justicia al por mayor para cuando esté muerto.

No estoy de acuerdo. Quiero justicia ahora mismo. Y si no ¿por qué me habéis metido esa idea en la cabeza? ¿De quién depende la justicia? ¿De Lenin o de Dios Nuestro Señor? A mí lo mismo me da. Lo que quiero es que me la den. ¿O es que no la hay y mentís los dos? Ya ni siquiera me acuerdo de que lo que quería era libertad. Lo mismo me das tú que tú. Pesáis igual.

Tanto monta. A ti lo mismo te da que yo viva como quiera: cuenta mañana. El mañana, ese mañana infinito que para mí nunca llega. Ese mañana futuro, ese otro mundo, ese cuando sea, donde nuestro Padre —el tuyo— nos juzgará. Entonces, según tú, nadie escapará a la justicia más estricta. Será aplicada. Entonces, aquí, ¿qué más da? Que venza el que sea, el más rico, el más fuerte, total: ¿qué? Lo que importa es lo que nos espera. Y eso ni lo sabes tú ni lo sé yo ni lo sabe aquél. Y mentís los dos como si fuerais uno solo.

Por de pronto, nos llevan quién sabe adónde. Tanto pensar en amanecer muerto…

Templado deja a Cuartero dormido, al calorcillo del sol. Va, las manos en los bolsillos, a dar vueltas entre los almendros. A lo lejos, la carretera, muy transitada en ambos sentidos. Se aleja, se acerca a los centinelas que le hacen retroceder. Mastica un renuevo de los árboles, lo escupe. Se para, oye. Sigue adelante, fija su atención, no interviene. No conoce a nadie, o son demasiados para ponerse a buscar. Se entera, supone, juzga sin averiguar de verdad acerca de lo que hablan. Nada tiene que ver con él.

A veces se detiene —si tiene algún interés lo dicho—, otras le basta el paso. «Como si tuviera que hacer un informe» —piensa, con lo que da fin a su andar y regresa al árbol de Cuartero, que hojea el cuaderno de Ferrís.

—¿Qué te parece?

—¡Bah! Sin mayor interés.

—Debe de haber muchos así.

—Gracias a Dios, no.

—Digo, sin mayor interés.

—Sí. ¿Te figuras lo que sería un mundo plagado de genios?

—¿Adónde vas?

—Por ahí, a oír.

—¿En vez de esperar barcos franceses o ingleses o lo que sean, no hubiese sido mejor que fueran los nuestros, los que estaban en Cartagena, los que nos hubieran recogido?

Los que le rodean callan hasta que otro dice:

—Pensar que con tres barcos de diez mil toneladas, el mundo —así, en general— hubiera quedado como Dios.

—El mundo es mucho decir: Negrín, Prieto, Besteiro, Azaña, Martínez Barrio…

—No habrán podido.

—Tampoco se habrán preocupado mucho.

—Es posible que sí. Lo que sucede es que, desde aquí…

—Llevas la conversación por otro mundo. Yo quería decir: el mundo, Franco incluido. Y ya ves: los italianos se portaron decentemente. ¿Qué le hubiese costado a Franco haberle dicho a Inglaterra, a Francia, a México: de acuerdo, manden tres barcos para que se vayan todos los que les dé la gana? Sin contar que así habían quedado. No. Aquí, a jodemos, a vengarse de sí mismo, de su propia traición para que, cuanto antes, queden menos testigos. Siempre fuimos así. El perdón lo es todo, hasta musulmán, pero no peninsular.

—Tampoco judío —dijo el ídem.

—De eso podría discutir. Y diente por diente. Pero es civilizado, industrial, comercial, sabio. Todo lo que tenemos en menos. Aquí la palabra intelectual siempre ha sido un insulto.

—Hemos hecho la guerra y aquí estamos. Los privilegiados y algunos más han escapado. Los que no hemos tenido suerte estamos aquí.

—Y bajo tierra.

—Eso no se discute.

—He volado no sé cuántas horas, como bombardero. Me han derribado dos veces, las dos mi paracaídas funcionó perfectamente. He visto —es un decir— desaparecer a muchos de mis compañeros. No volvieron. Ahora estoy aquí.

—¿Cómo no pudiste escapar?

—Primero, no todos los aviadores pudieron hacerlo, no había aparatos suficientes. Luego, algunos prefirieron esperar la llegada de compañeros, confiados en aquello de que fulano fue de la misma promoción. He tenido más suerte de lo que parece: estuve en el Norte y pude salir.

—¿Cómo?

—A través de Francia.

—¿En un avión?

—No, embarcado.

—¿Por qué no te quedaste allí?

—¡Eso hubiera faltado! ¿Qué haces aquí? Defender la palabra empeñada…

—Yo no empeñé nada.

—¡Ah! Pero… ¿no eres militar?

—No.

—Es otra cosa.

—¿Por qué?

—No lo sé. Pero es otra cosa.

Templado le ve alejarse. El que se queda se alza de hombros.

—¿Qué creísteis? ¿Qué podría seguirse un camino decente? ¿Cuándo?, ¿dónde? La libertad perece siempre a manos del primer viento, flor tan delicada que pasa a cualquier soplo. Habría que buscar un nuevo mundo de delicados varones que parecieran mujeres para que, gracia y alifafes, se conservara en algodones. La libertad sólo es de adentro; si sale afuera la violan miles con sólo mirarla. Por eso firmé siempre en su defensa y nunca hice nada por ella.

—¿Y ahora?

—Rumio. ¿Quién podría servirme entre los escritores de Burgos? Algunos me aprecian, razón de más para que no hagan nada en mi favor, cagándose —con el perdón— en sus pantalones con sólo pensar que pueda acudir a ellos. Quedan los que no me quieren bien; pero temo mucho que la filantropía quede lejos de las Huelgas. Paciencia y barajar, que viene a ser lo mismo, esperando que los que no se han metido en nada tengan algo que decir.

—¿Y eso cuándo será?

—Tarde y con daño. ¿Por qué firmaría yo tanto absurdo manifiesto inútil? ¿De qué sirvió? Llegar aquí. Que si hubiésemos ganado, las gracias y gracias. ¿Quién tendrá una botella, aunque sea de valdepeñas?

—Ahora le servirán rioja.

Cuartero se acuerda de la cena en el Ideal Room. ¿Hace cuántos días?, ¿tres, cuatro? Parece un siglo. El tiempo no tiene medida.

—No sé por qué os hiere tanto aquello de: «Lejos de mí la funesta manía de pensar». O el: «¡Muera la inteligencia!». Al fin y al cabo sólo demuestra que Dios hablaba español. ¿O no fue él quien dijo, al principio de los principios: «No comerás del árbol del Bien y del Mal?». ¿No es todo uno y lo mismo?

Cuartero mira a Templado. Cree que habla por él, por él, Templado y no por él, Cuartero. No es irreverencia, es furia. Se equivoca.

—¿Por qué te enfureces tanto contra Casado y los anarquistas porque, como dices, traicionaron al Gobierno…?

—Si te parece poco.

—No me parece poco sino natural, que no es lo mismo. Ellos tuvieron miedo de que los comunistas y Negrín organizaran la huida en su propio provecho y decidieron hacer lo mismo en su beneficio, cegados por el miedo.

—Les salió mal.

—No te lo discuto, pero no es lo que hablamos. Sencillamente, Negrín tenía medios de los que ellos carecían para salvar más gente. Ellos lo quitaron de en medio; no sé si a Negrín le pareció bien; desde luego a los comunistas —en parte—, sí. Ellos buscan otra cosa, juegan sobre un tablero más amplio, cuentan con más años por delante. Que sea verdad o no, no importa; lo que vale es que lo creen y es posible que sea verdad. La guerra estaba perdida, que muriera medio millón más o menos no tenía importancia más que para las familias de los difuntos, sobre todo aquí, en España, donde los lutos son largos y la familia cuenta tanto.

—¡Qué bruto eres!

—A mucha honra.

—¿Quieres una definición de lo que somos y de lo que son los otros? Nosotros somos honrados y los que nos custodian, lo contrario.

—Dejando aparte la exageración, que nunca es buena: defíneme lo que es la honradez —pregunta el otro.

Templado le conoce: Jaime García López huyó de España, en 1917, por razones políticas, bien demostradas, pistola en mano. En Cuba se enriqueció fácilmente con tráficos ilícitos; se hizo señorón vendiendo mala ropa a los hospitales y medicamentos falsificados. Se casó, se cansó, de la mujer y de los hijos. Volvió en 1936, peleó como el mejor.

—No creas que es tan fácil. Debe de ser cosa de cada quien. Para los que han vivido siempre en un ambiente honrado, honrado entre comillas, es natural; ser como sus padres que siempre lo fueron, incapaces de aprovecharse de un descuido, de un olvido. Para ellos honrado es el que no engaña, según la moral católica; y deshonrado el que deja de ser honrado. Por lo menos es lo que se entiende por honradez aquí, en general, en Europa. Ahora bien, figúrate un país donde el que es honrado no lo es por eso sino por el dinero, que sigue gozando del prestigio general y aun lo acrecienta cuanto más dinero tiene, por mal habido que haya sido. ¿Qué sucede? Que el honrado —a nuestra manera— queda a la altura del imbécil.

—¿Y el desprecio que debe sentir por él mismo?

—Es otro problema. Exclusivo para el que llega de aquí. Desaparece relativamente pronto. Hay una manera de ser honrado aquí y otra allá.

—Si tú lo dices…

—No lo digo, lo demuestro: aquí me tienes a mí. Si no fuese una persona decente, a estas horas… Bueno, a estas horas, apalearía millones.

—Lo que quiere decir, pura y sencillamente, que los ricos son de otro país.

—De otra clase.

—No. Nada de lucha de clases y de otras zarandajas del mismo tipo. No: otro país. Los ricos viven en uno, los pobres en otro; que sea geográficamente el mismo no tiene nada que ver. A lo sumo, una casualidad. Hay más distancia geográfica entre un millonario de El Vedado y un negro de Guanabacoa que entre éste y otro de la India. ¿Luchar? ¡Vamos! ¿Con qué va a luchar el pobre contra el rico? Puede haber revoluciones cuando los ricos se arruinan y los pobres se enriquecen. Lo demás no pasa de algaradas, sublevaciones. Ya ves lo nuestro. No podíamos ganar.

—Entonces ¿por qué viniste?

—Por eso.

Cogió una vara de almendro, la rompió, la mordisqueó.

—Tal vez no lo sabía hasta ahora que te lo digo.

—No, hombre, no. ¡Es como si me dijeras que aquel coche que no me atropelló hace veinte años tiene la culpa de que yo no fuera al cielo! ¿Por qué me voy a condenar yo y no aquel que se muere a los cinco años de una fiebre desconocida? Si lo que se juega es tan importante, ¿cómo puede la casualidad tener tanta importancia? O, si quieres tener razón, todos los supersticiosos la tienen. Y, desde ahora, no aceptaré un salero de manos de nadie.

—El salero lo tienes tú.

—¡A ver si acabas, tú!

—Dos cosas requieren calma y tiempo: el comer y el cagar.

—A mí me tocó mandar los primeros pelotones de ejecución, en el Campo de la Bota, en Barcelona. No vayas a creer que me gustó. ¡Qué va! Pero ¿qué remedio? Alguien lo tenía que hacer y no iba a echarme para atrás. Es muy fácil decir, sentados detrás de una mesa: éstos me los fusilan y éstos no. Basta con un gesto, con una firma. Porque había que hacer las cosas como se debía: ahí estaban los tribunales pero, con el ejército disuelto, ¿quién ejecutaba las sentencias? ¿Las patrullas de control? No parecía lógico; iban, venían, traían a los presos. Era una obligación, más no. ¿Las Milicias? Claro: el ejército del pueblo. Pero se acababan de formar. De todos modos el Comité ordenó: que las Milicias cumplan las sentencias. De nada hubiera servido protestar.

Me tocó la china. En mi vida he echado más maldiciones. Creo que nadie puede echarme en cara nada en cuanto a lo que hay que tener… Pero, hijo… ¡Con decirte que duré tres días…! Ni yo sabía mandar, ni el pelotón obedecer. Disciplina nones que no la hubiera: no queríamos que la hubiese.

Los milicianos no sabían de qué iban: quién cargaba con la orden de apuntar, quién disparaba antes de la voz de fuego, otros después. Un maremágnum de órdago y la gente viendo aquello. Para qué te cuento. Había que rematarlos a todos. Yo ya no vivía. Palabra. Y mira que las he visto gordas.

Al salir el sol, empezaba la función. No cabía más gente. Se peleaban por colocarse mejor, apretujados, insultándose, callados cuando daba las voces de mando. Miles eran, ¿qué miles?, más. No te digo el día de Goded… Los traían en reatas de cinco o seis. Lo dejé estar a los tres días. Era mucho mandar y sobre todo, delante de todos. Yo no había nacido para eso.

Aprendieron pronto y me sustituyó en seguida Camarlench. Pero ¡qué días! No se los deseo ni al hijo de tal por cual de López, que es… lo que todos sabemos. Había que resolver los problemas sobre la marcha. Me acuerdo de un coronel que pidió dar él mismo las voces de mando. Nosotros, siempre respetuosos con las últimas voluntades, no teníamos inconveniente. Estaba el tío blanco como la cera: ¡A la voz del coronel Z… de la Z…! Pero no le salió un sonido más: se quedó mudo. Se le rompió la voz, no podía, chico, no podía. Debió de pesarle más que nada, no se me olvida su cara, se odiaba como nunca he visto odiar a nadie. Mandé yo, qué remedio, ¿no? Pero sin darme tono: con naturalidad. Alguien tenía que hacerlo, y todo era legal: se fusilaba a la vista de todos y con los papeles en regla. Con toda razón: sublevados, cuerpo en tierra.

Se rio; no los que le escuchaban. Siguió:

—El último día que me tocó a mí, entre los que íbamos a fusilar estaba un herido en la cabeza: la traía vendada. Andaba perfectamente, se puso frente al pelotón por su propio pie y no quiso que le vendáramos los ojos: Me basta con ésa —dijo, señalando lo que le cubría la frente. Cinco eran en aquella hornada. Di las voces de reglamento: ¡Preparen! ¡Apunten! ¡Fuego! Cayeron todos —ya habíamos adelantado mucho— menos el herido. Estaba de pie, con las piernas entreabiertas, mirando como tonto, ni tocado siquiera. Ninguno de los milicianos le había apuntado, dejando a otro el cuidado de rematar a un herido. A mí aquello me pareció bien.

—¿Y?

—Recargaron y le dieron todos de lleno.

—Será cuestión de ponerse una venda, unos segundos más no le vienen mal a nadie.

—La grandeza española se debe a la unión de tres culturas: la cristiana, la árabe, la judía, y su decadencia al clero, sea de la procedencia que sea: española, conversa, alemana o francesa. Quien impone la expulsión de moros y judíos es la Iglesia (manejando el pueblo y el gobierno a su antojo); el odio al poder adquisitivo de los judíos es de idéntica procedencia. Ese anticlericalismo que, como veis, no es cosa del otro mundo.

—De acuerdo. Pero ¿qué solución propones?

—La única posible: no dejar uno. Si lo hubiésemos hecho, otro gallo nos cantara. Y no digamos con los militares.

—Tomo nota para la próxima.

—Era muy fácil, a esas alturas, cuando todo se venía encima, decir: —Fusílalo. ¿Por qué? ¿Porque se iba a su casa? ¿Porque abandonaba el frente? ¿Por cobarde? ¿Por hacer lo que hacían los demás? ¡Vamos!

Sencillamente, porque sí. Porque vosotros los del Consejo, los del famoso Consejo de Defensa os habíais alzado contra el Gobierno, contra los mandos. Y ahora que se iban: Fusílalos. ¡Qué fácil! ¡Abandonan los frentes!: Fusílalos. No, compañero, no. Como todos, las he pasado putas; pero como esas horas, ninguna. Sin contar que los mejores de los vuestros hacían lo mismo.

(¿Qué era? ¿Comunista? ¿Libertario? ¿Republicano? Julián Templado no le conocía ni quiso preguntar. Siguió adelante, cada vez más amarga la boca).

—Al menor disturbio o intento de evasión, barreremos el campo con las ametralladoras y entraremos a saco con bombas de mano, caiga quien caiga; a escoger —les dijeron, con bocinas, la noche anterior.

Intentaron escapar bastantes. Mataron a treinta y dos. Nadie sabe cuántos consiguieron largarse, pero debieron ser bastantes.

—Calderón discute —¿cómo no?— con Arroyo (ni alto ni bajo, pelirrojo, lo que le distingue desde que se le entrevé).

—¿No te quitas las estrellas?

—No me las quito.

—Allá tú; yo, sí.

—¿No te da vergüenza?

—No. Lo que me importa es salvar el pellejo.

—¿Por eso entregaste el puerto de Alicante?

—Mientras haya que obedecer, obedezco.

—¿Y ahora quién te manda quitarte las insignias?

—La prudencia.

—¡Qué prudencia ni qué narices! Además, a mí, me reconocen en cuanto me ven.

—Pero si no te conocen no te reconocen.

Arroyo tiene ganas de decir:

—¿Quién no me conoce? Calla porque se cree humilde y que los hechos le darán la razón. (Se la otorgaron pero muy a la fuerza y tarde, por un chivato, y no le pasó gran cosa: sólo treinta años. A Calderón, el quedarse de apariencia rasa no le sirvió: le buscaron, dieron con él. El que se escapara es otra historia).

—Yo no hice lo que debía haber hecho. Yo no hice lo que debí hacer. ¿Sabes? Yo debí… Pero me tienes que prometer decírselo a Pepe Díaz, a Dolores, a Mije, a Uribe, a Hernández… ¡Prométemelo! Yo no hice lo que debía y no había más que poner manos a la obra. Hacerlo. No descuidarse. Pero tienes que prometerme decírselo al partido. No lo hice.

—¿Qué?

—Eso no te lo puedo decir.

Valladares mira al joven que le habla; apenas le conoce. Sabe que es comunista, ve que puede tener veinte o veintidós años, escurrido, chato, moreno, de barba partida, frente estrecha; chaquetón de pana y pantalón de cazador.

—¿Cómo te llamas?

—Es mi secreto. Pero prométeme que suceda lo que suceda, se lo dirás al partido. ¡He pecado! Lo reconozco. ¡Por favor, compañero, aboga por mí ante el Comité Central! Me acuso y pido perdón.

—Te acusas, ¿de qué?

—¡Chist!

—Pides perdón, ¿de qué?

—Si te lo dijera ya no tendría objeto que intercedieras en mi favor…

La paciencia no es virtud de Valladares:

—Ve a otro con el cuento.

El joven se queda sin saber qué hacer, reconoce a Vicente y a Asunción, les ruega lo mismo. A todo le dicen que sí, con tal de escapar. Ven al doctor Rivera, del manicomio de Valencia, calvo, rubio, sonriente como siempre. Se lo señalan.

—El compañero es del Comité Central. Cuéntaselo todo.

Rivera, que es de Izquierda Republicana, mira a los dos jóvenes irse corriendo.

—¿De qué Comité? —pregunta el orate.

—Me mandaron a Castellón y me quedé en casa los días suficientes para que entraran los fachas. No me lo perdonarán nunca.

—¿Quiénes?

—Los del Comité Central.

—Será difícil —contesta el alienista—, pero no imposible.

—¿Qué debo hacer?

—Por de pronto, callar. Haré las gestiones pertinentes.

—Muchas gracias, compañero. Pero que sepan que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que me perdonen. A que lo confiese de rodillas, públicamente. ¿Quieres que lo haga?

—Después de la reunión. Mientras, ¡ni una palabra a nadie!

—¡No puedo! Si no lo digo, reviento.

—Prueba.

—¡No cumplí como debía! ¡Este compañero es testigo!

—¡Che!, a mí, no me metas.

—¡Si acabas de decirme…!

—¡No me has dicho nada!

—Pero: ¡si es del Comité Central!

(Tardaron doce horas en fusilarlo. No al loco, al doctor Rivera. Así corrían de lentas las noticias. Era el principio. Luego todo fue más rápido).

Rafael Puchol habla con el sefardita porque quiere quitarse alguna que otra idea de la cabeza. El judío lo toma en serio:

—¿Denunciar? —dice—. ¿Cómo puede echar en cara eso aquí, a los comunistas? Podrá acusarles de mil otras cosas, y con razón: de sectarios, falsos, hipócritas, acaparadores; pero ¿de malsines, acusadores de verdad o en falso? ¡Vamos! Vosotros, los españoles, habéis vivido siglos bajo ese signo. Aquí, denunciar padres a hijos, hijos a padres, hermanos a hermanos, estuvo recomendado como maravilla celestial durante cientos de años por la santa iglesia católica. Era una de las maneras más seguras de ganar el cielo. No olvide que esta tierra es de la Inquisición, de las castas, de lo castizo, de lo católico, apostólico y romano, de los autos de fe. Venirnos ahora con que un hijo espíe a su padre y lo denuncie —como Carrillo a Carrillo— tiene por lo menos la atenuante de la publicidad. Antes, se hacía en secreto. Eso también es una de vuestras herencias judías.

Puchol tenía otras cosas en mente y entre las manos.

—Sí, claro.

—No lo dude. Puchol levanta un brazo, para despedirse. En la otra mano el maletín famoso.

Templado: —Claro que no creo en la medicina. Si creyera en ella otro gallo me cantara.

Cuartero: —O no te cantara.

Templado: —Bien, Pablo, de acuerdo. No. Sabemos algo, no mucho más que los curanderos por muchas batas blancas que tengamos. Los mayores descubrimientos se deben a casualidades. La medicina no es una ciencia, como no lo son la sociología o la literatura, sino un arte. Depende de seres humanos, de enfermos y doctores, de su conocimiento mutuo y relación; de la confianza que se tengan, de su «golpe de vista», de su credulidad, de su sabiduría empírica.

Cuartero: —Y de la verdadera.

Templado: —Si quieres. Pero se queda en los laboratorios y no es medicina de verdad. Ahora a todos mis congéneres les ha dado, por ejemplo, por dictaminar que fumar es pernicioso, para todo. Es posible, pero, para mí, si un enfermo me dice, más o menos triunfalmente: «Doctor: he dejado de fumar», pienso: malo, este individuo está enfermo de verdad. ¿Tienes un cigarro?

Cuartero: —¿De dónde quieres que lo saque? Templado: Entonces todos estamos más sanos que Matusalén… Pero, por si acaso no estires demasiado la manta. Hace una humedad que cala hasta…

Se mueven, acomodan, encajan como pueden.

Templado: —¿Qué haces con la mansedumbre?

Aunque parezca mentira, la salida de Templado surte efecto, Cuartero se está quieto.

—Vamos.

—¿Adónde?

—Toma. Tengo otra.

Una bomba de mano. Noche cerrada.

—Allí no hay alambrada, ni nada.

—Dispararán.

—No ven a diez metros.

—El tiempo de apuntar.

—¿Hacia dónde tiramos?

—Cada uno por donde sea. Quiero ir a Barcelona. ¿Y tú?

—No sé. A Murcia.

—¿Eres de allí?

—De Beniaján. Bueno, de al lado, de Alzagares. Si llego, ya pueden buscarme.

—¿Te atreves?

—¡Hombre!

—Vamos.

No había querido hablar con nadie, por si acaso. A última hora, aquél le fue simpático.

—¿Sabes usarla?

—Sí.

Teóricamente. (El otro escapó y llegó a Barcelona).

—A mí me dirán el Bombas pero yo no he hecho nada, nunca hice nada. Me decían el Bombas precisamente porque era incapaz de hacer nada. No el Bombas sino el Pompas. Como las pompas de jabón… Se lo juro, sargento: soy incapaz de matar una mosca. ¿Usted es de Oviedo, no? Mis padres eran de allí. Tal vez los conoció. Yo me fui a Barcelona después, pero nunca me he metido en líos. Yo nunca he hecho nada. Vine a Alicante porque me dijeron que se iban todos y usted ya sabe lo que son estas cosas, uno sigue la corriente, por lo de los amigos. Pero ya pueden buscar, yo no pertenezco a ningún sindicato ni nada. Yo soy un limpiabotas. Y, ¿qué es un limpiabotas? Nada. Y aún menos que nada. Uno limpia los zapatos de los demás, está al servicio de quien quiere como lo estoy al suyo, sargento, para lo que guste mandar. Gabriel Muñoz Martínez. Busquen. Ya verán cómo no encuentran mi nombre para nada. Pero si les puedo ser útil para algo, ya saben que yo… Yo no he hecho nada, pero lo que es ver y conocer a la gente he visto y conocido bastante y si les es útil les puedo decir éste es éste y aquél es aquél y aunque no haya visto las cosas, pues, puedo contar lo que dicen. Usted manda, usted dispone. No creo que les pueda servir de mucho, pero no será mi culpa sino porque uno es muy poca cosa.

El sargento le mira y se muerde las uñas, según su costumbre:

—Eso no es cuestión mía sino del teniente. Quédate ahí al fondo.

2 de abril

Todavía de noche. Luces. Gritos. Órdenes.

—No discutáis, ¡mecachis en la mar!

—Aquí al lado la tiene para lo que le pueda servir.

De un revés el sargento le quita el habla…

—Las mujeres y los niños que queden, bajo ningún pretexto pueden quedarse aquí. ¡Afuera!

—¡Qué bien habla! —murmura Templado.

—Así que se junten todos en la puerta. He dicho que todos, niños y mujeres. Bastante hemos hecho la vista gorda.

—¿Y cuándo dan algo de comer?

—¿Y dónde van a llevar a las mujeres?

—A los cines —dice uno de la escolta.

—¡No dé informes! ¡Toda mujer que se quede aquí irá a parar derecha a la cárcel!

—La tradicional caballerosidad española.

—¿Quién habló?

—Servidor de usted y sentiría que no estuviera de acuerdo.

El alférez se queda tan sorprendido que calla.

—¿Quién es? —reacciona.

—También quisiera hacerle notar, con el debido respeto, que hace treinta y seis horas que estamos sin comer.

—Tomo nota.

El militar se enfrenta con Templado y se dirige a él:

—Le hago responsable de que en esta parte del campo no quede ni una mujer, ni un niño.

Se van.

—¿Qué mosca te ha picado? ¿Desde cuándo te has vuelto humorista?

Se acerca Rodríguez Vega.

—Estuviste fenómeno.

—Menos mal que tropezaste con la única persona decente que anda por aquí.

El aviador despierta. Ve la noche, clara de estrellas. ¿Cómo pudo Pascal aterrarse por «el silencio de los espacios infinitos»? ¿Qué silencio? ¿Cómo pudo suponer silenciosa la Vía Láctea? ¿O la Osa Mayor? ¿En qué lugar del mundo se oirá una música más admirable? ¿O es que Pascal no creía en Dios? El temor es el principio de la sabiduría: el temor de Dios su primer relajamiento, dejar a otro que resuelva. Ningún aviador con quien hablé —de los que han volado de noche— tuvieron el silencio por existente. Claro, el motor, las hélices y el miedo. Pero no lo tuve. Ahora, aquí, en la tierra todavía húmeda, en mi saco, miro las estrellas. Las consulto, como siempre, en vano. Como no sea la hermosura. ¿No bastará? Nos encerrarán, dejaré de ver la noche, no la luz del día. Ver la noche fue la conquista mayor del hombre: interpretarla. Ahora, ¿cuántos años sin noche?

Salen del sueño transidos. La manta pesada, húmeda, maloliente:

—De rocío del mar —como dice un niño que un uniformado lleva de la mano. Un carabinero viejo está dándoles con la culata de su fusil. Todavía, la noche.

—Las mujeres, aparte.

Las preguntas surgen múltiples.

—Las llevan a unos cuarteles.

—A los cines.

—A los refugios.

—A la cárcel.

Lo cierto, que se las llevan. En la noche, ¡no verse! Pegados el uno al otro, Vicente y Asunción se besan ininterrumpidamente. Labio en labio, lengua en lengua. La humedad de la noche, de la cercanía del mar, pegajosa.

—Llévate la manta.

—No.

—Llévate la manta.

—Ya te he dicho que no. Tú te quedas aquí; a nosotras nos llevarán a un sitio cubierto.

Ya tenían que formar.

Ya no sería el mismo (nunca se es el mismo). Ya no sería el mismo desde aquella noche (empezaba a amanecer). Ya no sería el mismo que había sido durante tanto tiempo. Ya no estaba Asunción. Se había ido. No sabía a dónde. Sí, sabía. Ahí. En un cine, en un cuartel —era lo más probable—; ya se pondría en relación con ella. Era otro, solo; pero no le preocupaba el futuro. Como si Asunción estuviese todavía ahí.

Todavía no piensa Vicente, vacío, que Asunción se ha ido. Se siente otro desde hace días, la presencia de Asunción le ha transformado. ¿En qué? No lo sabe. Sencillamente, es otro.

Lo más importante de la vida para mí es ella: no quitarme eso de la cabeza jamás (siempre ha sido así). Asunción: mi vida. Lo demás, sí cuenta. ¡Cómo no ha de contar!, pero menos.

Lo duda, pero resuelve: Asunción, su vida. La suya misma, su propio amor, su propia vida.

El sol tibio del amanecer.

Para todos sigo siendo el mismo, los que me conocen tienen de mí idéntica idea del que era ayer, a estas horas. Soy otro. ¿Decírselo? No les importa. No me creerían. Está uno estereotipado en la visión de cada cual. Tal vez el Paraíso sea un lugar donde cada quien es visto por los demás tal como es a cada momento, siempre diverso.

Da dos pasos.

—Desde luego esto no es el Infierno.

—Esto es el Paraíso, le contesta el Lucas. Con ciertas limitaciones.

—¡Qué limitaciones ni qué nada! Tú no sabes lo que es comer hojas de almendros tiernas. Yo tampoco lo sabía. Ahora, sí. Pero una vez libres, ¿cómo procurarme ramas de almendros como no sea saliendo al campo en esta época?

¿Qué idea tengo de este loco? Sea la que sea, no la puedo cambiar así de momento. Está chalado. ¿Es tonto? Eso creo, pero posiblemente no es verdad. Somos injustos. Estamos hechos de injusticia.

—Buenas, ¿no?

—Nunca comí nada mejor.

Soy el que soy, no el que era. Por Asunción. Si no la hubiese encontrado sería otro. Entonces, ¿dónde está mi libertad? La libertad no son los otros, pero ellos me la moldean. Como esos falangistas, ahí, en la carretera, con sus fusiles. Y esas ametralladoras, en el cerro. Se fue sin llorar, sin aspavientos.

—A esta mujer no la pueden transportar. Que venga el médico.

La que iba a dar a luz asiente. El médico cojuelo le pregunta si la puede ayudar. La mujer dice que sí.

—Hiervan agua. Es cuestión de minutos. ¿Es el primero?

—Sí.

—Y usted, ¿también es la primera vez?

—Sí. (La costumbre de mentir).

De pronto, Vicente se da cuenta de lo que ha sucedido. Ha sido por sorpresa, le cogieron con el ánimo dormido, el hurto en las manos (¿de dónde han hurtado a Asunción?, ¿de qué le acusan?), un jarro de agua helada en la cabeza. Cree que todo se aclara. Descuido, sin eso ¡a qué santo! ¿Qué hubiera hecho? ¿Qué podía haber hecho? ¿Y ella? ¿Por qué no gritó? ¿Por qué no levantó el mundo? ¿En qué se diferencia él de los demás? Se halla desnudo, helado. Tanto correr, tanto preocuparse, tanto recurrir a unos y otros para hallarse de nuevo sin sustento… Ésta es la pérdida de la guerra. Ésta. No otra. No Lola, muerta, sino Asunción viva; ahí, en las filas de la puerta —hacia donde impiden violentamente el paso— o en los camiones o en la carretera o en la cárcel, ya amontonada en un cine en espera de no volver a verle. El mundo reducido a buen orden: mandan los que pueden. No es paz, sino muerte. ¿Con quién me quedo? Conmigo mismo, contigo, desamparado. Vicente se entrega. ¿A quién? A sí mismo. Hace años que no le sucede; en su adolescencia, alguna noche… ¡Quién pudiera despedir a la razón, el recuerdo de sí, no dejar resquicio al entendimiento! Perdido.

Asomó el día, se hizo con todo. Voces. Le llaman la atención, sin querer, los gritos, las carretas, las voces. Ve el vacío producido alrededor de don Juanito, navaja abierta en mano, uno —¿muerto?— a sus pies, el viejo gritando:

—¡Hijos de la gran puta, ya me di cuenta! ¿Qué se han creído? ¿Qué me iban a engañar, a mí, a mí, a mis años? ¡Prepárense todos a morir degollados ya que no guillotinados! ¡Yo haré de guillotina y el que se oponga no hará sino ganar tiempo en irse al otro lado!

Avanza dos pasos, la faca tendida en la mano adelantada.

—¡Viva la Revolución Fran…!

No acaba. Acaban con él de un tiro en los riñones. Cae de cara, doblando las rodillas. Siente cómo le aprietan, encastran, empujan, oprimen, prensan, machacan por los cuatro puntos cardinales.

—Se volvió loco.

—No.

—¡Cómo me va a negar…!

—Lo estaba.

—¿Qué hacía aquí?

—¿Qué hacemos todos?

Andar a ciegas, mendigar el bien, ¿qué queda que no se trastorna? Vicente tropieza en cualquier pedrusco. ¿Qué busca? Se mira; ¿cómo? Los espejos no sirven: nos vemos al revés. Dar vuelta a las industrias ajenas. ¿Dónde poner los ojos? Escudriñar las entrañas de la tierra, como quería Quevedo. Salir, irse, huir; lo rodea todo buscando manera de hacerlo, sin resultado, ni siquiera el de cansarse. «A tientas anda el mundo ciego», decía… ¿Quién?

Se llevan el cadáver. ¿O no? Se queda ahí. Tal vez, mejor que Asunción no lo haya visto. Mejor; todo mejor que cualquier cosa. Abatido, hundido, humillado de sí, reducido al mínimo, derribado, arrojado al fondo de no sabe qué, todo al través, baja vacío. ¿Cómo se vino abajo tan pronto? ¡Al traste, a la basura! Vicente, derrotado, yerra sin sentido. No se queja: no puede, todo lo es, desprendidas las raíces. El amor le tuvo a prueba, de rico ha venido a pobre. Le dejan solo, a cielo descubierto, ahora azul sin tacha. ¿Quién enderezará el porvenir? ¿A quién acudir? Plá y Beltrán le dice: «Hola»; Jover: «¿Qué hay?». Cientos. Le ve Templado, alza la frente y hace un gesto dubitativo en el que juegan las cejas. Se alza de hombros, contestando. Sin culpa, desalentada la conciencia, sin razón, acobardado. Nadie oculta lo que es con semblantes de lo que son: vencidos; imagen cruel de la melancolía.

La tenía y se le deshizo en las manos.

Vuelve a «su» árbol. Uno, envuelto en una manta, con una cachucha metida hasta las orejas. Tiene ganas de echarle. ¡Qué se vaya! Es «su» árbol. El soldado se vuelve a mirarle, sonriente: Asunción.

—¡Cállate!

—Pero…

—Habían puesto a secar el pantalón… La chichonera me la robé.

Con gorro, preciosa. Vicente cae de rodillas ¡Qué hambre en las entrañas!

Don José Burgos pierde los estribos. Empieza a gritar:

—¡Me han robado la maleta! ¡Me han robado la maleta!

Nadie le hace caso. Cambia el disco:

—¡Me han robado el azafrán! ¡Me han robado el azafrán!

Algunos paran la oreja.

Del puerto al campo había salvado el paquete famoso a fuerza de empaque. Fue a la puerta, conteniéndose, dándose importancia, sin consultar a nadie.

—¡Me han robado mi maleta!

Le enviaron a la caseta.

—Me han robado mi maleta.

—No sé de qué se extraña… ¿Qué contenía? El catedrático baja la voz para mentir:

—Mi ropa.

—¿Nada más?

—No.

—¿Para eso tanto escándalo?

—Es que…

Un tenientillo se acerca.

—¿Cómo se llama?

—José Burgos. Doctor José Burgos.

—Tengo un forúnculo.

—Soy doctor en Física.

—¡Ah! ¿Usted es el doctor Burgos, de la Universidad de Madrid?

—Sí.

—No se preocupe. No tardará en salir. Hablaron, avisaron, vinieron. El físico no pudo más:

—No me voy sin mi maleta.

—¿Por qué tanto interés, profesor? ¿Algunas fórmulas? ¿Algún libro en preparación?

El tenientillo tenía sus letras y collar de ilustrado. Don José dijo la verdad; se organizó la cacería. No dio resultado. Si lo tuvo, fue inesperado: reincorporaron al famoso hombre de ciencia al campo, sin miramiento alguno.

—Quería sacar del país un verdadero tesoro.

No lo dijo el doctor sino Rafael Puchol, que se volvió tarumba al saber que el profesor había ido al mando. Voló hacia la puerta.

Quiero ver al comandante.

—¿Qué lleva allí?

—Por eso quiere verle. Es urgente e importante.

—Oye, tú…

Llama uno a otro, va, corre la orden; vuelve.

—¿Así que eres el ayudante del decano de la Facultad?

—Sí, mi general.

—No soy general. ¿Qué llevas allí?

—Azafrán.

—¡Así que robando y arruinando a la patria! ¿Dónde está tu patrón?

—En el campo.

—Búscalo. Te será más fácil a ti encontrarlo que no a nosotros.

—Conste que lo entrego voluntariamente.

—¿A tu patrón?

—El azafrán.

—Déjelo ir libre de regreso al campo.

—¿Me puedo llevar el maletín?

—Vacío.

Rafael Puchol sale.

—A los dos, y rápido —ordena el capitán con un gesto que no ofrece dudas.

—¿Dónde?

—No es sitio el que falta. Habrá más.

El nombre del doctor Burgos no le era desconocido al comandante. No sabía exactamente de qué, como no fuera de firmar documentos, en uno de los primeros lugares: él era del Servicio de Información y para eso estaba. Cuando el tenientillo se enteró se puso furioso.

—¿Sabes a quién se ha cargado un capitán?

—No.

—¡Nada menos que a un famoso hombre de ciencia!

—¿Y qué?

—Ya han armado bastante rebumbio con…

—Déjeme en paz. Un ladrón, y ya. Y usted no sabe nada.

Todo fue por equivocación: Puchol fue a evacuar sus necesidades, se llevó el maletín sin querer despertar al profesor. Lo hizo éste solo. Creyó lo peor. Lo fue, de otra manera.

—En la España una, libre, grande —dice el alférez a Vicente—, habrá sitio para todos menos para los maricones. No sé cómo te dejaron llegar hasta mi presencia. (En eso, el ejército español era intratable, lo sabía Vicente por un tío suyo, coronel de artillería muerto hacía años, que dejó de ser republicano porque había echado del cuerpo —miembro de un tribunal de honor— a un capitanzuelo, por afeminado, que fue repuesto por la República, por sus ideas políticas). Vicente calló un momento:

—Permítame, tengo seguramente algo que decirle, pero todavía no sé qué.

El oficial de complemento le mira extrañado.

—¿Qué, qué, vas a negar aquí que os sorprendieron?

—No. Pero…

—Pero… ¿qué?

Detener las ideas: verlas. Pensar a dónde puede ir. Si no dice nada son capaces de fusilarle, de fusilarla. Y si no… Puede acusarse. Decir que lo intentaba, que él es el culpable. Asunción, sola. Si habla, los separarán; pero, tal vez… Pero… Puede más el sentir que la razón, se deja llevar por lo más natural en él: la verdad.

—Es mi mujer.

—¡Ya lo vieron!

—No. De verdad.

El alférez no es tonto. Comprende. Ordena:

—¡Traigan al otro!

No tiene más que echar la vista encima.

—¿Qué esperaban?

Callan.

—Llévense a la «señora» a la cárcel. Y tu vuelve al campo.

Vicente siente ganas de darle las gracias. Calla.

Se abrazan. Los separan. Todo en las miradas y en las lágrimas de Asunción, en su ida hacia la puerta del triste, oscuro cuarto de madera. Menuda, más por el poncho que llega casi al suelo. ¿Se va a volver?

Vicente no lo sabrá, lo sacan antes por la otra puerta.

—¿Nunca te has sentido feliz? —inquiere Templado.

—No se me ha ocurrido preguntármelo. Calla un momento.

—Me hubiese parecido un sacrilegio. Feliz es lo que queremos ser. Si lo fuéramos, ¿para qué vivir? —contesta Cuartero.

—¡Qué tontería! En este momento es cuando da gusto vivir. Es cuando se siente uno mundo. Me ha sucedido pocas veces. Pero sí algunas —sobre todo en el silencio de la noche, sentado en un profundo sillón si es que un sillón puede ser profundo en el profundo silencio de la noche— y una mujer amada con la cabeza en mis rodillas, los dedos rozándole el pelo.

—Lo que pasa es que eres un cerdo.

—Sí. La soledad, el silencio y la seguridad del amor próximo me abren siempre un mundo inmenso y me dan una pétrea —una mineral— seguridad de mí mismo. Ahora la cosa está clara: somos prisioneros y no nos han fusilado.

—No lo sé. Pero es como si hubiera nacido otra vez.

—La metempsicosis.

—Pues sí, tal vez; pero para abajo. Siento que soy menos de lo que era. Pero soy. Como si fuera católico como tú y descubriera que eso del paraíso es verdad.

Cuartero no sonríe. Se lo hizo notar:

—No me hace ninguna gracia.

—E quindi ussimmo a rivedere le stelle.

—Dios te guarde las esperanzas —contesta Cuartero—. Sin contar que siempre me gusta saber lo que pasó después.

—Alguna vez se tienen que acabar las cosas.

—Pero no todas, ni el hombre, ni la injusticia.

—Eso dices.

—Por eso creo en Dios. Si no, bastaríamos. Templado ve que, por primera vez desde hacía tiempo, Paulino Cuartero le habla en serio.

—Siempre se aprende más de los enemigos que de los amigos. Lo que duele deja señales y los hombres se mueven según ellas.

—No las propias: las que vienen del cielo.

—Las propias también.

—Todas, del cielo.

—Eso crees tú.

—Desde luego.

—Y en la predestinación.

—No. Para que veas: la predestinación es puramente humana.

—¿Dónde vas tú?

—Con ella, al hospital.

—¿También vas a parir?

—Es mi hermana.

—¿Y a mí qué?

—Si no viene, no voy.

—Si quieres: puedes dar a luz en el retrete. Si quieres.

—¿Quién le ha dado derecho a tutearme?

—Usted.

La puerta del cine. Lacerados los carteles de unas películas soviéticas; a medio cerrar la reja: la embarazada en una silla; la otra, de pie, frente a un sargento.

—Pues tú no sales, y a ésta se la llevan al hospital más que corriendo.

La ambulancia.

Las dos mujeres se miran con angustia.

—Es que el niño es mío.

El militar no entiende.

—Ella va a dar a luz, pero es mío.

—Tómale el pelo a tu abuela.

—Al mío le mataron en un bombardeo. Y ella me quiere dar el suyo: no tiene marido. Es para mí. La deja pasar.

—«Un hombre de costumbres excelentes puede albergar ideas falsas; un malvado predicar la verdad, hasta aquel que no cree en ella».

—Cuándo dejarás de decir insensateces.

Para ti la insensatez no tiene nada que ver con la verdad y, sin embargo, está mucho más cerca de ella de lo que crees, y esto que acabo de decirte no es mío, sino de un hombre que conocía la vida un poco mejor que tú y que yo: Michel de Montaigne.

—¡Un francés!

—Tenía más de español que de otra cosa, y madre judía.

—Entonces, ¿por qué escribió en francés?

—Porque si no lo hace, no lo cuenta.

«Tengo la inexcusable necesidad de hacer llegar al conocimiento de S. E. que el actual campo en que están concentrados los prisioneros rojos, o parte de ellos, procedentes del puerto y de la ciudad de Alicante, es absolutamente inadecuado, lo mismo desde el punto de vista de la seguridad que de la higiene. No quisiera que S. E. supusiera que esta afirmación entraña la menor lástima hacia los que fueron hasta hace unas horas nuestros enemigos, pero el perímetro del lugar escogido necesitaría muchas más fuerzas de las que dispongo para impedir con eficacia evasiones, sobre todo nocturnas.

»Por otra parte, la proximidad inmediata a la carretera aumenta las posibilidades de fuga y el que los internados reciban ayuda desde fuera. Las dos últimas noches hemos tenido que disparar sobre no pocos que intentaban escaparse y aunque las ametralladoras y patrullas estaban dispuestas según las ordenanzas, no pudimos hacer uso normal de nuestras armas por miedo de que algunas balas perdidas fuesen a herir a otros pelotones situados del otro lado del campo. Añádase la falta absoluta de agua que nos obliga a traerla en tanques, que tenemos en número insuficiente. Podría añadir que el cuerpo de mando es inadecuado y algunas otras deficiencias, pero me parece que basta con lo anterior para que S. E. tome las medidas pertinentes».

(Siguen las obsequiosas expresiones de acatamiento) y una

Firma ilegible

San Juan de Alicante, 3 de abril de 1939.

(Hay al pie, una nota manuscrita:

Repártanse: plaza de toros (primera condición, 7000)

Albatera (10 000)

Carcagente,

Totana,

Los Alcáceres,

Villena,

según el cupo de los trenes.

Otra firma ilegible).

—¿Quién dispuso que se les metiera ahí?

—No lo sé, mi coronel.

—Usted no sabe nunca nada.

—No, mi coronel.

—Entonces, ¿por qué está aquí?

—A sus órdenes.

El capitán Lavalle se calla lo que piensa. Está acostumbrado.

—¿Qué disposiciones propone?

—Que se repartan en los cuarteles los detenidos aquí y los que se vayan encontrando en los alrededores, para determinar, en primer término, su responsabilidad. Trasladar los que quepan al Castillo.

—¿Cuántos?

—Mil o dos mil, creo que se pueden meter allí todavía.

—Creo… creo. No pido suposiciones.

El capitán Lavalle —alto, delgado, desgalichado— calla una vez más. El coronel. El coronel del Estado Mayor. Esteban de la Pereda —gordo, bigotón, muy condecorado, con incontinencia urinaria, que le impide muchas cosas que la laureada de San Fernando no le compensa; imperativo, descarga su malhumor en las mesas que se le enfrentan, a puñetazos o haciendo sonetillo, cuando no pasa a mayores con la lengua.

—Cinco o seis mil a la plaza de toros.

—Ya está llena.

—Sacan muchos: que saquen más.

Cinco o seis mil no le parecen mucho al coronel, dejando aparte que opina que el capitán exagera.

—¿Y en Albatera?

—El resto.

—¿Cuántos caben allí?

—Los que queramos.

—Bastarán quince mil, supongo.

—Como usted disponga, mi coronel.

—El que tiene que disponer es usted.

El capitán saluda. El condenado retrete está al final del pasillo; la cuestión es llegar porque si no el calzoncillo, que es largo, tarda años en secarse.

3 de abril

Las órdenes no tardaron en llegar: desalojar el campo en cinco días: plaza de toros, la cárcel —para pocos, significados—, Albatera, para los más; Carcagente, para los del Norte de Valencia, Totana para murcianos y almerienses; los de Madrid, a Ocaña; los del Norte, a Burgos, para ser a su vez repartidos. Todo a ojo de buen cubero.

—La plaza de toros, siete mil, para empezar.

Entre ellos, Vicente. Entraron por la calle de Sevilla. Los formaron en el ruedo, bajo el cuidado de veinte ametralladoras emplazadas en los tendidos. El recuerdo de Badajoz.

—Aquí, sí.

Vicente, entre tantos, conoce a pocos: Bonilla, Sanchís —el padre—, Vilches; en un grupo lejano, Romaña (¿dónde habrá pasado todo este tiempo Gabriel?), Mustieles, Ricardo Ferrer, Plá y Beltrán, Jaime Luque, Calderón, el que dice que entregó oficialmente la plaza.

—Aquí, sí, ¿qué?

—Nos fríen.

—Un poco antes, un poco después… Un poco más, un poco menos…

—No lo digo por el sol, por las ametralladoras.

—Ya lo veremos.

—Yo diría precisamente lo contrario.

—Ya lo verás.

—No os caguéis en los pantalones. Parece mentira.

—¡Es que yo no hice nada!…

—¡Cállate el hocico!

—Se levanta el telón.

Sobre el toril: un grupo de estrellados, mientras otros, sin barras ni estrellas van quitando cuanto cortopunzante o de algún valor queda a los alineados. El resultado, magro después de tanto registro. Tampoco las instrucciones tenían nada de particular: fusilamiento —más o menos inmediato— por intentar escapar, insultar o desobedecer a los centinelas, ocultar armas o municiones, etcétera; lo normal. Respiraban: la muerte, a lo sumo, para más adelante.

Rompiéronse las filas durante media hora para que los suboficiales ordenaran que jefes, oficiales, extranjeros, comisarios, se pusieran aparte, en grupo, cerca de los toriles. Hubo pocos; los encerraron en el patio de caballos y allí, bajo un techado, un cagatintas fue llenando fichas en una mesa coja y sucia: nombre, cargo, unidad donde prestó servicio; domicilio y toda la retahíla de lo anterior: partido, edad, etcétera. Les quitan cuanto les queda.

—Total, para lo que os ha de servir…

Un holandés y un inglés gritan como condenados, pidiendo la presencia de sus cónsules. Los tuvieron, en el depósito. Las disculpas vinieron luego, que no tenían más pecado que su pasaporte en regla y, tal vez, cierto gusto el uno por el otro al que daban suelta en una casa de Altea. Nadie supo cómo fueron a parar a la plaza de toros.

—No se metían con nadie —hipaba, maternal, la Elena—. Fueron a ver qué había en la plaza.

—¿En la plaza de toros?

—No, en el mercado.

—Lo sentimos mucho.

Es fácil o difícil hablar de piedad impotente —piensa Cuartero—. ¿Puede serlo o, al contrario, lo es por definición? Y más: si somos nosotros objeto de esa misma piedad, ¿quién la otorga? (La piedad de Dios, es otra cosa). ¿Qué tiene la piedad de la justicia? Lo injusto. Entonces ¿qué importa? Nosotros —Dios me perdone— somos la justicia, hemos sido representantes de la justicia y vencidos. Fuimos conducidos al circo por los representantes de la «autoridad competente» y seremos sacrificados, posiblemente, sin ánimo de diversión del pueblo, aunque, tal vez, si lo anunciaran en las esquinas, no dejaran de llenarse los tendidos de la plaza aunque no fuese gratis. Camino del martirio. Quizá los vieron entonces como nos miran. Y alargaran pan, como entonces, a ese viejo, esa joven. La gran mayoría de los que andan a mi lado, si van al sacrificio, no lo hacen pensando en salvar su vida individual eterna, al contrario, la colectividad secular.

Sin duda, si el régimen nos va a encerrar y acabar, resolverá para mucho tiempo los problemas políticos que se le presenten. No puedo, desde mi punto de vista, echárselo en cara; desde el suyo es casi perfecto. Que no ganen así el cielo es, naturalmente, otro problema. ¿Dejarán que me confiese? Posiblemente, si nos llevan al ruedo y empiezan a disparar las ametralladoras apostadas en los tendidos, no. Tal vez no lo hagan así: el problema del entierro de tantos sería peliagudo y quemarnos allí no es posible, no por el olor sino por el peligro. ¿Qué peligro? No, el olor. ¿Entonces? Bien miradas las cosas no se trata más que de un campo de concentración; bastante original por cierto y muy español. ¿Cuántos cabremos en el ruedo? Lo ignoro, no voy a calcularlo: digamos cinco mil. Cinco mil, aun comiendo poco, son, contando los estreñidos, algo más de la mitad haciendo sus necesidades diarias. ¿Dónde? Lo horrendo va a ser la promiscuidad, los piojos: más de la mitad llegan de las trincheras. En el Campo de los almendros había sitio, sobraba; podía uno enterrar sus propias deyecciones. En la arena del coso, ¿cómo? ¿En los corrales?

Fue en uno, creciendo, día y noche, los mojones.

—El judío le sirvió al capitalista de la Edad Media para derivar el odio del «pueblo» hacia otra clase que no fuese él mismo (clero o nobleza) de la misma manera que hoy los capitalistas (banqueros, clero, terratenientes) derivan el odio del «pueblo» hacia los comunistas. La cuestión es guardar y resguardarte y echar carnaza a la gente para vivir tranquilo. Añade, los puros: los creyentes a pies juntillas; los peores, tal vez; como lo fueron, en su día, los conversos.

Total, que forman un bonito conjunto que nos engloba a todos. Éste es el hombre. Así se declina, mejor dicho, se puede declinar, hablando de la declinación del tiempo, desde el Paraíso Perdido, diciendo: Yo soy perfecto, tú eres imperfecto, él es aborrecible, nosotros somos perfectos, vosotros sois imperfectos, ellos son aborrecibles. Y el mundo es una mierda.

—Si hubiéramos ganado, no dirías lo mismo —dice el judío.

—Pero hemos perdido —le contesta Picaza.

—¿Sabes por qué?

—Porque no podíamos ganar.

—¿Por qué?

—Porque el mundo hubiera tenido que ser decente, y es una mierda.

Escupe. Una niña se escurre entre las filas y le da una naranja. Mira el fruto, lo tira al suelo. El Madrileño, que va detrás, la recoge y la pela. Se relame.

Pocohombre lo llamó su cónyuge desde que se casaron y Pocohombre le quedó. No le molestaba. Pocohombre, por aquí; Pocohombre, por allá.

—¡Qué nombre tan bonito!

Y es que Hortensia se había hecho una idea muy distinta de la virilidad masculina —no es redundancia para ella— de la que, con normalidad, le dio a conocer Marcelino Pío desde que se casaron. Pocohombre no se soliviantaba: siempre tomó las cosas con calma.

—¿Quieres más?

—Sí.

—Pues, no.

Y daba media vuelta.

—Poco hombre.

Marcelino, durante la guerra, demostró que le sobraban pantalones y llegó a teniente.

—Ahora cualquiera lo es.

Y es que para Hortensia todo es poco para su hombre. A lo callado adora a su marido pero cuando abre la boca echa maldiciones, lo regaña y tiene en menos ante quien sea. A Pocohombre le da lo mismo. Sabe que la tiene en un puño, lengua aparte. Siempre supo hacerse el sordo; ya con su padre, de armas tomar, y con su madre que sabía apreciar —a escondidas— los caldos del Señor, lo que le daba arrestos.

Eran hombres de la tierra, destripaterrones de Espinardo. Sarmentosos. La Hortensia, de Camporrobles, era de la misma raíz. Había servido en Murcia y vuelto con sus dineritos, con mayor desprecio si cabe por la humanidad cuando la vio tan apretada en casas de muchos pisos alineados en calles empedradas o asfaltadas:

—Como si les diera vergüenza que se viera. (La tierra).

A la Hortensia, de firmes, buenas carnes, macizas, abundantes, le solían meter mano donde fuera: en la plaza, en las escaleras, en la calle, en el tranvía. Echaba víboras. Y aquel señorito malafollá, que no valía una cagada de mosca, que quiso meterle la mano entre los muslos cuando, de rodillas, lavaba el piso… En seguida se lo dijo a la señora:

—Señora, su hijo quiere aprovecharse.

—¿Qué?

—Me metió mano.

La Generala llamó al jovenzuelo:

—¿No te da vergüenza?

—¿De qué, mamá?

—De la vergüenza en que me pones.

—¿Yo, mamá?

—Tú, desgraciado.

—Dime, por lo menos, de lo que se trata.

—Que le metiste mano al tiesto de la Hortensia.

El joven se puso colorado.

—Podrías tener mejor gusto.

—Pero, mamá, si ella…

—¡Ahora me doy cuenta de que así perdí a la Modesta, a la Paca y a la Mercedes! ¡Vete!

—Pero, mamá…

—Vete o se lo digo a tu padre.

—Si se lo dices a papá, ¿qué? A él le hará gracia. Él…

Él, ¿qué?

Nada. Y la bofetada.

—¡Ay, quin signoret! —dice la cocinera. El general quiso ver a la promotora del desastre.

—¿Conque tú eres la Hortensia?

—Para servirle.

—Y eres muy delicada.

—No, señor, estoy bien.

—Ya lo veo. Y el revuelo que has armado porque, por equivocación, mi hijo te tocó el culo.

—Eso quería, pero se quedó con las ganas. Como usted.

Así pasó Hortensia del segundo al primero, del 27 al 25 de la calle de San Vicente. La verdad es que, con estos antecedentes materiales y lo oído a todas horas por la calle, era para figurarse otra cosa de los hombres. Y a Marcelino, Pocohombre se le quedó.

Cuando estalló la guerra, la Hortensia le dio la dirección del padre y del hijo.

—Te los cargas. A mí nadie me toca el culo más que tú.

Así murió Moisesito, que don Moisés, el general, se había sublevado en Barcelona, sin darse casi cuenta, no le dieron tiempo de ello, en Atarazanas. Lo del hijo fue más difícil: nadie supo darle razón a Pocohombre de su paradero. (¿A él que le costaba darle gusto a su legítima?). Ésta, cuando lo veía, cada dos o tres meses, le preguntaba por el señorito.

—No doy con él.

—Poco hombre.

—Bueno, ya está bien. O acabaré creyendo que te gustaba.

—¡Eso me faltaba oír! Si tú no lo encuentras ya verás lo que me dura a mí…

Lo hizo bueno a los tres días, poniendo cara de tonta, preguntando no aquí y allá, sino entre antiguas compañeras y proveedoras.

—Ahora te vuelves al pueblo, a parir.

Que se le empezaba a notar el tambor.

—Para antojo, ya estuvo bien.

—¿Conque usted es el señorito?

—Yo, no.

—No tiene necesidad de mentir; soy el marido de la Hortensia.

—¿De qué Hortensia?

—¿Ya no se acuerda?

—No.

—Una criada. Usted le metió mano.

—No.

—O lo intentó.

—No me acuerdo.

—Ella, sí.

—Pero es absurdo.

—Ella es muy mirada.

—¿Y en qué puedo servirle?

—En hacerse el muerto.

—¿Cómo?

—Para que se convenza la Hortensia de que me lo cargué. No crea que me costaría gran cosa hacerlo. Nada. Pero me parecería de poco hombre pegarle un tiro en la nuca porque parcheó el culo de mi mujer hace un par de años. Así que…

—¿Cuánto?

Lo dejó seco.

—¡Habrase visto imbécil!

—Es curioso. De las reacciones de los hombres, ¿quién responde?

—¿Tú te acuerdas de Hernando, el de Vallecas?

—Sí, hombre, cómo no me voy a acordar.

—Bueno. Estaba en Cataluña, teniente también. Entró en Francia por Bourg Madame. Lo desarmaron. A él y a sus compañeros, y se fueron custodiados, hacia un campo. El soldado, o el guardia —yo no lo vi, me lo ha contado— que iba a su lado se fijó en el reloj pulsera que llevaba. Se lo quiso quitar. No se dejó.

—¿A quién se lo has robado?

Le dio tal rabia a nuestro hombre que sacó un navajón y allí se acabó el asunto. Bueno, no se acabó tan pronto. Lo juzgaron. Pero, es curioso, cómo, de pronto, la gente más mansa y de la quien menos podría esperarse una reacción de este tipo es capaz de las mayores barbaridades.

—Así nos hicieron.

Ahora Pocohombre, camino de la plaza de toros, es señalado por Timoteo Rodríguez, que conoce su historia. Así se enteró Vicente cuando le sacaron de que se llamaba Marcelino Pío.

—¿Dónde me llevan?

—Ya lo verás.

—¿A mí solo?

—No te preocupes, si es por la compañía. Se dio cuenta y calló.

(Aquí tendría que hablar del banquete que los falangistas ofrecieron al cónsul argentino uno de esos días. Fue de lo más sonado y vestido; rigidez y excelentes alimentos; discursos verdaderamente sentimentales y de gran alteza de miras referente al futuro de la Madre Patria en las repúblicas americanas. Famosos capitostes tuvieron a bien sacar a relucir de su estuche a la Hispanidad en todo su esplendor y no hubo italiano invitado al ágape. Los parabienes fueron infinitos y sólo hubo un incidente —resuelto sobre la marcha— al reconocer un jerarca provincial a un camarero que había pertenecido a un sindicato gastronómico; el falangista era hotelero.

Con fino oído y menos vino en los estómagos, algunos hubieran podido oír la descarga).

A los dos días de haber entrado las tropas de Franco en Valencia, Luis Salomar se presentó en casa de Ambrosio Villegas. Le abrió Pepa Chuliá que no creyó a sus ojos. Se conocían muy bien. De Valencia y de Barcelona.

—Hola.

—¿Está Ambrosio?

—Ya comprende que si estuviera no se lo iba a decir. ¿Qué quiere?

—Ver lo que se puede hacer. Yo estaba aquí.

—¿Cómo que estaba aquí?

—Sí, en el Hospital Militar; detenido, claro.

—¿Y qué se puede hacer, según usted?

—Por de pronto, salvar la biblioteca.

—Así que a usted lo que le interesa son los libros, no Ambrosio; ya me extrañaba.

—No me ha dicho si está Ambrosio.

—No está.

—Entonces nos vamos a llevar los libros y los cuadros.

—¿Con qué derecho?

—¿Prefiere que se los lleve un cualquiera y los reparta por ahí?

—¿Qué va a hacer con ellos?

—Llevarlos a un lugar seguro.

—¿A su casa, por ejemplo?

—Si se pudiera, sería lo mejor.

—¿Y no le da vergüenza?

—Le hablo en serio.

—Y yo también. De aquí no sale nada.

—No sea absurda. Le juro que es lo mejor. Esté donde esté, daremos con él. Lo mejor sería que se fuese a algún pueblo…

—¿Habla en serio?

—Claro.

—¿Y qué ha hecho para eso?

—Y también convendría que usted desapareciera.

—¿Y mis cosas? Primero me matan.

—Pues vaya con cuidado. Lo mejor es que éstos —le seguían cuatro— se lleven todo.

Llamaron. Era Xavier de Bosch; venía a los mismos.

—Ya está —le dijo Salomar.

—Déjame echar un vistazo.

Lo echó, y aun varios, sobre todo a los cuadros.

—Tendrá que dejar el piso.

—¡Si es mío!

—No importa. Comprenderá que necesitamos requisar los que sean para las nuevas autoridades. Aunque supongo que no necesitarán contemplar tan excelente pintura.

Los dos se echaron a reír. Pepa vomitaba, en el cuarto de baño.

—Pongan guardias alrededor del puerto. Detengan a cuantos quieran entrar. Los fusilan sobre la marcha, así nos ahorraremos muchos engorros.

—Pero…

—Que hubiesen llegado antes.

4 de abril

(Carta de Pepa Chuliá a Ambrosio Villegas).

Querido mío:

Te escribo esperanzada aunque no sé si te llegará esta carta que te mando por medio tan extraño. Me aseguran que llegará a tus manos, estés donde estés, si es que estás. Me juran que no te puede haber pasado nada, que sólo quieren la grandeza de España y que a nadie, que al que no sea responsable de delitos de sangre, le sucederá nada. Me prometen que podrás estar tranquilamente de vuelta dentro de relativamente poco tiempo.

Entraron las tropas el día 30 o el 31, no me acuerdo bien. Me había encerrado en casa, tan pronto como te fuiste, dispuesta a no saber nada de nada, a luchar exclusivamente contra el polvo. Ayer, a las diez de la mañana, llamaron a la puerta y se presentó, al frente de cuatro falangistas, aunque no te lo creas, tu viejo amigo Luis Salomar. Me quedé estupefacta. Venía con un brazo en cabestrillo y supuse que había entrado así montado en un caballo blanco, al frente de un escuadrón o algo así. Nada más lejos de la realidad; figúrate que estaba aquí, en Valencia, detenido en el Hospital Militar. Según me contó, tú y varios otros amigos comunes le habéis salvado dos veces la vida, otras tantas en que estuvo condenado a muerte, en Barcelona. Estuvo en Montjuïc mucho tiempo.

Por lo visto luego lo trasladaron aquí. Está igual, aunque parece más delgado que nunca. Parece que, detenido, hizo de las suyas —por algo fue fundador de Falange, que Dios guarde— y que tú y Bergamín le salvasteis la vida. Xavier de Bosch, que vino después, fue a ver al yugoslavo, ese amigo vuestro, que estaba en la embajada de París, para ver de canjearle, pero no dio resultado. Dijo que no temiéramos nada, que venía con las mejores intenciones. Entró como en país conquistado, como es natural.

Por de pronto, para asegurar la conservación de tu biblioteca, por las buenas, se la han llevado, con los cuadros, en tres camiones, al local del Ateneo Mercantil, convertido, de la noche a la mañana, en el de Falange. «Si no caben —me dijo— dejaremos el resto en la Universidad». Para acabar de protegernos han requisado el piso para un coronel o un general. Dice que así estarán seguros los cuadros que quedan. Por lo visto, no pensaba lo mismo de los libros: no dejaron ni uno. Figúrate lo alegre que estoy… Lo que no tocaron fueron tus papeles.

Me dijo Salomar que podía escribirte, que él haría lo necesario para dar contigo en cualquiera de los locales que han habilitado en Alicante mientras escogen a los que puedan quedar inmediatamente en libertad, entre los que no duda que estarás tú.

Le entrego esta carta y le pido a Dios que llegue pronto a tus manos, que estés bien de salud y que nos volvamos a ver pronto.

Ya sabes cómo te quiere tu

P.

Le llamaban Picaza, sin grandes tapujos. Lo sabía y amargaba más su acibarada vida. Tenía evidentemente algún pájaro en su ascendencia, pero de eso a asegurar que fuese urraca iba un abismo que nadie se hubiese atrevido a franquear; el papá había sido buen mozo.

Don Rubén tenía la cabeza más bien pequeña, flacas las mejillas, larga la nariz, el pelo escaso y ninguno en las entradas profundas, un bigotillo menguado sobre unos labios estrechos y unas gafas de armazón anticuada escondiendo unos ojillos que se creían pícaros, sin éxito; buenas orejas acompañaban un balanceo pajaril —por no decir pajarero— de toda la cabeza. Los brazos más bien alicortos y el cuerpo sin más que una barriguilla incipiente que naturalmente no le añadía gracia.

Don Rubén López Guzmán, gerente de la fábrica de cemento Gladiador, conocida —según él— en el mundo entero, tenía la gerencia metida en el cogollo y aun en el colodrillo, lo que le levantaba la cabeza algo más de lo necesario, dándole un aire ensoberbecido que, por otra parte, nada desmentía; al contrario, tenía en tanto el puesto que, a todas horas y a todos se lo recordaba por las buenas o las malas.

Inútil contarles cómo le fue. Le conocí tarde e ignoro si tuvo motivos para ensoberbecerse por tal motivo, que no había alcanzado el puesto por sus merecimientos sino por compañeros de escuela de uno de los hijos de un accionista de prestigio de la sociedad no muy anónima que regía los destinos de la fábrica, propiedad del clero, a lo que los enterados aseguraban. Algo de jesuítico había desde luego en don Rubén, pero no creo que hubiera influido en su nombramiento.

Aunque llegó tarde al puesto lo tomó como cosa propia y tal vez como si no hubiese hecho otra cosa en su vida, ya mediana. Decíanle casado y padre de algunos hijos. Pero en esto tan callado que nada puedo asegurar, de otras cosas sí.

—Nadie me ayuda. Nadie colabora. Todo lo tengo que hacer yo.

Todo lo tuvo que hacer hasta fines de julio del 36. Cayó ahí en una trampa y pasó toda la guerra en una bodega de la que salió ciego de furia y sediento de matar. Diose gusto, descolorido como era natural, señalando con furor: Éste, éste, éste, éste.

Contó veintiocho, lo que no era demasiado entre los cuatro mil obreros alicantinos, que, entre el 2 y 3 de abril, llevaron, los que podían andar, al Campo de los almendros. La mayoría no lo contó, desde luego los señalados por Picaza, no. El día 4 acabaron con ellos, antes de que pisaran la cárcel donde dijeron que los llevaban.

—¿Traidor? ¿Traidor yo? ¡Toda mi vida he sido socialista! ¿A quién he traicionado? Siempre fui el que soy. He sido leal. He obedecido a mi Gobierno, he hecho honor a mi palabra. ¡Y no como vosotros, hijos de puta!, que jurasteis acatar y servir a la República. ¡Traidores, vosotros!

A última hora, habían nombrado a Vicente Farnals comisario del Ejército de Levante. Aceptó porque, mecánicamente, no podía creer en la derrota, y por un poco de fanfarria.

Le pegaron rompiéndole las piernas a culatazos. Murió mal, naturalmente.

«Estamos metidos no te diré que en un campo, pero sí en el campo. Nos trajeron aquí anteanoche (calculo que unos diez mil, revueltos, hombres, mujeres, niños); otros se los llevaron quién sabe a dónde. Es un trasiego continuo. La carretera queda un poco más arriba. El terreno es árido; lo que hay son almendros, grandes y tiernos, como nosotros. A ellos sólo les falta agua, a nosotros agua y lo demás. Vinimos como borregos.

»Estábamos rendidos (en todos los sentidos). Deshechos, hechos una piltrafa, sin ganas de nada. Decididos a que hicieran de nosotros lo que les diera la gana. ¿Qué vienen barcos?, bueno; ¿qué no vienen?, también. ¿Qué más daba? Llega un momento en que uno se rompe, no se puede más y allá vas, rebaño. Pero rebaño no porque éramos muchos sino porque estábamos solos: te has quedado solo; te has muerto y lo único que vive son las chinches, las pulgas, los piojos. Son las únicas especies que dan confianza en la humanidad. Te sientes existir por el hecho de que —todavía— te chupen la sangre. Y empieza la desazón y la caza. El hombre nació cazador. El despiojamiento es una gran ocupación, los mismos para las madres en las cabezas de sus hijas que para los hombres en los entresijos y costuras de sus calzoncillos.

»Me contestarás, si recibes ésta, que no hay que dejarse vencer. Estoy de acuerdo. Pero nos abandonaron. Y tal vez quieran que cantemos victoria…».

Rosita:

Estas líneas son para siempre, mi amor. Lo más probable es que no puedan llegar a tus manos. Tendría que confiárselas a quien no quiero que dé nunca contigo. Supongo que habrás podido escapar. Pareces tan niña… Óyeme, mi vida, óyeme: no tengo nada que decirte. Absolutamente nada. Tú lo sabes todo. Lo único que quiero es que no pierdas la esperanza. Lo de ahora no cuenta más que como lección. Importa no olvidarla. Nos equivocamos muchas veces, y otras no hubo remedio para remediarlo. Pero nuestra línea fue justa. Rosa: tú eres mi sustento. Te mentiría si te dijese que ahora puede más la idea de que voy a morir como un buen socialista; no. Puede tanto pensar que voy a morir como compañero tuyo. Por ti. Esto me sostiene tanto como lo otro. Tal vez, en el fondo, es lo mismo. Recordaremos siempre la noche de Mislata, y luego cuando nos encontramos en Castellón: la noche que pasamos en aquella joyería abandonada y el susto que nos dio aquel gato.

He tenido muy poco tiempo para decirte que te quiero.

Ahora, lo único que importa es que te salves. Luego sabrás lo que debes hacer. Fíate de ti. Rosita: has sido mi sostén, lo eres todavía, lo serás hasta el último momento. Te estoy agradecido, totalmente agradecido. Lo fuiste todo para mí. Llenaste completamente mis deseos y mis ilusiones. Eras todo lo que pude suponer. Te veré sonreír, con tu boca fina, con tu cabello fino, hasta el último momento. Tendré mi mano en la tuya hasta que ya no sea. Todo fue tan hermoso que no me importa que me maten. Lo único que siento es que, por ahora, hemos perdido la guerra. Pero te tuve a ti. Gracias a ella, mi vida. Te tuve dormida en mi hombro y despertándote sonriente. (¡Aquel mal colchón y las cucarachas corriendo y el temblor de la tierra al disparar de la batería…! ¿Te acuerdas, mi vida?). Tú, tan fina; tú, tan delgada y sin embargo…

No habremos tenido más que una vida, pero habrá valido la pena.

Estoy aquí entre compañeros y a gusto, si no fuese por los fachas… No puedo creer que hayamos perdido. Lo veo, me lo repito y no lo creo. Esto no es sino una fase, un capítulo, un mal momento. Ninguno de los que estamos aquí —camaradas y no camaradas— dudamos.

(Aquí acaban, sin acabar, estas líneas).

—Lo que hay que hacer es mentir, apostatar, jurar en falso.

—Primero me ahorcan…

—¿Pero por qué esta diferencia entre el hecho y el dicho?

—No te entiendo.

—Porque eres tonto. ¿Te salías de la trinchera a pecho descubierto, gritando: ¡Viva la República! ¡Muera Franco!?

—No soy tonto.

—Sí, lo eres. ¿Qué diferencia hay entre resguardarte en una trinchera y esperar el momento de darle en la cholla al adversario y, ahora, apostatar o jurar en falso?

Villanueva, el gallego, se rasca la cabeza, poco convencido.

—Tú, hablas, hablas…

—Y tú, palos, palos.

—Así que… ¿tú crees?

—Tú miente, miente, di que eres de ellos. Si pasa, bueno; para que te fusilen siempre habrá tiempo.

Lo que no sabía es que, efectivamente, era de «ellos».

Hablan por teléfono:

—Escaparon varios. Cogimos a uno.

—Fusílenlo ante todos.

—¿Sin juicio?

—Ya se les advirtió. Cumplan.

—Pero…

—¿Qué, capitán?

—Nada, mi coronel.

—Y nada de papeleo. Uno más, uno menos; nadie lo va a notar.

—A la orden.

Lo absurdo es que fue por las bombas de mano. Todo había salido bien, pero se engancharon en un seto y mientras se desabrochaba el cinturón llegaron por donde menos pensaban; y no los que le perseguían. Mala pata.

José Carratalá era del Palmar, al lado de Valencia, camino de Albufera. Sus padres, sus abuelos, vivían, por lo menos desde hace un siglo, que no se recuerda nunca más, de su campo de arroz. Ni siquiera iban a la capital y eso que del Perelló a Valencia habrá sus buenos nueve kilómetros. La Dehesa, los pinos, la playa, las matas del arrozal, el barro, las ratas, las anguilas, los patos, el all y pebre; algún domingo, una paella; los carros, las blusas negras, la procesión del Corpus; el día de la Virgen…

Cuando nació había muchos mosquitos por todas partes. Fueron a menos, igual que las tartanas; sin embargo, recuerda la diligencia que llegaba al Saler, saliendo de las calles de Játiva y Ruzafa. Total, cerca de dos horas. Las retamas. Ahora, Pepe, desde lo alto, donde adivina el mar, se acuerda de la Dehesa, de sus matorrales, de los pinos, de la playa, de la Mata de Fanch. José Carratalá tiene veinte años; entre unas cañas secas, abandonadas en el suelo, está viendo los cañaverales y, más arriba, la sierra de Cullera, las agujas de Mongó. Le van a tirar como si fuese una fotcha o un collvert. Pero los cazadores no están atollados ni es sábado ni estamos en tiempo de veda ni se disputarán la presa entre varios puestos. Que san Martín y santa Catalina, padre y madre de la cinegética, se lo tengan en cuenta.

No tiene un céntimo. Se lo han quitado todo: si tuviera cuarenta y cinco podría tomar el tren hasta Silla o ir en tranvía hasta Catarroja, desde la plaza de San Agustín y encontrar al Nebot que le fiaría la barca hasta llegar al puerto. Eso fue después, cuando fue seguido a Valencia, durante la guerra. Antes era la Amparo —que no se dejaba tocar nada como no fuera por casualidad—, levantarse con la madrugada, pelar la pava cuando ya no había sol, sin pensar en parchearla o, mejor dicho, pensándolo.

—Ya tendrás tiempo.

Pepe Carratalá, nació en 1919, en enero; nunca supo otra cosa: leer, sí; poco, y lo suficiente para poder echar cuentas, bueno para pescar anguilas y plantar arroz. El Benlloch, de los Carratalá, se vendía al precio que querían. Nunca supo de sindicatos ni de partidos políticos.

A fines de julio de 1936, desde las dos barracas contiguas donde vivían —la familia era numerosa— del otro lado de la acequia que las separaba del camino del Saler, oyeron tiros y, con el día encontraron cadáveres por los alrededores. Entre ellos dieron con una monja, sólo herida. Creyeron en un accidente. Se acercaron (la madre y él) y la religiosa aseguró que la habían querido matar. La subieron en el carro.

—La montamos allí y la llevamos a casa.

—¿Qué vosatres no hubierais hecho lo mateix? Y la portem a casa. Y el Evaristo s’en va a anar a per el metje.

En casa de los Carratalá se habla el castellano–valenciano que todos entienden por aquellos contornos.

Al día siguiente, aparecieron por allí unos tipos que buscaban a la monja: les faltaba entre los fiambres que habían mandado recoger desde el cementerio. Ese día había un mitin en el Perelló, un mitin del Frente Popular, en el que hablaron Alfaro y Ángel Gaos. Pepe Carratalá estaba escuchando a este último cuando los de la CNT llegaron para detenerle. Se arremolinó la gente para defenderle.

—Che, no se lo lleven.

—Ell no sap res de res.

—Es mes bó qu’el pa.

—Che, no vingan fent puñetes.

Ángel tomó la defensa de José Carratalá, pero no valió gran cosa, al principio. Los de la CNT se llevaron a Valencia (—Ya veremos, pero por el momento es un muchacho útil para las armas) a él y a sus hermanos en edad de servir; de paso, dejaron a la monja en el cementerio. José Carratalá ingresó en las Juventudes Libertarias, hizo toda la guerra como Dios le dio a entender, en Aragón, y en Maestrazgo, luego bajó a Sagunto.

Ahora le van a fusilar. El ruido del mar le recuerda el Saler, el Palmar, el Perelló y la Amparo, de la que se había más o menos olvidado desde que descubrió que había otras que no hacían tantos remilgos para otorgarle lo que le daba gusto y le había preocupado y hecho perder años y años.

—Che, la Amparo…

Lo que iba a durar ahora el meterle mano…

3 de abril

Cuartero y Templado, camino de la plaza de toros, hablan por cansarse menos. Eso creen.

—Vamos por partes: pacifismo, igual a no tener gustos. O que toda la gente, uno por uno, sea igual. Si hay hombres así, son pocos. Mientras exista quien prefiera el vino al agua, o viceversa, no habrá pacifistas. Los enamorados de la perfección no existen. Un hombre que quiere la paz a todo trance es igual a cero. Los otros pasan por encima sin darse cuenta de que está ahí. La personalidad es arrecife. No sé por qué aberración creen que lo espiritual no puede ser destruido por la fuerza. Su odio a la guerra les hace descuidar y desechar las enseñanzas del tiempo para fiarse únicamente de su imaginación y de sus sentimientos. En eso, los campos de concentración y ciertas prácticas del fascismo han hecho más en contra del pacifismo que siglos. De las guerras sale el pacifismo derrotado; de las revoluciones maltrecho. Una humanidad pacifista sería posible si los hombres en vez de jóvenes nacieran viejos.

—Tú crees que la humanidad anda y se perfecciona como si se tratara de afilar un lápiz. Yo no. Creo que la tierra es el centro del Universo, que se está quieta, que nada se mueve, que todo es eterno, que no hay progreso (¿hacia dónde?) y que estamos en manos de Dios.

—De alguna manera hay que llamar a la contemplación desapasionada de la naturaleza: nace la seguridad interior de una fuerza espiritual ultraterrena. De ahí a la no resistencia sólo hay un paso.

—De ahí sacas tu dualismo. Pero ¡pecador!, piensa un momento en que tú y lo que te asombra sois uno y lo mismo.

—Calla, sapo. El día que me expliques el origen de la vida con algo más que una que otra hipótesis despreciable, entonces, quizá, despierte del dualismo del que me acusas tan gratuitamente.

Crees que para no hacer la guerra basta con que no se quiera hacerla, con cruzarse de brazos, con la huelga… ¡Sin pensar que con que un hombre solo piense lo contrario basta para arruinar tan peregrina teoría! El mundo es otra cosa.

—No por eso hay que abandonar la lucha.

—Pero si tú, pacifista, hablas de lucha, estás lucido.

—Estamos. Y, ahora, a torear.

Formaron grupos en el ruedo de la plaza. Siete mil hombres. En los tendidos, a media altura, frente a las puertas, ametralladoras y sus servidores. Todos —con los ojos— recuerdan la plaza de Badajoz. El miedo es libre, el esquilmo llevado al extremo en busca de navajas, tijeras, hojas de afeitar o cualquier instrumento cortopunzante y las advertencias normales: pena de muerte al que intente escapar; pena de muerte al que desobedezca a los centinelas; pena de muerte al que oculte armas; pena de muerte al que guarde municiones.

Orden a todos los jefes, oficiales y comisarios que se separen del resto. Orden que hagan lo mismo cuantos no sean españoles, tengan o no graduación. Entre todos no pasan de cincuenta. En el patio de caballos, establecen una ficha de cada uno.

A los demás los repartieron en los pasillos bajos de la plaza. En los altos, las fuerzas que los custodiaban. Los presos auténticamente no caben más que de pie. Por retrete, para los siete mil hombres, un corral de cuatro metros cuadrados. Al poco tiempo, para poder efectuar una necesidad, hubo que hacer una cola de tres o cuatro horas. Agua escasa. Imposibilidad de lavarse o de afeitarse. Después de día y medio de ayuno dieron un chusco para cinco personas y media lata de sardinas.

(El autor sabe que ya lo contó antes, no es suya la culpa).

5 de abril

A pesar de todos los cacheos, Vicente salvó su reloj —el de su padre—, después tuvo que atenerse a la cotización del mercado: un reloj de oro igual a un chusco y dos latas de sardinas: un reloj corriente, medio chusco y una lata de sardinas, idéntico valor que el de una estilográfica de marca o de una máquina de retratar.

Según las horas, en el ruedo o en los pasillos para dar gusto a las fustas de los oficiales.

—Te contarán lo que quieran pero la verdad es ésta: cada veintiocho horas —así ganan cuatro— nos dan un chusco para cinco, tres latas de sardinas para los ídem o una lata de lentejas. La mayoría del tiempo lo pasamos tumbados en el suelo del ruedo para no hacer esfuerzo o en los corredores.

—Los soldados que nos cuidan —lo de cuidar es precioso— son de las brigadas de Navarra.

—Ayer fue un día absolutamente extraordinario. Sin saber por qué, a las seis de la mañana, nos hicieron formar por grupos de veinte y designaron un furriel para cada uno. Abrieron la puerta grande de la plaza y entraron por lo menos veinte cocinas y nos dieron rancho en caliente. Pidieron voluntarios para fregar peroles. Sobraron. Luego nos sirvieron comida abundante mientras unos camarógrafos alemanes filmaban las escenas. Nos tenía sin cuidado: comíamos.

—Tan pronto como los alemanes —del noticiero UFA— dieron por terminada su labor, y se fueron, retiraron las cocinas, las perolas, la comida. Supongo que en el mundo entero se convencerán de lo bien que nos tratan. Lástima que no fueron a filmar el corral donde hacemos nuestras necesidades; en la puerta, la mierda alcanza metro y medio de alto.

Vicente se cruza con Terrazas.

—Hola.

—Hola.

La muerte une y separa. Cada uno sigue su camino. No van a hablar de Rosa María ni de Lola. Sin embargo, días más tarde, uno tras otro, por casualidad, en una cola Vicente le pregunta:

—¿Supiste algo de Riquelme?

—Sí.

El comandante Rafael no dice más.

—¿Y?

—Siguió en el hospital —no da entonación a palabra alguna, gris el tono bajo—. Entraron a rematar algunos heridos. Se opuso, le echaron. Tal vez pensó marcharse. Le cogieron en la Estación del Norte.

Calla.

—¿Desde cuándo estás aquí? —pregunta luego.

—Hace dos días.

—¿Saben quién eres?

—Creo que no.

—¿Lo fusilaron?

—Creo que sí.

Vicente aprieta las mandíbulas. Les dan su rancho. Se van. No vuelven a hablarse; a lo sumo se miran, saludándose con los ojos.

6 de abril

—¡A formarse por grupos de cien! Nombren un jefe, hagan listas.

Las seis. Casi amanece ya.

Otros grupos de veinte van, bien custodiados, al puerto, a descargar. Forman dos grupos de los grandes en el centro del ruedo. Uno, de mutilados. El otro, mitad por mitad, malagueños y valencianos. Atraviesan la ciudad hasta llegar a un cuartel, más allá de la estación de Madrid. A pesar de la hora temprana —quizá por ella— los pocos que los ven pasar guardan silencio, alguna mujer llora, otras se santiguan. Tres quieren ofrecerles fruta al pasar frente al mercado, los soldados no las dejan.

Enfrente del cuartel, en un viejo asilo de pobres, gran número de mujeres detenidas; las que no caben están metidas en una finca vecina donde, con cierta libertad, pueden asomarse a las puertas de la verja.

—¡Luis! ¡Luis!

—¡Rafael!

—¡Pepe!

No hay manera de detenerse. Vuelven las cabezas, se alzan, gritan, tropiezan, no se reconocen. Todo son suposiciones: Creo… ¿No era…? Creo…

En el cuartel les dieron suelta en el patio, en espera de que los jueces empezaran a trabajar. Los mutilados fueron los primeros en declarar. Como no tenían manera de negar que habían luchado, bastaba para clasificarlos desfavorablemente.

Un cojo, tropezando adrede, sustrajo una copia de la clasificación. Circula:

a) Personas mayores de treinta y dos años (por consiguiente no comprendidas en sus decretos de movilización), de antecedentes favorables. Libres si son avalados por autoridades competentes o afiliadas a Falange.

b) Mayores de treinta y dos años sin antecedentes desfavorables. Libertad provisional, si su documentación y respuestas no parecen sospechosas. Preséntense inmediatamente a las autoridades militares de su destino.

c) Mayores de treinta y dos años con antecedentes desfavorables. Queden detenidos y pasen a otros jueces para instruir el correspondiente sumario. Entran en esta clasificación los sospechosos, los pertenecientes a algún partido del llamado Frente Popular, los que tenían graduación, los voluntarios, etcétera.

d) Menos de treinta y dos años (comprendidos en las quintas movilizadas) con antecedentes desfavorables: retenidos en los mismos términos y por los mismos motivos que los clasificados en la letra C.

e) Menores de treinta y dos años con antecedentes favorables. Como a los clasificados en la letra A, queden en libertad con la obligación de presentarse ante la Caja de Reclutamiento a que pertenezcan, en el plazo de un mes.

f) Menores de treinta y dos años sin antecedentes. Libertad provisional, debiendo presentarse con la mayor urgencia ante su Comandante Militar. En lo demás igual que los clasificados en la letra B.

Vicente da vueltas. Aprovecha un pilón con agua corriente para lavarse. Se recuesta contra la pared. Son las dos; por unas campanadas. Ve caer de una mano, que en seguida se esconde, una arrugadísima hoja de papel amarillento, desde una ventana del segundo piso; la coge como si nada. Es uno de los impresos de declaración utilizados por los jueces:

Nombre:

Apellidos:

Edad:

Estado:

Profesión:

Nombre del padre:

Nombre de la madre:

Partido político:

Antigüedad:

Fecha detención:

Lugar y circunstancias:

Lugar de residencia desde 4 de octubre de 1934:

Categoría militar:

Antigüedad en el empleo:

Fecha de ingreso en el Ejército Voluntario o forzoso:

Ascensos:

Condecoraciones:

Nombres y domicilios de personas que sepa el prisionero que hayan cometido hechos criminales:

Hechos criminales cometidos por el prisionero:

Tiene el prisionero bienes de fortuna: de qué clase: Dónde:

Nombre de personas que puedan avalar la adhesión al Movimiento Nacional del prisionero y domicilio:

Observaciones:

Clasificación que le corresponde:

Corre la voz —¿quién la trajo?— de que acaban de fusilar a la mayoría de los que habían formado la Junta de Evacuación. No saben exactamente a quién pero desde luego a Ortega, director de Seguridad; al diputado socialista López Quero, al gobernador de Madrid, Gómez Osorio (que salió el último del puerto), al diputado socialista Carlos Rubiera, al coronel Burillo.

Vicente hace circular la hoja —después de aprenderla— empezando por Plá y Beltrán, con la orden de que se entregue exclusivamente a compañeros probados.

A las cuatro regresan los jueces que se fueron a comer a las dos y media. Empiezan a interrogar al segundo grupo. A Vicente le corresponde un alférez del Cuerpo jurídico militar, joven, evidentemente inexperto. La habitación es amplia, en el primer piso; actúan simultáneamente cinco jueces. Hace días que Vicente ha destruido todos sus papeles menos su cédula personal, una fotografía de Asunción y una papeleta de la Escuela de Comercio. No pertenece a ningún partido político, no tiene ni tuvo categoría militar, ha servido en la Quinta Brigada Mixta como soldado de servicios auxiliares. Estudiante. Tiende la papeleta de su último examen en la Escuela de Comercio de Valencia. Cuenta mentiras, inventa persecuciones. Le sirve no poco la profesión de su padre. El alférez tiene, más o menos, la misma edad que Vicente. Hablan de cine, de su admiración por Greta Garbo y Ginger Rogers; de literatura y su gusto por Pío Baroja. Púsole el mozo la clasificación F y Vicente compareció, en el segundo piso, ante un capitán del Cuerpo Jurídico Militar, antiguo abogado del Estado que había de confirmar, o no, la clasificación. Le hizo varias preguntas, quería saber dónde había sido detenido y por qué se encontraba en Alicante. Vicente dijo haber llegado el 30 de marzo (lo que era cierto) a las nueve de la noche y que ni siquiera había podido entrar en el puerto (lo que era falso), que venía de Murcia donde había estado nada más unos días y antes, unos meses, en Lorca, que pensaba marcharse a Orihuela donde vivían unos amigos de su familia en las afueras del pueblo, esperando que todo acabara. El auditor ratificó la clasificación y lo pasó a otra habitación donde le extendieron un pase acreditando que le había sido concedida la libertad provisional, ordenándole que se presentara en el plazo más breve en la Comandancia Militar de Valencia.

En una mesa cercana se habían agrupado cinco malagueños con orden de ser retenidos porque evidentemente habían dejado su ciudad natal cuando fue ocupada. Plá y Beltrán, que seguía a Vicente, no pudo escapar: le conocieron, su joroba era famosa.

Modesto Lafuente exhibió un certificado médico en el que se le autorizaba para trasladarse a Alicante, por mor del corazón.

—¿Cuándo llegó?

—El 30, a las nueve de la noche.

—Ya son muchos.

—¿Qué, teniente?

—Los que llegaron a esa hora.

—Pues sí —dijo Lafuente poniendo cara de idiota— éramos muchos.

Sabía —como Vicente— que si decía haber sido detenido en el puerto, era suficiente para ser mal calificado.

—Me detuvieron en el control.

—Control no es una palabra española.

—Usted perdone. Pero me habían recomendado un clima suave y lo más bajo posible: además, como mi familia y yo somos más bien de derecha, pues tenía miedo que a última hora peligrara mi vida… así que me vine despacio.

—¿Usted es abogado, no?

—Sí, teniente.

En general, el joven ponía en libertad a todos los que tenían título y carecían de antecedentes políticos. Lo malo, que Modesto Lafuente tenía veinticinco céntimos por todo capital y no quería recurrir a nadie, lo que le obligó, a las once de la noche, a salir para Madrid agarrado como pudo en el techo de un tren. En Alcázar de San Juan se metió en un vagón de mercancía y llegó a Aranjuez. Hacía tres días que había salido de Alicante y desde entonces no había comido ni bebido ni fumado. Con los veinticinco céntimos, compró una lechuga y unas naranjas. En el andén, se acercó a un grupo de soldados.

—Se murió mi madre, jóvenes.

—¿Dónde?

—En Madrid.

Su estado y su suciedad les convenció.

—Y no tengo un céntimo para llegar. ¿Vosotros vais para allá?

—Sí.

—¿Por qué no me lleváis?

—Si te descubren, nosotros pagamos el pato.

—Me meto bajo la banqueta y me echáis unas mantas encima.

Le detuvieron al salir de la estación de Atocha. Pudo escabullirse, esconderse, morirse en un rincón.

—¿Cómo te llamas?

—Ramón García Casas.

—¿De dónde eres?

—No lo sé de preciso.

—¿Sabes leer y escribir?

—No.

—¿Nombre del padre?

—No lo sé.

—¿De la madre?

—Tampoco.

—¿Qué hiciste durante la guerra? El muchacho se cuadra, hincha el pecho:

—Ayudante del coronel Buitrago.

—¿De las Confederadas?

—Claro.

—Está bien. Pasa ahí.

—¿Pues que no me dijiste que te dijo que no dijeras nada?

—¿Y qué? Yo no he conocido a nadie que los tuviera tan bien puestos, y que se portara conmigo como él. Y, ahora, a la hora buena, ¿lo voy a negar? ¡Vamos, hombre! Eso se queda para cagatintas como tú.

—Otro.

—Mire, señor, a mí lo mismo me da que hayan ganado unos u otros. Si alguno me hubiese asegurado que no he de morir, otra cosa sería; pero puesto a ser comido por los gusanos mañana o pasado, ¿qué me importa?, ¿o a usted, sí?

—Entonces ¿qué haces aquí?

—Eso se lo pregunta a mi familia. Parece que no tenían con quién dejarme.

—¿Y quién es su familia?

—Ahí lo pone.

El militar leyó.

—¡Ah!

—Yo no hice nada, no me metí en nada.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Por mi madrastra.

—Pues se lo cuentas a tu tío. Otro.

Otro.

—¿Y tú qué quieres?

—Vivir para ver.

—Ver, ¿qué? —pregunta el juez.

—Qué va a ser de mí, por ejemplo.

—Eso, aunque no quieras.

—Es el sino del prisionero.

—Y del que no lo es. ¿No te acuerdas de mí?

—No.

—¿Tú eres de Estella, no?

—Así lo dicen los papeles.

—Yo también. Y estudiamos juntos. Eres hijo de don Juan Aristigueta. Luego te fuiste a Logroño. El mundo es un pañuelo.

—El de los demás, el suyo, por ejemplo; el nuestro se ha reducido.

—Al fin, todos acabamos entre cuatro tablas.

—Antes o después. Es cuestión de tiempo. Y el mío está en gran parte, supongo, en tus manos; o, perdón, en sus manos.

—No me da mayor gusto.

—Pero alguno. ¿Qué darías por estar en mi lugar?

—¿Y tú en el mío?

—Nada.

—Serías vencedor, mandarías.

—No me importa eso, sino tener razón.

—¿La tienes?

—Y la tuve. ¿No hay salida?

—Temo que no.

—Gracias.

—¿De qué?

—De la franqueza.

—Es lo menos que te debo. ¿Fumas?

—Sí. Pero no de ti.

—¿A qué este orgullo? No sirve.

—Me da gusto.

—¿Más que el humo?

No contesta.

—¿Quieres algo para tu madre?

Que no sepa que nos vimos.

—Descuida.

—Gracias.

Rodríguez Vega los oye, hace su composición de lugar. Evidentemente el juez no es tonto; orgulloso, sin duda, y bastante seguro de sí.

—Siempre soñaste.

—Así hice algo.

—También yo.

—¿Soñar, tú? No. Hacer, es posible. Pero supongo que más deshiciste que no lo contrario, como todo militar. Un militar no construye, existe para defender, para zapar la labor del enemigo, para destruir. Y el que destruye, no sueña.

—Me recuerdas a don Miguel.

—¿A Unamuno? ¡Qué bien!

—Estuvo con nosotros.

—Y eso, ¿qué quiere decir? Que la guerra le sorprendió en Salamanca. Si llega a estar en Bilbao…

—¿Le leías últimamente?

—Se nota.

—No importa. Le conocí bastante para tener la seguridad de que no podía estar con vosotros.

—Pues estaba. Lo malo es que murió.

—Lo malo o lo bueno, como le hubiera gustado decir a él. ¿Y qué vas a hacer conmigo?

—Mandarte a Vitoria, donde te reclaman.

—¿En Vitoria?

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Hace por lo menos veinte años que no he estado allí.

—Por algo será. Y Vitoria no tiene muy buena fama.

—Por lo menos volveré a la tierra.

—Júralo.

Una pausa.

—¿Estuviste en Irún?

—Sí.

—¿Por qué no aprovechaste para pasarte a Francia?

—La conozco bastante bien.

—No estarías aquí.

—¿Tiene alguna importancia?

—Para mí.

—No te preocupes.

Rodríguez Vega no conoce a ninguno de los dos. Seguramente, después de su interrogatorio no los volverá a ver. Posiblemente se ha cruzado en la calle, alguna vez, con uno u otro de ellos, como con todos. Ahora están ahí, no sabe nada acerca de su vida y, sin embargo, es como si les conociera de siempre. ¿A qué se debe?

—Usted.

Es él.

No hay como pensar cuando no se sabe qué hacer. ¿Qué hago? Sin un céntimo. ¿Dónde estará Asunción? La puerta. El edificio de enfrente. Las mujeres. ¿Estará Asunción entre ellas? Es posible. ¿Me acerco? ¿Y si me conoce alguna y me denuncia? ¿Irme a Valencia como pueda, buscar a la tía Concha, esperar? ¿Dar vueltas por la ciudad, llena, de necesidad, de soplones, de delatores?

De todos modos cruza la calle, pregunta en vano.

—¿Dónde vas?

—A La Coruña —dice, huyendo lo más lejos posible de peligros y encargos.

Lisa le ve, no le dice nada. Se lo agradece. Entra en la ciudad, se ve en un espejo, no se reconoce, por la barba que se le ha olvidado: diez o doce días sin afeitarse. (Son menos). ¿Ése soy yo? Delgado, con esos pelos, ¿quién me reconoce? Ni yo. Tampoco puedo ir así; dejarme el bigote, eso sí, dejarme el pelo cortísimo, tal vez ponerme gafas. Infantilismos; tal vez, no. Una peluquería.

—¿Qué, joven? ¿Le sirvo?

Desde adentro un hombre de buenos bigotes le hace señas de que entre. Le conoce. ¿Quién es? Entra: Luis González Moreno.

—¿Te soltaron? ¿Te escapaste?

—Me soltaron. ¿Sabes algo de Asunción?

—No. Vine esta mañana. Vivo fuera. ¿Qué hay?

—Nada. Fusilamientos a mansalva.

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé. ¿Y tú?

—Esperar.

—No tengo un céntimo.

—Algo te daremos.

—Lo mejor, tal vez, es irme a Valencia.

—Para que te cojan. Te conocen demasiado.

—Esconderme y esperar.

—¿Qué?

—El fin de esto.

—Tendrás canas.

—No fastidies.

—Ya lo verás.

—¿Entonces?

—Intenta pasar la frontera. O tal vez, con suerte, puedes hacer lo que no hiciste antes: embarcar desde aquí.

—¿Y Asunción?

—Ya se reunirá contigo. No seas ansioso. Ya que has tenido la suerte de que te suelten, no empieces a hacer el idiota.

No necesitó hacerlo. Le llevaron a Madrid, tan pronto como tropezó, al salir, con uno que había sido de su compañía.

Todo había salido a pedir de boca: estudiante de comercio, forzado a tomar las armas, sin partido, con novia, madre viuda. Sólo le faltaba acabar la carrera. Su padre, registrador fusilado por los rojos. Y, ahora: Madrid, todo el poder de la tierra en su contra, cerrado el campo, dar batalla cuando todo se le había roto adentro. ¿De qué le valdría conjurar en nombre de Dios a quien fuese? Callar, para que no dieran con Asunción. Pudrirse, corromperse, apestar, habitar con gusanos y lombrices. Haberse hecho la ilusión de ser más listo que el enemigo. Caer de la manera más tonta.

—Ése.

Él. Escapar. ¿Cómo? No puede durar. Vendrá la guerra europea, Francia invadirá España. Será libertado. Vencedor. Asunción. No. En el cuartelillo. El tren, las esposas. Lo que reverdece son las heridas. Revolverse, revolcarse, ¿para qué? Todo se ha trocado. Y los guardias se reían de él.

Despierta.

—Buena te la has echado: a la calle.

La calle. Solo, libre. ¿Echar a correr? No. Además, no podría. Se apoya contra la pared. Todo da vueltas. Cierra los ojos. Hace acopio de fuerzas. Anda. Está frente a un cuartel. No ha debido andar mucho. Otra calle. Otro cuartel. ¿O es el mismo? Le llaman. Enfrente, larga reja de otro cuartel. Mujeres desgreñadas, apretadas las unas contra las otras, una sobre otra, una arriba de otra. Su prima. Cruza la calle. Le pasan un vale para la comida.

—Ahí cerca, en la estación de Madrid–Zaragoza–Alicante.

—En la cantina. Los ferroviarios.

Está sentado en un banco, comiendo. La mujer que sirve le mira con compasión.

—Traes un solo vale.

Le da tres raciones.

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé. Tengo que ir a Valencia. Presentarme.

—¿Dónde vas a dormir?

—No lo sé.

—Vete al Auxilio Social de Falange.

Le da la dirección. Va y la primera persona que le dirige la palabra es Monse; la segunda, Albertina, la embarazadita.

—¿Y Manolo?

—Se pegó un tiro.

Todo en voz baja.

—¿Qué hacéis aquí?

Monse: —Ya ves, Auxiliares Sociales de Falange. Estate quieto. Cuando salgamos nos sigues.

Así fue a dar a la pensión. Le lavaron, le afeitaron. Nunca había sido hombre de peso pero en los últimos días había perdido quince kilos: hecho un esqueleto.

Le dieron de comer, todo lo que quería.

—¿Y eso?

—Tú come y no te preocupes.

Monse no iba a explicarle que se había liado con un piloto italiano, al que no engañaba, porque no hacía falta: antiguo socialista que les traía cuanto podía, que no era poco.

20 de abril

Tenía dieciséis años cuando se dio cabal cuenta de no ser como los demás. Nunca había sido remiso pero, entonces, al no saber una palabra de la lección de lógica, ni ser lógico que el profesor se la preguntara aquel día, empezó a ensartar frases acerca de la moral —lo que correspondía a la clase de ética— y se vio muy felicitado por propios y extraños. Descubrió el mundo de su lengua y se creció. Todo era suyo: no tenía más que hablar y todo se le rendía.

Pidió la palabra en la reunión de la Federación Estudiantil aquella misma noche, sin saber qué iba a decir. Se repitió el milagro. Bastábale poner un sustantivo a las ramas de su imaginación (como una perra gorda en los pesos automáticos que, además de los kilos, anuncian el destino) para que empezaran a fluir las frases como serpentinas (como aquel prestidigitador que se las sacaba inacabablemente de la boca, para gusto de papanatas). Esa noche (en la Casa de la Democracia) le bastó la palabra «solidaridad». Estaba ungido por la gracia de Dios.

A la mañana siguiente se miró en el espejo, se contempló de frente, de perfil y se quedó admirado para siempre.

—¿Qué vas a estudiar?

La duda ofendía: derecho, pero no importaba, no necesitaba estudiar, le bastaba con abrir la boca, lo sabía todo.

Su vida varió por completo. Las dos pesetas que le daba su padre los domingos por la mañana y que no le alcanzaban más allá del mediodía del lunes, ahora ni se las tenía que gastar. Antes, cuando paseaban tres, cuatro, cinco amigos siempre le tocaba uno de los extremos de la fila, ahora iba en medio: presidente nato, ungido de Dios.

Sus padres se preguntaban de dónde le pudo haber venido el don y regañaron porque la madre (doña Celeste) aseguraba que no cabía duda que su tío, el beneficiado, era el artífice lejano de la maravilla mientras que don Pedro Nolasco estaba convencido que su bisabuelo paterno materno —que fue fiscal con Narváez— había sido vehículo de tanta belleza. Les caía la baba.

—Un nuevo Castelar.

¿Qué se le resistiría? Presidente del Consejo, por lo menos… Lo que mejor le salía eran los atardeceres, sin que la condición moral de los primeros cristianos fuera moco de pavo en boca de jovenzuelo.

—No te prodigues tanto…

Compró, a escondidas, un manual de mitología y fue de ver el asombro general ante el fluir de Ramayanes, Júpiteres y Palas Ateneas.

—¿De dónde te sacas todo esto?

—¡Qué bruto!

Se creyó transformado, sentía cómo el mundo le entraba a chorros y le salía convertido en raudal de frases que colgaba hermosamente por todas partes. Todo se lo consentían. Dejó de ir a las casas de putas porque le parecía que era rebajar su condición. No le faltaron compensaciones, sobre todo entre las viudas, que tienen, sin duda, una curiosa relación con la oratoria.

«Emovere —convincere— placere».

Frente al juez no siguió otra táctica. Quejose del trato, dada su alcurnia. Poseído de su aura habló, eso sí, de la República: de la que Sanjurjo, José Antonio —a secas—, Cabanellas, Queipo de Llano nunca habían renegado, no la de esos desharrapados.

—¡Pregunte! Pregunten. He defendido ante los tribunales a gentes de Falange. Generalmente con suerte. Pregunten por mí a Jesús Rubio, a Eugenio Montes, a Ernesto Giménez Caballero. Soy republicano, con honra, de los buenos. ¿Un arma? ¡Por Dios! ¡Jamás!

Bajito, se cree mayor. De pelo lacio, se lo ve rizado. El juez no sabe qué hacer. Lo manda, de vuelta, a la plaza de toros.

—Ponle a limpiar la mierda.

—¿Yo? ¡Nunca!

—Pues a la ídem, mi arma.

«Generales del individuo: José Rivaherrera Sagué, natural de Santander, de cuarenta y nueve años de edad, sin haber pertenecido a unidad alguna del Ejército. Se encuentra en la plaza de toros de Alicante, en la centuria número 90, ha servido en la subsecretaría de Propaganda. Documentos que posee: Carné de trabajo de la subsecretaría de Armamento. Pase de quintas de 1910. Carné de la UGT. Ficha de evacuación de Teruel a Barcelona. Documento de la Tenencia de Alcaldía de Barcelona. Carné de Dispensario de la UGT».

Carmen Migo Ángulo, de treinta y cuatro años, sin compromiso alguno ni relación con el Ejército ni fábrica alguna. Natural de Valmaseda, Vizcaya, casada con J. Rivaherrera. Se encuentra en esta fecha (20 de abril de 1939) en el cine Moderno. Estamos, ambos, en posesión de un pasaporte del Ministerio de Estado que está a falta de firma de las autoridades y que suponemos será papel mojado.

»A su Excelencia exponemos que, sin presión de ninguna especie y por eso esperamos, tal como se nos prometió, que nos otorgue los pases necesarios para volver a Bilbao, que es donde viviremos».

El ayudante echa el escrito al cesto de los papeles, como hace con todos los del mismo género, por orden superior.

Que no fastidien.

—La guerra es el origen de la esclavitud y la revolución hija de esclavos. La guerra, hija de la fuerza y la revolución su bisnieta. Y en el futuro, su vencedora; eso dicen, que yo creo que todo es uno y lo mismo: si te puedo arrear te arreo y si no hago lo que mandes. Que la fuerza es el poder y el poder los dineros.

—No siempre, que el dinero se falsifica.

—Pues una amalgamilla, señor, una amalgamilla…

Serafín Morata y Julián Castillo, escondidos en un garaje, hablan, muertos de hambre. Julián Castillo, mendigo de profesión, aguanta mejor. Serafín tiene pensado lo suyo hace tiempo. Se sube al camión, lo pone en marcha.

—¿Vienes?

—¿Adónde?

—Ya sabes.

—No.

—Pues, ábreme la puerta de la calle.

Sale a toda mecha, va hacia el puerto. Enfila la entrada, atropella una sección, salta sobre las vías, no pierde la dirección, se carga un teniente que le hace señas desesperadas, cae con su vehículo en el agua del puerto.

La estación, con su cristalera de la que sólo queda el armazón de hierro, está llena de presos; andenes y vías. El tren está formado más adelante. Va y viene de la estación de Albatera–Catral a Alicante. Meten a noventa por vagón de mercancía porque, auténticamente, no caben más, contando que tienen que embutir maletas y paquetes, como sea. Al fin y al cabo el recorrido es corto y que no puedan sentarse no importa; el que los que se desmayan no lleguen al suelo es una ventaja.

Perdieron muchos el sentido, más por el calor que por los treinta y nueve kilómetros y las dos horas que tardaron en recorrerlos. Debilidad, miedo, ignorancia, desaseo, hambre, perder los estribos, incuria, desengaño, despecho, sospechas, desesperanza. En Elche, les cayeron, por entre los barrotes de los ventanucos de los vagones, algunas naranjas. En el vagón en el que iba Cuartero murió uno, durante la espera. Por mucho que aporrearon la puerta corrediza, no acudió nadie.

—¿Quién le iba a decir a este infeliz —nadie sabía cómo se llamaba, tartamudo, nunca dijo gran cosa— que la iba a diñar en el lugar donde mataron a Amílcar Barca…? Entonces empezamos a ganar nuestra fama.

—¿De qué?

—Para mí, de brutos.

—¿A quién les ganamos?

—A los cartagineses, que luego regresaron y pasaron a cuchillo a todos los ilicitanos, que es como se llama a los de aquí.

—¿Qué tú sabes dónde estamos?

—En Elche.

—¿Y eso cuándo pasó?

—Allá por el siglo III antes de Cristo.

—¿Así que nos viene de lejos?

—¡Hombre, la duda ofende! Parece que Amílcar, el sobrino del muerto, no dejó uno para contarlo.

—Entonces, ¿cómo lo saben?

—Siempre sobran entremetidos.

—¿Y Sagunto fue grano de anís? —protesta airado uno de allí.

—No, pero después. Poco, pero después, y cosa de romanos. Y regalo de boda de Isabel la Católica —hablo de esto— y bizantina y todo lo que os dé la gana. ¿No habéis oído hablar de la Dama de Elche?

—¿Qué es?, ¿un fantasma?

—No, hombre, una estatua, que está en el Louvre.

—¿Y cómo es que siendo de aquí está allá? —pregunta un medio enterado.

—Así se hacen los museos.

—Pues yo creía que Elche era árabe.

—También. Y las palmas para el domingo de ramos salen casi todas de aquí.

—Nunca había oído que había palmas blancas. Creí que las pintaban.

—No son blancas —dice uno pequeño, tan pequeño que casi no se le oye y, desde luego, no se ve—. Las acogollan, atándolas. A eso le llaman capuruchar, y las cubren con palmas viejas. No es nada fácil. No hay escaleras que lleguen y hay que subir arriba y trabajar en la copa. Además que eso no se puede hacer más que cada cuatro años porque sin eso la palmera se muere.

En vez de «morir» dijo una grosería, que coincidió con el arranque brusquísimo, lo que multiplicó las maldiciones.

El apeadero de Albatera–Catral está junto a un pequeño grupo de casas. Lo demás, desierto; a lo lejos un plantío enorme de palmeras. Sacaron el muerto. Lo dejaron a la sombra, cubierto con un saco y echaron a andar mientras desenganchaban la máquina que aullaba desesperada, dando vuelta, haciendo de la cola cabeza, para regresar a Alicante.

Cuatro barracones de madera, dos con literas. Veinte mil metros cuadrados. Alambradas. Millares de prisioneros.

—¿Cuántos?

—Pues, por el momento, no lo sé. Dicen que dieciséis o diecisiete mil.

Estuvieron sin comer ni beber un día entero. Menos mal que a la mañana siguiente, el cielo, a veces clemente, echó de sí una cantidad fenomenal de agua, lo que resolvió algunos problemas. Un centenar, siguiendo el ejemplo del Madrileño, se pusieron en cueros, con tal de lavarse, al gran escándalo de los guardias que no se atrevían, por el diluvio, a castigarlos, tal como suponían que era su deber hacerlo.

A los dos días, hubo lentejas y empezaron a construir chabolas con los materiales que pudieron recoger. Las palmeras se prestaron dócilmente.

—No lo creería nadie, pero ésta es una de las regiones más desérticas de España. Sí, al lado mismo de las más fértiles.

—Toma éste: ¿qué de particular tiene?: al lado de mi casa hay un solar que es una mierda.

—También tienes razón.

Traían el agua en tanques, pero no siempre. Lo único que empezó a proliferar fueron las liendres. En su honor se bautizó lo que vino a ser la calle principal del campo: «Avenida del Piojo».

A uno de los barracones se le denominó Hospital, aunque careciera de medicinas; médicos sobraban. Hacia el 25, aparecieron tiendas de campaña, de la división Littorio que, por lo visto, ya no las necesitaban. El jefe de la intendencia —del batallón de San Quintín— todavía pudo exprimir a los prisioneros (algunos no habían pasado por el puerto) cambiando pan y chocolate —enviado por los familiares de los presos— por el saldo de estilográficas y relojes de los detenidos. Por entonces empezó a pasearse por allí un comandante de carabineros, Velasco, que había sido hombre de cierta confianza del arma del lado republicano; denunció a Zavala, a Valldecabres, a Toral y a cuantos le pareció. Los llevaron a la cárcel de Orihuela. Según se supo, no duraron mucho. Empezaron a correr noticias de la represión, sobre todo cuando se instaló una llamada «comisión calificadora» que no se mostraba muy exigente como no fuera para que la gente regresara directamente a su pueblo. Empezó la feria de los avales, para los ilusos. Todos avalaban a todos con tal de tenerlos a mano, entre ellos. Dividíanse los regresados a su lugar de origen en tres categorías: los que se quedaban en las comisarías, de buenas a primeras; los que iban a parar a los cuartelillos de la Guardia Civil y los afortunados, que iban a la cárcel. Las dos primeras categorías se diferenciaban poco: palizas y dos o tres palmos de tierra, a lo sumo en cuarenta y ocho horas. Los últimos solían ser juzgados, por un llamado código militar; condenados a muerte, algunos veían conmutada su pena por treinta años y un día de cárcel.

Por aquellos días llegó a Albatera la primera pareja de la Guardia Civil. Si ellos se quedaron estupefactos al contemplar diecisiete o dieciocho mil detenidos, a los tales les sucedió lo mismo y cayó, de pronto, un silencio total.

La pareja entró en el Cuerpo de Guardia. Cuartero cogió una piedrecilla del suelo y empezó a sopesarla.

—¿Qué? —le preguntó Plá y Beltrán— ¿ya viste?

—Sí. ¿Ya te habías olvidado?

—Sí.

—El hombre no tiene remedio.

El jorobeta rubricó.

—Ni el odio.

Albatera había sido campo de trabajo de la República, para setecientos presos. El sistema de sonido era bueno, los altavoces colocados arriba de postes no dejaban lugar a dudas:

—¡De Albacete! ¡De Cádiz! ¡De Carcagente!

El miedo, según el lugar: que si los sacan les pegan hasta la muerte, amén del fusilamiento o del tiro en el occipucio. De Huelva, de Badajoz, de Madrid, de Albacete, de Bilbao, de Madrid, de Castellón, de Vinaroz, de Madrid, de Utiel, de Valencia… Tres, cuatro comisiones al día.

Un jovencito entre los llauros de la comisión de Catarroja. Le mira. Pasa. Se deshace la formación. A los cinco minutos, otra vez su grupo, en el barracón, de dos en dos. Se siente perdido, sin remedio.

—¿No te acuerdas de mí? ¿Tú eres Gaos, no?

—Sí… (Sin remedio).

—¿No te acuerdas de mí? ¡Rivera! De los jesuitas… ¿Qué haces aquí?

—Ya ves, la guerra.

—¿No quieres nada?

—No.

—Que tengas suerte.

Cuando algún tiempo después, para ganar tiempo, dividieron el campo en dos con una alambrada, y los hacían pasar —dos, tres, cuatro veces al día— frente a la comisión en turno le señaló con el índice, cuando menos lo esperaba, un traidor, de Madrid.

—Los de Burriana, ¡afuera!

Hacía veintitantos años que faltaba: ¿quién iba a reconocerle?

—¡Todos los de Burriana, que salgan!

Salieron muchos. Piden los nombres.

Un cojo, de la policía:

—¿Cómo se llama?

—José Monleón.

—¿Cómo se llamaba su padre y su madre?

—José y Manuela.

—Váyase para adentro. ¿Qué espera? Coja su maleta y métase.

Todos los escogidos, fusilados a veinte kilómetros del campo.

—¿Y tú?, ¿por qué no?

—No lo sé. Desde ese día me miraron mal.

—Había un mulo. Me lo habían prestado en aquella casa perdida con tal de que trabajara. El dueño debía ser amigo del sargento que pasaba lista en mi grupo. Sólo me dijo: «Te vas a ir a trabajar con Vicente Altabaix, allí». Una casa aislada y sola —claro— en la que además del dueño y de una vieja que posiblemente era su madre, no había nadie más que el mulo. Vicente Altabaix no hablaba gran cosa y aun es mucho decir: no decía palabra. Por la mañana, alzaba la cabeza para decir buenos días y por la noche, hacía una seña con la mano derecha para que me fuese a dormir. La vieja tampoco gastaba palabras, porque no podía, tartamudeaba insensateces a consecuencia de una hemiplejia que la había dejado imposibilitada, no del todo para andar, iba de aquí para allá haciendo algunas cosas y de comer. Casi moríamos de hambre. Pero, por lo visto, Vicente Altabaix estaba acostumbrado a esa estrechez. A la vieja nunca la vi comer. El problema era el mulo y mi trabajo consistía principalmente en satisfacer su gula. Era un animal muy dado a hincar el diente en lo que fuera. A mí, los cuadrúpedos nunca me han sido simpáticos, ni sé, de verdad, para qué sirven. Ya estoy al cabo de que dicen que en los montes son muy seguros de patas y que sirven para los contrabandistas. No soy contrabandista. El mulo de Vicente Altabaix le servía para subirse en él y llegar relativamente pronto a Orihuela y vender y comprar —poco—, ya que todo cabía en unas alforjas.

Me pasaba mucho tiempo mirando al animal, que no me hacía ningún caso; comiendo casi siempre, parecía ignorar que me pasaba los días buscándole condumio. Lo demás era espantar moscas. Pero, poco a poco, se fue forjando en mi imaginación la idea de aprovecharle para escapar. Ir en sus lomos hasta Orihuela —eran cuatro horas—, venderlo y con lo que me dieran, después de comer hasta hartarme, tomar el tren y llegar a Madrid, fiado en la buena suerte o de la voluntad de los viajeros que me esconderían de la policía. Así que, un amanecer, ensillé el animal y como Dios me dio a entender, que fue con no poco trabajo, me encaramé en la silla dándole en la panza con los tacones y una vara. Salí al campo de Albatera decidido a llevar a bien mi escapada. Había contado con todo: agua, pan, cebollas, tomates, ajos, pero no con mis nalgas. Reconozco que era la primera vez que subía en un animal de ese porte. Al principio —muy al principio— todo me pareció de perlas (hasta el color de la neblina que se iba disipando), la altura, desde la que descubría más paisaje, por árido que fuese; el trote que emprendió la bestia y que me alejaba más aprisa de lo que había supuesto del lugar de mi encierro. Pero al cuarto de hora, ya cierto dolorcillo hizo acto de presencia en mis ingles, la parte alta de los muslos empezó a quemarme, la horcajadura a hacerme la vida imposible, la entrepierna —me pareció— hecha pura llaga. A la hora, desjaretado, perniabierto, creía estar sentado en puntas de clavos, como un faquir cualquiera, con la diferencia que va de la espalda y el trasero a los órganos de la generación y al final del espinazo, infinitamente más dolorosos. Total, que mi bragadura se me volvió bragablanda y no hubo forma humana de soportarlo. Ya se sabe desde hace mucho que «quien no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas». A lo primero me enfrento con cualquiera, pero no en carne viva. Total, que no supe qué hacer: si descabalgar como Dios me diera a entender o ponerme a mujeriegas. Todo me lo resolvió el mulo, a quien con tantos escozores y daños no me cuidé de guiar y quien me dejó, después de dar unas vueltas, a las puertas del campo donde me acogieron de la manera más natural. Me trajeron aquí, me acostaron y menos mal que consiguieron vinagre.

—Somos incapaces de grandes organizaciones, por ello todas nuestras industrias son monopolios o copias o están en manos extranjeras y no hay cosmogonía españolas sino moralistas que ponen en verso el aire que les rodea. Somos federales por no poder contribuir a un Estado, cosa complicada. Sencillos a la fuerza, enemigos de problemas, porque los desconocemos, por no llegar a ellos. «Cortar por lo sano», cuando alguien nos molesta, sin intentar darle a la razón tiempo de deshacer entuertos o embrollos. Antiburócratas, furiosos de hacer antesala: nos irrita la dignidad y el hígado. Nosotros; guerrilleros; al hecho, pero directo, sencillo. Al fin y al cabo somos un pueblo de pueblos pequeños, un pueblo de ensayistas. No puede haber un Kant o un Hegel español: no nos cabe en la cabeza.

A pesar de las desolladuras y del escozor, me dormí, molido. A la mañana siguiente, un día antes de que se lo llevaran a Valencia, uno de los que vino a verle, le endilgó lo que sigue y que hago constar más para muestra de mi buena memoria que para otra cosa:

—Lo que más hiere es la falta de respeto por el hombre. Somos borregos.

—Pero no mulos.

Me miró el acostado, a quien había contado mi malandanza.

—Allá se van. No porque nos manden; también los nuestros nos mandaban durante la guerra, sino porque hacen de nosotros lo que les da la gana sin atenerse a ley alguna. Se creen superhombres, por vencedores. Y no lo son: ni lo uno ni lo otro. Si lo fueran no les importaríamos nada. Nos tienen miedo.

Creí que tenía fiebre. Parece que no. Se reponía de una paliza.

—Se sienten superiores no por sus ideas sino por su color; por católicos contra ateos, por blancos.

—Nosotros también lo somos —me atreví a decir volviendo por lo que veía.

—Es donde se equivoca, amigo mío —ni le conocía—, usted y yo somos por lo menos mestizos, tal vez negros.

Lo tuve por loco.

—O judío.

—¡Óigame! ¡No insulte!

—¿Para usted es un insulto?

—¿Para quién no?

—Entonces no le dije nada.

Me dio la espalda. Cuando llegó otro compinche les oí susurrar, supongo que referente a mí:

—Es un chivato.

Manos blancas no ofenden, ni pensamiento de orate. Pero no las tenía todas conmigo. Hasta que un día, en una hondonada, me molieron. Me quejé.

—Y tú, ¿por qué no te decides a ayudarnos?

—¿A quién?

—A nosotros.

—¿Cómo?

—Diciéndonos de una buena vez quién es quién. Quién se esconde bajo un nombre falso. O cosas así.

—¿Yo? ¿Por quién me han tomado?

Y me brearon, pero en serio. Ahora, los otros. La verdad es que nunca he tenido suerte. Nacer el mayor de dieciséis hermanos no se lo deseo a nadie, atonta al más pintado.

—Que salgan todos los de Almansa: una comisión.

—¿Tú no eres de Almansa?

—Sí.

Eran veinte factótums, treinta del campo. Pasaron por las horcas caudinas.

—¿Tú no eres Juan García?

Juan García, muy quitado de la pena.

—Sí.

—¿No te acuerdas de mí?

—¡Cómo no! ¡Hola, Luis! ¿Qué tal?

Primo carnal.

—Ya teníamos ganas de verte.

—Pues aquí me tienes.

No lo tuvieron mucho tiempo. De los veintiocho que se llevaron, ni uno quedó cinco kilómetros más allá.

Los dos que lo contaron fue porque eran sobrinos del cura y —de verdad— republicanos por equivocación.

—¡Qué salgan todos los de Burriana!

Yo nací en Burriana pero no puedo decir que soy de allí, porque nos fuimos a vivir a Valencia cuando tenía menos de un año. Pero, al fin y al cabo, soy de Burriana. Vi el cielo abierto: evidentemente la delegación que venía a hacer la saca no tenía por qué conocerme, sin contar que mi apellido debía salvarme.

Mi padre había sido diputado conservador por la provincia.

Entré en la tienda de campaña, cerré mi maleta, salí y me puse en la fila. Era, como siempre antes de que dividieran el campo en dos y nos hicieran pasar por aquel portón estrecho —la «puerta de arrastre», como decía uno de Madrid que tenía gracia—, con la comisión enfrente, viéndonos las caras, uno a uno, escogiéndonos como animales: —Éste sí, éste no. Era el principio y todavía nos hacían formar en cualquier parte y pasaba la comisión ante nosotros en vez de pasar nosotros delante de ellos.

Un viejo, cojo, estaba tomando los nombres. Me tuve que poner casi al final. Me tocó el turno.

—¿Y tú?

—José Monleón.

—¿Monleón? ¿Hijo de don José?

—Y de doña Manuela Reverté.

Me miró, me dijo:

—Coge tu maleta y métete en esa barraca. Me dije: ya me fastidié. Y yo que creía… Poco después, entró y me dijo:

—Vuélvete a tu sitio.

A los demás los metieron en un camión y a dos kilómetros del campo —más o menos— los picaron. Es curioso cómo salva uno su vida, a contrapelo. Aquel viejo había conocido a mis padres. Mi padre fue una especie de cacique. Todo parece mentira.

(Cada vez lo cuenta de otra manera).

A Rodríguez Vega, en buenas condiciones físicas, le mandaron a un campo de trabajo, con novecientos, más o menos. Formaban grupos de cien, dormían en chabolas improvisadas con hojalatas, maderas, ¿sacadas de dónde?

Llovía —torrencialmente—. Se mojaban, se secaban a la hora o al día siguiente, al sol. No hablaban ya de la guerra. Contaban cuentos verdes o sucios, cuanto más verdes o más sucios, mejor.

No sabían exactamente dónde estaban: sólo que a veinte o veinticinco kilómetros de Albatera. ¿Para qué más? Si querían escaparse podían hacerlo. Un día, en que uno de la Gastronómica estaba encargado de las obras (quitar unas piedras y «ponerlas allá»), salieron juntos, él y otro, con un solo sombrero de paja, que se iban pasando; el otro, mientras tanto, se cubría con un trozo de palma seca. Así llegaron al apeadero de Albatera–Catral; entraron en un tabernucho. El otro, el de la Gastronómica —¿para qué dar su nombre?— traía algún dinero.

—¿Son del campo?

¿Para qué negar? El tabernero le vendió a Ricardo (no se llamaba así) un traje casi nuevo y un salvoconducto para Málaga que quién sabe cómo sacaría de la oficina. No tenía más. Llegó el tren, el de la Gastronómica subió sin dificultad, tras el examen de su documento por una pareja de la Guardia Civil. Rodríguez Vega, que se había escondido del otro lado de la vía, intentó subir al tren en marcha; no pudo y se quedó en tierra.

—Vuelve otro día, a ver.

Junio, julio, agosto…

Vuelven del fusilamiento.

—Por más que me machaco la cabeza, no lo entiendo.

—El qué.

—Que nos tengan a todos formados ahí durante cinco horas, para escabechar a esos tres.

—El ejemplo.

—¿Qué ejemplo? Los han fusilado porque intentaron fugarse. ¿Sí o no?

—Sí.

—Luego es que tienen interés en que no nos escapemos.

—Dijo Perogrullo.

—Si no quieren que nos larguemos con viento fresco, o no, es que nos quieren vivos —medio muertos de hambre—, pero vivos.

—No hay falta en tu razonamiento.

—Entonces ¿por qué a los mismos, o a todos, lo mismo da, nos sacan del campo y nos asesinan a la vuelta de la esquina?

—No tiene explicación.

—¿Entonces?

—Y tú, ¿para qué quieres que todo sea como dos y dos? Somos mucho más sencillos o, si no, explícame por qué estas montañas, allá en el horizonte, por pequeñas que sean, tienen esa forma y no otra o por qué este arbusto no tiene veinte centímetros más. Yo no niego que a fuerza de estudios, que llevarían mil vidas, sepamos por qué el Mulhacén tiene la forma que tiene y no otra. ¿Por qué eres más bien chatillo y no tiene tu nariz medio centímetro más? Son hechos que aceptas sin rechinar. ¿Por qué, con mucha más razón, ya que no es algo que se puede tocar, no quieres aceptar que fusilen a X a la vuelta de la esquina cuando nos han tenido en conserva meses y meses? Igual que a las sardinas: las pescan, las descabezan, las enlatan y, ¿quién sabe cuándo se las coman? ¿Por eso han de ser peores? El hombre es cruel y bajo, cree ir a lo suyo, es capaz de matar por ideas, lo que es mucho peor —lo reconocerás— que hacerlo por interés, por pasión. Nada te impide, por lo demás, unir los tres impulsos…

Tres meses de latas de sardinas, dos meses de lentejas. Rodríguez Vega había pasado inadvertido. Por entonces, repartieron unas hojas para que todos apuntaran los nombres de personas destacadas que estuvieran en el campo. Cuartero escribió: «Servidor de ustedes». Le hicieron pasar a un despacho mugriento:

—No permitimos a nadie que nos tome el pelo.

—No es ésta mi intención.

—¿Quién es usted?

—El que firma.

—Le he preguntado quién es, no cómo se llama.

—Escritor, autor dramático.

—No me suena.

—Desde luego no soy Pemán ni Benavente.

—¿Qué hizo durante la guerra?

—Custodiar cuadros.

—¿Por quién me toma?

—Le digo la verdad.

—Entonces vuelva al campo, y dele gracias a Dios de haber tropezado conmigo.

Cuartero inclinó la cabeza. Iba a salir cuando el sargento le preguntó:

—¿Sabe escribir?

—Sí. Vamos, creo que sí.

—¿A máquina?

—También.

—¿En cualquiera?

—Más o menos.

—¿A qué partido pertenecía?

—A ninguno.

—Entonces, ¿por qué está aquí?

—Si no se enfada, le diré que por cuidar cuadros.

—Mire: a mí no me toma nadie el pelo. Pensaba emplearlo en hacer unas listas, pero a listo no me va a ganar; así que: fuera, ¡fuera!, ¡fuera he dicho! A menos que tenga ganas de ir al Cuerpo de Guardia, a pasar un buen rato.

En el Cuerpo de Guardia, apaleaban por un quítame allá esas pajas, denuncias aparte.

Vicente Farnals, José Jover y Luis Sanchís —el sobrino—, a los cinco meses no aguantaron más, sobre todo por la comida, convencidos de que fuera había de todo, si no en abundancia, en cantidad suficiente para saciar el hambre que les roía. Jover había conseguido esconder, entre los dedos de los pies, un billete de mil pesetas. Luis Sanchís había salido una vez del campo sin mayores dificultades pero, sin un céntimo, perdido, tuvo que volver aunque, ya sin papeles, no le querían dejar entrar. Lo hizo a nombre de otro: contó que se había escondido en la sierra, que no pudiendo más, se entregaba. Resolvieron fugarse los tres. Rodríguez Vega intentó disuadirles. Salieron —no era gran problema—. Les perdió, en Dolores, el billete famoso. Los fusilaron, en el cementerio de Albatera, ante mil quinientos presos, para ejemplo. Cuartero heredó los papeles falsos de Sanchís. El día anterior Rodríguez Vega —que pensaba dejar pasar más tiempo— decidió fugarse otra vez, ya que se habían presentado unos policías de Madrid; no pudo: cambiaron de centinela a otra hora.

El campo, en dos meses, había duplicado, a pesar de las «sacas». Ahora, ya lo dije, en vez de hacerles formar y que las comisiones de los pueblos les pasaran revista, colocaron, atravesando el campo, una alambrada y una estrecha puerta, formada por troncos, en el centro. Las comisiones se colocaban ante ella y miraban pasar a los detenidos, uno a uno, en fila india.

—¿Cómo se llama?

—José Rodríguez.

—Pase. Llegó uno corriendo, por detrás.

—¿Cómo dijo?

—José Rodríguez.

—Segundo apellido.

—Vega.

—Quédese ahí.

Se conocían bien: Amor Buitrago, un anarquista, relativamente joven, del Puente de Vallecas.

La tarbea dedicada a los detenidos más peligro sos o en disposición de ser trasladados era una nave de unos quince metros por seis, recién construida, sin ventilación, hedionda. Dentro, unos cien. El centinela le conocía. Se miraron. Del sindicato de Artes Gráficas, de Madrid. Atardecía. Le llamó a los cinco minutos.

—¿Te tomaron declaración?

—No.

—Sigue a la derecha, luego das vuelta a la izquierda, diez metros. El que está ahí es de confianza. Dile quién eres.

También le conocía.

—¿Dónde piensas ir?

—A Madrid.

—¿Ya sabes que tu madre ha muerto?

Como si no tuviera cabeza. No tuvo fuerza para decir que no. Caminó tres metros, se apoyó contra la pared, se dejó caer por dentro, llorando: era lo único que tenía.

—Me van a relevar…

Volvió sobre sus pasos, lentamente.

—Por ahí, no.

Hizo un gesto; no podía hablar. Siguió adelante, volvió al barracón. Irse, ¿para qué?

—¿Qué pasó?

—Nada.

—Pues, hijo, como si hubieras visto al coco.

Fugarse, ¿para qué? Su madre; lo único que tenía, lo único suyo. Madrid, sin ella, no era Madrid. Mejor enfrentarse, por última vez, con el enemigo, con los jueces, combatir aunque se supiera perdida la batalla de antemano. Escupirles la verdad. Se puso a pensar, a componer su discurso, en defensa de la clase obrera. Las Salesas. ¿Serían las Salesas? Seguramente no. Tal vez no haya nadie, sólo los jueces. Pero no importa: «He luchado toda mi vida por la dignificación de la clase obrera y no fallaré a mi deber ahora. Los obreros son la única gente decente que hay en España. (Los obreros, ¿y los campesinos? No me arrepiento de nada de lo hecho en su favor y si hubiera que volverlo a hacer lo haría sin dudar un solo momento. Esta clase hambreada (emplea esa palabra desde que oyó el discurso de Azaña, en Valladolid), esa clase pisoteada, hombreada, necesitada (muchas aes), que no saca de su trabajo más fruto que hambre y más hambre, que se ha visto acoceada, abatida, despreciada, afrentada continuamente por los ricos, los terratenientes, los patronos, pudo recibir un día la luz e intentó aprovecharla y yo ayudé en lo que pude a ello y volveré a hacerlo porque nada hay en el hombre que le haga sentirse más hombre que trabajar en favor de los hombres. Alego y alegaré siempre a su favor. Yo, señores del jurado (no le habrá), soy un obrero, nada más ni nada menos que un obrero y alzo y alzaré la mano, el puño, por defender mi clase pisoteada por ustedes. Y mi desprecio…».

—¡Madre!

«No volveré jamás la espalda a mi deber».

¿Cuándo moriste? ¿Cuándo? ¿Cómo? Con los ojos se ve, ¿cómo no lo noté? «No hacéis sino ayudar a la duración de los males. ¿De qué servís? ¿A quién? ¡Y os decís cristianos! Aherrojáis a lo mejor del pueblo español. Os empleáis en servir a vuestros dueños que ni siquiera os lo agradecen. Esclavos, ostentáis nombres ajenos aunque sean los de vuestros padres. Habéis faltado a vuestra palabra, que es vuestro nombre. Trabajar es honrar al hombre y sólo sabéis emplearos en faenas serviles».

No me dejarán. Me callarán. Pero lo habré dicho. ¿Dónde te habrán enterrado? ¿Cuándo? ¿Quién? Ir, enterrarme.

Ahora le sabe mal haberse dejado vencer por el desaliento. Ya cambiaron los centinelas. Esperar. Mañana.

Discurso, el que oyeron el día siguiente, formados, de boca del ilustrísimo señor Ernesto Giménez Caballero. Collar de sandeces sobre la grandeza de España, pasada, presente y futura, dichas en tono histérico:

—¡España una y grande! ¡Franco, Franco, Franco! ¡El destino imperial de España!

—¿No te jode? Mientras, los falangistas registraron las barracas. El domingo siguiente, lo hizo, concienzudamente, un dominico.

—¿Quiere que le ayude, padre? —le preguntó, en guasa, el Madrileño.

—No, gracias, hijo.

—Pues mucho cuidado, porque se puede caer de la moto.

—No te entiendo.

—Pues no hablo en latín, padre.

Al día siguiente, fusilaron a tres más, dos de la CNT y un comunista que intentaron fugarse la noche anterior. La única diferencia con el ajusticiamiento pasado fue que esta vez tuvo lugar en el centro del campo, que juntaron a todos los presos para presenciar el «escarmiento». Después desfilaron todos, de cuatro en fondo, ante los cadáveres.

Hubo más. Por aquellos días trajeron moros para relevar a los soldados.

—Magníficos regulares —como dijo el Madrileño.

El hambre era general; si mayor entre guardados, nada insignificante entre guardianes. Ocurriósele a un comandante ofrecer un pan por prisionero atrapado en el momento de escapar, amén de un tanto en efectivo, siguiendo una vieja costumbre árabe. Un magrebino, más listo que otros, trincó a un pudoroso que iba más lejos que los demás para encuclillarse en busca de más libre exoneración y poca vista. No pudo defenderse y cayó con otros quince, el primer día. Luego el número fue aminorando, más precavidos los prisioneros, pero si los ajusticiamientos a la vista disminuyeron un tanto, los otros, resultado de las visitas de las «comisiones» fueron en aumento.

Amor Buitrago denunció a cien de la CNT como lo había hecho con Rodríguez Vega; en la tarbea se le acercó uno de las Confederadas para decir a éste que lo sentía mucho:

—Que nos denuncie a nosotros, ¡bueno!, pero no a uno de la UGT.

—No os preocupéis: eso pasa en las mejores familias.

Rodríguez Vega se puso, amargado, a pensar que había sacrificado su vida —toda su vida—, por gentes como ese Amor Buitrago. Reaccionó: uno entre cien. Valía la pena. Pero, de todos, le quedó un gusano roedor metido bajo la piel. Sin contar los piojos, que no le dejaban descansar.

A los tres días, le trasladaron a Madrid. En el tren, en tercera, naturalmente, dos guardias civiles se entretenían en hacerle cantar de cuando en cuando Cara al sol. En la capital, le encerraron en uno de los calabozos de un edificio del 36 de la calle de Almagro. Lo enseñaron a unos periodistas:

—Aquí lo tienen.

—Éste es Rodríguez Vega.

—Es el famoso secretario de la UGT.

Trajeron un puñado de fotografías de los capitostes de la República: Azaña, Largo Caballero, Negrín, Durruti.

—Ahora te los comes.

Ante todos.

—No.

La bofetada debió de oírse en la calle. Rodríguez Vega recapacitó, cerró un momento los ojos. Se los comió.

Los que más palizas recibían eran los que fueron policías de ocasión, aunque es de justicia reconocer que los profesionales que habían seguido siendo fieles a la República no quedaban a la zaga. Más de uno, que nada tuvo que ver con la guardia del orden, dio en tirarse por las ventanas, por acabar antes. Lo que motivó la ira y el grito, hasta cierto punto original, de un teniente:

—¡Al que se acerque a una ventana para matarse, le dispararemos sin límite!

Por lo demás no había gran novedad: la bañera (sumergida la cabeza una y otra vez en el agua helada), ciertos toques eléctricos en las llamadas partes nobles.

Era ya el invierno. El mundo estaba en guerra, Polonia y Checoslovaquia habían dejado de existir, lo mismo que Estonia y Lituania. Los comunistas decían:

—¡Quién fuera finlandés!

—Decir que el mundo es hermoso, sería mentir —decía Vicente Dalmases, detenido en Gandía, a quien iban a juzgar pronto. No abría boca para no hablar de Asunción.

—Yo había dado mítines por toda la provincia durante cinco años. ¿Qué digo cinco? Cerca de diez. Me conocían todos. Por lo menos eso creía yo. Era el orador obligado del partido comunista. No éramos muchos. No era como los radicales–socialistas o los radicales a secas que los tenían a montones. Cada vez que llegaba una «comisión» de un pueblo de la provincia de Valencia me decía: esta vez me toca. Lo mismo me daba. Desde que salí de Alicante me había caído encima de los hombros una resignación increíble. De Enguera, Alberique, Chiva, Liria, Nules, Játiva, de Carcagente, Alcira, Sagunto, de Real de Montrol, Requena, Segorbe, de Villareal, ¡qué sé yo! Y nada. Las «comisiones»: esos llauradors con sus blusas negras, sus sombreros negros, sus caras tostadas y algún jovencito, huérfano seguramente. Buscaban a los del pueblo, los escogían, se los llevaban. Todos los días: Nules, Rafelbuñol, Viver, Utiel, Ayora, Concentaina, Benifayó, Sollana, Cullera.

Llegó una de Madrid. Salí tan tranquilo. Yo no había estado en Madrid. ¿Quién me iba a conocer?

Pasé la puerta y a los dos pasos oí que chistaban, no me di por aludido.

—Usted, usted.

Era a mí. Y el que estaba allí señalándome era el pagador del ejército del Centro. ¡No me había de conocer! A mí y a tantos. A todos. ¡Tan amigo que era del general Menéndez! Era un agente de ellos. Así me metieron en el calabozo del campo. Me llevaron luego a Portaceli, luego aquí: cuatro penas de muerte, por falta de una.

Al fin y al cabo, ¿qué te importa? Una o cuatro… Además, dicen todos que el Papa se interesa por ti así que… Hablo de lo mío, que es lo que me importa. Todo, cuestión de memoria: entrabas en la casa: el recibidor largo, estrecho, la alfombra, ¿cómo no me he de acordar de la alfombra carcomida, con su trama y su urdimbre a la vista, en el centro, como si el suelo estuviese cuadriculado? Luego venía el color café, y el rojo, entrelazados, y la escalera de madera, pintada de color crema, sucia en todos los bordes, lo mismo los escalones que el pasamanos con su bola grande: sucia, no; vieja y sucia, parda de tanto agarrarse. Tal vez si lo hubieran lavado todo con agua y jabón hubiese quedado mejor, pero Gloria no quería. Se lo dije muchas veces, pero no había nada que hacer. Así era. La escalera recta, la madera con aquellas muescas pequeñas. Siempre me acuerdo de ellas. Y del ruido del segundo escalón, al subir, al bajar; total: nada. A media pared aquel cuadro con el marco blanco que se hizo más amarillo, ¿por qué?, lo demás, untado de la misma pintura, no se oscureció tanto. Y era la misma, la compré en la tienda de la esquina, donde después construyeron aquella casa de siete pisos, de ladrillo, donde vivió la tía de Marcela, aquella gorda que acabó rompiéndose el coxis. Sí, la casada con aquel tipo raro que vendía ranas. ¿No te acuerdas? Sí, aquella que decía siempre: «Pues, sí, señor. Pues, sí, señor». La pintura del marco se hizo amarillenta. Me acuerdo del cuadro como si lo tuviera delante de los ojos: El frente de dos barracas, un emparrado, dos valencianas con faldas amarillas y detrás una especie de obispo, de morado.

Cuando llegó Gloria, la primera vez, en seguida vi lo que era: más alta que yo, delgada, puro hueso decían: ¡qué falta de vista! Delgada de la carne tan apretada… Blanca. Luego se volvió amarilla. Simpática. El amarillo es el color que más me gusta. Los colores echan raíces. No, hijo, no murió de ictericia, de cólico miserere. Hace poco. Gracias por el pésame, pero no tienes por qué molestarte. ¿Algo más? Porque puedes largarte con viento fresco. Anda, hijo, anda: a la mierda, a la mierda. ¿O crees que no sé por qué has venido? Te molestó que me casara con ella. Hubieras querido mi lugar en la cama, pero te gané la mano. Fastídiate, hijo: no hubo ni habrá otra como ella. Y ahora vete, que no te vuelva a ver. Sé lo que intentaste: te oí aquella noche. No te dije nada entonces porque a lo mejor se hubiese ido contigo. No lo hizo porque ninguno de vosotros se atrevió a decírmelo. Y os fastidiasteis y yo la tuve. Ahora sólo me queda mirarme en el espejo, verme viejo pero diciéndome a todas horas: yo la tuve. Yo, el viejo, yo la tuve y tú, no. Yo. Y cuando me muera sólo quiero tener un espejo y mirarme y repetirme hasta que desaparezca de mi vista: «La tuve». Vete. Aquí me quedo solo. Me iré con el gusto de saber que te morirás con la rabia de no haberte acostado con ella. Y eso, hijo, calienta las tripas. Único consuelo que me deja su muerte. El pasar a mejor vida, como dicen en serio, siempre es feo, pero ésa, ni a ti te la deseo.

—No, si no vengo a darle el pésame.

—¿No?

—A detenerle.

—¿No podían haber mandado a otro?

—Me enviaron a mí.

—¿Y te alegraste?

—Hasta cierto punto, sí.

—¿Por lo de la Gloria?

—Sí.

—¿Y porque eres de Falange y yo del Partido Federal?

—También.

—¿Tanto me odias?

—Ni eso siquiera. Coja una manta y vámonos.

—¿Adónde me llevas?

—Ahí cerca, a la calle de Almagro. Y aquí estoy.

Dos penas de muerte nada más, una por la Gloria, otra para mí.

Gaos no tiene ganas de hablar. Quisiera que le cambiaran de celda, con un antiguo compañero suyo, de Crevillente; también condenado a muerte, por nada: por haber sido de la FUE.

—¡De la Federación Universitaria Española! ¡Figúrense lo que habrá hecho!

—Ignoro lo que se figuraron pero lo ajusticiaron en noviembre.

Ya hacía frío.

Rodríguez Vega —con otros papeles, que sólo él sabe quién le cambió— seguía preso, allí estuvo dos años, en la que llamaban «Galería de la Paz Honrosa», porque allí había estado Besteiro antes que le juzgaran y condenaran y muriera en un decreto de «no peligrosidad», y dicen que llegó a México.

A los niños de Héctor Buñuel les dio por ir a jugar al Campo de los almendros. Encontraron muchas cosas. Primero jugaban con ellas y luego empezaron a hacer cambalaches sin decir dónde tenían su mina: casquillos, navajas, plumas, hasta dinero, del que ya no servía. Para lo que sirvió fue para que condenaran a treinta años de cárcel a su padre, que no pudo explicar la procedencia de tanta guarrería almacenada en su casa. Porfiaron los niños, lo explicaron diez veces, bastaron los antecedentes sindicales del cabeza de familia para suponer que obraban bajo su mandato con tal de atesorar «bienes pertenecientes al Estado».

—Claro que no sé hablar, pero puedo contar. Mal, claro, pero puedo, ya que a usted le interesa. Claro que fui al Campo de los almendros. Estaba lleno de almendras y de manzanitas que empezaban a nacer. Luego nos llevaron a la plaza de toros. Nos cruzamos con unos italianos, que iban desfilando con su bandera desplegada. Me hizo no sé qué en el estómago. En la plaza, separaron a los de más de cincuenta años y los pusieron en unas tiendas de campaña. A mí y a miles nos llevaron a Albatera, que no es un pueblo. Un campo. Los cónsules habían pedido que me trasladaran con todos los honores, y que me dejaran en libertad, bajo la custodia de uno de ellos. Bergonzoli aceptó.

—¿No era Gambara?

—Ya me he hecho un lío. No, Bergonzoli.

No le volví a interrumpir. Era muy susceptible; tan susceptible como pequeño y fornido.

—No acepté. Quise correr la misma suerte que mis soldados y que el pueblo. Tiré la guerrera y me puse una chamarra rota, para ser pueblo.

Hizo una pausa, repitió:

—Para ser pueblo. Allí no había nada que comer y cambié un reloj de oro por un chusco. En la estación. Albatera era una mierda, con perdón. Pero a todo se acostumbra uno. No a las «sacas», cada vez que decían el nombre de un pueblo se le revolvían a uno las tripas.

Llegaban los falangistas de todas las provincias y escogían a los suyos. ¡Los de Teruel! ¡A formar! ¡Los gallegos! ¡A formar! ¡Los de Málaga! ¡A formar! ¡Los de donde Cristo perdió el gorro! ¡A formar! Y pasaban revista las comisiones. Y escogían. Seleccionaban, otros les daban después el paseo. «Estoy pensando cómo —me decía uno de Gangas—, cuando me vayan a matar, llevarme por lo menos a uno conmigo». Lo sacaron. Lo supe después. Lo pusieron en un acantilado y cuando le dispararon avanzó y se llevó a dos con él para abajo.

En Albatera, había como unas casas de madera y cuadros con alambradas y soldados, custodiando. No sabían a quién sacaban libres o a fusilar. ¿Es raro, no? Se veía que salían unos y no sabíamos si se iban a sus casas o si los iban a escabechar.

A mí me juzgaron. Me formaron Consejo de Guerra. En Alicante, claro. Como comandante de la Plaza. Me nombraron un oficial defensor.

—Yo quiero defenderme yo —les dije—, porque no puedo pensar que un enemigo mío me pueda defender.

Me condenaron a muerte, claro; por traición militar, por antipatriota. «¿Qué alega el reo?». Entonces fue cuando les dije: «Yo no soy militar, soy un hijo del pueblo. He ocupado un puesto porque mi patria me lo ordenó. Pero si, en 1935, me castigasteis por ofender a la bandera republicana y hoy me condenáis por defenderla, ¿con qué derecho me llamáis traidor? Traidores son los que faltan a su palabra y juramento y yo nunca di mi palabra ni nunca juré defender una bandera, como vosotros. Lo único que pido es que me fusilen pronto». Esto último lo dije gritando porque lo de antes armó lo suyo, claro. Entonces me encerraron en un cuarto donde había un colgado.

—Mira éste —me dijeron—, vete preparando.

Mi corazón ya no latía ni para el sentimiento ni para el Mal. Me senté y me puse a mirarle. Creo que le conocía, era uno muy sonado de la UGT de Madrid. Creo, no estoy seguro. Ni me acuerdo cómo se llamaba. Yo no creo en el Papa ni en los curas. Pero tengo un sentimiento de religión. Recé por él, ¿por qué le voy a mentir? Si hay un más allá, muriendo no se puede más que ganar.

Me dejaron allí cuatro horas. Luego me sacaron. Yo ya estaba dispuesto, pero me metieron en un auto, en un Hispano, y me llevaron al Puerto de Santa María. Allí, en la quinta puñeta. Es muy bonito. Yo ya lo conocía, de una vez que fui a Cádiz. Allí estuvo el barco ocho días. Me volvieron a juzgar, quién sabe por qué. A mí ya no me importaba. Ahora me condenaron a muerte por «alta traición militar». Les dije que a ver si se ponían de acuerdo.

Allí estaba yo solo, esposado de manos y de pies en una mazmorra. Se entraba por el túnel del penal y se oía el ruido del mar. Había una puerta de hierro, unas murallotas enormes. La entrada era estrecha. A la derecha me tomaron filiación y las huellas digitales. Luego, por una escalera de caracol nos fuimos para abajo. Unas escaleras de piedra, como de sótano. Eran celdas antiguas, donde había que agacharse para entrar; no había más luz que cuando abrían el ventanillo. Estuve cuatro días solo. Allí, en la oscuridad, era difícil saber cuántos días pasaban y cuántos no. En la celda de al lado había cinco que hablaban a gritos, con eco. Después metieron a tres o cuatro conmigo. Inculpados de ser de la «checa». Teníamos una guardia constante.

A los quince días dejaron entrar, no en la celda, claro, a los familiares de los que estaban conmigo. La mayor sorpresa fue que, debía ser por la tarde, le vi a uno la cara al resplandor de un cigarrillo. Y hablar con un guardia.

—¡Eh, Polo!

—No digas a nadie que estamos aquí.

Se comunicaron con los de la celda de al lado.

—¿Quiénes estáis ahí?

—Condenados a muerte.

Durante otros cinco días planeamos la fuga con los de la celda de al lado. A oscuras, siempre. Cuando el carcelero traía la comida o uno se ponía enfermo, otro centinela nos apuntaba mientras el otro esperaba. De allí creían que no se fugaba nadie. En la guardia había un extremeño, primo de uno de los presos. También había un gallego y su hermano. Con la ayuda del primo del extremeño preparamos la huida. No podía haber más que un plan y era que en la noche que le tocara al extremeño, matáramos al de la comida, abriéramos la celda de al lado. Así lo hicimos. Subimos. Asaltamos el Cuarto de banderas. Allí había cuatro hablando. Cogimos una pistola, dos bayonetas, dos fusiles. Matamos la guardia a bayonetazos. Entonces nos armamos más en serio, con fusiles ametralladoras y munición. Era entre la una y las dos de la noche. Llegamos a la puerta. Había cinco o seis y el cabo de guardia. Empezamos a tiro limpio. No sé cómo se nos unieron otros ni por dónde salieron. Llegamos a la estación y a través de los vagones del ferrocarril empezó el tiroteo. Contra soldados. Matamos fácilmente a los primeros cuatro o cinco, pero los guardias nos dominaban batiéndonos desde las torres. Nos fuimos al monte. Allí nos protegieron los gitanos, en cuevas de tierra, en las montañas. Cerca de Niebla. Allí empezamos a organizar las guerrillas, entre Cádiz y Huelva, las Guerrillas del Sur. Creían todos que aquello no podría durar. Comentábamos la pérdida de la guerra por la falta de unidad. Nos metimos en una cueva y grabamos en la pared una frase que decía: «Aquí descansan en paz los partidos políticos y vive tranquilamente la República Española». Llegamos a ser por lo menos doscientos. Allí formamos el Consejo Guerrillero y nos dividimos en grupos de diez. Lo malo es que agarraron a nuestro enlace en Niebla. Era una arqueóloga americana. Allí, en Niebla, es donde dicen que se usó por primera vez la pólvora en España. Es una ciudad que sabe lo que es la guerra civil. Parece que una vez, cuando los moros, degollaron a todos los hombres y los niños y vendieron a todas las mujeres en pública subasta. Aún hay ruinas que hacen impresión.

En las guerrillas había gentes de todas las tendencias. Asaltamos los pueblos sólo para comer y tener medicinas. Claro que había los cuarteles de la Guardia Civil. Por no querer disparar contra las mujeres y los niños tuvimos bajas. Claro que nos teníamos que retirar siempre. Luego, en vez de diez nos subdividimos en grupos de cinco. Lo bueno es pelear a unos mil setecientos metros del enemigo, esperar que se acerque hasta mil trescientos o a lo sumo hasta un kilómetro y luego desparramarse y desaparecer.

Un nacionalista vasco, que andaba en mi grupo, tenía un altar en una botella. Palabra. Yo sé cómo se hacen. ¡Figúrese!, con la de barcos que he visto armar así. Doctores no nos faltaban. Pero cuando uno, ese nacionalista vasco de la botella, recibió un tiro en una pierna; tres le vieron, pero el maldito creía que se iba a morir y, a gritos, pedía confesión. ¿Dónde encontrar un cura? Bueno, un cura que lo primero que hiciese no fuera denunciarnos… Pero me arriesgué. A tres kilómetros había un pueblo, una iglesia y un cura, claro. Fui a verle. Me metí en su casa y de plano le canté de lo que se trataba y aquel tío me dijo, como dos y dos son cuatro, que no iba:

—No quiero confesar y dar comunión a un rojo. Pero puede estar tranquilo, me sé callar la boca y por ideas no denuncio a nadie.

Por la noche, bajamos cinco al pueblo —aún íbamos en grupos de diez. Cogimos un burro. Eran las cuatro de la mañana. Me acuerdo como si fuese hoy. Llegamos a casa del cura.

—¡No me maten! —gritó aquel hijo de María.

—Vengo a buscarle —le dije.

Estaba temblando. Lo subimos al monte. Pidió uno que supiera ayudar a misa. Casi todos sabíamos. Confesó a aquel vasco que, por fin, se quedó tranquilo y no se murió ni nada que se le parezca. Al cura le dije:

—Va a estar tres días con nosotros.

Se quedó; bueno, ¿qué remedio le quedaba? Nos pasamos el tiempo jugando al tute.

—Estoy convencido —nos dijo— que la gente honrada de España está en la montaña.

No hablaba en coña. Tuvimos que asaltar la farmacia. Retirándome, me cortaron el camino y me escondí en su casa.

—Aquí, en esta santa casa —le dijo al cabo de la Guardia Civil—, no hay nadie.

A los tres días nos salvó, a mí y a dos más. Claro que Huelva y Río Tinto están bien, pero no para siempre. Yo me quería ir al Norte y, de ser posible, pasar a Francia. En trenes de carga llegué a Madrid y en un tren de leche a Valladolid. Allí tenía yo un tío, Antonio Calderón, que había combatido en África y a las órdenes de Franco. Me dio sus papeles. Luego lo fusilaron. No por haberme dado los papeles. Eso no lo supo nadie. Ya con los papeles, yo estaba más tranquilo y me fui a Vitoria. Bueno, eso de Vitoria es para contarlo más despacio porque sí estuvo bueno. En parte ya lo sabíamos, pero nunca creí que saliera tan bien. Claro está que los guerrilleros no teníamos mapas, digo mapas decentes, mapas militares, mapas a escala. Tampoco los había en España, digo, como no fuera, supongo, en el Ministerio de la Guerra o algo parecido. Durante la guerra, los italianos instalaron una imprenta de planos militares en Vitoria, claro que en italiano, con los nombres en italiano, del servicio topográfico italiano. Llegué a Vitoria y me enrolé en el Regimiento de Flandes, con el nombre de un individuo que yo sabía que estaba reclamado, pero que había muerto. Me presenté en la comandancia del Batallón número dos, el único de infantería que había en Vitoria. Yo lo tenía todo muy bien estudiado. De ese batallón mandaban gente a hacer la limpieza en la imprenta. Le di dos mil pesetas a un individuo y me hice con los planos que nos interesaban. Les puse un telegrama a los compañeros, en clave: «Compañeros, murió su madre» y me fui a pasar dos noches a Torrelavega, con mi mujer, a la que había hecho avisar. De ahí me volví con los papeles de mi tío, a Madrid y a Huelva, al Consejo de Guerrilleros que ya entonces formaba parte del «Consejo de Liberación Republicano». Lo malo es que me puse malo. Enfermo de verdad, pus en la cabeza, y yo ya había regalado los papeles de mi tío a uno que quería volver a su pueblo. Un falsificador muy hábil, de profesión, que estaba con nosotros, me hizo un pasavante provisional, a nombre de Valeriano Calderón, por haber perdido la documentación. Lo hizo con un corcho de garrafón y por cien pesetas. Me curaron en Cádiz. Me iban a dar de alta el domingo, pero no sé por qué dieron la orden para que no lo hicieran. A mí aquello me olió mal y al doctor también. Él era masón, yo también. Yo soy del todo. Figúrese, tenía yo trece años cuando mi primera huelga. Trabajamos en un bar, en Torrelavega, ahí es cuando me fui a Rusia en el Conde de Abásolo, de grumete. Después estuve en la Naval, en la Barceloneta. En Leningrado trabajé en una fábrica de tractores.

El tiempo va pasando, pero por más que quieran no puedo olvidarme de la guerra y de algunos tipos. Digan lo que digan, fue un buen tiempo. ¡Mire que aquel socialista de Tortosa, que, en el campo, escaldaba su lata de tomate cada vez que le iban a dar el café! Era de los que decían: «¡Hombre, no comas el bistec con las manos!». A ese le pasó una cosa que para qué le voy a contar: estábamos en el frente de Aragón y él estaba en el puesto de vigilancia y va y deja el ponte, bueno, el cagallón, allí en medio. Formé la sección, casi todos eran extremeños. Y lo arresté. El hombre estaba negro.

—¡Llevar veinte meses en la línea de fuego —gritaba indignado— y que le arresten a uno por cagón!

—Si no fuiste tú, ¿quién fue? No voy a arrestar a nadie. No lo he hecho más que por amor propio. No me da la gana que seáis tan cochinos. A ver, ¿quién lo hizo?

Y toda la sección dando un paso al frente, diciendo:

—Yo fui.

Son cosas que dan gusto. Pero cuando vieron de verdad de lo que se trataba, que los llevé, todos dijeron a coro:

—¡Joder; aquí parece que cagaron siete vacas!

Era el tiempo en que ya no teníamos gran cosa que comer y cuando nos comimos el burro en que el cabo furriel nos traía la comida. Vino entonces un capitán, montado en un caballo blanco. Comió con nosotros. Le gustó. Todos callados acerca de lo que era, hasta que vio la piel y la cabeza. Al día siguiente nos comimos el caballo. Aquéllos sí que eran tiempos. O cuando vino Barroso con Miaja, que mandaba. Miaja, aquel cabezota panzón, y que va Barroso y le dice:

—Anda que cuando te entra un pujo por delante, cuando sale por detrás ya se muere de viejo…

Todo eso lo contaba porque, cuando las guerrillas, lo más importante era enterrar las defecaciones. Llegamos a tener un cuarto de la provincia. Como usted es médico… Los últimos arrastraban unas ramas por las carreteras y por el monte para no dejar las huellas. La cuestión era enterrar las lumbres y lo que le sobra a uno cada vez que come… Luego, no tuve suerte y me cogieron. Pero, ahora, ya no saben quién soy.

Un día llamaron a Julián Templado:

—Llévate lo que tengas.

No había comisión anunciada.

—¿De dónde te reclamarán? —le pregunta Cuartero.

—No tengo la menor idea.

No había hecho gestión alguna. Tampoco tenía demasiado cuidado de lo que le podía suceder. Ni siquiera había declarado ser médico, para no tener más quehacer que los demás.

En el puesto de mando, le dijo el comandante:

—Tengo orden de ponerle en libertad y de que le acompañen a Alicante, al hotel Samper.

—Pero…

—Eso es todo. Enhorabuena.

En el hall del hotel destrozado encontró a Lola Cifuentes.

—Hola, médico.

—Hola, putilla.

No se habían visto desde el día en que él la ayudó a pasar la frontera.

—Ya sé que te costó lo tuyo, por mi culpa.

—¿Así que es por agradecimiento? Me dejas de piedra.

—¿Por qué?

—Es un sentimiento en el que no creo.

—¿Crees en alguno?

—No.

—Mientes.

—No soy tan clarividente.

«Lola Cifuentes, ¡quién lo iba a decir!». No que no se acordara de ella, pero así, a retazos, de tarde en tarde. La verdad es que se habían entendido bien en su desfachatez mutua.

—Por lo visto tienes influencias.

—Para sacar del campo a un infeliz como tú, sí.

—Y, ¿para qué soy bueno?

—Eso, tú lo sabrás.

—No. Si has venido a por mí, por algo será. Si es para denunciar a alguien, vas dada.

—¿Te has vuelto loco?, ¿o crees que éstos no se bastan?

Se fijó Templado en la entonación despectiva del «éstos». La guapa remachó:

—Sí, no me gusta nada «esto».

—¿Y qué esperas de mí?

—Que me saques otra vez.

—¿De dónde?

—De «esto».

—¿Cómo?

—Tú sabrás.

Subieron a una de las pocas habitaciones intactas.

Asunción, vestida de hombre, no llegó nunca a la cárcel de Alicante. Escapó antes, encontró a Monse y regresó —por Venta la Encina, en tren, sin mayores dificultades— a Valencia. Fue en seguida a ver a su tía, en casa de don Juanito. Exclamaciones, en todos tonos, lloros, suspiros, retahíla de reprensiones rompiéndose el pecho, que ya no son del caso.

No le fue difícil a Concha esconder a su sobrina en el piso alto; nadie sino ella atendía a la imposibilitada. A los cuatro meses, debido al hambre —no había casi nada de comer por entonces, en Valencia—, la infeliz murió. Entre Concha y Asunción la metieron en una maleta grande (no pesaba la difunta ni veinte kilos); de madrugada, como si fueran a la estación, dejaron abandonado el cadáver. No estaban los periódicos para asuntos de ese género: más podía la guerra entre Alemania, Francia e Inglaterra, olvidada ya Polonia. Asunción ocupó —para lo que fuera— el lugar de la impedida. De tarde en tarde llegaba alguna noticia indirecta de Vicente.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta la obesa.

—Esperar.

—¿Qué?

—No lo sé —dice Asunción, perdida la mirada.

Se ha acostumbrado al sillón de la muerta.

Don Blas, arrellanado en un sillón del casino de Viver, habla con el tío Cola.

—A ver si este año ya hay toros…

—Me parece todavía pronto para hablar de eso.

Primeros de septiembre y el aire frío bajando por el Ragudo; más arriba las estrellas del monte y, a ras de tierra, el ruido del agua viva: fuentes, manantiales, acequias. Hacia abajo, caído hacia la mar, por Jérica y Segorbe, Algar, Estivella, Sagunto, El Puig; cuesta arriba, por Sarrión, el áspero, desnudo camino de Teruel.

Hay quien dice que ha visto a Rafael López Serrador, guerrillero, por el monte…

ADENDA

—Perdone que venga a molestarle. Pero he leído su novela, o lo que sea, acerca de los últimos días de la guerra, en Valencia y en Alicante. Claro; yo no soy nadie para decirle si está bien o no. Yo no entiendo de eso, pero sí le quiero hacer notar algo que no es cierto. Usted deja constancia allí de que Conejero, el último gobernador republicano de Valencia, fue, en coche, con varios compañeros, hasta Benidorm y que de allí regresó al Gobierno Civil de Valencia, ya ocupado por los franquistas y que al entrar le detuvieron. No fue así. Bueno, no fue exactamente así. Es decir que, efectivamente, regresó a Valencia y fue al Gobierno Civil. Llegó allí a las once de la mañana; todavía firmó algunas cosas y cuando ya iban a entrar las tropas de Franco, los moros a la cabeza, volvió a tomar su coche y regresó a Alicante. Se metió en el puerto, pasó la de todos y, al salir, uno de los que estaban en la puerta —no llegó a ningún campo ni a la plaza de toros— dijo, gritando como un energúmeno:

—¡Ése, ese es el gobernador de Valencia!

Le metieron en un coche y le llevaron de vuelta al Gobierno Civil de Valencia. Allí le tuvieron unos días y, luego, tres meses en la Cárcel Modelo. Hicieron el paripé del juicio y lo condenaron a muerte.

Las cárceles estaban no llenas sino a reventar, y no sólo las cárceles sino conventos y cuarteles que habilitaron para eso. Ya le hablaré de esas cosas, si le interesan. Para mí es muy difícil hilar las cosas. ¡Fueron tantas! El que se portó bien e hizo todo lo que pudo fue monsieur Durand, el vicecónsul francés, de Valencia: fue a Alicante, tan pronto como supo que Molina Conejero se había marchado, para ver de rescatarle. Pero no pudo hacer nada. Llegó tarde. Como yo.

Yo estaba en Onteniente. Mandó por mí, en un coche, y al pasar por Ayelo de Malferit recogí al secretario del Ayuntamiento. Era un hombre joven, muy amigo nuestro, enfermo, de reuma; casi no se podía mover. Los pies envueltos en trapos. No se quería ir, de ninguna manera:

—¿Yo qué he hecho?, ¿a mí qué me pueden hacer?

—Usted no los conoce. Véngase.

Y a la fuerza lo metí en el coche y me lo llevé. Se escondió en casa de unos parientes, porque cuando llegamos a Valencia ya no había nada que hacer, andaban los fachas por la calle, medio disfrazados, pero ya por la calle, algunos con una bufanda roja y una camisa amarilla, otros con camisa azul para no engañar a nadie, y los moros entrando, echando botes de leche condensada y sacos de harina a la gente como para hacer creer que con ellos llegaba la abundancia. Sí, sí; habían arramblado con los almacenes de los alrededores. Luego ya no hubo nada, sino el hambre que pasamos durante cinco años. Usted no se puede dar una idea.

Aquel pobre muchacho se cansó de estar encerrado y a los tres meses salió a la calle y lo enchiqueraron. Lo juzgaron con otros del mismo pueblo y otros de Onteniente; con el alcalde, que también era amigo nuestro. Al alcalde lo condenaron a muerte y luego le condonaron la sentencia por treinta años. Al pobre reumático le condenaron a veinte. Pero no le sirvió. Ahí no valía más que lo que querían los falangistas. Y una noche los sacaron y los fusilaron. A los dos y a todos los que había del pueblo. No sé por qué le cuento estas cosas, las ha oído una tantas veces que ya no le interesan a nadie.

Durante meses, en la Cárcel Modelo —supongo que en las demás era igual, tal vez otros días, los jueves, viernes y sábados de cada semana sacaban tres camiones de presos, los llevaban a Paterna y los fusilaban, lo mismo daba que estuvieran condenados o no.

Y, de eso de Paterna, le tengo que contar lo del sepulturero. Encontró un negocio muy bueno, de acuerdo con los de la funeraria del pueblo. Ésos se hicieron ricos. El enterrador, que era un jovencito de nada, cortaba un trozo del traje de los fusilados por la noche y a la mañana siguiente se iba a la cola de las mujeres que esperaban frente a la cárcel y buscaba, entre las que llevaban comida o ropa limpia, quien reconociera el terno. Él se contentaba con la propina que le dieran y la comisión de la funeraria. Las pobres iban a recoger el cuerpo y la funeraria se encargaba de lo demás. Por cierto que el capitán de la Guardia Civil de Paterna fue un día al cementerio y vio que, en las tumbas, además del nombre, había muchos azulejos —que fabricaban en Manises— que decían: «Tu familia no te olvida». Se puso furioso:

—¿Ah, conque no olvidan? —y los rompió todos o los hizo romper a culatazos. En el cementerio civil de Valencia hicieron lo mismo. Destrozaron cuanta lápida e inscripción había que recordara lo nuestro.

Fusilaron a Molina Conejero el 25 de noviembre. De los tres camiones en que sacaron a los de la hornada del día, a él y a dos más los fusilaron primero:

—Para que veáis lo que os espera —dijeron a los demás.

Él había salvado por lo menos a veinticinco mil personas, porque los últimos días las gentes querían asaltar las cárceles y él se opuso y logró que no pasara nada. Lo sabían los falangistas. Yo hablé con el fiscal:

—Lo mató el cargo —me dijo.

—Usted también tiene cargo.

—Hoy por ti, mañana por mí.

Molina estaba convencido de que no le iban a matar. Pude verle cada quince días. Me mandaba aquí y allá. Yo iba. Hasta que un día, en la Audiencia, se me acercó un tipo, un jefe y me dijo:

—¿Usted qué quiere? Usted, ¿a qué viene?

—Yo hago lo que puedo y lo que me mandan.

Por una amiga que trabajaba allí supe, con ocho días de anticipación, que lo iban a fusilar. Pero no le avisé. ¿Para qué? ¿Para que escribiera su testamento? No. Yo no doy a pasar a nadie esos ocho días. Esos ocho días que pasé. No estoy arrepentida de no habérselo dicho aunque bastantes me lo han echado en cara. No estoy arrepentida. ¿Qué hubiera podido hacer? ¿Usted qué hubiera hecho? Cuando fusilaban, no avisaban a nadie, sencillamente al ir las mujeres a la cárcel, les decían:

—Ya no está.

A mí me seguían, mejor que detenerme, para ver adónde iba, con quién hablaba, pero yo sólo lo hacía con quien sabía que era de ellos. No soy tonta. Al suegro de Molina, que tenía ochenta años, le pegaron una paliza porque dijo que su yerno era una persona decente.

Usted no sabe lo que fue aquello. A mis hermanos los llevaron al convento de Puig, que habían convertido en cárcel. Ahí estuvieron un año. Una vez a la semana íbamos las mujeres, por la mañana, con la ropa y la comida que permitían llevarles. Allí, en la cola, nos hacían esperar todo el día y a veces decían:

—Pues no, hasta mañana.

Y allí nos quedábamos toda la noche.

Si alguno se asomaba a una ventana, los centinelas disparaban y le mataban. Es lo que le pasó al pobrecito encargado de recoger la ropa. Se asomó por una ventana precisamente un día antes de salir libre. Y le mataron.

Hablo de Puig porque me consta. Tenían sed y les daban para beber agua hirviendo, agua donde habían hervido, revueltas, las tripas que mandaban del matadero.

Lo que usted tendría que escribir es lo que pasó en la Cárcel de Mujeres, porque eso no lo escribirá nadie.

A una muchacha, de dieciocho años, es decir que tenía quince al empezar la guerra (¿qué podía saber de la vida o de política?) la mataron porque se había vestido con mono. Las monjas de la cárcel le decían:

—No te van a matar.

Cantaba muy bien y la mañana que se la llevaron, para fusilarla, le hicieron cantar el Ave María. ¡Qué Ave María les hubiera cantado yo!

En la Cárcel de Mujeres, en la Dirección de Policía: a latigazos, sí, a las mujeres. Sangrando. Les arrancaban las pestañas, los dientes, las uñas. A una, muerta de hambre, le dieron de comer puro bacalao; estaba sentada en una silla, atada, y luego le pusieron, en una mesa, delante, un jarro de agua. Y luego un litro de aceite de ricino. ¿Me entiende? Un litro. Y después, de una patada, la silla a tierra. Ya sé que eso se ha hecho en todas partes. Yo le hablo de Valencia, donde yo estaba. Pero en los pueblos pasó lo mismo o peor; meses, años. En Benaguacil, pasearon a todos los detenidos por el pueblo —eso lo hacían en todas partes—, y, en la plaza del pueblo, los fusilaron, como lo habían hecho en la plaza del Torico, en Teruel. Y, como allí, echaron los cadáveres a un lado y obligaron a todos los demás, a los del pueblo, a bailar la jota sobre la sangre todavía derramada. Es posible que alguno lo hiciera a gusto.

Pasará el tiempo que pasará. Cómo pasará, eso nadie lo sabe; pero lo evidente, lo que nadie podrá ocultar, olvidar ni borrar es que se mató porque sí. Es decir, porque fulano le tenía ganas a mengano, con razón o sin ella. Ése es otro problema. Pero allá, del otro lado, y aquí, cuando entraron, mataron a sabiendas de quien mandaba. Se mataba con y por orden, con listas bien establecidas, medidas. En el último año de la guerra nosotros no fusilamos a nadie. Ellos, después de la guerra siguieron matando como al principio. Ésta es la diferencia, señor.

Hoy ya se ha olvidado mucho, dentro de poco se habrá olvidado todo. Claro está que, a pesar de todo, queda siempre algo en el aire. Como con los carlistas, pero eso aún fue ayer. Antes debió de pasar lo mismo, y pisamos la misma tierra. Yo creo que la tierra está hecha del polvo de los muertos.

Claro que queda el otro mundo, y hablando de él le tengo que contar lo de la Virgen de los Desamparados, la famosa historia de la Virgen de los Desamparados. Al principio de la guerra el alcalde, republicano, claro está, la mandó sacar de su camarín, y la puso en la biblioteca del Ayuntamiento. Le aseguro que no le faltaba nada, absolutamente nada. Intacta. Lo sé porque una amiga mía era la encargada de quitarle el polvo. No le faltó nada hasta el día en que entraron ellos. Luego dijeron que le habían robado la corona y que tenía un rayón en la cara. Y la llamaron «La Mutilada» y la condecoraron. Y se hizo un llamamiento para que todo el mundo entregara joyas o dinero para hacerle una corona nueva, y se la hicieron. A mí me gustaría saber quién tiene la antigua, la de verdad. Le aseguro que no es ninguno de nosotros.

Ya sé que me cree porque usted fue amigo del doctor Peset, al que tardaron más de un año en fusilar porque fue rector de la Universidad. Tampoco creía él que le iban a matar, igual que Manuel. Fíjese por qué cargos mataban a uno… Y él pudo haberse marchado, Negrín se lo quiso llevar. No se quería ir sin su hijo. Y luego:

—¿A mí por qué me han de hacer algo?

Y era un hombre bueno como ya no los hay. Y un sabio, un sabio de verdad. Luego la gente come y se olvida… Yo no, tal vez porque aquello me cogió ya vieja. Y lo que le he dicho de esa niña de Alcira, la que cantaba tan bien, la que les cantó el Ave María a las monjas antes de que la fusilaran… Se llamaba Amparo, como la Virgen. Era mi hija.